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4 de noviembre de 1873- Japón |
Izumi Kyoka vivió en un Japón
cambiante (el de la era Meiji) pero él estaba familiarizado y un tanto
hechizado por la cultura antigua. Pero no pensemos en algo rancio sino en la suma
exquisitez, que ha hecho de Kyoka el autor favorito no sólo de Mishima, sino de
Kawabata y de ese gran moderno de las letras niponas que fue Ryonosuke
Akutagawa, el autor de “Vida de un loco” …
Kyoka parece un hombre tímido y
culto, que cree en una espiritualidad material llena de fantasmas y en cruces
entre las distintas vidas que vivimos, las transmigraciones budistas… Un
cirujano va a operar a una bellísima mujer, refinada. Ella no quiere anestesia
y al final se clava el bisturí del cirujano para no revelar (en las
alucinaciones de la anestesia) algo que los une o los unió en otros tiempos…
Como la mujer sentada en una estación de ferrocarril y el médico que mira a “La
mujer carmesí”. Esa dama lilácea, casi evanescente en su belleza loca, fue una
prostituta de alto rango que salvó al muchacho pobre que era, años antes y en
un ambiente mafioso, Sokichi, el médico/muchacho que la mira y reconoce…
Fantasmas que pudieran ser diosas benignas o malignas, brujas o hadas, seres
fascinantes en historias que cuenta un monje peregrino y que suceden entre lo
cotidiano y lo ultramundano.
Efectivamente Izumi Kioka
recuerda a románticos alemanes de la fantasía como E.T. Hoffman, pero también a
las bellas de Poe en sus ámbitos gótico-campestres o los propios fantasmas
japoneses que recogió un americano japonizado como Lafcadio Hearn sobre todo en
“Kwaidan”, ese maravilloso libro de cuentos, de 1903, que Kobayashi convirtió
en 1964 en una de las más seductoras e inquietantes películas del cine de
cualquier época. Mujeres fascinadoras, monjes andariegos, médicos
occidentalizados, seres repulsivos como sanguijuelas o serpientes gigantes que
viven en bosques que parecen la frontera entre dos mundos; estamos ante cuatro
relatos (con un claro eje central) que de alguna manera representan, en una
bella y lírica escritura, el orbe que no termina de marcharse y el que tampoco
termina por llegar.
No podemos pensar en las imágenes
tradicionales de las “gheisas” con mirada occidental, sino en unas princesas
bellísimas y refinadas, espíritu y materia, tal como en las pinturas de Moronubu o en los esplendores del arte lacado de Ogata
Korin, clásicos del arte japonés. Porque el desenfrenado cuanto refinado romanticismo
espiritualista de Izumi Kyoka pretende ponernos con sutil exquisitez absoluta
al borde de un precipicio. Lean algo diferente.
De: Decadencias, El Mundo.
En: Página personal de Luis Antonio de Villena.html
Sôkichi había llegado a Tokio sin
planes específicos y sin un centavo como para pensar en estudiar. Como no tenía
dónde vivir, se unió a un grupo de rufianes, seres marginales que lo ayudaron a
sobrevivir. Algunos eran estudiantes de medicina fracasados; algunos hasta se
habían casado o medraban en el mundo de la política; algunos eran comerciantes
de poca monta; los había charlatanes, y un par de ellos se estaban preparando
para ingresar a la policía.
Sôkichi vivía en el callejón en
escalera que sube al Myôjin, en la pensión regenteada por un ex estudiante de
medicina hambriento de nombre Matsuda y su esposa. Al final de la subida, había
una casa con una ventana a la calle, y una lámpara y un sauce llorón al frente,
el lugar ideal para que alguien tuviera guardada a su concubina. Ella se
llamaba Osen y era tan fresca como una gota de rocío. Y era a ella a quien la
mujer de escarlata se parecía.
Osen era una mujer que se había
abierto camino en la vida con gran esfuerzo. Era la concubina del líder de la
pandilla, un tipo grandote como una estatua, de nombre Kumazawa, el cual, a
estar por los rumores, habría de convertirse algún día en un exitoso hombre de
negocios. Las habladurías decían que Osen había sido rescatada de un prostíbulo
por este hombre, pero la realidad era que había sido convencida por él para que
se fuera a vivir como su concubina al callejón en escalera. Era evidente que se
trataba de una profesional, pero Sôkichi no podía, incluso ahora, decir a qué
categoría pertenecía. Por entonces, Osen era una mujer muy bella, tres o cuatro
años mayor que él, o quizás más, a la que simplemente consideraba adorable.
De: Prostitución a la carta de Izumi Kyôka
En: kyokadossier.pdf
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"Las palabras en sí mismas son arte, artificio (giko),
por lo
que toda obra de literatura creada, al estar escrita con palabras,
es en sí
misma arte.”
Izumi Kyoka
De: http://koratai.com/
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