lunes, 16 de septiembre de 2013

Bajo la Serpiente de los Huesos Blancos -17-



La narración escrita más antigua de la Historia nació en Irak:
EPOPEYA DE GILGAMESH


EL DILUVIO MESOPOTÁMICO
(Diluvio: Etimología: del latín diluvium, derivado de diluere, bañar, mojar). Inundación de la tierra o de una parte de ella, debida a copiosas y continuadas lluvias.)

Tablilla XI


-“Gilgamesh, voy a revelarte una cosa oculta,
voy a confiarte un secreto de los dioses.
Hace mucho tiempo los Grandes Dioses
decidieron mandar un diluvio sobre la tierra,
y a mí se dirigieron ordenándome:

-“Destruye tu casa, construye un barco,
abandona las riquezas, busca la Vida que salva,
renuncia a tus posesiones.
¡Embarca en el barco todas las especies vivas!”

Todo lo que poseía lo cargué en el barco,
hice subir en el barco a mi familia y a mis parientes,
hice subir a los animales domésticos y salvajes.
Cuando al amanecer observé el estado del tiempo,
su sola vista infundía espanto.
Durante todo un día la tempestad se desencadenó,
impetuosamente se desencadenó y provocó el Diluvio;
su violencia sobrevino sobre las gentes como una batalla,
a causa de la tormenta no se veían los unos a los otros;
vistas desde el cielo, las gentes no eran reconocibles.

Durante seis días y siete noches,
el viento persistió, el huracán del Diluvio arrasó la tierra.
Al llegar el séptimo día, el Diluvio empezó a pasar,
después de haber luchado como una mujer en un parto.
Observé el mar: el silencio reinaba.
Abrí una ventana, un aire fresco cayó sobre mis mejillas,
me agaché, caí de rodillas, y me puse a llorar.
Entonces los dioses nos concedieron la Vida Eterna
a mi familia y nos llevaron a vivir lejos.
Pero ahora, por ti, ¿quién reuniría a los dioses
para que pudieses encontrar tú también la Vida Eterna?”.

Gilgamesh dijo a Utnapishtim:
-“¿Qué debo hacer?¿A dónde podré ir?
La muerte se ha instalado ya en mi propia cama.
Allá a donde yo lleve mis pies, allí está la muerte”.

Utnapishtim le dijo a su barquero:
-“A este hombre que tú has guiado, cuyo cuerpo está sucio,
llévalo a un lugar donde se lave
y guíalo a su ciudad”.

La esposa de Utnapishtim le dijo a éste:
-“Para venir hasta aquí, Gilgamesh
ha pasado penas y fatigas,
¿qué cosa le darás para que pueda
llevarla consigo a su país?”

Entonces Utnapishtim le dijo:
-“Gilgamesh, te voy a revelar una cosa oculta.
Existe una planta en el fondo del mar,
con púas como las de la rosa,
que si te apoderas de ella,
habrás encontrado la Vida Eterna”.

Gilgamesh ató pesadas piedras a sus pies
que le hundieron hasta el fondo del mar,
donde vio la planta.
La cogió, se soltó las piedras de los pies
y el mar lo arrojó a la orilla.

Gilgamesh dijo entonces al barquero:
-“Esta planta es un remedio contra la angustia,
gracias a ella el hombre puede recobrar la vitalidad.
¡Quiero llevarla a Uruk!”

Ya de vuelta, Gilgamesh y el barquero
se prepararon para
pasar la noche.

Viendo
Gilgamesh una
fuente cuyas
aguas eran
frescas
bajó a ella para
bañarse.
Pero una serpiente olfateó el aroma de la
planta,
se acercó silenciosamente y se la llevó;
nada más tocarla, perdió su vieja piel.
Cuando se dio cuenta de que había perdido la
planta,
Gilgamesh permaneció todo el día acostado,
llorando,
las lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas.
Tomó la mano del barquero y le dijo:
-“¿Por quién han sufrido tanto mis brazos?
¿Por quién he derramado la sangre de mi
corazón?
Yo no he obtenido para mí ningún bien,
¡Y ni siquiera puedo volver al mar a buscar la
planta!”
Continuaron la marcha, y durante los
días del viaje, Gilgamesh pudo
pensar sobre sus aventuras

Cuando llegaron a Uruk, Gilgamesh le dijo al barquero:
-“¡Súbete y paséate por la muralla de Uruk!
¡Contempla sus murallas que son como el cobre!
¡Mira sus columnas que no tienen rival!
Inspecciona sus cimientos,
observa sus ladrillos de adobe.”

Gilgamesh no ha conseguido la inmortalidad,
pero muestra con orgullo las murallas de su ciudad,
reconociendo que al menos, a través de ellas,
será recordado siempre.
Esa es la forma de encontrar la inmortalidad para los humanos,
permanecer en la memoria de los que quedan,
ser recordados por lo que fuimos e hicimos,
he aquí la lección aprendida por Gilgamesh.



Este poema no constituyó en sus orígenes una unidad argumental, sino que se compuso mediante la yuxtaposición de diversos textos sumerios en torno a dos ciclos épicos diferentes: uno de ellos de naturaleza fantástica y con Enkidu como héroe de la narración; el otro, creado a partir de hechos de carácter realista, tendría por protagonista a Gilgamesh, quinto soberano de la I Dinastía postdiluviana en la ciudad de Uruk - en las proximidades del Golfo Pérsico - alrededor del 2650 a. C.
Los ciclos poéticos tanto de Enkidu como de Gilgamesh, en un principio pertenecientes a la tradición oral popular, fueron recogidos por los paleobabilónicos, quienes pudieron traducirlos del sumerio al acadio ya en el segundo milenio - 2100 a. C. - 1800 a. C. Aprox. -. El poema fue reelaborándose a medida que avanzaron los siglos hasta adquirir su forma definitiva ya en manos de los asirios, considerándose la fecha tope de esta última etapa el 650 a. C.

El poema consta de doce tablillas y en ellas se van a narrar las aventuras de Gilgamesh, déspota de Uruk, representante del hombre civilizado, quien, en uno de los primeros pasajes significativos, va a enfrentarse a Enkidu, encarnación del hombre salvaje. Tras el proceso civilizador que éste va a experimentar al quedar enamorado de una hieródula, y después de haberse enfrentado a Gilgamesh, quien le derrota - victoria de la civilización frente a la naturaleza salvaje -, los dos héroes se dirigen al Bosque de los Cedros, donde han de batirse con el gigante Khumbaba. Una vez cumplida su tarea, se encontrarán con la diosa Ishtar - Venus en la mitología latina -, quien enamorada de Gilgamesh y siendo despechada por el héroe, decide vengarse pidiendo ayuda a Anu, su padre, que creará el Toro Celeste con el fin de acabar con los protagonistas. Sin embargo Enkidu va a vencer al Toro y, a continuación, colérico, cometerá una terrible ofensa contra la diosa. La afrenta del ser humano contra una divinidad provoca la ira de los dioses, quienes no decidiéndose a acabar con Gilgamesh, pues en sus dos terceras partes es de naturaleza divina, deciden hacerlo con Enkidu.

Hasta aquí los siete primeros cantos. A partir de este momento, Gilgamesh, aterrado por el descubrimiento de la muerte, emprende una atormentada huída en busca de la inmortalidad. El poema pasa a convertirse en la expresión de un grito de ansiedad y terror de marcado carácter existencialista. En su necesidad de encontrar la Vida, recorrerá tierras, atravesará montañas nunca antes alcanzadas por hombre alguno, va a surcar el mar en la barca de Urshanabi, sin embargo, nadie puede señalarle dónde se encuentra Enkidu ni cómo puede evitar él mismo el destino que ha sufrido su compañero. A continuación buscará a Utnapishtim, único superviviente del Diluvio Universal, a quien le fue concedida la inmortalidad por los dioses a fin de perpetuar la especia humana; éste, para comprobar si Gilgamesh es capaz de alcanzar la inmortalidad, le somete a una prueba consistente en aguantar siete noches sin dormir. Gilgamesh, agotado, cae dormido a las pocas horas. Derrotado, acaba por retornar a su hogar. Sin embargo, a instancias de la esposa de Utnapishtim, averigua que bajo las aguas de un río existe una planta milagrosa que concede la eterna juventud a quien la posee. Gilgamesh logra alcanzarla, pero, para su desgracia, una serpiente se la roba y el héroe regresa de nuevo a Uruk.

De: Poema de Gilgamesh: El conflicto del héroe
      © Guillermo Aguirre Martínez 2010
      Espéculo - Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

"La poesía es lo que queda cuando desaparecen las palabras” - Vladimir Holan

16 de setiembre de 1905 - República Checa



La gruta de las palabras


No entra impunemente el joven
con su luz en la gruta de las palabras. 
Audaz, presiente apenas donde se encuentra. 
Joven, aunque ha sufrido, no sabe lo que es el dolor. 
Sabio antes de tiempo, se escapa sin haber entrado
Y alega, como excusa, la inmadurez de su edad. 
¡La gruta de las palabras! 
Sólo el verdadero poeta, y por su cuenta y riesgo, 
pierde, delirando en ella, las alas
y con ellas, la manera de someterlas, de nuevo, a la gravedad
y no menoscabar esa fuerza que atrae hacia la tierra. 
¡La gruta de las palabras! 
Sólo el verdadero poeta regresa con su silencio
para encontrar, ya viejo, a un niño que llora
abandonado por el mundo en su umbral.



Hay


Hay destinos
donde lo que carece de temblor no es sólido.

 Hay amores
en los que el mundo no te basta, falta un pasito.

 Hay placeres
en los que te castigas por el arte, pues el arte es pecado.

Hay momentos de mutismo
en que la boca de la mujer hace pensar que el pudor es sólo
cuestión de sexo.

Hay cabellos teñidos por un meteoro
donde es el diablo quien hace la raya.

Hay soledades
en las que miras sólo con un ojo y miras sólo sal.

Hay momentos de frío
en los que estrangulas palomas y te calientas con sus alas.

Hay momentos de gravedad
en los que sientes que has caído ya entre los que caen.

Hay silencios
que debes expresarlos tú, ¡precisamente tú!



Cuando llueve en domingo


Cuando llueve en domingo y tú estás solo,
completamente sólo,
abierto a todo, pero no llega ni un ladrón
y no llama a la puerta ni el borracho ni el enemigo;
cuando llueve en domingo, mientras tú estás abandonado
y no comprendes cómo vivir sin cuerpo
y cómo no vivir puesto que tienes cuerpo;
cuando llueve en domingo y, sólo, no eres más que tú,
¡No esperes ni hablar contigo mismo!
Entonces el ángel es el único que sabe
lo que hay encima de él,
Entonces el diablo es el único que sabe
lo que hay debajo de él.
El libro sostenido, el poema al caer…



Noche de insomnio


Estaba solo, completamente solo,
incluso el sueño nocturno me había abandonado…
De pronto me pareció oír no unas palabras sino unos sonidos,
unos sonidos siempre en tres suspiros
Como viento y harina…
“¿Qué puede ser eso? ¡No hay tiempo que perder!”,
mascullé, y enderezándome el cabello con un trago de vino
me puse en pie y, desnudo, palpé en la oscuridad
y un momento después la negra fiebre de mi mano
abría el armario… En su interior las polillas agitaban los trajes…
Soy más mortal que mi cuerpo…


De: Hoyesarte.com



Al alba


Sí, es el alba... Ropa sucia
sobre el cuerpo lavado de una hermosa...
Tocar, ah, sólo tocar,
¡mas de la nada ni tan siquiera el sueño!
También tú, allá abajo, te esfuerzas en vano de alto en alto,
pues quien se ha sumido en la poesía
ya nunca se saldrá.

Versión de Clara Janés



Cita


Lluvia sin árboles... Húmedo heno...
Apertura del gas... Nube frita en la sartén de la luna...
Parpadeo... Guiño... Desaparición de las formas...
Casi tropieza con la carretilla de tierra del cementerio...

"¿Me quiere usted?"   -Sí.
"¿Me ama?" -No.

Versión de Clara Janés



Detenido por una mujer...


Detenido por una mujer a las puertas de una ciudad desconocida
le supliqué: Déjeme pasar, sólo entraré
para salir de nuevo y volveré a entrar sólo para salir,
porque la oscuridad me da miedo como a todos los hombres.

Pero ella me dijo:
«¡Pues yo he dejado allí la luz encendida!».



No es


No es indiferente el lugar donde estamos.
Algunas estrellas se acercan entre sí peligrosamente.
También aquí abajo hay separaciones violentas de amantes
sólo para que el tiempo se acelere
con el latido de su corazón.

Las gentes sencillas son las únicas que no buscan la felicidad...

Versión de Clara Janés


De: poesia@amediavoz.com



Muro


¿Por qué te pesa el año,
por qué así se rezaga?
Durante quince años hablé
al muro
y al muro solo arrastro aquí
desde mi infierno
para que él
os lo diga todo…



HE AQUÍ EL MURO


He aquí el muro al cual
(en el momento menos esperado)
y como si quisiera sorprender
llama un enfermo incurable
y nadie le responde...Puede
que sea precisamente aquél que, un día,
negándose a vivir en pareja, se decidió a
duplicarse, y por ello a ir contra sí mismo.

Ese muro es testigo...




HACIA LA POESÍA


Tú no sabes de dónde viene este camino
que no te llevará a ninguna parte.
Pero poco te importa, porque ha estado lleno de encantos,
mujeres, milagros y deseos de libertad,
has visto como si un caballo hubiera perecido bajo un ángel
y el ángel hubiera seguido a pie, éste es el camino
del olvido de uno mismo, sólo después
has conocido el dolor del hombre,
pero también el de Dios, que también husmeando la felicidad,
Dios, ese amante desgraciado...




POESÍA
   

    Si un hombre no se siente perdido,
    está perdido para todo lo que sucede en los demás
    y lo que a él ha de sucederle.
    Y así perdido escribe una carta y un sobre,
    la sella y subraya: ¡ Ábrase después de mi muerte !
   
    Pero estar perdido y resistir, y tener
    la luna ya en el libro, pero la noche sólo en la lectura,
    no conocerse ni fin ni orilla,
    no estar solo, pero estar perdido,
    es como si el dolor propio y alguno ajeno
    engendrase un tercer corazón.
   

Versión de Josef Forblesky ( Barral Editores, 1970)




EUROPA


Todas las prisiones del mundo están construidas con las piedras
que cayeron sobre Jerusalén.

Y las manos de los ricos continúan haciéndolo,
así que no pueden dar ni la menor limosna.

Crece, pues, una cárcel tras otra
y casi todos estamos presos en ellas

y perecemos en ellas como si Dios mismo deseara
estar en nosotros tan sólo sin nosotros...



La Voz Humana


La piedra y la estrella no nos imponen su música,
las flores callan, las cosas parece que ocultan algo.
Los animales niegan en sí, por nuestra causa,
La armonía de la inocencia y el misterio.
El viento tiene siempre el pudor de una simple señal
y lo que es el canto, lo saben sólo los pájaros enmudecidos
a los que el día de Nochebuena echaste una gavilla sin trillar.
Les basta existir y eso es inexpresable. Pero nosotros,
nosotros sentimos miedo, y no sólo en la oscuridad,
sino que, incluso en la fecunda luz,
no vemos a nuestro prójimo
y aterrados hasta un conjuro violento
gritamos: ¿Estás ahí? ¡Habla!



Mi Lámpara


De noche, al apagarla, en mi silencio
puedo oírla rezar.
Cansada ya de arder, de tanto estar en vela
frente a la oscuridad del mundo,
ruega, no sé en qué lengua solitaria,
por ti, por mí, por todos los que doblan,
atormentados, el último periódico
y en sueños apartan la sombra de sus letras,
como quien ya no indaga, aunque le importe,
cuánta vida nos guarda la tierra todavía
cuando mañana se despierte.




De: sites.google.com



Cinco fechas marcan la existencia de este autor irrepetible: la ocupación nazi de 1938; la Segunda Guerra Mundial, en el 39; la liberación de 1945 y, de manera categórica, el establecimiento de un gobierno comunista en Checoslovaquia en 1948. Ese año, desde la desvergüenza, se le acusa de estar inmerso en un “formalismo decadente”. Su obra deja de publicarse; se prohíben sus libros. Como respuesta, inicia su definitivo encierro que no depondrá ni cuando se le levante oficialmente su condena al silencio y en 1963, tras la llamada Primavera de Praga, vuelva a ser publicado. Aunque nunca había dejado de estar porque, como alguien apuntó: ¡Cuánta había sido su presencia en la ausencia!
Ese encierro, argumenta Clara Janés, pronto hizo de Holan un mito porque, siendo su realidad vital, tiene un alto carácter simbólico y, paradójicamente, se constituye en gesto de una libertad inexpugnable.

Clara Janés, su íntima amiga y espléndida traductora al español, recuerda que cuando en 1984 el checo Jaroslav Seifert recogía el Premio Nobel de Literatura comentó que lo aceptaba en nombre de los poetas de su generación, de la que era el último superviviente, pues otros, como especialmente Holan, lo habían merecido. “Como tendréis curiosidad por saber quien de nosotros era el mejor poeta, –escribió Seifert–, os lo revelaré directamente: era Vladimir Holan, el ángel negro”.

De: hoyesarte.com



“La España finisecular no estaba preparada para mujeres de su talla” - Alicia Jurado

Emilia Pardo Bazán
16 de setiembre de 1851 - La Coruña


La mariposa de pedrería


Érase que se era un mozo muy pobre, y vivía en una guardilla de las más angostas y desmanteladas de la gran capital. Los muebles del tugurio se reducían a dos sillas medio desfondadas, un catre con ratonado jergón, una mesilla mugrienta, un tintero roñoso y un anafre comido de orín. El mozo -a quien llamaré Lupercio- cubría sus carnes con traje sutil de puro raído y capa ya transparente. Las botas, entreabiertas; por ropa blanca, cuatro andrajos de lienzo; por corbata, un pingo. Así es que Lupercio sufría grandes fatigas y rubores, y cuando al salir a la calle para comprar un panecillo o diez céntimos de leche se cruzaba con alguna niña bonita, limpia y bien puesta, ardiente oleada de fuego le subía al rostro.

Para evitar el bochorno de que las mujeres se fijasen en su pergeño, sólo salía al anochecer, cuando es más fácil pasar inadvertido entre la gente que por las calles se codea y empuja. Entonces Lupercio, llevado por la marejada del gentío, veía y hasta rozaba cuerpos gallardos, recibía el rayo de fulgurantes pupilas, sentía el roce eléctrico de la seda crujidora y aspiraba bocanadas de finas esencias. Sus ojos ávidos seguían al tren de lujo, maceta de donde emergen, blandamente columpiadas, aristocráticas flores. Detrás de los vidrios de las tiendas alzábanse pirámides de botellas de vinos generosos, y la luz se filtraba al través de su vientre con reflejos de oro y de sangre. Otros escaparates presentaban el libro nuevo, gentil, de lustrosa cubierta, o el rancio infolio, clave del pasado. Y Lupercio temblaba de fiebre, de ansia de amar, de gozar, de aprender, de vivir.

Una noche subió a su guardilleja más calenturiento que nunca. Encendió mortecina lámpara, abrió la ventana para que el tabuco se ventilase y, dejando caer la cabeza sobre la mano, poco tardó en rezumar por entre sus dedos lágrima abrasadora. Alzó la frente, miró al anafre y se le ocurrió que en él estaba el remedio de cuantos males hay en el mundo. Estas cosas, lector amigo, de cien veces que se piensen, dígote en verdad que no se hacen una. Lupercio, que realmente estaba triste, triste hasta morir, de pronto cogió la pluma, la sepultó en el roñoso tintero, la paseó sobre un fragmento de papel... y salieron renglones desiguales, los primeros que había compuesto nunca. Cuando terminó la composición, o lo que fuese, el mozo vio, a la luz de la mortecina lámpara, posado sobre su tintero, un insecto extraño, fúlgido, deslumbrador: una mariposa de pedrería.

Su abdomen era de una perla oriental: de esmeraldas su corselete; sus alas de rubíes y brillantes, y al remate de sus antenas temblaban, como gotas de rocío, dos cristalinos solitarios de incomparable pureza. Lo más encantador de la mariposa es que, siendo de pedrería, estaba viva, pues al tender Lupercio la mano para cogerla, voló la mariposa y fue a posarse más lejos, a la orilla de la mesa. El mozo se quedó sobrecogido; si se empeñaba en cogerla, de fijo que la mariposa huiría por la ventana abierta. Renunciando a perseguir al resplandeciente insecto, Lupercio se contentó con admirarlo.

La mariposa tenía, sin duda alguna, luz propia, porque apartada de la escasa de la lámpara, centelleaba más, proyectando irisados reflejos sobre toda la guardilla. Y es el caso que, a la claridad emanada de la mariposa, así se transformaba la vivienda de Lupercio, que no la conocería nadie. Invisibles tapiceros revistieran las paredes de telas, cuadros, espejos y colgaduras; del techo pendían arañas de veneciano vidrio y cubría el suelo alfombra turquesca de tres dedos de gordo. ¡Qué metamorfosis! En las Gorgonas de Murano se deshojaban rosas: sobre un velador árabe tentaban el apetito frutas, dulces y refrescos; blancas melodías de laúd acariciaban el aire y, abriéndose sutilmente la puerta, una mujer, digo mal, una diosa, envuelta en gasas tenues y sin más tocado que las rubias hebras de febeo cabello, se adelantó, tomó del velador una granada entreabierta, reventando en granos de púrpura, y se la ofreció a Lupercio con lánguida sonrisa... Todo este misterio duró hasta que la mariposa, desde el borde de la ventana, alzó su vuelo, perdiéndose en la oscuridad de la noche.

Aunque al volar la mariposa de pedrería la guardilleja volvió a su prístina y natural fealdad, miseria y desaliño, desde aquel día Lupercio no pensó en la muerte. Tenía un interés, una esperanza: que repitiese su visita la encantada bestezuela. Y la repitió, en efecto, al conjuro de la pluma mojada en tinta y los renglones desiguales. Volvió la mariposa, y esta vez convirtió la guardilla en jardín tropical, poblado de naranjos y palmeras, donde vírgenes africanas ofrecían a Lupercio agua fría en ánforas rojas estriadas de plata y azul. Así que se habituó a responder al conjuro, la mariposa fue transformando la mansión de Lupercio, ya en gruta oceánica, con náyades, corales y espumas, ya en bahía polar que alumbra boreal aurora, ya en patio de la Alhambra, con arrayanes y fuentes de mármol, donde se leen versículos del Corán; ya en camarín gótico, dorado como un relicario...

Mientras tanto, un periódico imprimía los versos de Lupercio -porque versos eran, ya es hora de confesarlo- y, poco a poco, los fue conociendo, estimando y luego admirando el público. Tras la admiración y el aplauso del público vino la envidia de los rivales, la curiosidad de los poderosos y la protección de algunos más inteligentes; con la protección, un poco de bienestar; luego, algo que pudiera llamarse desahogo y, por último, una serie de felices circunstancias -herencia, lotería, negocios-, la riqueza. Lupercio vivió, amó, gozó, rodó en carruaje al lado de pulcras damiselas, con trajes de seda de eléctrico roce..., y no necesito decir que, impulsado por el aura de la fortuna, fue bajando, primero de su guardilla al piso segundo; después, del segundo al primero, hasta que resolvió construir para su residencia un lindo palacio, a orillas del mar, en Italia. Había en él jardines, salones, tapicerías, brocados, alfombras, objetos de arte; en suma, cuanto pudo soñar Lupercio en la guardilla de los años juveniles.

Sin embargo, su mujer, sus hijos, sus amigos, sus criados, le veían cabizbajo, abatido, deshecho y notaban que, de día en día, se iba agriando su carácter, y ennegreciéndose su humor, y rebosando en él tedio y hastío. Nadie se explicaba el cambio, porque nadie sabía que la mariposa de piedras, la maga de la guardilla, la que también había frecuentado el piso segundo y honrado alguna que otra vez el principal, no se dignaba apoyar sus patitas de esmalte en el reborde de las ventanas del palacio, abiertas siempre en verano como en invierno, para dejarle franca la entrada.

Lupercio se ponía de pechos en la rica balconada de mármol que dominaba el jardín, y desde la cual se divisaba la extensión del golfo de Nápoles y se oía el murmurio de sus aguas, y miraba a las estrellas por si de alguna iba a bajar la mariposa; pero las estrellas titilaban indiferentes y, de mariposa, ni rastro. Lupercio abría a centenares botellas de generosos vinos -de aquellos que en la mocedad le tentaban como un sueño irrealizable-, y en el fondo espumoso del cristal no dormía la mariposa tampoco. Lupercio comía granadas con algunas risueñas beldades muy aficionadas a la fruta, y tampoco en el seno de púrpura se ocultaba la mariposa maldita, la de las alas de rubíes...

¿Qué si había muerto? ¡Para morir estaba ella! Sabe, ¡oh lector!, que las mariposas de pedrería son inmortales. Sólo que la tunanta no tenía ganas de perder el tiempo con gente machucha, y andaba transformando en palacio, jardín o edén otro domicilio modesto, donde un mozo soñador garrapateaba no sé si verso o prosa...



Figura señera en la evolución de la conciencia de "género"
para la mujer y la cultura de España.
El siguiente cuento y otros hechos de su vida
así lo revelan.

Náufragas


Era la hora en que las grandes capitales adquieren misteriosa belleza. La jornada del trabajo y de la actividad ha concluido; los transeúntes van despacio por las calles, que el riego de la tarde ha refrescado y ya no encharca. Las luces abren sus ojos claros, pero no es aún de noche; el fresa con tonos amatista del crepúsculo envuelve en neblina sonrosada, transparente y ardorosa las perspectivas monumentales, el final de las grandes vías que el arbolado guarnece de guirnaldas verdes, pálidas al anochecer. La fragancia de las acacias en flor se derrama, sugiriendo ensueños de languidez, de ilusión deliciosa. Oprime, un poco el corazón, pero lo exalta. Los coches cruzan más raudos, porque los caballos agradecen el frescor de la puesta del sol. Las mujeres que los ocupan parecen más guapas, reclinadas, tranquilas, esfumadas las facciones por la penumbra o realzadas al entrar en el círculo de claridad de un farol, de una tienda elegante.

Las floristas pasan... Ofrecen su mercancía, y dan gratuitamente lo mejor de ella, el perfume, el color, el regalo de los sentidos.

Ante la tentación floreal, las mujeres hacen un movimiento elocuente de codicia, y si son tan pobres que no pueden contentar el capricho, de pena...

Y esto sucedió a las náufragas, perdidas en el mar madrileño, anegadas casi, con la vista alzada al cielo, con la sensación de caer al abismo... Madre e hija llevaban un mes largo de residencia en Madrid y vestían aún el luto del padre, que no les había dejado ni para comprarlo. Deudas, eso sí.

¿Cómo podía ser que un hombre sin vicios, tan trabajador, tan de su casa, legase ruina a los suyos? ¡Ah! El inteligente farmacéutico, establecido en una población, se había empeñado en pagar tributo a la ciencia.

No contento con montar una botica según los últimos adelantos, la surtió de medicamentos raros y costosos: quería que nada de lo reciente faltase allí; quería estar a la última palabra... «¡Qué sofoco si don Opropio, el médico, recetase alguna medicina de estas de ahora y no la encontrasen en mi establecimiento! ¡Y qué responsabilidad si, por no tener a mano el específico, el enfermo empeora o se muere!»

Y vino todo el formulario alemán y francés, todo, a la humilde botica lugareña... Y fue el desastre. Ni don Opropio recetó tales primores, ni los del pueblo los hubiesen comprado... Se diría que las enfermedades guardan estrecha relación con el ambiente, y que en los lugares solo se padecen males curables con friegas, flor de malva, sanguijuelas y bizmas. Habladle a un paleto de que se le ha «desmineralizado la sangre» o de que se le han «endurecido las arterias», y, sobre todo, proponedle el radio, más caro que el oro y la pedrería... No puede ser; hay enfermedades de primera y de tercera, padecimientos de ricos y de pobretes... Y el boticario se murió de la más vulgar ictericia, al verse arruinado, sin que le valiesen sus remedios novísimos, dejando en la miseria a una mujer y dos criaturas... La botica y los medicamentos apenas saldaron los créditos pendientes, y las náufragas, en parte humilladas por el desastre y en parte soliviantadas por ideas fantásticas, con el producto de la venta de su modesto ajuar casero, se trasladaron a la corte...

Los primeros días anduvieron embobadas. ¡Qué Madrid, qué magnificencia! ¡Qué grandeza, cuánto señorío! El dinero en Madrid debe de ser muy fácil de ganar... ¡Tanta tienda! ¡Tanto coche! ¡Tanto café! ¡Tanto teatro! ¡Tanto rumbo! Aquí nadie se morirá de hambre; aquí todo el mundo encontrará colocación... No será cuestión sino de abrir la boca y decir: «A esto he resuelto dedicarme, sépase... A ver, tanto quiero ganar...»

Ellas tenían su combinación muy bien arreglada, muy sencilla. La madre entraría en una casa formal, decente, de señores verdaderos, para ejercer las funciones de ama de llaves, propias de una persona seria y «de respeto»; porque, eso sí, todo antes que perder la dignidad de gente nacida en pañales limpios, de familia «distinguida», de médicos y farmacéuticos, que no son gañanes... La hija mayor se pondría también a servir, pero entendámonos; donde la trataran como corresponde a una señorita de educación, donde no corriese ningún peligro su honra, y donde hasta, si a mano viene, sus amas la mirasen como a una amiga y estuviesen con ella mano a mano... ¿Quién sabe? Si daba con buenas almas, sería una hija más... Regularmente no la pondrían a comer con los otros sirvientes... Comería aparte, en su mesita muy limpia... En cuanto a la hija menor, de diez años, ¡bah! Nada más natural; la meterían en uno de esos colegios gratuitos que hay, donde las educan muy bien y no cuestan a los padres un céntimo... ¡Ya lo creo! Todo esto lo traían discurrido desde el punto en que emprendieron el viaje a la corte...

Sintieron gran sorpresa al notar que las cosas no iban tan rodadas... No sólo no iban rodadas, sino que, ¡ay!, parecían embrollarse, embrollarse pícaramente... Al principio, dos o tres amigos del padre prometieron ocuparse, recomendar... Al recordarles el ofrecimiento, respondieron con moratorias, con vagas palabras alarmantes... «Es muy difícil... Es el demonio... No se encuentran casas a propósito... Lo de esos colegios anda muy buscado... No hay ni trabajo para fuera... Todo está malo... Madrid se ha puesto imposible...»

Aquellos amigos -aquellos conocidos indiferentes- tenían, naturalmente, sus asuntos, que les importaban sobre los ajenos... Y después, ¡vaya usted a colocar a tres hembras que quieren acomodo bueno, amos formales, piñones mondados! Dos lugareñas, que no han servido nunca... Muy honradas, sí...; pero con toda honradez, ¿qué?, vale más tener gracia, saber desenredarse...

Uno de los amigos preguntó a la mamá, al descuido:

-¿No sabe la niña alguna cancioncilla? ¿No baila? ¿No toca la guitarra?

Y como la madre se escandalizase, advirtió:

-No se asuste, doña María... A veces, en los pueblos, las muchachas aprenden de estas cosas... Los barberos son profesores. Conocí yo a uno...

Transcurrida otra semana, el mismo amigo -droguero por más señas- vino a ver a las dos ya atribuladas mujeres en su trasconejada casa de huéspedes, donde empezaban a atrasarse lamentablemente en el pago de la fementida cama y del cocido chirle... Y previos bastantes circunloquios, les dio la noticia de que había una colocación. Sí, lo que se dice una colocación para la muchacha.

-No crean ustedes que es de despreciar, al contrario... Muy buena... Muchas propinas. Tal vez un duro diario de propinas, o más... Si la niña se esmera..., más, de fijo. Únicamente..., no sé... si ustedes... Tal vez prefieren otra clase de servicio, ¿eh? Lo que ocurre es que ese otro... no se encuentra. En las casas dicen: «Queremos una chica ya fogueada. No nos gusta domar potros.» Y aquí puede foguearse. Puede...

-Y ¿qué colocación es esa? -preguntaron con igual afán madre e hija.

-Es..., es... frente a mi establecimiento... En la famosa cervecería. Un servicio que apenas es servicio... Todo lo que hacen mujeres. Allí vería yo a la niña con frecuencia, porque voy por las tardes a entretener un rato. Hay música, hay cante... Es precioso.

Las náufragas se miraron... Casi comprendían.

-Muchas gracias... Mi niña... no sirve para eso -protestó el burgués recato de la madre.

-No, no; cualquier cosa; pero eso, no -declaró a su vez la muchacha, encendida.

Se separaron. Era la hora deliciosa del anochecer. Llevaban los ojos como puños. Madrid les parecía -con su lujo, con su radiante alegría de primavera- un desierto cruel, una soledad donde las fieras rondan. Tropezarse con la florista animó por un instante el rostro enflaquecido de la joven lugareña.

-¡Mamá!, ¡rosas! -exclamó en un impulso infantil.

-¡Tuviéramos pan para tu hermanita! -sollozó casi la madre.

Y callaron... Agachando la cabeza, se recogieron a su mezquino hostal.

Una escena las aguardaba. La patrona no era lo que se dice una mujer sin entrañas: al principio había tenido paciencia. Se interesaba por las enlutadas, por la niña, dulce y cariñosa, que, siempre esperando el «colegio gratuito», no se desdeñaba de ayudar en la cocina fregando platos, rompiéndolos y cepillando la ropa de los huéspedes que pagaban al contado. Solo que todo tiene su límite, y tres bocas son muchas bocas para mantenidas, manténganse como se mantengan. Doña Marciala, la patrona, no era tampoco Rotchschild para seguir a ciegas los impulsos de su buen corazón. Al ver llegar a las lugareñas e instalarse ante la mesa, esperando el menguado cocido y la sopa de fideos, despachó a la fámula con un recado:

-Dice doña Marciala que hagan el favor de ir a su cuarto.

-¿Qué ocurre?

-No sé...

Ocurría que «aquello no podía continuar así»; que o daban, por lo menos, algo a cuenta, o valía más, «hijas mías», despejar... Ella, aquel día precisamente, tenía que pagar al panadero, al ultramarino. ¡No se había visto en mala sofocación por la mañana! Dos tíos brutos, unos animales, alzando la voz y escupiendo palabrotas en la antesala, amenazando embargar los muebles si no se les daba su dinero, poniéndola de tramposa que no había por dónde agarrarla a ella, doña Marciala Galcerán, una señora de toda la vida. «Hijas», era preciso hacerse cargo. El que vive de un trabajo diario no puede dar de comer a los demás; bastante hará si come él. Los tiempos están terribles. Y lo sentía mucho, lo sentía en el alma...; pero se había concluido. No se les podía adelantar más. Aquella noche, bueno, no se dijera, tendrían su cena...; pero al otro día, o pagar siquiera algo, o buscar otro hospedaje...

Hubo lágrimas, lamentos, un conato de síncope en la chica mayor... Las náufragas se veían navegando por las calles, sin techo, sin pan. El recurso fue llevar a la prendería los restos del pasado: reloj de oro del padre, unas alhajuelas de la madre. El importe a doña Marciala..., y aún quedaban debiendo.

-Hijas, bueno, algo es algo... Por quince días no las apuro... He pagado a esos zulúes... Pero vayan pensando en remediarse, porque si no... Qué quieren ustés, este Madrid está por las nubes...

Y echaron a trotar, a llamar a puertas cerradas, que no se abrieron, a leer anuncios, a ofrecerse hasta a las señoras que pasaban, preguntándoles en tono insinuante y humilde:

-¿No sabe usted una casa donde necesiten servicio? Pero servicio especial, una persona decente, que ha estado en buena posición..., para ama de llaves... o para acompañar señoritas...

Encogimiento de hombros, vagos murmurios, distraída petición de señas y hasta repulsas duras, secas, despreciativas... Las náufragas se miraron. La hija agachaba la cabeza. Un mismo pensamiento se ocultaba. Una complicidad, sordamente, las unía. Era visto que ser honrado, muy honrado, no vale de nada. Si su padre, Dios le tuviere en descanso, hubiera sido como otros..., no se verían ellas así, entre olas, hundiéndose hasta el cuello ya...

Una tarde pasaron por delante de la droguería. ¡Debía tener peto el droguero! ¡Quién como él!

-¿Por qué no entramos? -arriesgó la madre.

-Vamos a ver... Si nos vuelve a hablar de la colocación... -balbució la hija. Y, con un gesto doloroso, añadió:

-En todas partes se puede ser buena...



De: Biblioteca Digital CiudadSeva


De: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes:
... “Emilia empieza a publicar artículos de divulgación científica en la Revista Compostelana, en una sección titulada «La ciencia amena»; pero ya se está gestando su primera novela, Pascual López, situada en Santiago de Compostela, obra que los críticos consideran floja. Pasa luego a una vida de San Francisco de Asís, pero vuelve a la novela con Un viaje de novios, donde ya se advierte la influencia de Emile Zola. Interesada por el naturalismo francés, escribe sobre ese tema una serie de artículos que reúne en un libro, La cuestión palpitante; aunque ella insiste en que la obra es sólo expositiva, se la cree una defensa del naturalismo, doctrina derivada de una filosofía determinista que niega el libre albedrío y, por lo tanto, la moral. Estalla el escándalo. Se la acusa de ensalzar doctrinas ateas y, aunque ella insiste en considerarse una católica ferviente, el libro amenaza hasta la paz conyugal. Le han preguntado a Quiroga cómo pudo permitir que su mujer lo publicase, y él le prohíbe a Emilia que siga escribiendo. La obra monumental de la prolífera señora demuestra que el marido no tuvo éxito, pero el matrimonio empezó a distanciarse y terminó, si no en divorcio, en alejamiento y en indiferencia.
Financia con su herencia una revista mensual, el Nuevo Teatro Crítico, de cien páginas escritas por ella sola. Cada número tiene un cuento, un estudio crítico literario, semblanzas de escritores, ensayos sobre cuestiones sociales o políticas, viajes e historia. Vive de polémica en polémica, pero esta combativa mujer es capaz de escribir una frase admirable: «Defiendo mis ideas, mis obras que se defiendan ellas, y si no pueden, señal de que merecen sucumbir»

Alicia Jurado