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19 de mayo de 1932- Francia Periodista, activista y escritora franco-mejicana. |
La
identidad
Yo venía cansado. Mis botas estaban cubiertas de lodo y las arrastraba como si
fueran féretros. La mochila se me encajaba en la espalda, pesada. Había
caminado mucho, tanto que lo hacía como un animal que se defiende. Pasó un campesino
en su carreta y se detuvo. Me dijo que subiera. Con trabajos me senté a su
lado. Calaba frío. Tenía la boca seca, agrietada en la comisura de los labios;
la saliva se me había hecho pastosa. Las ruedas se hundían en la tierra dando
vueltas lentamente. Pensé que debía hacer el esfuerzo de girar como las ruedas
y empecé a balbucear unas cuantas palabras. Pocas. Él contestaba por no dejar y
seguimos con una gran paciencia, con la misma paciencia de la mula que nos
jalaba por los derrumbaderos, con la paciencia del mismo camino, seco y
vencido, polvoso y viejo, hilvanando palabras cerradas como semillas, mientras
el aire se enrarecía porque íbamos de subida – casi siempre se va de subida -,
hablamos, no sé, del hambre, de la sed, de la montaña, del tiempo, sin mirarnos
siquiera. Y de pronto, en medio de la tosquedad de nuestras ropas sucias,
malolientes, el uno junto al otro, algo nos atravesó blanco y dulce, una tregua
transparente. Y nos comunicamos cosas inesperadas, cosas sencillas, como cuando
aparece a lo largo de una jornada gris un espacio tierno y verde, como cuando
se llega a un claro en el bosque. Yo era forastero y sólo pronuncié unas
cuantas palabras que saqué de mi mochila, pero eran como las suyas y nada más
las cambiamos unas por otras. Él se entusiasmó, me miraba a los ojos, y
bruscamente los árboles rompieron el silencio. “Sabe, pronto saldrá el agua de
las hendiduras.” “No es malo vivir en la altura. Lo malo es bajar al pueblo a
echarse un trago porque luego allá andan las viejas calientes. Después es más
difícil volver a remontarse, nomás acordándose de ellas”… Dijimos que se iba a
quitar el frío, que allá lejos estaban los nubarrones empujándolo y que la
cosecha podía ser buena. Caían nuestras palabras como gruesos terrones, como
varas resecas, pero nos entendíamos.
Llegamos al pueblo donde estaba el único mesón. Cuando bajé de la carreta
empezó a buscarse en todos los bolsillos, a vaciarlos, a voltearlos al revés,
inquieto, ansioso, reteniéndome con los ojos: “¿Qué le regalaré? ¿Qué le
regalo? Le quiero hacer un regalo…” Buscaba a su alrededor, esperanzado,
mirando el cielo, mirando el campo. Hurgoneó de nuevo en su vestido de miseria,
en su pantalón tieso, jaspeado de mugre, en su saco usado, amoldado ya a su
cuerpo, para encontrar el regalo. Vio hacia arriba, con una mirada circular que
quería abarcar el universo entero. El mundo permanecía remoto, lejano,
indiferente. Y de pronto, todas las arrugas de su rostro ennegrecido, todos
esos surcos escarbados de sol a sol, me sonrieron. Todos los gallos del mundo
habían pisoteado su cara llenándola de patas. Extrajo avergonzado un papelito
de no sé dónde, se sentó nuevamente en la carreta y apoyando su gruesa mano
sobre las rodillas tartamudeó:
- Ya
sé, le voy a regalar mi nombre.
En De
noche vienes (1979). México, Ediciones Era, 1992.
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La masacre de Tlatelolco en el 68. |
