jueves, 15 de agosto de 2013

14 de Agosto: el 68 uruguayo



Durante unos cuantos días, en la Facultad de Veterinaria del 68, una gorra policial se meció al ritmo del viento de agosto, en el extremo de un rústico mástil.

Trofeo singular: una guerra supone el enfrentamiento de fuerzas equiparables... Pero en la puerta de la Universidad sólo se habían amontonado pechos, consignas, visiones de un mundo quizás mejor. Armados sólo estaban los agentes del “orden”: los defensores de privilegios, ciegos a sus propias miserias.

Cuando Líber Arce cayó, asaeteado por el mandato feroz de la ignorancia, sólo uno de sus compañeros reaccionó y se apoderó de la gorra del tirador. ¡Qué simbolismos propone la Vida cuando abre su mano agarrotada! El policía quedó despojado de su segunda “cabeza”, ésa que tal vez le impedía pensar como hermanos a sus enemigos prediseñados.

Bicho de mal agüero esa visera como una medialuna eclipsando el horizonte. De muy mal agüero: una señal funesta de que, otra vez en la Historia, los jóvenes serían la carne sabrosa que se comerían los gerontes.

Y lo fueron.


Pero en el aire quedó flotando un perfume. La carne humana huele como ninguna otra de las savias del universo. Por eso, muchos no te olvidamos, Líber Arce, y vos lo sabés: tu aroma nos sigue marcado la línea sinuosa, compleja, agotadora y consciente de la liberación.









Bajo la Serpiente de los Huesos Blancos -12-

La voz que dicta


Día de invierno. Cinco de la mañana. Aúlla el mar.
Camino desesperado por la escollera gris y fría. Una lucidez extraordinaria domina mi espíritu; pero mis pies están helados. Se diría que he cometido la locura de ponerme zapatos de hielo. Mis pies están helados; apenas obedecen a mi voluntad. Ahora siento circular en mí una avalancha de ideas claras, risueñas, como nunca.
Me aseguro a mí mismo:
–Todo el mundo duerme; pero yo estoy despierto.
Ningún deseo grosero entorpece mi sentimiento.
Abarco la ciudad pequeña y detallada irregularmente; torres, casas altas y bajas, luces, el mar, el cerro.
El viento, que hace aullar al mar, sacude, contrae, retuerce los árboles de ramas secas, y se reparte armoniosamente, en perspectiva.
Pienso en mis dos amigos, a quienes nunca les hablo ni de mis hambres ni de mis sueños: Mario Funes, alto, fornido, de ojos castaños enfermizos, que a pesar de sus treinta y cinco años y sus nueve hijos, es un divino solitario; Enrique Gabriel, hombrecillo de ojos brillosos, finos; semblante redondo, pálido, chupado por la vida de meditación. Funes me ha explicado días atrás el significado de ‘‘Los candelabros del Bautista’’, mientras Gabriel y un marino, que siempre cuenta aventuras amorosas, sonreían irónicamente.
Una gran lucidez domina mi espíritu, y mi negra, constante preocupación de la muerte, se transforma en alegría, en infinita, en cósmica alegría.
En un café próximo al puerto, juegan al billar dos individuos. Un vagabundo sucio, despeinado, que está de pie, a cierta distancia de los jugadores, se rasca y pone en el juego una atención cómica y desesperada.
Me siento en una silla. Miro la pizarra en donde está escrito un número entero y una fracción; indica la hora en que empezó el partido. Dos filas del contador están desordenadas.
Ahora duermo. La lucidez, visión sobrenatural, con una persistencia de imagen, sigue dominando mi espíritu; no se altera. Duermo con el cerebro despierto.
Una voz me dicta (‘‘la voz que dicta’’).
–Seríamos felices si no tuviéramos el sentido del tiempo; divinamente felices.
Duermo con el cerebro despierto. Mi cansancio se abandona a lo inesperado. Alguien ha encendido los ‘‘Candelabros del Bautista’’ y da vueltas alrededor de un tiempo peligroso, opresor; estremecido de alegría y locura.
Me sacuden violentamente.
Gritan:
–Aquí no se puede dormir. Parece mentira. ¡Un hombre joven!
En la mesa de billar rueda la bola roja, salta y cae sobre el piso de madera cubierto de aserrín, puchos y escupitajos.
–¿Lo ahorcaron? –pregunta uno de los jugadores, que lleva bufanda negra, bien envuelta al cuello.
Son unos bárbaros los... sanguinarios, inquisidores. Nadie debe matar a nadie. A eso le llaman justicia, comenta su acompañante.
Habla, sin duda, de un proceso.
‘‘La voz que dicta’’ me interroga.
–¿Aversión?
Los jugadores han interrumpido el juego.
Permanecen en silencio, mudos; con los ojos fijos, inexpre-sivos, muertos.
‘‘La voz que dicta’’ prosigue:
–No sentía aversión por nadie. No sentía nada por nadie. Prefería huir de las compañías humanas.
Vuelven a sacudirme violentamente. Miro. Es el patrón. Sus hombros, sus manos de sapo, blancas, rosadas, callosas.
Ordena:
–Fuera, atorrante. ¡A trabajar! Parece mentira. ¡Un hombre joven, lleno de salud!
(Hacía poco que me habían dado de alta del manicomio, en Buenos Aires.)
Salgo. Mi paso es lento, inseguro.
Las calles siguen húmedas, frías. Camino durmiendo; mi cerebro está despierto, pero mis pies helados.
En el fondo de mi ser recobro la lógica; asocio ideas maravillosamente, en un estilo extraordinario, sobrenatural.
‘‘La voz que dicta’’ se quiebra como un vidrio y se divide en muchas voces: se sinfoniza.
Una de las voces dicta:
–Por este motivo.
Otra:
–¿Cómo era que no hablaban sus personajes?
Otra:
–No.
Otra:
–Se explica.
Un golpe duro, como un hachazo, me hace volver a la realidad. He chocado con unárbol que tiene las ramas limpias, peladas. Una opresión en el pecho me hace pensar si no estoy enfermo.
Interrogo al árbol y escucho ‘‘las voces que dictan’’.
Una voz:
–No tiene cabellos.
Otra:
–Ni voz ni nada.
Se me aparece Funes. Sonríe. Declara, resolviendo como una clave, el significado de las voces:
–Es tan puro que no sabe de la desnudez todavía...
Un borracho, en una esquina, grita:
–¡Viva las mulas del Estado!
En efecto, pasan los carros tirados por mulas. Dan la sensación de rascar piedras.
Duermo. Una lucidez ardiente domina mi espíritu; pero mis pies están helados.
Una de las voces dicta:
–Detestaba su cuerpo desproporcionado y feo.
Recuerdo una narración interrumpida que oí hace varios años entre dos mujeres turcas, vestidas con trajes pintorescos.
Estoy cerca de un mercado. Gente que va, gente que viene.
Una de las voces dicta:
–Todavía no ven.
Otra:
–Están ciegos.
Otra:
–Hay que modelarles los ojos.
Otra, piadosamente:
–No sabrían caminar.
¿Por qué me acuerdo de Teresa? Su hermano Ricardo me ha escrito que ella se casa muy pronto. Sufro amarga-mente.
Una de las voces dicta:
–¿Celos?
La oscuridad de la calle me despierta. Todas las luces están apagadas.
Ahora las voces se reducen a una sola, y la voz me dicta:
–De pronto aparecieron en su espíritu los celos; pero suavizados por un anhelo puro. No sospechó los inconvenientes...
Teresa es pelirroja, de ojos enfermos, manos regordetas y piernas redondas, como las de esas muñecas rellenas de aserrín que hay en los bazares.
Me pregunta (diálogo que sostuve el año pasado):
–¿Usted sería capaz de hacer vida burguesa?
–Pero si yo soy un burgués. Me han ofrecido un empleo de quinientos pesos –contesto.
La madre, que acaba de entrar, me aconseja:
–Acéptelo. No sea zonzo. ¿Para qué va a volver a Montevideo?
El padre, que nos ha vigilado, que nos ha descubierto, sacándose los lentes de armazón dorado, también me aconseja:
–No; no se quede; vuelva a Montevideo. Así terminará de curarse completamente.
Despierto sobresaltado.
Una puerta rechina. Viejas beatas se encaminan a oír maitines.
Un vendedor de diarios anuncia:
–‘‘El Día’’, ‘‘Tribuna Popular’’, y desaparece.
Aúlla el mar.

[Publicado por primera vez en la revista Martín Fierro (2da. ép.), Nº 35, Buenos Aires, 5 de noviembre de 1926.]



















Jacobo Fijman 




     Aunque ya fallecido, sería grotesco e imperdonable generarle una nueva constricción a Jacobo Fijman y por ello, invitamos a recorrer los muchos Sitios de la Web que aportan información sobre su riquísima y atribulada vida... Hay emociones intransferibles...

   Sin embargo, y emblemáticamente, podríamos decir que pretendió, a través del Arte, multiplicar en  soles sus infinitos inviernos. Tal vez lo consiguió y creyó dejar cifrada su alquimia en estos textos que estuvieron también confinados a la soledad por demasiado tiempo.








ALEGRÍA DE INVIERNO

Las flautas de mi angustia en el paisaje de las constelaciones.
Bosques de estrellas blancas sin canciones.
               ¡Alegría de invierno!
Mana silencio de mi pecho;
mi silencio tan viejo como el mundo.
                 ¡Alegría de invierno!
A la costa del tiempo mis músicas se apagan como bujías.