domingo, 4 de agosto de 2013

"A veces para exorcizar los demonios de un recuerdo es necesario contarlo como un cuento."- Isabel Allende

2 de agosto de 1942 -
Escritora peruano-chilena












De barro estamos hechos




Descubrieron la cabeza de la niña asomada en el lodazal, con los ojos abiertos, llamando sin voz. Tenía un nombre de Primera Comunión, Azucena. En aquel interminable cementerio, donde el olor de los muertos atraía a los buitres más remotos y donde los llantos de los huérfanos y los lamentos de los heridos llenaban el aire, esa muchacha obstinada en vivir se convirtió en el símbolo de la tragedia. Tanto transmitieron las cámaras la visión insoportable de su cabeza brotando del barro, como una negra calabaza, que nadie se quedó sin conocerla ni nombrarla. Y siempre que la vimos aparecer en la pantalla, atrás estaba Rolf Carlé, quien llegó al lugar atraído por la noticia, sin sospechar que allí encontraría un trozo de su pasado, perdido treinta años atrás.
Primero fue un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón, encrespándolos como una espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus máquinas de medir con semanas de anticipación y ya sabían que la montaña había despertado otra vez. Desde hacía mucho pronosticaban que el calor de la erupción podía desprender los hielos eternos de las laderas del volcán, pero nadie hizo caso de esas advertencias, porque sonaban a cuento de viejas. Los pueblos del valle continuaron su existencia sordos a los quejidos de la tierra, hasta la noche de ese miércoles de noviembre aciago, cuando un largo rugido anunció el fin del mundo y las paredes de nieve se desprendieron, rodando en un alud de barro, piedras y agua que cayó sobre las aldeas, sepultándolas bajo metros insondables del vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis del primer espanto, los sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas, las iglesias, las blancas plantaciones de algodón, los sombríos bosques del café y los potreros de los toros sementales habían desaparecido. Mucho después, cuando llegaron los voluntarios y los soldados a rescatar a los vivos y sacar la cuenta de la magnitud del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había más de veinte mil seres humanos y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un caldo viscoso. También habían sido derrotados los bosques y los ríos y no quedaba a la vista sino un inmenso desierto de barro.
Cuando llamaron del Canal en la madrugada, Rolf Carlé y yo estábamos juntos. Salí de la cama aturdida de sueño y partí a preparar café mientras él se vestía de prisa. Colocó sus elementos de trabajo en la bolsa de lona verde que siempre llevaba, y nos despedimos como tantas otras veces. No tuve ningún presentimiento. Me quedé en la cocina sorbiendo mi café y planeando las horas sin él, segura de que al día siguiente estaría de regreso.
Fue de los primeros en llegar, porque mientras otros periodistas se acercaban a los bordes del pantano en jeeps, en bicicletas, a pie, abriéndose camino cada uno como mejor pudo, él contaba con el helicóptero de la televisión y pudo volar por encima del alud. En las pantallas aparecieron las escenas captadas por la cámara de su asistente, donde él se veía sumergido hasta las rodillas, con un micrófono en la mano, en medio de un alboroto de niños perdidos, de mutilados, de cadáveres y de ruinas. El relato nos llegó con su voz tranquila. Durante años lo había visto en los noticiarios, escarbando en batallas y catástrofes, sin que nada le detuviera, con una perseverancia temeraria, y siempre me asombró su actitud de calma ante el peligro y el sufrimiento, como si nada lograra sacudir su fortaleza ni desviar su curiosidad. El miedo parecía no rozarlo, pero él me había confesado que no era hombre valiente, ni mucho menos. Creo que el lente de la máquina tenía un efecto extraño en él, como si lo transportara a otro tiempo, desde el cual podía ver los acontecimientos sin participar realmente en ellos. Al conocerlo más comprendí que esa distancia ficticia lo mantenía a salvo de sus propias emociones.
Rolf Carlé estuvo desde el principio junto a Azucena. Filmó a los voluntarios que la descubrieron y a los primeros que intentaron aproximarse a ella, su cámara enfocaba con insistencia a la niña, su cara morena, sus grandes ojos desolados, la maraña compacta de su pelo. En ese lugar el fango era denso y había peligro de hundirse al pisar. Le lanzaron una cuerda, que ella no hizo empeño en agarrar, hasta que le gritaron que la cogiera, entonces sacó una mano y trató de moverse, pero en seguida se sumergió más. Rolf soltó su bolsa y el resto de su equipo y avanzó en el pantano, comentando para el micrófono de su ayudante que hacía frío y que ya comenzaba la pestilencia de los cadáveres.
–¿Cómo te llamas? –le preguntó a la muchacha y ella le respondió con su nombre de flor–. No te muevas, Azucena –le ordenó Rolf Carlé y siguió hablándole sin pensar qué decía, sólo para distraerla, mientras se arrastraba lentamente con el barro hasta la cintura. El aire a su alrededor parecía.tan turbio como el lodo.
Por ese lado no era posible acercarse, así es que retrocedió y fue a dar un rodeo por donde el terreno parecía más firme. Cuando al finestuvo cerca tomó la cuerda y se la amarró bajo los brazos, para que pudieran izarla. Le sonrió con esa sonrisa suya que le achica los ojos y lo devuelve a la infancia, le dijo que todo iba bien, ya estaba con ella, en seguida la sacarían. Les hizo señas a los otros para que halaran, pero apenas se tensó la cuerda la muchacha gritó. Lo intentaron de nuevo y aparecieron sus hombros y sus brazos, pero no pudieron moverla más, estaba atascada. Alguien sugirió que tal vez tenía las piernas comprimidas entre las ruinas de su casa, y ella dijo que no eran sólo escombros,también la sujetaban los cuerpos de sus hermanos, aferrados a ella.
–No te preocupes, vamos a sacarte de aquí –le prometió Rolf. A pesar de las fallas de transmisión, noté que la voz se le quebraba y me sentí tanto más cerca de él por eso. Ella lo miró sin responder.
En las primeras horas Rolf Carlé agotó todos los recursos de su ingenio para rescatarla. Luchó con palos y cuerdas, pero cada tírón era un suplicio intolerable para la prisionera. Se le ocurrió hacer una palanca con unos palos, pero eso no dio resultado y tuvo que abandonar también esa idea. Consiguió un par de soldados que trabajaron con él durante un rato, pero después lo dejaron solo, porque muchas otras víctimas reclamaban ayuda. La muchacha no podía moverse y apenas lograba respirar, pero no parecía desesperada, como si una resignación ancestral le permitiera leer su destino. El periodista, en cambio, estaba decidido a arrebatársela a la muerte. Le llevaron un neumático, que colocó bajo los brazos de ella como un salvavidas, y luego atravesó una tabla cerca del hoyo para apoyarse y así alcanzarla mejor. Como era imposible remover los escombros a ciegas, se sumergió un par de vece para explorar ese infierno, pero salió exasperado, cubierto de lodo, escupiendo piedras. Dedujo que se necesitaba una bomba para extraer el agua y envió a solicitarla por radio, pero volvieron con el mensaje de que no había transporte y no podían enviarla hasta la mañana siguiente.
–¡No podemos esperar tanto! –reclamó Rolf Carlé, pero en aquel zafarrancho nadie se detuvo a compadecerlo. Habrían de pasar todavía muchas horas más antes de que él aceptara que el tiempo se había estancado y que la realidad había sufrido una distorsión irremediable.
Un médico militar se acercó a examinar a los niños y afirmó que su corazón funcionaba bien y que si no se enfriaba demasiado podría resistir esa noche.
–Ten paciencia, Azucena, mañana traerán la bomba –trató de consolarla Rolf Carlé.
–No me dejes sola –le pidió ella. –No, claro que no. Les llevaron café y él se lo dio a la muchacha, sorbo a sorbo. El líquido caliente la animó y empezó a hablar de su pequeña vida, de su familia y de la escuela, de cómo era ese pedazo de mundo antes de que reventara el volcán. Tenía trece años y nunca había salido de los límites de su aldea. El periodista, sostenido por un optimismo prematuro, se convenció de que todo terminaría biem llegaría la bomba, extraerían el agua, quitarían los escombros y Azucena sería trasladada en helicóptero a un hospital, donde se repondría con rapidez y donde él podría visitarla llevándole regalos. Pensó que ya no tenía edad para muñecas y no supo qué le gustaría, tal vez un vestido. No entiendo mucho de mujeres, concluyó divertido, calculando que había tenido muchas en su vida, pero ninguna le había enseñado esos detalles. Para engañar las horas comenzó a contarle sus viajes y sus aventuras de cazador de noticias, y cuando se le agotaron los recuerdos echó mano de la imaginación para inventar cualquier cosa que pudiera distraerla. En algunos momentos ella dormitaba, pero él seguía hablándole en la oscuridad, para demostrarle que no se había ido y para vencer el acoso de la incertidumbre.
Ésa fue una larga noche.
A muchas millas de allí, yo observaba en una pantalla a Rolf Carlé y a la muchacha. No resistí la espera en la casa y me fui a la Televisión Nacional, donde muchas veces pasé noches enteras con él editando programas. Así estuve cerca suyo y pude asomarme a lo que vivió en esos tres días definitivos. Acudí a cuanta gente importante existe en la ciudad, a los senadores de la República, a los generales de las Fuerzas Armadas, al embajador norteamericano y al presidente de la Compañía de Petróleos, rogándoles por una bomba para extraer el barro, pero sólo obtuve vagas promesas. Empecé a pedirla con urgencia por radio y televisión, a ver si alguien podía ayudarnos. Entre llamadas corría al centro de recepción para no perder las imágenes del satélite, que llegaban a cada rato con nuevos detalles de la catástrofe. Mientras los periodistas seleccionaban las escenas de más impacto para el noticiario, yo buscaba aquellas donde aparecía el pozo de Azucena. La pantalla reducía el desastre a un solo plano y acentuaba la tremenda distancia que me separaba de Rolf Carlé, sin embargo yo estaba con él, cada padecimiento de la niña me dolía como a él, sentía su misma frustración, su misma impotencia. Ante la imposibilidad de comunicarme con él, se me ocurrió el recurso fantástico de concentrarme para alcanzarlo con la fuerza del pensamiento y así darle ánimo. Por momentos me aturdía en una frenética e inútil actividad, a ratos me agobiaba la lástima y me echaba a llorar, y otras veces me vencía el cansancio y creía estar mirando por un telescopio la luz de una estrella muerta hace un millón de años.
En el primer noticiario de la mañana vi aquel infierno, donde flotaban cadáveres de hombres y animales arrastrados por las aguas de nuevos ríos, formados en una sola noche por la nieve derretida. Del lodo sobresalían las copas de algunos árboles y el campanario de una iglesia, donde varias personas habían encontrado refugio y esperaban con paciencia a los equipos de rescate. Centenares de soldados y de voluntarios de la Defensa Civil intentaban remover escombros en busca de los sobrevivientes, mientras largas filas de espectros en harapos esperaban su turno para un tazón de caldo. Las cadenas de radio informaron que sus teléfonos estaban congestionados por las llamadas de familias que ofrecían albergue a los niños huérfanos. Escaseaban el agua para beber, la gasolina y los alimentos. Los médicos, resignados a amputar miembros sin anestesia, reclamaban al menos sueros, analgésicos y antibióticos, pero la mayor parte de los caminos estaban interrumpidos y además la burocracia retardaba todo. Entretanto, el barro contaminado por los cadáveres en descomposición amenazaba de peste a los vivos.
Azucena temblaba apoyada en el neumático que la sostenía sobre la superficie. La inmovilidad y la tensión la habían debilitado mucho, pero se mantenía consciente y todavía hablaba con voz perceptible cuando le acercaban un micrófono. Su tono era humilde, como si estuviera pidiendo perdón por causar tantas molestias. Rolf Carlé tenía la barba crecida y sombras oscuras bajo los ojos, se veía agotado. Aun a esa enorme distancia pude percibir la calidad de ese cansancio, diferente a todas las fatigas anteriores de su vida. Había olvidado por completo la cámara, ya no podía mirar a la niña a través de un lente. Las imágenes que nos llegaban no eran de su asistente, sino de otros periodistas que se habían adueñado de Azucena, atribuyéndole la patética responsabilidad de encarnar el horror de lo ocurrido en ese lugar. Desde el amanecer Rolf se esforzó de nuevo por mover los obstáculos que retenían a la muchacha en esa tumba, pero disponía sólo de sus manos, no se atrevía a utilizar una herramienta, porque podía herirla. Le dio a Azucena la taza de papilla de maíz y plátano que distribuía el Ejército, pero ella la vomitó de inmediato. Acudió un médico y comprobó que estaba afiebrada, pero dijo que no se podía hacer mucho, los antibióticos estaban reservados para los casos de gangrena. También se acercó un sacerdote a bendecirla y colgarle al cuello una medalla de la Virgen. En la tarde empezó a caer una llovizna suave, persistente.
–El cielo está llorando –murmuró Azucena y se puso a llorar también.
–No te asustes –le suplicó Rolf–. Tienes que reservar tus fuerzas y mantenerte tranquila, todo saldrá bien, yo estoy contigo y te voy a sacar de aquí de alguna manera.
Volvieron los periodistas para fotografiarla y preguntarle las mismas cosas que ella ya no intentaba responder. Entretanto llegaban más equipos de televisión y cine, rollos de cables, cintas, películas, vídeos, lentes de precisión, grabadoras, consolas de sonido, luces, pantallas de reflejo, baterías y motores, cajas con repuestos, electricistas, técnicos de sonido y carnarógrafos, que enviaron el rostro de Azucena a millones de pantallas de todo el mundo. Y Rolf Carlé continuaba clamando por una bomba. El despliegue de recursos dio resultados y en la Televisión Nacional empezamos a recibir imágenes más claras y sonidos más nítidos, la distancia pareció acortarse de súbito y tuve la sensación atroz de que Azucena y Rolf se encontraban a mi lado, separados de mí por un vidrio írreductible. Pude seguir los acontecimientos hora a hora, supe cuánto hizo mi amigo por arrancar a la niña de su prisión y para ayudarla a soportar su calvario, escuché fragmentos de lo que hablaron y el resto pude adivinarlo, estuve presente cuando ella le enseñó a Rolf a rezar y cuando él la distrajo con los cuentos que yo le he contado en mil y una noches bajo el mosquitero blanco de nuestra cama.
Al caer la oscuridad del segundo día él procuró hacerla dormir con las viejas canciones de Austria aprendidas de su madre, pero ella estaba más allá del sueño. Pasaron gran parte de la noche hablando, los dos extenuados, hambrientos, sacudidos por el frío. Y entonces, poco a poco, se derribaron las firmes compuertas que retuvieron el pasado de Rolf Carlé durante muchos años, y el torrente de cuanto había ocultado en las capas más profundas y secretas de la memoria salió por fin, arrastrando a –su paso los obstáculos que por tanto tiempo habían bloqueado su conciencia. No todo pudo decírselo a Azucena, ella tal vez no sabía que había mundo más allá del mar nitiempo anterior al suyo, era incapaz de imaginar Europa en la época de la guerra, así es que no le contó de la derrota, ni de la tarde en que los rusos lo llevaron al campo de concentración para enterrar a los prisioneros muertos de hambre. ¿Para qué explicarle que los cuerpos desnudos, apilados como una montaña de leños, parecían de loza quebradiza? ¿ Cómo hablarle de los hornos y las horcas a esa niña moribunda? Tampoco mencionó la noche en que vio a su madre desnuda, calzada con zapatos rojos de tacones de estilete, llorando de humillación. Muchas cosas se calló, pero en esas horas revivió por primera vez todo aquello que su mente había intentado borrar. Azucena le hizo entrega de su miedo y así, sin quererlo, obligó a Rolf a encontrarse con el suyo. Allí, junto a ese pozo maldito, a Rolf le fue imposible seguir huyendo de sí mismo y el terror visceral que marcó su infancia lo asaltó por sorpresa. Retrocedió a la edad de Azucena y más atrás, y se encontró como ella atrapado en un pozo sin salida, enterrado en vida, la cabeza a ras de suelo, vio juntos a su cara las botas y las piernas de su padre, quien se había quitado la correa de la cintura y la agitaba en el aire con un silbido inolvidable de víbora furiosa. El dolor lo invadió, intacto y preciso, como siempre estuvo agazapado en su mente. Volvió al armario donde su padre lo ponía bajo llave para castigarlo por faltas imaginarias y allí estuvo horas eternas con los ojos cerrados para no ver la oscuridad, los oídos tapados con las manos para no oír los latidos de su propio corazón, temblando, encogido como un animal. En la neblina de los recuerdos encontró a su hermana Katharina, una dulce criatura retardada que pasó la existencia escondida con la esperanza de que el padre olvidara la desgracia de su nacimiento. Se arrastró junto a ella bajo la mesa del comedor y all.í ocultos tras un largo mantel blanco, los dos niños permanecieron abrazados, atentos a los pasos y a las voces. El olor de Katharina le llegó mezclado con. el de su propio sudor, con los aromas de la cocina, ajo, sopa, pan recién horneado y con un hedor extraño de barro podrido. La mano de su hermana en la– suya, su jadeo asustado, el roce de su cabello salvaje en las mejillas, la expresión cándida de su mirada. Katharina, Katharina… surgió ante él flotando como una bandera, envuelta en el mantel blanco– convertido en mortaja, y pudo por fin llorar su muerte y la culpa de haberla abandonado. Comprendió entonces que sus hazañas de periodista, aquellas que tantos reconocimientos y tanta fama le había dado, eran sólo un intento de mantener bajo control su miedo más antiguo, mediante la treta de refugiarse detrás de un lente a ver si así la realidad le resultaba más tolerable. Enfrentaba riesgos desmesurados como ejercicio de coraje, entrenándose de día para vencer los monstruos que lo’ atormentaban de noche. Pero había llegado el instante de la verdad y ya no pudo seguir escapando de su pasado. Él era Azucena, estaba enterrado en el barro, su terror no era la emoción remota de una infancia casi olvidada, era una garra en la garganta. En el sofoco del llanto se le apareció su madre, vestida de gris y con su cartera de piel de cocodrilo apretada contra el regazo, tal como la viera por última vez en el muelle, cuando fue a despedirlo al barco en el cual él se embarcó para América. No venía a secarle las lágrimas, sino a decirle–que cogiera una pala, porque la guerra había terminado y ahora debían enterrar a los muertos.
–No– llores. Ya no me duele nada, estoy bien –le dijo Azucena al amanecer.
–No lloro por ti, lloro por mí, que me duele todo –sonrió Rolf Carlé.
En el valle del cataclismo comenzó el tercer día con una luz pálida entre nubarrones. El–Presidente de la República se trasladó a la zona y apareció en traje de.campaña para confirmar que era la peor desgracia de este siglo, el país estaba de duelo, las naciones hermanas habían ofrecido ayuda, se ordenaba estado de sitio, las Fuerzas Armadas serían inclementes, fusilarían sin trámites a quien fuera sorprendido robando o cometiendo otras fechorías. Agregó que era imposible sacar todos los cadáveres ni dar cuenta de los millares de desaparecidos, de modo que el valle completo se declaraba camposanto y los obispos vendrían a celebrar una misa solemne por las almas de las víctimas. Se dirigió a las carpas del Ejército, donde
se amontonaban los rescatados, para entregarles el alivio de promesas inciertas, y al improvisado hospital, para dar una palabra de aliento a los médicos y enfermeras, agotados por tantas horas de penurias. Enseguida se hizo conducir al lugar donde estaba Azucena, quien para entonces ya era célebre, porque su imagen había dado la vuelta al planeta. La saludó con su lánguida mano de estadista y los micrófonos registraron su voz conmovida y su acento paternal, cuando le dijo que su valor era un ejemplo para la patria. Rolf Carlé lo interrumpió para pedirle una bomba y él le aseguró que se ocuparía del asunto en persona. Alcancé a ver a Rolf por unos instantes, en cuclillas junto al pozo. En el noticiario de la tarde se encontraba en la misma postura: y yo, asomada a la pantalla como una adivina ante su bola de cristal, percibí que algo fundamental había cambiado en él, adiviné que durante la noche se habían desmoronado sus defensas y se había entregado al dolor, por fin vulnerable. Esa niña tocó una parte de su alma a la cual él mismo no había tenido acceso y que jamás compartió conmigo. Rolf quiso consolarla y fue Azucena quien le dio consuelo a él.
Me di cuenta del momento preciso en que Rolf dejó de luchar y se abandonó al tormento de vigilar la agonía de la muchacha. Yo estuve con ellos, tres días y dos noches, espiándolos al otro lado de la vida. Me encontraba allí cuando ella le dijo que en sus trece años nunca un muchacho la había querido y que era una lástima irse de este mundo sin conocer el amor, y él le aseguró que la amaba más de lo que jamás podría amar a nadie, más que a su madre y a su hermana, más que a todas las mujeres que habían dormido en sus brazos, más que a mí, su compañera, que daría cualquier cosa por estar atrapado en ese pozo en su lugar, que cambiaría su vida por la de ella, y vi cuando se inclinó sobre su pobre cabeza y la besó en la frente, agobiado por un sentimiento dulce y triste que no sabía nombrar. Sentí cómo en ese instante se salvaron ambos de la desesperanza, se desprendieron del lodo, se elevaron por encima de los buitres y de los helicópteros, volaron juntos sobre ese vasto pantano de podredumbre y lamentos. Y finalmente pudieron aceptar la muerte. Rolf Carlé rezó en silencio para que ella se muriera pronto, porque ya no era posible soportar tanto dolor.
Para entonces yo había conseguido una bomba y estaba en contacto con un general dispuesto a enviarla en la madrugada del día siguiente en un avión militar. Pero al anochecer de ese tercer día, bajo las implacables lámparas de cuarzo y los lentes de cien máquinas, Azucena se rindió, sus ojos perdidos en los de ese amigo que la había sostenido hasta el final. Rolf Carlé le quitó el salvavidas, le cerró los párpados, la retuvo apretada contra su pecho por unos minutos y después la soltó. Ella se hundió lentamente, una flor en el barro.
Estás de vuelta conmigo, pero ya no eres el mismo hombre. A menudo te acompaño al Canal y vemos de nuevo los videos de Azucena, los estudias con atención, buscando algo que pudiste haber hecho para salvarla y no se te ocurrió a tiempo.
O tal vez los examinas para verte como en un espejo, desnudo. Tus cámaras están abandonadas en un armario, no escribes ni cantas, te queda durante horas sentado ante la ventana mirando las montañas. A tu lado, yo espero que completes el viaje hacia el interior de ti mismo y te cures de las viejas heridas. Sé que cuando regreses de tus pesadillas caminaremos otra vez de la mano, como antes.



Un maestro en la creación de personajes: Rómulo Gallegos


2 de agosto de 1884- Caracas
Escritor y político


Capítulo 1 - ¿CON QUIÉN VAMOS?


    Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha.
Dos bogas lo hacen avanzar mediante una lenta y penosa maniobra de galeotes. Insensibles al tórrido sol, los broncíneos cuerpos sudorosos, apenas cubiertos por unos mugrientos pantalones remangados a los muslos, alternativamente afincan en el limo del cauce largas palancas, cuyos cabos superiores sujetan contra los duros cojinetes de los robustos pectorales, y encorvados por el esfuerzo, le dan impulso a la embarcación, pasándosela bajo los pies de proa a popa, con pausados pasos laboriosos, como si marcharan por ella. Y mientras uno viene en silencio, jadeante sobre su pértiga, el otro vuelve al punto de partida reanudando la charla intermitente con que entretienen la recia faena, o entonando, tras un ruidoso respiro de alivio, alguna intencionada copla que aluda a los trabajos que pasa un bonguero, leguas y leguas de duras remontadas, a fuerza de palancas o coleándose, a tres, de las ramas de la vegetación ribereña.

    En la paneta gobierna el patrón, viejo baquiano de los ríos y caños de la llanura apureña, con la diestra en la horqueta de la espadilla, atento al riesgo de las chorreras que se forman por entre los carameros que obstruyen el cauce, vigilante al aguaje que denunciare la presencia de algún caimán en acecho.
A bordo van dos pasajeros. Bajo la toldilla, un joven a quien la contextura vigorosa, sin ser atlética, y las facciones enérgicas y expresivas prestante gallardía casi altanera. Su aspecto y su indumentaria denuncian al hombre de la ciudad, cuidadoso del buen parecer. Como si en su espíritu combatieran dos sentimientos contrarios acerca de las cosas que lo rodean, a ratos la reposada altivez de su rostro se anima con una expresión de entusiasmo y le brilla la mirada vivaz en la contemplación del paisaje; pero, en seguida, frunce el entrecejo, y la boca se le contrae en un gesto de desaliento.
Su compañero de viaje es uno de esos hombres inquietantes, de facciones asiáticas, que hacen pensar en alguna semilla tártara caída en América quién sabe cuándo ni cómo. Un tipo de razas inferiores, crueles y sombrías, completamente diferente del de los pobladores de la llanura. Va tendido fuera de la toldilla, sobre su cobija, y finge dormir; pero ni el patrón ni los palanqueros lo pierden de vista.
Un sol cegante de mediodía llanero centellea en las aguas amarillas del Arauca y sobre los árboles que pueblan sus márgenes. Por entre las ventanas, que, a espacios, rompen la continuidad de la vegetación, divísanse, a la derecha, las calcetas del cajón del Apure –pequeñas sabanas rodeadas de chaparrales y palmares–, y a la izquierda, los bancos del vasto cajón del Arauca –praderas tendidas hasta el horizonte–, sobre la verdura de cuyos pastos apenas negrea una que otra mancha errante de ganado. En el profundo silencio resuenan, monótonos, exasperantes ya, los pasos de los palanqueros por la cubierta del bongo. A ratos, el patrón emboca un caracol y le arranca un sonido ronco y quejumbroso que va a morir en el fondo de las mudas soledades circundantes, y entonces se alza dentro del monte ribereño la desapacible algarabía de las chenchenas, o se escucha tras los recodos el rumor de las precipitadas zambullidas de los caimanes que dormitan al sol de las desiertas playas, dueños terribles del ancho, mudo y solitario río.

Se acentúa el bochorno del mediodía; perturba los sentidos el olor a fango que exhalan las aguas calientes, cortadas por el bongo. Ya los palanqueros no cantan ni entonan coplas. Gravita sobre el espíritu la abrumadora impresión del desierto.
–Ya estamos llegando al palodeagua –dice por fin el patrón, dirigiéndose al pasajero de la toldilla y señalando un árbol gigante–. Bajo ese palo puede usted almorzar cómodo y echar una buena siestecita.

El pasajero inquietante entreabre los párpados oblicuos y murmura:
–De aquí al paso del Bramador es nada lo que falta, y allí sí que hay un sesteador sabroso.
–Al señor, que es quien manda en el bongo, no le interesa el sesteadero del Bramador –responde ásperamente el patrón, aludiendo al pasajero de la toldilla. 

El hombre lo mira de soslayo y luego concluye, con una voz que parecía adherirse al sentido, blanda y pegajosa como el lodo de los tremedales de la llanura:
–Pues entonces no he dicho nada, patrón.
Santos Luzardo vuelve rápidamente la cabeza. Olvidado ya de que tal hombre iba en el bongo, ha reconocido ahora, de pronto, aquella voz singular.

Fue en San Fernando donde por primera vez la oyó, al atravesar el corredor de una pulpería. Conversaban allí de cosas de su oficio algunos peones ganaderos y el que en ese momento llevaba la palabra, se interrumpió de pronto, y dijo:
«–Ése es el hombre.»
La segunda vez fue en una de las posadas del camino. El calor sofocante de la noche lo había obligado a salirse al patio. En uno de los corredores, dos hombres se mecían en sus hamacas, y uno de ellos concluía de esta manera el relato que le hiciera al otro:
–Yo lo que hice fue arrimarle la lanza. Lo demás lo hizo el difunto: él mismo se la fue clavandito como si le gustara el frío del jierro.
Finalmente, la noche anterior. Por habérsele atarrillado el caballo, llegando ya a la casa del paso por donde esguazaría el Arauca, se vio obligado a pernoctar en ella, para continuar el viaje al día siguiente en un bongo que a la sazón tomaba allí una carga de cueros para San Fernando. Contratada la embarcación y concertada la partida para el amanecer, ya al coger el sueño oyó que alguien decía por allá:
–Váyase alante, compañero, que yo voy a ver si quepo en el bongo.

Fueron tres imágenes claras, precisas, en un relámpago de memoria, y Santos Luzardo sacó esta conclusión que había de dar origen al cambio de los propósitos que lo llevaban al Arauca:
–Este hombre viene siguiéndome desde San Fernando. Lo de la fiebre no fue sino un ardid. ¿Cómo no se me ocurrió esta mañana?
En efecto, al amanecer de aquel día, cuando ya el bongo se disponía a abandonar la orilla, había aparecido aquel individuo, tiritando bajo la cobija con que se abrigaba y proponiéndole al patrón:
–Amigo, ¿quiere hacerme el favor de alquilarme un puestecito? Necesito dir hasta el paso del Bramador, y la calentura no me permite sostenerme a caballo. Yo le pago bien, ¿sabe?
–Lo siento, amigo –respondió el patrón, llanero malicioso, después de echarle una rápida mirada escrutadora–. Aquí no hay puesto que yo pueda alquilarle, porque el bongo navega por la cuenta del señor, que quiere ir solo.

Pero Santos Luzardo, sin más prenda y sin advertir la significativa guiñada del bonguero, le permitió embarcarse.
Ahora lo observa de soslayo y se pregunta mentalmente:
«¿Qué se propondrá este individuo? Para tenderme una celada, si es que a eso lo han mandado, ya se le han presentado oportunidades. Porque juraría que éste pertenece a la pandilla de El Miedo. Ya vamos a saberlo.»
Y poniendo por obra la repentina ocurrencia, en alta voz, al bonguero:
–Dígame, patrón: ¿conoce usted a esa famosa doña Bárbara de quien tantas cosas se cuentan en Apure?
Los palanqueros cruzáronse una mirada recelosa, y el patrón respondió evasivamente, al cabo de un rato, con la frase con que contesta el llanero taimado las preguntas indiscretas:
–Voy a decirle, joven: yo vivo lejos.
Luzardo sonrió comprensivo; pero, insistiendo en el propósito de sondear al compañero inquietante, agregó sin perderlo de vista:
–Dicen que es una mujer terrible, capitana de una pandilla de bandoleros, encargados de asesinar a mansalva a cuantos intenten oponerse a sus designios.


 
Se sigue sosteniendo que el inicio de una novela
determina el éxito de la obra.

Mi musa: cualquier ballena



















 El vendedor de pararrayos


Qué trueno extraordinario, pensé, parado junto a mi hogar, en medio de los montes Acroceraunianos, mientras los rayos dispersos retumbaban sobre mi cabeza, y se estrellaban entre los valles, cada uno de ellos seguido por irradiaciones zigzagueantes y ráfagas de cortante lluvia sesgada, que sonaban como descargas de puntas de venablos sobre mi bajo tejado. Supongo, me dije, que amortiguan y repelen el trueno, de modo que es mucho más espléndido estar aquí que en la llanura.
¡Atención! Hay alguien a la puerta.

¿Quién es este que elige tiempo de tormenta para ir de visita? ¿Y por qué no usa el llamador, en vez de producir ese lóbrego llamado de agente de pompas fúnebres, golpeando la puerta con el puño? Pero hagamos que entre. Ah, aquí viene.

-Buen día, señor -era un completo desconocido-. Le ruego que se siente.

¿Qué sería esa especie de bastón de extraña apariencia que traía consigo?

-Hermosa tormenta, señor.

-¿Hermosa? ¡Terrible!

-Está empapado. Siéntese aquí junto al hogar, frente al fuego.

-¡Por nada del mundo!

El extraño se erguía ahora en el centro exacto de la cabaña, donde se había plantado desde un comienzo. Su rareza invitaba a Su rareza invitaba a un escrutinio escrupuloso. Una figura enjuta, lúgubre. Cabello oscuro y lacio, enmarañado sobre la frente. Sus ojos hundidos estaban rodeados por halos de color índigo, y jugaban con una especie inofensiva de relámpago: un resplandor al que le faltaba el rayo. Todo él chorreaba agua. Estaba de pie sobre un charco en el desnudo piso de roble: su extraño bastón descansaba verticalmente a su lado.


Era una vara de cobre pulido, de cuatro pies de largo, unida longitudinalmente a un palo de madera bien trabajada, mediante inserciones en dos bolas de cristal verdoso, rodeadas por bandas de cobre. La vara de metal terminaba en un extremo como un trípode, con tres brillantes púas doradas. Él sostenía el conjunto sólo por la parte de madera.

-Señor -le dije, muy ceremoniosamente-, ¿tengo el honor de recibir una visita de ese dios ilustre, Júpiter Tonante? Así se erguía él en la estatua griega de antaño, empuñando el rayo. Si usted es él, o su virrey, tengo que agradecerle esta noble tormenta que ha lanzado sobre nuestras montañas. Escuche: ese fue un glorioso estruendo. ¡Ah, para un amante de lo majestuoso, es bueno tener al Tronador mismo de visita en la propia cabaña! Hace que los truenos suenen más hermosos. Pero le ruego que tome asiento. Es cierto que ese viejo sillón de mimbre es un pobre sustituto de su trono en el Olimpo, pero condescienda a sentarse.

Mientras yo así le hablaba, el extraño me miraba, medio maravillado, medio horrorizado, pero inmóvil.

-Vamos, señor, siéntese; necesita secarse antes de volver a salir.

Invitándolo con un gesto, puse una silla junto al hogar donde esa tarde había encendido un pequeño fuego para disipar la humedad, no el frío, porque estábamos a principios de septiembre.

Pero sin hacer caso de mi solicitud, y siempre de pie en medio de la sala, el extraño me miró ominosamente, y dijo:

-Señor, discúlpeme; pero en vez de aceptar su invitación a sentarme allá junto al fuego, yo le advierto solemnemente, que lo mejor que puede hacer usted es aceptar la mía y pararse a mi lado en medio de la habitación.

-¡Cielos! -añadió, con un respingo-. ¡Otro de esos atroces estruendos! ¡Se lo aviso, señor, aléjese del fuego!

-Señor Júpiter Tonante -dije yo, frotando tranquilamente mi cuerpo contra la piedra-, estoy muy bien aquí.

-¿Entonces usted es tan terriblemente ignorante -exclamó- como para no saber que la parte más peligrosa de una casa, durante una tempestad terrorífica como esta, es la chimenea?

-No, no lo sabía -respondí, alejándome involuntariamente un paso de la chimenea.

El forastero mostró tan desagradable aire de satisfacción por el éxito de su advertencia, que -otra vez involuntariamente- volví a acercarme al fuego, y me erguí en la posición más orgullosa que pude asumir. Pero no dije nada.

-¡En nombre del Cielo! -exclamó, con extraña mezcla de alarma e intimidación-. ¡En nombre del Cielo, aléjese del fuego! ¿No sabe que el aire caliente y el hollín son conductores? ¡Para no hablar de esos enormes morillos de hierro! ¡Deje ese lugar! ¡Se lo suplico! ¡Se lo ordeno!

-Señor Júpiter Tonante, no estoy acostumbrado a recibir órdenes en mi propia casa.

-No me llame con ese nombre pagano. Usted es profano en esta época de terror.

-Señor, ¿sería tan bondadoso como para decirme de qué se ocupa? Si busca refugio de la tormenta, es bienvenido, en la medida en que se muestre educado; pero si usted viene por algún negocio, dígalo abiertamente. ¿Quién es usted?

-Soy vendedor de pararrayos -dijo el extraño, suavizando su tono-, mi especialidad es... ¡El Cielo tenga piedad de nosotros! ¡Qué estrépito! ¿Lo alcanzó un rayo alguna vez... a su casa, quiero decir? ¿No? Lo mejor es estar prevenido -y haciendo sonar su vara metálica contra el piso, añadió-: las tormentas eléctricas no se detienen ante palacios, no se detienen ante nada en el mundo; y, sin embargo, sí, diga sólo una palabra, y podré hacer un Gibraltar de esta cabaña, con unos pocos pases de esta vara. ¡Escuche! ¡Qué conmociones como Himalayas!

-Usted se interrumpió; estaba por hablar de su especialidad.

-Mi especialidad consiste en viajar por el país en busca de órdenes de compra de pararrayos. Este es mi ejemplar de muestra -palmeando su vara-. El mes pasado coloqué en Criggan veintitrés pararrayos en sólo cinco edificios.

-Déjeme recordar. ¿No fue en Criggan donde la semana pasada, hacia la medianoche del sábado, fueron fulminados el campanario, el gran olmo y la cúpula del salón de actos? ¿Contaban con alguno de sus pararrayos?

-El árbol y la cúpula no, el campanario sí.

-¿Para qué sirve entonces su pararrayos?

-Usarlo es una cuestión de vida o muerte. Pero mi operario se descuidó. Al sujetar el pararrayos a la cumbrera del campanario, dejó que una parte metálica rozara la plancha de chapa. De ahí el accidente. No fue mi culpa, sino de él. ¡Escuche!

-No se moleste. Ese trueno sonó lo bastante fuerte como para ser escuchado sin que nadie lo señale con el dedo. ¿Supo algo de la catástrofe del año pasado en Montreal? Una criada fulminada junto a su lecho, con un rosario en la mano; las cuentas eran de metal. ¿Su recorrido se extiende hasta el Canadá?

-No. Y escuché que allí sólo usan pararrayos de hierro. Deberían usar el mío, que es de cobre. El hierro se funde fácilmente. Y la vara es tan delgada, que su grosor es insuficiente para conducir toda la corriente eléctrica. El metal se derrite; el edificio es destruido. Mis pararrayos de cobre nunca funcionan así. Esos canadienses son tontos. Algunos conectan el pararrayos por su extremo superior, corriendo el riesgo de provocar una mortífera explosión, en vez de llevar imperceptiblemente la descarga a tierra, como este pararrayos hace. El mío es el único pararrayos verdadero. ¡Mírelo! Sólo un dólar por pie.

-Su manera improcedente de presentarse bien podría suscitar desconfianza.

-¡Escuche! El trueno se vuelve menos rezongón. Se está acercando a nosotros, y acercándose a la tierra, también. ¡Escuche! ¡Un estruendo unísono! ¡Todas las vibraciones se hicieron una por la cercanía! ¡Otro relámpago! ¡Un momento!

-¿Qué hace? -dije, al ver que renunciando en un instante a su vara, se dirigía resueltamente hacia la ventana, con sus dedos índice y medio de la mano derecha apoyados sobre la muñeca de la izquierda.

Pero antes de que la frase se me hubiera terminado de escapar, otra exclamación se le escapó:

-¡Ahí se estrelló! Sólo tres pulsos, a menos de un tercio de milla, en algún sitio en ese bosque. Por allí pasé junto a tres robles fulminados, arrancados de un tirón y chispeantes. El roble atrae el rayo más que cualquier otra madera, porque tiene hierro en solución en su savia. Su piso parece de roble.

-Corazón de roble. Dado el singular momento de su visita, supongo que usted elige a propósito el tiempo tormentoso para sus viajes. Cuando el trueno ruge, usted juzga que es la hora más favorable para producir impresiones favorables para su comercio.

-¡Escuche! ¡Atroz!

-Para tratarse de alguien que debería quitar el miedo a otros, usted parece desmedidamente miedoso. La gente común elige el buen tiempo para sus viajes: usted prefiere el tormentoso, y sin embargo...

-Acepto que viajo en medio de las tormentas; pero no sin adoptar muy especiales precauciones, que sólo un especialista en pararrayos puede conocer. ¡Escuche ese! Rápido... mire mi ejemplar de muestra. Sólo un dólar el pie.

-Un hermoso pararrayos, me atrevo a asegurarlo. Pero ¿cuáles son esas tan especiales precauciones suyas? Antes permítame cerrar esos postigos; la lluvia penetra a través del bastidor. La atrancaré.

-¿Está loco? ¿No sabe que esa tranca de hierro es un inmejorable conductor de la electricidad? Desista.

-Entonces me limitaré a cerrar los postigos, y llamaré a mi muchacho para que me traiga una tranca de madera. Por favor, haga sonar esa campanilla, allí.

-¿Perdió la cabeza? El tirador de alambre de esa campana podría electrocutarlo. Nunca toque la campana durante una tormenta eléctrica, ni esta ni ninguna otra.

-¿Ni siquiera la de los campanarios? ¿Me va a decir dónde y cómo puede uno estar a salvo en un tiempo como este? ¿Hay alguna parte de mi casa que yo pueda tocar con esperanzas de vida?

-La hay. Pero no donde usted está parado ahora. Aléjese de la pared. La corriente se descarga a veces por la pared, y como un hombre es mejor conductor que una pared, abandonará esta para abalanzarse sobre él. ¡Zas! Ese debe haber caído muy cerca. Tiene que haber sido un rayo globular.

-Muy probablemente. Dígamelo de una vez; ¿cuál es, en su opinión, la parte más segura de esta casa?

-Esta sala, y este sitio en el que estoy parado. ¡Arrímese!

-Las razones, primero.

-¡Oiga! Tras el relámpago, las rachas de viento... los bastidores tiemblan... ¡la casa, la casa!... ¡Acérquese a mí!

-Las razones, por favor.

-¡Venga y acérquese a mí!

-Gracias otra vez, pero creo que voy a probar mi sitio de siempre... junto al fuego. Y ahora, Señor del Pararrayos, entre las pausas de los truenos, sea bueno y dígame cuáles son sus razones para considerar esta única sala de la casa como la más segura, y ese preciso sitio en que usted está parado como el más seguro en ella.

Entonces se produjo una momentánea interrupción de la tormenta. El hombre del Pararrayos pareció aliviado, y replicó:

-La suya es una casa de un piso, con un ático y una bodega; esta sala está entre ellos. De aquí su seguridad relativa. Porque el rayo salta a veces de las nubes a la tierra, y a veces de la tierra a las nubes. ¿Comprende? Y yo elegí el medio de la sala porque si el rayo golpeara la casa entera, lo haría a través de la chimenea o las paredes, así que, obviamente, cuanto más lejos nos hallemos de ellas, mejor. Venga, acérquese ahora.

-Enseguida. Extrañamente, algo de lo que usted acaba de decir me ha inspirado confianza, en vez de alarmarme.

-¿Qué he dicho?

-Dijo que a veces los rayos saltan de la tierra a las nubes.

-Sí, el rayo inverso, se le llama; cuando la tierra, sobrecargada de electricidad, descarga sus sobras a las alturas.

-El rayo inverso; es decir, de la tierra al cielo. Mejor y mejor. Pero venga aquí, a secarse junto al fuego.

-Estoy mejor aquí, y mucho mejor mojado.

-¿Cómo?

-Es lo más seguro que puede hacer... ¡Escuche, otra vez! ...empaparse de lo lindo durante una tormenta eléctrica. Las ropas mojadas son mejores conductores que el cuerpo; de modo que si un rayo lo alcanzara, podría pasar por las ropas mojadas sin tocar el cuerpo. La tormenta se intensifica nuevamente. ¿Tiene una alfombra? Las alfombras son aislantes. Traiga una, en la que ambos podamos pararnos. El cielo oscurece... parece de noche a mediodía... ¡Escuche! ¡La alfombra, la alfombra!

Le di una, mientras las montañas encapotadas parecían abalanzarse y precipitarse sobre la cabaña.

-Y ahora, ya que de nada nos servirá quedarnos mudos -le dije, volviendo a ocupar mi lugar-, cuénteme cuáles son las precauciones para adoptar cuando se viaja en tiempo tormentoso.

-Espere hasta que esta tormenta haya pasado.

-No, adelante con las precauciones. Está en el lugar más seguro, de acuerdo con su propia explicación. Continúe.

-Brevemente, entonces. Evito los pinos, las casas altas, los graneros apartados, las praderas elevadas, las corrientes de agua, los rebaños de ganado, los grupos humanos. Si viajo a pie, como hoy, no marcho a paso ligero. Si viajo en mi coche, no toco sus costados ni su parte trasera. Si viajo a caballo, desmonto y conduzco al caballo. Pero, por sobre todo, evito a los hombres altos.

-¿Sueño? ¿El hombre evita al hombre? ¿Y en momentos de peligro, para colmo?

-Durante las tormentas eléctricas yo evito a los hombres altos. ¿Es usted tan groseramente ignorante como para no saber que la altura de un caminante de seis pies es suficiente para atraer la descarga de una nube eléctrica? ¡Cuántos de esos imponentes labradores de Kentucky fueron derribados sobre el surco inconcluso! Si un hombre de esos se aproximara a un arroyo, veces habría en que la nube lo escoge a él como conductor, desechando el agua. ¡Escuche! Seguro que dio en el pináculo negro. Sí, un hombre es un buen conductor. El rayo quema al hombre de punta a punta, pero apenas descorteza al árbol. Señor, me ha tenido tanto tiempo contestando sus preguntas, que no he hablado todavía de negocios. ¿Va a ordenar uno de mis pararrayos? ¿Ve este ejemplar de muestra? Es del mejor cobre. El cobre es el mejor conductor. Su casa es baja; mas como está sobre las montañas, su poca altura no la pone a salvo. Ustedes, los montañeses, son los más expuestos. El vendedor de pararrayos debería hacer más negocios en las regiones montañosas. Mire esta muestra, señor. Un pararrayos será suficiente para una casa pequeña como esta. Examine esas recomendaciones. Sólo un pararrayos, señor; costo, sólo veinte dólares. ¡Escuche! Allá van esas moles de granito, arrojadas como guijarros. Por el ruido, deben haber destrozado algo. Puesto a una altura de cinco pies sobre la casa, protegerá un círculo de veinte pies de radio. Sólo veinte dólares, señor... un dólar el pie. ¡Escuche! ¡Espantoso! ¡Lo ordenará! ¿Va a comprarlo? ¿Anoto su nombre? ¡Imagine lo que es convertirse en un montón de vísceras carbonizadas, como un caballo atado que se incendia con su establo! ¡Todo en el tiempo que dura un rayo!

-Pretendido enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Júpiter Tonante -reí yo-, mero hombre que viene aquí a interponer su cuerpo y su artificio entre la tierra y el cielo, ¿cree que porque es capaz de arrancar un reverbero de luz verde de la botella de Leyden, puede eludir los rayos celestiales? Si esa varilla se oxida o se rompe ¿qué es de usted? ¿Quién le ha dado el poder, a usted, Tetzel, para vender de puerta en puerta sus indulgencias a fin de sustraerse a las disposiciones divinas? Los cabellos de nuestras cabezas están contados, y contados están los días de nuestras vidas. Mientras retumbe el trueno o a la luz del sol, me pongo con confianza en manos de mi Creador. ¡Fuera, comerciante falso! Mire, la tormenta se repliega; la casa está intacta, y en el arco iris sobre el cielo azul leo que la Deidad no hará la guerra a la tierra del hombre.

-¡Canalla impío! -balbuceó el extraño, mientras su rostro se oscurecía en la misma medida en que resplandecía el arco iris-. ¡Revelaré sus ideas paganas!

Su rostro amenazante ennegreció aún más; los círculos de color índigo se agrandaron alrededor de sus ojos, como anillos de tormenta alrededor de la Luna de medianoche. Se arrojo sobre mí; las tres puntas de su artefacto apuntando a mi corazón.

Lo así; lo partí en dos; lo tiré al piso; lo pisoteé; y arrastrando al oscuro rey del rayo fuera de mi casa, arrojé tras él su informe cetro de cobre.

Pero a pesar de mi tratamiento, y a pesar de mis conversaciones disuasivas con mis vecinos, el vendedor de Pararrayos todavía habita esta tierra; sigue viajando en tiempos de tormenta, y hace pingües negocios con los miedos del hombre.

Moby Dick