miércoles, 9 de julio de 2014

“A los estudiantes, las prostitutas, los miles de la calle...”- Vladimir Maiakovski


9 de julio de 1893- Rusia
Poeta, dramaturgo, actor, guionista, pintor, militante.
Uno de los fundadores del Futurismo ruso.

Yo
me arrancaré el alma,
la aplastaré
para ensancharla
y, sangrante, os la daré por bandera.


Maiakovski: “La revolución es mía”

Vladimir Maiakovski ha sido recordado desde siempre como el poeta de la Revolución de Octubre. Sus propios enemigos, los burócratas, lo han llamado así. Su trágica muerte es el punto de inflexión simbólico para una revolución que, después del suicidio del poeta, se transformó en un engendro ajeno a las ideas socialistas que tanto defendió.

¿Quién es ese hombre de camisa amarilla que emerge de la muchedumbre a viva voz, mientras la tormenta oscurece la tarde? ¿De quién es ese vozarrón que alcanza como un látigo interminable hasta al último de los obreros agolpados en la puerta de una fábrica de Moscú? ¿Quién es ese joven que se deshace en gritos, y gesticula, y se quema de furia, y ataca, y muerde, y sangra en la puerta de una fábrica? ¿De quién son esos versos, salvajes, brutales, grotescos, que estallan en mil pedazos en los ojos de los obreros, que resuenan con un eco infatigable hasta en la última callejuela de Moscú? “Oíd, todos,/ hasta los más inútiles,/ deben vivir;/ imposible,/ es imposible enterrar a los vivos/ en tumbas de trincheras y refugios:/ ¡asesinos!/ Y él,/ el hombre,/ el justo en el que creo vendrá,/ creedlo,/ creedme”, grita y gesticula, y las venas del cuello parecen partirse, y sus manos escriben las palabras en el cielo nublado. La muchedumbre de trabajadores lo escucha, algunos se burlan, otros aplauden emocionados, de atrás lo insultan, pero nadie lo ignora.

¿Quién demonios es ese hombre de camisa amarilla que escupe versos en la puerta de una fábrica, una fría tarde de noviembre de 1915? ¿Quién es? Un pequeño grupo de extravagantes personajes toma por asalto las calles de Moscú en el verano de 1913. Su aspecto es ridículo, pero llaman la atención: marchan en fila, prolijamente, serios y en silencio, con los rostros pintados con dibujos, cada uno con un cucharón de madera en la mano. Cuando se detienen en una esquina, el peor vestido de aquellos, el más humilde, el de camisa amarilla, abre sus brazos y grita:

“Qué puede importarme Fausto/ deslizándose con Mefistófeles por los andamiajes celestes./ Sé que un clavo en mi zapato/ es más espeluznante que la imaginación de Goethe./ Los poetas, los obreros los estudiantes, las prostitutas,/ son a los que debemos escuchar y comprender”.

La gente se indigna, los insulta, se ríen de ellos. Pero algunos preguntan, están intrigados por aquellas delirantes figuras que recorren las calles caminando con versos en la boca y sin rubores. “Son los futuristas”, explica un avisado del fondo. “¿Y quién es ése que se viste como un campesino?”, pregunta otro de más allá. Pero nadie responde.

La revolución estalla, por fin, en los ojos de la vieja Rusia. Moscú es un vendaval, discursos, ejércitos, fuego, hambre, gritos, muertos, obreros, campesinos, todo comienza a reventar con la furia de cien años de sometimiento. Los poetas salen a la calle se cruzan con sus soldados y con los obreros, y hablan y se dicen futuro, anuncian el socialismo en los bares, y saludan a Lenin desde la muchedumbre anónima.

Una sombra de camisa amarilla resalta con sus gritos, y escribe con sangre en una revista: “Habéis disparado contra los guardias blancos,/ pero ¿y Rafael?/ ¿Por qué os olvidáis de Rafael?/ Ya es tiempo de que las balas de nuestros cañones/ derriben los muros de los museos./ Fuego contra las antiguallas veneradas como iconos./ Sembrad la muerte/ en el campo enemigo [...]/ Habéis disparado contra los guardias blancos./ ¿Y por qué no hacerlo también contra Pushkin/ y los otros generales clásicos?”. Anatoli Lunatcharski, el primer el primer Comisario de Instrucción Pública de la Revolución, se sorprende por las expresiones del poeta futurista, lo comprende, pero lo advierte “Resulta más fácil destruir una vieja cultura que edificar una nueva. Los obreros no han tenido todavía ocasión de conocer eso que vosotros llamáis cultura clásica, y si la destruimos, es posible que un día pudieran muy bien pedirnos cuentas por ello”.

El poeta reconoce su exceso, y opina años después: “Un camarada dice que reniego absolutamente de los clásicos. Nunca me he interesado por semejante tontería. (...) Digo solamente que no existen clásicos que estén en la vanguardia de todas las edades. Estúdienlos, ámenlos en la época en que han trabajado. Pero que no vengan con su enorme trasero de bronce a obstaculizar el camino a los jóvenes poetas que hoy se están abriendo paso”.

Los burócratas se ríen de los burócratas. “Los baños” es el nombre de la obra en cuestión, el autor es un viejo conocido. En el Teatro de la Casa del Pueblo de Leningrado se estrena la obra ante una indiferencia sospechosa. En el escenario, todo se mezcla: figuras circenses, fuegos artificiales, marionetas, máquinas, fantasías futuristas, burócratas ridículos, obreros sometidos, todo. “El público acogió la obra con una mortal frialdad. Yo no recuerdo haber oído reír a un solo espectador ni haber escuchado un solo aplauso. Nunca he asistido a un fracaso tan estrepitoso”, dice un periodista de la época. Los enemigos del poeta se lanzan a la rapiña: otra vez, como siempre, aducen que ese teatro no es para las masas, que los proletarios no comprenden: “Esto no es para las masas. Los obreros y los campesinos no pueden comprenderlo y es mejor que no lo comprendan. No debemos perder el tiempo en explicárselo”, señalan, y el poeta arde de furia por aquel viejo argumento que siempre lo persigue, implacable. El poeta habla de sensibilidad, protesta por lo que tratan como estúpidos a los obreros.

El poeta habla de propaganda para la revolución, consulta sus guiones con el chofer de un funcionario, con los obreros en la fábrica, para ver si lo comprenden, si sienten la verdad de aquella puesta en escena. El realismo socialista es más fácil para las masas (“ese arte elaborado por funcionaros con pluma obligados por funcionarios con pistola”, explica Trotski), ésa es su herramienta, ésa es la herramienta de la revolución, le dicen. Pero el poeta se enfurece e insulta. Y crea, pero está cansado de batallar y siente que su revolución se desvanece en las grises oficinas de sus personajes. (...)

Hugo Montero

De: http://www.revistasudestada.com.ar