viernes, 25 de enero de 2013

Susana Matteo... bajo la lupa de Sherlock Holmes...





En defensa de su genealogía, como buen hijo de Conan Doyle, afirma Sherlock que SUSANA MATTEO merece una exposición más completa.
Gustosos, compartimos la proposición. Las razones superan la simple cortesía.

En principio, por la humildad de su postura, ya que aprender es el lema con el que sigue transitando en este espacio del Centro PERRAS NEGRAS; aprender fue su objetivo primario, cuando integró otros Talleres: Enrique Estrázulas, Sylvia Lago y Jorge Arbeleche, Rodolfo Fatorusso, Escuela de Cine,...

Interesante resulta subrayar que Susana no es una mera “dilettante” de estos ámbitos. Su producción, publicaciones y premios, revelan un compromiso real con la escritura. Los registros fotográficos y textos que publicamos constituyen una breve muestra de esa comunión.

El más relevante quizá resulte el augurio (¿tal vez fue bendición?) que nuestra JUANA de IBARBOUROU estampó en una cartita, a raíz de un Concurso Escolar al que Susana se presentó, tan pequeña y ya fascinada por la creación.
Pero no les robaremos la oportunidad de experimentar por ustedes mismos la impresión que pueda causarles el contenido de esa respuesta, sintetizadora también de la majestuosa sencillez de Juanita. Tengan ustedes todo el placer de leerla:














Con Ana María Pepe, en el Ateneo, en ocasión de recibir el Premio Primera Mención al Concurso Dramatúrgico convocado por esa Institución.














Con Marcelino Duffau



  


























Fragmento de la obra









En CUERPOS APASIONADOS, una publicación colectiva anterior del Centro, como integrante del TALLER DE PASIONES LITERARIAS,  figura SUSANA MATTEO así:



Hay una estrella federal en mi balcón que inventa un gesto nuevo.
Y yo escribo y leo.
A mi derecha una pila silenciosa de papeles.
A mi izquierda otra pila estruendosa de papeles.
Al frente la pantalla, me digo: son mis letras.
Hojas sin título, piedades.
                                                                         Helena Corbellini


                                                                                     Cuando Helena Corbellini trasluce su piedad ante el silencio de una hoja en blanco, me atrevo a imaginar que recuerda a Borges en su peregrinaje incansable detrás de la huidiza palabra; tan efímera cuando el corazón demanda a gritos expresarse; tan impotente cuando el papel es un destinatario mudo y sordo.
                                                               Y así voy yo, escribiendo y describiendo ideas, leyendo y releyendo a otros tantos peregrinos incansables. Como paria transitando en busca de mi hogar: un territorio en donde las hojas ya no sean blancas, ni mudas, ni sordas.
                                                                     Susana Matteo

            (Finalista en diversos concursos literarios nacionales e internacionales. Algunas de sus obras narrativas y dramáticas figuran en Antologías latinoamericanas. En el presente año ha publicado “¡Qué pedazo de familia"! 




HAIKUS I



Un rayo de luz
ilumina mi rostro:
mirada de Dios.






HAIKUS II

En la calleja
un árbol ha caído.
La sombra llora.







MARIPOSA DEL CREPÚSCULO



            Desde las entrañas del gris atardecer, de pronto, la luz de un relámpago.
         La estructura blanca del alto edificio se recortó indiferente entre las nubes oscuras y violáceas: surgieron puntiagudas, amenazantes, como un cielo rocoso, y en la cortina de lluvia se desvanecieron.
Fue el instante.
El aire se pobló de imágenes. Toda su vida desfilando ante el ventanal. En su mente, tal vez viboreó un “ahora o nunca”. La sentencia rozó sus labios. Un instante... Y el cuerpo yació nueve pisos abajo.
         “Es la esfinge rubia”, dijeron los vecinos.
         “Fue una mariposa del crepúsculo”,  replicó la tormenta.  







SAUCE



Sé que aún antes de que te viera nacer
empezaste a nutrirte de las profundidades de esta tierra,
de esta cuna y féretro inevitable de los que somos mortales.
Con mil dedos te aferraste y decidiste crecer.
Aunque el verano abrasador insistiera en resquebrajarte,
aunque los vientos y aguaceros laceraran tu débil cuerpo,
te mantuviste de pie.
Y no fue fácil.
Te encorvaste a veces, te hamacaste otras,
siempre más fortalecido,
gambeteándole al destino
empeñado en ser mezquino... o fatal.
Justo a vos te llamaron llorón...
pero soy yo el que lagrimea
para despedirte hoy.










Obra colectiva del Taller de PASIONES LITERARIAS
del CENTRO DE FORMACIÓN HUMANÍSTICA PERRAS NEGRAS
presentado en la Biblioteca Nacional en 2008.









Susana se ha presentado a los Concursos convocados por el Club Naval en los últimos años.
Los ejemplares recogen cincuenta de los cuentos seleccionados; en 2012, Susana ocupa el décimo lugar. En la foto, en la entrega de libros, con María del Carmen Iglesias, otra de las ganadoras.
























¿Bisnieta de Conan Doyle?

SUSANA MATTEO






Me gusta analizar y deducir. En mis narraciones me aventuro a conjeturar e investigar sin descanso– y que me disculpe Conan Doyle- al mejor estilo Sherlock Holmes.

 Susana Matteo









Asfixia


Escuché desde adentro la llave en la cerradura. Adiviné a mi padre del otro lado, tambaleando y la llave cayendo al piso junto al rosario de palabrotas. Enseguida,  los nudillos golpearon con furia la puerta. No necesitaba ni acercarme. Le costaba respirar y al exhalar se podía oler el vino vomitado sobre el pecho. Cada noche se infiltraba como una oleada nauseabunda en los muebles, pegándose sobre nuestra ropa. ¿Ya llegaste?, le preguntó  mamá. Me dieron ganas de decirle ¿y a qué otro borracho esperabas? No tengas miedo, me repetía, después que él entraba. Aunque él nunca se metió conmigo. Al fin llegaba el repertorio. ¿No hay nada decente para comer en esta casa? Ah, ¿pero pensás comer, todavía? ¡Noo¡, no sólo pienso, sino que quiero. Mirá qué ejemplo le estás dando a tu hijo. No me jodas, mujer,– y generalmente y, a lo mejor por rabia, lanzaba en ese momento su eructo asqueroso y decía algo como…-: así que vos no lo pariste.
Antes de transportarme a mi rincón preferido, todavía el sonsonete continuaba. Te prenden  a la máquina del sistema y después cuando te consiguen enfermar, te tiran a la basura. Te ahogan, te sacan hasta el último soplo de vida.  Con mamá, nos teníamos que aguantar el murmullo quejoso y cuando él parecía irse desvaneciendo sobre la cama, ella aprovechaba a  decirle lo de la plata del seguro de paro que se iba en vino y él, ya casi dormido, rezongaba: Ya te va a tocar. Cuando no puedas sacarle la mugre a tus patrones, te van a fletar. Y, ahí, la voz se desdibujaba en  sus ronquidos. Entrecortados, arrullándolos con un silbido final, arrancando como el motor de una moto. La voz de mi madre me llegaba desde la cocina, subía por  los cuatro escalones y llegaba hasta el altillo que era mi cuarto. Vos no te acuestes sin comer, nene. ¡Ay que rabia! Ronquidos y más ronquidos. Si pudiera hacerlo callar, tapándolo con la almohada. El silencio era momentáneo, como si él lo adivinara. Desde la cocina, tan próxima a mi cuarto, la voz insiste entre el golpeteo sobre la carne: los niños no pueden irse a dormir sin haber comido, decentemente. Ya sé, más que empanar la milanesa, la está matando a golpes. Ya voy, termino de estudiar y bajo. Había llegado a la parte más interesante y no podía dejarlo: “Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...” Es un genio este Quiroga, no dejaba de pensar, mientras leía.
Cerrá la banderola, rezongó mi madre. Es un peligro, cualquiera más o menos menudo se puede colar por ahí. También se puede salir, murmuro. Escapar. Respirar aire fresco.
La calle estaba desierta. Ya era tarde y mis pasos atravesaron el patio, siguieron por el empedrado de la calle, se toparon con el cordón de la vereda. Me di cuenta de la casa cuando estaba frente a mis ojos. Todas las mañanas,  mi madre entraba por esa puerta y yo continuaba el rumbo hacia la escuela. Lindo jardín, un jazminero en la entrada, un porche con columnas elegantes, una ventana, una mesa grande con mantel blanco, copas y vasos, unas botellas con  vino o refrescos -esto, no podría asegurarlo-, varios platos y alrededor, el hombre y su mujer.  Hablaban tranquilamente entre ellos, sin gestos raros.  ¡Pobre, doña Irma, todavía en la fajina¡ La reconocí porque, además de compañera de laburo, es una buena amiga de mi madre. Arrastraba los pies y apenas si podía con una fuente llena de comida. Pobre vieja, ya no puede más. Alcanzo a ver la enorme lámpara sobre ellos, con una luz tan brillante. Mucho lustre en los bronces, mucho cuidado en el cristal de murano, cuenta siempre mi madre, mi pobre vieja. Me distrajo la imagen de la niña en la otra ventana de al lado. Tan cheta, tan hueca, por lo que sé. Se está mirando al espejo, mientras se alisa el pelo largo: un cuarto grande, todo de color rosa, hasta el acolchado. Parece que le está hablando a algo sobre la cama. ¿Qué es, un almohadón, un muñeco peludo? No, no puedo creerlo, mueve la cola. Es un gato negro que se retuerce cuando ella lo mira. Lo acaricia y lo besa y el muy pelotudo se despereza. Gatito, gatito, la oigo al acercarme más, sintiendo en la cara el roce perfumado de la cortina. Me sorprendo con unos golpes suaves detrás de la puerta. Espero. Doña Irma, arrastrando los pies, se asoma después del permiso para entrar. No había notado el rengueo tan doloroso de la pobre vieja. Le avisa que hay que ir a comer. Ah, claro, en esa casa no se llama a comer, allí se cena. El estúpido gato se sigue desperezando, mientras me siguen persiguiendo las voces: te tiran a la basura, te ahogan, te sacan hasta el último soplo de vida. Y después los interminables ronquidos y más ronquidos. ¡Ay, qué rabia! Si pudiera hacerlos callar. Pobre vieja, apenas si puede caminar al lado de la gurisa que se adelanta, como si nada, al comedor. Arrastra una pierna y después la otra para andar. Una brisa y la cortina sobre mi cara me recuerdan que el misifús sigue desperezándose sobre la colcha. Estira una pata, luego la otra. Sus pupilas verdes entre dormidas se encuentran con las mías. Un pequeño terremoto nervioso nos recorre a los dos. Pero, creo que son diferentes. ¿Qué sensación habrán tenido los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini ferráz? Gatito, gatito, que sedoso tiene el pelo. Tenso trata de huir, pero yo lo detengo imitando unos sonidos. Una ligera entrada y salida de aire desde la garganta, sin llegar a tronar como mi padre. Gatito, misi, qué lindo almohadón, tan mullido y calentito, le susurro. Otro espasmo nos sacude a los dos. Otra vez, Intenta escapar. Aprieta los músculos bajo la presión de mis manos sobre el almohadón. Lo siento en mis palmas. Aprieto más fuerte, más fuerte todavía. Esta noche una niña tendrá dolor de estómago, quizás hasta vomite. Gritará, llorará. Y sigo luchando contra la obstinación gatuna. Contra sus dedos que intentan defender con las agujas filosas de sus uñas, el último soplo de vida. Finalmente se relaja, el sonido porfiado de sus gemidos se apaga. Extiendo el negro cuerpecito lánguido, dormido profundamente sobre el almohadón.
El golpe me anuncia que la última milanesa ha sido empanada y el cuerpo de otra sobre el aceite hirviendo, acercará el llamado. El puré humea en la fuente sobre el mármol de la cocina. ¡Ufa¡, ¿terminaste de estudiar? Cuando te metés en esos libros ni me ponés atención. Mil veces te lo pregunté ¿Qué dijiste mamá?  Que si la milanesa la querés con el arroz o con el puré. Me da lo mismo, le respondo, mientras me llega la respiración pausada y demasiado profunda de mi padre.




Coraje taurino

  
El sol se desperezaba en el horizonte cuando el Gobernador bostezó su felicidad frente al espejo. No era para menos: el gran día había llegado: por centésimo año se festejaría la libertad que aún se gozaba en la isla.
 Por eso, la contemplación de la flota naval  desplegada ya armoniosamente a la entrada del pueblo, le infundió la necesaria energía para agilizar sus preparativos. Se alejó de la ventana con una sonrisa de satisfacción: “Qué hermosos lucen hoy nuestros navíos!”. Sí, sus antepasados habían concebido la más genial de las estrategias al haber conservado únicamente las tropas de mar: eran el resguardo adecuado, se fatigaban con tareas pacíficas que beneficiaban la economía y hasta podían representar el ancestral ideal de belleza.
Bastón de mando en mano y saludando con la amabilidad que le era reconocida por todos los ciudadanos, se dirigía a la plaza principal, mientras muchos jóvenes y niños procuraban la mejor exhibición de sus habilidades malabaristas,  con la secreta intención de que él o los jueces acompañantes, los seleccionaran para la competencia central de ese día.
Su estructura física descolló de inmediato en la plaza aunque, claro está, el exceso  de ciento veinte quilos distribuidos en un metro noventa y cinco le podían ser perdonados a un personaje tan magnánimo como el Señor Gobernador.
En los pasadizos circundantes del ruedo, deportistas y toros (entiéndase que cada especie en su lugar) practicaban diversos calentamientos y pergeñaban las técnicas más astutas que después expondrían. Pero casi nadie los advertía porque por el momento, el abigarrado público de las graderías ejercía el control de la seducción: torsos torneados por sugestivos corcés; cuellos, brazos y piernas ajorcados en oro, turquesa, amatista, rubí; bucles y ondas enmarcando algunas osadas miradas mediterráneas que pretendían la invitación del obeso y amable mandatario, viudo hacía tres años. Él parecía más interesado en los lubricados cuerpos de las hermosas gimnastas, que sobre la pista habían empezado a trazar sus piruetas al son de diferentes ritmos músicales. Sin embargo, para el Gobernador no hubo más objeto de pasión que el centro del ruedo cuando atletas y toros descollaron. Muchachas y varones ágiles como gacelas, uno a uno iban prendiéndose temerariamente de los cuernos para que el salto sobre la bestia tuviera el ímpetu exacto de una acrobacia.  ¿Qué si era bravo? No se podría certificar... pero...¡cómo corría!
         –Este toro... es mi favorito... para largarlo en los mil metros llanos –le dijo el Gobernador al Ministro de Deportes, mientras trataba de  cercarse la dentadura postiza, expulsada por la fuerza de la carcajada que su propia ocurrencia le había provocado.
–Como Usted habrá observado, este deporte es completísimo –acotó el Ministro, incapaz de reprimirse como consejero ni siquiera en una instancia de tanto solaz-. Exige un equilibrio físico, mental y, además, emocional. ¡Se necesita mucha audacia para enfrentarse a quinientos o seiscientos quilos de picardía animal!
–Tiene razón, amigo mío –respondió el gobernador, ya en el umbral del éxtasis.
       Los diestros domadores a lazo, los condujeron a la exacerbación. La Alcaldesa, con sus palmas enrojecidas, como las de todos los presentes, estatuyó la creación  “ipso facto” de una comisión de  fotógrafos que   plasmaría  ese reto a la gallardía y precisión en un mural a colocar  en la entrada principal del Ayuntamiento.
         En el intermedio del espectáculo, luego del almuerzo con los mandatarios, el Ministro de Deportes, con palabras embriagadas de emoción y tufillo alcohólico esputó:
 –Como usted comprenderá, Señor Gobernador, a mí, poco me importa si el vencedor es, el humano o el toro. Lo que me interesa... es... que ambos atletas demuestren sus aptitudes y actúen según su entrenamiento...Pero... esta exhibición... ¡es mucho más que eso! ¡La tauromaquia es ...la consagración... del ritual pasional!
El asesor no pudo concluir su línea de pensamiento porque un griterío generalizado se arremolinó desde un tumulto  que despedía una densa polvareda. Unos  bufidos más que elocuentes astillaron los oídos de los interlocutores: un semental de musculatura satinada y astas amenazantes giraba con una  furia solo mensurable por el vaho creciente exhalado por sus orificios nasales
       –La negrura de la muerte es la marca de ese toro –murmuró el Ministro, siguiendo sin pestañar el rumbo de los giros.
–¡Cállese la boca! ¡No sea agorero, hombre! –pronunció el Jefe de Estado, en un tono inadecuado para el protocolo, pero oportuno para la decisión del toro. Al percatarse que había sido descubierto por el noble animal, balbuceó:
 –Tranquilo, muchacho, yo no soy tu tipo.
Y como el toro, todavía, decidiera interiorizarse, personalmente, en su elección, el gobernador acentuó algo más agitado: 
 –¿No ves que no soy atleta?
El ministro de deporte, que había humedecido el pañuelo sin sacarlo del bolsillo de sus pantalones, continuaba perturbado, pese a que un pelotón de personal, especialista en casos de emergencia, se estaba apostando en el lugar. De pronto, no soportó más aquel estado de estúpido letargo. Sus nervios, al fin y al cabo, podrían estallar en cualquier momento.  Es que el semental, parecía haber sido hechizado por el gobernador. Sus pupilas taurinas, negras y vivas, presas de una fascinación increíble, no dejaban de medir, palmo a palmo, el largo y el ancho de su novel hallazgo.
–¿No era usted el especialista en materia de  entrenamientos, mi estimado señor ministro? –declaró el gobernador, simulando una risita que terminó en una mueca cuando el toro inclinó sus astas y rascó con su pezuña, corta y redonda, el suelo, definiendo su situación con otro descomunal bufido. Este acto detuvo el avance del ministro y de  la guardia, de inmediato. “No es posible –pensó el gobernador – soy el rehén del toro”. Rápidamente  agregó ante la exclamación general:
       –Que haya calma, por favor  -y murmurando amablemente al ministro continuó-:
 –Señor ministro haga algo antes de que a este toro se le ocurra exigir monedas de oro y mi más veloz medio de transporte  para salir conmigo de aquí.
          Ante los transeúntes que no podían dar crédito a lo que veían, el ministro de deporte, hizo caso omiso a las medidas de cautela sugeridas por la vigilancia, por los atletas, los mandatarios de otros gabinetes que se estaban aproximando, e inclusive médicos y personal  veterinario y se interpuso entre el toro y su gobernador. Algunas exclamaciones se escucharon: “!Qué muestra de coraje!”; “¡Qué aventurado! “¡Esa es la mejor prueba de fidelidad!”; “¡Qué idiota!”: Por ventura, los veterinarios con su tranquilizante actuaron con mayor rapidez y eficacia que  la guardia nacional, y luego más calmados, retornaron alegremente cada uno a lo suyo. Calma, que aprovechó el gobernador para agradecerle, con creces, a su ministro y preguntarle si todavía seguía sin importarle quien era el vencedor.
        Esa tarde, antes de que el sol, ebrio de emociones y algarabía, extendiera su manto cobrizo sobre la isla dorada, una bella mujer morena ejecutaba su doble salto mortal por entre las astas de un negro toro bravío.








        


Estrenando otro espejo

MARTA MALÁN

      

 ¿Cómo autopresentarme, si ni siquiera sé cómo soy?
         Creo firmemente en el cambio personal dado por el crecimiento continuo, derecho inalienablemente humano.
         A muy temprana edad aprendí que, a pesar de nuestras miserias, leer me hacía libre. Pero ahora también sé que lo soy más al escribir. Una colega y amiga me ayudó a redescubrirme.

 Marta Malán
 




Confusión





         Debo estar estresado. No recuerdo qué pasó hoy de mañana. Sólo sé que por mi ventana entreabierta se colaba el sol, sus tibios rayos me hicieron sentir que estaba en una época del año muy bonita. ¡Oh, sí, señor! La primavera. También me acuerdo del olor, ese aroma tan particular del jazmín que tengo debajo de la ventana del dormitorio. ¡Y luego,… nada!

         Sin embargo estoy en esta habitación, que es mi habitación, sentado en mi escritorio. Tengo unas hojas delante de mí y en mi mano un lápiz. ¡Qué raro! Me he sentado a escribir aquí pero no he preparado un mate para acompañarme. No importa. Ya lo recordaré más tarde. Pero… ¿qué tengo que recordar? ¡Ah! Que debo sacar la basura. Sí, eso, y sobre todo esa silla que tiene la mala costumbre de cambiarse de lugar y me provoca al tropiezo constante con ella. Y eso que he hecho lo posible para que nos entendiéramos a buenas. Probé todas las maneras. Comencé halagándola, que era hermosa, su diseño lo elegí hace años producto de una fantasía; con mis dedos acaricié su respaldo sintiendo el calor de su madera pulida. Pero no, no le gusta que la adulen. Probé entonces con voz autoritaria, vestigio de mi vida en un país con golpes de Estado; la amenacé: que la picana, que la iba a separar de sus hermanas, etc. Nada. Opté entonces por ignorarla. Y en esas estamos, dale que dale cambiando de lugar.
        
         ¿Pero, cómo? ¿No estaba sentado frente a mi escritorio? Mis hojas desaparecen bajo un chorro de agua, ¡Ah! ¡Con que esas tenemos! ¡Estás convenciéndolos!, ya lo sé, ¡es un complot! Ya se les pasará. ¿Que les dedique más tiempo a ustedes? ¿Qué decís? No te parece bastante que tenga que laburar para que vos tengas un lindo forrito, vos esa cera que tanto te gusta, vos ese almohadón que tanto abrazás y a vos… ¡bah! ¿Qué hablo? ¡Siempre pidiendo más y más! Está bien ser un poco desconforme, ¿pero no se les está yendo la mano, che? ¡Shhh….! ¿Por qué toda esta gente? ¿Dónde están  mi escritorio y mis hojas? ¿Mis libros? ¿Mi…?





Juegos



             ¡Cuántos soldados hay! Paso entre ellos rozando mi cara con sus hojas. “¡Seba, ponete derecho que torcés la fila!” Con mis manos trato de ubicarlo mejor, pero es muy terco. Doy patadas en la tierra para ver si lo ayudo. No quiere. Me vuelvo al frente. Los miro de nuevo; me gusta mucho mirarlos. Yo digo: hoy un príncipe necesita que lo ayudemos; es de un lugar donde hay elefantes y andan en ellos; los ladrones lo agarraron y vamos a salvarlo. Me tiro al suelo y me arrastro entre los terrones. Mi ejército me sigue. “¡Los ladones están escondidos detrás de esas piedras!” Saco mi revólver de una de las cananas que tengo en la cintura ¡Bang! ¡Bang! “¡Ay! Tengo una pierna lastimada. ¡No importa!!“ La arrastro imaginándome que me duele.
         En eso mamá me ve en la quinta y me pide que le lleve choclos. Así que me levanto, me enfrento a mi ejército y digo: ¡”Dame tu revólver! “Obvio que elijo los mejores. Se los dejo a mamá y en eso ¡brrruuumm! Fernando que pasa corriendo y me da un pellizcón.  ¡Lo saco carpiendo! Trato de correr sólo con las puntas de los pies, me parece que así voy más rápido. Corremos entre las higueras en el fondo; se escapa al taller donde papá nos dice que ahí está todo sucio y que salgamos y que “cuidado con  la fosa”. Pero ya Fernando entró en la casa. No lo alcanzo y yo me río. Ya tenemos que dejar de jugar, hay que comer y después la escuela.
         Voy al rosal y pinchándome todita saco unas rosas para llevárselas a mi maestra que es muy buena. Fernando ya está pronto, pero yo todavía no tengo atada la túnica porque no tengo manos atrás, así que mamá me la prende y me la ata. ¡Quiero tener una túnica que se prenda adelante! Espero que cuando sea más grande la tenga.




Pedacito de espejo




         Daniel no me entiende.
         Para él todo es tan fácil. Yo ya debería haber aprendido que es muy cómodo. “Nada de problemas” me dice siempre, “que ya tengo los míos, arreglate como puedas.” ¡Seguro! ¡Yo sí puedo! Debo ser mujer, ama de casa, amante, cajera y…. hacerme sola responsable de eso. ¡Cómo si fuera sólo mi culpa! A veces me pregunto qué hice para merecerlo; repaso mi vida, mis aciertos, mis errores. No gano nada quejándome y buscándole la vuelta.
         Mientras me voy metiendo cada vez más en mí, Daniel pregunta algo que no alcanzo a escuchar. Le digo que me lo repita pero él sigue leyendo su periódico. Pienso que esta situación nos va alejando. Todo lo que habíamos depositado en el proyecto de nuestra vida juntos se está yendo al garete. Le digo que tenemos que hacer algo, llevarlo a un lugar adecuado y pedir orientación. Él dice que no, que no hay plata. “¿Para qué? Enfermo no está, ¿lo oís toser?, ¿llora de dolor?, ¿tiene fiebre? No vengas ahora con macanas. Siempre la misma discusión sin sentido”.
Es cierto, es una discusión donde en realidad no hay comunicación. Yo, que tengo miedo de nombrarlo y aceptarlo, y él… él, en realidad, de sentirse defectuoso y fracasado.
         Me levanto y voy hasta el dormitorio. No al nuestro sino al otro. Lo miro. Trato de ver reflejados nuestros caracteres, ver un pedacito de mí, de Daniel. Pero no, no existe un pedacito de espejo donde reflejarse. Su cara me resulta vagamente familiar, creo que la he visto en algún lugar, en algún niño, en algún adulto. No lo tengo claro.
         Sólo sé que me siento sola. Y lo tomo entre mis brazos y lloro.




No puedo



         Me está permitido estar en el patio sólo una vez al día.
         Desde mi ventana, viendo ese pajarillo posado en la rama del único árbol que es posible distinguir desde aquí, ya no siento lo mismo que algunos meses atrás. Esa impotencia de no ser como él ya se va desvaneciendo de a poco. La rutina me va ganando, además de la edad.
         ¿Cuándo comenzó todo esto? ¿Cuándo empezó el proceso que me convirtió en lo que soy?
          Mi destino era otro, estoy segura. No sé en qué parte del camino tomé la senda equivocada. Fui siempre de clase obrera, con secundaria completa pero sin plata para ir a estudiar a Montevideo. Mis viejos no lo podían hacer, trabajaban de peones en una estancia.Yo no quería eso para mí ni para ellos.
         Mi ida al pueblo cercano a buscar trabajo... quizá ese fue mi error. “¡Las estructuras sociales están para que se mantengan!”, deberían decirnos, y agregar: “Heredarás el trabajo de tus progenitores, nada de querer salirte”. Pero yo quería un trabajo digno y llevarlos a papá y a mamá conmigo, ¡qué ingenua! Sobrevaluada para algunos empleos y para otros sin título, terminé limpiando las suciedades de muchos y escuchando sus miserias. Eso sí, también tuve mis buenos momentos encargándome de los niños de los señores Márquez. ¡Qué amorosos! ¡Lástima que duró tan poco! Hasta que se fueron al extranjero. Eso valía la pena. Jugar con ellos haciendo de caballito, vestir al gato, ¡volver a ser niña otra vez! ¿Para qué? La vida está hecha de retazos, como el pantalón de un payaso, hacemos piruetas como las fieras domesticadas y cuando damos un triple salto mortal creyendo que abajo tenemos una red, resulta que damos contra el pavimento. Y llega el dolor. ¿Quién hace el papel de mago creándonos la ilusión de que es posible lo imposible? Aún no lo sé, pero ayudantes hay a montones. Ese señor Beltrán era uno. Con su cara bonachona, su sobrepeso, su calva brillante, su andar pausado, todo su aspecto invitaba a la confianza, aunque sus ojos, esos ojos negros que nada dejaban ver. Pero, ¿quién lo diría?
         ¿Si siento culpa? Fue para reírse cuando me lo preguntaron. ¿Por qué había ido? ¿Cómo no lo iba a hacer si tocaba limpieza general? ¡Claro! Debería haber entendido lo de limpieza general. El sólo recordarlo me repugna.Todo sucedió tan rápido. El señor Beltrán en la cocina, el cuchillo, y de repente la noche...
         Ven aquí, pajarillo, a mi ventana. Mis manos ya no tienen sangre.



 Me duele la vida



         “¡Hipócrita!” me digo, mientras lo miro. No encuentro las palabras para expresar lo que pasa por mi interior: bronca, cariño, decepción, amargura; se mezclan en mí y no logro que alguno gane la batalla. De repente mi boca vomita de manera lenta los valores en los cuales creímos y nos enorgullecíamos de tenerlos en común; ¿dónde están? Un silencio se estanca entre los dos.
         Levantando su mirada me dice “Mirá, no sé por qué lo hice, no es excusa, pero no tengo otra…. no miré las consecuencias...” Interrumpiéndole contesto “Obvio, siempre te he dado nuevas oportunidades, pero pensé que las cosas habían quedado claras…Me prometiste, ¿te acordás?, me prometiste que no volvería a pasar y creí que tu palabra iba más allá de un papel. Eras mi sostén cuando lo necesitaba, mi cable a tierra, tu palabra sagrada… ¿sabés que creía en vos, más que en un amigo o un hermano”? Ya no me mira, su cabeza gacha, sus hombros rendidos. Parece que le queda un poco de dignidad, sabe que no tiene argumentos; de un manotazo ha tirado nuestra relación a la basura y no hay marcha atrás... no esta vez.
         Me duele la decisión  como a veces me duele la vida. “Sé que debo dejar de lastimarme, ya basta de pagar culpas que me han y me he impuesto, tengo derecho a vivir sanamente”, me digo, mientras busco inconscientemente las palabras justas, no hirientes, pero sí justas y le digo “Sabés que hubiera dado mi vida por vos. Todo esto me ha mostrado que no podés salir de tus mierdas y no puedo ni quiero que me arrastres a ellas. Nunca pensé que habría un final entre nosotros y menos de este modo. Tuviste opciones y tomaste decisiones que me involucraron sin pedírtelo. Hacete responsable de ellas”. Intento moverme, pero mi cuerpo no responde. Era verdad que estaba dispuesta a darte mi vida, ya no siento dolor… y percibo mi último latido.   





MARTA es docente de Química
y una lectora voraz de todos los géneros literarios, prueba  fehaciente de que
ciencia y arte  pueden ser hermanas.




Una piecita del puzzle de la Vida


Esthela López






La única obligación, en cualquier período vital, consiste en ser fiel a ti mismo.
Richard Bach


         Esthela López Duarte nació el 4 de marzo en Sarandí del Yi, Durazno.
         Cursó los seis años escolares en la Escuela Rural Nº 64 de su querido Paraje La Alegría, en la 7ª sección de La Paloma.
         Sus indomables sueños y ganas de encontrar la empujaron a abandonar su pueblo con sólo quince años.
         Pero los grandes artistas allí nacidos fueron indeleble luz de faro para que, suspendida de su fiel lápiz, flote hoy sobre las aguas -a veces crudas, a veces cálidas- del inmenso mar de la literatura.
         A veces siente miedo, a veces un estado de gloria la desborda; no importa; es lo que buscaba: decir cómo es su viaje. Porque su decir es una piecita irreemplazable del complejo puzzle que es la Vida.






La taberna del Diablo




         “Tab-er-na del Dia-blo” leyó con dificultad el muchacho. Era de noche y la escasa iluminación de aquella edificación de bloques crudos no permitía certeza.
         Cuando ingresó al salón, algunos datos con que lo habían ilustrado resultaban fidedignos: “mostrador de tablas rústicas apoyadas en tres caballetes, dos heladeras, pocas mesas, repletas las paredes de cuadros regalados por visitantes notables y, si te animás a atravesar el pasillo, al fondo están los cuartitos del placer, che. ¡Qué hembras, gurí!¡Cinco yeguas nada despreciables en estos parajes¡ Ahora, si vas de día, no sé, che; siempre anduve de noche por la taberna”.
         El joven pidió permiso a algunos parroquianos y se acodó:
         _ Un sándwich y agua mineral, por favor.
         Una mujer madura, maquillados en exceso sus lindos ojos y ceñido el abundante pecho en un corsé de raso verde, colocó la bandeja ante él y acomodó plato y vaso con cierta sensualidad.
         _  Gracias, señora... Pero no se vaya. Perdone. Necesito preguntarle si Marina está.
         _  Soy yo, cariño, ¿qué deseás? ¿Acaso...? -e insinuaron el movimiento de un beso gastado sus labios humedecidos de rojo, mientras la mano izquierda buscaba sostén en la cintura.
         _  Otro whisky, si fuera tan amable- interrumpió un hombre de barba rala que ojeaba un mapa.
         _  Sí, señor, enseguida- dijo la voz ronca de doña Marina.
         Cuando terminó de servir el pedido, se dio cuenta de que el joven ya no estaba. Pronto lo olvidó; nunca le faltaban aspirantes a gozar de su fama de “completa a la hora de atender pacientes”.
         De día, camioneros y viajantes solían detenerse a tomar café. Así que dormir hasta tarde era un lujo que la patrona no podía concederse. Siete y media serían cuando, desperezándose todavía, avanzaba distraída. El año anterior había ganado lo suficiente para colocar piso de cerámicas en el pasillo; había elegido aquellas baldosas blancas y negras porque ese era el pasadizo que conducía a los otros juegos. De pronto lo vio: una especie de aro rojo; lo levantó y entonces notó la medalla de imagen irreconocible  que  pendía de la cinta torneada por el tiempo y el tacto. Un sudor frío le conquistó todo el cuerpo; un salto felino la introdujo en la pieza donde se guardaban provisiones y secretos. Abrió desesperadamente cajas y valijas hasta que la encontró y, sin dudar un instante de su pecado, se apuntó al pecho y apretó el gatillo.
         El médico de la zona no quiso correr el riesgo de abrirle la mano izquierda; tan férreamente apretada estaba, aunque unas hebritas rojas intentaban escapar.
         El Sargento García cubrió el cuerpo con una manta que, bien dobladita, protegía un cofre; con la urgencia, la tapa y un montón de alhajas rodaron por el suelo; en el fondo del arconcito, una hoja amarillenta les llamó la atención por una herrumbrada alfiler de gancho que la atravesaba, sosteniendo trece fragmentos de cinta bebé roja. Una grafía casi infantil había anotado trece nombres, masculinos y femeninos. El policía murmuró: “¡Y yo que no le creía! Es la letra de ella. Yo creía que eran delirios de madama. ¿Vio, doctor?  Se estaba marchitando de a poco la Marina; me daba lástima. Por eso pensé así. Muchas veces me dijo que había tenido hijos y que los había regalado a casi todos. ¡Trece tuvo...! Parece que crió a cuatro, y dos o tres, no me acuerdo bien ahora, se le murieron. A los demás los dio en adopción. Antes de entregarlos, les ponía un nombre de pila y en la muñeca izquierda les colocaba una pulserita de cinta roja y un dije chiquito de la Virgen María. A los nuevos padres les hacía prometer que conservarían esas marcas por siempre. ¡Qué invento, no? Ahora que me pongo a cavilar... digo yo... ¿quién le habrá puesto el nombre a la taberna, eh,  doctor?






¡Siempre escondida, vos, Soledad!




¿Es casualidad o ya estaba escrito que mi vida fuera tan solitaria? He estado pensando mucho en esto últimamente. ¿Estaba escrito exclusivamente para mí o hay trazas de esa sutil condena en la historia de todos los seres humanos? Seguramente no todas las biografías registran una almohadita rosa ni un galpón que parecía ubicado en el revés del mundo, ni a Travieso, el único habitante que rumbeaba decidido para allí... Tampoco tengo ganas de andar averiguándolo... Ahora quiero revisar esas imágenes; que el corazón las limpie de hasta el más leve roce de trampa. ¿Por qué nunca las había interpretado así?  La familia nunca me veló lo que había ocurrido. ¡Al contrario! Apenas crecí, alguien se interesó en contarme.
Mamá había quedado embarazada de nuevo cuando yo cumplí los seis meses y, como corría ciertos riesgos, la trasladaron a Montevideo. De mis hermanos mayores se encargó una tía, y yo permanecí en casa, con mi adorada abuela paterna. Dicen que la fiesta me duró poco tiempo. Que me comporté muy mal con la señora que vino a cuidarme: no le hablaba, le daba la espalda, le escupía la comida o se la tiraba a Travieso... Me acuerdo que después, cuando empecé a quererla, la perseguía con esta almohadita bajo el brazo: “¿Dónde está mi Abu? Decime, señora, dónde está.” Eugenia no traicionaba la promesa que sin duda había hecho y su silencio me empujaba a salir gritando furiosa: “Abu, abu, ¿dónde te escondiste?” Tal vez harta de semejante acoso, la mujer también desapareció.
         En casa sólo vivían adultos pero ni mi padre ni mis tíos sin hijos parecían dispuestos a oficiar de nana para mí; comentan, hasta hoy,  que, desde el alba al anochecer, yo resultaba insoportable. Así que trajeron a una joven para que me atendiera. Era baja, trigueña, de lacio cabello negro; quizás su dulzura me despertó asociaciones y la acepté, a pesar de que a veces, lloviera o rajara el sol la tierra, me le escapaba: me iba al cañaveral a escuchar el canto de las aves o el sonido tan peculiar del viento; eso me lo había enseñado mi abuela: “Para calmar las ausencias”, me había dicho. Por ese entonces, y aunque ya lo reconocía físicamente,  veía muy poco también a papá porque trabajaba durante todo el día y, muchas veces, después, se iba a visitar a mis hermanos, distantes a doce kilómetros.
         Antes de cumplir mis dos años, hubo gran alboroto. Era diciembre y las fiestas modifican el espíritu de la gente en cualquier lugar.  Por eso Casiano, hijo adoptivo de los abuelos, se había comprometido a ayudar a mi noble guardiana y, para evitar mis huidas a la cañada, me sentaba bajo la sombra de un enorme paraíso, expuesto a cualquier prueba de mi curiosidad. Esa tardecita estaba mostrándome cómo tocar el tambor en una vieja lata de galletas con dos baquetas improvisadas con palitos; la escena es tan nítida que hasta creo escuchar el tan-tan desafinado; sin embargo, no sé qué pasó en ese instante y me veo enseguida en el galpón, como escondida, bichando por las rendijas: un carro lleno de gente avanza; en el pescante viene alguien casi igual a mi padre, pero se ríe (¿Es mi papá?), y una bandada de gurises se arrojan al pastito rodando de alegría; baja una mujer, otra,  y una tercera, con un paquete blanco en los brazos. Un hilito lloroso, como un refucilo me encendió la memoria y me acordé de que alguien había hablado, días atrás, de una beba nueva. “La beba soy yo”, pensé- y me oriné. No me importó seguir parada hasta la noche en aquel charco: jugar a las escondidas me seducía. Pero nadie venía por mí; ni mi nana. El ovejero se echó a mis pies y empecé a sentir el calorcito. Afuera había movimiento y otra vez fisgoneé por las rajas de la pared de madera: están ahí los que bajaron del carro. “¿Qué hace toda esa gente extraña en mi lugar, ocupando mi cocina, mi espacio, mi mundo? ¿Está tan ocupada la nana que se olvidó de buscarme?” Sentí que se me iba a escapar un aullido pero no pude; ella se apareció de repente y quiso abrazarme pero me defendí, y mientras la miraba con rabia, dolor, desconsuelo, le pregunté: ¿Ta la Abu?
         No escuché su respuesta; por la puerta de la cocina fugaba en el aire, desesperadamente desmenuzado, mi nombre: “Elenita, ¿dónde estás, hijita!





Eppur si muove

Y sin embargo se mueve 
Galileo Galilei


                                 
          ­-¡Ochenta y nueve años! - dijo el viejo-. Me falta poco... pa' los noventa...  Muy lindo día, serenito, calentito como aquellos cuando plantábamos en el viñedo  con mi padre y el tata, y me enseñaban a conocer a los pájaros.
         Arregló su cabellera plateada, la cubrió con la boina de paño negro, y  desde la puerta principal de la  casona, respiró profundamente mirando al cielo  una y otra vez. Apoyándose en el bastón caminó por el patio de adoquines hasta el aljibe, le bajó la tapa y, tarareando una milonga, llegó a la portera. Los años no parecían importunarlo: solía ir a contemplar sus terrenos rebosantes de uvas; lo
motivaban a repetirse, sonriente, : “Mi sento bene... cómodo ´e salud, feliz de  haber gozado, como un buen hombre, de merecidos privilegios”.
         En eso estaba cuando un pajarito centelleó varias veces en sus retinas, a tal velocidad que no pudo clasificarlo como de costumbre. Un rato más se quedó, jugando a las escondidas con su nuevo desafío, que no reaparecía, aunque le chistaba y le trinaba desde los cuatro puntos cardinales.
         Regresó para almorzar. A través de las amplias ventanas del comedor  podía ver el viñal pero ni el paisaje ni el café de sobremesa lo detuvieron. Se fue  a la biblioteca y bajó y hojeó cuánto libro sobre ornitología había en los estantes.
“¿Dónde está?¿Dónde! Me acuerdo que... A ver, creo que... ¡Sí! ¡Sí! ¡Es ésta!”,  y una súbita alegría transformó al hombre en un chiquillo abrazado a su juguete recobrado. 


Isla de los mil ensueños, 5 de abril de 1905

         Son las cuatro de la mañana. Estoy en la isla. Te escribo para contarte que  hace hoy una semana de una  brutal tormenta que por aquí pasó. El viento derribó  tantos árboles y hasta muchas de las viejas palmeras, pero aquella, debajo de la
que nosotros retozamos un único día perenne, aún está en pie. Las olas traspasaban las monstruosas rocas que, aferradas a la tierra, son inamovibles, ahora lo sé. Por momentos creo que me faltó el aire y me sentí  mareado, pero todo fue por miedo.Los relámpagos se pronunciaban cada dos  segundos en un cielo que se había vuelto anaranjado, y el granizo y la lluvia pesaban como golpes de martillo -te cuento que saqué un brazo por la ventana
para sentir tamaña intensidad- y me pareció que el diluvio se había instalado para  siempre. Te juro que fue la primera vez en mi vida que sentí tanto Miedo. Todo duró una hora y quince minutos más o menos; mi reloj de arena me fue fiel y siguió
funcionando.
         Tengo tanto para contarte sobre los pájaros. Esta foto que te mando tiene dos meses. La tarde en que la tomé mis ojos quedaron prendados de la alfombra multicolor  del cielo meciéndose en el agua, mientras el coro sublime de todas las
aves de este pedacito de Paraíso despedían al día. Por esa época llegó un  habitante nuevo: vuela muy rápido, canta, chista y silba; aún no sé nada más de
él; me ha resultado imposible verlo.
         No querría irme nunca de aquí pero necesito llegar a América en el correr del año. Así que tal vez podremos volver a pasar un segundo día eterno y, aunque ya no eres tan pequeño como entonces (y mi hermana no tendrá tampoco motivo para rezongarnos), estoy seguro de que podremos volver a disfrutar la libertad de la naturaleza.

         Le temblaron las piernas; releer la carta de su tío lo embargó de una sensación desconocida: un bienestar distante y miedo, miedo nuevo a una vejez solitaria que hasta ese instante no había percibido. Tenía poco contacto con su gente. Entonces se fue más lejos en su memoria, a aquellas palabras con que su abuelo lo había empujado al mundo:” A fuerza de pulmón forja tu vida y aférrate a tu andar; sólo tu mirar y tu sentir son de tu propiedad”.
         -¡Volpone!... ¡Un sabio, carajo!- y liberándose de las lágrimas, empuñó el bastón para seguir andando.
         A diez días para su cumpleaños llegó la familia y la casona fue joven otra vez: hijas, yernos, amigos y música, largas charlas, ricas comidas, muy buen vino. Y Pablito.  Un delicado niño rubio, de ojos azules, fascinado por la libertad del lugar y el conocimiento secreto de su abuelo sobre las aves; con nueve años ya sabía leer  con cierta rapidez y había estado escudriñando en la biblioteca: había visto aquel montón de libros dispersos por la alfombra y los sillones, y todos, todos, hablaban sobre pájaros. Los cielos de su imaginación se llenaron de alas; quería saber tanto como el abuelo acerca de todas esas preciosas criaturas casi vivas en esas páginas brillosas.
         Así que, a la jornada siguiente al descubrimiento, invitó a don Franchesco para ir de paseo a las viñas, y hasta cargó con una silla por si el anciano se cansaba. Con inusual ingenio, fue convenciendo al maestro para que le enseñara nombres, rasgos, costumbres de las más variadas especies del lugar  y de la región y del mundo... El tiempo pasaba sin que ninguno de los dos lo notara. El viejo estaba asombrado pero íntimamente orgulloso de aquella avidez del nieto y no la juzgó como aparente coincidencia. Por eso quiso confesarle su último hallazgo, réplica de aquella intriga que también su tío había experimentado, silencioso eslabón entre algunos misteriosos vínculos familiares:
         - ¿Conocés algún pájaro que chifle, silbe y cante, Pablito?
         El distinguido no respondió pero lo miró con el semblante  propio de quien va a ser deslumbrado por una información oculta.
         -Las aves se expresan a través de esos sonidos musicales pero es extrañísimo, casi imposible podría afirmar, que puedan emitir las tres modalidades. Pero sabés, mijito, que yo vi y escuché a uno que sí puede; chifla, silba y canta; anda por acá.
         -¡Mostrámelo, Abu, quiero verlo! ¡De qué color es! ¿Es grande?
         -Vamos a sentarnos a esperar. Capaz que sale de su escondite y tenemos el privilegio, ¿qué te parece?- y la boina negra resbaló al acomodar su cuerpo al asiento muy bajito pero tan oportuno.
         El niño se adueñó de ella y por unos minutos se divirtió lanzándola por arriba de unas plantas mientras gritaba: “¡Un plato volador se va! ¡Se va, se va el plato volador!”
         Una cadencia de alas en movimiento le interrumpió de pronto el solitario juego. Giró su mirada hacia el viñedo y lo vio bañado por una sombra sosegada: cientos de aves iban y volvían como si estuvieran actuando en una ceremonia ritual.
         Un poco asustado, dijo: -Abu, ¿qué está pasando? ¡Explicame, Franchesquito mío, cómo ocurre este vuelo detenido de las aves!- y abrió cuanto pudo sus deditos frágiles para aferrarse mejor a la pierna del hombre. Sólo el bastón, que rodó con suavidad hacia los pies de Pablo, rasgó el silencio respetuoso de la naturaleza. El elegido lo levantó y, para mantenerlo erguido entre aquellas manos todavía ásperas, se apretó al cuerpo de su abuelo en un abrazo muy largo. Sin embargo, ningún reloj de arena pudo constatar entonces cuánto permaneció así.

         De eso se lamenta aún hoy, cada vez que observa la tenue lluvia de granitos deslizándose por las ampolletas del viejo artefacto del tío Vittorio; lo encontró  embalado, con sumo cuidado, en un cajoncito clandestino de la biblioteca y lo ha colocado en el aparador, para que sea atalaya fiel de las imperceptibles escenas de amor que ocurren en el viñedo. Todavía no ha logrado ver  al misterioso pajarito pero lo oye: oye cómo chifla, silba, canta; cómo bate, por los cuatro puntos cardinales, sus míticas alas.   





Le Visage de la Paix- Pablo Picasso









Esthela se dedica a la gastronomía actualmente
y podemos asegurar que
sus preparaciones son exquisitas y nutritivas.
Alguien tan sabio como LIN YUTANG dijo:
"Nuestras vidas no están en manos de los dioses
sino en las de nuestros cocineros".
Muy sutil reflexión.