lunes, 22 de julio de 2013

Nuestro tallerista más joven

Tiene dieciséis años, está cursando Segundo año de Bachillerato y escribe desde hace mucho tiempo porque le encanta. 

Pero... miren que es un jovencito como todos, y no se priva de ninguna rebeldía, tal como cualquier adolescente.

Hace unos meses apenas que resolvió integrarse a esta Casa. Trabajamos en la modalidad por Internet y el siguiente es uno de sus textos:



No lo quiero pero lo quiero


         Hoy mis amigos me invitaron a jugar al fútbol, pero, no fui. Desde que empecé con eso ya no tengo energía. No puedo ni correr detrás del ómnibus, y, la verdad, es que tampoco me interesa. Esa es otra cosa que noto: desde que empecé no me interesa nada en lo más mínimo;  podrían decirme que tengo algún cáncer o que mi madre murió y apenas reaccionaría.

         Hace un rato un niño en la plaza me preguntó si me gustaba hacerlo, le dije que no, así que curioseó en por qué no lo dejaba. No supe qué responderle… Miré al chiquilín y traté de ver qué lo hacía tan difícil, pero, antes de darme cuenta de la respuesta correcta, me levanté y me fui. El problema era que el niño me había hecho plantearme algo que, quizás, era lo correcto, pero el asunto es que, como con casi todo lo demás, no le di importancia alguna.

         Ahora estaba en mi cuarto, pensando qué podía ser lo que me impedía dejarlo, y, tras reflexionar, me di cuenta de que es lo que quiero y debo hacer , aunque prefiero estar todo el día dedicado a eso antes que seguir escuchando los problemas que hay en mi casa. Prefería continuar así a tener que soportar que las discusiones de mis padres acabaran en mí y en mi hermana. Prefiero que nada me importe antes que aguantar que sus peleas desemboquen en nosotros. Cuando uno se enoja con alguien, se pone de mal humor con todos, pero, el verdadero problema es cuando uno se enoja con alguien con el que pasa mucho rato, y no hay alguien con el que pases más tiempo que contigo mismo. Es decir, que enojarte contigo equivale a que te termines molestando con todos.

         Miles de veces he pensado en irme de mi casa cuando mis padres discuten; hay dos cosas que me impiden hacerlo: la primera es que no tengo a dónde ir. Si me fuera, nadie tendría por qué darme un lugar, tendría que vagar toda la noche hasta que adivinara que el problema ha terminado, pero solo tengo 17 años, y eso es peligroso… Que sea adicto no significa que sea tonto. Y el otro motivo, que es más importante, es que mi hermana no puede quedar sola y resistir los problemas de mis padres; solo tiene 9 años, no tiene por qué sufrir todo eso.

         Quiero dejarlo, de verdad, quiero volver a sentir, volver a querer, volver a poder, pero, no será de un día para otro. Al principio era para aparentar ser otro tipo de persona; con el tiempo, fue un inhibidor de los problemas, pero, ahora, ya no sé lo que es. No lo quiero pero lo quiero. Quiero dejar atrás los problemas pero no quiero olvidarme de lo que importa. Ojalá que no sea el único que pase por esto, y si alguien piensa que es una solución, lea esto y seguramente se arrepentirá de lo que cree...


Malandrita


¡Qué maravilla la sensibilidad con la que somos poseídos cuando creamos! Porque, Malandrita, por ejemplo, a pesar de habitar en este perverso mundo del XXI, no ha vivido la terrible experiencia de soledad del personaje de su cuento y, sin embargo, pudo vestir la piel de ese Otro y respirar al ritmo de su angustia. La práctica del Arte "sirve" también para esto: para no permanecer ajenos, para comprender, para derribar las murallas de la indiferencia, para sentir que somos Varios(as en Uno/a.




Bajo la Serpiente de los Huesos Blancos 2


Canciones de invierno
  
I

Frío y oscuridad
frío oscuridad y ventisca
la modorra invernal se echa encima
pesada como la nieve en el tejado.


II

Como un rayo de sol
como el recuerdo de un grato día de verano
es el jacinto que me enviaste.
Morado es el color de la Cuaresma
pensé al ponerlo en mi mesa de noche
y al apagar la luz
su aroma llenó la oscuridad
dominando el temporal de afuera
como si fuese un tema delicado
en una poderosa sinfonía.


III

Ha nevado esta noche
y ahora están a la vista de todos
en la nieve recién caída
mis huellas
desde mi puerta hasta tu casa.


Kyndilmessa, 1971

Vilborg Dagbjartsdóttir


Poema traducido por Francisco J.Uriz y publicado en el volumen Poesía Nórdica de Ediciones de la Torre.



Vilborg Dagbjartsdóttir
1930
Docente de Magisterio, ahora retirada.
Integrante de "los poetas atómicos",
primeros en instaurar el verso libre en Islandia.
Fundadora del "Movimiento de las Medias Rojas",
activo defensor de los derechos de la mujer.
Para leer en este invierno.
Emoción garantizada.




“En poesía, la racionalidad de la metáfora proviene de un orden de experiencia distinto de aquel de la ciencia”- Hart Crane







21 de julio de 1899

El puente, de Hart Crane (1899-1932)


Constituye el último gran intento, en la literatura norteamericana, de construir el mito de la Tierra Prometida, esa Nueva Jerusalén en la que los hombres gozarían de las beatitudes del Cielo, augurada por Emerson y Thoreau. Pero ese mito, aunque armado con referencias bíblico-litúrgicas –Crane había sido educado en los rigores de la ciencia cristiana–, es un mito moderno, que abraza los avances de la tecnología y los valores de la sociedad democrática, que conecta lo cósmico y lo industrial, lo telúrico y lo arquitectónico. El símbolo que Crane eligió para encarnar esa utopía contemporánea fue el puente neoyorquino de Brooklyn, una obra maestra de la ingeniería humana, inaugurado en 1883.

El mito se configura a partir de la reunión de ciertos elementos fundacionales: el viaje de Colón y las aventuras de los descubridores, como Hernando de Soto, el primer europeo en alcanzar el Misisipi; el sueño de Eldorado; la conquista del Oeste –Crane, nacido en Ohio, descendía en línea directa de los pioneros que viajaron en caravanas desde Nueva Inglaterra; la cultura india, representada por Pocahontas; el Cutty Sark y el dominio de los mares; los hermanos Wright y el nacimiento de la aviación. Se integran asimismo elementos religiosos, históricos, literarios –como Rip van Winkle, el personaje de Washington Irving, o Edgar Allan Poe–, legendarios y paisajísticos: la naturaleza, tanto urbana como rural –las praderas, los campos de maíz–, tiene una importancia capital en el poemario, para describir una realidad salvífica, el “nuevo territorio pactado de vívida hermandad”. En torno al puente totémico, “deidad inmortal”, desfilan estas epifanías del Nuevo Mundo, estos avatares de la contemporaneidad. Pero ninguno usurpa su papel protagonista. La pieza inaugural, que le está dedicada, es una suerte de obertura sinfónica. El aria final, titulada “Atlántida”, también dedicada a él, fue el primer poema del conjunto en ser escrito. Crane lo compuso en la misma habitación de Columbia Heights desde la que Washington Roebling, el ingeniero paralítico que lo había diseñado, supervisaba con un catalejo, treinta años antes, las labores de construcción. El inmenso puente es descrito homéricamente: “trillones de martillos susurrantes vislumbran a Tiro:/ serenamente, sobre el gemido de un yunque/ de eones, el silencio remacha Troya./ Y tú, allá arriba, Jasón, grito imperativo,/ aún le pones arreos al retozo del aire”. También Maiakovski y Jack Kerouac han cantado al puente. Lorca –a quien Crane conoció durante la estancia del granadino en Nueva York– lo hizo, con menor hipérbole, aunque no con menor viveza, en “Ciudad sin sueño (Nocturno del Brooklyn Bridge)”, de Poeta en Nueva York: “Aquel muchacho que llora/ porque no sabe la invención del puente/ o aquel muerto que ya no tiene/ más que la cabeza y un zapato,/ hay que llevarlos al muro/ donde iguanas y sierpes esperan…”.

Dos son las influencias más perceptibles del poemario: Rimbaud y Whitman. A Crane se la ha llamado “el Rimbaud de Cleveland”, aunque destacados autores, como Louise Bogan, nieguen esa semejanza. La imaginería poderosa, basada en “una ‘lógica de la metáfora’ anterior a la lógica discursiva”, como señala Jaime Priede, el prologuista y traductor del volumen; el lenguaje órfico y explosivo, salpicado de catacresis y sinestesias; la fluencia de la dicción, que progresa con la majestuosidad zigzagueante de un torrente; el tinte irracional, de frecuentes erizamientos expresionistas, que caracteriza a El puente, bastaría para emparentarlo con la obra rimbaudiana. Pero es que las similitudes son, a veces, casi textuales. Así reza la estrofa 17ª de “La danza”: “Rodeado de buitres, grité amarrado al poste/ sin poder arrancar las flechas de mi lado…”. Y así dice el principio de “El barco ebrio”, compuesto, como “La danza”, por estrofas de cuatro versos: “Pieles Rojas vociferantes los habían clavado desnudos/ a postes de colores, y utilizado como blancos…” También recuerdan a Rimbaud los adjetivos técnico-científicos con los que gusta de calificar a sus sustantivos. Si el poeta de Charleville habla de “lúnulas eléctricas”, Crane menciona a “truenos galvanométricos”; si aquél convoca a “enjambres de asteroides”, éste cita a “galvánicos resoplidos”; si el autor de Iluminaciones recurre a “políperos carnales”, el de El puente lo hace a “crestas ciclorámicas”.

El influjo de Walt Whitman en Crane es asimismo evidente. Su dibujo de una sociedad plena de fuerza y futuro, construida con las voces iguales de ciudadanos iguales, constituye un referente ineludible para el autor de El puente. El coro fluvial de Hojas de hierba y sus acordes épicos –de una épica, sin embargo, mesocrática– resuenan en Crane, aunque con acentos menos cristalinos, más glúcidos, enraizados, acaso demasiado, en la retórica romántica. “Cabo Hatteras”, uno de los poemas más largos de El Puente, está dedicado a Whitman, al que, rimbaudianamente, llama “vidente”. Y acaba así: “nunca soltaré/ mi mano/ de la tuya,/ Walt Whitman…” Whitman no es, sin embargo, el único poeta norteamericano cuya voz reverbera en la poesía de Crane. En El puente hay ecos de Carl Sandburg, y, en especial, de alguno de los poemas más destacados de Los poemas de Chicago, como “El rascacielos”, dedicado asimismo a la exaltación de las grandes consecuciones urbanas, epítome del vigor del pueblo: “Hora tras hora, el Sol y la lluvia, el aire y el óxido, y el empuje del tiempo que se pierde en los siglos, actúan en el edificio, dentro y fuera de él…”

(...)

La noche del 26 de abril de 1932, Hart Crane recibe una paliza a bordo del Orizaba, el vapor con el que volvía a los Estados Unidos después de un año de estancia en México, por haber intentado aproximarse a uno de sus marineros. Convencido de que la felicidad –que tan ansiosa, y tan infructuosamente, había buscado en los urinarios públicos de Nueva York– le estaba vedada a los homosexuales, se despide de los pasajeros, se quita la chaqueta, la deja cuidadosamente doblada en el suelo y se arroja a las aguas del Golfo de México. Su temprana muerte privó a los Estados Unidos, según Waldo Frank, de su “último poeta moderno”, pero el monumento que fue, y aún es, El puente, sigue, encendido y transitable, a nuestros pies. ~

Eduardo Moga
(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).

De:  LetrasLibres

No me digas que el cielo está cerca

Hay cosas que te atraen
como si la Tierra fuera redonda
Ya te lo decía el poeta
es redonda es redonda
y el cielo un enorme corral de estrellas
Pero no me digas que el cielo está cerca



Interior

Esta lámpara dejó caer una tímida
Solemnidad en nuestro pobre cuarto.
¡Oh dorada y gris amenidad
Tristeza intensa y gentil!

A lo largo y ancho del mundo
Reclamamos las horas robadas ya que ninguno puede saber
Cuanto le agrada al amor florecer como una flor tardía
En los días posteriores a la incandescencia.

Y aunque el mundo deba despedazarse
Con celos y engaños
Al menos podrá  reverenciar y conquistar
Nuestra piedad con una sonrisa.




Al puente de Brooklyn


Cuántos amaneceres, frío tras su merecido descanso,
habrán de zambullirse las gaviotas a su alrededor
soltando anillos blancos de tumulto, erigiendo
la Libertad por encima del agua encadenada

Luego con limpia curva, apartamos los ojos,
espectrales como las velas que pasan por debajo,
de alguna hoja de cálculo que será archivada;
hasta que el ascensor nos libera de la jornada...

Pienso en los cines, esas vistas panorámicas
de multitudes inclinadas ante una escena trepidante
nunca mostrada, pero a la que pronto se apresuran,
anunciada a otros ojos en la misma pantalla.

Y tú, cruzando el puerto entre destellos de plata,
como si te alcanzase el sol, dejas
en el andar cierto balanceo pendiente.
Tu misma libertad te sigue sosteniendo.

Desde algún túnel de metro, celda o altillo
un loco se apresura hacia tus parapetos,
se inclina un poco, su camisa chillona se hincha,
una broma se arroja desde la atónita caravana.

La luz de mediodía gotea en las vigas de Wall Street,
diente roto del celeste acetileno;
toda la tarde giran las grúas entre nubes...
Tus cables respiran aún el Atlántico Norte.

Oscuro como el cielo de los judíos
tu galardón...gracia concedida
de anonimia que el tiempo no disipa:
vibrante absolución, el perdón que nos otorgas.

Arpa y altar fundidos por la furia
(¡qué fuerza afinaría el coro de tu cordaje!),
umbral terrible de la promesa del profeta,
de la oración del paria y del gemido del amante.

De nuevo las luces del tráfico que rozan tu lenguaje,
veloz y sin cesuras, inmaculado suspiro de los astros,
salpican tu ruta, cifran la eternidad.
Hemos visto la noche alzada en tus brazos.

Bajo la sombra de tus pilares esperé;
sólo en la oscuridad tu sombra es clara.
Los iluminados bloques urbanos se han borrado,
ya la nieve sepulta todo un año de hierro...

Insomne como el río que pasa debajo de ti,
tú que abovedas el mar, hierba que sueña en las praderas,
ven a nosotros, los humildes, baja
y con tu curvatura ofrece un mito de Dios.











“Yo siempre trato de escribir siguiendo el principio del iceberg” - Ernest Hemingway

21 de julio de 1899











Un gato bajo la lluvia

Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.
Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce, que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia.
Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.
La dama americana lo observó todo desde la ventana.
En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros.
–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.
–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.
–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse. ¡Pobrecito!
El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.
–No te mojes –le advirtió.
La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.
–Il piove –expresó la americana.
El dueño del hotel le resultaba simpático.
–Sí, sí, signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.
Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.
Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros.
Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.
–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.
Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.
–Ha perduto qualque cosa, signora?
–Había un gato aquí –contestó la americana.
–¿Un gato?
–Sí, il gatto.
–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír – ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?
–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.
Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.
–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.
–Me lo imagino –dijo la extranjera.
Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y, a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia.
Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.
–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.
–Se ha ido.
–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.
La mujer se sentó en la cama.
–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.
George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro y, por último, se fijó en la nuca y en el cuello.
–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.
George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.
–A mí me gusta como está.
–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.
George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.
–¡Caramba! Si estás muy bonita – dijo.
La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.
–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.
–¿Sí? –dijo George.
–Y, además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.
–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.
Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.
–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.
George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta
–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro.
En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.
–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.





El anciano del puente

Un anciano con anteojos de armazón de acero y ropa llena de polvo estaba sentado a un costado del camino. Un puente de pontones atravesaba el río, y carros, camiones, hombres, mujeres y niños cruzaban en ese instante. Los carros tirados por mulas se tambaleaban en la empinada orilla, al salir del puente, y los soldados prestaban ayuda empujando los rayos de las ruedas. Los camiones subían y se alejaban rápidamente, y los paisanos caminaban con esfuerzo por la polvareda, enterrándose hasta los tobillos. Pero el anciano permanecía en su sitio, sin moverse. Estaba demasiado cansado como para seguir adelante.

Mi tarea consistía en cruzar el puente, explorar la cabeza del mismo y comprobar hasta qué punto había avanzado el enemigo. Después de realizar este trabajo, regresé por el puente. Ya no había tantos carros, y muy poca gente cruzaba a pie, pero el anciano permanecía allí todavía.

—¿De dónde viene usted? —le pregunté.

—De San Carlos —respondió con una sonrisa.

Era su pueblo natal y, por lo tanto, le complacía mencionarlo. Ese fue el motivo de su sonrisa.

—Estaba cuidando animales —explicó.

— ¡Ah! —exclamé, sin comprender del todo.

—Sí. Como verá, me quedé cuidando animales. Fui el último en abandonar la ciudad de San Carlos.

No parecía, en realidad, ni pastor ni vaquero. Entonces miré sus ropas negras de tierra, su rostro gris por el polvo, y sus anteojos con armazón de acero, y dije:

— ¿Qué animales eran?

—Varios animales —contestó mientras sacudía la cabeza—. Tuve que abandonarlos.

Yo estaba observando el puente y la región de aspecto africano del delta del Ebro, y me pregunté cuánto faltaría para que viésemos al enemigo, y todo el rato estuve esperando los primeros ruidos que señalarían ese acontecimiento siempre misterioso llamado contacto. El anciano no se movía de allí.

— ¿Qué animales eran? —pregunté.

 —Eran tres animales, en total —me replicó. Eran dos cabras y un gato, y también cuatro pares de palomas.

— ¿Y tuvo que abandonarlos?

—Sí. Por la artillería. El capitán me dijo que me fuese a causa de la artillería.

— ¿Y no tiene familia? —le pregunté mientras observaba el extremo más alejado del puente, donde los últimos carros se apresuraban a bajar por la pendiente de la ribera.

—No —dijo—, sólo los animales que mencioné. El gato, por supuesto, se salvará. Un gato puede cuidarse solo. Pero no quiero ni pensar qué será de los otros.

— ¿Y de qué bando político es partidario?

—De ninguno. No me interesa la política. Tengo sesenta y seis años. He caminado doce kilómetros y creo que no puedo seguir más.

—Este no es un sitio apropiado para detenerse. Si puede llegar hasta la parte donde el camino se bifurca hacia Tortosa, allí encontrará varios camiones que lo llevarán.

—Esperaré un rato —dijo—, y después iré. ¿Y adónde van los camiones?

—A Barcelona —le respondí.

—No conozco a nadie en ese lugar, pero se lo agradezco mucho. Gracias, muchísimas gracias.

Me miró con una expresión de cansancio en sus facciones y, como tenía que compartir con alguien su preocupación, me dijo:

—El gato se salvará. Estoy seguro de eso. No hay necesidad de inquietarse por el gato. ¿Pero los otros? A ver, ¿qué le parece? ¿Qué será de los otros?

—¡Caramba! Es posible que también se salven.

—¿De veras?

—¿Por qué no, pues? —dije, observando la orilla opuesta, donde ya no quedaba ningún carro.

—¿Pero qué pueden hacer bajo la artillería si yo no he podido quedarme a causa de eso?

—¿Dejó el palomar abierto?

—Sí.

—Entonces volarán.

—Sí, es claro que volarán. ¿Pero los otros? Es mejor no pensar en los otros.

—Ya ha descansado bastante —le indiqué—. Levántese y trate de caminar.

—Gracias —dijo mientras se ponía de pie, tambaleaba de un lado a otro y volvía a caer sentado en el polvo

—Estaba cuidando animales —expresó lentamente, aunque ya no se dirigía a mí—. Estaba cuidando animales, nada más... nada más...

No había nada que hacer con él. Era domingo de Resurrección y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y nublado, y el cielo bajo impedía la acción de los aeroplanos. Eso y el hecho de que los gatos supieran cuidarse representaba toda la buena suerte que podía esperar el anciano.



En esta finca vivió en Cuba





 
Sus esposas


















Uno + Uno + Uno + Uno ...


En el Arte, las Matemáticas se convierten en ciencia imprecisa, errática, subjetiva... Por ejemplo, uno más uno más uno más... es igual a "infinito". 

Así lo ha entendido Francisco, nuestro querido compañero del Taller de Narrativa, que con este Toquinho naif viene en búsqueda del infinito placer de un infinito número de lectores y oyentes en el infinito espacio de la comunicación.

¡Gracias, por ser ese "Otro" imprescindible! ¡Y vivan siempre la Imaginación y la Solidaridad!  


Bajo la Serpiente de los Huesos Blancos (1)

VENTANA SOBRE EL ERROR

Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo. Una mañana floreció el jazmín del Cabo, en el jardín de mi casa, y el aire frío se impregnó de su aroma, y ese día también floreció el ciruelo y despertaron las tortugas.
Fue un error, y poco duró. Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que alguna vez se acabará el invierno. Y yo también.


Eduardo Galeano


Muchas y muchos nos sumaríamos a la voz del narrador del texto de Galeano sin dudar un instante, ¿no es así?
Sin embargo, concedamos la probabilidad de que a otras tantas personas les ocurra exactamente lo contrario: en invierno se sienten cómodos, plenos, muy activos.

Y bien: de ese modo está diseñado el mundo. Es más, quizás por ello hasta hace poco tiempo “hubo” cuatro estaciones muy definidas: para que cada uno/a pudiera equilibrar gustos y disgustos. Aunque, a decir verdad, “estar en el mundo” no ha dependido únicamente de las cuestiones climáticas, a pesar de que cada vez éstas nos condicionen más. Pero, para que el foco de nuestro discurso no se transforme en un pretexto, “vayamos al grano” (a pesar de que es muy complejo ser diletantes cuando hay tantos/as que no tienen grano, ni tallo, ni semilla). Para los que aún gozamos de ciertos privilegios y hemos podido sostener un nivel de vida decoroso -como habitar un espacio medianamente digno, comer diariamente la cuota necesaria, ejercitar nuestras facultades en un empleo, oficio o profesión, leer o escribir quizás, conocer el abc de esta expresión de la tecnología, escuchar música creada o natural, ser amigos, ser buena gente con nuestro prójimo, soñar,... (¿no es demasiado ya?), elrevesdelapiel propone una actividad que, por sencilla, puede cumplir con aquel postulado de que el arte sea un vínculo capaz de atravesarnos sutilmente con su hilo de seda, de agua, de luz, de fuego...

Uno no es lo que es por lo que escribe sino por lo que ha leído", sostenía con frecuencia Jorge Luis Borges. Con seguridad, cada uno/a de nosotros/as podría agregar una experiencia particular al respecto. 

Desde esta Casa,  invitamos a que, centrándose en el tema del invierno, envíen un texto (cuento, poema, ensayo, drama,...) que hayan leído y disfrutado, a la siguiente dirección de mail: laquesiempremociona@gmail.com 

Asimismo, y para que nadie quede marginado de esta singular experiencia colectiva, también se aceptarán obras de artistas plásticos -célebres o no- siempre que traten el mismo tema. 

Todos los envíos serán publicados gradualmente en el blog, por lo cual se solicita vengan acompañados del nombre del autor, su nacionalidad, y nombre o seudónimo de quien lo ha remitido.





(1)  En los meses de invierno, aunque no sea fácilmente visible, domina el cielo la Vía Láctea. Por esa razón los mayas la llamaron “la Serpiente de los Huesos Blancos".
Esta representación artística como una serpiente bicéfala procede de su observación de la línea descrita por el Sol en el recorrido por las constelaciones de estrellas fijas.