lunes, 10 de agosto de 2015

Marta Brunet y su mirada sobre la condición femenina.

9 de agosto de 1897- Chile
Agregada Cultural en la embajada de Uruguay en 1963.
Integrante de la Academia Nacional de Letras.

















Tía María Mercedes es la hermana mayor de María Soledad. Un año mayor. Pero que parece la hermana mayor de Solita, prodigiosamente joven, increíblemente bella, infinitamente seductora. Casó un año antes que María Soledad, con un muchacho que fue su amor desde la infancia, uno de esos amores que parecen determinarse por misteriosas afinidades capaces de soportarlo todo: incomprensión familiar, dificultades económicas, diferencia de clases sociales, separaciones impuestas por circunstancias adversas; todo, hasta la muerte. Porque esta frágil criatura resplandeciente que contra viento y marea logró imponer a su familia el hombre por ella elegido, la misma que fue la más hermosa novia, sobrellevó bravamente el momento en que --en el fundo sureño-- le trajeron el cuerpo del marido, ahogado al vadear un río desbordante por las lluvias de un invierno tozudo. Endureció los músculos, apretó los dientes, echó la cabeza atrás y como si fuera un hombre --como los hombres creen que se comportan ante las catástrofes-- hizo cuanto había que hacer: llevar el cadáver hasta la cercana estación de ferrocarril, avisar a la familia de él, a la suya, conseguir un vagón para trasladarlo a la ciudad. Todo: sacarle la ropa, que destilaba agua viscosa. Limpiarlo. Acomodarlo en el sudario. Velar junto a él entre el dolido musitar de los demás. Asistir a la misa. Acompañarlo al cementerio. Ver cómo el ataúd desaparecía por la boca del nicho.

Todos esperaban la trizadura súbita. Volvió a la casa con la misma entereza. Y siguió viviendo sumada a la vida familiar. Si algo se decía para compadecerla, el iris de sus ojos, que era como el de María Soledad, gris veteado de verde, parecía anublarse. No contestaba. Cada vez más ajena a lo circundante. Tan ausente que quien decía las palabras conmiseratorias terminaba por callar con la penosa certeza de no haber sido escuchado.

--Déjenla tranquila --exigía el padre.

--¡Pobrecita! ¿Para qué hurgarle más en sus espinas? --añadía la madre.

Y la dejaron. Su existencia continuó aparentemente igual que antes. Porque si antes fue la niña que tuvo un amor desde pequeña y logró casarse con ese novio, elegido en un tiempo que ni ella misma podía precisar, tal vez cuando lo vio por vez primera y puso su manecita en la de él para llevarlo al jardín y mostrarle la pompa de la rosa amarilla abierta esa mañana, cuando ese novio, ya marido, murió, la niña regresó a la vieja casa señorial. Pero era ahora un mundo con propia atmósfera, visible su territorio, mas inexplorable.

Esto pasó hace años, antes que naciera Solita. Pero la historia ha llegado hasta ella en pedacitos con los cuales, a su manera, ha hecho un muestrario de prodigios.

Solita la ha visto infinidad de veces; ha sentido su mano larga, tan blanca, tan parecida a la de María Soledad, acariciarle el pelo, pasar una yema suave por el contorno de su mejilla; ha oído su voz diciéndole el ritornelo sin sentido pero delicioso con que se regalonea a los pequeños. Pero nunca, como ahora, ha tenido la oportunidad de convivir con ella días de días.


Fragmento de: Tía María Mercedes


En: uchile.cl