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9 de setiembre de 1908 - Italia |
Alter Ego
Desde la mañana al ocaso, yo veía el tatuaje
en su pecho sedoso: una mujer rojiza
incrustada, como en un prado, entre el pelo. Allí
debajo
brama a veces un tumulto que sobresalta a la mujer.
Transcurría el día entre blasfemias y silencios.
Si la mujer no fuese un tatuaje y estuviese viva
y aferrada a su pecho peludo, ese hombre
bramaría aún fuerte en su pequeña celda.
Callaba, tendido en el lecho, con los ojos abiertos.
Un profundo hálito de mar ascendía
de su cuerpo de huesos grandes y recios: estaba
tendido
al igual que en cubierta. Pesaba sobre el lecho
como quien ha despertado y podría saltar de él.
Su cuerpo, salado por la espuma, chorreaba
un sudor solar. La pequeña celda
era insuficiente para el alcance de una mirada suya.
Al verle las manos, se pensaba en la mujer.
Versión de Carles José i Solsora
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos...
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
-esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo-. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola sobre ti misma te inclinas
en el espejo. Oh querida esperanza,
también ese día sabremos nosotros
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como contemplar en el espejo
el resurgir de un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados.
Mudos, descenderemos en el remolino.
Versión de Carles José i Solsora
InDisciplina
El borracho deja
atrás las casas perplejas.
No todos, bajo la luz del sol, se atreven
a caminar borrachos. Cruza tranquilo la calle,
y podría ensartarse los muros, que ahí están los muros.
Sólo un perro pasa de este modo, pero un perro se para
cada vez que huele a la perra, y la olfatea con cuidado.
El borracho no mira a nadie, ni siquiera a las mujeres.
Por la calle la
gente, turbada al verlo, no ríe
y no quiere que haya un borracho, pero muchos tropiezan
por seguirlo con los ojos, y vuelven a mirar adelante,
imprecando. Después de que pasó el borracho,
toda la calle se mueve más lenta
en la luz del sol. Si alguno corre
como antes, es uno que no será nunca el borracho.
Los otros miran, sin distinguir, el cielo y las casas
que continúan estando, aunque ninguno los vea.
El borracho no ve
ni casas ni cielo,
pero sabe que están, porque con paso inseguro recorre un
espacio
nítido como las estrías del cielo. La gente, confusa,
no comprende para qué están las casas allí,
y las mujeres no miran a los hombres. Todos
tienen una especie de miedo de que en un instante la voz
ronca estalle en una canción y los siga por el aire.
Cada casa tiene una
puerta, pero es inútil entrar.
El borracho no canta, pero tiene un camino
donde el único obstáculo es el aire. Suerte
que de este lado no hay mar, porque el borracho,
caminando tranquilo, entraría en el mar
y, desaparecido, seguiría en el fondo el mismo camino.
Afuera, la luz sería la misma, siempre.
Versión Jorge Aulicino
De Lavorare stanca (1936, 1943)
Mondadori, Verona, 1969
Tolerancia
Llueve sin ruido sobre el prado del mar.
Nadie transita por las sucias calles.
Una mujer sola descendió del tren:
bajo el abrigo se vio la blanca enagua
y las piernas desaparecieron en el portal oscuro.
Se diría una aldea sumergida. La noche
gotea fría sobre los umbrales, y las casas
esparcen humo azul entre la sombra. Rojizas,
las ventanas se encienden. También brilla una luz
tras los entornados postigos de la casa oscura.
Al día siguiente hace frío, y está el sol sobre el mar.
La mujer, en enaguas, se lava la boca
en la fuente, y la espuma es rosada. Tiene el cabello
áspero y rubio, semejante a las pieles de naranja
esparcidas por el suelo. Protegida por la fuente, espía
a un chiquillo moreno que la mira embobado.
Negras mujeres abren de par en par postigos sobre la plaza
los maridos dormitan, todavía, en la sombra.
Cuando vuelve la noche, sigue la lluvia
crepitando en las brasas. Las esposas,
aventando el carbón, dirigen sus miradas
hacia la casa oscura y la fuente desierta. La casa
tiene cerrados los postigos, pero dentro hay un lecho,
y en el lecho una rubia que se gana la vida.
Todos los de la aldea reposan, por la noche,
todos, menos la rubia que se lava en el alba.
Las maestritas
Mis tierras de viñas, ciruelos y castaños,
donde siempre han medrado los frutos que he comido;
mis hermosas colinas dan un fruto mejor
que el de mis sueños de siempre, el que no he mordido
nunca.
Cuando se tiene seis años y nos traen al campo
solamente en verano, ya es mucho lograr
escaparse al camino y comer fruta verde
con muchachos descalzos que apacientan las vacas.
Bajo el cielo de verano, tendidos en los prados,
se hablaba de mujeres entre juegos y riñas
y los otros sabían misterios y misterios
murmurados y rientes en el ocio divino.
Por el camino, frente a la villa, aún se ven
—los domingos— pasar sombrillitas desde el pueblo;
pero la villa está lejos y ya no hay muchachos.
Mi hermana tenía entonces veinte años. Venían siempre
a visitarnos, en la terraza, las bellas sombrillitas,
claros vestidos veraniegos, palabras risueñas:
maestritas. Hablaban quizá de libros
que entre ellas se prestaban —novelas de amor—,
de bailes y de encuentros. Yo las oía inquieto,
sin pensar todavía en brazos desnudos,
en cabellos soleados. Mi momento llegaba
cuando me escogían como guía del grupito
para ir a comer uvas sentados en el suelo.
Se burlaban de mí. Una vez me preguntaron
si ya tenía yo mi enamorada.
Más bien me aturullaron. Yo andaba con ellas
para deslumhrarlas con mi destreza al trepar un árbol,
hallar hermosos racimos, correr velozmente.
Una vez encontré junto a las vías del tren
a la más esquiva de estas muchachas, de faz algo absorta,
pero de un rubio quemado y que hablaba italiano.
La llamaban Flora. Yo estaba tirándole
piedras a las ruedas de los trenes. Mi amiga me preguntó
si en casa conocían mis hazañas.
Me quedé confundido. Y la pobre Flora me llevó consigo
porque iba —me dijo— a ver a mi hermana.
Era una tarde bella, de las primeras del verano
y por ir un poco a la sombra y llegar más pronto
nos fuimos por los prados. A mi lado, Flora
me preguntaba sobre algo que ya no recuerdo.
Llegamos a un arroyo y yo quise saltarlo:
acabé a medio arroyo, entre la hierba.
Flora se rió en la otra orilla,
se sentó luego y me ordenó que no mirara.
Yo estaba agitado. Oía chapotear
en la corriente, chapotear y me volví de pronto.
Ágil como era y fuerte en su cuerpo escondido,
mi amiga bajaba por la orilla, las piernas desnudas,
deslumbrante. (Flora era rica y no trabajaba.)
Me lo reprochó levemente y se cubrió pronto,
pero reímos al fin y le tendí mi mano.
Caminando de vuelta me sentía muy feliz.
Al volver a casa no fui castigado.
En mi pueblo hay docenas de muchachas como Flora.
Son el fruto más sano de aquellas colinas;
los parientes ricos las mandan a estudiar
y alguna siega en los campos. Tienen rostros morenos
que te miran tan serios y son tan golosos:
señoritas que visten al estilo de la ciudad.
Tienen nombres fantásticos tomados de los libros:
Flora, Lidia, Cordelia, y los racimos de uva,
las hileras de chopos no son más hermosos.
Siempre me imagino a una de ellas diciendo:
Mi sueño es vivir hasta los treinta años
en una casa en lo alto de una colina
golpeada por el viento y dedicarme tan sólo
a las plantas silvestres que nacen allá arriba.
Saben bien qué cosa es la vida: en las escuelas
pasan en medio de todas las miserias,
las cínicas bestialidades de pequeños brutos,
y siempre son jóvenes. De viejas...
pero no quiero imaginarlas viejas; para mí
siempre las tendré frente a mis ojos, mis maestritas,
con bellas sombrillitas, vestidas de claro
—por fondo la colina un poco abrupta y quemada—
mi fruto, el más bueno, que cada año renueva.
La casa
El solitario escucha la voz calma
con la vista entornada, como si una respiración
alentara en su rostro, una respiración amiga
que remonta, increíble, del tiempo lejano.
El hombre solo escucha la voz antigua
que sus padres oyeron en otros tiempos, clara,
cosechada; una voz que como el verde
de los pantanos y colinas oscurece la tarde.
El hombre solo conoce una voz de sombra,
acariciante, que brota en los tonos tranquilos
de un oculto venero: la bebe atento,
a ojos cerrados, como si no estuviera a su lado.
Es la voz que un día detuvo al padre
de su padre y a todos los de su sangre muerta.
Una voz de mujer que suena secreta
en el umbral de la casa al caer la oscuridad.
28 de octubre
La poesía comienza cuando un necio dice del mar:
"Parece aceite". No se trata, en absoluto, de una más exacta
descripción de la bonanza, sino del placer de haber descubierto la semejanza,
del cosquilleo de una misteriosa relación, de la necesidad de gritar a los
cuatro vientos que se ha notado.
Pero resulta igualmente necio detenerse aquí. Iniciada así
la poesía, es preciso acabarla y componer un rico relato de relaciones que
equivalga hábil- mente a un juicio de valor.
Esta sería la poesía típica, la idea. Pero normalmente las
obras están hechas de sentimiento -la exacta descripción de la bonanza- que a
ratos espumea en descubrimientos de relaciones. Puede ocurrir que la poesía
típica sea irreal y -al igual que vivimos también de microbios- lo que se ha
hecho hasta ahora conste de meros trozos miméticos (sentimiento), de
pensamientos (lógica) y de relaciones a la buena de Dios (poesía). Una
combinación más absoluta quizá sería irrespirable y necia.
15 de diciembre
En cuanto a mí, la composición de una poesía se produce de
un modo que -de no mostrármelo la experiencia- jamás hubiera creído. Moviéndome
en torno a una informe situación sugerente, gimoteo para mí mismo una idea,
encarnada en un ritmo abierto, siempre el mismo. Las diversas palabras y los
diversos nexos colorean la nueva concentración musical, identificándola. y lo
más importante está hecho. Sólo queda entonces volver sobre esos dos, tres,
cuatro versos, casi siempre ya en este estadio definitivos e iniciales, y
atormentarlos, interrogar- los, adaptar sus variados desarrollos, hasta que doy
con el justo. La poesía ha de extraerse toda del núcleo que he dicho. y cada
verso que se añade lo determina cada vez mejor y excluye un número cada vez
mayor de errores fantásticos. Hasta que las posibilidades intrínsecas del punto
de partida están todas identificadas y desarrolladas en la medida de mis
fuerzas; poco a poco se han ido formando bajo la pluma nuevos núcleos rítmicos,
identificables en las diversas "imágenes" singulares del relato; y
llego, desganadamente porque el interés se está ya acabando, al último verso
conclusivo, casi siempre amplio y reposado y ligado con el comienzo y
recapitulación alusiva de los diversos nucleos. ¿ Será esto la cristalización
de Stendhal? Tengo ante mí un conjunto rítmico -lleno de colores, de pasajes,
de impulsos y de distensiones- donde los distintos momentos de descubrimiento,
de avance -los núcleos, en suma- se intercambian, se iluminan, perennemente
activados por la sangre rítmica que corre por doquier. Me encojo de hombros de
pensar en otra cosa, pero sonrío estimulado por el secreto.
De: El Oficio de Vivir I de Cesare Pavese