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21 de julio de 1899 |
Un
gato bajo la lluvia
Sólo
dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que
subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya
estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el
jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo,
no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos
árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.
Los
italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de
bronce, que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras
y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga
línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo
la lluvia.
Los
automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a
la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.
La
dama americana lo observó todo desde la ventana.
En
el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos
verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que
caían a los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez
pudiese acercarse protegida por los aleros.
–Voy
a buscar a ese gatito –dijo ella.
–Iré
yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.
–No,
voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse.
¡Pobrecito!
El
hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.
–No
te mojes –le advirtió.
La
mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella
pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario
era un hombre viejo y muy alto.
–Il
piove –expresó la americana.
El
dueño del hotel le resultaba simpático.
–Sí,
sí, signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.
Cuando
la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su
escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del
escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba
la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera
de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y
triste y sus manos grandes.
Estaba
pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había
arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el
café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida
por los aleros.
Mientras
tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación,
mandada, sin duda, por el hotelero.
–No
debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.
Mientras
la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de
piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí,
brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió
desilusionada. La criada la miró con curiosidad.
–Ha
perduto qualque cosa, signora?
–Había
un gato aquí –contestó la americana.
–¿Un
gato?
–Sí,
il gatto.
–¿Un
gato? –la sirvienta se echó a reír – ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?
–Sí;
se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener
un gatito.
Cuando
habló en inglés, la doncella se puso seria.
–Venga,
signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.
–Me
lo imagino –dijo la extranjera.
Volvieron
al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para
cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se
inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la
hacía sentirse muy pequeña y, a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener
una gran importancia.
Después
de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo
en la cama.
–¿Y
el gato? –preguntó, abandonando la lectura.
–Se
ha ido.
–¿Y
donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.
La
mujer se sentó en la cama.
–¡Me
gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No
debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.
George
se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y
empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un
lado y después del otro y, por último, se fijó en la nuca y en el cuello.
–¿No
te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a
mirarse de perfil.
George
levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.
–A
mí me gusta como está.
–¡Estoy
cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.
George
cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde
que ella empezó a hablar.
–¡Caramba!
Si estás muy bonita – dijo.
La
mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana.
Anochecía ya.
–Quisiera
tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la
nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se
acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.
–¿Sí?
–dijo George.
–Y,
además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero
que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y
algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.
–¡Oh!
¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.
Su
mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las
palmeras.
–De
todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora
mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un
gato.
George
no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz
se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta
–Avanti
–dijo George, mirando por encima del libro.
En
la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba
por zafarse de los brazos que lo sujetaban.
–Con
permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la
signora.
El anciano del puente
Un anciano con
anteojos de armazón de acero y ropa llena de polvo estaba sentado a un costado
del camino. Un puente de pontones atravesaba el río, y carros, camiones,
hombres, mujeres y niños cruzaban en ese instante. Los carros tirados por mulas
se tambaleaban en la empinada orilla, al salir del puente, y los soldados
prestaban ayuda empujando los rayos de las ruedas. Los camiones subían y se
alejaban rápidamente, y los paisanos caminaban con esfuerzo por la polvareda,
enterrándose hasta los tobillos. Pero el anciano permanecía en su sitio, sin
moverse. Estaba demasiado cansado como para seguir adelante.
Mi tarea consistía
en cruzar el puente, explorar la cabeza del mismo y comprobar hasta qué punto
había avanzado el enemigo. Después de realizar este trabajo, regresé por el
puente. Ya no había tantos carros, y muy poca gente cruzaba a pie, pero el
anciano permanecía allí todavía.
—¿De dónde viene
usted? —le pregunté.
—De San Carlos
—respondió con una sonrisa.
Era su pueblo natal
y, por lo tanto, le complacía mencionarlo. Ese fue el motivo de su sonrisa.
—Estaba cuidando
animales —explicó.
— ¡Ah! —exclamé,
sin comprender del todo.
—Sí. Como verá, me
quedé cuidando animales. Fui el último en abandonar la ciudad de San Carlos.
No parecía, en
realidad, ni pastor ni vaquero. Entonces miré sus ropas negras de tierra, su
rostro gris por el polvo, y sus anteojos con armazón de acero, y dije:
— ¿Qué animales
eran?
—Varios animales
—contestó mientras sacudía la cabeza—. Tuve que abandonarlos.
Yo estaba
observando el puente y la región de aspecto africano del delta del Ebro, y me
pregunté cuánto faltaría para que viésemos al enemigo, y todo el rato estuve
esperando los primeros ruidos que señalarían ese acontecimiento siempre
misterioso llamado contacto. El anciano no se movía de allí.
— ¿Qué animales
eran? —pregunté.
—Eran tres
animales, en total —me replicó. Eran dos cabras y un gato, y también cuatro
pares de palomas.
— ¿Y tuvo que
abandonarlos?
—Sí. Por la
artillería. El capitán me dijo que me fuese a causa de la artillería.
— ¿Y no tiene
familia? —le pregunté mientras observaba el extremo más alejado del puente,
donde los últimos carros se apresuraban a bajar por la pendiente de la ribera.
—No —dijo—, sólo
los animales que mencioné. El gato, por supuesto, se salvará. Un gato puede
cuidarse solo. Pero no quiero ni pensar qué será de los otros.
— ¿Y de qué bando
político es partidario?
—De ninguno. No me
interesa la política. Tengo sesenta y seis años. He caminado doce kilómetros y
creo que no puedo seguir más.
—Este no es un
sitio apropiado para detenerse. Si puede llegar hasta la parte donde el camino
se bifurca hacia Tortosa, allí encontrará varios camiones que lo llevarán.
—Esperaré un rato
—dijo—, y después iré. ¿Y adónde van los camiones?
—A Barcelona —le
respondí.
—No conozco a nadie
en ese lugar, pero se lo agradezco mucho. Gracias, muchísimas gracias.
Me miró con una
expresión de cansancio en sus facciones y, como tenía que compartir con alguien
su preocupación, me dijo:
—El gato se
salvará. Estoy seguro de eso. No hay necesidad de inquietarse por el gato.
¿Pero los otros? A ver, ¿qué le parece? ¿Qué será de los otros?
—¡Caramba! Es
posible que también se salven.
—¿De veras?
—¿Por qué no, pues?
—dije, observando la orilla opuesta, donde ya no quedaba ningún carro.
—¿Pero qué pueden
hacer bajo la artillería si yo no he podido quedarme a causa de eso?
—¿Dejó el palomar
abierto?
—Sí.
—Entonces volarán.
—Sí, es claro que
volarán. ¿Pero los otros? Es mejor no pensar en los otros.
—Ya ha descansado
bastante —le indiqué—. Levántese y trate de caminar.
—Gracias —dijo
mientras se ponía de pie, tambaleaba de un lado a otro y volvía a caer sentado
en el polvo
—Estaba cuidando
animales —expresó lentamente, aunque ya no se dirigía a mí—. Estaba cuidando
animales, nada más... nada más...
No había nada que
hacer con él. Era domingo de Resurrección y los fascistas avanzaban hacia el
Ebro. Era un día gris y nublado, y el cielo bajo impedía la acción de los
aeroplanos. Eso y el hecho de que los gatos supieran cuidarse representaba toda
la buena suerte que podía esperar el anciano.
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En esta finca vivió en Cuba |
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Sus esposas
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