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10 de setiembre de 1890- Praga Escritor |

« ¡Turquía para los turcos!», clamaban algunos en
dicho país, a principios del siglo XX (un siglo después, también). La consigna,
variación de una fórmula repetida en la larga lista de crímenes del
nacionalismo, inspiraba por entonces aquella otra, pavorosamente familiar, de
la necesidad de «solucionar el problema armenio». Una y otra consignas se
amalgamaban en la política genocida emprendida en 1915 por los jefes del
gobierno turco, el ministro del Interior Mehmet Talaat y el ministro de Guerra
Ismaíl Enver, quienes se aprovecharon de la guerra mundial en curso para
implementar una política de eliminación de los cristianos armenios, a quienes
consideraban el enemigo interno por antonomasia; según explicaron al gobierno
alemán, su aliado en la guerra, «el trabajo que había que hacer –el
exterminio-, había que hacerlo ahora; después de la guerra sería demasiado
tarde». El asesinato en masa resultante de esta perversa urgencia conmocionó
profundamente a Franz Werfel, escritor de nacionalidad austríaca y de origen
judío que concibió la idea de redactar una novela sobre el tema durante una
estancia en Damasco, en 1929. Publicada por primera vez en 1933, Los
cuarenta días del Musa Dagh es
la historia de la resistencia ofrecida al ejército turco por unos pocos miles
de civiles armenios a mediados de 1915, en el Musa Dagh, el Monte de Moisés cerca de
Antioquía).
Ya antes los armenios habían sido
víctimas de matanzas, orquestadas a fines del siglo XIX por el gobierno del
sultán Abdul Hammid II. Esta vez se trataba de algo peor. Las matanzas podían
durar unos cuantos días y extinguirse tan pronto se saciaba la sed de sangre de
los victimarios, por lo general soldados librados brevemente a la violencia.
Las matanzas «se producían en el desorden y morían en el desorden», dice
un personaje de la novela. En 1915 y los años que siguieron, en cambio, operaba
un sistema, y el instrumento fundamental de este sistema fue la deportación. Se
acarreaba a los armenios en grandes cantidades y en condiciones extremas desde
sus lugares de residencia hacia campos de deportación, los que en su mayoría se
hallaban en el desierto, en las proximidades del río Eufrates. Los que no
morían en el trayecto, y fueron muchos los que sucumbieron, morían en los
campos. La deportación, prosigue el referido personaje, «no se alejaba
como un terremoto que dejaba siempre en pie algunas casas y hombres a salvo. La
deportación se prolongaba hasta que el último hombre de un pueblo caía
traspasado por la espada, moría de hambre en el camino, de sed en el desierto o
a consecuencia del cólera o el tifus». No se trataba de embriaguez
sanguinaria transitoria, sino de un orden con un fin perverso: la sistemática
eliminación de una minoría étnica a la que se consideraba un elemento
perturbador para la perfecta armonía de la nación turca. Lo señala otro
de los personajes: el exterminio de los armenios, decidido por Enver y Talaat,
«es la guinda de su política nacionalista».
Tenemos, pues, a los armenios, aparentemente condenados a
la impotencia y a una eterna sumisión; condenados a tender el cuello cada vez
que el hacha asesina del fanatismo se cierne sobre su destino. Esta vez, en
medio de la descomunal operación de exterminio, alrededor de 4500 armenios
deciden oponer una resuelta resistencia, fortificándose en la mencionada
montaña. Se trataba de simples aldeanos, habitantes de las siete villas
armenias emplazadas en las proximidades del Musa Dagh –que ya desde antes
proveía refugio a un puñado de desertores y forajidos–. Gentes que, en
calidad de nativos del lugar, conocen a la perfección cada vericueto y cada
pliegue del terreno, y que a esto añaden el coraje de la desesperación. Pueden
así infligir varias derrotas a los turcos, vulnerando el orgullo de la que
suele tenerse por una «raza guerrera» (¡y los que pisotean ese orgullo no
son más que campesinos y comerciantes!). No obstante, saben que su futuro
esta sellado y su única, loca esperanza, es que algún buque británico o francés
de los que fondean en Chipre acuda en su auxilio.
Por descontado que las poco más de 800 páginas de la
novela ofrecen al lector una nutrida galería de personajes, en general de trazas
muy verosímiles; algunos de estos personajes, rayanos en lo pintoresco, añaden
una dramática nota de color en lo que de otro modo podría haber sido una masa
gris de individuos indiferenciados. Destaca por méritos propios un personaje
histórico, el orientalista y misionero protestante alemán Johannes Lepsius
(1858-1926). Verdadero ángel guardián del pueblo armenio, Lepsius se
comprometió en su defensa desde las matanzas hammidianas de 1896. Horrorizado por las noticias
relativas al exterminio emprendido por el gobierno turco, intercede a favor de
los armenios frente al ministro de Guerra, Enver Pashá, con quien sostiene
una breve e infructuosa entrevista. Cuando desespera de todo éxito para su
ímprobo empeño, es conducido clandestinamente ante un selecto grupo de turcos
que encabezan una orden religiosa musulmana, contraria al nacionalismo y a la
masacre de los armenios; esta cofradía de derviches proporciona la única luz
que pueden ver los asediados en el Musa Dagh, precisamente en el momento de su
mayor zozobra. Sin duda, las contadas intervenciones de Johannes Lepsius
representan algunos de los momentos álgidos de la narración.
El protagonismo recae inequívocamente en Gabriel
Bagradian, personaje presumiblemente ficticio. Bagradian encarna las tensiones
espirituales del desarraigo y el reencuentro con las raíces. Vástago de una
familia armenia de acaudalados comerciantes, cuenta 35 años de edad al
desencadenarse los acontecimientos, la mayoría de los cuales los ha vivido en
París. Educado como occidental, casado con una francesa de familia acomodada,
Julieta, Bagradian es arqueólogo e historiador del arte, asiste a las lecciones
de filosofía de Bergson y publica eruditos artículos en revistas de gran
sofisticación. Sus 23 años europeos, su exquisita formación intelectual, su
familia europea (tiene un hijo de 12 años, Esteban) y sus relaciones sociales
europeas hacen de él un armenio sólo en teoría. La enfermedad de su hermano
mayor, responsable de las empresas familiares, lo obliga a retornar a Turquía justo
cuando el espectro de la guerra amenaza Europa, en julio de 1914. No tiene
muchas razones para exhibir un ardiente patriotismo, mucho menos si se
trata de luchar en el bando enemigo de Francia, pero el sentido del deber se
impone y, ya desatado el conflicto, se presenta ante la autoridad militar
competente (Bagradian es oficial de reserva del ejército turco agregado a un
regimiento de artillería). Curiosamente, cuando la marcha de la guerra dista
bastante de ser favorable al imperio otomano, su ejército no parece tener
necesidad de oficiales: el comando de la división prescinde de los servicios de
Gabriel, y un tiempo después se ve obligado a entregar su pasaporte y su teskeré (pasaporte interno). La medida abarca
a todos los armenios por igual; por muy occidentalizado que esté, Gabriel
Bagradian no debe esforzarse mucho para presagiar lo que sigue a semejantes
medidas.
Una vez resuelta la resistencia en el Musa Dagh,
Bagradian debe conformarse con asumir el mando militar; el mando supremo recae
en el sacerdote del lugar, Ter Haigassun, hombre adusto y respetado por todos.
Gabriel descubre en sí insospechadas condiciones para la jefatura y la
organización, y será principalmente por el riguroso ejercicio de sus facultades
y sus constantes desvelos que los asediados –entre los cuales se cuentan
mujeres, ancianos y niños– se apuntarán una breve sucesión de triunfos. Ahora
bien, es su hijo Esteban quien debe sufrir lo peor del estigma del extranjero,
del que no pertenece a la comunidad; los chicos de su edad se lo hacen saber
continuamente. Por más que se esfuerce en ganarse su afecto y su respeto –y
vaya que comete locuras para lograrlo–, siempre habrá una barrera infranqueable
entre él y los indígenas del valle del Musa Dagh: «No eres de los nuestros»,
parecen decir sus gestos, incluso sus omisiones. La situación carga con el
signo de la fatalidad. ¿Será lo mismo para todos los asediados?
De: HISlibris.com
Testimonio del único sobreviviente de 97 años
de edad de Musa Dagh
Vakifili es el único sobreviviente del
pueblo armenio en la provincia de Hatay en Turquía, de aquellas 6 aldeas
armenias situadas a los pies de Monte Musa.
Antes de los
acontecimientos sangrientos de 1915, seis aldeas armenias fueron habitadas por
6.000 armenios. Buques de guerra franceses transportan a los 4.000 armenios que
sobrevivieron a la resistencia de 40 días de Musa Dagh hacia Egipto.
Después de la
derrota de Turquía en la Primera Guerra Mundial, regresó de nuevo a su patria
en 1919. Sin embargo, en 1939 la provincia y entre ellos los seis pueblos
armenios de Musa Dagh, pasaron a manos turcas.
Los residentes en
Musaler emigraron de la provincia y se establecieron en el Líbano dando en conmemoración los nombres a los
distritos de cada una de las aldeas de Musa Dagh.
Sin embargo,
algunos residentes de la aldea de Vakifli eligieron quedarse. Hoy en día es el
único pueblo en el que se habla lengua armenia. Un total de 135 armenios viven
en un pequeño pueblo. Avetis Demirchyan, el ocupante de 97 años de edad de la
aldea, era el más joven testigo de la resistencia de Musa Dagh. No recuerda
todo con claridad, ya que era un niño de dos años. El hombre habla armenio,
francés y árabe y cantan el himno de Armenia y otras canciones patrióticas.
"En 1915 nos
llevaron a Egipto donde permanecimos hasta 1919. Turquía fue derrotada en la
guerra y se nos preguntó a donde queriamos ser trasladados. Decidimos volver a
Musa Dagh. Hubo seis aldeas armenias aquí, pero en 1939 Francia se las dió a la
provincia de Turquía. La mayoría de los armenios huyeron de sus aldeas nativas,
pero algunos nos quedamos aquí", dijo el hombre en una entrevista con
NEWS.am.
Demirchyan tiene
dos hijas y tres hijos, pero ninguno de ellos vive en Vakifli. Algunos están
Estambul, Alemania y Canadá. El famoso pintor Artin Demirchi es el hijo de
Avetis Demirchyan. "Su apellido es Demirchyan, sin embargo, los turcos
cortaron la partícula yan", dijo el anciano.
Las obras Artin
Demirchi han sido exhibidas en exposiciones privadas y en diversas ciudades de
todo el mundo.
"Hubo una
escuela armenia en nuestro pueblo, pero mi padre no me envió a la escuela. Me
guió, pero aprendí a hablar y escribir en armenio por mi cuenta", dijo el
anciano.
"En 1979 fui a
la patria y me quedé en el Hotel Armenia por 16 días. Una persona me dijo
entonces que comiera y bebiera, pero me ordenó no hacer preguntas
políticas", dijo el hombre.
Los 5.000 armenios
de Musa Dagh llegaron a Armenia entre 1946-1947. En 1972, el pueblo de Ginevet,
cerca de la ciudad de Etchmiadzin, pasó a llamarse Musaler. El 16 de septiembre
de 1976, un monumento dedicado a la resistencia
de Musa Dagh fue inaugurado en una colina cercana a Musaler.
De: SoyArmenio.com