9 de julio de 1893- Rusia Poeta, dramaturgo, actor, guionista, pintor, militante. Uno de los fundadores del Futurismo ruso. |
Yo
me arrancaré el alma,
la aplastaré
para ensancharla
y, sangrante, os la daré por bandera.
Maiakovski: “La revolución es mía”
Vladimir Maiakovski ha sido
recordado desde siempre como el poeta de la Revolución de Octubre. Sus propios
enemigos, los burócratas, lo han llamado así. Su trágica muerte es el punto de
inflexión simbólico para una revolución que, después del suicidio del poeta, se
transformó en un engendro ajeno a las ideas socialistas que tanto defendió.
¿Quién es ese hombre de camisa
amarilla que emerge de la muchedumbre a viva voz, mientras la tormenta oscurece
la tarde? ¿De quién es ese vozarrón que alcanza como un látigo interminable
hasta al último de los obreros agolpados en la puerta de una fábrica de Moscú?
¿Quién es ese joven que se deshace en gritos, y gesticula, y se quema de furia,
y ataca, y muerde, y sangra en la puerta de una fábrica? ¿De quién son esos
versos, salvajes, brutales, grotescos, que estallan en mil pedazos en los ojos
de los obreros, que resuenan con un eco infatigable hasta en la última
callejuela de Moscú? “Oíd, todos,/ hasta los más inútiles,/ deben vivir;/
imposible,/ es imposible enterrar a los vivos/ en tumbas de trincheras y
refugios:/ ¡asesinos!/ Y él,/ el hombre,/ el justo en el que creo vendrá,/
creedlo,/ creedme”, grita y gesticula, y las venas del cuello parecen partirse,
y sus manos escriben las palabras en el cielo nublado. La muchedumbre de
trabajadores lo escucha, algunos se burlan, otros aplauden emocionados, de
atrás lo insultan, pero nadie lo ignora.
¿Quién demonios es ese hombre de
camisa amarilla que escupe versos en la puerta de una fábrica, una fría tarde
de noviembre de 1915? ¿Quién es? Un pequeño grupo de extravagantes personajes
toma por asalto las calles de Moscú en el verano de 1913. Su aspecto es
ridículo, pero llaman la atención: marchan en fila, prolijamente, serios y en
silencio, con los rostros pintados con dibujos, cada uno con un cucharón de
madera en la mano. Cuando se detienen en una esquina, el peor vestido de
aquellos, el más humilde, el de camisa amarilla, abre sus brazos y grita:
“Qué puede importarme Fausto/ deslizándose con Mefistófeles por los
andamiajes celestes./ Sé que un clavo en mi zapato/ es más espeluznante que la
imaginación de Goethe./ Los poetas, los obreros los estudiantes, las
prostitutas,/ son a los que debemos escuchar y comprender”.
La gente se indigna, los insulta,
se ríen de ellos. Pero algunos preguntan, están intrigados por aquellas
delirantes figuras que recorren las calles caminando con versos en la boca y
sin rubores. “Son los futuristas”, explica un avisado del fondo. “¿Y quién es
ése que se viste como un campesino?”, pregunta otro de más allá. Pero nadie
responde.
La revolución estalla, por fin,
en los ojos de la vieja Rusia. Moscú es un vendaval, discursos, ejércitos,
fuego, hambre, gritos, muertos, obreros, campesinos, todo comienza a reventar
con la furia de cien años de sometimiento. Los poetas salen a la calle se
cruzan con sus soldados y con los obreros, y hablan y se dicen futuro, anuncian
el socialismo en los bares, y saludan a Lenin desde la muchedumbre anónima.
Una sombra de camisa amarilla
resalta con sus gritos, y escribe con sangre en una revista: “Habéis disparado
contra los guardias blancos,/ pero ¿y Rafael?/ ¿Por qué os olvidáis de Rafael?/
Ya es tiempo de que las balas de nuestros cañones/ derriben los muros de los
museos./ Fuego contra las antiguallas veneradas como iconos./ Sembrad la
muerte/ en el campo enemigo [...]/ Habéis disparado contra los guardias
blancos./ ¿Y por qué no hacerlo también contra Pushkin/ y los otros generales
clásicos?”. Anatoli Lunatcharski, el primer el primer Comisario de Instrucción
Pública de la Revolución, se sorprende por las expresiones del poeta futurista,
lo comprende, pero lo advierte “Resulta más fácil destruir una vieja cultura
que edificar una nueva. Los obreros no han tenido todavía ocasión de conocer
eso que vosotros llamáis cultura clásica, y si la destruimos, es posible que un
día pudieran muy bien pedirnos cuentas por ello”.
El poeta reconoce su exceso, y
opina años después: “Un camarada dice que reniego absolutamente de los
clásicos. Nunca me he interesado por semejante tontería. (...) Digo solamente
que no existen clásicos que estén en la vanguardia de todas las edades.
Estúdienlos, ámenlos en la época en que han trabajado. Pero que no vengan con
su enorme trasero de bronce a obstaculizar el camino a los jóvenes poetas que
hoy se están abriendo paso”.
Los burócratas se ríen de los
burócratas. “Los baños” es el nombre de la obra en cuestión, el autor es un
viejo conocido. En el Teatro de la Casa del Pueblo de Leningrado se estrena la
obra ante una indiferencia sospechosa. En el escenario, todo se mezcla: figuras
circenses, fuegos artificiales, marionetas, máquinas, fantasías futuristas,
burócratas ridículos, obreros sometidos, todo. “El público acogió la obra con
una mortal frialdad. Yo no recuerdo haber oído reír a un solo espectador ni
haber escuchado un solo aplauso. Nunca he asistido a un fracaso tan
estrepitoso”, dice un periodista de la época. Los enemigos del poeta se lanzan
a la rapiña: otra vez, como siempre, aducen que ese teatro no es para las
masas, que los proletarios no comprenden: “Esto no es para las masas. Los
obreros y los campesinos no pueden comprenderlo y es mejor que no lo
comprendan. No debemos perder el tiempo en explicárselo”, señalan, y el poeta
arde de furia por aquel viejo argumento que siempre lo persigue, implacable. El
poeta habla de sensibilidad, protesta por lo que tratan como estúpidos a los
obreros.
El poeta habla de propaganda para
la revolución, consulta sus guiones con el chofer de un funcionario, con los
obreros en la fábrica, para ver si lo comprenden, si sienten la verdad de
aquella puesta en escena. El realismo socialista es más fácil para las masas
(“ese arte elaborado por funcionaros con pluma obligados por funcionarios con
pistola”, explica Trotski), ésa es su herramienta, ésa es la herramienta de la
revolución, le dicen. Pero el poeta se enfurece e insulta. Y crea, pero está
cansado de batallar y siente que su revolución se desvanece en las grises
oficinas de sus personajes. (...)
Hugo Montero
De: http://www.revistasudestada.com.ar