Asfixia
Escuché desde adentro la llave en la cerradura. Adiviné
a mi padre del otro lado, tambaleando y la llave cayendo al piso junto al
rosario de palabrotas. Enseguida, los
nudillos golpearon con furia la puerta. No necesitaba ni acercarme. Le costaba
respirar y al exhalar se podía oler el vino vomitado sobre el pecho. Cada noche
se infiltraba como una oleada nauseabunda en los muebles, pegándose sobre
nuestra ropa. ¿Ya llegaste?, le preguntó
mamá. Me dieron ganas de decirle ¿y a qué otro borracho esperabas? No
tengas miedo, me repetía, después que él entraba. Aunque él nunca se metió
conmigo. Al fin llegaba el repertorio. ¿No hay nada decente para comer en esta
casa? Ah, ¿pero pensás comer, todavía? ¡Noo¡, no sólo pienso, sino que quiero.
Mirá qué ejemplo le estás dando a tu
hijo. No me jodas, mujer,– y generalmente y, a lo mejor por rabia, lanzaba en
ese momento su eructo asqueroso y decía algo como…-: así que vos no lo pariste.
Antes de transportarme a mi rincón preferido, todavía el
sonsonete continuaba. Te prenden a la
máquina del sistema y después cuando te consiguen enfermar, te tiran a la
basura. Te ahogan, te sacan hasta el último soplo de vida. Con mamá, nos teníamos que aguantar el
murmullo quejoso y cuando él parecía irse desvaneciendo sobre la cama, ella
aprovechaba a decirle lo de la plata del
seguro de paro que se iba en vino y él, ya casi dormido, rezongaba: Ya te va a
tocar. Cuando no puedas sacarle la mugre a tus patrones, te van a fletar. Y,
ahí, la voz se desdibujaba en sus
ronquidos. Entrecortados, arrullándolos con un silbido final, arrancando como
el motor de una moto. La voz de mi madre me llegaba desde la cocina, subía
por los cuatro escalones y llegaba hasta
el altillo que era mi cuarto. Vos no te acuestes sin comer, nene. ¡Ay que
rabia! Ronquidos y más ronquidos. Si pudiera hacerlo callar, tapándolo con la
almohada. El silencio era momentáneo, como si él lo adivinara. Desde la cocina,
tan próxima a mi cuarto, la voz insiste entre el golpeteo sobre la carne: los
niños no pueden irse a dormir sin haber comido, decentemente. Ya sé, más que
empanar la milanesa, la está matando a golpes. Ya voy, termino de estudiar y
bajo. Había llegado a la parte más interesante y no podía dejarlo: “Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros
pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...” Es un
genio este Quiroga, no dejaba de pensar, mientras leía.
Cerrá la banderola, rezongó mi madre. Es un peligro,
cualquiera más o menos menudo se puede colar por ahí. También se puede salir,
murmuro. Escapar. Respirar aire fresco.
La calle estaba desierta. Ya era tarde y mis pasos
atravesaron el patio, siguieron por el empedrado de la calle, se toparon con el
cordón de la vereda. Me di cuenta de la casa cuando estaba frente a mis ojos.
Todas las mañanas, mi madre entraba por
esa puerta y yo continuaba el rumbo hacia la escuela. Lindo jardín, un
jazminero en la entrada, un porche con columnas elegantes, una ventana, una
mesa grande con mantel blanco, copas y vasos, unas botellas con vino o refrescos -esto, no podría
asegurarlo-, varios platos y alrededor, el hombre y su mujer. Hablaban tranquilamente entre ellos, sin
gestos raros. ¡Pobre, doña Irma, todavía
en la fajina¡ La reconocí porque, además de compañera de laburo, es una buena
amiga de mi madre. Arrastraba los pies y apenas si podía con una fuente llena
de comida. Pobre vieja, ya no puede más. Alcanzo a ver la enorme lámpara sobre
ellos, con una luz tan brillante. Mucho lustre en los bronces, mucho cuidado en
el cristal de murano, cuenta siempre mi madre, mi pobre vieja. Me distrajo la
imagen de la niña en la otra ventana de al lado. Tan cheta, tan hueca, por lo
que sé. Se está mirando al espejo, mientras se alisa el pelo largo: un cuarto
grande, todo de color rosa, hasta el acolchado. Parece que le está hablando a
algo sobre la cama. ¿Qué es, un almohadón, un muñeco peludo? No, no puedo
creerlo, mueve la cola. Es un gato negro que se retuerce cuando ella lo mira.
Lo acaricia y lo besa y el muy pelotudo se despereza. Gatito, gatito, la oigo
al acercarme más, sintiendo en la cara el roce perfumado de la cortina. Me
sorprendo con unos golpes suaves detrás de la puerta. Espero. Doña Irma,
arrastrando los pies, se asoma después del permiso para entrar. No había notado
el rengueo tan doloroso de la pobre vieja. Le avisa que hay que ir a comer. Ah,
claro, en esa casa no se llama a comer, allí se cena. El estúpido gato se sigue
desperezando, mientras me siguen persiguiendo las voces: te tiran a la basura, te ahogan, te sacan hasta el último soplo de vida.
Y después los interminables ronquidos y más ronquidos. ¡Ay, qué rabia! Si
pudiera hacerlos callar. Pobre vieja, apenas si puede caminar al lado de la
gurisa que se adelanta, como si nada, al comedor. Arrastra una pierna y después
la otra para andar. Una brisa y la cortina sobre mi cara me recuerdan que el
misifús sigue desperezándose sobre la colcha. Estira una pata, luego la otra.
Sus pupilas verdes entre dormidas se encuentran con las mías. Un pequeño
terremoto nervioso nos recorre a los dos. Pero, creo que son diferentes. ¿Qué
sensación habrán tenido los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini ferráz?
Gatito, gatito, que sedoso tiene el pelo. Tenso trata de huir, pero yo lo
detengo imitando unos sonidos. Una ligera entrada y salida de aire desde la
garganta, sin llegar a tronar como mi padre. Gatito, misi, qué lindo almohadón,
tan mullido y calentito, le susurro. Otro espasmo nos sacude a los dos. Otra
vez, Intenta escapar. Aprieta los músculos bajo la presión de mis manos sobre
el almohadón. Lo siento en mis palmas. Aprieto más fuerte, más fuerte todavía.
Esta noche una niña tendrá dolor de estómago, quizás hasta vomite. Gritará,
llorará. Y sigo luchando contra la obstinación gatuna. Contra sus dedos que
intentan defender con las agujas filosas de sus uñas, el último soplo de vida.
Finalmente se relaja, el sonido porfiado de sus gemidos se apaga. Extiendo el
negro cuerpecito lánguido, dormido profundamente sobre el almohadón.
El golpe me anuncia que la última milanesa ha sido
empanada y el cuerpo de otra sobre el aceite hirviendo, acercará el llamado. El
puré humea en la fuente sobre el mármol de la cocina. ¡Ufa¡, ¿terminaste de
estudiar? Cuando te metés en esos libros ni me ponés atención. Mil veces te lo
pregunté ¿Qué dijiste mamá? Que si la
milanesa la querés con el arroz o con el puré. Me da lo mismo, le respondo,
mientras me llega la respiración pausada y demasiado profunda de mi padre.
Coraje taurino
El
sol se desperezaba en el horizonte cuando el Gobernador bostezó su felicidad
frente al espejo. No era para menos: el gran día había llegado: por centésimo
año se festejaría la libertad que aún se gozaba en la isla.
Por eso, la contemplación de la flota
naval desplegada ya armoniosamente a la
entrada del pueblo, le infundió la necesaria energía para agilizar sus
preparativos. Se alejó de la ventana con una sonrisa de satisfacción: “Qué
hermosos lucen hoy nuestros navíos!”. Sí, sus antepasados habían concebido la
más genial de las estrategias al haber conservado únicamente las tropas de mar:
eran el resguardo adecuado, se fatigaban con tareas pacíficas que beneficiaban
la economía y hasta podían representar el ancestral ideal de belleza.
Bastón
de mando en mano y saludando con la amabilidad que le era reconocida por todos
los ciudadanos, se dirigía a la plaza principal, mientras muchos jóvenes y
niños procuraban la mejor exhibición de sus habilidades malabaristas, con la secreta intención de que él o los
jueces acompañantes, los seleccionaran para la competencia central de ese día.
Su
estructura física descolló de inmediato en la plaza aunque, claro está, el
exceso de ciento veinte quilos
distribuidos en un metro noventa y cinco le podían ser perdonados a un
personaje tan magnánimo como el Señor Gobernador.
En
los pasadizos circundantes del ruedo, deportistas y toros (entiéndase que cada
especie en su lugar) practicaban diversos calentamientos y pergeñaban las
técnicas más astutas que después expondrían. Pero casi nadie los advertía
porque por el momento, el abigarrado público de las graderías ejercía el
control de la seducción: torsos torneados por sugestivos corcés; cuellos,
brazos y piernas ajorcados en oro, turquesa, amatista, rubí; bucles y ondas
enmarcando algunas osadas miradas mediterráneas que pretendían la invitación
del obeso y amable mandatario, viudo hacía tres años. Él parecía más interesado
en los lubricados cuerpos de las hermosas gimnastas, que sobre la pista habían
empezado a trazar sus piruetas al son de diferentes ritmos músicales. Sin
embargo, para el Gobernador no hubo más objeto de pasión que el centro del
ruedo cuando atletas y toros descollaron. Muchachas y varones ágiles como
gacelas, uno a uno iban prendiéndose temerariamente de los cuernos para que el
salto sobre la bestia tuviera el ímpetu exacto de una acrobacia. ¿Qué si era bravo? No se podría certificar...
pero...¡cómo corría!
–Este
toro... es mi favorito... para largarlo en los mil metros llanos –le dijo el
Gobernador al Ministro de Deportes, mientras trataba de cercarse la dentadura postiza, expulsada por
la fuerza de la carcajada que su propia ocurrencia le había provocado.
–Como
Usted habrá observado, este deporte es completísimo –acotó el Ministro, incapaz
de reprimirse como consejero ni siquiera en una instancia de tanto solaz-.
Exige un equilibrio físico, mental y, además, emocional. ¡Se necesita mucha
audacia para enfrentarse a quinientos o seiscientos quilos de picardía
animal!
–Tiene
razón, amigo mío –respondió el gobernador, ya en el umbral del éxtasis.
Los diestros domadores a lazo, los condujeron
a la exacerbación. La Alcaldesa, con sus palmas enrojecidas, como las de todos
los presentes, estatuyó la creación
“ipso facto” de una comisión de
fotógrafos que plasmaría ese reto a la gallardía y precisión en un
mural a colocar en la entrada principal
del Ayuntamiento.
En el
intermedio del espectáculo, luego del almuerzo con los mandatarios, el Ministro
de Deportes, con palabras embriagadas de emoción y tufillo alcohólico esputó:
–Como usted comprenderá, Señor Gobernador, a
mí, poco me importa si el vencedor es, el humano o el toro. Lo que me
interesa... es... que ambos atletas demuestren sus aptitudes y actúen según su
entrenamiento...Pero... esta exhibición... ¡es mucho más que eso! ¡La
tauromaquia es ...la consagración... del ritual pasional!
El
asesor no pudo concluir su línea de pensamiento porque un griterío generalizado
se arremolinó desde un tumulto que
despedía una densa polvareda. Unos
bufidos más que elocuentes astillaron los oídos de los interlocutores:
un semental de musculatura satinada y astas amenazantes giraba con una furia solo mensurable por el vaho creciente
exhalado por sus orificios nasales
–La
negrura de la muerte es la marca de ese toro –murmuró el Ministro, siguiendo
sin pestañar el rumbo de los giros.
–¡Cállese
la boca! ¡No sea agorero, hombre! –pronunció el Jefe de Estado, en un tono
inadecuado para el protocolo, pero
oportuno para la decisión del toro. Al percatarse que había sido
descubierto por el noble animal, balbuceó:
–Tranquilo, muchacho, yo no soy tu tipo.
Y
como el toro, todavía, decidiera interiorizarse, personalmente, en su elección,
el gobernador acentuó algo más agitado:
–¿No ves que no soy atleta?
El
ministro de deporte, que había humedecido el pañuelo sin sacarlo del bolsillo
de sus pantalones, continuaba perturbado, pese a que un pelotón de personal,
especialista en casos de emergencia, se estaba apostando en el lugar. De
pronto, no soportó más aquel estado de estúpido letargo. Sus nervios, al fin y
al cabo, podrían estallar en cualquier momento.
Es que el semental, parecía haber sido hechizado por el gobernador. Sus
pupilas taurinas, negras y vivas, presas de una fascinación increíble, no
dejaban de medir, palmo a palmo, el largo y el ancho de su novel hallazgo.
–¿No
era usted el especialista en materia de
entrenamientos, mi estimado señor ministro? –declaró el gobernador,
simulando una risita que terminó en una mueca cuando el toro inclinó sus astas
y rascó con su pezuña, corta y redonda, el suelo, definiendo su situación con
otro descomunal bufido. Este acto detuvo el avance del ministro y de la guardia, de inmediato. “No es posible
–pensó el gobernador – soy el rehén del toro”. Rápidamente agregó ante la exclamación general:
–Que
haya calma, por favor -y murmurando
amablemente al ministro continuó-:
–Señor ministro haga algo antes de que a este
toro se le ocurra exigir monedas de oro y mi más veloz medio de transporte para salir conmigo de aquí.
Ante
los transeúntes que no podían dar crédito a lo que veían, el ministro de
deporte, hizo caso omiso a las medidas de cautela sugeridas por la vigilancia,
por los atletas, los mandatarios de otros gabinetes que se estaban aproximando,
e inclusive médicos y personal
veterinario y se interpuso entre el toro y su gobernador. Algunas
exclamaciones se escucharon: “!Qué muestra de coraje!”; “¡Qué aventurado! “¡Esa
es la mejor prueba de fidelidad!”; “¡Qué idiota!”: Por ventura, los
veterinarios con su tranquilizante actuaron con mayor rapidez y eficacia
que la guardia nacional, y luego más
calmados, retornaron alegremente cada uno a lo suyo. Calma, que aprovechó el
gobernador para agradecerle, con creces, a su ministro y preguntarle si todavía
seguía sin importarle quien era el vencedor.
Esa
tarde, antes de que el sol, ebrio de emociones y algarabía, extendiera su manto
cobrizo sobre la isla dorada, una bella mujer morena ejecutaba su doble salto
mortal por entre las astas de un negro toro bravío.