miércoles, 10 de septiembre de 2014

"Las lágrimas son tal vez los amigos más desinteresados de nuestra vida"- Franz Werfel


10 de setiembre de 1890- Praga
Escritor



« ¡Turquía para los turcos!», clamaban algunos en dicho país, a principios del siglo XX (un siglo después, también). La consigna, variación de una fórmula repetida en la larga lista de crímenes del nacionalismo, inspiraba por entonces aquella otra, pavorosamente familiar, de la necesidad de «solucionar el problema armenio». Una y otra consignas se amalgamaban en la política genocida emprendida en 1915 por los jefes del gobierno turco, el ministro del Interior Mehmet Talaat y el ministro de Guerra Ismaíl Enver, quienes se aprovecharon de la guerra mundial en curso para implementar una política de eliminación de los cristianos armenios, a quienes consideraban el enemigo interno por antonomasia; según explicaron al gobierno alemán, su aliado en la guerra, «el trabajo que había que hacer –el exterminio-, había que hacerlo ahora; después de la guerra sería demasiado tarde». El asesinato en masa resultante de esta perversa urgencia conmocionó profundamente a Franz Werfel, escritor de nacionalidad austríaca y de origen judío que concibió la idea de redactar una novela sobre el tema durante una estancia  en Damasco, en 1929. Publicada por primera vez en 1933, Los cuarenta días del Musa Dagh es la historia de la resistencia ofrecida al ejército turco por unos pocos miles de civiles armenios a mediados de 1915, en el Musa Dagh, el Monte de Moisés cerca de Antioquía).
Ya antes los armenios habían sido víctimas de matanzas, orquestadas a fines del siglo XIX por el gobierno del sultán Abdul Hammid II. Esta vez se trataba de algo peor. Las matanzas podían durar unos cuantos días y extinguirse tan pronto se saciaba la sed de sangre de los victimarios, por lo general soldados librados brevemente a la violencia. Las matanzas «se producían en el desorden y morían en el desorden»,  dice un personaje de la novela. En 1915 y los años que siguieron, en cambio, operaba un sistema, y el instrumento fundamental de este sistema fue la deportación. Se acarreaba a los armenios en grandes cantidades y en condiciones extremas desde sus lugares de residencia hacia campos de deportación, los que en su mayoría se hallaban en el desierto, en las proximidades del río Eufrates. Los que no morían en el trayecto, y fueron muchos los que sucumbieron, morían en los campos.  La deportación, prosigue el referido personaje, «no se alejaba como un terremoto que dejaba siempre en pie algunas casas y hombres a salvo. La deportación se prolongaba hasta que el último hombre de un pueblo caía traspasado por la espada, moría de hambre en el camino, de sed en el desierto o a consecuencia del  cólera o el tifus». No se trataba de embriaguez sanguinaria transitoria, sino de un orden con un fin perverso: la sistemática eliminación de una minoría étnica a la que se consideraba un elemento perturbador para  la perfecta armonía de la nación turca. Lo señala otro de los personajes: el exterminio de los armenios, decidido por Enver y Talaat, «es la guinda de su política nacionalista».
Tenemos, pues, a los armenios, aparentemente condenados a la impotencia y a una eterna sumisión; condenados a tender el cuello cada vez que el hacha asesina del fanatismo se cierne sobre su destino. Esta vez, en medio de la descomunal operación de exterminio, alrededor de 4500 armenios deciden oponer una resuelta resistencia, fortificándose en la mencionada montaña. Se trataba de simples aldeanos, habitantes de las siete villas armenias emplazadas en las proximidades del Musa Dagh –que ya desde antes proveía refugio a un puñado de desertores y forajidos–. Gentes que, en calidad de nativos del lugar, conocen a la perfección cada vericueto y cada pliegue del terreno, y que a esto añaden el coraje de la desesperación. Pueden así infligir varias derrotas a los turcos, vulnerando el orgullo de la que suele tenerse por una «raza guerrera» (¡y los que pisotean ese orgullo no son más que campesinos y comerciantes!). No obstante, saben que su futuro esta sellado y su única, loca esperanza, es que algún buque británico o francés de los que fondean en Chipre acuda en su auxilio.
Por descontado que las poco más de 800 páginas de la novela ofrecen al lector una nutrida galería de personajes, en general de trazas muy verosímiles; algunos de estos personajes, rayanos en lo pintoresco, añaden una dramática nota de color en lo que de otro modo podría haber sido una masa gris de individuos indiferenciados. Destaca por méritos propios un personaje histórico, el orientalista y misionero protestante alemán Johannes Lepsius (1858-1926). Verdadero ángel guardián del pueblo armenio, Lepsius se comprometió en su defensa desde  las matanzas hammidianas de 1896. Horrorizado por las noticias relativas al exterminio emprendido por el gobierno turco, intercede a favor de los armenios frente al ministro de Guerra, Enver Pashá, con quien sostiene una breve e infructuosa entrevista. Cuando desespera de todo éxito para su ímprobo empeño, es conducido clandestinamente ante un selecto grupo de turcos que encabezan una orden religiosa musulmana, contraria al nacionalismo y a la masacre de los armenios; esta cofradía de derviches proporciona la única luz que pueden ver los asediados en el Musa Dagh, precisamente en el momento de su mayor zozobra. Sin duda, las contadas intervenciones de Johannes Lepsius representan algunos de los momentos álgidos de la narración.
El protagonismo recae inequívocamente en Gabriel Bagradian, personaje presumiblemente ficticio. Bagradian encarna las tensiones espirituales del desarraigo y el reencuentro con las raíces. Vástago de una familia armenia de acaudalados comerciantes, cuenta 35 años de edad al desencadenarse los acontecimientos, la mayoría de los cuales los ha vivido en París. Educado como occidental, casado con una francesa de familia acomodada, Julieta, Bagradian es arqueólogo e historiador del arte, asiste a las lecciones de filosofía de Bergson y publica eruditos artículos en revistas de gran sofisticación. Sus 23 años europeos, su exquisita formación intelectual, su familia europea (tiene un hijo de 12 años, Esteban) y sus relaciones sociales europeas hacen de él un armenio sólo en teoría. La enfermedad de su hermano mayor, responsable de las empresas familiares, lo obliga a retornar a Turquía justo cuando el espectro de la guerra amenaza Europa, en julio de 1914. No tiene muchas razones para exhibir un ardiente patriotismo, mucho menos si se trata de luchar en el bando enemigo de Francia, pero el sentido del deber se impone y, ya desatado el conflicto, se presenta ante la autoridad militar competente (Bagradian es oficial de reserva del ejército turco agregado a un regimiento de artillería). Curiosamente, cuando la marcha de la guerra dista bastante de ser favorable al imperio otomano, su ejército no parece tener necesidad de oficiales: el comando de la división prescinde de los servicios de Gabriel, y un tiempo después se ve obligado a entregar su pasaporte y su teskeré (pasaporte interno). La medida abarca a todos los armenios por igual; por muy occidentalizado que esté, Gabriel Bagradian no debe esforzarse mucho para presagiar lo que sigue a semejantes medidas.
Una vez resuelta la resistencia en el Musa Dagh, Bagradian debe conformarse con asumir el mando militar; el mando supremo recae en el sacerdote del lugar, Ter Haigassun, hombre adusto y respetado por todos. Gabriel descubre en sí insospechadas condiciones para la jefatura y la organización, y será principalmente por el riguroso ejercicio de sus facultades y sus constantes desvelos que los asediados –entre los cuales se cuentan mujeres, ancianos y niños– se apuntarán una breve sucesión de triunfos. Ahora bien, es su hijo Esteban quien debe sufrir lo peor del estigma del extranjero, del que no pertenece a la comunidad; los chicos de su edad se lo hacen saber continuamente. Por más que se esfuerce en ganarse su afecto y su respeto –y vaya que comete locuras para lograrlo–, siempre habrá una barrera infranqueable entre él y los indígenas del valle del Musa Dagh: «No eres de los nuestros», parecen decir sus gestos, incluso sus omisiones. La situación carga con el signo de la fatalidad.  ¿Será lo mismo para todos los asediados?


De: HISlibris.com



Testimonio del único sobreviviente de 97 años de edad de Musa Dagh

Vakifili es el único sobreviviente del pueblo armenio en la provincia de Hatay en Turquía, de aquellas 6 aldeas armenias situadas a los pies de Monte Musa.


Antes de los acontecimientos sangrientos de 1915, seis aldeas armenias fueron habitadas por 6.000 armenios. Buques de guerra franceses transportan a los 4.000 armenios que sobrevivieron a la resistencia de 40 días de Musa Dagh hacia Egipto.
Después de la derrota de Turquía en la Primera Guerra Mundial, regresó de nuevo a su patria en 1919. Sin embargo, en 1939 la provincia y entre ellos los seis pueblos armenios de Musa Dagh, pasaron a manos turcas.
Los residentes en Musaler emigraron de la provincia y se establecieron en el Líbano  dando en conmemoración los nombres a los distritos de cada una de las aldeas de Musa Dagh.
Sin embargo, algunos residentes de la aldea de Vakifli eligieron quedarse. Hoy en día es el único pueblo en el que se habla lengua armenia. Un total de 135 armenios viven en un pequeño pueblo. Avetis Demirchyan, el ocupante de 97 años de edad de la aldea, era el más joven testigo de la resistencia de Musa Dagh. No recuerda todo con claridad, ya que era un niño de dos años. El hombre habla armenio, francés y árabe y cantan el himno de Armenia y otras canciones patrióticas.
"En 1915 nos llevaron a Egipto donde permanecimos hasta 1919. Turquía fue derrotada en la guerra y se nos preguntó a donde queriamos ser trasladados. Decidimos volver a Musa Dagh. Hubo seis aldeas armenias aquí, pero en 1939 Francia se las dió a la provincia de Turquía. La mayoría de los armenios huyeron de sus aldeas nativas, pero algunos nos quedamos aquí", dijo el hombre en una entrevista con NEWS.am.
Demirchyan tiene dos hijas y tres hijos, pero ninguno de ellos vive en Vakifli. Algunos están Estambul, Alemania y Canadá. El famoso pintor Artin Demirchi es el hijo de Avetis Demirchyan. "Su apellido es Demirchyan, sin embargo, los turcos cortaron la partícula yan", dijo el anciano.
Las obras Artin Demirchi han sido exhibidas en exposiciones privadas y en diversas ciudades de todo el mundo.
"Hubo una escuela armenia en nuestro pueblo, pero mi padre no me envió a la escuela. Me guió, pero aprendí a hablar y escribir en armenio por mi cuenta", dijo el anciano.
"En 1979 fui a la patria y me quedé en el Hotel Armenia por 16 días. Una persona me dijo entonces que comiera y bebiera, pero me ordenó no hacer preguntas políticas", dijo el hombre.
Los 5.000 armenios de Musa Dagh llegaron a Armenia entre 1946-1947. En 1972, el pueblo de Ginevet, cerca de la ciudad de Etchmiadzin, pasó a llamarse Musaler. El 16 de septiembre de 1976, un monumento dedicado a la resistencia  de Musa Dagh fue inaugurado en una colina cercana a Musaler.


De: SoyArmenio.com