martes, 30 de julio de 2013

Uno de "los ingenieros del alma" que no aceptó directivas- Mijaíl Mijáilovich Zóschenko

Mijaíl Mijáilovich Zóschenko







(San Petersburgo,29 de julio de 1895 - Leningrado, 1958) Escritor ruso. Cursó estudios de derecho antes de ingresar en el ejército en 1915, siendo condecorado en cinco ocasiones por su valentía. Entre 1917 y 1920 realizó los más diversos trabajos y viajó por toda Rusia.

Es autor de centenares de cuentos en los que, desde un prisma humorístico y un planteamiento genérico cercano al cuadro de costumbres, describe situaciones absurdas generadas por el triunfo de la Revolución y la implantación del comunismo en su patria. Sin embargo, la diana a la que apuntan sus dardos satíricos no está tanto en el nuevo régimen establecido como en el personaje tipo del ruso medio, anclado en un egoísmo burgués que conserva y acentúa esos defectos que pretendía abolir la Revolución.

No es de extrañar, por ende, que fuera acusado de mal patriota y expulsado, en 1946, de la Unión de Escritores de su país. Años atrás, había formado parte del grupo literario ruso conocido como los Hermanos de Serapión, fundado en San Petersburgo en 1921 y disuelto al cabo de un decenio. En él se agrupaban algunos jóvenes narradores partidarios de la libertad absoluta del creador y defensores del cuidado extremo en las técnicas y formas narrativas.

La estructura básica de los relatos de Zóschenko parte del skaz o cuento coloquial ruso, escrito en primera persona, al que nutre de una grotesca fraseología pseudoculta, plagada de confusas expresiones y consignas comunistas mal digeridas por sus personajes. Sus colecciones de relatos más famosas son los Cuentos de Nazar Ilich, señor Sinerbriuchov (1922) y Cuentos sentimentales (1929). A raíz de la acusación de antipatriota que cayó sobre él, pretendió variar el registro de su prosa, y dio a la imprenta otros relatos recogidos en Kerenski (1937) y Taras Shevchenko (1939).

Siguió intentando amoldarse a los dictados del realismo socialista con escaso éxito en Historia de una vida, ambientada en la construcción del canal del Mar Blanco por los prisioneros políticos, aunque eso no le salvó de ser anatemizado por la burocracia, lo que truncó definitivamente su vida literaria en 1946. Su obra más importante, sin embargo, es la autobiografía Antes de que se oculte el sol (1943-1972), que marcó un verdadero hito en las técnicas narrativas de memorias en Rusia, al privilegiar la introspección por sobre el relato propiamente biográfico, incluyendo recursos psicoanalíticos, que critica en un hábil intento de agradar a las autoridades que lo habían prohibido, y a la teoría de los reflejos condicionados de Iván Pávlov.


De: © Biografías y Vidas, 2004-13.

                          
Excluido de la Asociación de Escritores Soviéticos,
censurado, obligado a sobrevivir de sus traducciones,
como muchos otros, a quienes Stalin no perdonó rebeldías.
Los totalitarismos, de izquierda y de derecha,
no admiten actos libertarios.




LA PSIQUIATRÍA


Ayer estuve en la clínica para curarme. Había un enorme gentío. Casi como en el tranvía. Lo más curioso de todo era ver la hilera de gente que quería consultar al psiquiatra. Yo le dije a mi vecino:
– ¿Sabe usted? Lo que me asombra es la cantidad de gente que está enferma de los nervios. Forman una mayoría abrumadora .
Un  ciudadano  bastante  gordo,  que  posiblemente  había  sido antes un verdulero o quién sabe qué demonios, dijo:
– ¿Qué tiene eso de  extraño? La humanidad  quiere comerciar, y aquí lo único que puedes hacer es mirar. Por eso yo estoy enfermo.
Otro,  de  semblante ceroso,  seco, con  una vieja guerrera, salta y dice:
– Oiga usted, cuidado con lo que dice, porque, de lo contrario, voy a telefonear a donde corresponde y ya le darán a usted humanidad.
Un hombre con bigote gris pretendió aplacar los ánimos.
– ¿Qué le importa a usted esa gente? –dijo, dirigiéndose al del rostro ceroso–.  Son  simplemente  ignorantes. No saben nada. No; las enfermedades nerviosas tienen causas mucho más profundas. La humanidad está desbordada. La razón del auge de las enfermedades nerviosas está en la ciudad, en los tranvías, los  balnearios...  la civilización, en suma.  Nuestros antepasados de la Edad de Piedra vivían y bebían a placer, y hacían esto y aquello sin resentirse de los nervios. Hasta creo que entonces ni siquiera tenían médicos.
Y el de la cara cerosa dice:
– ¡Ah!, no le gusta la civilización, ¿eh? ¿No le gusta nuestra administración?  Bonita  manera  de hablar, dentro  de un establecimiento soviético. No mezcle usted la ciencia con sus opiniones burguesas. ¿Sabe usted cómo se arreglan esas opiniones?
En este momento llama el médico:
– El siguiente.
Y el hombre de rostro ceroso, con su vieja guerrera, se apresura, sin terminar la frase, y desaparece detrás del biombo.
Al poco rato oímos que al otro lado del biombo el enfermo dice:
– En realidad, estoy completamente bien; lo único que padezco es de insomnio. Duermo mal. Recéteme  algunas  gotas  o algunas píldoras.
El médico le contesta:
– No, píldoras no le receto. No hacen más que perjudicar. Yo me atengo a los modernos métodos terapéuticos. Yo busco la causa de la enfermedad y la ataco en su raíz. Ese es mi método. Usted tiene el sistema nervioso deshecho. Y ahora le pregunto: ¿Ha sufrido usted alguna emoción? Piense bien.
En un principio, al enfermo le cuesta comprender; luego suelta diferentes sandeces, y, por fin, afirma que no ha sufrido nunca emoción alguna.
– Piense usted bien –insiste el médico–. Es muy importante recordar  la  causa. Ya  la  encontraremos,  la  analizaremos, y quizá vuelva usted a recobrar la salud.
El enfermo repite:
– No, no he sufrido emociones.
– Está bien –dice el médico–; quizá se ha excitado por algo.
Alguna excitación violenta, algún trauma, ¿eh?
– Sí, una vez tuve una emoción, pero hace ya mucho tiempo, quizá diez años.
– Diga, diga –insiste el médico–. Eso le aliviará. Es decir, que se ha estado atormentando durante diez años. De acuerdo con mi método, tiene usted que contarme esa vivencia abrumadora. Y entonces se sentirá usted más aliviado y podrá volver a dormir.
El enfermo carraspea un poco, reflexiona y empieza a contar:
– Acababa de regresar del frente. No había estado en casa desde hacía medio año. Llego y subo la escalera. Mi ropa, naturalmente, se hallaba en bastante mal estado. El capote y los pantalones. Por todas partes pululaban los piojos. Y de este modo me llego hasta mi esposa, a quien no había visto desde hacía medio año. Me dirijo, pues, hacia ella, pensando que no está bien presentarse con un aspecto tan desastrado ante mi mujer. Entro en  la habitación y veo que  allí hay una mesa. Y sobre la mesa, vodka y arenques. A la mesa está sentado mi sobrino  Mishka.,  el cual rodea con  el  brazo el cuello de mi mujer. No,  no; esto no me  soliviantó lo más mínimo. No; yo pensé: “¿Acaso una mujer joven no puede dejarse abrazar?” En ese momento, los dos me ven. Mishka coge rápidamente la botella de vodka y la esconde debajo de la mesa. Mi mujer dice: “Buenos días.” Esto tampoco me excitó, y le di los buenos días. Entonces me fijo en que Mishka lleva puesta mi chaqueta. Mire usted, yo nunca he sido pendenciero ni he concedido demasiado valor al derecho de propiedad, pero aquella conducta me hirió profundamente. Sentí angustia y noté que el corazón me dolía. Mishka me dice: “Me  he  puesto su  chaqueta como un
disfraz, nada más. Sólo por broma.” Yo grité: “¡Quítate la chaqueta, cerdo!” Mishka dice: “¿Cómo voy a desnudarme delante  de  una dama?” Yo grito: “Aunque hubiese seis  damas, te quitas la chaqueta, cerdo.” De pronto Mishka  coge la botella de vodka y me da con ella en la cabeza...
En este punto el médico interrumpe el relato y dice:
– Ahora se comprende todo. Y desde ese momento padece usted de insomnio y duerme mal.
–  No  –dice el enfermo–;  entonces  todavía dormía  bien.
Precisamente entonces dormía a pierna suelta.
El médico dice:
– ¡Ah! Pero cuando se acuerda de esa ofensa no puede dormir, ahora lo veo claro: el solo recuerdo ya le soliviantaba.
El enfermo contesta:
– Bueno. En el primer momento, quizá. Pero, por lo demás, hace mucho tiempo que lo he olvidado. Desde que me separé de mi mujer ya no he vuelto a pensar en ello ni una sola vez.
– ¡Ah! ¿Está separado de ella?
– Sí, me separé. Y me casé con otra. Y luego con una tercera, y después con una cuarta, y he dormido siempre admirablemente. Pero desde que mi hermana llegó del pueblo y se instaló en mi habitación con todos sus niños, he dejado de dormir. Llego del trabajo a casa, me echo, y no puedo conciliar el sueño. Los críos andan alrededor, arman jaleo, juegan y se burlan de mí. Y no puedo dormir.
– Un momento –dice el médico–; de modo que son los niños los que no le dejan dormir.
– Naturalmente. Ellos son los que me molestan. Pero aun sin ellos tampoco puedo dormir. La habitación es pequeña y, además, es un lugar de paso. Y hay mucho trabajo. Y la alimentación es insuficiente. Uno está cansado. Pero uno se echa y no puede dormir.
– Bueno, pero si no estuviesen los niños..., sí. Supongamos... que hay silencio absoluto en la habitación.
– Tampoco puedo dormir. Durante las fiestas, mi hermana se marchó al campo con los niños. Cuando empezaba a dormirme, llegó la vecina –esa mala arpía–; llevaba unas brasas de carbón y pasó por mi cuarto. Tropezó y me echó el carbón encima. Quiero dormir y me doy cuenta que no puedo hacerlo porque la manta se quema. Y al lado, además, alguien toca la mandolina. Y los pies se me abrasan.
– Oiga usted  –dice entonces el médico–, ¿a qué diablos viene a verme?  Vístase. ¡Está bien, está bien! Le recetaré unas pastillas.
Detrás del biombo se oye suspirar y bostezar, y al poco rato aparece el hombre del rostro ceroso.
– El siguiente –dice el médico.
El hombre gordo que antes se había mostrado tan preocupado por el libre comercio, desaparece detrás del biombo. Pero mientras se dirige hacia allí, hace un ademán de desilusión con la mano y murmura:
– No es un buen médico. Muy superficial. Este tampoco me curará.
Contemplo  su  cara y  veo  que  seguramente tiene razón.  La medicina no podrá curarle.


De: milcuentosrusos.com



EL PROPAGANDISTA


El guarda de la escuela de aviación Grigori Kosonósov se fue de vacaciones al pueblo.

–A ver, camarada Konsósov –le decían sus compañeros antes de su partida–, allá en el pueblo, pues eso, allí nos hará propaganda. Dígale a los paisanos que, en fin, que la aviación se desarrolla… Puede que sus paisanos suelten la mosca para comprar un avión.

–Que os haré propaganda podéis estar seguros –decía Kosonósov–. Otra cosa no sé, pero hablar de la aviación, tranquilos, que hablaré. 

Kosonósov llegó a su aldea en otoño y el primer día de su llegada se dirigió al Soviet.

–Pues eso –dijo–, quiero hacer propaganda. En considerando que he llegado de la ciudad, ¿no se podría organizar una reunión?

–¿Por qué no? –dijo el presidente–. Tú prepara tu discurso, que yo mañana reúno a la gente.

Al día siguiente el presidente del Sóviet reunió a los mujiks y al bombero del cobertizo.

Grigori Kosonósov se presentó, saludó a los reunidos y, por la falta de costumbre, algo cohibido, empezó a hablar con voz temblorosa.

–Pues eso, hum… –dijo Kosonósov–, la aviación, camaradas campesinos… Como sois gente, claro, de pocas entendederas, pues eso, os hablaré de la política… Aquí, digamos que está Alemania, y aquí está Jersón. Aquí esta Rusia, y aquí, pues eso, lo otro…

–Oye, muchacho, ¿de qué nos estás hablando?

–¿Cómo que de qué? –dijo ofendido Kosonósov–. De la aviación os hablo. Que se desarrolla, o sea, esta aviación… Aquí está la Rusia y aquí China…

Los presentes guardaban un turbio silencio.

–No te líes –gritó alguien de atrás.

–Yo no me lío –replico Kosonósov–. Hablo de la aviación… que se está desarrollando, camaradas campesinos. Nada puedo decir en contra. Las cosas son como son. Y yo no voy a discutirlo…

–No se entiende –exclamó el presidente–. A ver, camarada, acérquese a las masas, hable para que lo comprendan.

Kosonósov se acercó a la gente y después de liarse un pitillo, soltó:

–Pues bien, camaradas campesinos… Nuestra gente construye aeroplanos que luego vuelan. Es decir que van por el aire. Aunque alguno no se aguanta y se estrella contra el suelo. Como le pasó al camarada Yarmilkin. Subió, subió, pero luego se estrelló de tal manera que las tripas se le esparcieron…

–Pues claro –comentaron los mujiks–. Si no, sería un pájaro.

–Pues eso es lo que digo –se alegró Kosonósov por el apoyo–. Que no es un pájaro. Porque si un pájaro se cae, se sacude las plumas y luego sigue su camino. En cambio aquí, toma, chúpate esa… También otro piloto, el camarada Mijaíl Popkov… Ese puso a volar y todo iba como la seda hasta que, zas… Se le dañó el motor… Y a tomar vientos…

–¿Y? –preguntaron los campesinos.

–Os lo juro… Y otro que se cayó en un árbol. Y se quedó colgado, el muy… El susto que se llevó… No paraba de jurar el pobre; cómo nos reímos… Las cosas que llegan a pasar… Y otra vez se nos metió una vaca en una hélice. Los cuernos por aquí y por las tripas Dios sabe donde, era imposible aclararse. A veces también se nos cruzan perros.

–¿Y caballos? –preguntó un murik–. ¿No me digas que caballos también, muchacho?

–También caballos, también –dijo Kosonósov–. Muy fácil.

–Malditos trastos, que los parta un rayo –dijo alguien–. ¡Vaya ocurrencias! Triturar caballos… ¿Y esa industria es la que se desarolla, muchacho?

–¿No os digo que sí? –dijo Kosonósov–. Ya lo creo que se desarrolla, camaradas campesinos… Por eso os pido que reunáis lo que podáis y contribuyáis.

–¿Contribuir a qué, muchacho? –preguntaron los campesinos.

–A construir un aeroplano –dijo Kosonósov.

Los mujiks abandonaron la sala con una sonrisa siniestra dibujada en la boca.


Mijaíl Zóschenko, Matrimonio por interés y otros relatos (1923-1955), El Alcantilado, 2005, pag. 90-93. Traducción de Ricardo San Vicente.

De: NarrativaBreve.com de Francisco Rodríguez Criado (un generoso difusor de cultura)



Amor


El baile acabó muy tarde.
Vasia Chesnokóv, cansado y sudoroso se hallaba ante Mashenka, diciéndole con tono suplicante:
—Espere, vida mía... Espérese al primer tranvía. ¿Dónde va usted? ¡Por Dios!... Aquí podemos espesar sentados tranquilamente... Y usted se empeña... Espérese al primer tranvía, por lo que más quiera. Además, está usted sudando y yo también... Con la helada, podríamos enfriarnos...
—No —dijo Mashenka, poniéndose los chanclos—. Menudo caballero está usted hecho. No se atreve a acompañar a una dama porque hiela.
—Estoy sudando —decía Vasia, a punto de echarse a llorar.
—Ande, póngase el abrigo.
Vasia Chesnokóv se puso la pelliza dócilmente, y salió a la calle con Mashenka, cogiéndola del brazo.
Era una noche fría de luna. La nieve crujía bajo los pies.
—Es usted una damita muy intranquila —dijo Vasia Chesnokóv, mirando entusiasmado el perfil de Mashenka—. Por nada del mundo hubiera acompañado a otra mujer. Palabra, que sólo lo he hecho por amor.
Mashenka se echó a reír.
—Se ríe usted y lo toma a broma —dijo Vasia— pero realmente, Masha Vasilievna, la adoro, la amo apasionadamente. Si me dijera usted: «Vasia Chensnokóv, tiéndase en los raíles y permanezca ahí hasta que venga el primer tranvía» yo le obedecería. Palabra...
—¡Quite usted! —exclamó Mashenka—. Es preferible que observe cuánta belleza hay en torno a nosotros cuando brilla la luna. ¡Qué preciosa está la ciudad de noche! ¡Qué maravilla!
—Sí; espléndida belleza —dijo Vasia, mirando con cierto asombro los muros descascarillados de una casa—. Verdaderamente, es una preciosidad... Masha Vasilievna, también la belleza influye cuando se ama... Muchos sabios niegan el sentimiento del amor, yo no. La querré a usted hasta la muerte. Podría llegar al mayor sacrificio. Palabra... Si me mandase usted que me estrellara contra esta pared, lo haría.
—Bueno, bueno —dijo Mashenka, no sin cierto agrado.
—Palabra que me estrello. ¿Quiere?
En esto, la parejita llegó al canal Kriukov.
—Palabra —comenzó de nuevo Vasia—. ¿Quiere que me tire al canal? Diga, Masha Vasilievna. No me cree usted, pero se lo puedo demostrar...
Y, asiendo la barandilla, Vasia Chesnokóv hizo ademán de tirarse.
—¡Ay! —gritó Masha—. ¡Vasia! ¿Qué ha ce usted?
De repente, apareció por la esquina una sombra tenebrosa, que se detuvo junto al farol.
—¿Por qué chilláis? —preguntó la sombra, observando con atención a la parejita.
Masha, horrorizada, dio un grito, arrimándose a la barandilla.
El hombre se acercó a Vasia y lo zarandeó por la manga.
—Oye tú, idiota —dijo con voz sorda—. Quítate el abrigo. ¡Rápido!.. Como rechistes, te doy en la cabezota y te mando al otro barrio. ¿Te has enterado, canalla? ¡Quítate el abrigo!
—Es-pe-re-ee —balbució Vasia, queriendo decir con esto: «Por favor, ¿qué ocurre?»
—¡Venga! —ordenó el hombre, tirando de la pelliza.
Con las manos temblorosas, Vasia se la desabrochó y se la quitó.
—¡Descálzate! ¡También necesito los zapatos!
—Es-pe-re-ee —tartamudeó de nuevo Vasia—. Por favor... Está helando...
—¡Venga!
—A la señorita no la molesta usted. Y a mí me dice que me quite los zapatos —pronunció Vasia, ofendido—. Ella tiene una buena pelliza y chanclos...; en cambio, yo debo descalzarme.
El hombre miró tranquilo a Masha, y dijo:
—Si le quitase a ella la pelliza, tendría que llevarla en la mano, el bullo podría traicionarme. Sé lo que hago. ¿Te has descalzado ya?
Atemorizada, Mashenka miraba al hombre sin moverse. Vasia Chesnokóv se sentó en la nieve y comenzó a desatarse los zapatos.
—Ella lleva una pelliza —dijo por segunda vez Vasia— y chanclos, en cambio, soy yo el que tiene que deshacerse de todo por los demás...
El hombre se endosó la pelliza de Vasia, metió los zapatos en sus bolsillos y dijo:
—Estáte quieto, no te muevas, y no castañetees. Si gritas o te mueves, no lo contarás. ¿Te has enterado, imbécil? Y tú, jovencita...
Rápidamente, el hombre se abrochó la pelliza y desapareció.
Vasia se encogió, con expresión avinagrada. Permanecía sentado en la nieve, mirándose con desconfianza los pies enfundados en los calcetines blancos.
—¡La hemos arreglado! —dijo, echando una ojeada rabiosa a Mashenka—. Fíate de acompañar a las damas...
Cuando dejaron de oírse los pasos del atracador, Vasia Chesnokóv se puso a patear en la nieve, y gritó con agudísima voz:
—¡Guardia! ¡Ladrones!
Después, levantándose, se fue corriendo por la nieve, dando saltos y sacudiendo los pies con espanto.


De: yovivoenella.blogspot.com

No hay filo más poderoso que la escritura
para cortar las ligaduras de la esclavitud.
Ya lo decía José Martí:
"Mi verso es como un puñal
que por el puño echa flor"