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Sheridan Le Fanu 28 de agosto de 1814 - Irlanda Abogado, periodista, escritor. |
Casa en alquiler
Había estado mucho tiempo enfermo
y mi médico y me aconsejó que fuera a pasar la convalecencia en algún
pueblecito tranquilo y soleado de la costa meridional francesa, alejándose del
clima húmedo y brumoso de mi pueblo natal irlandés.
Nada especial me retenía en
Dublín: sin ser rico, disponía de unos ahorros que me permitían vivir con
cierta holgura. Desde hacía mucho tiempo carecía de familia, por lo que decidí,
una vez que me sentí con fuerzas suficientes, embarcarme para Marsella.
Mi criado, llamado Jones, me
acompañó en este viaje. Antiguo Sargento en el ejército de España del duque de
Wellington, era, por entonces, un viejo delgado; enérgico y de unos sesenta
años de edad. Yo lo apreciaba mucho, no sólo por la devoción que me
testimoniaba sino, además, por las numerosas cualidades que le hacían sumamente
valioso.
En Marsella, adonde llegamos a
principios del año 1840, me indicaron que había una casa en alquiler en un
pueblecito de pescadores de la costa provenzal. Insistieron en que se trataba
de un lugar muy bello, de clima agradable y maravillosas panorámicas. Como el
alquiler era muy barato, acabe por aceptar, modificando así los proyectos que
tenía de establecerme cerca de Nápoles. Días más tarde llegamos al pueblecito
de pescadores. La casa, me dijo el agente inmobiliario al entregarme las
llaves, había pertenecido durante cierto tiempo a un célebre marino francés, el
bailío de Suffren.
Una vez cerrada la puerta, Jones
me miró y me dijo , bruscamente, con esa franqueza castrense tan peculiar en él
y que yo tanto admiraba:
—Señor, esta casa no me agrada en
absoluto.
Me eché a reír y contesté:
-¿Qué le ves de malo? Por mi
parte, la encuentro encantadora, exquisitamente amueblada, bien situada y muy
soleada.
Jones se encogió de hombros,
gruñó algo que no entendí y se dispuso a subir nuestro equipaje. Mi nueva,
residencia se componía de una planta baja, en la que estaban situados el
vestíbulo, el salón, el comedor y un despacho, y de un piso superior en el que había
tres dormitorios para los señores y dos para los domésticos.
El agente inmobiliario había
convenido conmigo en que una mujer del pueblo vendría a hacer la limpieza y a
prepararnos las comidas. Me senté en un sillón del despacho y me puse a
contemplar el mar a través de la ventana, mientras soñaba en las jornadas
felices de que disfrutaría durante mi estancia en aquel lugar tan bonito.
Instantes después llamaron a la puerta.
-Entre- dije.
Una pobre mujer, doblada por el
peso de los, años y la miseria, apareció en el umbral.
-Soy Gabriella, su cocinera.
La manera de presentarse me hizo
sonreír, pues se veía qué aquella humilde pueblerina ignoraba el lenguaje
ceremonioso utilizado por los domésticos profesionales. Pero no le di la menor
importancia, ya que siempre he sido un hombre sencillo y por encima de todo
tipo de prejuicios sociales, y aprecio a las personas por sus valores morales y
no por su lenguaje más o menos refinado.
-Muy bien, Gabriella, ha sido un
placer el conocerla, respondí- En cuanto a su salario y al trabajo que tendrá
que hacer en esta casa, ya se arreglara con Jones.
Luego le dije que podía
retirarse. Cuando llegó la hora de la cena, tuve que hacer un tremendo
esfuerzo, pues la anciana tenía la costumbre de condimentar mucho las comidas.
Mas a medida que fue pasando el tiempo, no sólo me acostumbré a ellas, sino que
incluso llegaron a gustarme.
A las ocho de la noche, Gabriella
regresó a su casa, y yo, cansado por el agotador viaje, decidí acostarme
temprano. Le dije a Jones que podía disponer de toda la noche, me dirigí a mi
habitación y me metí en la cama. Había cogido una novela francesa de M. Hugo,
pero en honor a la verdad, debo confesar que apenas pude llegar a la tercera
página; no sé si fue el libro o el cansancio, pero a los pocos minutos. me
quedé profundamente dormido.
Un ruido extraño me despertó y
habría jurado que en la habitación había alguien más que respiraba jadeando. La
oscuridad era total, por consiguiente, no podía ver nada. Nunca he sido un
hombre timorato, como lo demuestra mi historial militar durante el tiempo que
serví En la India, pero debo confesar que en aquel instante me sentí dominado
por un terror espantoso. Me incorporé en la cama y, no pudiendo resistir más
aquella tensión nerviosa, grité:
-¿Quién está ahí?
Nadie contestó, pero tuve la
impresión, casi la certeza, de que alguien se aproximaba a mí, pues sentía
aquella respiración jadeante cada vez más cercana. Volví a insistir, esta vez
aún más nervioso: -¿Quién esta ahí?
Algo frío, húmedo y pegajoso rozó
mi muñeca. Perdí el control de mis nervios y me puse a gritar con
desesperación:
-Jones, Jones, corre, ayúdame,
socorro, socorro!
Pero todo permaneció tan
silencioso como antes. No Se oía nada en toda la casa, y llegué a la conclusión
de que Jones estaría divirtiéndose por los bares del pueblo o, quizá, habría
sido víctima, asimismo, de aquella cosa, de mi misterioso visitante. Mis gritos
parecieron haber parado en seco el avance de aquel espectro, fantasma o lo que
fuese, pues sentía su hálito a la misma distancia.
Como no ocurría nada, acabe por
apaciguarme y me convencí de que todo no había sido más que una alucinación
auditiva. Fue desagradable, por cierto; pero no tenía nada de qué inquietarme.
De todas formas, y para acabar con toda duda cogí el mechero y encendí una
vela. Al mismo tiempo que la llama empezaba a brillar, oí unos pasos
precipitados y un gran ruido, como producido por un tejido grueso restregado
con fuerza.
A la luz de la vela comprobé que
en mi habitación, no había nadie más que yo, y cuando me disponía a apagar la
luz y volver a dormir, mis ojos se clavaron maquinalmente en el suelo; este
estaba cubierto de unas manchas negruzcas que en aquel instante no pude
identificar. Me bajé de la cama y examiné con más detenimiento aquellas
extrañas manchas. Lo que vi me llenó de horror: unas huellas de pies desnudos
partían de la cabecera de mi lecho y se detenían, no delante de la puerta de la
habitación como habría sido lógico suponer, si mi extraño visitante era un
ladrón como yo sospechaba, sino delante del muro que daba a la parte posterior
de la casa. ¿Había atravesado la pared aquella cosa?
Era, imposible; Ningún ser humano
puede atravesar un muro de piedra. Como, aquel misterio ya empezaba a ponerme
nervioso otra vez, empecé a gritar con todas mis fuerzas, llamando a Jones; mas
fue en vano. Entonces tome una decisión que lamentaría durante el resto de mi
vida.
Me vestí con rapidez, sin quitar
los ojos del muro cogí mi pistola y me acerque al lugar donde desaparecían las
huellas. Al examinar éstas de cerca, comprobé que, en efecto, penetraban en el
tabique: la prueba era que una de ellas parecía cortada en dos a ras del
plinto. Entonces pensé que podía tratarse de un muro giratorio que daba acceso
a una escalera secreta. Empujé con todas mis fuerzas en cada centímetro
cuadrado de la pared, pero esta no cedía. De repente, oí que en algún sitio del
tabique giraban unos goznes invisibles; un rectángulo negro apareció en él, al
mismo tiempo que una bocanada de aire pestilente penetraba por mis orificios
nasales. Cogí la palmatoria, empuñé mi pistola y franqueé el misterioso umbral.
La débil luz que proyectaba mí vela iluminaba una escalera de piedra que se
hundía en espiral en las entrañas de la tierra. Me armé de valor y empecé a
descender. Llegué a contar trescientos noventa y seis escalones; ya casi ni
podía respirar, pero puesto que me había embarcado en aquella aventura, lo
lógico era seguir hasta el final, descubrir quién era mi extraño visitante
nocturno. Empecé a caminar por un pasadizo estrecho por cuyo suelo avanzaban
las huellas. Cuando ya había recorrido unas cien yardas, me vi detenido por una
pesada puerta de hierro; la empujé, resistió un poco y, al fin se abrió,
produciendo un siniestro chirrido.
Por un instante, una luz intensa
me deslumbró; pero una vez que mis ojos se hubieron acomodado poco a poco a la
misma, me di cuenta de que me encontraba dentro de una inmensa caverna en la
que flotaba una especie de bruma lechosa. Incluso me pareció que aquella luz
procedía de esta misma bruma. Unas formas movedizas, que apenas podía
distinguir, atravesaban mi campo visual. Sólo veía con claridad las huellas de
los pasos que había seguido hasta allí. Entonces me puse a temblar de horror; a
la débil luz de mi vela, había podido discernir el contorno de unas huellas de
pies humanos..., pero allí comprobé que estaban sangrantes. ¿Qué cuadro macabro
iría a descubrir si me aventuraba a proseguir mi camino? Con seguridad algo
siniestro y horripilante. De modo que decidí volver sobre mis pasos, subir a mi
habitación y abandonar aquella casa al día siguiente. Di media vuelta para
buscar la puerta por donde había entrado. Cuál no sería mi estupor y
desesperación al comprobar que había desaparecido. En ese momento, una risa
sarcástica llegó a mis oídos. Creo que perdí la cabeza y me puse a correr
mientras gritaba pidiendo socorro; no sabía adónde iba. Unos ruidos siniestros
resonaban en la estancia, mientras sentía que unas cosas inmundas me rozaban,
unas formas monstruosas que parecían obstruirme el camino.
Todo esto duró mucho tiempo.
¿Cuánto tiempo? No lo sé: unos minutos, unos siglos, quizá una eternidad. La
bruma era cada vez más espesa y luminosa, mientras unas voces lanzaban alaridos
en francés, en inglés, en alemán y en italiano; unas llamadas que yo no
comprendía. Y fue entonces cuando comenzó la lluvia de sangre ..., Al
principio, gruesas gotas- aisladas, luego una verdadera tormenta de sangre que,
sin embargo, daba la impresión de respetar el camino que yo tomase y me
facilitaba la huida.
-Michael O'Grady —dijo de repente
una voz fuerte que rugió como un trueno bajo las bóvedas de la caverna.
Me sobresalté al oír mi nombre, y
tras armarme de un valor ilusorio pregunté temblando:
-Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
¿Qué desea de mí?
-¿Quién soy yo? No se lo diré en
absoluto. En cuanto a lo que quiero, lo único que deseo es
que me ayude en algo muy
importante para mí.
Durante unos instantes permanecí
mudo de asombro, y cuando traté de hablar de nuevo, esa voz cavernosa y
siniestra retumbó en el hediondo antro:
-En el cementerio de Saint-Tropez
hay una tumba sin cruz y sin nombre. Deseo que mañana vaya usted a colocar
sobre la losa un ramo de flores, y que haga decir tres misas en la iglesia por
el reposo de un alma atormentada. ¿Me promete usted que cumplirá mi deseo?
¿Qué habría hecho usted, lector,
en mi lugar? Le prometí que cumpliría todos sus deseos, lo que quisiera. Mi
invisible interlocutor prosiguió:
-De, acuerdo. Pero no olvide de
cumplir su promesa. Sobre todo, Michael O’Grady, no la olvide.
Hubo un brusco y pesado silencio,
preñado de tácitas amenazas, y luego la voz continuó:
-Y ahora, regrese a su
habitación.
Se calló, la lluvia de sangre
cesó de caer y la puerta de hierro, situada a unos metros delante de mí, empezó
a elevarse hasta que quedó completamente abierta. A pesar de mi emoción, no
había soltado ni mi pistola ni la vela, y me lancé con rapidez hacia la puerta,
corriendo como un gamo por el ahora libre pasadizo.
No sé cómo pude encontrar el
camino de regreso; lo cierto es que minutos más tarde me hallaba acostado en mi
cama, y después quedé sumido en el más profundo de los sueños, sin tener la más
ligera pesadilla. Al día siguiente por la mañana, Jones vino a despertarme.
Mientras descorría las cortinas de la ventana, a través de las cuales radiaba
el sol de un hermoso día, y se disponía a prepararme el desayuno, yo, poco a
poco; me despeje -por completo del sueño de la víspera.
-Dime una cosa, Jones -pregunté-;
¿a qué hora regresaste anoche a casa?
-Entre las once y las doce,
Señor.
¿No oíste nada sospechoso?
-No, Señor.
Jones se dispuso a prepararme el
desayuno, sin conceder la menor atención a la pregunta, para mí tan importante,
que le había formulado. Pero, de repente, se volvió bruscamente, clavó en mí
sus acerados ojos y me dijo a quemarropa:
-Ruego al señor que me perdone,
pero anoche oí unas cosas muy extrañas, mientras bebía unos vasos en una
taberna del pueblo. Resulta que mis impresiones sobre esta casa, aquellas que
le expuse ayer al señor, fueron confirmadas por unos pescadores en ese lugar.
Me dijeron que esta casa tiene muy mala reputación, y, que jamás ningún
inquilino ha permanecido mucho tiempo en ella, desde la muerte del bailío de
Suffren. La gente llegaba, pero a los pocos días la abandonaba como Si
estuviera habitada por mil fantasmas o por el espectro del difunto bailío.
Bueno, eso es lo que me contaron los pescadores.
Como Jones era para mí, más que
un doméstico, un amigo, detalle que ya expuse al lector al principio del
presente relato, le conté todo lo que me había sucedido durante mi aventura
nocturna de la víspera. A medida que le relataba todos los pormenores de la
misma, observé que su rostro se endurecía. Cuando termine, Jones movió la
cabeza con aire de persona entendida en la materia y dijo:
-Creo, señor, que ya sé lo que ha
sucedido. Si me lo permite, voy a hacer una pequeña investigación por mi cuenta
para cerciorarme de lo que sospecho.
Acepté curioso la proposición de
mí doméstico. Este empezó por examinar el muro. Ya no había ninguna de aquellas
huellas sangrientas, ni tampoco ningún fragmento de materia negra Jones trató
de encontrar la entrada de la escalera secreta. Fue en vano. Se puso a golpear el
muro, tratando de localizar algún punto que sonara a hueco, pero tampoco tuvo
éxito en esta tarea. Perplejo, mi pobre doméstico me propuso derribar el muro
con un pico y un buen martillo. Me opuse a ello, alegando que la casa no era
nuestra como para ponernos a destrozarla., El día era muy hermoso, la atmósfera
estaba saturada del perfume de las flores y yo me encontraba de muy buen humor;
acabe por decirle al Jones, para disuadirle del todo:
-Escucha, Jones no vale la pena
que te calientes más la cabeza tratando de descubrir la puerta secreta.
Probablemente he tenido una pesadilla, y Si tuviéramos que hacer caso de todos
los sueños, tendríamos para largo. Vamos, déjalo y ocupémonos en otras cosas.
Al mediodía, me pareció que Gabriella me miraba de una forma muy extraña, con
ojos en los que brillaba una especie de curiosidad malsana., No le habría dado
mucha importancia a este detalle si, hacia el final de la comida, no me hubiera
murmurado al oído, al pasar junto a mí, las siguientes y misteriosas palabras:
-Saint-Tropez tiene un cementerio
muy bonito; creo que al señor le interesaría sacrificar unas horas y visitarlo
lo antes posible.
Ah! ¡La miserable vieja! De golpe
y porrazo, todos los terrores y angustias de la noche pasada acudieron a mi
mente, y sentí unas ansias locas de estrangular con , mis propias manos a la
cocinera. Pero me calme casi al instante, pensando que sólo podía tratarse de
una simple coincidencia. Por lo demás, ¿cómo podía_Gabriella estar al corriente
de aquella espantosa pesadilla?
Después de comer, decidí dar un
largo paseo por los alrededores. Jones me acompañó. Nos pusimos a caminar en
silencio por las calles de aquel pueblecito de pescadores. Me agradó mucho ver
sus casas altas y estrechas, tan cerca unas de otras que habría sido posible
saltar de una vivienda a la de la acera de enfrente. Unas mujeres, engalanadas
con oropeles multicolores, hablaban en el lenguaje cantarín y animado típico de
aquella región. Finalmente llegamos a La Poche, el puerto de los pescadores. El
mar estaba tan tranquilo como una balsa de aceite, cosa que me extraño, ya que
desde mi infancia estaba acostumbrado al tormentoso océano Atlántico. Algunas
velas blancas se divisaban en el horizonte, bajo un cielo azul puro. Me sentía
dichoso de vivir en, aquel pacífico y bello pueblecito de pescadores, y olvidé
la pesadilla que había tenido la víspera.
Sólo el azar guiaba en aquel
instante nuestros pasos, mientras Jones y yo caminábamos por un sendero
bordeado de setos en flor. Daba gusto respirar el aire marino y sentir Sobre la
piel la calurosa caricia del sol. Una verja de hierro en muy mal estado nos
cortó el paso cuando, al llegar al final del sendero, nos vimos obligados a
girar a la izquierda; me acerque a ella, la abrí sin ninguna dificultad y
momentos después, nos encontrábamos en el interior del cementerio. Aquella
sorpresa no me pareció nada extraña, sino una cosa meramente fortuita, que me
ofrecía la oportunidad de visitar el cementerio y satisfacer la curiosidad que
habían despertado en mí las palabras de mi cocinera. En lugares semejantes, es
corriente encontrar tanto bonitas tumbas como emocionantes inscripciones
grabadas en ellas. Ese cementerio no tenía el aspecto siniestro y mórbido de
nuestros camposantos nórdicos. Jones, que siempre había sido un hombre
supersticioso, me dijo que prefería esperarme fuera mientras yo satisfacía mi
curiosidad. Le di mi permiso y me puse a recorrer el cementerio, fijándome de
vez en cuando en aquellas tumbas que llamaban mi atención. Ninguna de ellas
daba impresión de tristeza: las lápidas de color rosa o blanco estaban casi
cubiertas por una exuberante vegetación, y daba la impresión de que por todas
partes brotaban flores.
De repente, me sentí dominado por
una espantosa sensación de terror; me encontraba ante una lápida gris, desnuda,
siniestra, sin inscripción ni flores. Una impresión abominable de asco parecía
emanar de ella. Algunas imágenes furtivas pasaron por delante de mis ojos. Creí
que volvía a oír la extraña voz de la caverna. No pude soportarlo más y salí
huyendo.
Aquella misma tarde me marché de
Saint-Tropez. Había intentado enterarme de aquello que encerraba esa tumba,
pero ninguna de las personas a las que interrogue supo satisfacer mi
curiosidad. Cuando oían mi pregunta, se santiguaban y trataban de cambiar de
conversación. Nadie sabía nada o, seguramente, nadie quería saber nada...
Entonces me acorde de Gabriella; ella sí que podría decirme lo que encerraba la
siniestra tumba. La busque por todas partes, pero no pude hallarla; había
desaparecido, nadie la había visto. Cualquiera habría pensado que se había
volatilizado en el aire sin dejar el más mínimo rastro.
A pesar de todo, cumplí con la
promesa que le hiciera a aquello que habitaba en las profundidades de la
caverna de la casita que había alquilado; ordene que cubrieran de flores la
misteriosa tumba y luego fui a ver al cura del lugar, para pagarle tres misas
por el eterno descanso de un alma en pena. Cuando el sacerdote oyó mis
palabras, se asombró tanto como si le hubiese preguntado dónde se hallaba la
tumba del conde Drácula. Una vez pasado su estupor dijo:
-Lo siento mucho, mas no puedo
complacerle. De todas formas, le agradecería que me dijera por qué desea que
diga tres misas por un alma en pena. ¿Qué interés le guía al intentar pagarme
esas tres misas? Disculpe mi curiosidad, pero es que me extraña mucho.
Entonces le conté toda mi
espantosa historia, Sin ahorrar el más mínimo detalle; desde aquella primera
noche en que entrara en mi habitación el misterioso y furtivo visitante, hasta
el instante en que oí su siniestra voz haciéndome prometerle que depositaría
unas flores sobre aquella tumba y haría dar tres misas por un alma en pena.
Observé cómo el sacerdote,
mientras yo hablaba, me escuchaba con mucha atención, sin adoptar esa postura,
con la que generalmente se suele escuchar el relato de una persona neurótica de
mente ardiente e imaginativa, sino todo lo contrario; como si le estuviera
contando algo importante e interesante para él. Cuando termine mi relato, el
cura permaneció silencioso durante unos segundos, como si estuviera meditando
sobre todo lo que había dicho. Luego, se levantó y se puso a pasear, al mismo tiempo
que me decía:
-La Iglesia; como usted sabe,
desconfía en grado sumo de las visiones y manifestaciones de ese género. A mi
juicio, creo que su sueño tiene una causa muy natural, y que esa historia de la
tumba misteriosa del cementerio de nuestro pueblo no es más que una simple
coincidencia.
-Pero usted también sabe -le
respondí respetuosamente que la Casa del bailíode Suffren goza de mala
reputación entre los habitantes del pueblo, es decir, todos creen que allí
ocurren cosas muy extrañas, como si estuviera embrujada. ¿Qué puede decirme a
este respecto? ¿Cuál es su autorizada opinión sobre tan misteriosos hechos?
Mas el sacerdote no pudo o no
quiso decirme nada, alegando que hacía poco que residía en Saint-Tropez, pero
que, de todas formas, no hiciera caso de aquellas historias de resucitados y
duendes a la que tan inclinados son los marineros, sean del país que fueren.
Salí de la sacristía con la conciencia en paz. ¿Pero por qué entonces, se
preguntará el lector, me marché tan pronto del pueblo, sin querer pasar ni una
noche más en aquella casa?
Tenía un motivo muy poderoso;
cuando abri la puerta de la casa, oí muy claramente, y Jones, que me seguía,
también oyó la voz que me decía:
-Muchísimas gracias, Michael
O'Grady.
De: El Espejo Gótico.com