jueves, 22 de agosto de 2013

Sólo un perrito faldero acompañando su soledad final

Dorothy Parker
22 de agosto de 1893 - New Jersey
Escritora,
periodista (la única mujer crítica teatral en su época)
activista social.

Tempranas asperezas
que ni el dinero ni la fama posteriores
lograron mitigar.
Una biografía que empuja
a reflexionar.


































The Algonquin Round Table, also called THE ROUND TABLE, informal group of American literary men and women who met daily for lunch on weekdays at a large round table in the Algonquin Hotel in New York City during the 1920s and '30s. Many of the best-known writers, journalists, and artists in New York City were in this group. Among them   were Dorothy Parker, Alexander Woollcott (author of the quote "All the things I really like are immoral, illegal, or fattening", Heywood Broun, Robert Benchley,Robert Sherwood, George S. Kaufman, Franklin P. Adams, Marc Connelly, Harold Ross, Harpo Marx, and Russell Crouse.

De: kclibrary.lonestar.edu


Es cierto que el alcohol le gustaba mucho, pero también es cierto que no la inhibía para juzgar las hipocresías sociales y políticas en las que estaba inmersa. Así, poco a poco fue transgrediendo los límites reservados al periodismo y se involucró en las causas de los perseguidos y oprimidos. 
El juicio a Sacco y Vanzetti fue un detonante clave. 
A partir de entonces se convirtió en una luchadora implacable:fue una de las fundadoras del Sindicato de Guionistas y de la Liga Antinazi de Hollywood. Colaboró en campañas contra la discriminación racial en el sur de los Estados Unidos, y formó parte del Comité de Defensa de los Scottsboro, nueve jóvenes negros injustamente acusados de violar a dos blancas, cuya ejecución finalmente se impidió. Organizó cenas en su casa de Beverly Hills para reunir fondos para los refugiados españoles; y fue, también, una de las primeras intelectuales americanas en denunciar la persecución nazi de los judíos. Sin duda, motivos harto suficientes para que el F.B.I. le abriera un expediente y controlara minuciosamente sus movimientos; Fue puesta en la Lista Negra de Hollywood y, en 1951, llamada a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, donde invocó sus derechos constitucionales y se negó a incriminarse y a dar nombres de supuestos camaradas.



















UNA LLAMADA TELEFÓNICA



“Por favor, Dios mío, haz que me telefonee ahora. Oh, Dios, que me llame. No te pediré nada más, te lo prometo. Me parece que no es pedir demasiado. Te costaría tan poco, Dios mío, concederme esa pequeñez [...] Que me telefonee ahora mismo, nada más. Por favor, Dios mío, por favor te lo ruego.
Si no pensara en ello, tal vez sonaría el teléfono, como sucede a veces. Si pudiera pensar en otra cosa, lo que fuera.
Quizá si contara hasta quinientos de cinco en cinco, el timbre sonaría cuando terminara. Contaré lentamente, no quiero hacer trampa, y si suena cuando llegue a trescientos no pararé; no responderé hasta llegar a quinientos. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta... Por favor, que suene, por favor [...] añadió que me telefonearía. No tenía, necesidad de decir eso. No se lo pedí, de veras. Estoy segura de que no se lo pedí. No creo que dijera que me llamaría sin intención de hacerlo. Por favor, Dios mío, no le dejes hacer eso. No, por favor [...] Por favor, Dios mío, permite que vuelva a verle, te lo ruego. Le quiero tanto, tanto... Sé bueno, Dios mío, procuraré ser mejor, lo seré, si me permites verle de nuevo, si haces que me telefonee. Oh, señor, haz que me llame ahora [...] haz que ese hombre me telefonee ahora!
Esto debe terminar, no debo comportarme así. Un hombre joven le dice a una chica que la llamará, pero luego sucede algo que se lo impide. No es tan terrible, ¿verdad? Es algo que ocurre en todo el mundo, en este mismo instante. Pero, ¿qué me importa a mí lo que suceda en todo el mundo? ¿Por qué no ha de sonar ese teléfono? ¿Por qué no, a ver, por qué no puedes sonar? Por favor, hazlo de una vez, feo, reluciente y condenado trasto. Unos timbrazos no van a hacerte daño, ¿o sí? Maldito seas, arrancaré tus asquerosas raíces de la pared, romperé tu presumida y negra cara en mil pedazos. Vete al infierno.
No, no, no. Ya está bien.
He de pensar en otra cosa. Eso es lo que haré. Llevaré el reloj a la otra habitación y así no podré mirarlo.
Si es inevitable que lo consulte, entonces tendré que levantarme e ir al dormitorio, y así tendré algo que hacer. Es posible que él me llame antes de que vuelva a mirar la hora. Si me llama, seré muy dulce con él. Si dice que esta noche no podemos vernos, le diré: «No te preocupes, querido. De veras, puedes estar tranquilo, lo comprendo.» [...] Contaré hasta quinientos de cinco en cinco, y si cuando termine no me ha llamado sabré que Dios no va a ayudarme, que no lo hará nunca más. Ésa será la señal. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco... [...] No debo. No debo hacer esto. A lo mejor retrasa un poco su llamada... Eso no es motivo para que me ponga histérica. Quizá no llame [...] puede que venga aquí directamente sin telefonear.
Se enojará si ve que he estado llorando. No les gusta que llores. Él no llora nunca. Ojalá pudiera hacerle llorar. Ojalá pudiera hacerle llorar y pasear de un lado a otro de la sala y sentir una opresión en el pecho, una herida enconada en el corazón. Ojalá pudiera causarle una herida así.
Él no me desea eso. Me temo que ni siquiera sabe lo que siento. Ojalá pudiera saberlo sin que yo se lo dijera. No les gusta que les digas que te han hecho llorar, que eres desgraciada por su culpa. Si les dices eso, piensan que eres posesiva y cargante. Y entonces te aborrecen. Te detestan cuando les dices lo que realmente piensas. Siempre tienes que hacer un poco de comedia. Creí que en nuestro caso no era necesario, pensé que lo nuestro era muy serio y podía expresar abiertamente lo que quisiera. Supongo que eso nunca es posible, que la relación nunca es tan seria como para admitir una sinceridad absoluta [...] Esto es una estupidez. Es estúpido desear que alguien esté muerto sólo porque no te ha llamado cuando dijo que lo haría [...] A lo mejor confía en que sea yo quien llame. Podría hacerlo. Podría telefonearle. No debo hacerlo, no, no, no. Dios mío, te lo suplico, no me dejes telefonearle. Evita que haga tal cosa. Sé, Señor, lo sé tan bien como tú, que si estuviera preocupado por mí me llamaría desde dondequiera que se encuentre y sin que le importara quién estuviera presente [...] No permitas que siga alimentando esperanzas. No me dejes decirme cosas consoladoras. No me dejes seguir esperando, Señor, te lo ruego.
No le telefonearé [...] Sabe dónde estoy. Sabe que le estoy esperando aquí. Está tan seguro de mí, tan seguro... Quisiera saber por qué te aborrecen en cuanto están seguros de ti. Parece más lógico pensar que esa seguridad es muy agradable.
Sería muy fácil telefonearle. Entonces lo sabría. Quizá no sería tan estúpido hacer eso [...] Tal vez a él no le importaría. A lo mejor le gustaría. Es posible que haya intentado ponerse en contacto conmigo. A veces alguien intenta comunicarse contigo una y otra vez y luego te dice que no ha obtenido respuesta. No lo digo sólo para tranquilizarme; son cosas que ocurren de veras. Sabes que eso ocurre realmente, Señor. Oh, Señor, no permitas que me acerque a ese teléfono. Manténme alejada. Déjame conservar un ápice de orgullo. Creo que voy a necesitarlo, Dios mío. Creo que eso será todo lo que tendré.
Pero, ¿qué importa el orgullo si no puedo soportar no hablar con él? Ese orgullo es algo tan necio y mezquino... El orgullo auténtico, el gran orgullo, radica en carecer de orgullo. No digo esto sólo porque quiera llamarle. De ninguna manera. Es cierto, sé que lo es. Voy a ser grande, voy a estar más allá de los orgullos mezquinos.
Por favor, Dios mío, no me dejes telefonearle, te lo ruego.
No veo qué tiene que ver el orgullo con esto. Es algo demasiado trivial para que haga intervenir el orgullo, para que arme tanto alboroto. Es posible que no le haya entendido bien. A lo mejor me dijo que le llamara a las cinco. «Llámame a las cinco, cariño.» Es muy probable que haya dicho eso. Es posible que no le haya oído bien. «Llámame a las cinco, cariño.» Estoy casi segura de que eso es lo que dijo. Dios mío, no permitas que hable conmigo misma de esta manera. Házmelo saber, por favor, sácame de dudas.
Pensaré en alguna otra cosa. Me quedaré sentada, sin moverme. Si pudiera permanecer sentada e inmóvil... Tal vez podría leer, pero todos los libros tratan de seres que se aman, fiel y dulcemente. ¿Para qué querrán escribir sobre eso? ¿Es que no saben que no es cierto? ¿No saben que es mentira, un condenado embuste? ¿Para qué tienen que hablar de eso, cuando saben cómo duele? Malditos, malditos sean [...] No lo haré. Me quedaré quieta. No hay motivo para que me excite. Mira: supón que él fuese alguien a quien no conoces demasiado bien, supón que fuese otra chica. ¿Qué harías entonces? Sencillamente, le telefonearías y preguntarías: «Aún te estoy esperando. ¿Qué te ha ocurrido?». Eso es lo que haría, sin pensarlo dos veces. ¿Por qué no puedo actuar con naturalidad, tan sólo porque le quiero? Puedo ser natural. Sinceramente, puedo serlo. Le llamaré, y seré natural y agradable. Verás como sí, Señor. Oh, no permitas que le llame, no, no, no.
Vamos a ver, Señor, ¿de veras no vas a hacer que me llame? ¿Estás seguro, Dios mío? ¿No podrías tener la amabilidad de ablandarte un poco? ¿No podrías? Ni siquiera te pido que le hagas telefonearme ahora mismo. Haz que lo haga dentro de un rato, Señor. Contaré hasta quinientos de cinco en cinco. Lo haré lentamente, sin trampas. Si cuando termine no me ha telefoneado, le llamaré yo. Lo haré. Por favor, Dios mío bendito, mi Padre celestial, haz que me llame antes de que termine. Te lo ruego, Señor, por favor.

Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco...


EL VALS


- Muchas gracias. Me encantaría.
No quiero bailar. No quiero bailar con nadie. Y aunque quisiera, no sería ni mucho menos con él. Estaría entre los últimos diez de la lista. He visto la manera en que baila; parece lo que se hace la noche de San Walpurgis. Imagínate, no hace ni un cuarto de hora que estaba aquí sentada y sentía mucha pena por la pobre chica que bailaba con él. Y ahora seré yo, la pobre chica. Ay, ay, qué pequeño es el mundo. Y además es un mundo fantástico. Un auténtico paraíso. Lo que pasa es tan fascinadoramente imprevisible… Yo estaba aquí, sin meterme donde no me pedían, sin hacer daño a nadie. Y entonces él entra en mi vida, todo sonrisas y urbanidad, para rogarme que le conceda una mazurca memorable. Caramba, si difícilmente sabe como me llamo, y no hablemos de qué significa mi nombre. Significa desespero, perplejidad, futilidad, degradación y asesinato premeditado, pero él sabe muy pocas cosas. Yo tampoco se como se llama; no tengo ni idea. Sospecho que Jukes, por su mirada. ¿Como está, Señor Jukes? ¿Cómo está su hermano pequeño, el de las dos cabezas?
Ah, ¿Por qué tenía que venir a solicitarme cosas bajas? ¿Por qué no podía dejar que hiciese mi vida? Pido tan poco… sólo que me dejaran sola en mi rincón silencioso de la mesa, para poder pensar en mis penas como cada noche. Y ha tenido que venir él, con sus reverencias, y sus me-concede-este. Y yo voy y le digo que me encantaría bailar con él. No entiendo por qué no he caído muerta en el acto. sé, caer muerta sería como ir de excursión al lado del esfuerzo de bailar con este chico. Pero, ¿qué podía hacer? En la mesa todos se habían levantado para bailar, excepto yo y él. Estaba atrapada. Atrapada como una trampa en una trampa.
¿Qué puedes decir cuando un hombre te pide para bailar? No bailaré de ningún modo contigo, antes nos veremos en el infierno. Gracias, me gustaría muchísimo, pero tengo las contracciones del parto. Oh, sí, bailemos, es tan agradable conocer un hombre que no tiene miedo que le contagie el beri-beri. No, no podía hacer nada, a parte de decir que me encantaría. Bien, vale más que empecemos. De acuerdo, bala de cañón, corramos por el campo. Has ganado el sorteo, tú guías.
- Pues me parece que en realidad es un vals, ¿no? Podríamos escuchar un segundo la música, ¿eh? Oh, sí, es un vals. ¿Si me molesta? simplemente me entusiasma. Me encantaría que bailásemos un vals.
Me encantaría que bailásemos un vals. Me encantaría que bailásemos un vals. Me encantaría que me quitaran las amígdalas, me gustaría encontrarme en un incendio a media noche y en alta mar. Bien, ahora es demasiado tarde. Nos ponemos en marcha. Oh. Oh, ostras, ostras, ostras, ostras. Oh, hasta es peor de lo que me pensaba. Supongo que es la única ley que no falla nunca en esta vida: todo es siempre peor de lo que te pensabas. Oh, si hubiera tenido una idea real de como sería este baile habría insistido en no bailarlo.
Probablemente al final será lo mismo. Si continúa así, de aquí a un momento estaremos sentados en el suelo y tendremos que terminar.
Estoy muy contenta de haberle hecho notar que esto que tocan es un vals. Quien sabe qué habría pasado si se hubiese pensado que era una cosa rápida; nos habríamos cargado las paredes del edificio. ¿Por qué siempre quiere estar donde no esté? ¿Por qué no nos podemos quedar en un sitio el tiempo suficiente para aclimatarnos? Esta prisa, prisa, prisa constante, la maldición de la vida americana. Es por esto que todos estamos… ¡Ay! por el amor de Dios, no me des una patada, idiota; solamente estamos en el segundo down. Oh, la pierna. Mi pobre, pobre pierna, que tengo desde que era pequeña.
- Oh, no, no, no. Dios mío, no. No me hecho nada de daño. Y de todas maneras ha sido por mi culpa. Y tanto que si. De verdad. Bien, eres muy amable, diciendo eso. Realmente solo ha sido culpa mía.
No sé qué es mejor que haga: matarlo ahora mismo, con mis propias manos, o esperar y dejar que caiga reventado. Quizás es mejor no hacer una escena. Me parece que intentaré pasar desapercibida y miraré como el ritmo le envía al otro barrio. No puede seguir así indefinidamente, solamente es de carne y huesos. Pero debe morir, y morirá, por lo que me ha hecho. No quiero ser muy susceptible, pero que no me digan que la patada no estaba premeditada. Freud dijo que no había accidentes. Yo no he vivido precisamente enclaustrada. He conocido parejas de baile que me han destrozado las zapatillas y me han roto el vestido, pero cuando se trata de dar patadas, soy Feminidad Ultrajada. Cuando me da una patada en la pierna, sonríe.
Quizás no lo ha hecho con malicia. Quizás es la manera que tiene de demostrarme su entusiasmo. Supongo que debería estar contenta de que uno de los dos se lo pase tan bien. Supongo que me debería considerar afortunada si me devuelve viva. Quizás es ser muy exigente exigir que un hombre que es prácticamente un desconocido te deje las piernas tal y como las ha encontrado. Después de todo, pobre, lo hace tan bien como puede. Es probable que se criara en el campo, y que nunca haya ido a la escuela. Seguro que tenían que sentarlo para atarle los zapatos.
- Sí, es fantástico ¿eh? Es simplemente fantástico. Es el vals mas fantástico, ¿no? Oh, yo también creo que es fantástico.
Caramba, verdaderamente cada vez me siento más atraída por la triple amenaza. Es mi héroe. Tiene un corazón de león, y la fuerza de un búfalo. Míralo: nunca piensa en las consecuencias, nunca le asusta la cara que tiene, se lanza a cualquier pelea, los ojos brillantes, las mejillas encendidas. ¿Y se puede decir que yo me quedo atrás? No y mil veces no. ¿Y a mi qué si he de pasar los próximos dos años enyesada? ¡Venga, forzudo, adelante! ¿Quien quiere vivir eternamente?
Oh, ostras, ostras. Oh, no se ha hecho nada gracias a Dios. Por un momento he pensado que lo habrían de retirar de la pista. Ah, no soportaría que le pasara nada.
Lo amo. Es la persona que más amo del mundo. Mira que espíritu que pone, en un vals aburrido y vulgar; que amanerados que parecen el resto de bailadores a su lado. Es la juventud, el vigor, el coraje, es la fuerza, la alegría, y… ¡Ay! No me pises el pie, ¡idiota! ¿Que te crees que soy? ¿Una plancha? ¡Ay!
- No, claro que no me has hecho daño. Nada de nada. De verdad. Y ha sido culpa mía. Este pasito que haces… bien, es fantástico, pero al principio es un poco complicado de seguir. Oh ¿lo has inventado tú? Si, ¿de verdad? ¡Eres admirable! Me parece que ya lo he cogido. Me parece que es fantástico. Antes, cuando bailaba, miraba como lo hacías. Es terriblemente eficaz cuando lo miras.
Es terriblemente eficaz cuando lo miras. Seguro que soy terriblemente eficaz cuando me miras. Tengo los cabellos que me cuelgan en las mejillas, se me ha enredado la falda, siento el sudor frío en la frente. Debo parecer salida de “La caida de la casa Usher”. Una mujer de mi edad destrozada, bailando así-.
Y él mismo, con su astucia de degenerado, ha perfeccionado el pasito. Y al principio era un poco complicado, pero ahora me parece que ya lo tengo. Dos pasos, resbalar, y carrera de veinte yardas; si, ya lo tengo. También tengo unas cuantas cosas más, incluyendo un hueso roto y el corazón amargo. Detesto esta criatura a la cual estoy encadenada. Lo detesto desde el momento que he visto su cara lasciva y bestial. Y he estado prisionera de su abrazo pernicioso durante los treinta y cinco años que hace que dura este vals. ¿Es que esta orquesta no parará nunca de tocar? ¿O es que esta parodia de baile indecente ha de continuar hasta que el infierno se queme?
- Oh, tocarán otro bis. ¡Que bien! Es fantástico.

¿Cansada? Creo que no. Me gustaría seguir así por siempre. No creo que esté cansada. Solamente estoy muerta.
Muerta, ¡y por qué causa! Y la música no se parará nunca, y seguiremos así, los dos, Double time Charlie y yo, durante toda la eternidad. Supongo que después de los primeros cien mil años ya no será igual. Supongo que entonces nada no importará, ni el calor, ni el sufrimiento, ni la pena, ni una fatiga cruel y dolorosa. Bien, por mí ya deberíamos estar.
No sé por qué no le he dicho que estaba cansada. No sé por qué no le he sugerido que volviéramos a la mesa. Habría podido decir escuchemos la música y ya está. Sí, y sería la primera vez que la escucharía en toda la noche. George Jean Nathan dijo que los ritmos fantásticos de los valses se deberían escuchar en calma y sin acompañarlos de extraños movimientos giratorios del cuerpo humano. Creo que fue esto lo que dijo. Creo que lo dijo George Jean Natha. En fin, dijera lo que dijera, fuera lo que fuera, y haga lo que haga ahora, esta mejor que yo. Eso seguro. Todo el mundo que no está bailando un vals con este campesino que tengo aquí, se lo está pasando bien.
De todas maneras, si hubiera vuelto a la mesa probablemente habría tenido que hablarle. Míralo; ¿que se le podría decir a una cosa así? ¿Has ido al circo este año? ¿Cuál es el helado que más te gusta? ¿Cómo se escribe la palabra gato? Me parece que estoy bien aquí. Tan bien como si estuviera dentro de una hormigonera en plena acción.
Ahora ya he dejado de sentir. El único modo de adivinar cuándo me pisa es por el ruido de huesos fracturados. Y ante mis ojos pasan todos los acontecimientos de mi vida. Recuerdo aquella vez que estuve en huracán en las Antillas, y aquel día en que me partí la cabeza cuando chocó el taxi, y aquella noche en que la dama borracha le lanzó un cenicero de bronce a su amor verdadero y en vez de darle a él me dio a mí, y aquel verano en que el barco zozobró. Ah, qué tiempos tranquilos y sosegados los míos hasta que fui a toparme con don Veloz. No sabía lo que eran los problemas hasta que me vi arrastrada a esta danse macabre. Creo que empiezo a divagar. Casi tengo la impresión de que la orquesta va a dejar de tocar. Imposible, claro; nunca, nunca sucederá. Sin embargo, en mis oídos hay un silencio como el sonido de voces angelicales…
Oh, han dejado de tocar, los muy perversos. Ya no tocarán más. ¡Qué rabia! Oh, ¿le parece que lo harían? ¿De veras le parece que seguirán si les da veinte dólares? Oh, sería maravilloso. Ah, y pídales que toquen la misma pieza. Sencillamente me encantaría seguir bailando este vals.

                                                                   
BONUS TRACK


“Bueno, dijo el joven.


Bueno, dijo ella.



¡Bueno!, ya estamos, dijo él.



Ya estamos. Dijo ella, ¿verdad?



¡Claro, ya estamos!, dijo él.



Bueno, dijo ella.



Bueno, dijo él”.




La mujer desea monogamia;
El hombre se deleita en novedad.
La luna y el sol son el amor de la mujer;
El hombre tiene otros modos de diversiones.
La mujer vive empero en su señor;
Cuenta hasta diez, y el hombre esta aburrido.
Con este resumen y suma de todo,
¿Qué bien mundanal sale de esto?

(Versión de Reo del Cigarrillo)


De: EMMA GUNST



La rosa perfecta



Solo una rosa me envió desde que nos conocimos.
Supo elegir con mucha ternura el mensajero:
Corazón profundo, puro, con unas gotas de fragancia aún húmedas—
La rosa perfecta.

Así conocí el lenguaje de esa florcita que me decía:
Mis pétalos frágiles atesoran un corazón.
Este amor supo así encontrar su amuleto en
La rosa perfecta.

Me pregunto por qué nadie nunca me envió en cambio
La limusina perfecta. ¿Podrían decírmelo?
Ya sé… está mi suerte echada, y siempre he de recibir solo
La rosa perfecta.



Diseño



Querido, dejame con mi solitaria almohada.
Andá querido, vos con tus tontas poses.
Aquel que haya jurado ser como un sauce llorón
No es otra cosa que un ridículo mormón.

Quién sos mi querido amigo, podrás consolarme no creo.
Mejor dejemos las palabras hermosas,
Los ecos tontinientes poco favorecen,
Ahora que mi corazón está roto.

Demasiado joven sos para consolarme,
Y tu sangre está dormida, lenta.
Si algo has de hacer, que sea sentarte a mi lado…
Y explicarme por qué he estado llorando



De: LaLectoraProvisoria


“Cada vez que cometo un error me parece descubrir una verdad que no conocía.”- Maurice Maeterlinck


Maurice Maeterlinck
Bélgica - 20 de agosto de 1862
Abogado, poeta, ensayista
y dramaturgo (alto exponente del teatro simbolista)

LA INTRUSA


PERSONAJES
EL ABUELO. (Es ciego.)
EL PADRE.
EL TÍO.
LAS TRES HIJAS.
LA HERMANA DE LA CARIDAD.
LA CRIADA.

La acción se desarrolla en los tiempos modernos.

ACTO ÚNICO

Sala bastante sombría en un antiguo castillo. Puerta a la derecha, puerta a la izquierda y puertecilla disimulada en un ángulo. En el fondo, ventanas con vidrieras de colores, en las cuales domina el verde, y una puerta de cristales que abre sobre una terraza. Gran reloj flamenco en un rincón. Lámpara encendida.


LAS TRES HIJAS. —Ven aquí, abuelo; siéntate bajo la lámpara.
EL ABUELO. —Me parece que hay poca luz aquí.
EL PADRE. — ¿Vamos a la terraza o nos quedamos en esta habitación?
EL TÍO. — ¿No valdría más quedarnos aquí? Ha llovido toda la semana, y estas noches son húmedas y frías.
LA HIJA MAYOR. —Sin embargo, hay estrellas.
EL TÍO. — ¡Oh! Las estrellas no quieren decir nada.
EL ABUELO. —Vale más que nos quedemos aquí. No se sabe lo que puede ocurrir.
EL PADRE. —Ya no hay que tener inquietud. Ya no hay peligro; está salvada...
EL ABUELO. —Creo que no está bien...
EL PADRE. — ¿Por qué dice usted eso?
EL ABUELO. —He oído su voz.
EL PADRE. —Los médicos aseguran que podemos estar tranquilos...
EL TÍO. —De sobra sabes que a tu suegro le gusta intranquilizarnos inútilmente.
EL ABUELO. —Yo no veo como vosotros.
EL TÍO. —Pues es preciso fiarse de los que ven. Esta tarde tenía muy buena cara. Duerme profundamente, y no vamos a envenenar la primera noche tranquila que el azar nos da... Me parece que tenemos derecho a descansar, y hasta a reír un poco, sin temor, esta noche.
EL PADRE. —Es verdad; es la primera vez que me siento en mi casa, entre los míos, después de este parto terrible.
EL TÍO. —En cuanto la enfermedad entra en una casa, parece que hay un extraño en la familia.
EL PADRE. —Pero entonces también se ve que, fuera de la familia, no hay que contar con nadie.
EL TÍO. —Tienes mucha razón.
EL ABUELO. — ¿Por qué no he podido ver hoy a mi pobre hija?
EL TÍO. —Ya sabe usted que el médico lo ha prohibido.
EL ABUELO. —No sé qué pensar...
EL TÍO. —Es inútil que se inquiete usted.
EL ABUELO. —(Señalando la puerta de la izquierda.) ¿No puede oírnos?
EL PADRE. —No hablaremos muy alto; además, la puerta es muy gruesa, y, además, la Hermana de la Caridad está con ella y nos avisaría si hiciéramos demasiado ruido.
EL ABUELO. —(Señalando la puerta de la derecha.) ¿No puede oírnos el niño?
EL PADRE. —No, no.
EL ABUELO. —¿Duerme?
EL PADRE. —Supongo que sí.
EL ABUELO. —Habría que ir a ver.
EL TÍO. —Más me inquieta el niño que su hija de usted. Ya van varias semanas desde que nació, y apenas se ha movido; hasta ahora no ha llorado una sola vez; parece un niño de cera.
EL ABUELO. —Creo que será sordo, y acaso mudo... Esto traen los matrimonios consanguíneos... (Silencio reprobador.)
EL PADRE. —Casi le tengo rencor por el mal que ha causado a su madre.
EL TÍO. —Hay que ser razonable; no es culpa suya, ¡pobrecillo! ¿Está solo en esa habitación?
EL PADRE. —Sí, el médico no quiere que esté en la habitación de su madre.
EL TÍO. —Pero ¿la nodriza está con él?
EL PADRE. —No; ha ido a descansar un momento; bien ganado lo tiene, después de estos días. Úrsula, ve a ver si duerme bien.
LA HIJA MAYOR. —Sí, padre. (Las TRES HIJAS se levantan y, cogidas de la mano, entran en la habitación de la derecha.)
EL PADRE. — ¿Sabéis a qué hora vendrá nuestra hermana?
EL TÍO. —Creo que vendrá hacia las nueve.
EL PADRE. —Son ya más de las nueve. Quisiera que viniese esta noche; mi mujer desea mucho verla.
EL TÍO. —Es seguro que vendrá. ¿Es la primera vez que viene aquí?
EL PADRE. —No ha entrado nunca en esta casa.
EL TÍO. —Le es muy difícil dejar su convento.
EL PADRE. — ¿Vendrá sola?
EL TÍO. —Me figuro que la acompañará una de las monjas. No pueden salir solas.
EL PADRE. —Ella es la superiora.
EL TÍO. —La regla es igual para todas.
EL ABUELO. — ¿Ya no tenéis inquietud?
EL TÍO. — ¿Por qué vamos a tener inquietud? No hay que hablar más de eso. Ya no hay nada que temer.
EL ABUELO. —¿Tu hermana es mayor que tú?
EL TÍO. —Es la mayor de todos.
EL ABUELO. —No sé qué me pasa; no estoy tranquilo. Quisiera que tu hermana estuviese aquí ya.
EL TÍO. —Vendrá. Lo ha prometido.
EL ABUELO. — ¡Quisiera que hubiese pasado ya esta noche! (Vuelven a entrar las TRES HIJAS.)
EL PADRE. — ¿Duerme?
LA HIJA MAYOR. —Sí, padre, profundamente.
EL TÍO. —¿Qué vamos a hacer mientras esperamos?
EL ABUELO. — ¿Mientras esperamos qué?
EL TÍO. —Mientras esperamos a nuestra hermana.
EL PADRE. — ¿No ves venir a nadie, Úrsula?
LA HIJA MAYOR. — (En la ventana.) No, padre.
EL PADRE. — ¿Y en la avenida? ¿Ves la avenida?
LA HIJA. —Sí, padre; hay luna y veo la avenida hasta el bosque de cipreses.
EL ABUELO. —¿Y no ves a nadie?
LA HIJA. —A nadie, abuelo.
EL TÍO. —¿Qué tiempo hace?
LA HIJA. —Muy hermoso; ¿oís los ruiseñores?
EL TÍO. —Sí, sí.
LA HIJA. —Se levanta un poco de viento en la avenida.
EL ABUELO. — ¿Un poco de viento en la avenida?
LA HIJA. —Sí; los árboles tiemblan un poco.
EL TÍO. —Es extraño que mi hermana no esté aquí ya.
EL ABUELO. —Ya no oigo los ruiseñores.
LA HIJA. —Creo que ha entrado alguien en el jardín, abuelo.
EL ABUELO. — ¿Quién es?
LA HIJA. —No sé, no veo a nadie.
EL TÍO. —Es que no hay nadie.
LA HIJA. —Debe de haber alguien en el jardín; los ruiseñores se han callado de pronto.
EL ABUELO. —Sin embargo, no oigo andar.
LA HIJA. —De seguro pasa alguien cerca del estanque, porque los cisnes tienen miedo.
OTRA HIJA. —Todos los peces del estanque se sumergen de pronto.
EL PADRE. —¿No ves a nadie?
LA HIJA. —A nadie, padre.
EL PADRE. —Sin embargo, la luna debe de estar dando en el estanque.
LA HIJA. —Sí; veo que los cisnes tienen miedo.
EL TÍO. —Estoy seguro de que es mi hermana la que les asusta. Habrá entrado por la puerta pequeña.
EL PADRE. —No me explico por qué no ladran los perros.
LA HIJA. —Veo al perro en el fondo de la garita. ¡Los cisnes se van hacia la otra orilla!
EL TÍO. —Se asustan de mi hermana. Voy a ver. (Llama.) ¡Hermana! ¡Hermana! ¿Eres tú? No hay nadie.
LA HIJA. —Estoy segura de que alguien ha entrado en el jardín.
EL TÍO. —Pero me respondería.
EL ABUELO. —¿No vuelven a cantar los ruiseñores, Úrsula?
LA HIJA. —No oigo ni uno en todo el campo.
EL ABUELO. —No hay ruido, sin embargo.
EL PADRE. —Hay un silencio de muerte.
EL ABUELO. —El que los asusta tiene que ser un desconocido, porque si fuera alguien de la casa no se callarían.
EL TÍO. —¿Ahora os vais a preocupar por los ruiseñores?
EL ABUELO. —¿Están abiertas todas las ventanas, Úrsula?
LA HIJA. —Está abierta la puerta vidriera, abuelo.
EL ABUELO. —Me parece que entra frío en la habitación.
LA HIJA. —Hace un poco de viento en el jardín, abuelo, y las rosas se deshojan.
EL PADRE. —Pues cierra la puerta. Es tarde.
LA HIJA. —Sí, padre. No puedo cerrar la puerta.
LAS OTRAS DOS HIJAS. —No podemos cerrarla.
EL ABUELO. —¡Hijas!, ¿qué sucede?
EL TÍO. —No hay que decir eso con esa voz extraña. Voy yo a ayudarlas.
LA HIJA MAYOR. —No hemos logrado cerrarla por completo.
EL TÍO. —Es la humedad. Empujemos a un tiempo. Habrá algo entre las hojas.
EL PADRE. —El carpintero la arreglará mañana.
EL ABUELO. —¿Es que viene mañana el carpintero?
LA HIJA. —Sí, abuelo, viene a trabajar en la cueva.
EL ABUELO. —¡Va a hacer ruido en la casa...!
LA HIJA. —Le diré que trabaje con cuidado. (Se oye, de repente, el ruido de una guadaña que afilan fuera.)
EL ABUELO. —(Estremeciéndose.) ¡Oh!
EL TÍO. —¿Qué pasa?
LA HIJA. —No sé; creo que es el jardinero. No veo bien; está en la sombra de la casa.
EL PADRE. —Debe ser el jardinero que va a segar la hierba.
EL TÍO. —¿Siega de noche?
EL PADRE. —¿No es domingo mañana? Sí. He notado que la hierba estaba muy crecida alrededor de la casa.
EL ABUELO. —Me parece que la hoz hace mucho ruido.
LA HIJA. —Está segando junto a la casa.
EL ABUELO. —¿Tú lo ves, Úrsula?
LA HIJA. —No, abuelo, está en la oscuridad.
EL ABUELO. —Temo que despierte a mi hija.
EL TÍO. —Apenas se le oye.
EL ABUELO. —Yo le oigo como si estuviera segando dentro de casa.
EL TÍO. —La enferma no le oirá; no hay cuidado.
EL PADRE. —Me parece que la lámpara no arde bien esta noche.
EL TÍO. —Habrá que echarle aceite.
EL PADRE. —He visto que le echaban esta mañana. Arde mal desde que se ha cerrado la ventana.
EL TÍO. —Creo que el tubo está empañado.
EL PADRE. —Ahora arderá mejor.
LA HIJA. —Abuelo se ha dormido. Hace tres noches que no duerme.
EL PADRE. —¡Ha tenido tanta inquietud!...
EL TÍO. —Se inquieta más de lo debido. Hay momentos en que no quiere atender a razones.
EL PADRE. —A su edad es bastante disculpable.
EL TÍO. —¡Sabe Dios cómo estaremos a su edad!
EL PADRE. —Tiene cerca de ochenta años.
EL TÍO. —Entonces tiene derecho a ser un poco raro.
EL PADRE. —Es como todos los ciegos.
EL TÍO. —Reflexionan un poco de más.
EL PADRE. —Tienen demasiado tiempo que perder.
EL TÍO. —No tienen otra cosa que hacer.
EL PADRE. —Y, además, no tienen ninguna distracción.
EL TÍO. —Debe de ser terrible.
EL PADRE. —Parece que se acostumbra uno.
EL TÍO. —No puedo figurármelo.
EL PADRE. —Es cierto que son dignos de lástima.
EL TÍO.—No saber dónde está uno, no saber de dónde se viene, no saber adonde se va, no distinguir el mediodía de la medianoche, ni el verano del invierno... y siempre esas tinieblas, esas tinieblas... Preferiría no vivir... ¿Es que es absolutamente incurable?
EL PADRE. —Parece que sí.
EL TÍO. —Pero ¿no es absolutamente ciego?
EL PADRE. —Distingue las luces muy fuertes.
EL TÍO. —Cuidemos nuestros pobres ojos.
EL PADRE. —A menudo le dan ideas extrañas.
EL TÍO. —Hay momentos en que no es muy divertido.
EL PADRE. —Dice absolutamente todo lo que piensa.
EL TÍO. —Pero ¿antes no era así?
EL PADRE. —No. En tiempos era tan razonable como nosotros; no decía nada extraordinario. Verdad es que Úrsula le da alas; responde a todas sus preguntas.
EL TÍO. —Más valdría no responder; es hacerle un mal servicio. (Dan las diez.)
EL ABUELO. —(Despertando.) ¿Estoy vuelto hacia la puerta vidriera?
LA HIJA. —¿Has dormido bien, abuelo?
EL ABUELO. — ¿Estoy vuelto hacia la puerta vidriera?
LA HIJA. —Sí, abuelo.
EL ABUELO. —¿No hay nadie en la puerta vidriera?
LA HIJA. —No, abuelo, no veo a nadie.
EL ABUELO. —Creí que había alguien esperando. ¿No ha venido nadie?
LA HIJA. —Nadie, abuelo.
EL ABUELO.—(Al TÍO y al PADRE.) ¿Y vuestra hermana no ha venido?
EL TÍO. —Es demasiado tarde; ya no vendrá; eso está mal en ella.
EL PADRE. —Empieza a inquietarme. (Se oye un ruido, como de alguien que entrase en la casa.)
EL TÍO. —¡Ahí está! ¿La habéis oído?
EL PADRE. —Sí; alguien ha entrado por los subterráneos.
EL TÍO. —¡Es nuestra hermana! He conocido su modo de andar.
EL ABUELO. —He oído andar despacio.
EL PADRE. —Ha entrado muy despacio.
EL TÍO. —Sabe que hay un enfermo.
EL ABUELO. —Ya no oigo nada.
EL TÍO. —Subirá inmediatamente; le dirán que estamos aquí.
EL PADRE. —Me alegro mucho de que haya venido.
EL TÍO. —Estaba seguro de que vendría esta noche.
EL ABUELO. —Mucho tarda en subir.
EL TÍO. —Sin embargo, tiene que ser ella.
EL PADRE. —No esperamos ninguna otra visita.
EL ABUELO. —No oigo ningún ruido en los subterráneos.
EL PADRE. —Voy a llamar a la criada; sabremos a qué atenernos. (Tira del llamador de la campanilla.)
EL ABUELO. —Ya oigo ruido en la escalera.
EL PADRE. —Es la criada que sube.
EL ABUELO. —Me parece que no viene sola.
EL PADRE. —Sube despacio...
EL ABUELO. —Oigo los pasos de vuestra hermana.
EL PADRE. —No oigo más que a la criada.
EL ABUELO. —¡Es vuestra hermana! ¡Es vuestra hermana! (Llaman a la puerta pequeña.)
EL PADRE. —Voy yo mismo a abrir. (Entreabre la puerta pequeña; la CRIADA se queda fuera, en la rendija.) ¿Dónde estás?
LA CRIADA. —Aquí, señor.
EL ABUELO. — ¿Está vuestra hermana en la puerta?
EL TÍO. —No veo más que a la criada.
EL PADRE. —No está más que la criada. (A la CRIADA.) ¿Quién ha entrado en casa?
LA CRIADA. —¿Entrar en casa?
EL PADRE. —Sí. ¿No ha venido nadie ahora mismo?
LA CRIADA. —No ha venido nadie, señor.
EL ABUELO. —¿Quién suspira así?
EL TÍO. —Es la criada; está sofocada.
EL ABUELO. —¿Llora?
EL TÍO. —No; ¿por qué iba a llorar?
EL PADRE. —(A la CRIADA.) ¿No ha entrado nadie ahora mismo?
LA CRIADA. —No, señor.
EL PADRE. —¡Pero si hemos oído la puerta!
LA CRIADA. —¡He sido yo, que he cerrado la puerta!
EL PADRE. —¿Estaba abierta?
LA CRIADA. —Sí, señor.
EL PADRE. —¿Por qué estaba abierta a estas horas?
LA CRIADA. —No lo sé, señor. Yo la había cerrado.
EL PADRE. —Pero, entonces, ¿quién la ha abierto?
LA CRIADA. —No sé, señor. Habrá salido alguien después.
EL PADRE. —Hay que tener cuidado. Pero no empuje usted la puerta; ¡de sobra sabe usted que hace ruido!
LA CRIADA. —Pero, señor, ¡si no toco la puerta!
EL PADRE. —¡Sí, empuja usted como si quisiera entrar en la habitación!
LA CRIADA. —Pero, señor, ¡si estoy a tres pasos de la puerta!
EL PADRE. —Hable usted un poco menos alto.
EL ABUELO. —¿Es que habéis apagado la luz?
LA HIJA MAYOR. —No, abuelo.
EL ABUELO. —Me parece que oscurece de pronto.
EL PADRE. —(A la CRIADA.) Baje usted; pero no vuelva a hacer ruido en la escalera.
LA CRIADA. —Yo no he hecho ruido.
EL PADRE. —Digo que ha hecho usted ruido; baje usted despacio; va usted a despertar a la señora. Y si viene alguien, diga usted que no estamos.
EL TÍO. —Sí; diga usted que no estamos.
EL ABUELO. —(Estremeciéndose.) ¡No; eso, no!
EL PADRE. —No siendo a mi hermana y al médico.
EL TÍO. —¿A qué hora vendrá el médico?
EL PADRE. —No podrá venir antes de medianoche. (Cierra la puerta. Se oyen dar las once.)
EL ABUELO. —¿Ha entrado?
EL PADRE. —¿Quién?
EL ABUELO. —La criada.
EL PADRE. —No; ha vuelto a bajar.
EL ABUELO. —Creí que se había sentado a la mesa.
EL TÍO. —¿La criada?
EL ABUELO. —Sí.
EL TÍO. —¡No faltaba más...!
EL ABUELO. —¿No ha entrado nadie en la habitación?
EL PADRE. —No, no; no ha entrado nadie.
EL ABUELO. —¿Y vuestra hermana no está aquí?
EL TÍO. —Nuestra hermana no ha venido.
EL ABUELO. —¿Queréis engañarme?
EL TÍO. —¿Engañaros?
EL ABUELO. —¡Úrsula, dime la verdad, por amor de Dios!
LA HIJA MAYOR. —¡Abuelo! ¡Abuelo! ¿Qué te pasa?
EL ABUELO. —¡Ha sucedido algo! ¡Estoy seguro de que mi hija está peor!...
EL TÍO. —¿Está usted soñando?
EL ABUELO. —¡No queréis decírmelo!... ¡Ya veo que pasa algo!..
EL TÍO. —En ese caso, ve usted mejor que nosotros.
EL ABUELO. —¡Úrsula, dime la verdad!
LA HIJA MAYOR. —¡Pero, abuelo, si te decimos la verdad!
EL ABUELO. —¡No tienes la voz de siempre!
EL PADRE. —¡Es que la asusta usted!
EL ABUELO. —¡También a ti se te ha cambiado la voz!
EL PADRE. —Pero ¿se vuelve usted loco? (El PADRE y el TÍO se hacen señas de complicidad para persuadirse de que el ABUELO ha perdido la razón.)
EL ABUELO. —¡De sobra oigo que tenéis miedo!
EL PADRE. —Pero ¿de qué vamos a tener miedo?
EL ABUELO. —¿Por qué queréis engañarme?
EL TÍO. —¿Quién piensa en engañarle a usted?
EL ABUELO. —¿Por qué habéis apagado la luz?
EL TÍO. —Pero ¡si no hemos apagado la luz! ¡Está tan claro como antes!
LA HIJA. —Me parece que la lámpara alumbra menos.
EL PADRE. —Yo veo tan claro como de costumbre.
EL ABUELO. —¡Tengo ruedas de molino en los ojos! ¡Hijas mías, decidme lo que pasa aquí!; ¡decídmelo, por amor de Dios, vosotras que veis! ¡Estoy aquí solo, en las tinieblas sin fin! ¡No sé quién viene a sentarse a mi lado! ¡No sé lo que sucede a dos pasos de mí!... ¿Por qué hablabais en voz baja hace un momento?
EL PADRE. —Nadie ha hablado en voz baja.
EL ABUELO. —Has hablado en voz baja junto a la puerta.
EL PADRE. —Ha oído usted todo lo que he dicho.
EL ABUELO. —Has hecho entrar a alguien en la habitación.
EL PADRE. —¡Le digo que no ha entrado nadie!
EL ABUELO. —¿Ha sido vuestra hermana o un sacerdote? No hay que intentar engañarme. Úrsula, ¿quién ha entrado?
LA HIJA. —Nadie, abuelo.
EL ABUELO. —No hay que intentar engañarme. Yo sé lo que sé. ¿Cuántos estamos aquí?
LA HIJA. —Estamos seis en derredor de la mesa, abuelo.
EL ABUELO. —¿Estáis todos en derredor de la mesa?
LA HIJA. —Sí, abuelo.
EL ABUELO. —¿Estás ahí, Pablo?
EL PADRE. —Sí.
EL ABUELO. —¿Estás ahí, Oliverio?
EL TÍO. —Sí, claro que sí; estoy aquí, en mi sitio de siempre. No lo dice usted en serio, ¿verdad?
EL ABUELO. —¿Estás ahí, Genoveva?
UNA DE LAS HIJAS. —Sí, abuelo.
EL ABUELO. —¿Estás ahí, Gertrudis?
OTRA HIJA. —Sí, abuelo.
EL ABUELO. —¿Estás aquí, Úrsula?
LA HIJA MAYOR. —Sí, abuelo, a tu lado.
EL ABUELO. —¿Y quién está sentado ahí?
LA HIJA. —¿Dónde, abuelo? No hay nadie.
EL ABUELO. —¡Ahí, ahí en medio de nosotros!
LA HIJA. —No hay nadie, abuelo.
EL PADRE. —¡Le dicen a usted que no hay nadie!
EL ABUELO. —Pero ¡vosotros no veis!
EL TÍO. —Vamos, tiene usted ganas de bromas.
EL ABUELO. —No tengo ganas de broma, os lo aseguro.
EL TÍO. —Entonces, crea usted a los que ven.
EL ABUELO. —(Indeciso.) Os digo que ahí hay alguien... Creo que no viviré mucho tiempo.
EL TÍO. —¿A qué íbamos a engañarle a usted? ¿De qué nos serviría?
EL PADRE. —Habría que acabar por decirle a usted la verdad.
EL TÍO. —¿Para qué engañarse mutuamente?
EL PADRE. —No podría usted seguir en el error mucho tiempo.
EL ABUELO. —(Intentando levantarse.) ¡Quisiera atravesar estas tinieblas!
EL PADRE. —¿Dónde quiere usted ir?
EL ABUELO. —Por ese lado...
EL PADRE. —No se altere usted así...
EL TÍO. —Está usted extraño esta noche.
EL ABUELO. —¡Vosotros sois los que me parecéis extraños!
EL PADRE. —¿Qué busca usted?
EL ABUELO. —¡No sé lo que tengo!
LA HIJA MAYOR. —¡Abuelo, abuelo! ¿Qué quieres, abuelo?
EL ABUELO. —¡Dadme vuestras manecitas, hijas mías!
LAS TRES HIJAS. —Sí, abuelo...
EL ABUELO. —¿Por qué tembláis las tres, hijas mías?
LA HIJA MAYOR. —Casi no temblamos, abuelo.
EL ABUELO. —Creo que las tres estáis pálidas.
LA HIJA MAYOR. —Es tarde, abuelo, y estamos cansadas.
EL PADRE. —Debéis ir a acostaros, y el abuelo haría bien también en descansar un poco.
EL ABUELO. —¡No podría dormir esta noche!
EL TÍO. —Esperamos al médico.
EL ABUELO. —¡Preparadme a la verdad!
EL TÍO. —Pero ¡si no hay verdad!
EL ABUELO. —¡Entonces, no sé lo que hay!
EL TÍO. —Le digo a usted que no pasa nada
EL ABUELO. —¡Quisiera ver a mi pobre hija!
EL PADRE. —Pero ¡si sabe usted que es imposible! ¡No hay que despertarla inútilmente!
EL TÍO. —La verá usted mañana.
EL ABUELO. —No se oye ningún ruido en su habitación.
EL TÍO. —Si se oyera ruido, estaría yo inquieto.
EL ABUELO. —¡Hace mucho tiempo que no he visto a mi hija!... ¡Le cogí las manos ayer por la noche y no la veía!... ¡Ya no sé lo que es de ella!... Ya no sé cómo es... Ya no conozco su cara… ¡Debe de haber cambiado en estas semanas!... He sentido los huesecillos de sus mejillas bajo mis manos... ¡No hay más que tinieblas entre ella y yo y vosotros todos! ¡Yo no puedo vivir así! ¡Esto no es vivir!... ¡Estáis todos ahí, con los ojos abiertos, mirando mis pobres ojos muertos, y ni uno de vosotros tiene compasión!... ¡Yo no sé lo que tengo... no dicen nunca lo que debiera decirse... y todo es espantoso cuando se piensa en ello!... Pero ¡por qué no habláis!
EL TÍO. —¿Qué quiere usted que digamos, puesto que no quiere usted creernos?
EL ABUELO. —¡Tenéis miedo de haceros traición!
EL PADRE. —Pero ¡haga usted el favor de ser razonable!
EL ABUELO. —¡Hace mucho tiempo que se me oculta una cosa!... Ha pasado una cosa en esta casa... Pero ahora empiezo a comprender... ¡Hace demasiado tiempo que me engañan! ¿Os figuráis que nunca voy a saber nada? Hay momentos en que estoy menos ciego que vosotros, ¿no lo sabéis?... ¿Acaso no os oigo cuchichear hace días y días, como si estuvieseis en casa de un ahorcado? Esta noche no me atrevo a decir lo que sé... ¡Pero yo sabré la verdad!... Esperaré a que me digáis la verdad; ¡pero hace tiempo que la sé,  a pesar vuestro! ¡Y ahora siento que todos estáis más pálidos que muertos!
LAS TRES HIJAS. —¡Abuelo! ¡Abuelo! ¿Qué tienes, abuelo?
EL ABUELO. —No hablo de vosotras, hijas mías, no, no hablo de vosotras. .. ¡Ya sé que me diríais la verdad, si no estuvieran alrededor vuestro!... Y, además, estoy seguro de que también os engañan... ¡Ya veréis, hijas, ya veréis!... ¿No os oigo sollozar a las tres?
EL PADRE. —Pero ¿verdaderamente está mi mujer en peligro?
EL ABUELO. —¡No hay que intentar engañarme; ya es demasiado tarde, y sé la verdad mejor que vosotros!
EL PADRE. —¿Quiere usted entrar en la habitación de su hija? Aquí hay una mala inteligencia y un error que deben acabar. ¿Quiere usted?
EL ABUELO. —(Repentinamente indeciso.) No, no, ahora no... todavía no...
EL TÍO. —Ya ve usted como no es usted razonable.
EL ABUELO. —¡Quién sabe nunca todo lo que un hombre no ha podido decir en su vida!... ¿Quién hace ese ruido?
LA HIJA MAYOR. —Es la lámpara que late, abuelo.
EL ABUELO. —Me parece que está muy inquieta... muy inquieta...
LA HIJA. —Es que el viento frío la agita.
EL TÍO. —No hay viento frío; las ventanas están cerradas.
LA HIJA. —Creo que va a apagarse.
EL PADRE. —Ya no tiene aceite.
LA HIJA. —Se apaga por completo.
EL PADRE. —No podemos estar así, a oscuras.
EL TÍO. —¿Por qué no? Yo ya estoy acostumbrado.
EL PADRE. —Hay luz en la habitación de mi mujer.
EL TÍO. —Ahora la traeremos, cuando venga el médico.
EL PADRE. —¡Es verdad que se ve bastante con la claridad de fuera!
EL ABUELO. —¿Es que fuera está claro?
EL PADRE. —Más claro que aquí.
EL TÍO. —A mí me gusta hablar estando a oscuras.
EL PADRE. —A mí también. (Pausa.)
EL ABUELO. —Me parece que el reloj hace mucho ruido.
LA HIJA MAYOR. —Es que no hablamos, abuelo.
EL ABUELO. —Pero ¿por qué os calláis todos?
EL TÍO. —¿De qué queréis que hablemos?
EL ABUELO. —¿Es que está completamente a oscuras la habitación?
EL TÍO. —No está muy clara. (Pausa.)
EL ABUELO. —No me siento bien, Úrsula. Abre un poco la ventana.
EL PADRE. —Sí, hija mía, abre un poco la ventana; yo también empiezo a sentir necesidad de aire. (La HIJA abre la ventana.)
EL TÍO. —Creo positivamente que hemos estado encerrados demasiado tiempo.
EL ABUELO. —¿Está abierta la ventana?
LA HIJA. —Sí, abuelo, abierta de par en par.
EL ABUELO. —No se diría que está abierta. No viene ningún ruido de fuera.
LA HIJA. —No, abuelo, no hay el menor ruido.
EL PADRE. —Hay un silencio extraordinario.
LA HIJA. —Se oiría andar a un ángel.
EL TÍO. —Por eso no me gusta a mí el campo.
EL ABUELO. —Quisiera oír un poco de ruido. ¿Qué hora es, Úrsula?
LA HIJA. —Va a ser medianoche, abuelo. (Aquí el TÍO empieza a pasear de un lado a otro de la habitación.)
EL ABUELO. —¿Quién anda así, en derredor nuestro?
EL TÍO. —Soy yo, soy yo; no tenga usted miedo. Necesito andar un poco. (Pausa.) Pero me volveré a sentar; no veo por dónde voy. (Pausa.)
EL ABUELO. —Quisiera estar en otra parte.
LA HIJA. —¿Dónde querrías ir, abuelo?
EL ABUELO. —¡No sé dónde... a otra habitación, a cualquier parte! ¡A cualquier parte!
EL PADRE. —¿Dónde iríamos?
EL TÍO. —Es muy tarde para ir a otra parte. (Pausa. Están sentados, inmóviles, en derredor de la mesa.)
EL ABUELO. —¿Qué oigo, Úrsula?
LA HIJA. —Nada, abuelo, son las hojas que caen en la terraza.
EL ABUELO. —Ve a cerrar la ventana, Úrsula.
LA HIJA. —Sí, abuelo. (Cierra la ventana y vuelve a sentarse.)
EL ABUELO. —Tengo frío. (Pausa. Las TRES HIJAS se abrazan.) ¿Qué es lo que oigo ahora?
EL PADRE. —Son las tres hermanas que se abrazan.
EL TÍO. —Me parece que están muy pálidas esta noche. (Pausa.)
EL ABUELO. —¿Qué oigo?
LA HIJA. —Nada, abuelo, es que he cruzado las manos. (Pausa.)
EL ABUELO. —¿Y ahora?
LA HIJA. —No sé, abuelo..., acaso mis hermanas, que tiemblan un poco...
EL ABUELO. —Yo también tengo miedo, hijas mías. (Aquí un rayo de luna penetra por un rincón de las vidrieras y esparce aquí y allá fulgores extraños por la estancia. Suenan las doce, y con la última campanada parece que se oiga muy vagamente un ruido como de alguien que se levanta a toda prisa.)
EL ABUELO. —(Estremeciéndose con espanto.) ¿Quién se ha levantado?
EL TÍO. —No se ha levantado nadie.
EL PADRE. —¡Yo no me he levantado!
LAS TRES HIJAS. —Ni yo! ¡Ni yo! ¡Ni yo!
EL ABUELO. —¡Alguien se ha levantado de la mesa!
EL TÍO. —¡La luz!... (Aquí se oye de pronto un vagido de espanto, a la derecha, en el cuarto del niño, y este vagido continúa con gradaciones de terror hasta el fin de la escena.)
EL PADRE. —¡Escuchad! ¡El niño!
EL TÍO. —¡No ha llorado nunca!
EL PADRE. —¡Vamos a ver!
EL TÍO. —¡La luz! ¡La luz! (En este momento se oye correr a pasos precipitados y sordos en la habitación de la izquierda. En seguida, silencio de muerte. Escuchan con mudo terror hasta que la puerta de la habitación se abre lentamente; la claridad de la estancia vecina se difunde en la sala, y la HERMANA DE LA CARIDAD aparece en el umbral, con sus vestiduras negras, y se inclina, haciendo la señal de la cruz, para anunciar la muerte de la mujer. Comprenden, y, después de un momento de indecisión y de espanto, entran en silencio en la estancia mortuoria, mientras que el TÍO, en el quicio de la puerta, se aparta cortésmente para dejar pasar a las TRES HIJAS. EL ABUELO, que se ha quedado solo, se levanta y se agita, a tientas, alrededor de la mesa, en la oscuridad.)
EL ABUELO. —¿Dónde vais? ¿Dónde vais?... ¡Me han dejado solo!


FIN DE "LA INTRUSA''



 Y si él retornara un día...


Y si él retornara un día
¿Qué le habría de decir?
-Que lo esperó el alma mía
Hasta la hora de morir.

¿Si él cree mi respuesta vana
Y me pregunta algo más?
-Háblale como una hermana,
Porque ha de sufrir, quizás...

Tal vez que le diga, exija,
Dónde, entonces, estarás.
-Entrégale esta sortija
y nada responderás.

Si ve la sala desierta
¿Qué le diré a su estupor?
-Muéstrale la puerta abierta
y sin luz el velador.

Pero entonces, dolorido,
Dirá si te vi morir. ..
-Dile que yo he sonreído,
Para no hacerlo sufrir...

Versión de Edmundo Bianchi




Canción


Ellos me anunciaron,
(Hijo, tengo miedo),
Ellos me anunciaron
Que él iba a partir...

Mi luz encendí,
(Hijo, tengo miedo),
Mi luz encendí,
Y me aproximé. ..

En la primer puerta,
(Hijo, tengo miedo),
En la primer puerta
La llama tembló...

Luego, en la segunda,
( Hijo, tengo miedo )
Luego, en la segunda,
La llama me habló...

En la tercer puerta
(Hijo, tengo miedo)
En la tercer puerta
La luz se apagó.

Versión de Edmundo Bianchi