lunes, 21 de enero de 2013

Jéssica Camacho


        En pocas palabras quiero expresar mi más profundo sentimiento. Disculpen mi limitación gráfica; en realidad, no me importa nada que proceda de esfuerzos mentales.
         Encontré lo que me hace feliz. Me hace sonreír. Es un placer recorrer este camino de aprendizaje, de intercambios, un camino que no tiene fin. Puedo pintar, dibujar, desdibujar mis pensamientos a mi antojo. Y esto, no hace tediosa ninguna de mis horas.
                                                                                  Jéssica Camacho




La señorita Yaneth Zalkind y Yaneth



         La señorita Yaneth Zalkind, llegaba a su casa entre las 19 y las 23 horas. Por lo general, no tenía día de descanso. Ella decía que no tenía nada que hacer en su casa, entonces hacía horas extras. Era eficiente en su labor, dinámica, resolvía problemas, problemas que no siempre eran parte de su trabajo, y se comunicaba bien con los clientes. Algunos de ellos tenían deseos, deseos que se deslizaban más allá del trato empleada-cliente.
         El mostrador  era un buen resguardo, y ella, con cintura, y con la cintura y sus palabras sofisticadas, se colocaba al margen de la formal relación. Entonces dejaba que su imaginación se manifestara y los veía, a veces en bóxer, semidesnudos, enredados con pasión en su cuerpo, desfallecientes entre las sábanas de algún hotel. Es decir que, en su mente, no había protección para ninguno. Sus compañeros y compañeras no la invitaban a salir al término de la jornada; decían que era agria, que vivía para el trabajo, que no se lavaba la cara en la palangana pero que “unos cuántos daríamos mucho, mucho, por verle el culo en el bidet”.
         La habían criado y educado como Yaneth Zalkind; tenía que ser Yaneth Zalkind en todos lados. “Cuida tu imagen” decía la abuela.
         Para trabajar usa tacos negros, taco aguja. La falda generosa, azul. La camisa blanca, por debajo de la falda azul. En las curvas de su cintura y de sus glúteos, muchos engendran sueños, muy fugaces. Su esculpido y suave cuerpo no armoniza con su rostro: su semblante impone autoridad, seriedad; lleva recogido el cabello largo en un moño: un elaborado soretito en perfecta armonía con  su cara de culo. Así está programada la que llega veinticinco minutos antes y se va horas después; todo, casi todo, al mismo precio. Porque, en su casa, no tiene nada que hacer.
         El domingo, Yaneth llegó a su casa a las 19y30. Resopló, pateó los  tacos, tiró la cartera arriba del sillón, y se dejó caer, con fuerza, con bronca; el sillón crujió a nuevo. Se apretó las sienes, y monologó que estaba cansada de poner cara de tarada y voz de amable cuando algún cliente hacía un reclamo por el servicio, o por querer pasarse de listo. Se levantó, buscó su vino tannat, lo colocó entre sus piernas, se encorvó bastante porque no podía descorcharlo, agregó “Me cago en dios” y destapó la botella. Se sirvió en una copa exageradamente grande, y el vino se mareaba en el cuenco. Observó su color, aspiró su aroma... Pero su mirada fue reclamada por la imagen que se recortaba a lo largo de metro y medio de espejo y especialmente por la predominante curva de sus glúteos. Se sentó. Tomó delicadamente un sorbo, apretó la lengua contra el paladar y respiró. Con la rapidez de un tic, las cejas se le irguieron: “Esto no es lo mismo sin vos”, pensó. Encendió la radio, sintonizó la estación que siempre escuchaba con él. Se soltó el cabello castaño y bien cuidado al ritmo del reggae que estaba sonando. El proceso de  transformación hacia Yaneth palpitaba en su cerebro, y la rebeldía corría caliente por la sangre. Encendió “algo divertido”, sintió el único placer del día y se imaginó con los labios rojos, el cabello acariciándole el roce de la camisa y con los lentes de descanso en la mano.   “Así me presento mañana, ¡es más! cuando baje el señor Martínez a  entregar las llaves, discretamente le doy mi número. Él se va  el miércoles, y mañana es lunes...”  Se desabrochó dos botones. Tomó otro sorbo y pitó más largamente. Dos golpes a la puerta. Un poquito de vino se le derramó sobre la camisa. Malhumorada, prepoteó: “¿Quién?” En el vidrio esmerilado se dibujaba un contorno oscuro que respondió “Yo”. Y ese yo que entró por sus oídos, en un segundo le paralizó el cerebro y corrió furtivo, por la sangre, por su cuerpo, por todas sus santas curvas. Sólo Yaneth conocía aquel latido tan intenso. Hacía seis meses que ese alguien no tocaba a esa puerta que nadie más había rozado siquiera. Se miró la naciente de los pechos. Los pechos firmes, turgentes, de Yaneth. ¡Bah! ¡Sus tetas hechas! Porque hasta treinta minutos atrás la señorita Yaneth Zalkind había sido un producto, un producto en la vidriera de su traje, el traje del hotel desde atrás del mostrador... en síntesis, un par de tetas.  Yaneth Zalkind intentó cerrarse la prenda pero Yaneth se desabrochó el tercero.
         Con aquella copa desmesurada en la mano abrió la puerta. Se miraron a los ojos y en milésimas de segundos se desearon. Un beso breve en la comisura de los labios y la provocación:
         -¿Regresas a buscar algo bueno? Servite vino. Alguien le observaba la frialdad: era un alma pidiendo ser bebida, ser amada, no ser abandonada. “Pide, pide, pide, pero no ruega, no se arrodilla”. Le bordeó la falda con el dedo, buscándole la piel y murmurando:                                                                                                                                            
         -Cuánto te extrañé, no daba más.
         Pero el fantasma de Yaneth Zalkind se colaba en las palabras de Yaneth:                                                                                                                    
          - No, Alguien, no… Hablemos… Nooo- y la piel erizada por el vino.
-Yaneth… Hablemos el idioma más antiguo, el del silencio.
         Entonces se dio vuelta contra la pared, encerró al fantasma detrás de sus párpados y gritó:                                                                      
         -Por el culo, Alguien, por el culo.









Sin juicio previo



         “Según una estadística sexológica, el 88% de las mujeres finge la culminación del placer sexual, debido a un déficit en las condiciones anatómicas, fisiológicas y psicológicas. La mayoría no puede llegar al orgasmo mediante el coito vaginal, pues necesita la estimulación en el clítoris. Pero… yo conozco a alguien que no finge…ni un poquito”, le estaba comentando a mi maduro interlocutor, cuando recibí  la llamada, al fin. Casi inevitable. Un empuje, tal vez. Las necesidades, los impulsos. La pasión desenfrenada, ¿tiene cura? ¿Y tratamiento? Tendré que visitarla y llevarle cigarros, caramelos, algún texto... No cualquier texto: uno que no cite la palabra: “hombre”. ¿Su mal? Hombre. ¿Su remedio? Hombre. En síntesis: hambre de hombre. ¿Estará haciendo de las suyas con algún enfermero, uno de esos bien atrevido? Le gustan los atrevidos, los
lanzados, los que le dan un beso y a ella le generan sed: sed de sus ojos, de sus cuerpos…Es así: un beso y su sed incontrolable, insaciable, enfermiza, avasallando a cualquiera. Hasta con Arturo pudo. Que no molestaba, no hablaba, no pensaba. Cumplía con su papel. Arturo podía  con ella. ¿Un desgraciado Arturo? No. ¿Un infeliz? No. ¿Qué hará Arturo ahora? ¿Cuál será su tarea ahora? ¿Tiene sentido ahora el propósito por el cual vino a este mundo el inerte Arturo?
         Jimena Bernárdez no es profesional y tiene buen empleo. Vive sola en su casa de altos ubicada en la ciudad. Desde la ventana amplia de la habitación, se ve un inmenso patio, con sectores verdes y flores multicolores. En una multinacional trabaja. Comparte su turno con 299 empleados. Sonríe. Sonríe a gerentes, encargados, alcahuetes de encargados, a clientes, y les sonríe especialmente si son hombres. Su vida es interesante, sociable e intensa. Se comporta como es la norma en la ciudad: se levanta sobre la hora, se maquilla, usa chaqueta, pollera y tacos; mientras se lava los dientes calienta el café; llega tarde a todos lados y no tiene novio formal. Pero nunca descansa de su rastreo: Jimena busca hombre, busca sexo y el sexo del hombre. Quiere uno que esté dispuesto en el momento indicado. Ella apunta con el dedo, doma, manipula, y se compra collares de perros (y los perros disparan aunque estén famélicos). A mí me pasa que cuando duermo con ella, en los primeros minutos estoy al acecho pero después me aflojo, y sobrevivo. Ya no quedan vecinos ni compañeros de trabajo ni profesor o farmacéutico, cocinero, contador, reponedor, pistero, ciclista, médico, bisexual, que no huya.
          Una tarde me llamó para decirme que fuera a conocer a alguien. Lo describió como encantador, perfecto, y yo percibí un tono perverso en su voz, que se mantuvo después que llegué y me causó un escalofrío desconocido.   Allí, sobre su cama, iluminado por la amplia ventana estaba él. “Arturo se llama y es absolutamente sumiso. Jimena es la que piensa y  habla por él. ¿Verdá, Arthur? Él no pide  explicaciones, obedece, no bebe, no fuma. ¿Qué te parece?”
         Yo no pude responder nada. Por mi cabeza corrió un fluido tibio, un latido perverso, una complicidad temible. Entonces agregó que hay más Arthurs, que puede conseguirme uno. O que yo podía comprar alguno. Comprar, pagar, saciar, ver la luz. “Con él veo las mejores luces”, escuché desde mi vértigo.
             Después, la vorágine: por la mañana, Arturo, por la tarde Arturo, lavándose los dientes Arturo, hablando por teléfono con la abuela Arturo,  Arturo Arturo Arturo a su antojo, y él, siempre dispuesto y comprometido con su hembra. “Dome, Jimena, dome”, parecía decir el perro flaco atendiendo dócilmente su obsesiva tarea, aunque no vería más que secuencias de imágenes: boca, lengua, miradas. Ninguna caricia. Chorros de palabras agrias desde el surtidor desarticulado del cerebro de su ama. Tal vez por eso, un sábado equis, temprano y fresquito estaba, la radio sonando a todo volumen, el galgo se rebeló. No quiso. O no pudo. Súbito bajón de energías. Patético desmayo sobre la losa del baño. Ella lo sacudió, lo insultó, lo maltrató, le estrelló la cabeza contra la pared y, sin el menor atisbo de piedad, aventó aquel cuerpecillo moribundo por la amplia ventana.
         Incontrolable, insaciable, enfermiza, sí, así es Jimena Bernárdez. Lo acepto, sí, y a ella también; creo que la he aceptado siempre. Ahora debo contenerla. Sin reproches. Mi silencio fue cómplice de su caída; ahora debe ser promotor de su recuperación. Y por favor, que no se me escape en ningún momento lo que me contó el viejito del geriátrico lindero al apartamento, justo antes de su llamada: “¿Sabe lo que encontró entre las flores del patio Catalina, esa novia de la soledad de la que le he hablado tantas veces? ¡Un consolador! ¡Y resulta que ahora no quiere ni sentarse conmigo en la hamaca! Ayer espié y se lo vi muy paradito en la mesita de luz. A Rosana, la enfermera, le dijo que había llevado a un amigo de la juventud a vivir con ella, que su amigo se llamaba Tomás y que nadie la ha hecho más feliz en su vida. ¿Cómo habrá llegado al jardín ese intruso?

                                           '
                                                            

No conozco moralista que sea un poeta de primer orden. Es extraño, dirá alguien.
                                                                                                  Lautreamont








Jéssica es la nena de esta Casa.
Una nena que es la mamá de Mayte.
Una nena que viaja hora y media para llegar al Taller 
y otra hora y media para regresar. 
Una nena que, todos los días, asume esas mismas tres horas de traslado
 con irrenunciable  sonrisa, 
porque sabe que así podrá  sostener 
las invariables ocho horas de su trabajo en la gastronomía.
La enumeración podría continuar 
pero entonces me acuerdo de aquella línea 
de un hermoso poema de Leonardo Garet que dice: 
Cuántos árboles son necesarios para sostener un amor”, 
y me doy cuenta de que Jéssica es, en realidad, 
una de las tantas venerables ancianas que disfrazan su sabiduría 
para que no nos avergüence el atadito de unos pocos árboles talados 
que a muchos adultos nos agobian. 
No en vano el poema se titula: Por adentro la tormenta. 
Una tormenta en la que Jéssica, 
de los crudos relámpagos, modela pétalos.



       

El mundo de la escritura es una terapia para el alma














         Nací en 1961 en la ciudad de Artigas (Uruguay).-
         En 1980, terminado el Bachillerato, me traslado a Montevideo para cursar estudios de Economía y más tarde, de Periodismo.-
         Desde 1986 me desempeño como empleada pública.-
         Soy madre de 3 chicos adolescentes.-
         Aficionada a la lectura desde siempre, hoy, a los 50 años, con ansias de encontrar nuevos horizontes para continuar realizándome como persona,  incentivada por mis hijos y buscando una terapia para el alma, llegué al mundo de la escritura: me inicio en Taller Literario, y de la mano de Ana Milán, comienzo a dar mis primeros pasos, y con ellos,  mis primeras publicaciones.- 

                                            Gladys Calvano    




Mi  caramelo 







         Se acercaba la noche cada vez más de prisa y con ella, sin piedad, el frío de otro invierno. Como era su rutina desde hacía años, Carmelo prendía un suave fuego con lo que encontraba alrededor y se cobijaba dentro de una frazada vieja y cartones, donde trataba de recostarse y dormir en el calor que se daban mutuamente con Candy. La vieja perra hacía honor con su nombre a aquellos caramelos duros pero muy ricos, toda una tentación, que solíamos comprar cuando niños en el almacén del barrio.



         Eran inseparables; corrían, jugaban y se sumergían en largas conversaciones. Vivían el uno para el otro. Cuando el sol calentaba en los mediodías, lo aprovechaban a grandes sorbos; necesitaban acopiarlo para afrontar las crudezas nocturnas. Con nylon, trozos de madera y algunos cartones estaba armado su nuevo hogar, frente al local abandonado de la fábrica que había quebrado en la última crisis del país y lo había convertido en un desocupado irreversible. Alguna ayuda siempre llegaba de los vecinos porque “formaban parte del paisaje barrial”, como se escuchaba decir.

En ese paisaje estaban sus raíces: Carmelo había crecido feliz allí, había formado su familia allí, y allí también se había negado a emigrar a tierras lejanas; allí, en la inmensa casa familiar sumergida en profundo silencio, se quedó con Candy hasta que el feroz martillo los dejó a la intemperie.

         Desde entonces la vida se había transformado en un caminar sin camino, en una soledad sin solos.

         Ya instalados - la noche en su dominio y los sobrevivientes en su refugio-, una imprevista presencia despertó las llamitas adormecidas de la fogata casera. Dos personas que se presentaban como emisarias del gobierno, ofrecían a Carmelo pernoctar en un local donde podría asearse, comer un plato caliente y dormir en condiciones confortables, ya que estaban previstas temperaturas peligrosas de soportar en situación de calle.  Quizás porque estaba adormilado todavía,  quizás porque era la primera puerta que se abría después de tantas pérdidas, quizás porque se sentía cansado de las circunstancias en que había elegido vivir, no se cuestionó mucho y accedió. Con el hatillo de sus pertenencias bajo un brazo y Candy bajo el otro, marchó hacia el móvil que le indicaron. Pero no pudo siquiera rozar la manija: uno de los encargados del operativo le aclaró que la perra no podía acompañarlo.
         Carmelo no titubeó: desanduvo sus pasos, tiró sobre los cartones su magro equipaje, liberó a Candy de su abrazo y se sentó en su lugar habitual. Sintió el golpe de la portezuela muy adentro. Y desde tan adentro subió a sus ojos húmedos su mejor agradecimiento: “¡No te cambio por nada, mi Caramelo!”





Sin talento





        Como todos los domingos, se había escuchado por todo San Germán el repicar de las campanas de la Iglesia. Era un día lluvioso de junio; el frío y los vientos no daban tregua al pueblito, situado a cinco kilómetros de la ruta. Pocos feligreses habían llegado hasta la parroquia, asentada frente a la plaza principal, como la comisaría, la escuela y algún comercio importante.



         El cura se aprestaba a comenzar la misa. Era un  hombre de mediana edad, casi sin cabello, y de estatura regular, conocido y respetado por todos los habitantes.


         Un desconocido que se encontraba al  fondo del templo, alejado del pequeño grupo de fieles, llamó la atención del sacerdote. Vestía un pantalón negro, suéter y saco en el mismo tono; tan oscuro uniforme contrastaba con su tez demasiado blanca y aquella especie de cresta de gallo de color naranjo en la cabellera azabache.

            Don Benito comenzó la misa con la señal de la cruz y observó que el Señor de Negro se mantenía inmóvil. El silencio era total mientras leía el milagro de Jesús sobre la multiplicación de los panes. Por eso nadie pudo confundirse: no era la voz de Cristo aquella que de pronto dijo “Pidan cuanto deseen; yo puedo complacerlos”. Pero el sacerdote continuó sosteniendo la palabra de Dios, como si nada extraño hubiera ocurrido.

El público, sin embargo,  estaba desconcentrado y nervioso. Y en una muestra de sagacidad, la atrevida voz solicitó a todos que fijaran su mirada en la Cruz “donde murió por  ustedes”, agregó con tono irónico, mientras de la boca de la imagen, en efecto,  brotaba un chorro de sangre. Los fieles salieron corriendo hacia la calle.                - ¿Qué me decís?-le increpó el desconocido pero el cura prolongó su sermón apasionadamente.
         Furioso, el satánico individuo se pasó la mano por el cabello y arremetió otra vez:
        -¡Mirá la Virgen, tú, que te hacés llamar hijo del Señor!

       
        De los ojos de la estatua caían lágrimas, pero don Benito, casi sin levantar sus párpados, masculló apenas “¡Qué poderes!”, y reorganizó su letanía.


        - ¡Vos sólo sabés engañar a la gente con tus lecturas! ¡No tenés talento! ¡No me gasto más!- gritó en un ataque de cólera el individuo, y se perdió tras la puerta principal de la parroquia, que quedó rechinando, como si un animal gigantesco y feroz la hubiera topado.







"¡Salto de ayer! Aquí te canta el poeta andariego, vuelto de todos los caminos..." - Enrique Amorim

Carlos BLANC




                                          Abogado, docente universitario, colaborador en varias publicaciones profesionales,... Pero ninguna de estas características lo individualiza esencialmente. Sólo presentándolo como el amante incondicional de su tierra salteña, estaremos acercándonos con certeza al hombre pleno que ha escrito estas vivencias, lúcido protector de una identidad colectiva aún en construcción.



Los caballos de la panadería “Don Carlos”

         Me parece verlos: lentos, cabizbajos, el lomo brilloso de sudor y resoplando humos de frío por las narices, rumbo al incierto abrigo de la caballeriza.

         Desde el patio de mi casa esperaba oír el ruido que sus cascos hacían al golpear la tierra de la calle Treinta y Tres al sur, antes de ingresar a José P. Varela; un ruido que se tornaba barullento al entrar al hormigón de la bocacalle. El momento culminante se producía cuando la tropilla ingresaba al camino empedrado del galpón, tramo final de su retorno. Por eso me apuraba a pararme enfrente, en la vereda del Club de Bochas “Estrella del Sur”, para apreciar desde allí el golpear de los cascos en las piedras, que originaba un sonido repiqueteante y diferente para cada pata, acompañado por un chisperío multicolor. Al cerrarse detrás de ellos el doble portón de chapa, se terminaba también para mí el paseo de la tardecita y regresaba a casa a disfrutar del baño, la cena y la bolsa de agua caliente.

         Aquella cotidiana convocatoria que me dejaba como imantado en la vereda, ayudaría a conformar el archivo sonoro de mi infancia salteña. Con el conversar del río en el Salto Chico y los tangos que cantaba Jorge Randall a cambio de monedas de vecinos, sentados al frente de sus casas en las veredas del verano, el sonar de los cascos de los caballos de la panadería, al regreso de su labor diaria, está recogido junto a la voz de mi madre, invocando a la Señora Santa Ana para que yo me durmiera en sus brazos, mientras ella escuchaba la novela de Radio “El Mundo” y yo soñaba con trancos largos, trotes y galopes, por el empedrado del Salto de los cuarenta, que todavía existía en muchas calles.

         Un día de primavera, grisáceo y amenazante, el encargado de una de las jardineras de reparto de la panadería, que pasaba a diario por frente a casa saludándome con la mano, sin afectar con ello su peculiar y riesgoso modo de conducir, con un pie en el pescante y otro en el estribo, detuvo la jardinera y me invitó a subir. Por esos días, si no era con mi madre, mi universo no iba más allá de la esquina de Rivera y Treinta y Tres, donde estaban el bar del Lino Rodríguez, el almacén del Bebe Luzuriaga, la verdulería de los Pilas y la sastrería de Rosemblat. Pero de pronto, la vida, que siempre reserva sorpresas, ponía ante mí una inestimable y quizá irrepetible oportunidad de vivir la gran aventura. Me sentí entonces conminado a tomar una decisión trascendente que asumí de inmediato, dejando para resolver después cómo explicar ante el fuero materno, el haber abandonado, sin su permiso, la seguridad del mármol del zaguán.

         Alcé sin dudar los brazos y en un instante mi amigo me acomodó a su lado en el asiento desde el cual dominaba las riendas. No habíamos andado unos metros cuando, para rodear de mayor belleza el paseo, se descolgó una copiosa lluvia. Mi amigo soltó entonces un encerado negro que llevaba arrollado en el techo de la jardinera y lo dejó caer frente a nosotros que quedamos así cobijados del agua y del viento, mirando por una ventanilla de mica que, como si fuera la pantalla de un televisor que entonces ni soñábamos conocer, nos ofreció un vertiginoso desfile de imágenes que se sucedían ante nuestros ojos y que me desesperaba por abarcar y retener en todos sus detalles. A nuestras espaldas, inundando todo aquel pequeño espacio, un intenso olor a pan caliente completaba el hechizo de esos momentos. Por primera vez contemplaba Salto desde el cielo: el club Círculo Sportivo donde mis hermanos y más tarde yo mismo nos haríamos hombres; el Palacio de Oficinas Públicas y sus escalinatas, desde las que saltaba al regresar de la escuela; la lechería Lecu Ederra, donde mi amigo, el “Aguita” Alfieri, ya andaría haciendo de las suyas; el Viejo Lafón, martillando a puro bíceps las cubiertas de un remolque; los alumnos tempraneros de la Escuela “López”, la Nro. 1, cuando estaba al lado de la Asociación Italiana, con sus carteras y correas sujetando libros y cuadernos a sus espaldas; “Pirapo”, el diariero, alto y fuerte, internándose a paso rápido por la calle Rincón, con su quepis, y el paquete de ejemplares de “Tribuna Salteña” bajo el brazo; más allá Pepito Aiello, el masajista ciego que reconocía a todos por sus voces, rumbo a su trabajo en el Hospital y yo, casi escapándome del asiento al pasar la jardinera por encima de los restos de las vías del tranvía, en la Plaza Artigas.

Justo cuando empezaba a saborear un pedazo de pan caliente, mi amigo puso las riendas en mis manos y me enseñó a chicotearlas en las ancas de los vigorosos caballos. Los poderosos remos traseros se esforzaron aún más y un torbellino de clinas me llegó desde allá adelante por entre las gotas de agua que resbalaban por la mica. Detrás de nosotros, los canastos de pan disminuían su contenido a medida que completábamos el reparto.

         El paseo no llegó a durar una hora, pero ¡cuánto cabe en la hora de un  niño de siete años! Cuando al fin, amigo, jardinera y caballos me dejaron en la puerta de casa y se perdieron en un galope corto mientras aquél me saludaba siempre con la mano en alto, humedades de lluvia y de sentimiento me nublaron la vista.

         ¡Qué habrá sido de ti, carrerito de la “Don Carlos”, que una lluviosa mañana de primavera compartiste tu pan, tu caballo y tu trabajo con un niño que no olvidaría tu gesto!

Con el fragor de la vida van esfumándose lentamente los recuerdos y perdiendo los contornos sus imágenes. Pero como si una perentoria orden de retornar al pasado se hiciera oír desde lejos, mi setentona memoria es compelida a responder cada vez que una ruidosa jardinera y el sonar de los cascos de caballos pasan frente a mí, en el escaso empedrado que hoy resta en la ciudad.

         Como entonces, en las mañanitas de un verano salteño cuyo rigor no ha cambiado, la Plaza Artigas alivia la canícula y convoca a la nostalgia. A gozar de su frescura en horas tempranas voy hasta ella y me siento en uno de los bancos cercanos a la esquina, con la esperanza de sentir y ver asomar una jardinera por el empedrado de la calle 18 de Julio; entonces, entrecerrando los ojos para así poder imaginarlo, me veo a mí mismo, con una alegría infinita en el rostro y un pedazo de pan caliente en la boca, aferrado con ambas manos a las riendas y a un paseo que desde aquellos días no pude volver a disfrutar.




 

Vivencias del Parque Solari


El paseo se iniciaba poco después de la sobremesa cuando mis hermanos, primos mayores y amigos se disponían a jugar al truco de cuatro y a veces de seis, esperando la voz de Carlos Solé o de Duilio de Feo, que trasmitirían el principal partido capitalino a jugarse, claro está, en el Estadio Centenario.

Mi madre, hermanas, primos menores y yo, integrábamos un alegre conjunto que con un bien aprovisionado canasto iba hasta la Plaza “Nueva”, la atravesaba, seguía por Agraciada hasta la vieja estación de AFE y doblaba por allí para dirigirse al Parque, en  subida calurosa y finalmente polvorienta.

Al entrar en Blandengues, los gurises rompíamos fila para adelantarnos. La entrada del Parque era y es señorial y lúdica, ofreciéndonos tres opciones de ingreso: por el costado izquierdo, bordeando la pista de patinaje, el camino a las hamacas; por el costado derecho, el que iba rumbo al lago; por el centro, el camino techado de pimpollos del Rosedal. Aunque los tres confluían al final de la bajada, casi siempre el camino del centro era el elegido y la primera estación de las muchas con las que contaba la tarde, consistía en inundarse de perfume del jazmín del cielo que abrazaba su hoy infamemente desaparecida pérgola. Enseguida y a la izquierda, sobre el pasto bien bajito, se instalaba el campamento. Con un mantel en el medio, el grupo se aposentaba allí, tratando de calmar la inquietud de los más pequeños que pugnábamos por ir a la pista de patinaje, el cuadrado de arena, las hamacas con maderitas protectoras a la altura de la barriga, las hamacas grandes, el “subibaja” y los toboganes. Cuando entre los mayores empezaba a girar el mate, mi madre autorizaba el desbande y las gurisas mayores enfilaban hacia abajo, con la misión materna de cuidarnos y la propia de “vichar” alguna oportunidad  de noviazgos incipientes. Nunca olvido que una vez, luego de disfrutar de las hamacas, con el atrevimiento de creer que ya dominaba el mundo, me subí envalentonado al tobogán mas alto desechando todo auxilio fraterno. A gran velocidad y sin la técnica de doblar y apoyar las piernas al final, me desparramé a metro y medio de éste, en un aterrizaje doloroso y humillante. Tratando de detener el movimiento involuntario de labios y mandíbula y retener las lágrimas, me levanté con mi gallardía un tanto averiada y abandoné rápidamente el lugar entre las carcajadas de menores y mayores.

Seguíamos luego caminando por las orillas del lago o en chalana por el mismo y desde allí alimentábamos a cisnes y patos mirando furtivamente la estatua de Venus desnuda. Terminada esa primera recorrida rumbeábamos por el camino ascendente hacia el Palomar –hoy también desaparecido-, junto al cual estaba la casa de los cuidadores; en ese entonces los padres de mi amigo  Nito Torres. Haciendo un alto descansábamos un rato al culminar la escalinata de la Glorieta y después, apartando bromelias, nos íbamos más allá, hasta la pista de baile, por donde la tarde se hace sombría por la tupida confluencia de los altos eucaliptus del fondo del parque.

Una de esas tardes, al regresar desde esa zona descendiendo por fuera del grupo y del sendero, entre azaleas, “coronitas de novia”, bromelias y plantas silvestres, mientras jugaba con mi buzo a ser un húsar desmontado ataviado con un elegante dolman, como había visto a Fernando Lamas en el Ariel, en “La Viuda Alegre”, un encuentro sorpresivo y sorprendente me cerraba el camino: un animal de dos patas, plumífero pero mas alto que los congéneres a quienes alimentaba a diario en el gallinero de mi casa.  Recordando al gallo que me corría de aquél territorio, con rapidez tomé una piedra y me apronté para la batalla.

Al verme, el soberbio animal alzó su cuello y pareció estudiarme con total serenidad durante un instante. Luego, como si estuviera convencido de que esa sola mirada le bastaba para dominar la situación, despreció con altivez mi postura guerrera y se alejó lentamente. Algunos metros más allá se detuvo; de pronto un arcoiris sibilante se alzó  inundando intensamente de colores mi tarde y toda mi existencia. Yo, que había quedado estático contemplándolo, abrí la mano y la piedra se deslizó morosamente hacia el suelo.  Hipnotizado, no llegué a imaginar que frente a mí se encontraba un ave asiática de cuatro mil años de integración a la cultura humana, pero alcancé a darme cuenta de que estaba ante un ser excepcional. Provisto de un cuello hidalgo, azul irisdicente, y pechera blanca inmaculada, su cabeza fina coronada por una cresta de pequeñas plumas erizadas culminada en un penacho gris azulado; ojos escrutadores escondidos detrás de un antifaz de tono más oscuro en el marco de una cara lechosa: parecía parte de un cuento. Las patas elegantes elevaban su cuerpo, recubierto de un manto azul eléctrico con bordes verde dorado metálico, casi hasta mis rodillas. Pero era su cola lo que hacía que aquella visión fuera magnética. Se elevaba perpendicularmente como un metro por encima de él, en forma de abanico, con reflejos que iban del verde al púrpura, según como lo atravesaran los rayos de sol y en la punta de cada pluma el dibujo de un ojo con círculos de color parecía enviarme chispas de luz. Ni pensé que ese despliegue policromático en el que parecía confluir todo mi ideal estético infantil, se debiera a la búsqueda y seducción de una hembra que desafortunadamente no encontraría. Simplemente asumí que el Pavo Real ostentaba su encanto a modo de advertencia a humanos y semejantes acerca de su absoluta  primacía en el entorno.

Captado el mensaje y a despecho de la supuesta superioridad de la especie humana, reconocí mi miserable e inferior condición, oscura, sin plumas, sin emanaciones encandilantes ni brillo. Supongo que también habré enrojecido por mi actitud beligerante inicial y comprometí de inmediato para siempre mi militancia en aras del respeto por los animales y la Naturaleza en general.

Aquél encuentro no sólo deslumbró mi niñez; determinaría además que mis paseos posteriores por el Parque fueran considerados completos sólo si conducían a un encuentro con aquella hermosísima ave, para renovar de tal modo mi admiración por ella y mis votos por la defensa del medio ambiente.

De tanto en tanto, abrumado y confuso por la complejidad e impiedad de un mundo inusitadamente violento, y convocado por la nostalgia, regreso a ese pulmón de la ciudad en busca de sosiego. En la tarde gris de este duro otoño, sentado en una vieja hamaca, me regalo un paréntesis solitario. Siento en las espaldas el peso de los años, el horror de imágenes cercanas y cierta melancolía por tantas ausencias que habilitan con dolor la evocación de un pasado mejor. En este espacio apacible mis agravios se atenúan; los sabores retoman el gusto de antaño y escucho entre los sonidos que trae el viento el bullicio lejano de las tardes de paseos. Con la mirada apagada por el tiempo y la penumbra, entreveo por el Rosedal, el lago o los juegos, espejismos poblados de duendes con rostros que me son familiares. Un manto oleoso me envuelve y apacigua. Renuevo en ese trance la comunicación espiritual con estados ancestrales donde la ausencia de conflicto resulta ser su principal característica. El arrullo del viento entre los árboles acentúa la suavidad del silencio, pequeñas gotas de agua enfrían mi rostro de ojos cerrados y logran transfundir un nuevo aliento a mi vida. Finalmente, luego de visitar la umbría zona de rocas y eucaliptus, incentivada mi imaginación por viejas referencias, dejo el sendero para descender de nuevo por entre los añosos arbustos. Entre éstos, alimento la esperanza de reencontrarme con aquel arcoiris viviente, que devuelva a mi conciencia la escasez de alcurnia de los seres humanos e inyecte a mi atribulado espíritu una buena dosis de anticuerpos contra las agresiones humanas. Camino lentamente con la ilusión de que en el final del viejo paseo, se presente aquella imagen ahora devenida fantasmal, para infundirme la confortable sensación de humildad y armonía interior que me regalara su descubrimiento. Y en un momento, ante mis ojos que han vuelto a ser de niño, una vez más, como brotado de la varita mágica de un hada escapada de un amarillento tomo del Tesoro de la Juventud, enriquezco de nuevo mi afán de paz al contemplar el desplazamiento orgulloso y apuesto de Su Majestad, el Faisán Real.



En la presentación de la obra colectiva, junto a otros talleristas.



También es columnista del prestigioso diario salteño Cambio y a continuación, una de sus innumerables y siempre emocionantes intervenciones:


Una crónica para Adelita


Locales | 29 Nov. Por el Dr. Carlos Blanc.
Pequeña historia de cómo Adelita, la delicada niña que vivía en una casa estilo Hansel y Gretel en la Avda. Florida, hoy Barbieri, decidió dar el sí e irse, poco después, a la lejana y nevada ciudad de Edmonton, Canadá y de cómo eso le cambió las costumbres.
El año 1967 fue, a mi modo de ver, el último de los años de paz, el último del Salto "de antes". A poco de entrar en sus meses finales, con la muerte del Presidente Gestido y el subsiguiente y definitivo desplazamiento de la izquierda del Partido Colorado del gobierno y del poder, todo empezaría a cambiar, pero el 67 todavía diluiría su final al estilo antiguo y ese 31 de diciembre que despedí en la orilla del río, se celebraría con el mismo entusiasmo y la misma alegría de los años pasados. Desde luego, ni tirios ni troyanos sabrían entonces que sería su última Navidad en la tranquilidad de la familia. El 68 irrumpiría con toda violencia y no habría estabilidad ni paz por muchos años.
La primavera salteña parecía haber hecho eclosionar los sentimientos de unión eterna (a veces), si nos atenemos a los múltiples casamientos de ese setiembre del 67. Así lo intentaban entre otros: Nidia Di Giorgio (hermana menor de Marosa), con Ramiro Lacoste y su foto lucía en la página de sociales de "Tribuna Salteña", Nelson Caputo con Selva Rodríguez, e ingresarían también al equipo de los casados, Beatriz Castillo y Juan M. Marziotte Campanella, con foto y todo. Un querido colega bancario, afectuoso, humilde y sencillo, el siempre presente Miguelito Miguens, tomó también como esposa en ese invierno, a la también muy querida Lilia Rumi, con quien mantengo una hermosa amistad.
Esos casamientos serían además compartidos ese año, por el de Liriana Muguruza Galvalisi, eterna y justa "Miss Simpatía", de cuanto evento estudiantil se organizara. Liriana, querida amiga desde mucho antes, manteniendo siempre su encantadora sonrisa y don de buena gente hasta hoy, enganchaba su destino al de Manuel "Maneco" García da Rosa Taveira, compañero mío también en la Sucursal Salto del Banco de la República y hoy viven felices con familia ampliada, alternando domicilios en Maldonado y Montevideo. 
Las fotos de la boda Irrazábal - Martínez y la de Lupi Francia Díaz, en este último caso en sus quince, iluminaban también la página social.
Carlos Broglio y Rosita Méndez Requena Gaiter aprontaban su enlace y se les organizaba una despedida. La instantánea los presentaría también sonrientes (es habitual que se vean sonrisas en estas ceremonias; sugeriría tomar fotos también en las audiencias de divorcio para apreciar el contraste, pero hasta ahora no me he animado a tomarlas y no creo que lo haga en lo que me resta de vida; dejo la idea en manos de Alberto Eguiluz, fotógrafo que dejará TODO Salto para la posteridad). El divorcio no fue el caso del matrimonio Broglio-Méndez ya que permanecen juntos y disfrutando de un sereno retiro en una hermosísima residencia frente al río y cercana al Polo.
A estar por las páginas de "Tribuna", calle Uruguay mantenía sus ofertas a pleno, en especial "Tienda Alaska", que exhibía en vidrieras alfombras de Sibils y Cía. S.A. en diez cuotas y Arnoldo Fontes, peluquero de alta sofistificación, ofrecía sus servicios como distribuidor exclusivo de L'Oreal de Paris. Había avisos propagandísticos de Elena Rubinstein (que había perdido la "hache", al menos transitoriamente), y también la tradicional sastrería "A. y M. Pascale", abría la oferta de buenos trajes de confección, así como la más reciente "Ruben", sugería ropa más sport, de excelente calidad. Desde luego, "El Triunfo" y "La Reina", no se quedaban atrás.
Pero, otros sucesos llenaban la misma página: se informaba que Pastor Carrizo festejaba sus 20 años como conductor de "Despierte cantando", en Radio Carve, que Rafael Villamor y Hortencia Ipar, conmemoraban sus Bodas de Plata, lo cual podría suponer un aliciente para las noveles parejas salteñas que sellaban sus respectivos compromisos mediante sendos anillos de oro y, algunos, postrados ante Dios. También Italo Ferradini festejaba su aniversario de casado, en la misma Parroquia, con Roma Rossi, en un también primaveral setiembre pero de 1936.
Graciela Hermann, quien había desechado la oferta que le hiciéramos, Alberto Grassi, Elbio Sosa y yo, en forma de "telegrama" en una kermesse del Inmaculada ("somos tres y nos disputamos tu amor"), festejaria sus cinco años de matrimonio en diciembre (cada vez que puedo le reprocho a Graciela -siempre bonita y simpática-, ese rechazo. Le agrego que aún está a tiempo de contestar, pero, me dice, ya no se emiten más telegramas y no quiere quebrar aquel encantado recuerdo de otra manera). 
De Adelita Soto se publicaba una hermosa foto de Van Dyck, quien también publicaría fotos de los quince de María José Goñi. Habría una referencia a mi elegante ex alumna, Claudia Motta Aguerre, que en esos días cumplía apenas un añito, así como el de Maurito Pereira Machado Barreiro, en la columna de cumpleaños, de la cual se encargaba ya, Yaya Balbi. Otros eventos se sucedían en Salto y se noticiaban en "Tribuna": los muy queridos, Gabriel "Gabito" Bentos Pereira y Ariel Crescionini, disertaban acerca del famoso decreto-ley de Varela sobre "La educación común", así como Ethel Nunez de Lima, profesora de francés, hacía lo propio acerca de su experiencia en Francia como becaria. 
Luis Russo Rossi presentaba su programa "Pep Pop", en Radio Arapey, por entonces en calle Larrañaga. Gisela María Zunini Ardaix, cumpliría 20 muy cercanamente, al igual que mi queridísima Elsie Dotti, y el hoy escribano Elder Améndola, recordaría que cinco años antes había sido intervenido quirúrgicamente.
El Dr. Juan Carlos Razzona, tal cual lo sigue haciendo hoy, aunque en diferente lugar, atendía en esos días en Uruguay 729. Y ya se reclamaba la derogación de los topes jubilatorios. Francisco Hermann (padre de Juan y abuelo de Juan (hijo) y sus hermosas hermanas), presidía una reunión social con unos cincuenta oriundos helvéticos, a la que concurrirían el Intendente Vinci y su Secretario, Ferro. Se anunciaba el inicio de las obras del nuevo edificio de Onda S.A., según el proyecto del Arqto. Daniel "Lito" Armstrong. Su Gerente, Juan Henderson, así lo anunciaba. 
Un hecho criminal que había enlutado y conmovido a la ciudad por su infrecuente violencia (hoy sería letra chica), quedaba esclarecido. Con la intervención de la Jueza Dra. Jacinta Balbela de Delgue (¡genia!, figura y ejemplo de la justicia oriental), se conocen nombres y apellidos del asesino y cómplice del homicidio del comerciante Ivo Nobre, en Cuchilla de Salto.
La noche de la ciudad se manifestaba con alegría en "Drink", propiedad de la firma Facisa, que tenía por principal a "Tata" Fernández y presentaba a Siro San Román. Esto en el marco de su exitoso segundo aniversario para lo cual también convocaría al salteñísimo "Trío D" y de paso auspiciaría un baile en celebración del cumpleaños, en el Club Remeros. En tanto, artistas salteños, Jorge Aguilar con el conjunto de Juan Gelós, triunfaban en la televisión artiguense y "Los Vanguards", en Salto Uruguay.
El Sorocabana se llenaba de gente y de miradas cruzadas (algunas no del todo legítimas), antes y después del cine, mientras que "El Galeón", ofrecía excelentes pizzas que, aseguraba, "no engordan" y la "Confitería Oriental", de Soto y Menoni, anunciaba a "Juan Carlos Morgan y su orquesta", para el próximo domingo.
La temperatura era agradable para esa primavera, 19º a la intemperie, según Nicolás Ferrari, que ante el seguido anuncio de nubarrones, agregaría "con tendencia a mejorar", típico del proverbial optimismo del querido Profesor.
En los cines se anunciaban estrenos y no era nada sencillo, por hermosas que fueran las salteñas y lo eran y lo son, competir con Jane Fonda en su mejor momento, dirigida por su exhibicionista esposo (de turno), Roger Vadim, en "La Ronda", acompañada por Catherine Spaak (que aún hoy como la propia Jane, sigue divina), Annna Karenina y el recio Maurice Ronet, que tuvo la mala suerte de actuar en épocas en que Alain Delon rompía todo. Precisamente éste con la bellísima italiana, Claudia Cardinale y el carismático Anthony Quinn, actuaba en "Talla de valientes", una velada defensa de los "pieds noir" argelinos.
En el Ariel se exhibía "Camisa de Fuerza", con Joan Croawford, a la que, si nos atenemos a la biografía que luego de fallecida la famosa actriz, publicara su hija adoptiva, seguramente no era necesario proveerla del atuendo del caso, ya que se pondría el mismo que usaba a diario. 
Mientras una generosa niña porteña ofrecía públicamente sus ojos a José Feliciano, la fiel concurrencia de los fines de semana a los cines del Salto se solazaba también con películas como "Helena de Troya", en el Salto, con Rosana Podestá, "Tigresa del Oeste", con otra vez Jane Fonda y el "malo" Lee Marvin, en el Sarandí, "Hombre", en el Plaza, con Paul Newman, el hombre de los ojos color "ártico", como lo definiera en notable imagen el recientemente fallecido intelectual y político, entre otras cosas, Gore Vidal, acompañado Paul por Diane Cilento (ex esposa del primer y perfecto Bond, James Bond, Sean Connery), "Bocaccio 70", dirigida por cuatro enormes directores italianos, en el Ariel; entre tanto se exhibía "Ya tiene comisario el pueblo", en Constitución, con Niní Marshall, el uruguayísimo Ubaldo Martínez, Jorge Cafrune (que unos años antes había cantado en la Confitería Ideal de Salto, culminando la noche en mi propio domicilio de Zorrilla 46, hogar de los solteros del Banco (teníamos de vecino a Alfonso Errandonea Quade que acababa de jubilarse como Gerente del BROU), acompañado por los desconocidos entonces, Olimareños y….Ramona Galarza, "La novia del Paraná", luciendo exacta, pero exactamente igual que hoy.
El periodismo deportivo se apenaba profunda y sinceramente por el deceso de Ramón Fonticiella, por años cronista de Radio Tabaré y con quien supe compartir una mesa en un trío que completara Stelio Monetti (¡si me sentiré orgulloso de esa noche!), comentando las incidencias del Torneo Nacional jugado en Salto, oportunidad que fuera la última actuación basquetbolística del inolvidable olímpico, Ramiro Cortés, el querido "Gallego". Mi queridísimo y llorado amigo y vecino, compañero de tantas jornadas, "El Negro" Cacciavillani, regresaba a Salto luego de ganar el campeonato nacional de paleta argentina, en individual y en pareja, con "El Chato" Broli, fuerte pegador del Centenario. Otro viejo amigo y querido compañero de Liceo y del grupo Ciencias Económicas del 59, Pedro Virgilio Rocha, flamante Campeón del Mundo de Clubes, prestaba su esfuerzo al primer equipo de Peñarol para enfrentar a Danubio y su foto estaba en la página de deportes.
Pedro Barla presentaba su conjunto en el Larrañaga, escenario tradicional en el cual apenas unos años antes se habían lucido en espectáculo a beneficio del Hospital Salto, a instancias de la incansable Titina Cesio y Aída Escudero de Umpierre, entre otros números: "Tren a Harlem", con Carmen Bortagaray, María Herminia Casañas, Ana María Cazabán, Nasha Brum, Elbita Silveira y Alicia Rodríguez Speciali, sin olvidar, naturalmente, que habían sido precedidas por Alba Motta, Susana Mendietta, Fanny Alvarez, Liriana Muguruza, Teresita Menoni, Ana María de Souza, Josefa Trolio y Adelita Avellanal, como "Segadoras de la Rosa del Azafrán", dirigidas por María Victoria Varela. Ah…y "Zamba Brasileña", con Rosario Correa, Esthercita Silveira -niña prodigio en las tablas, a quien mientras se retiraba de escena le pisaron la alpargata lo que le provocó cierto desequilibrio y derrumbe que solucionó lanzándola a la madre que estaba en la platea-, Beatriz Rippa, Rita Zunini, y Esther Casalas. Un poco antes habían actuado Susana Céspedes, Marion Bentos Pereira, María Isabel Piegas, Griselda Casañas, Cocona Carvalho, ataviadas para una "Isla de Ensueño". Bueno, agreguemos sin falsa modestia, a mí también me tocó mi parte en "Paris, siempre París", compartiendo tablas con Yiya Migliaro, Bertha Silva, Charito Castillo, Elena Martínez, Celia Cocco, Roberto Zunini, Marito Joanicó, Horacio Valsechi, el Dr. Guillermo Gruning al piano, cantando "Mesié" Nik, patrón nocturno de "El Peñón", de Méndez Requena y mi viejo amigo Oscar Bibbó (¡qué troupe!)
Me alegraba mucho que esa agradable casi niña que era Adelita, hubiera encontrado su amor y se casara. Lamentaba y lamento hasta hoy, que ello supusiera que se alejara poco después a lugares muy lejanos. Pero, rindámonos ante la evidencia, aunque hubo poco tiempo para intentarlo, no hubo salteño que la conquistara. En algún momento por mi parte, entusiasmado con la idea, había consultado mi suerte a una gitana. Entrado en la carpa, un tanto disminuido por el oscurecido entorno y temiendo por la indemnidad de mis bolsillos, me senté frente a la mesa que lucía un mantel multicolor sirviendo de base a una luminosa "bola de cristal". Curiosa también porque a veces titilaba, como si la luz no le fuera propia y mística sino proveniente de la materialísima UTE y con una conexión no del todo segura. 
Luego de requerirme datos, pelos y señales míos y de mis desvelos, me dijo: "Con esta muchachita tiene posibilidades, pero… en el orden del, ejem…, cero coma, diecisiete por ciento". Herido mi orgullo por tan disminuido porcentaje, respondí, confieso que un tanto desmedidamente: -"¡No puede ser! ¡No puedo estar tan jodido! Seguro sacó mal las cuentas ¡Revise!". "-No hay caso -me contestó- reviso y reviso y no califica ¡no ca-li-fi-ca!". "-Mire, creo que Ud. no adivina nada, es mala en matemáticas y menos creíble aún con todo este andamiaje: su "bola de cristal" no es de cristal y ni siquiera de vidrio. ¡Es plástico! ¡Y encima parpadea, debe tener algún cable pelado!". 
Pero, no fue más que un desahogo, la gitana tenía razón, así que, por mandato astral, desterraría aquel sueño de mi mente.
Adelita, entonces, se casó ese año 1967 y fue llevada al altar por sus orgullosos padres. A los dos años se radicó en Canadá, donde aún hoy vive, feliz, con una hermosísima familia, tan enamorada como aquella noche en que Tarnowsky se le declarara en el balcón del Remeros, con aquellos gurises molestos dándole vueltas alrededor. 
Premonitoria y concomitantemente un solitario hecho, anómalo, cubría de misterio la ciudad y atemorizaba a creyentes y no creyentes, pero sensibles todos a las profecías mayas. En efecto "Tribuna" recogía la versíón de que "anoche -14 de agosto-, la ciudad fue cubierta por la precipitación de un polvillo blanco de extrema finura que se adhería a los parabrisas… (y que) ante el contacto con la sólida materia, los labios se resecaban". ¡Madre querida!, como de brujas, pero …¿no sería acaso que se estaba preanunciando de una forma un tanto esotérica, que 45 años después, Adelita se enfrentaría y calificaría públicamente un fenómeno parecido, expresando que se encontraba "harta de esta mierda blanca"?, haciendo así pedazos su habitual y fino lenguaje y trizas las esperanzas de varias de sus amigas (y amigos) salteñas de "cierta edad", y ya todos quizá, con algunos quilitos de más, pero igualmente con sueños poblados de trineos, de melosas canciones de Navidad entonadas por Bing Crosby, y elegantes integrantes de la Policía Montada de Canadá, en los que algunos querrían encarnarse y otras ser recogidas, para cabalgar en vigorosos caballos en nevados y helados paisajes. "¡Mierda blanca!"… ¡Adelita, te pasaste!, dejaste a un montón de amigas y amigos sin sueños. Y ese lenguaje no lo aprendiste con las Hermanas Alemanas. Feliz cumpleaños, con mucho cariño.







      Carlos Blanc - el actor, integra el Grupo Teatral Sintapujos, de Salto. Veamos información de algunos medios:



"Sintapujos" estrenó "El huésped vacío" en el Larrañaga

Miércoles 01 de noviembre de 2000 | 00:00
Salto – Con gran suceso fue estrenada la obra “El Huésped Vacío”, de Ricardo Prieto, en el Teatro Larrañaga, por el Grupo Teatral “Sintapujos” y reprisada el día sábado en la Sala Teatral del Hotel Concordia.
La dirección de la obra corresponde al fraybentino Roberto Buschiazzo y el elenco que actúa está compuesto por Oscar Bibbó, Ana Laura Pereira Castro, Hugo Rundie, Carlos Blanc y Natalia Bibbó. En “El huésped vacío” se tocan temas referidos a la dignidad del hombre, el dinero, el poder, la represión, el miedo, los límites de obediencia, la libertad, la necesidad, el amor y la muerte. El arribo de un extraño con pretensiones un poco fuera de lo común, al seno del hogar, pone de manifiesto una serie de sentimientos que estaban ocultos. Acelera un proceso casi inevitable de deterioro en las relaciones del padre, la madre y el hijo, poniendo en tela de juicio los principios morales del primero, que la madre creía, inocentemente, estaban firmes.
La obra tiene un ritmo arrollador y no le da tregua al espectador. Es una obra tensa, dramática, con interpretaciones acertadas de los cuatro actores. El peso de la obra lo llevan Carlos Blanc (el huésped) y Oscar Bibbó (el padre de familia).
El abogado y docente universitario salteño Carlos Blanc resultó todo un hallazgo actoral en el papel de Fergodivlio, un hombre que poco a poco se mete en las entrañas de una familia, la separa, los contrapone y logra que se sometan a sus caprichos, a su extraño poder.
Oscar Bibbó, veterano actor, exhibió en su personaje el oficio que brindan los muchísimos años de teatro y terminó haciendo un personaje sumamente creíble, el del atormentado, frágil y ambicioso padre.
LARED21 Litoral


Sintapujos reprisa “Aeroplanos” el 8 de noviembre en la sala magna de la Regional Norte

El director del Grupo Teatral “Sintapujos”, Oscar Bibbó habló con 10minutos de esta obra que es muy requerida en distintas partes, “AEROPLANOS” es solicitada en varias ciudades y localidades de nuestro país como también en los festivales internacionales de Chile y Argentina, se repone nuevamente el martes 8 de noviembre,a la hora 21, en LA SALA MAGNA DE LA REGIONAL NORTE DE LA UNIVERSIDAD DE LA REPÚBLICA,  por parte del Grupo Teatral “SINTAPUJOS”. Reconocida en Chile- cuando nuestro grupo salteño se presentó en el 2010 en el Festival Internacional de Iquique- a tal punto que fue considerada una de las más destacadas puestas en escena del mismo, se apresta ahora a su nuevo reestreno que tiene una característica singular, pues esta vez la obra del autor argentino Carlos Gorostiza será representada por Oscar Bibbó y Carlos Blanc ( este último que vuelve a las tablas y que es recordado , entre otras, por su actuación en “El Huésped Vacío” que este grupo representó hace ya varios años.).
“Aeroplanos” es un verdadero culto a la amistad. Una obra de intenso realismo, cruzada de punta a punta por los ejes de la emoción, la ternura y un entrañable humor. Sus personajes , Cristóbal y Paco, transitan  los temas cruciales de la vida. Es una oportunidad para que toda la familia en conjunto, concurra a “la sala de todos”,la Sala Magnadela Regional Nortea presenciar , reír y emocionarse con esta pieza teatral de excelente construcción dramática.
www.10minutos.com.uy


Aeroplanos mañana en la Regional Norte

Locales | 07 Nov. Ya llega este martes 8 a las 21 horas a la Sala Magna de la Regional Norte de la Universidad de la República, la obra cumbre del autor argentino Carlos Gorostiza, “Aeroplanos” traída de la mano del Grupo Teatral “Sintapujos”.
Sin golpes bajos, Carlos Blanc y Oscar Bibbó presentan este texto cargado de una emoción tan genuina como su humor.
El desarrollo de la trama es sencillo pero la estructura se sostiene en los diálogos bien construídos, de réplicas oportunas, cargadas de sinceridad y reveladoras de la torpeza y vulnerabilidad de los personajes y, a l vez, de la conciencia que cada uno tiene acerca de los significados de esa declinación.
Cristo y Paco- sobrenombres con que recíprocamente se irritan y provocan Cristóbal y Francisco – son dos viejos absolutamente probables, aferrados a los recuerdos de la infancia pero conectados con moderada lucidez a los usos y costumbres de un tiempo que se les escurre entre los dedos.
“Aeroplanos” no es sólo un canto a la vejez y a la amistad, sino también un desempolvar en el recuerdo, en la biografía del propio Gorostiza. Su padre fue uno de los primeros pilotos de Aeroplanos en la Argentina y el autor recuerda aquellos viajes a escondidas de su madre. Será por estas y otras suertes que la obra cala en lo profundo de la audiencia, despertando sentimientos dormidos, temores por venir, cuestionando el pasado o el futuro.. Pues como bien cita uno de sus personajes: “La eternidad está en el minuto que vivimos”.
La obra no busca pasmosos planteamientos estéticos, no experimenta, no se propone hacer grandes vuelcos a la dramaturgia ni al teatro y esa es su virtud.
Es como los lagos, tranquilos, diáfanos pero llenos. Esa quietud, esa aparente cotidianidad de lo añoso se transparenta en la sobriedad del texto y de la puesta.
El reparto para este martes 8 es el siguiente: Cristóbal…Carlos Blanc; Francisco… Oscar Bibbó. Técnicos: Sonidos… Ramón Reinoso; Ambientación y Luces… Edgar Bibbó; Traspunte… Carlos Botini; Dirección General… Oscar Bibbó
El bono-colaboración pro-gira de Sintapujos es de $ 100; Estudiantes y Jubilados con comprobantes $ 50.- y Estudiantes de la Udelar con entrada libre.






Momentos de la obra

Momentos de la obra