sábado, 12 de abril de 2014

"Por exponer la indigencia moral del hombre moderno"


Samuel Beckett
13 de abril de 1906- Dublín, Irlanda
Dramaturgo clave del teatro del absurdo.
Narrador. Poeta.


Un cuarto sin muebles. Luz cenicienta.
En las paredes de la derecha y de la izquierda, hacia el fondo, dos ventanitas muy altas, con las cortinas corridas.
A la derecha, en el proscenio, una puerta. En la pared, junto a la puerta, un cuadro dado vuelta. En el proscenio, a la izquierda, dos tachos de basura, muy juntos, cubiertos con una vieja sábana. En el centro, cubierto con una vieja sábana, sentado en una silla de ruedas, está Hamm. Clov, inmóvil al lado de la silla, lo mira. Tez muy roja.
Clov va a colocarse bajo la ventana de la izquierda. Camina en forma rígida y vacilante. Mira la ventana de la izquierda con la cabeza echada hacia atrás. Vuelve la cabeza, mira la ventana de la derecha.
Se coloca bajo la ventana de la derecha. Mira la ventana con la cabeza echada hacia atrás. Vuelve la cabeza y mira la ventana de la izquierda. Sale, regresa en seguida con una escalerilla, la coloca bajo la ventana de la izquierda, sube, corre la cortina. Baja, camina seis pasos hacia la ventana de la derecha, regresa, toma la escalerilla, la coloca bajo la ventana de la derecha, sube, corre la cortina. Baja, camina tres pasos hacia la ventana de la izquierda, regresa, toma la
escalerilla, la coloca bajo la ventana de la izquierda, sube, mira por la ventana. Risa breve. Baja, da un paso hacia la ventana de la derecha, regresa, toma la escalerilla, la coloca bajo la ventana de la derecha. Sube, mira por la ventana. Risa breve. Baja, se dirige hacia los tachos de basura, regresa a tomar la escalerilla. La toma, cambia de idea, la deja, va hacia los tachos de basura, quita el trapo que los cubre, lo pliega cuidadosamente y se lo coloca bajo el brazo. Levanta la tapa de uno de los tachos, se inclina y mira dentro. Risa breve. Lo tapa. Hace lo mismo con el otro. Va hacia Hamm, quita el trapo que lo cubre, lo pliega cuidadosamente y se lo coloca bajo el brazo.
Hamm parece dormir. Viste robe de chambre, solideo de fieltro y gruesas pantuflas, un gran pañuelo manchado de sangre le cubre la cara, de su cuello cuelga un silbato. Tiene una manta sobre las rodillas. Clov lo mira. Risa breve. Va hacia la puerta, se detiene, se vuelve, contempla la escena, se vuelve hacia la sala

CLOV (mirada fija, voz monocorde): Terminó, se terminó, va a terminar, quizá esté por terminar. (Pausa.) Los granos se unen a los granos, uno a uno, y un día, de pronto, forman un montón, un pequeño montón, el imposible montón. (Pausa.) Voy a la cocina, tres metros por tres metros por tres metros, a esperar que me llame con el silbato. (Pausa.) Bonitas dimensiones; me apoyaré en la mesa, miraré la pared, esperando que me llame.

Permanece un momento inmóvil. Después sale. Regresa en seguida, va a tomar la escalerilla y sale con ella.
Pausa. Hamm se mueve, bosteza bajo el pañuelo. Aparta el pañuelo de su cara. Tez muy roja. Anteojos negros.

HAMM: Ahora... (bostezos) me toca (pausa) a mí. (Con los brazos extendidos sostiene el pañuelo abierto ante sí.) ¡Trapo viejo! (Se quita los anteojos, se frota los ojos, la cara, limpia los anteojos, se los pone, dobla cuidadosamente el pañuelo y lo coloca delicadamente en el bolsillo superior de su robe de chambre. Carraspea, une las puntas de los dedos.) ¿Puede exis... (bostezos) tir miseria más... más grande que la mía? Sin duda. En otras épocas. ¿Pero hoy? (Pausa.) ¿Mi padre? (Pausa.) ¿Mi madre? (Pausa.) ¿Mi... perro? (Pausa.) ¡Oh!, admito que sufren tanto como pueden sufrir seres semejantes. ¿Pero acaso digo que nuestros sufrimientos pueden compararse? Sin duda. (Pausa.) No, todo es ab... (bostezos) soluto. (Orgulloso.) Más crecemos más satisfechos estamos. (Pausa. Sombrío.) Y más vacíos. (Pausa. Estornuda.) ¡Clov! (Pausa.) No, estoy solo. (Pausa.) ¡Qué sueños... con una s! ¡Esos bosques! (Pausa.) ¡Basta! Es hora de que esto termine, también en el refugio. (Pausa.) Y sin embargo, vacilo, vacilo en... en ponerle punto final. Sí, es eso, es hora de que esto termine y, sin embargo, todavía vacilo en... (bostezos) ponerle punto final. (Bostezos.) ¡Oh! ¡Oh! ¿Qué me pasa? Sería mejor que me fuera a acostar. (Llama con el silbato. En seguida entra Clov. Se detiene junto al sillón.) ¡Apestas! (Pausa.) Ayúdame, voy a acostarme.

CLOV: Acabo de levantarte.
HAMM: ¿Y entonces?
CLOV: No puedo levantarte y acostarte cada cinco minutos, tengo que hacer.
HAMM: ¿Nunca has visto mis ojos?
CLOV: No.
HAMM: Mientras dormía, ¿nunca sentiste curiosidad por quitarme los anteojos y mirar mis ojos?
CLOV: ¿Levantándote los párpados? (Pausa.) No.
HAMM: Te los mostraré un día. (Pausa.) Parece que son totalmente blancos. (Pausa.) ¿Qué hora es?
CLOV: La misma de siempre.
HAMM: ¿Miraste?
CLOV: Sí
HAMM: ¿Entonces?
CLOV: Cero.
HAMM: Debería llover.
CLOV: No lloverá.

Pausa.

HAMM: ¿Aparte de eso, te encuentras bien?
CLOV: Sí.
HAMM: ¿Te sientes normal?
CLOV (molesto): Te digo que no me quejo.
HAMM: Yo me siento un poco raro. (Pausa.) Clov.
CLOV: Sí.
HAMM: ¿No estás harto?
CLOV: ¡Sí! (Pausa.) ¿De qué?
HAMM: De... de... esto.
CLOV: Desde el comienzo. (Pausa.) ¿Tú, no?
HAMM (sombrío): Entonces no hay motivos para que cambie.
CLOV: Puede terminar. (Pausa.) Toda la vida las mismas preguntas, las mismas respuestas.
HAMM: Ayúdame. (Clov no se mueve.) Busca la sábana. (Clov no se mueve.) Clov.
CLOV: Sí.
HAMM: No te daré más de comer.
CLOV: Entonces moriremos.
HAMM: Te daré justo lo necesario para que no mueras. Siempre tendrás hambre.
CLOV: Entonces no moriremos. (Pausa.) Voy a buscar la sábana. (Se dirige hacia la puerta.)
HAMM: No vale la pena. (Clov se detiene.) Te daré un bizcocho por día. (Pausa.) Un bizcocho y medio. (Pausa.) ¿Por qué te quedas conmigo?
CLOV: ¿Por qué me retienes?
HAMM: No hay nadie más.
CLOV: No hay ningún otro empleo.

Pausa.

HAMM: Sin embargo, me dejas.
CLOV: Trato de hacerlo.
HAMM: No me quieres.
CLOV: No.
HAMM: Antes me querías.
CLOV: ¡Antes!
HAMM: Te he hecho sufrir demasiado. (Pausa.) ¿Verdad?
CLOV: No es eso.
HAMM (indignado): ¿No te he hecho sufrir demasiado?
CLOV: Sí.
HAMM (aliviado): ¡Ah! ¡Menos mal! (Pausa. Fríamente.) Perdón. (Pausa. Más fuerte.) He dicho perdón.
CLOV: Te oigo. (Pausa.) ¿Perdiste sangre?
HAMM: Menos. (Pausa.) ¿No es la hora del calmante?
CLOV: No.

Pausa.

HAMM: ¿Cómo andan tus ojos?
CLOV: Mal.
HAMM: ¿Cómo andan tus piernas?
CLOV: Mal.
HAMM: Pero puedes caminar.
CLOV: Sí.
HAMM (con violencia): Entonces, ¡camina! (Clov va hasta la pared del fondo, se apoya en ella con la frente y las manos.) ¿Dónde estás?
CLOV: Aquí.
HAMM: ¡Vuelve! (Clov vuelve a su sitio, al lado del sillón.) ¿Dónde estás?
CLOV: Aquí.
HAMM: ¿Por qué no me matas?
CLOV: No conozco la combinación del aparador.

Pausa.

HAMM: Tráeme dos ruedas de bicicleta.
CLOV: No hay más ruedas de bicicleta.
HAMM: ¿Qué hiciste con tu bicicleta?
CLOV: Nunca he tenido bicicleta.
HAMM: Es imposible.
CLOV: Cuando todavía había bicicletas, lloré por tener una. Me arrastré a tus pies. Me mandaste al diablo. Ahora ya no hay más.
HAMM: ¿Y tus recorridas? ¿Cuando visitabas a mis pobres, ibas a pie?
CLOV: A veces, a caballo. (La tapa de uno de los tachos de basura se levanta y aparecen las manos de Nagg aferradas al borde. Después emerge la cabeza, cubierta con un gorro de dormir. Tez muy blanca. Nagg bosteza. En seguida, escucha.) Te dejo. Tengo que hacer.

HAMM: ¿En la cocina?
CLOV: Sí.
HAMM: Fuera de aquí es la muerte. (Pausa.) Bueno, vete. (Clov sale.Pausa.) Esto va mejor.
NAGG: ¡La sopa!
HAMM: ¡Maldito progenitor!
NAGG: ¡La sopa!
HAMM: ¡Ah! ¡Basta de viejos! ¡Comer, comer, no piensan más que en eso! (Pitada. Entra Clov. Se detiene al lado del sillón.) ¡Vaya! Creí que me abandonabas.
CLOV: Todavía no. Todavía no.
NAGG: ¡La sopa!
HAMM: Dale la sopa.
CLOV: No hay más.
HAMM (a Nagg): No hay más. Ya nunca habrá sopa para ti.
NAGG: ¡Quiero sopa!
HAMM: Dale un bizcocho. (Clov sale.) ¡Fornicador maldito! ¿Cómo están tus muñones?
NAGG: No te preocupes por mis muñones
CLOV: Estoy de vuelta con el bizcocho.
Pone el bizcocho en la mano de Nagg, quien lo toma, lo palpa, lo husmea.
HAMM (quejumbroso): ¿Qué es esto?
CLOV: Un simple bizcocho.
NAGG (quejumbroso): ¡Está duro! ¡No puedo!
HAMM: ¡Enciérralo!
Clov hunde a Nagg dentro del tacho de basura y lo tapa.
CLOV (regresando a su puesto al lado del sillón): ¡Si la vejez supiera!


Fragmento de FINAL DE PARTIDA


 
La palabra, una mancha en el silencio.

 Sobresaltos
Uno
Sentado una noche a su mesa con la cabeza en las manos se vio levantarse y partir. Una noche o un día. Pues aunque apagada su luz no se quedaba a oscuras. Le venía entonces de la única alta ventana una apariencia de luz. Debajo de ella todavía el banco en el cual se subía a ver el cielo hasta ya no poder desearlo. Si no se asomaba para ver cómo era abajo era quizá porque la ventana no estaba hecha para abrirse o porque no podía o no quería abrirla. Quizá sabía perfectamente cómo era abajo y ya no deseaba verlo. Tan bien que permanecía simple y llanamente allí encima de la lejana tierra viendo a través del vidrio nublado el cielo sin nubes. Tenue luz invariable sin par en su memoria de días y noches de antaño en los que la noche venía puntualmente a relevar al día y el día a la noche. Única luz pues apagada la suya de ahora en adelante aquélla le llegaría del exterior hasta que a su vez se apagara dejándolo en la oscuridad. Hasta que él a su vez se apague.
Una noche pues o un día sentado a su mesa con la cabeza en las manos se vio levantarse y partir. Primero levantarse sin más pegado a la mesa. Luego volver a sentarse. Luego levantarse nuevamente pegado a la mesa nuevamente. Luego partir. Comenzar a partir. Con pies invisibles comenzar a partir. A pasos tan lentos que sólo el cambio de sitio lo probaba. Como cuando desaparecía mientras aparecía nuevamente en un nuevo sitio. Luego desaparecía nuevamente mientras aparecía más tarde en un nuevo sitio nuevamente. Así iba desapareciendo cada vez mientras aparecía luego nuevamente en un nuevo sitio nuevamente. Nuevo sitio en el lugar en el que sentado a su mesa con la cabeza en las manos. Mismo sitio y misma mesa que cuando Darly murió y lo abandonó. Que cuando otros a su vez antes y después. Hasta que él por fin a su vez. Con la cabeza en las manos semi-deseando semi-temiendo que volviera a desaparecer que ya no reapareciera. O simplemente pidiéndoselo. O simplemente esperando. Esperando ver si sí o no. Si sí o no nuevamente solo sin esperar nada nuevamente.
Visto siempre por la espalda donde quiera que fuera. Mismo sombrero y mismo abrigo que en la época de la errancia. Tierra adentro. Ahora como alguien en un sitio desconocido en busca de la salida. En las tinieblas. A ciegas en las tinieblas del día o de la noche de un sitio desconocido en busca de la salida. De una salida. Hacia la errancia de antaño. Tierra adentro.
Un reloj lejano tocaba la hora y la media. El mismo que en la época en la que Darly entre otros murió y lo abandonó. Toquidos ya claros como llevados por el viento ya apenas en tiempo sereno. También gritos ya claros ya apenas. Con la cabeza en las manos semi-deseando semi-temiendo cuando tocaba la hora que ya nunca la medía. Igual que cuando tocaba la media. Igual cuando los gritos cejaban un momento. O simplemente pidiéndoselo. O simplemente esperando. Esperando escuchar.
Hubo un tiempo en el que de tiempo en tiempo levantaba la cabeza suficientemente para ver las manos. Lo que de ellas había que ver. Una extendida en la mesa y sobre ella extendida la otra. En reposo después de todo lo que hicieron. Levantaba su finada cabeza para ver sus finadas manos. Luego la reposaba en ellas en reposo también ella. Después de todo lo que ella hizo.
Mismo sitio que aquél desde el cual cada día se iba a errar. Tierra adentro. Al que cada noche regresaba a dar vueltas en la sombra aunque pasajera de la noche. Ahora como desconocido al que vio levantarse y partir. Desaparecer y reaparecer de nuevo en un nuevo sitio. Desaparecer otra vez y aparecer otra vez en otro nuevo sitio. O en el mismo. Ningún índice de que no el mismo. Ninguna pared señal. Ninguna mesa señal. En el mismo sitio que en el que daba vueltas todo sitio como uno mismo. O en otro. Ningún índice de que no otro. Donde nunca. Levantarse y partir en el mismo sitio de siempre. Desaparecer y reaparecer en otro donde nunca. Ningún índice de que no otro donde jamás. Sólo los toquidos. Los gritos. Los mismos de siempre.
Luego tantos toquidos y gritos sin que hubiera reaparecido que quizá ya no reaparecería. Luego tantos gritos desde los últimos toquidos que quizá ya no habría. Luego tal silencio desde los últimos gritos que quizá ya no habría más. Como quizá el final. O quizá solamente un remanso. Luego todo como antes. Los toquidos y los gritos como antes y él como antes ya allí ya ausente ya allí nuevamente ya nuevamente ausente. Luego el remanso nuevamente. Luego nuevamente como antes. Así una y otra vez. Y paciencia esperando el único verdadero fin de las horas y de la pena tanto de sí como del otro es decir la suya.


Dos

Como alguien que posee toda su cabeza nuevamente fuera en fin sin saber cómo se había encontrado tan poco tiempo antes de preguntarse si poseía toda su cabeza. Pues de alguien que no posee toda su cabeza ¿se puede razonablemente afirmar que se lo pregunta y que además se encuentra bajo pena de incoherencia se obstina en este rompecabezas con todo lo que le queda de razón? Por lo tanto fue bajo la especie de un ser más o menos razonable como emergió por fin sin saber cómo en el mundo exterior y no había vivido más de seis o siete horas del reloj antes de comenzar a preguntarse si poseía toda su cabeza. Mismo reloj cuyos toquidos daban la hora y la media cuando en su reclusión y por lo tanto primero naturalmente para tranquilizarlo antes de ser finalmente una fuente de preocupación ya que no más claros ahora que cuando acallados en principio por sus cuatro paredes. Luego buscó consuelo pensando en quien al caer la noche se apresura hacia el ocaso para ver mejor a Venus y no encontró ninguno. Sucedía lo mismo con el único sonido diferente que anima su soledad el de los gritos mientras subsistía perdiendo sufrimiento a su mesa con la cabeza en las manos. Sucedía lo mismo con la procedencia de los toquidos y los gritos en tanto que tan ilocalizable al aire libre como normalmente desde el interior. Obstinándose en todo eso con todo lo que le quedaba de razón buscó consuelo pensando que su recuerdo del interior dejaba qué desear y no encontró ninguno. A su pena se agregaba su caminar silencioso como cuando descalzo recorría su suelo. Así todo oído de peor en peor hasta cejar hasta de escuchar de oír y ponerse a mirar a su alrededor. Resultado finalmente estaba en un prado lo cual por lo menos tenía la ventaja de explicar su caminar silencioso antes un poco más tarde como para excusarse de incrementar su turbación. Pues no tenía recuerdo de ningún prado desde cuyo corazón mismo no fuera visible algún límite desde el cual siempre a la vista algún lado un confín cualquiera como una cerca u otra forma de frontera que no debía franquearse. Circunstancia agravante al mirar de más cerca la hierba ésta no era de la que creía acordarse es decir verde y en la que pacían los diferentes herbívoros sino larga y de color grisáceo incluso blanca en partes. Luego buscó consuelo pensando que su recuerdo del exterior dejaba quizá qué desear y no encontró ninguno. Así todo ojos de peor en peor hasta cejar de ver de mirar alrededor de él o con atención y ponerse a pensar. Con ese fin a falta de una piedra sobre la cual sentarse como Walther y cruzar la pierna no encontró algo mejor que quedarse allí de pie inmóvil lo cual hizo después de dudarlo brevemente y por supuesto que inclinar la cabeza como alguien abismado en sus pensamientos lo cual hizo también después de dudarlo otra vez brevemente.
Pero pronto cansado de hurgar en esas ruinas retomó su paso a través de las largas pálidas hierbas  resignado a ignorar dónde estaba y cómo llegó o a dónde iba y cómo regresar al sitio del cual ignoraba cómo había partido.
Así iba ignorando todo y con ningún fin a la vista. Ignorando todo y además sin deseo alguno de saber ni a decir verdad sin ninguno de ninguna clase y por consiguiente sin remordimientos tan sólo hubiera deseado que cesaran de una buena vez los toquidos y los gritos y lamentaba que no. Toquidos ya apenas ya claros como traídos por el viento pero no sopla nada y gritos ya claros ya apenas.


Tres

Así estaba antes de quedar inmóvil nuevamente cuando en sus oídos desde lo más profundo de sí oh cómo sería y aquí una palabra perdida terminar allí en donde nunca jamás. Luego largo silencio largo simplemente o tan largo que quizá ya nada y luego nuevamente desde lo más profundo de sí apenas un murmullo oh sería y aquí la palabra perdida allí donde nunca antes. En todo caso sea lo que sea lo que haya podido ser terminar y así una y otra vez acaso no estaba ya allí mismo en donde se encontraba inmóvil en el mismo sitio y doblado en dos y sin cesar en sus oídos desde lo más profundo de sí apenas un murmullo oh sería tal y así una y otra vez ¿no se encontraba ya si se da crédito a sus ojos allí donde nunca antes? Pues incluso alguien como él al encontrarse una vez en un sitio semejante ¿cómo no se hubiera estremecido al volverse a encontrar lo cual él no había hecho y habiéndose estremecido buscado consuelo pensando diciéndose que habiendo encontrado el medio de salir de ello entonces podía volverlo a encontrar para volver a salir una vez más lo cual tampoco había hecho? Allí entonces todo este tiempo en donde nunca antes y a dondequiera que buscara con los ojos ningún peligro o esperanza según el caso de salir alguna vez de allí. Era necesario pues como si nada persistiera ya en una dirección ya en otra o por el contrario ya no moverse según el caso es decir según esa palabra perdida que si resultaba negativa como desgraciado o malvenido por ejemplo entonces evidentemente a pesar de todo lo primero y en caso contrario evidentemente lo otro es decir ya no moverse. Como a título de ejemplo el lío en su mente supuestamente hasta ya nada desde lo más profundo que apenas de vez en vez oh terminar. Sin importar cómo sin importar dónde. Tiempo y pena y sí mismo por decir algo. Oh terminar todo.


De: cuentosinfin.com




“La crisis aviva algo importante que es colocarte en el sitio del otro”- Ana María Moix

12 de abril de 1947- Barcelona, España
Escritora, traductora, editora y activista de género.

UN POCO DE PASIÓN Y OTROS CUENTOS DE FÚTBOL


Relajante. Ante todo, ver un partido de fútbol retransmitido por televisión le resulta relajante. Sumamente re-la-jan-te. Y, así, silabeándolo en voz baja y con pausada entonación, pronuncia el término al repetirle a su mujer que, al contrario de lo que ella parece dar a entender con sus reiterativos ¡tranquilo, hombre, tranquilo, seguro que ganan el título!, a él, ver un partido de fútbol en casa, sentado cómodamente en un sillón frente al televisor, le resulta muy, pero que muy re-la-jan-te. Y si, a veces, da muestras de inquietud, no se debe al hecho de seguir la marcha del encuentro con excesivo apasionamiento, ni al cero a cero indicado en el marcador, sino, precisamente, a los insistentes no te pongas nervioso de su mujer, ilógicos a todas luces tras una convivencia matrimonial de veinte años, período de tiempo más que suficiente para que cualquier esposa —y así se lo dice a ella— pueda apreciar el talante sosegado del hombre que tiene al lado.
La pasión no es sentimiento acorde con su ideal de vida, ni con el temple requerido para afrontar cuantos impertinentes problemas le plantean quienes le rodean. No es hombre de talante quebradizo, expuesto al nocivo efecto de los súbitos accesos emocionales que suelen desestabilizar el carácter de un hombre hecho y derecho. Consciente de dicha verdad, lamenta no poder inculcársela a su mujer. Lejos quedan los tiempos en que intentó hacerlo, y lejana su renuncia a seguir intentándolo dado el poco entusiasmo con que ella se aplicaba a la labor de comprender los altos razonamientos que estructuraban la manera de pensar y de actuar del que era su propio cónyuge. Allá ella, se dice; si no quiere o no puede entender, que no entienda. Pero deja de repetir sandeces, le grita él, ahora, para evitar volver a oírle decir que no se ponga nervioso cuando todos sus allegados saben de sobra que nunca, nunca, ha sido él hombre proclive a perder los estribos ante las adversidades de la vida, y, menos, ante la posibilidad de que su equipo resulte perdedor en el partido de fútbol que está presenciando en casa, cómodamente sentado en un sillón, frente al televisor. Y, además, admitiendo que dicha posibilidad se cumpliera, ¿es sensato calificar de adversidad un resultado negativo?, ¿en qué cabeza cabe semejante exageración?, se dice —y le diría a su mujer, de no ser consciente de su comprobada incapacidad para comprenderle—, ¿qué clase de persona hay que ser para permitir que el buen o mal temple de uno dependa del resultado de un partido de fútbol? Por supuesto que por nada del mundo se hubiera hoy perdido el encuentro entre los dos máximos rivales del campeonato de liga, pero —¡ay!, ¿cómo metérselo a ella en la sesera?— no por propio placer, sino para poder, mañana, compartir la experiencia con sus compañeros de oficina. Y porque le resulta relajante, muy relajante. Es más, le resulta altamente benéfico desde el punto de vista anímico. Tanto que incluso olvida la incomodidad que le produce la presencia de su mujer revoloteando por la estancia y aconsejándole calma. Y, generoso como es, la invita a sentarse a su lado para que también ella contemple el soberbio espectáculo. Quizá, se dice llevado por esa dulce euforia que le invade frente al televisor —y que, por supuesto y según piensa, no está relacionada con ese magnífico gol que acaba de marcar el interior izquierda de su equipo—, quizá, se repite, se decida a explicarle, una vez más, que a él el partido en sí no le importa en absoluto, que tanto le da que gane o pierda su equipo, y que su empeño en ver el encuentro obedece a un deber de amistad: ¿qué mejor gesto de solidaridad puede tener con sus compañeros de oficina, el lunes por la mañana, que el de sumarse a la polémica siempre originada por el partido del domingo?, ¿qué mejor prueba de afecto hacia los demás que aceptar, o simular aceptar, como propios sus aficiones, intereses y necesidades? Bien es cierto que, para conseguirlo, resulta imprescindible una cualidad poco común consistente en saber ponerse en la piel del otro. Cualidad que requiere imaginación y, también generosidad. Sí, eso es, imaginación y generosidad, se repite autocomplacido por sus reflexiones. Imaginación para adivinar cómo es el prójimo al que uno desea complacer y cuáles son sus deseos y necesidades; y generosidad porque para ponerse en piel ajena hay que olvidarse de la propia. Le encantaría poder explicárselo a su mujer; pero ¿qué va a decirle a una persona que ni siquiera es capaz de ver que él no está irritable, que nunca está irritable y menos ahora, precisamente ahora que su equipo acaba de marcar el segundo tanto?, ¿qué puede explicarle a una mujer que confunde euforia con crispación y no entiende que si se sirve un segundo whisky no es, como ella dice, porque piensas que te relajará, cuando sabes, debieras saber por experiencia, que lo que hace es alterarte más, sino para festejar ese glorioso segundo tanto de ese estupendo interior izquierda de su equipo? Cualquiera le habla de imaginación y generosidad, dos de las cualidades más evidentes del carácter de ese marido que Dios le ha dado y a quien ella no se ha tomado la molestia de intentar conocer ni comprender. No quiere romper la promesa que se ha hecho a sí mismo de no violentar la paz familiar por nada del mundo pese a lo ocurrido con su hija mayor y su amigo, novio o lo que sea; de lo contrario, podría reprocharle ahora mismo a su mujer qué cree ella que sucedería en ese remanso de paz que era su hogar si él, en lugar de ser un hombre tranquilo y reflexivo, fuera una especie de energúmeno capaz de alterarse por el resultado de un partido de fútbol. Si no se ha alterado por la noticia, por la visita a comisaría, por la visita a los abogados, ¿cómo va a perder el control de sus nervios ahora ante el partido de la máxima rivalidad? Cierto que está en juego el campeonato, o, mejor dicho, estaba en juego, porque con ese tres a cero a favor de su equipo —¡sí, tres, ya van tres!—, el título está más que ganado. Pero, aun en el supuesto de que la suerte se torciera, y sería torcerse mucho, hay que saber perder y resignarse, y saber apreciar el aspecto positivo de las cosas, por desagradables que a veces puedan ser. Y son. Desagradables, muy desagradables son a veces. ¿A quién le gusta tener a una hija en la cárcel de un país extranjero por drogadicción? ¿Quién no se sentiría desesperado al enterarse, por teléfono, como a él le ha ocurrido hoy, que su hija mayor y su novio o amigo o lo que sea, no estaban aprendiendo inglés en Londres sino atiborrándose de estupefacientes en un país asiático? Cualquiera, cualquier garabato de hombre que no tuviera la cabeza donde hay que tenerla. Sobre todo, si ese mismo garabato de hombre hubiera recibido aquella misma mañana la puñalada trapera que ha recibido él: una carta, una inmunda carta, de la no menos inmunda mujer que, hasta ayer, es decir, hasta hace veinticuatro horas, ha sido su amante, su secretaria, su colaboradora, su apoyo en el trabajo, en la cama, en todo, en casi todo lo que conforma la vida de un hombre.

De: http://mientrastantoleo.com


Lo que necesitas es amor

Lánguida, de piel muy blanca, más bien menuda pero bien proporcionada y grácil, Ma no era activa pero tampoco podía aplicársele el calificativo de apática, o al menos eso opinaba él al poco de conocerla. No era la encarnación de la alegría, cierto, pensó cuando decidió pedirle matrimonio, pero en ocasiones, cuando creía que nadie la observaba, él descubría que su mirada destellaba brillos de una suerte de malicia cosquilleante e ingenua que le llenaba de ternura. En su vida cotidiana, no era una mujer entusiasta que aliviara la, con frecuencia, monotonía de la vida en común. Aunque, a decir verdad, su vida en común no abarcaba solo a ellos dos, sino también a la madre y a la hermana mayor de su mujer, ambas increíblemente parecidas a ella pero, pensó él al conocerlas, con una diferencia inquietante: los rasgos físicos y de personalidad que compartían las tres mujeres aparecían más exagerados en la madre y en la hermana mayor y, en su acentuación, se le antojaban sumamente peligrosos. La languidez de Ma era casi postración en las otras dos; su elegante lentitud, pura indolencia; su falta de alegría, insatisfacción constante, y, en su fin, su inactividad, dejadez absoluta. Además, madre y hermana mayor carecían de aquel interminente brillo que, de vez en cuando, muy de vez en cuando, chispeaba en la mirada de Ma. Por eso, ante el temor de que la madre y la hermana mayor pudieran representar el futuro de su mujer, no dudó él en jugarse el todo por el todo cuando, al año de haberse consumado el matrimonio ante el altar, la mirada de Ma dejó de brillar durante meses, ella empezó a vivir casi la mitad del día en la cama, como su madre y su hermana mayor; su tez, antes pálida, se tornó cadavérica; su figura menuda empezaba a ser esquelética y...
Nunca hubiera podido imaginárselo, pero resultó ser cierto: un matrimonio no solo se consuma ante el altar. Puesto en práctica el remedio, Ma abandonó el lecho de día a no ser que consiguiera, pergeñando tretas casi infantiles, arrastrarlo a él consigo; empezó a infundir ritmos musicales a la marcha de la casa, aplicando distintas canciones olvidadas a cada actividad hogareña, se la oía reír por los pasillos, se extrañaba de ganar peso sin comer más de lo habitual, la tenía todo el día encima, haciéndole carantoñas, en fin, había dado en clavo. Debía reconocerlo. Aunque, en su fuero interno, ahora consideraba a Ma excesivamente rígida al hacerle cumplir con sus obligaciones maritales de modo, en su opinión personal, exagerado, y al calificar de egoísmo su tendencia a disminuir el ejercicio marital. Pero no quería ser egoísta, de modo que a los insistentes lamentos de Ma referentes al estado de postración de su madre y de su hermana mayor, pensó que no le quedaba más remedio que cumplir con los deberes de su función de hombre de la casa: ya eran tres las que se pasaban el día cantando por los pasillos, tres las que recobraban color y lozanía, tres las que mantenían la casa radiante de orden, de limpieza y de alegría. Tres.
Fue él quien empezó a adelgazar, a inquietarse por cualquier nadería, a adquirir un tono de piel ceniciento, a descubrirse una mirada apagada, muerta, ante el espejo, a arrastrar los pies al caminar por el pasillo, a desear no levantarse de la cama y pasarse el día encerrado, a oscuras. El anuncio de la llegada de la hermana menor le aterró: ¡cuatro, no! Pero su aparición fue como un milagro: alta, robusta, enérgica, la tez coloreada por el sol... parecía de otra familia. Respiró aliviado. Pero no fue milagro, sino mero espejismo. Sentado en un sillón de la sala de estar, a solas, en silencio, no la oyó llegar, y el pánico se apoderó de él cuando el cuerpazo lleno de vida de la hermana menor se le vino encima y oyó que, en voz insinuante y queda, le susurraba al oído: "Pobrecito, estás que das pena, déjate hacer, yo sé que lo que necesitas es amor".
De: http://elpais.com/diario



El Asesinato Se Produjo A Mediodía

 


El asesinato se produjo a mediodía, en plena calle y bajo el sol. De la otra acera empezaron a disparar y caí en redondo, tratando de imaginar que clase de pájaro saldría de mi pecho cuando se acercara un compañero para recibir mi último mensaje: que el muchacho que vendía periódicos en la esquina llegaría a ser rey en Nueva York.

Andando El Tiempo Se Verán Las Caras

Andando el tiempo se verán las caras, esos que gritan por las esquinas viva la revolución. Degeneramos, compañeros. Preguntad al mozo de telégrafos si le gusta la historia de Rossy Brown.

Rossy partió bajo la luna, una noche de fiesta en casa de Míster Brown. Un caballero la envolvió en su capa y a sus sueños la llevó.

Regresó luego, triste y perdida, y a los pies de la mamá sollozó: Yo no sabía qué me decía aquella noche, verbena de San Juan, cuando dije estoy cansada y tengo sueño, mañana ya os veré. Tengo una herida y un hijo muerto. Sólo su capa Jim me dejó. Era mi dueño, y aunque lo digan, Jim nunca fue salteador.

Lo saben Rossy y la cocinera que en el ajo estuvo en la ocasión: Jim vuelve siempre. De madrugada su canción canta a las muchachas de negros ojos y dulce voz:

Un amor tiene cualquiera
pero Dulce Jim, no.

Y es que el mozo de telégrafos está enamorado, y no sabe qué hacer para que la hija de la portera entienda que no es muchacho del montón.




PASABAN DE LAS DOCE DE LA NOCHE...

Pasaban de las doce de la noche cuando regresaba
a casa, y juro que no bebí, pero allí estaban los dos, ju-
gando a cartas a la vuelta de la esquina. Eran dos som-
bras para siempre enamoradas: Bécquer y Che Guevara.


AQUEL HOMBRE DE OJOS ROJOS...

Aquel hombre de ojos rojos y chaqueta azul venía
de muy lejos. Balbuceaba canciones por los parques y solía
relatar historias aparentemente sin sentido. Sin embargo,
parecía poseer un extraño entendimiento y saber
por qué algunos adolescentes lloran al despertar, herido
el pecho por el resplandor de la mañana.

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