viernes, 30 de agosto de 2013

Negro pendón ondea sobre el planeta en este día

Día Mundial del Detenido-Desaparecido:
vergüenza infinita
ante una práctica
que ha rebasado fronteras de tiempo y espacio:
pecado absoluto de la bestia humana.

Desaparecidos


Están en algún sitio / concertados
desconcertados / sordos,
buscándose / buscándonos
bloqueados por los signos y las dudas
contemplando las verjas de las plazas
los timbres de las puertas / las viejas azoteas
ordenando sus sueños, sus olvidos
quizá convalecientes de su muerte privada

nadie les ha explicado con certeza
si ya se fueron o si no
si son pancartas o temblores
sobrevivientes o responsos
ven pasar árboles y pájaros
e ignoran a qué sombra pertenecen

cuando empezaron a desaparecer
hace tres cinco, siete ceremonias
a desaparecer como sin sangre
como sin rostro, y sin motivo
vieron por la ventana de su ausencia
lo que quedaba atrás / ese andamiaje
de abrazos cielo y humo

cuando empezaron a desaparecer
como el oasis en los espejismos
a desaparecer sin últimas palabras
tenían en sus manos los trocitos
de cosas que querían

están en algún sitio / nube o tumba
están en algún sitio / estoy seguro
allá en el sur del alma

es posible que hayan extraviado la brújula
y hoy, vaguen preguntando preguntando
dónde carajo queda el buen amor
porque vienen del odio


Mario Benedetti  - Geografías (1984) 



















DESAPARECIDOS


La dispersión del jazmín
llena el cuarto
cercado por la mañana.
Han desaparecido los barcos
que navegó mi juventud en
un vacío incesante. Ahí se hunden,
rozan el luto sucio
de una lengua cortada.
La memoria es una cajita
que revuelvo sin solución. No encuentro
umbrales. ¿Es
una forma de la emoción?
A medias sola, odiada,
prospera su ira de fuego.


Juan Gelman





Agosto 30


Desaparecidos: los muertos sin tumba, las tumbas sin nombre.
Y también:
los bosques nativos,
las estrellas en la noche de las ciudades,
el aroma de las flores,
el sabor de las frutas,
las cartas escritas a mano,
los viejos cafés donde había tiempo para perder el tiempo,
el fútbol de la calle,
el derecho a caminar,
el derecho a respirar,
los empleos seguros,
las jubilaciones seguras,
las casas sin rejas,
las puertas sin cerradura,
el sentido comunitario
y el sentido común.


Eduardo Galeano en Los hijos de los días




 
Ernesto Vila. 
Montevideo 1936, ciudad donde reside y trabaja. 
Formación: Taller Torres García (1959/64). 
Muestras colectivas, en equipo e individuales, becas, 
premiaciones, distinciones 
y rechazos locales e internacionales, 1960/2012.

En el corredor principal del tercer piso del MAPI, E.V propone homenajear al cielo, y el gran ventanal del edificio se ofrece como un mural que es insumo para la obra de Vila. En él decide intervenir, creando su propio paisaje. La intervención que es a la vez una apropiación, resulta ser un poema visual. La frase “retrato del cielo”, escrita sin espacios se transfiere a los vidrios generando una transparencia sutilmente perceptible, que configura al menos tres niveles de lectura: 1) por un lado la de la distancia inevitable en la cual las palabras no son las cosas; el significante “cielo” no es el cielo. 2) el poema visual está realizado con fotos de la totalidad de los detenidos desaparecidos. Siendo en este caso la imagen quien configura un texto conmemorativo y no a la inversa. 3) la superposición de los retratos individuales pegados al cielo, construyen un paisaje en el cual cada retrato deja de ser individual para conformar un “todo-s”. De esta manera y a través de la luz, la transparencia de las fotos y la orientación, la palabra no sólo evoca; se vuelve imagen presente.
F.A.





"Es justicia, no caridad, lo que está deseando el mundo."- Mary Shelley

30 de agosto de 1797
Mary Wollstonecraft Godwin  /  Mary Shelley
Escritora, filósofa, política.

















(...) ¡Dios de dioses! ¡Qué escena acabo de ver con mis propios ojos! Estoy desconcertado y no sé si tendré la fuerza suficiente para contarte con detalle lo sucedido. Voy a tratar de hacerlo porque, de lo contrario, cuanto te he dicho perdería parte de su sentido.

He penetrado en el camarote de Frankenstein y he podido ver a una figura gigantesca, inclinada sobre su cadáver. No sé como describirla, pero era un ser desproporcionado y no podía verle la cara. Cuando se inclinaba, le caían, colgando, unos mechones de pelo lacio y espeso. La mano que tendía hacia el cuerpo inerme era enorme y parecía, por su color y su aspecto, la de una momia. Cuando me acerqué, y al darse cuenta de mi presencia, ese horrible ser dejó de lamentarse, para intentar huir por la ventana del camarote. En ese mismo instante cerré los ojos instintivamente, en un esfuerzo por recordar mi deber para con el enemigo de mi buen Frankenstein. Entonces le ordené que se detuviese, cosa que él hizo no sin mirarme con aire sorprendido y volviendo en seguida su horrible faz hacia el inanimado cuerpo de su creador. Cada uno de sus gestos parecía el fruto de una pasión incontrolable.

- ¡He aquí una de mis víctimas! -exclamó-. En su muerte se consuma mi ansia de venganza y se cierra el ciclo de mi mísera existencia. ¡Frankenstein, generoso y devoto espíritu! ¿Acaso me serviría de algo pedirte perdón? Yo, que sin consideración a nada ni a nadie destruí a tus seres queridos ... ¡Pero ya estás frío y no puedes responderme!

Su voz estaba dominada por el dolor, y mi primer impulso ha sido cumplir con la voluntad de mi amigo y destruir al monstruo. Pero no lo he hecho porque me lo ha impedido un sentimiento de compasión, mezclado con la curiosidad. Aun cuando me acerqué a él, no osé levantar los ojos hacia su cara ultraterrena, capaz de atormentar al más tranquilo y sereno de los mortales. Intenté hablarle, pero las palabras se helaron en mis labios, mientras aquel ser continuaba lamentándose. Finalmente, aprovechando un silencio en su letanía de lamentos y tras de muchos esfuerzos, le dije:

- Tu arrepentimiento no es ya necesario. Si hubieras escuchado la voz de la conciencia y atendido los aguijonazos del remordimiento, antes de llevar a cabo tu demoniaca venganza, Frankenstein estaria aún vivo.

- ¿Acaso creéis -me interrumpió- que nunca me he sentido embargado por el remordimiento? Este hombre -añadió, señalando el cadáver- no tuvo que sufrir mientras realizaba su tarea... El no experimentó ni una pequeñísima parte de la angustia que yo he sufrido cuando llevaba a cabo mis atroces asesinatos. Un egoísmo ciego me empujaba a la acción, al tiempo que mi corazón se arrepentía. ¿Acaso creéis que los estertores de Clerval fueron para mí una música celestial? Yo deseaba amor y simpatía. Y cuando me vi obligado al odio y al vicio, por causa de la desgracia, tuve que soportar torturas inigualadas por nadie y que vos no podéis ni tan siquiera imaginar ...

Así, después del asesinato de Clerval volví a Suiza con el corazón destrozado, y tuve tanta compasión de Frankenstein que hasta yo me sentí aterrorizado. Pero cuando supe que el autor de mis días y de mis innumerables tormentos osaba concebir ideas de felicidad mientras sobre mí se acumulaba desgracia tras desgracia, cuando vi que se disponia a disfrutar de una felicidad que a mí me estaba negada, me sentí dominado por una envidia impotente y por una amarga indignación que acicatearon mi deseo de venganza. Recordé las amenazas que yo mismo había proferido, y decidí cumplirlas. Sabia de antemano que me conducirian a una nueva y mortal tortura, pero yo me sentía el esclavo, y no el dueño, de un apasionamiento que no podia abandonar, aun cuando me resultase aborrecible. Y cuando ella murió ... No, aquella vez no me sentí miserable. Cometí aquel crimen renegando de toda clase de sentimientos y movido por el afán de venganza. A partir de aquel momento, el mal se convirtió para mí en bien, y llegado a este extremo era obvio que no tenia elección. Por lo tanto, me fue necesario adaptar mi naturaleza a algo que yo mismo habla elegido voluntariamente, y desde entonces el cumplimiento de mis diabólicos proyectos no ha sido más que una pasión insaciable. Ahora, por fin, he rematado mi obra. ¡Esta ha sido mi última víctima!

Estas manifestaciones comenzaron por conmoverme, pero al recordar lo que me había dicho Frankenstein respecto a su elocuencia y a su capacidad de convicción y viendo el cuerpo de mi amigo exánime, sentí como la indignación se apoderó nuevamente de mí.

- ¡Monstruo mil veces maldito! -le dije-. ¿Por qué vienes a llorar la muerte de tu última víctima? Tú que arrojaste una brasa ardiendo al techo de una cabaña, y luego te quedaste para contemplar tu obra destructora a la vez que te lamentabas. ¡Maldito hipócrita! Si aquel a quien lloras volviese a la vida, se convertiría de nuevo en el blanco de tu venganza. No es piedad lo que sientes. No. Tus lamentos se deben a la desesperación que te produce verle fuera de tu poder.

- ¡Oh, no, esto no es verdad! -me interrumpió-. No busco simpatía alguna en mi dolor, porque sé perfectamente que jamás la encontraría. La primera vez que la busqué fue en el amor y la virtud; quise participar de las sensaciones de la felicidad y el afecto. Pero ahora, la virtud es para mí un espejismo y la felicidad se ha convertido en odio. ¿Dónde creéis que puedo encontrar simpatía? Me basta con sufrir en solitario, mientras duren mis padecimientos, pues sé que cuando muera los únicos recuerdos que acompañarán mi memoria estarán teñidos de vergüenza y horror. Hubo un tiempo en que mi imaginación se alimentaba con sueños de virtud, fama y felicidad, en que esperaba con candorosa ilusión encontrar en mi vida seres capaces de olvidar mi malformación y de amarme por las excelencias de mi alma. Pero el crimen me ha reducido a un nivel peor que el de las alimañas. No hay en el mundo maldad, ni desgracia, ni miseria, que sean comparables a la mía. A veces examino la senda de mis horribles crímenes, y no puedo creer que los haya cometido la misma criatura que en otro tiempo tuvO sublimes y trascendentes visiones de la belleza y la majestad que caracterizan a la virtud. Estaba escrito: el ángel caído se convierte en el espíritu del mal. Pero él, enemigo de Dios y de los hombres como fue, tiene amigos que le consuelan en su desolaci6n, mientras que yo estoy completamente solo.

Vos os llamáis amigo de Frankenstein, y parecéis tener algún conocimiento de mis crímenes y de mis penas. Pero por muchos detalles que él os haya podido dar, nunca serán sino el resumen de horas, de meses en los que se han acumulado las miserias y he desperdiciado mis energías en inútiles apasionamientos. Porque, mientras iba consumando la venganza, yo no conseguía calmar mis ardientes deseos. Bullía por encontrar amor y afecto, y lo único que hallaba era el desprecio y el horror. ¿Acaso no es esto una cruel injusticia? ¿ Por qué solamente yo tenía que ser tachado de criminal, cuando toda la humanidad pecaba contra mí? ¿Por qué no odiáis a Félix, que tan violentamente me expulsó de su lado? ¿Por qué aquel gañán intentó matar al salvador de su hija? ¡Ay! Aquéllos eran unos seres inmaculados, y sólo yo soy el miserable, el proscrito, un monstruo que merece ser pisoteado. Ahora, cuando recuerdo esto y me arrepiento de mis acciones, no puedo evitar que la sangre bulla en mis venas.

Es cierto, ¡soy un miserable/ He asesinado a criaturas indefensas; he estrangulado al inocente mientras reposaba; he arrancado la vida de quienes no me habían ofendido jamás; he conseguido que mi creador se convirtiera en un alma en pena después de haber sido un magnífico ejemplo de admiración y amor ... Le he perseguido hasta acosarle, y ahora yace aquí, sin vida. Vos podéis odiarme, pero nunca llegará vuestro odio al nivel que llega el que yo siento por mí mismo. Miro estas manos asesinas, escucho el corazón que concibió tales planes, y espero con ansia el momento en que ni mis ojos ni mis oídos serán capaces de ver u oír.

No debéis temer que sea todavía instrumento de desgracias ajenas. He terminado, casi, mi trabajo. No me hace falta ni vuestra vida ni la de ningún otro hombre para completar lo que es necesario completar. La única vida que preciso es la mía, y no tardaré mucho en obtenerla. Voy a abandonar vuestro barco en el mismo témpano que me trajo a él, y me dirigiré al extremo más alejado del hemisferio. Allí reuniré el material que adornará mi pira funeraria, y en ella convertiré este cuerpo deforme y horrendo en cenizas, para que no sirva de curiosidad a ningún buscador de gloria que desee crear otro ser tan desgraciado como yo he sido. Moriré, y muriendo no sentiré ningún dolor ni experimentaré insatisfacción alguna ... Quien me dio la vida ha muerto; así pues, cuando yo haya desaparecido, el recuerdo de ambos desaparecerá también. El sol no volverá a calentarme, la brisa no acariciará ya nunca más mis mejillas y las estrellas no me servirán de guía. La luz, el sentimiento y los sentidos formarán parte del pasado, y sólo cuando esto suceda podré encontrar mi auténtica felicidad. Hace algunos años, cuando pude apreciar por primera vez la cálida alegría de la primavera y escuchar el murmullo de las hojas y el piar de los pájaros, cuando creí que todo aquello también había sido creado para mi disfrute! podía haber muerto de felicidad. Pero ahora, emponzoñado como estoy por mis crímenes, destrozados como tengo todos mis sentimientos, ¿dónde podré encontrar el reposo que necesito si no es en la muerte?

¡Adiós, os dejo! Por última vez dirijo mis ojos hacia el ser humano. ¡Adiós, Frankenstein! Si te fuera posible volver a la vida, si todavía quedase en tu alma un rescoldo que alimentase sentimientos de venganza hacia mí, te juro que quedarías más satisfecho con mi triste vida que con mi muerte. Pero las cosas no serán así, porque tú has buscado mi destrucción para poner fin a nuevas y mayores desgracias. Y aun suponiendo que no hayas dejado de sentir, dondequiera que estés no querrás imponerme un castigo mayor que el que padece mi existencia. Tu vida fue desgraciada y miserable; pero peor fue la mía, porque el dolor del remordimiento me seguirá clavando sus puñales hasta que la muerte cierre para siempre las heridas de mi alma.

Pronto, muy pronto -exclamó con solemne entusiasmo-, moriré y dejaré de experimentar lo que ahora siento. Pronto acabaré con estos pensamientos. Ascenderé, gozoso, a mi pira funeraria, y gozaré del dolor que me produzcan las llamas. El fulgor de esta conflagradón se apagará lentamente, el viento recogerá mis cenizas para llevarlas hasta el mar, y mi espíritu encontrará al fin la paz ... Aunque me sea posible pensar, estoy seguro de que ya no será lo mismo, de que todo será distinto a como es ahora. ¡Adiós!

Y saltó por la ventana del camarote al terminar de pronunciar estas palabras, cayendo sobre el témpano de hielo que flotaba a uno de los costados del buque. Las olas le arrastraron en una especie de torbellino y se perdió en la oscuridad de la distancia.


De: Continuación del Diario de Robert Walton - de Frankestein de Mary Shelley


De: Biblioteca Virtual Antorcha



Lovecraft supo leerlo

Sheridan Le Fanu
28 de agosto de 1814 -  Irlanda
Abogado, periodista, escritor.

Casa en alquiler



Había estado mucho tiempo enfermo y mi médico y me aconsejó que fuera a pasar la convalecencia en algún pueblecito tranquilo y soleado de la costa meridional francesa, alejándose del clima húmedo y brumoso de mi pueblo natal irlandés.

Nada especial me retenía en Dublín: sin ser rico, disponía de unos ahorros que me permitían vivir con cierta holgura. Desde hacía mucho tiempo carecía de familia, por lo que decidí, una vez que me sentí con fuerzas suficientes, embarcarme para Marsella.

Mi criado, llamado Jones, me acompañó en este viaje. Antiguo Sargento en el ejército de España del duque de Wellington, era, por entonces, un viejo delgado; enérgico y de unos sesenta años de edad. Yo lo apreciaba mucho, no sólo por la devoción que me testimoniaba sino, además, por las numerosas cualidades que le hacían sumamente valioso.

En Marsella, adonde llegamos a principios del año 1840, me indicaron que había una casa en alquiler en un pueblecito de pescadores de la costa provenzal. Insistieron en que se trataba de un lugar muy bello, de clima agradable y maravillosas panorámicas. Como el alquiler era muy barato, acabe por aceptar, modificando así los proyectos que tenía de establecerme cerca de Nápoles. Días más tarde llegamos al pueblecito de pescadores. La casa, me dijo el agente inmobiliario al entregarme las llaves, había pertenecido durante cierto tiempo a un célebre marino francés, el bailío de Suffren.

Una vez cerrada la puerta, Jones me miró y me dijo , bruscamente, con esa franqueza castrense tan peculiar en él y que yo tanto admiraba:

—Señor, esta casa no me agrada en absoluto.

Me eché a reír y contesté:

-¿Qué le ves de malo? Por mi parte, la encuentro encantadora, exquisitamente amueblada, bien situada y muy soleada.

Jones se encogió de hombros, gruñó algo que no entendí y se dispuso a subir nuestro equipaje. Mi nueva, residencia se componía de una planta baja, en la que estaban situados el vestíbulo, el salón, el comedor y un despacho, y de un piso superior en el que había tres dormitorios para los señores y dos para los domésticos.

El agente inmobiliario había convenido conmigo en que una mujer del pueblo vendría a hacer la limpieza y a prepararnos las comidas. Me senté en un sillón del despacho y me puse a contemplar el mar a través de la ventana, mientras soñaba en las jornadas felices de que disfrutaría durante mi estancia en aquel lugar tan bonito. Instantes después llamaron a la puerta.

-Entre- dije.

Una pobre mujer, doblada por el peso de los, años y la miseria, apareció en el umbral.

-Soy Gabriella, su cocinera.

La manera de presentarse me hizo sonreír, pues se veía qué aquella humilde pueblerina ignoraba el lenguaje ceremonioso utilizado por los domésticos profesionales. Pero no le di la menor importancia, ya que siempre he sido un hombre sencillo y por encima de todo tipo de prejuicios sociales, y aprecio a las personas por sus valores morales y no por su lenguaje más o menos refinado.

-Muy bien, Gabriella, ha sido un placer el conocerla, respondí- En cuanto a su salario y al trabajo que tendrá que hacer en esta casa, ya se arreglara con Jones.

Luego le dije que podía retirarse. Cuando llegó la hora de la cena, tuve que hacer un tremendo esfuerzo, pues la anciana tenía la costumbre de condimentar mucho las comidas. Mas a medida que fue pasando el tiempo, no sólo me acostumbré a ellas, sino que incluso llegaron a gustarme.

A las ocho de la noche, Gabriella regresó a su casa, y yo, cansado por el agotador viaje, decidí acostarme temprano. Le dije a Jones que podía disponer de toda la noche, me dirigí a mi habitación y me metí en la cama. Había cogido una novela francesa de M. Hugo, pero en honor a la verdad, debo confesar que apenas pude llegar a la tercera página; no sé si fue el libro o el cansancio, pero a los pocos minutos. me quedé profundamente dormido.

Un ruido extraño me despertó y habría jurado que en la habitación había alguien más que respiraba jadeando. La oscuridad era total, por consiguiente, no podía ver nada. Nunca he sido un hombre timorato, como lo demuestra mi historial militar durante el tiempo que serví En la India, pero debo confesar que en aquel instante me sentí dominado por un terror espantoso. Me incorporé en la cama y, no pudiendo resistir más aquella tensión nerviosa, grité:

-¿Quién está ahí?

Nadie contestó, pero tuve la impresión, casi la certeza, de que alguien se aproximaba a mí, pues sentía aquella respiración jadeante cada vez más cercana. Volví a insistir, esta vez aún más nervioso: -¿Quién esta ahí?

Algo frío, húmedo y pegajoso rozó mi muñeca. Perdí el control de mis nervios y me puse a gritar con desesperación:

-Jones, Jones, corre, ayúdame, socorro, socorro!

Pero todo permaneció tan silencioso como antes. No Se oía nada en toda la casa, y llegué a la conclusión de que Jones estaría divirtiéndose por los bares del pueblo o, quizá, habría sido víctima, asimismo, de aquella cosa, de mi misterioso visitante. Mis gritos parecieron haber parado en seco el avance de aquel espectro, fantasma o lo que fuese, pues sentía su hálito a la misma distancia.

Como no ocurría nada, acabe por apaciguarme y me convencí de que todo no había sido más que una alucinación auditiva. Fue desagradable, por cierto; pero no tenía nada de qué inquietarme. De todas formas, y para acabar con toda duda cogí el mechero y encendí una vela. Al mismo tiempo que la llama empezaba a brillar, oí unos pasos precipitados y un gran ruido, como producido por un tejido grueso restregado con fuerza.

A la luz de la vela comprobé que en mi habitación, no había nadie más que yo, y cuando me disponía a apagar la luz y volver a dormir, mis ojos se clavaron maquinalmente en el suelo; este estaba cubierto de unas manchas negruzcas que en aquel instante no pude identificar. Me bajé de la cama y examiné con más detenimiento aquellas extrañas manchas. Lo que vi me llenó de horror: unas huellas de pies desnudos partían de la cabecera de mi lecho y se detenían, no delante de la puerta de la habitación como habría sido lógico suponer, si mi extraño visitante era un ladrón como yo sospechaba, sino delante del muro que daba a la parte posterior de la casa. ¿Había atravesado la pared aquella cosa?

Era, imposible; Ningún ser humano puede atravesar un muro de piedra. Como, aquel misterio ya empezaba a ponerme nervioso otra vez, empecé a gritar con todas mis fuerzas, llamando a Jones; mas fue en vano. Entonces tome una decisión que lamentaría durante el resto de mi vida.

Me vestí con rapidez, sin quitar los ojos del muro cogí mi pistola y me acerque al lugar donde desaparecían las huellas. Al examinar éstas de cerca, comprobé que, en efecto, penetraban en el tabique: la prueba era que una de ellas parecía cortada en dos a ras del plinto. Entonces pensé que podía tratarse de un muro giratorio que daba acceso a una escalera secreta. Empujé con todas mis fuerzas en cada centímetro cuadrado de la pared, pero esta no cedía. De repente, oí que en algún sitio del tabique giraban unos goznes invisibles; un rectángulo negro apareció en él, al mismo tiempo que una bocanada de aire pestilente penetraba por mis orificios nasales. Cogí la palmatoria, empuñé mi pistola y franqueé el misterioso umbral. La débil luz que proyectaba mí vela iluminaba una escalera de piedra que se hundía en espiral en las entrañas de la tierra. Me armé de valor y empecé a descender. Llegué a contar trescientos noventa y seis escalones; ya casi ni podía respirar, pero puesto que me había embarcado en aquella aventura, lo lógico era seguir hasta el final, descubrir quién era mi extraño visitante nocturno. Empecé a caminar por un pasadizo estrecho por cuyo suelo avanzaban las huellas. Cuando ya había recorrido unas cien yardas, me vi detenido por una pesada puerta de hierro; la empujé, resistió un poco y, al fin se abrió, produciendo un siniestro chirrido.

Por un instante, una luz intensa me deslumbró; pero una vez que mis ojos se hubieron acomodado poco a poco a la misma, me di cuenta de que me encontraba dentro de una inmensa caverna en la que flotaba una especie de bruma lechosa. Incluso me pareció que aquella luz procedía de esta misma bruma. Unas formas movedizas, que apenas podía distinguir, atravesaban mi campo visual. Sólo veía con claridad las huellas de los pasos que había seguido hasta allí. Entonces me puse a temblar de horror; a la débil luz de mi vela, había podido discernir el contorno de unas huellas de pies humanos..., pero allí comprobé que estaban sangrantes. ¿Qué cuadro macabro iría a descubrir si me aventuraba a proseguir mi camino? Con seguridad algo siniestro y horripilante. De modo que decidí volver sobre mis pasos, subir a mi habitación y abandonar aquella casa al día siguiente. Di media vuelta para buscar la puerta por donde había entrado. Cuál no sería mi estupor y desesperación al comprobar que había desaparecido. En ese momento, una risa sarcástica llegó a mis oídos. Creo que perdí la cabeza y me puse a correr mientras gritaba pidiendo socorro; no sabía adónde iba. Unos ruidos siniestros resonaban en la estancia, mientras sentía que unas cosas inmundas me rozaban, unas formas monstruosas que parecían obstruirme el camino.

Todo esto duró mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo? No lo sé: unos minutos, unos siglos, quizá una eternidad. La bruma era cada vez más espesa y luminosa, mientras unas voces lanzaban alaridos en francés, en inglés, en alemán y en italiano; unas llamadas que yo no comprendía. Y fue entonces cuando comenzó la lluvia de sangre ..., Al principio, gruesas gotas- aisladas, luego una verdadera tormenta de sangre que, sin embargo, daba la impresión de respetar el camino que yo tomase y me facilitaba la huida.

-Michael O'Grady —dijo de repente una voz fuerte que rugió como un trueno bajo las bóvedas de la caverna.

Me sobresalté al oír mi nombre, y tras armarme de un valor ilusorio pregunté temblando:

-Sí, soy yo. ¿Quién es usted? ¿Qué desea de mí?
-¿Quién soy yo? No se lo diré en absoluto. En cuanto a lo que quiero, lo único que deseo es
que me ayude en algo muy importante para mí.

Durante unos instantes permanecí mudo de asombro, y cuando traté de hablar de nuevo, esa voz cavernosa y siniestra retumbó en el hediondo antro:

-En el cementerio de Saint-Tropez hay una tumba sin cruz y sin nombre. Deseo que mañana vaya usted a colocar sobre la losa un ramo de flores, y que haga decir tres misas en la iglesia por el reposo de un alma atormentada. ¿Me promete usted que cumplirá mi deseo?

¿Qué habría hecho usted, lector, en mi lugar? Le prometí que cumpliría todos sus deseos, lo que quisiera. Mi invisible interlocutor prosiguió:

-De, acuerdo. Pero no olvide de cumplir su promesa. Sobre todo, Michael O’Grady, no la olvide.

Hubo un brusco y pesado silencio, preñado de tácitas amenazas, y luego la voz continuó:

-Y ahora, regrese a su habitación.

Se calló, la lluvia de sangre cesó de caer y la puerta de hierro, situada a unos metros delante de mí, empezó a elevarse hasta que quedó completamente abierta. A pesar de mi emoción, no había soltado ni mi pistola ni la vela, y me lancé con rapidez hacia la puerta, corriendo como un gamo por el ahora libre pasadizo.

No sé cómo pude encontrar el camino de regreso; lo cierto es que minutos más tarde me hallaba acostado en mi cama, y después quedé sumido en el más profundo de los sueños, sin tener la más ligera pesadilla. Al día siguiente por la mañana, Jones vino a despertarme. Mientras descorría las cortinas de la ventana, a través de las cuales radiaba el sol de un hermoso día, y se disponía a prepararme el desayuno, yo, poco a poco; me despeje -por completo del sueño de la víspera.

-Dime una cosa, Jones -pregunté-; ¿a qué hora regresaste anoche a casa?
-Entre las once y las doce, Señor.
¿No oíste nada sospechoso?
-No, Señor.

Jones se dispuso a prepararme el desayuno, sin conceder la menor atención a la pregunta, para mí tan importante, que le había formulado. Pero, de repente, se volvió bruscamente, clavó en mí sus acerados ojos y me dijo a quemarropa:

-Ruego al señor que me perdone, pero anoche oí unas cosas muy extrañas, mientras bebía unos vasos en una taberna del pueblo. Resulta que mis impresiones sobre esta casa, aquellas que le expuse ayer al señor, fueron confirmadas por unos pescadores en ese lugar. Me dijeron que esta casa tiene muy mala reputación, y, que jamás ningún inquilino ha permanecido mucho tiempo en ella, desde la muerte del bailío de Suffren. La gente llegaba, pero a los pocos días la abandonaba como Si estuviera habitada por mil fantasmas o por el espectro del difunto bailío. Bueno, eso es lo que me contaron los pescadores.

Como Jones era para mí, más que un doméstico, un amigo, detalle que ya expuse al lector al principio del presente relato, le conté todo lo que me había sucedido durante mi aventura nocturna de la víspera. A medida que le relataba todos los pormenores de la misma, observé que su rostro se endurecía. Cuando termine, Jones movió la cabeza con aire de persona entendida en la materia y dijo:

-Creo, señor, que ya sé lo que ha sucedido. Si me lo permite, voy a hacer una pequeña investigación por mi cuenta para cerciorarme de lo que sospecho.

Acepté curioso la proposición de mí doméstico. Este empezó por examinar el muro. Ya no había ninguna de aquellas huellas sangrientas, ni tampoco ningún fragmento de materia negra Jones trató de encontrar la entrada de la escalera secreta. Fue en vano. Se puso a golpear el muro, tratando de localizar algún punto que sonara a hueco, pero tampoco tuvo éxito en esta tarea. Perplejo, mi pobre doméstico me propuso derribar el muro con un pico y un buen martillo. Me opuse a ello, alegando que la casa no era nuestra como para ponernos a destrozarla., El día era muy hermoso, la atmósfera estaba saturada del perfume de las flores y yo me encontraba de muy buen humor; acabe por decirle al Jones, para disuadirle del todo:

-Escucha, Jones no vale la pena que te calientes más la cabeza tratando de descubrir la puerta secreta. Probablemente he tenido una pesadilla, y Si tuviéramos que hacer caso de todos los sueños, tendríamos para largo. Vamos, déjalo y ocupémonos en otras cosas. Al mediodía, me pareció que Gabriella me miraba de una forma muy extraña, con ojos en los que brillaba una especie de curiosidad malsana., No le habría dado mucha importancia a este detalle si, hacia el final de la comida, no me hubiera murmurado al oído, al pasar junto a mí, las siguientes y misteriosas palabras:

-Saint-Tropez tiene un cementerio muy bonito; creo que al señor le interesaría sacrificar unas horas y visitarlo lo antes posible.

Ah! ¡La miserable vieja! De golpe y porrazo, todos los terrores y angustias de la noche pasada acudieron a mi mente, y sentí unas ansias locas de estrangular con , mis propias manos a la cocinera. Pero me calme casi al instante, pensando que sólo podía tratarse de una simple coincidencia. Por lo demás, ¿cómo podía_Gabriella estar al corriente de aquella espantosa pesadilla?

Después de comer, decidí dar un largo paseo por los alrededores. Jones me acompañó. Nos pusimos a caminar en silencio por las calles de aquel pueblecito de pescadores. Me agradó mucho ver sus casas altas y estrechas, tan cerca unas de otras que habría sido posible saltar de una vivienda a la de la acera de enfrente. Unas mujeres, engalanadas con oropeles multicolores, hablaban en el lenguaje cantarín y animado típico de aquella región. Finalmente llegamos a La Poche, el puerto de los pescadores. El mar estaba tan tranquilo como una balsa de aceite, cosa que me extraño, ya que desde mi infancia estaba acostumbrado al tormentoso océano Atlántico. Algunas velas blancas se divisaban en el horizonte, bajo un cielo azul puro. Me sentía dichoso de vivir en, aquel pacífico y bello pueblecito de pescadores, y olvidé la pesadilla que había tenido la víspera.

Sólo el azar guiaba en aquel instante nuestros pasos, mientras Jones y yo caminábamos por un sendero bordeado de setos en flor. Daba gusto respirar el aire marino y sentir Sobre la piel la calurosa caricia del sol. Una verja de hierro en muy mal estado nos cortó el paso cuando, al llegar al final del sendero, nos vimos obligados a girar a la izquierda; me acerque a ella, la abrí sin ninguna dificultad y momentos después, nos encontrábamos en el interior del cementerio. Aquella sorpresa no me pareció nada extraña, sino una cosa meramente fortuita, que me ofrecía la oportunidad de visitar el cementerio y satisfacer la curiosidad que habían despertado en mí las palabras de mi cocinera. En lugares semejantes, es corriente encontrar tanto bonitas tumbas como emocionantes inscripciones grabadas en ellas. Ese cementerio no tenía el aspecto siniestro y mórbido de nuestros camposantos nórdicos. Jones, que siempre había sido un hombre supersticioso, me dijo que prefería esperarme fuera mientras yo satisfacía mi curiosidad. Le di mi permiso y me puse a recorrer el cementerio, fijándome de vez en cuando en aquellas tumbas que llamaban mi atención. Ninguna de ellas daba impresión de tristeza: las lápidas de color rosa o blanco estaban casi cubiertas por una exuberante vegetación, y daba la impresión de que por todas partes brotaban flores.

De repente, me sentí dominado por una espantosa sensación de terror; me encontraba ante una lápida gris, desnuda, siniestra, sin inscripción ni flores. Una impresión abominable de asco parecía emanar de ella. Algunas imágenes furtivas pasaron por delante de mis ojos. Creí que volvía a oír la extraña voz de la caverna. No pude soportarlo más y salí huyendo.

Aquella misma tarde me marché de Saint-Tropez. Había intentado enterarme de aquello que encerraba esa tumba, pero ninguna de las personas a las que interrogue supo satisfacer mi curiosidad. Cuando oían mi pregunta, se santiguaban y trataban de cambiar de conversación. Nadie sabía nada o, seguramente, nadie quería saber nada... Entonces me acorde de Gabriella; ella sí que podría decirme lo que encerraba la siniestra tumba. La busque por todas partes, pero no pude hallarla; había desaparecido, nadie la había visto. Cualquiera habría pensado que se había volatilizado en el aire sin dejar el más mínimo rastro.

A pesar de todo, cumplí con la promesa que le hiciera a aquello que habitaba en las profundidades de la caverna de la casita que había alquilado; ordene que cubrieran de flores la misteriosa tumba y luego fui a ver al cura del lugar, para pagarle tres misas por el eterno descanso de un alma en pena. Cuando el sacerdote oyó mis palabras, se asombró tanto como si le hubiese preguntado dónde se hallaba la tumba del conde Drácula. Una vez pasado su estupor dijo:

-Lo siento mucho, mas no puedo complacerle. De todas formas, le agradecería que me dijera por qué desea que diga tres misas por un alma en pena. ¿Qué interés le guía al intentar pagarme esas tres misas? Disculpe mi curiosidad, pero es que me extraña mucho.

Entonces le conté toda mi espantosa historia, Sin ahorrar el más mínimo detalle; desde aquella primera noche en que entrara en mi habitación el misterioso y furtivo visitante, hasta el instante en que oí su siniestra voz haciéndome prometerle que depositaría unas flores sobre aquella tumba y haría dar tres misas por un alma en pena.

Observé cómo el sacerdote, mientras yo hablaba, me escuchaba con mucha atención, sin adoptar esa postura, con la que generalmente se suele escuchar el relato de una persona neurótica de mente ardiente e imaginativa, sino todo lo contrario; como si le estuviera contando algo importante e interesante para él. Cuando termine mi relato, el cura permaneció silencioso durante unos segundos, como si estuviera meditando sobre todo lo que había dicho. Luego, se levantó y se puso a pasear, al mismo tiempo que me decía:

-La Iglesia; como usted sabe, desconfía en grado sumo de las visiones y manifestaciones de ese género. A mi juicio, creo que su sueño tiene una causa muy natural, y que esa historia de la tumba misteriosa del cementerio de nuestro pueblo no es más que una simple coincidencia.
-Pero usted también sabe -le respondí respetuosamente que la Casa del bailíode Suffren goza de mala reputación entre los habitantes del pueblo, es decir, todos creen que allí ocurren cosas muy extrañas, como si estuviera embrujada. ¿Qué puede decirme a este respecto? ¿Cuál es su autorizada opinión sobre tan misteriosos hechos?

Mas el sacerdote no pudo o no quiso decirme nada, alegando que hacía poco que residía en Saint-Tropez, pero que, de todas formas, no hiciera caso de aquellas historias de resucitados y duendes a la que tan inclinados son los marineros, sean del país que fueren. Salí de la sacristía con la conciencia en paz. ¿Pero por qué entonces, se preguntará el lector, me marché tan pronto del pueblo, sin querer pasar ni una noche más en aquella casa?

Tenía un motivo muy poderoso; cuando abri la puerta de la casa, oí muy claramente, y Jones, que me seguía, también oyó la voz que me decía:

-Muchísimas gracias, Michael O'Grady.




De: El Espejo Gótico.com