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Alice Munro - "Las niñas se
quedan"
Hace treinta años, una familia
pasaba las vacaciones en la costa este de la isla de Vancouver. Un padre y una
madre jóvenes, sus dos hijas pequeñas y un matrimonio mayor, los padres del
marido.
Qué tiempo tan maravilloso. Cada
mañana, todas las mañanas son como ésta, el primer rayo de luz solar atraviesa
las ramas altas y quema la bruma que reposa sobre el agua en calma del estrecho
de Georgia. La marea baja, una gran extensión vacía de arena todavía húmeda
pero por la que se puede caminar fácilmente, como el cemento en su última fase
de secado. La verdad es que la marea está menos baja; cada mañana se reduce más
la vereda de arena, pero aún parece lo bastante amplia. Los cambios de la marea
son de gran interés para el abuelo, pero no tanto para los demás.
A Pauline, la joven madre, en
realidad no le gusta tanto la playa como el camino que recorre la parte trasera
de las casitas, aproximadamente a lo largo de una milla, en dirección al norte,
hasta interrumpirse en la orilla de un riachuelo que corre hacia el mar.
Si no fuera por la marea, sería
difícil recordar que esto es el mar. En el horizonte, más allá del agua, se ven
las montañas de la península, la cordillera que forma el muro oriental del
continente norteamericano. Esos montículos y picos montañosos que se perfilan a
través de la bruma y que asoman aquí y allá por entre los árboles, que Pauline
contempla mientras empuja la sillita de paseo de su hija por el camino, también
son de interés para el abuelo. Y para su hijo Brian, el marido de Pauline. Los
dos hombres tratan constantemente de dilucidar qué es cada cosa. ¿Cuáles de
esas formas son en realidad montañas continentales y cuáles son improbables
cerros de las islas que asoman frente a la orilla? Es difícil llegar a una
conclusión cuando la formación es muy compleja y hay partes que alteran el
sentido de la distancia dependiendo de la distinta luz que a lo largo del día
las ilumine.
Pero hay un mapa, alojado bajo un
cristal, entre las casitas y la playa. Uno se puede quedar mirando el mapa y
después observar lo que tiene delante y consultar de nuevo el mapa hasta
aclararse. El abuelo y Brian lo hacen todos los días y normalmente no se ponen
de acuerdo, aunque con el mapa delante uno pensaría que no hay mucho lugar para
el desacuerdo. A Brian el mapa le parece impreciso. Pero su padre no quiere oír
ni una sola crítica sobre aspecto alguno del lugar, que él mismo eligió para
las vacaciones. El mapa, como el alojamiento y el tiempo, es perfecto.
La madre de Brian ni siquiera
quiere mirar el mapa. Dice que le desconcierta. Los hombres se ríen, están de
acuerdo en que está sumida en la confusión mental. Su marido opina que le
ocurre porque es mujer. Brian opina que le ocurre porque es su madre. Su
preocupación es que alguien tenga hambre o tenga sed, que las niñas lleven sus
gorras para protegerse del sol y que las hayan bañado en crema de protección
solar. ¿Y qué es esa extraña picadura que Caitlin tiene en su brazo y que no
parece la picadura de un mosquito? Obliga a su marido a llevar una gorra de
algodón y dice que también Brian debería llevarla, le recuerda lo malo que se
puso por culpa del sol aquel verano que fueron a Okanagan, cuando era niño.
Brian a veces le dice: «Anda, mamá, cierra la boca». Su tono es de lo más
afectuoso, pero su padre es capaz de llamarle la atención, a estas alturas,
diciéndole que ésa no es forma de hablarle a su madre.
-A ella le da igual -afirma
Brian.
-¿Cómo lo sabes? -pregunta su
padre.
-Por el amor de Dios -dice su
madre.
Cada mañana, Pauline se desliza
de la cama en cuanto se despierta; se desliza fuera del alcance de los largos
brazos y piernas de Brian, que adormilados la buscan. Se despierta con los
primeros chillidos y balbuceos del bebe. Mara, en la habitación de las niñas, y
luego con el chirriar de su cuna, donde la pequeña -tiene dieciséis meses y
está llegando al final de la primera infancia- se levanta para agarrarse a los
barrotes. Continúa con su suave y afable parloteo mientras Pauline la coge
-Caitlin, de casi cinco años, se mueve de un lado a otro en la cama sin
despertarse- y carga con ella hasta la cocina, donde la pone en el suelo para
cambiarla. Después la coloca en su sillita y le da una galleta y un biberón de
manzana, mientras Pauline se pone el vestido de tirantes y las sandalias, se
dirige al baño y se peina, lo más rápida y silenciosamente que puede. Salen de
la casa y dejan atrás otras casas al recorrer el camino lleno de baches, sin
pavimentar, casi cubierto por la profunda sombra de la mañana, el suelo de un
túnel que discurre entre los abetos y los cedros.
El abuelo, que también se levanta
temprano, las ve desde el porche de su casa y Pauline lo ve a él. Se limitan a
saludarse con la mano. Él y Pauline no tienen mucho que decirse (aunque las
continuas bufonadas de Brian o algún que otro insistente alboroto de la abuela,
acompañado de disculpas, les hacen sentir cierta afinidad; no quieren mirarse
el uno al otro por miedo a que su mirada revele un matiz de desprecio hacia los
demás).
Durante estas vacaciones, Pauline
roba tiempo de donde puede para poder estar sola; estar con Mara es casi lo
mismo que estar sola. Los paseos a primera hora de la mañana o a última hora de
la mañana, cuando lava y cuelga los pañales. Podría sacar otra hora por la
tarde, mientras Mara duerme la siesta, pero Brian ha montado un refugio en la
playa y siempre baja el moisés para que Mara pueda dormir allí y Pauline no
tenga que ausentarse. Le dice que sus padres se ofenderían si ella siempre se
escabullera. Se muestra de acuerdo, no obstante, en que ella necesita tiempo
para estudiar cuidadosamente su diálogo en una obra teatro en la que va a
participar este septiembre, de vuelta a Victoria.
Pauline no es actriz. Se trata de
una producción de aficionados, pero ella ni siquiera es una actriz aficionada.
No es que ella se presentar a para el papel, lo que ocurrió es que ya había
leído la obra: Eurídice, de Jean Anouilh. Pero claro, es que Pauline lee de
todo.
En junio, un hombre al que
conoció en una barbacoa le preguntó si le gustaría tener un papel en la obra.
La gente que había asistido a la barbacoa eran, en su mayoría, profesoras y
profesores con sus maridos o esposas; la cena se celebraba en casa del director
del instituto donde enseña Brian. La profesora de francés, una viuda, trajo a
su hijo, ya mayorcito, que estaba viviendo con ella durante el verano y
trabajaba como recepcionista nocturno en un hotel del centro. Ella le contó a
todo el mundo que el chico había conseguido un trabajo de profesor en una
escuela universitaria al oeste del estado de Washington y que comenzaba en
otoño.
Se llamaba Jeffrey Toom. «Toom,
no Tumba» (1), decía, como si le hiriese lo trivial de la broma. Tenía un
apellido diferente al de su madre porque ésta había enviudado dos veces y era
el hijo de su primer marido. «No tengo garantías de que dure. Es un contrato de
un año», decía sobre el trabajo. ¿Qué iba a enseñar? -Arte dra-má-ti-co -decía,
arrastrando las sílabas en tono burlón. Hablaba con menosprecio de su trabajo
de entonces.
-Es un lugar bastante sórdido
-dijo-. Tal vez hayan oído hablar del hotel, es donde mataron a una puta el
invierno pasado. Y luego también tenemos a los perdedores que se meten una
sobredosis y a otros que deciden quitarse de en medio.
La gente no sabía muy bien cómo
reaccionar ante esta forma de hablar y todos le rehuían. Excepto Pauline.
-Estoy pensando en montar una
obra -dijo él-. ¿Te gustaría participar?
Le preguntó si había oído hablar
de una obra llamada Eurídice.
-¿Te refieres a la de Anouilh?
-preguntó Pauline ante la poco halagadora sorpresa de él. Añadió de inmediato
que no sabía si el proyecto llegaría a salir adelante.
-Pensé que sería interesante
comprobar si aquí se puede hacer algo interesante, en la tierra de Noel Coward
-dijo.
Pauline no recordaba cuándo se
había estrenado una obra de Noel Coward en Victoria, aunque supuso que se
habrían representado varias.
-El invierno pasado vimos La
duquesa de Malfi en la universidad. Y en el teatro pequeño dieron Un sonoro
retintín, pero no la vimos -dijo Pauline.
-Sí. Bueno -dijo él
ruborizándose. Le había parecido que era mayor que ella, por lo menos de la
edad de Brian (que tenía treinta años, aunque la gente decía que por su manera
de comportarse no lo parecía), pero tan pronto como empezó a hablar de esa
forma improvisada y ligeramente desdeñosa, sin acabar de mirarla a los ojos,
sospechó que era más joven de lo que quería aparentar. Ahora sí que tenía la
certeza: ese rubor le había delatado.
Al final resultó que era un año
más joven que ella. Veinticinco años.
Pauline dijo que no podía ser
Eurídice; no sabía actuar. Pero Brian se acercó para enterarse de qué hablaban
y de inmediato le dijo que debía intentarlo.
-Lo que necesita es una patada en
el culo -le dijo Brian a Jeffrey-. Es como una pequeña mula, le cuesta
arrancar. No, en serio, le gusta pasar demasiado inadvertida. Siempre se lo
digo. Es muy lista. La verdad es que es mucho más lista que yo.
Jeffrey fijó su mirada en los
ojos de Pauline -con un aire inquisitivo y descarado- y ahora fue ella quien se
ruborizó.
Inmediatamente la eligió como
Eurídice por su aspecto. Pero no porque fuese hermosa.
-Nunca le daría ese papel a una
mujer guapa -dijo-. Me parece que nunca pondría una belleza en el escenario. Es
excesivo. Distrae.
¿Qué quería decir con respecto a
su aspecto físico? Dijo que era por su pelo, largo, oscuro, bastante abundante
(lo cual no estaba de moda en aquellos tiempos) y por su tez pálida («este verano
que no te dé el sol») y, por encima de todo, por sus cejas.
-Nunca me han gustado -dijo
Pauline, no muy sinceramente. Sus cejas eran uniformes, oscuras, exuberantes.
Dominaban su cara. Igual que su pelo, que no estaba de moda. Pero si realmente
le hubieran disgustado, ¿no se las habría depilado?
Jeffrey pareció no oírla.
-Te dan un aire malhumorado y eso
es inquietante -dijo-. Tu mandíbula también es un tanto pesada y eso tiene algo
de griego. Daría mejor en una película, en un primer plano. Lo típico con la
figura de Eurídice sería una chica de aspecto etéreo. Yo no la quiero etérea.
Mientras paseaba a Mara por el
camino, Pauline estudiaba el diálogo. Hacia el final había un parlamento que le
resultaba difícil. Los baches sacudían la sillita mientras se repetía para sí:
«Eres terrible, ¿sabes?, terrible como los ángeles. Crees que todo el mundo
avanza fuerte y claro como tú... Oh, por favor, no me mires, querido, no me
mires todavía... Tal vez no soy la que tú quisieras que fuese, pero estoy aquí,
soy cálida, soy suave y te quiero. Te daré todas las felicidades que pueda. No
me mires. Déjame vivir».
Se había comido algo. «Tal vez no
soy la que tú quisieras que fuese... pero me sientes junto a tí, ¿verdad? Estoy
aquí, soy cálida, soy suave...»
Le había comentado a Jeffrey que
le parecía una obra hermosa.
-¿Tú crees? -contestó él. Cuanto
ella decía ni le satisfacía ni le sorprendía, parecía considerarlo predecible,
superfluo. Él nunca diría eso de una obra de teatro. La consideraba un
obstáculo que había que superar. También un reto lanzado a sus enemigos. A los
pedantuelos académicos -como solía llamarlos- que habían representado La
Duquesa de Malfi. Y a los bobos sociales -como los llamaba- del teatro pequeño.
Él, al dar su obra -la llamaba su obra-, se veía a sí mismo como un intruso que
les ponía los puntos sobre las íes a aquella gente, enfrentándose a su
desprecio y a su oposición. En un principio Pauline pensó que aquello era fruto
de la imaginación de él y que lo más probable era que la gente a la que se
refería ni siquiera le conociera. Después comenzaron a ocurrir cosas que podían
ser, o no ser, meras coincidencias. Había que hacer reparaciones en el salón de
actos de la iglesia donde pretendían representar la obra, con lo cual no estaba
disponible. Se produjo un inesperado aumento en el coste de la impresión de los
carteles promocionales. Pauline se sorprendió viendo las cosas como las veía
él. Si uno iba a pasar mucho tiempo a su lado, más valía ver las cosas como él
las veía; discutir resultaba peligroso y agotador.
-Hijos de puta -decía Jeffrey
entre dientes, pero con cierta satisfacción-. No me sorprende.
Los ensayos se celebraban en uno
de los pisos superiores de un viejo edificio de la calle Fisgard. Los únicos
días en que todos podían ensayar eran los domingos por la tarde, aunque había
ensayos parciales durante la semana. El práctico de puerto jubilado que hacía
el papel de monsieur Henri asistía a todos los ensayos y había acabado
haciéndose con una irritante familiaridad con los diálogos del resto de los
personajes. Pero la peluquera -que aunque únicamente tenía experiencia con
Gilbert y SuIlivan, ahora interpretaba el papel de la madre de Eurídice- no
podía abandonar su negocio demasiado tiempo. El conductor de autobús que
encarnaba a su amante, también tenía su trabajo diario, al igual que el
camarero que hacía de Orfeo (era el único que aspiraba a convertirse en actor
profesional). A veces Pauline tenía que depender de canguros poco fiables que
estudiaban en el instituto, ya que durante las primeras seis semanas de verano
Brian tenía que dar clases. El propio Jeffrey entraba a trabajar en el hotel a
las ocho en punto. Pero los domingos por la tarde se reunían todos allí.
Mientras otras personas nadaban en el lago Thetis, o se encontraban en el
parque de Beacon Hill para pasear bajo los árboles y darles de comer a los
patos, o se marchaban con el coche, lejos del pueblo y hacia las playas del
Pacífico, Jeffrey y su grupo trabajaban en un local de techo alto y lleno de
polvo de la calle Fisgard. Las ventanas, rematadas en arco como las de ciertas
iglesias de estilo sencillo y decoroso, se mantenían abiertas, para mitigar el
calor, con cualquier objeto que estuviera a mano: libros de contabilidad de los
años veinte, pertenecientes a la sombrerería que antaño hubiera en el edificio,
o tacos de madera sobrantes de los marcos de los cuadros de un artista cuyos
lienzos se amontonaban contra la pared y que al parecer habían sido
abandonados. Había mugre en los cristales, pero fuera la luz solar rebotaba
contra la acera, contra las plazas de aparcamiento vacías y cubiertas de grava,
contra los edificios bajos y de estuco, con ese brillo especial de los
domingos. Apenas se movía un alma en aquellas calles del centro. No había nada
abierto excepto una cafetería que era un cuchitril y una diminuta tienda de
comestibles que vendía de todo.
Durante el descanso era Pauline
quien salía en busca de refrescos y café. Era la que menos tenía que decir
sobre la obra y cómo iba -a pesar de ser la única que la había leído antes-
porque era la única que no había actuado nunca. De modo que parecía razonable
que se ofreciese voluntaria. Disfrutaba de su corto paseo por las calles
vacías, sentía como si se hubiera convertido en una mujer de ciudad,
independiente y solitaria, que viviera el resplandor de un sueño importante. A
veces pensaba en Brian en casa, trabajando en el jardín y vigilando a las
niñas. O quizá se las hubiera llevado a Dallas Road -recordaba su promesa- para
que echaran sus barquitos en el estanque. Una vida que le parecía trivial y
tediosa en comparación a la de la sala de ensayos: las horas dedicadas al
esfuerzo, la concentración, los mordaces intercambios de diálogos, el sudor y
la tensión. Incluso el sabor amargo del café hirviente y que casi todo el mundo
lo prefiriera a una bebida fresca y quizá más sana, recién sacada del
refrigerador, parecía complacerla. Y le gustaba el aspecto de los escaparates.
Aquélla no era una de esas calles emperifolladas cercanas al puerto, era una
calle de tiendas de reparación de calzado y bicicletas, de saldos de telas y
ropa blanca, de vestidos y muebles que llevaban tanto tiempo expuestos que
parecían de segunda mano aunque no lo fuesen. Sobre algunos escaparates había
trozos de un plástico amarillento tan quebradizo y arrugado como el celofán
viejo, extendidos tras el cristal para proteger la mercancía del sol. Eran
negocios abandonados por un solo día, pero tenían el aspecto de estar fijados
en el tiempo como las pinturas de las cavernas o las reliquias que se encuentran
bajo la arena.
Cuando Pauline dijo que tenía que
marcharse de vacaciones durante dos semanas, Jeffrey se quedó estupefacto, como
si nunca hubiera imaginado que las vacaciones pudieran formar parte de su vida.
Luego se mostró adusto y ligeramente satírico, como si éste fuera un golpe más
que ya hubiera previsto. Pauline explicó que únicamente perdería un domingo —el
que se encontraba a la mitad de las dos semanas— porque ella y Brian irían en
su coche hasta la isla un lunes y estarían de vuelta un domingo por la mañana.
Prometió volver a tiempo para el ensayo del segundo domingo. Para sí misma se
preguntaba cómo se las arreglaría, siempre lleva mucho más tiempo del que se
piensa hacer el equipaje y marcharse. Se preguntaba si sería capaz de volver
por su cuenta en el autocar de la mañana. Probablemente eso era pedir
demasiado. No lo mencionó.
No se atrevió a preguntarle si
pensaba sólo en la obra, si era únicamente su ausencia de un ensayo lo que
había provocado la tormenta. En aquel momento, parecía lo más probable. Cuando
él hablaba con ella en los ensayos, nada indicaba que podía hablar con ella de
otra forma. La única diferencia en su trato era que quizás esperaba menos de
ella, de su interpretación, que de los otros. Cualquiera lo hubiera entendido. Era
la única que había sido elegida, sin más, por su aspecto físico; el resto se
había presentado a la audición anunciada en letreros que colgaban de cafeterías
y librerías del centro. De ella parecía esperar una inmovilidad o una torpeza
que no pretendía de los demás. Quizá fuese porque, en la parte final de la
obra, se suponía que era una persona ya muerta.
Pero ella pensaba que todos lo
sabían, que el reparto estaba al tanto, a pesar de las formas bruscas,
cortantes y no demasiado educadas de Jeffrey. Sabían que después de que cada
cual se marchara, exhausto, a su casa, él cruzaba la sala y echaba el cerrojo a
la puerta de la escalera. (En un principio Pauline fingía marcharse junto a los
demás, e incluso subía al coche para dar la vuelta a la manzana, pero más
adelante este ardid se convirtió en insultante, no sólo para ella y para
Jeffrey, sino también para los demás, que —estaba segura— no la traicionarían,
ligados como estaban al fugaz pero poderoso hechizo de la obra.)
Jeffrey recorría la sala y echaba
el pestillo de la puerta. Cada vez que lo hacía era como una nueva decisión que
él hubiera de tomar. Hasta que no lo hacía, ella no le miraba. El ruido del
pestillo deslizándose, el ominoso o fatídico ruido de metal contra metal, le
producía una sacudida de capitulación. Pero no se movía, esperaba a que él
regresara junto a ella con la historia entera de una tarde de duro trabajo
reflejada en su fatigado rostro, liberado de su expresión realista y
desilusionada, que se mudaba en una energía vital que ella siempre encontraba
sorprendente.
—Bueno. Cuéntanos de qué trata la
obra que estás haciendo — dijo el padre de Brian—. ¿Es una de ésas en que la
gente se quita la ropa en escena?
—Venga, anda, no te burles de
ella —dijo la madre de Brian.
Brian y Pauline habían acostado a
las niñas y caminado hasta la casa de los padres de él para tomar una copa.
Tras ellos quedaba la puesta del sol, tras los bosques de la isla de Vancouver,
pero las montañas de enfrente, despejadas y perfiladas contra el cielo,
brillaban con su luz rosácea. Algunas de las montañas altas de la península
estaban cubiertas por la nieve rosada del verano.
—Papá, nadie se quita la ropa
—dijo Brian con la voz resonante que utilizaba en las clases del colegio—.
¿Sabes por qué? Porque para empezar no llevan ropa. Es el último grito. Lo que
harán después será un Hamlet en pelota picada. Y luego montarán un Romeo y
Julieta también en pelotas. Bueno, esa escena en el balcón en la que Romeo
escala el enrejado y se queda atrapado en los rosales...
—Por favor, Brian —dijo su madre.
—La historia de Orfeo y Eurídice
es que Eurídice muere —dijo Pauline—. Orfeo baja al infierno para tratar de que
vuelva. Y se le concede ese deseo con la única condición de que prometa no
mirarla. No mirar atrás. Ella camina tras él...
—Doce pasos por detrás —dijo
Brian—. Como Dios manda.
—Es una tragedia griega pero está
escenificada en tiempos modernos —dijo Pauline—. Al menos esta versión, que es
más o menos moderna. Orfeo es un músico que viaja por el mundo con su padre,
ambos son músicos, y Eurídice es una actriz. Se desarrolla en Francia.
—¿Está traducida? —dijo el padre
de Brian.
—No —dijo Brian—. Pero no te
preocupes, no está en francés. Se escribió en transilvano...
—Qué difícil es entender las
cosas —dijo la madre de Brian con una risa inquieta— con Brian que no dice más
que tonterías.
—Está en inglés —dijo Pauline.
—Y tú eres... ¿cómo se llama?
—Yo soy Eurídice —dijo Pauline.
—¿Y consigue llevarte de vuelta?
—No —dijo ella—. Me mira, y
entonces tengo que quedarme muerta.
—Ay, un final triste —dijo la
madre de Brian.
—¿Es que tú eres tan guapa o qué?
—dijo el padre de Brian con escepticismo—. ¿Es que él no puede dejar de
mirarte?
—No es eso —dijo Pauline. Pero en
aquel instante ella se dio cuenta de que su suegro había conseguido lo que
pretendía, algo que casi siempre pretendía en cualquier conversación que
mantuviera con ella. Y ese algo era irrumpir en la estructura de cierta
explicación que él mismo había solicitado y que ella daba con desgana pero con
paciencia y, de un manotazo aparentemente descuidado, conseguir hacerla
pedazos. Eso le hacía peligroso para ella desde hacía tiempo, aunque no
precisamente esa noche.
Pero Brian no lo sabía. Brian
todavía pensaba en cómo ayudarla a salir del apuro.
—Pauline es hermosa —dijo Brian.
—Ya lo creo —dijo su madre.
—A lo mejor, si fuese a la
peluquería... —dijo el padre de Brian. Pero como llevaba mucho tiempo
criticando los largos cabellos de Pauline, se había convertido en una broma
familiar. Incluso Pauline se reía.
—No puedo permitírmelo hasta que
arreglemos el tejado de la terraza —dijo, y Brian se rió muy alto y aliviado de
que ella fuera capaz de tomárselo en broma. Era lo que siempre le decía que
hiciera. «Devuélvesela», le decía. «Es la única forma de tratarle.»
—Sí, bueno, si al menos tuvierais
una casa en condiciones —dijo el padre de Brian. Pero esto, al igual que lo del
pelo de Pauline, resultaba tan familiar que no levantó ampollas. Brian y
Pauline habían comprado una bonita casa en mal estado en una calle de Victoria
en la que convertían viejas mansiones en mediocres edificios de apartamentos.
La casa, la calle, los viejos robles que precisaban cuidados, el que no se
hubiese construido un sótano en la casa, todo eso suponía una pesadilla para el
padre de Brian. Brian solía mostrarse de acuerdo con él y exageraba cuanto
podía. Si su padre señalaba la casa de al lado, entrecruzada por escaleras de
incendios de color negro, y preguntaba qué clase de gente la habitaba, Brian
decía: «Gente muy pobre, papá. Drogadictos». Y cuando su padre quería saber
cómo se calentaba la casa, decía: «Con un horno de carbón. Hoy en día ya casi
no quedan. Se encuentra carbón muy barato. Claro que el sistema es sucio y
apesta».
Así que lo que dijo su padre de
tener una casa en condiciones parecía una especie de señal de paz. O así se
podía interpretar.
Brian era hijo único. Era
profesor de matemáticas. Su padre era ingeniero de caminos y dueño, junto a
otro socio, de una compañía de contratas. Si había deseado que su hijo fuese
ingeniero y hubiera entrado en la compañía, nunca lo había mencionado. Pauline
le había preguntado a Brian si pensaba que las críticas a la casa, a su pelo y
a los libros que leía, podían esconder una decepción mucho mayor, a lo que
Brian respondió: «No. En nuestra casa nos quejamos de todo lo que queremos
quejarnos. No somos nada sutiles, querida».
Pauline aún se preguntaba lo
mismo cuando escuchaba a su suegra decir que los profesores deberían ser las
personas más veneradas del mundo, que no recibían el reconocimiento que se
merecían y que no sabía cómo Brian podía aguantarlo todos los días, a lo que su
suegro solía añadir: «Es cierto» o «te aseguro que no me gustaría hacerlo, ni
en sueños. Ni por todo el oro del mundo».
«Ni lo pienses, papá», solía
decir Brian. «Tampoco te iban a pagar mucho.»
En su vida cotidiana, Brian era
una persona mucho más teatral que Jeffrey. Se hacía con sus clases a base de
mantener en marcha el carrusel de chistes y tonterías, desarrollando el mismo
papel, pensaba Pauline, que interpretaba ante sus padres. Se hacía el tonto,
salía airoso de las supuestas humillaciones de las que era objeto e
intercambiaba insultos. Era un fanfarrón en pro de una causa justa; un
fanfarrón indestructible, alegre y arlequinesco.
«Desde luego su chico nos ha
impresionado» le había dicho el director del instituto a Pauline. «No sólo ha
sobrevivido, lo cual ya es todo un triunfo, sino que también ha dejado huella.»
Su chico.
Brian llamaba cabezas huecas a
sus alumnos. El tono que utilizaba era afectuoso y fatalista. Solía decir que
su padre era el rey de los filisteos, lisa y llanamente un bárbaro. Y que su
madre era un trapo de cocina, cordial y desgastado. Pero por mucho que los
desdeñara, no podía pasar mucho tiempo sin ellos. Se llevaba a sus alumnos de
excursión. Y no podía imaginarse un verano sin esas vacaciones compartidas.
Todos los años tenía un miedo terrible a que Pauline se negara a ir. O a que,
después de haber aceptado, lo pasara mal, se ofendiera por alguna cosa que
dijera su padre, se quejara de que tenía que pasar mucho tiempo con su madre o
se disgustara porque no había forma de que ellos dos estuviesen solos. También
podía ocurrir que decidiera pasar todo el día en casa leyendo, con la excusa de
que se había quemado al tomar el sol.
Así había ocurrido en vacaciones
anteriores. Pero este año ella empezaba a amoldarse. Él le dijo que se daba
cuenta y que se lo agradecía.
«Sé que supone un esfuerzo para
ti», le dijo. «Para mí es diferente. Son mis padres y estoy acostumbrado a no
tomármelos en serio.»
Pauline provenía de una familia
en la que todo se tomaba tan en serio que sus padres se habían divorciado. Su
madre ya había muerto. Tenía una relación distante aunque cordial con su padre
y sus dos hermanas, mucho mayores que ella. Decía que no tenían nada en común.
Sabía que Brian no podía entender que eso fuera razón suficiente. Pauline se
daba cuenta de cómo se alegraba él de ver lo bien que iban las cosas este año.
Siempre había pensado que era la vagancia y la cobardía lo que a Brian le
impedía romper con aquella situación, pero ahora veía que se trataba de algo
mucho más positivo. Brian necesitaba tener a su mujer, a sus padres y a sus
hijas ligados de esa manera, necesitaba involucrar a Pauline en su vida con sus
padres y hacer que sus padres la tomasen en consideración, aunque la
consideración de su padre fuera disimulada y a la contra, y la de su madre
demasiado profusa, demasiado fácil de conseguir, para que realmente significara
algo. También quería que Pauline se ligara, y que sus hijas se ligaran, a su
propia infancia; quería que existiera un vínculo entre estas vacaciones y las
vacaciones de su niñez, con su mal y su buen tiempo, problemas con el coche y
logros al volante, sustos en la barca, picaduras de avispa, maratones de
Monopoly y todas aquellas cosas que, le decía a su madre, tanto le aburría
escuchar. Quería que se hicieran fotos de estas vacaciones para poder ponerlas
en el álbum de su madre. Una prolongación de todas las otras fotos cuya mera
mención provocaba sus protestas.
El único tiempo libre de que
disponían para hablar era de noche, tarde y en la cama. Y entonces sí hablaban,
más de lo que solían hacer en casa, donde Brian llegaba tan cansado que a
menudo se quedaba inmediatamente dormido. Y a la luz del día era difícil hablar
con él por su afición a las bromas. Ella veía cómo las bromas le hacían brillar
los ojos (de un color muy parecido al suyo; pelo oscuro, piel blanquecina y
ojos grises, aunque los de ella-eran turbios y los de él claros como el agua
cristalina sobre las piedras). Veía cómo las bromas tiraban de las comisuras de
sus labios mientras buscaba las palabras para cazar un juego de palabras o un
pareado, cualquier cosa que pudiera desviar la conversación hacia el absurdo.
Todo su cuerpo —alto, vagamente engarzado y, aun así, casi tan escuálido como
el de un adolescente— temblaba por su propensión a lo cómico. Antes de casarse
con él, Pauline tenía una amiga, Gracie, de aspecto malhumorado y subversiva
con los hombres. Brian la consideraba una chica cuyo sentido del humor
necesitaba un empujón por lo que con ella se esforzaba más de lo normal. Y
Gracie le dijo a Pauline: «¿Cómo eres capaz de aguantar ese interminable
espectáculo?».
«Ese no es el verdadero Brian. Es
diferente cuando estamos a solas», le contestó Pauline. Pero, pensando en
aquello, se preguntaba si su respuesta había sido sincera. ¿Lo había dicho sólo
para defender su elección, como suele ocurrir cuando una ha decidido casarse?
De modo que hablar en la
oscuridad tenía algo que ver con el hecho de que no podía ver su cara. Y con
que él sabía que ella no podía ver su cara.
Pero incluso en medio de la
oscuridad, tan poco familiar, y de la quietud de la noche, él mantenía un
ligero tono burlón. Tenía que hablar de Jeffrey como monsieur le directeur, lo
que hacía que la obra en sí, o el hecho de que fuera francesa, se convirtiera
en algo un tanto ridículo. O quizá era el mismo Jeffrey, la seriedad con que
Jeffrey se tomaba la obra, lo que se ponía en cuestión.
A Pauline le daba igual. A ella
le producía una gran satisfacción y desahogo mencionar el nombre de Jeffrey.
Casi nunca lo mencionaba, sino
que daba vueltas a su alrededor. En lugar de hacerlo, describía a los otros. Al
peluquero, al práctico, al camarero y al viejo que aseguraba haber actuado en
la radio en cierta ocasión, que encarnaba al padre de Orfeo y que a Jeffrey le
traía loco porque era muy terco en lo concerniente a sus ideas sobre la
interpretación.
Al maduro empresario Monsieur
Dulac lo encarnaba un agente de viajes de veinticuatro años de edad. Y a
Matías, el primer novio de Eurídice, que presumiblemente tenía más o menos la
misma edad que ella, lo encarnaba el gerente de una zapatería, casado y con
hijos.
Brian quería saber por qué
monsieur le directeur no les había dado los papeles al revés.
—Es su forma de hacer las cosas
—dijo Pauline—. Lo que ve en nosotros sólo lo puede ver él.
Por ejemplo, le dijo, el camarero
era un Orfeo torpe.
—No tiene más que diecinueve años
y es tan tímido que Jeffrey tiene que estar constantemente sobre él. Le dice
que no actúe como si estuviese haciéndole el amor a su abuela. Siempre le está
diciendo lo que tiene que hacer. Rodéala con los brazos más tiempo, acaricíala
un poquito por aquí. No sé cómo va a salir, lo único que puedo hacer es confiar
en Jeffrey, confiar en que sabe lo que hace.
—«¿Acaríciala un poquito por
aquí?» —dijo Brian—. A lo mejor debería darme una vuelta por ahí y vigilar esos
ensayos.
Al citar a Jeffrey, Pauline había
sentido que algo cedía en su útero o en la parte baja de su estómago, una
sacudida que se había desplazado de una manera singular hacia arriba, golpeando
sus cuerdas vocales. Había tenido que camuflar este temblor gruñendo, en lo que
se suponía era una imitación (aunque Jeffrey nunca gruñía ni vociferaba ni se
mostraba teatral).
—Pero tiene un algo de inocente
—dijo ella apresuradamente—. No es algo físico. Es la torpeza —y comenzó a
hablar de Orfeo en la obra, no del camarero. Orfeo tiene un problema con el
amor o con la realidad. Orfeo no tolera nada que no sea la perfección. Quiere
un amor que se salga de la vida corriente. Quiere a una Eurídice perfecta.
—Eurídice es más realista
—prosiguió—. Ha tenido líos con Matías y con Monsieur Dulac. Ha pasado tiempo
junto a su madre y el amante de su madre. Sabe cómo es la gente. Pero ama a
Orfeo. En cierto modo lo ama más de lo que él la ama a ella. Ella le ama con
más fuerza porque no es tan ingenua como él. Le ama como se puede amar a un ser
humano.
—Pero ella se ha acostado con
esos otros tipos —dijo Brian.
—Bueno, tuvo que hacerlo con el
señor Dulac porque no se pudo escabullir. No quería, pero probablemente, pasado
un rato, disfrutó, porque a partir de cierto momento era incapaz de no pasarlo
bien.
Así es qucLOrfeo tiene la culpa,
dijo Pauline con decisión. Mira a Eurídice a propósito, para matarla y
deshacerse de ella porque no es perfecta. Por su culpa, ella muere por segunda
vez.
Brian, tumbado de espaldas y con
los ojos bien abiertos (ella lo sabía por su tono de voz), dijo:
—¿Pero no muere él también?
—Sí, él lo decide.
—¿Así que vuelven a estar juntos?
—Sí. Como Romeo y Julieta. Orfeo
al fin se reúne con Eurídice. Es es lo que dice Monsieur Henri. Ésa es la
última frase de la obra. Es el final —Pauline se colocó sobre su costado y
apoyó su mejilla en el hombro de Brian; no se trataba de empezar nada, sino de
recalcar lo que iba a decir—. Por un lado es una obra preciosa, pero por otro
es muy tonta. Y realmente no es como Romeo y Julieta, porque no es una cuestión
de mala suerte o de las circunstancias. Es adrede. Para no tener que llevar una
vida normal, casarse, tener hijos, comprar una vieja casa y arreglarla...
—Y tener algún lío —dijo Brian—.
Después de todo son franceses —y añadió—: como mis padres.
Pauline se rió.
—¿Tienen líos? Me lo imagino.
—Ah, claro que sí —dijo Brian—.
Me refería a su vida.
—Lógicamente, puedo imaginar a
alguien suicidándose para no ser como sus padres —dijo Brian—. Pero no creo que
nadie lo haga.
—Todo el mundo tiene sus opciones
—dijo Pauline, distraída— En cierto modo, la madre de ella y el padre de él son
despreciables, pero Orfeo y Eurídice no tienen que ser como ellos. No están
corrompidos. El mero hecho de haberse acostado con otros hombres no significa
que sea una degenerada. No estaba enamorada. No conocía a Orfeo. Hay un
discurso en el que él le dice que todo lo que ha hechoforma parte de ella, y
eso le repugna. Las mentiras que le ha contado. Los otros hombres. Con todo eso
tendrá que cargar. Y luego, claro, Monsieur Henri le sigue el juego. Le dice a
Orfeo que él será igual de malvado y que algún día caminará con Eurídice por la
calle y será como un hombre con un perro del que quiere deshacerse.
Para sorpresa de Pauline, Brian
se rió.
—No —dijo ella—. Eso es lo que es
una tontería. No es inevitable. No es inevitable, para nada lo es.
Continuaron haciendo conjeturas y
charlando, muy tranquilos, de un modo poco habitual pero no totalmente
desconocido para ellos. Lo habían hecho antes, en largos periodos de su vida
marital; hablaban hasta altas horas de la madrugada de Dios, del miedo a la
muerte, de cómo había que educar a los hijos o de hasta qué punto era
importante te el dinero. Al fin reconocieron que se encontraban demasiado
cansados como para que lo que decían tuviera sentido, se acomodaron en una
posición de camaradería y se durmieron.
Por fin un día lluvioso. Brian y
sus padres fueron con el coche a Campbell River para comprar comida y ginebra,
y para llevar el coche del padre de Brian al taller y reparar cierta avería
producida durante el viaje desde Nanaimo. Era un problema menor, pero como la
nueva garantía del coche estaba vigente, el padre de Brian quería que le
echasen un vistazo lo antes posible. Brian no podía decir que no, así que se
llevó su coche por si acaso el de su padre debía quedarse en el taller. Pauline
dijo que se quedaría en casa por la siesta de Mara.
Convenció a Caitlin para que
también se echase, permitiéndole llevarse su caja de música a la cama, siempre
y cuando pusiera el volumen muy bajo. Luego Pauline extendió el guión sobre la
mesa de la cocina, se bebió un café y repasó la escena en la que Orfeo, al fin,
dice que es intolerable que permanezcan en la piel de dos personas distintas,
en dos envolturas diferentes, cada una con su propio oxígeno y su propia sangre
selladas en soledad, y en la que Eurídice le pide que se calle.
«No hables. No pienses. Deja que
vague tu mano, deja que ella por sí sola sea feliz.»
Tu mano es mi felicidad, dice
Eurídice. Acéptalo. Acepta tu felicidad.
Por supuesto, él responde que no
puede.
Caitlin gritaba con frecuencia
para preguntar la hora. Subía el volumen de la caja de música. Pauline se
apresuró a ir hasta la puerta del dormitorio y le siseó para que bajase el
volumen y no despertase a Mara.
—Si lo vuelves a poner tan alto,
te la quito. ¿Entendido?
Pero Mara empezaba a moverse
dentro de su cuna y durante unos minutos escuchó la suave y estimulante
conversación que le daba Caitlin, sin más fin que despertar a su hermana. También
escuchó cómo bajaba y subía rápidamente la música, y luego a Mara sacudir la
barandilla de la cuna, tirar de ella para levantarse, arrojar el biberón al
suelo y lloriquear como un pajarito, de una forma cada vez más desoladora hasta
atraer a su madre.
—No la he despertado yo —dijo
Caitlin—. Se despertó ella solita, por su cuenta. Ya no llueve. ¿Podemos bajar
a la playa?
Tenía razón. No llovía. Pauline
cambió a Mara, le dijo a Caitlin que cogiese su bañador y que buscara su cubo.
Ella se puso el bañador y se puso por encima sus pantalones cortos, por si
acaso llegaba el resto de la familia mientras se encontraba en la playa. («A
papá no le gusta la forma en que algunas mujeres salen de casa llevando puesto
solo el traje de baño», le había dicho la madre de Brian. «Supongo que tanto él
como yo somos de otra época.») Tomó el guión para llevárselo y luego lo
devolvió a su sitio. Temía quedarse distraída demasiado tiempo sin prestar
suficiente atención a las niñas.
Los pensamientos que la asaltaban
sobre Jeffrey no eran verdaderas reflexiones, sino más bien alteraciones que se
producían en su cuerpo. Solía ocurrirle cuando se encontraba sentada en la
playa (tratando de quedar en parte a la sombra de un arbusto y conservar así su
palidez, tal y como había ordenado Jeffrey), cuando escurría los pañales o
cuando Brian y ella iban de visita a casa de los padres de él. En mitad de una
partida de Monopoly, de Scrabble o de cartas. Ella seguía hablando, escuchando,
trabajando, vigilando a las niñas mientras la memoría de su vida secreta
aparecía y la asaltaba en una explosión radiante. Luego un cálido peso la
inundaba, la seguridad rellenaba todos los huecos. Pero no perduraba, en la
seguridad había filtraciones y el se sentía como un avaro cuya buena suerte se
ha esfumado y está convencido de que no volverá a disfrutar de nada semejante.
La nostalgia la envolvía y la impulsaba a la disciplina de contar los días. En
ocasiones llegaba a dividir los días en partes para poder saber con mayor
exactitud cuánto tiempo había pasado.
Pensó en dirigirse a Campbell
River, con algún pretexto, para así buscar una cabina telefónica y poder
llamarle. Las casas no tenían teléfono y el único teléfono público se
encontraba en el edificio comunal. Pero ella no tenía el número del hotel donde
trabajaba Jeffrey. Y además, no había manera de ir a Campbell River por la
tarde. Le daba miedo llamarle a casa de día y que contestara su madre, la
profesora de francés. Jeffrey le había contado que en verano su madre rara vez
se ausentaba de la casa. Sólo en una ocasión se había ido en ferry a Vancouver
a pasar el día. Jeffrey telefoneó a Pauline para pedirle que fuera a verle.
Brian estaba dando clases y Caitlin jugaba con su grupo de niños.
«No puedo, tengo a Mará», dijo
Pauline.
Jeffrey preguntó: «¿Quién? Ah,
perdona». Y luego: «¿No la puedes traer aquí?».
Ella dijo que no.
«¿Por qué no? ¿Es que no puedes
traerte algunas cosas con las que pueda jugar?»
No, dijo Pauline. «No podría»,
dijo. «No sería capaz.» Le parecía demasiado peligroso arrastrar consigo a su
bebé a una expedición tan vergonzosa. A una casa en la que los productos de
limpieza no estarían en los estantes altos y en la que las pastillas y los
jarabes contra la tos, los cigarrillos y los botones no estarían fuera del
alcance del bebé. Y aunque Mará se salvara del atragantamiento o el
envenenamiento, podría almacenar bombas de relojería, recuerdos de una casa
extraña en la que ella habría sido extrañamente ignorada, de una puerta cerrada
y de ruidos procedentes del otro lado.
«Es que te deseo», dijo Jeffrey.
«Deseo tenerte en mi cama.»
Ella repitió, débilmente: «No».
Aquellas palabras de él volvían
una y otra vez a su mente. Deseo tenerte en mucama. Un tono de voz urgente,
medio en broma pero también con determinación, lo factible, como si «en mi
cama» significara algo más, como si la cama de la que hablaba adquiriera una
dimensión mayor, menos material.
¿Había cometido un gran error con
aquella negativa? ¿Con aquel recordatorio de cuan prisionera era de aquello que
cualquiera llamaría su vida real?
La playa estaba casi vacía; la
gente se había acostumbrado a que fuese un día de lluvia. La arena estaba
demasiado apelmazada para que Caitlin pudiese hacer un castillo o cavar un
sistema de irrigación, proyectos que, de todas formas, sólo emprendería junto a
su padre puesto que intuía que él se volcaba de todo corazón, y Pauline no.
Paseaba por la orilla sin rumbo fijo y con cierto aire de tristeza.
Probablemente echaba de menos la presencia de otros niños, esos instantáneos
amigos anónimos y ocasionales enemigos que tiraban piedras y te mojaban,
chillando, chapoteando y haciendo el tonto. Un niño un poco mayor que ella y,
por lo que parecía, solo, se encontraba algo más lejos, metido en el agua hasta
las rodillas. Si hubiera posibilidad de juntarles, quizá saldría bien: Caitlin
podría recuperar toda la experiencia de la playa. Ahora Pauline no estaba
segura de si Caitlin estaba haciendo pequeñas incursiones en el agua para
atraer la atención de él o si éste la observaba con interés o con desdén.
Mará no necesitaba compañía, al
menos de momento. Fue dando traspiés hacia el agua, sintió cómo tocaba sus
pies, cambió de parecer, se detuvo, miró a su alrededor y divisó a Pauline.
«Pau, Pau», dijo, feliz al reconocerla. «Pau» era como llamaba a Pauline, en
lugar de «madre» o «mamá». El mirar a su alrededor la hizo perder el
equilibrio; se sentó entre la arena y el agua, lanzó un graznido de sorpresa
que se convirtió en una declaración y luego, con unas maniobras poco elegantes
pero llenas de determinación, que implicaban depositar todo su peso sobre las
manos, se levantó vacilante y triunfante. Llevaba medio año caminando, pero
avanzar sobre la arena era aún todo un reto. Esta vez volvió hacia Pauline
profiriendo unos comentarios razónables y despreocupados en su propio idioma.
—Arena —dijo Pauline, mientras le
mostraba su mano llena—. Mira, Mara. Arena.
Mara la corrigió, dándole otro
nombre; algo parecido a «adea». Sus gruesos pañales bajo los pantalones de
plástico y el traje dde felpa que llevaba al jugar, le hacían el trasero muy
gordo, y eso, junto con sus mofletes y hombros regordetes y una expresión de
darse importancia, la asemejaba a una matrona con un cierto toque de pillería.
Pauline se dio cuenta de que la
llamaban. La habían llamado tres veces pero, al no resultarle familiar la voz,
no se había dado cuentata. Se levantó e hizo un gesto con la mano. Era la mujer
que trabajaba en la tienda del edificio comunal. Estaba apoyada sobre el balcón
y gritaba: «Señora Keating. ¿Señora Keating? Teléfono».
Pauline alzó a Mara hasta su
cadera e hizo venir a Caitlin. Ahora ésta y el niño pequeño ya se habían visto;
ambos cogían piedras de la arena y las lanzaban al agua. En un primer momento
no oyó a Pauline o simuló no hacerlo.
—Tienda —gritó Pauline—. Caitlin.
Tienda.
Cuando se aseguró de que Caitlin
la seguiría —era la palabra «tienda» la que lo había conseguido, el
recordatorio del pequeño comercio del edificio comunal, donde se podía comprar
helado, caramelos, cigarrillos y refrescos— comenzó a recorrer la playa hasta
llegar a los escalones de madera que se alzaban sobre la arena y los arbustos.
A mitad de los escalones se detuvo y dijo: «Mara, pesas una tonelada», y pasó
al bebé a su otra cadera. Caitlin golpeaba el pasamanos con un palo.
—¿Me compras un polo de
chocolate, mamá? ¿Puedo?
—Ya veremos.
—¿Me compras por favor un polo de
chocolate?
—Espera.
El teléfono público estaba junto
a un tablón de anuncios al otro lado del vestíbulo principal y frente a la
puerta del comedor, donde habían organizado un bingo a causa de la lluvia.
—Espero que no haya colgado
—gritó la mujer que trabajaba en la tienda. Había desaparecido tras el
mostrador.
Pauline, todavía con Mará en
brazos, levantó el auricular que oscilaba de un lado a otro y, sin aliento,
dijo: «¿Diga?». Esperaba oír a Brian, que le diría que por una razón u otra se
retrasaba en Campbell River, o que le preguntaría qué es lo que le había pedido
de la farmacia. Como era sólo una cosa —loción de calamina—, él ni lo había
apuntado.
—Pauline —dijo Jeffrey—. Soy yo.
Mará se agitaba y se estiraba
contra el costado de Pauline, ansiosa por bajar al suelo. Caitlin entró al
vestíbulo y se metió en la tienda, dejando tras de sí huellas de arena húmeda.
«Un momento, un momento», dijo Pauline. Tras dejar que Mara se deslizase hasta
el suelo, se fue corriendo a cerrar la puerta que llevaba a los escalones. No
recordaba haberle mencionado a Jeffrey el nombre de este lugar, aunque de forma
vaga le había dicho dónde estaba. Oyó a la mujer de la tienda hablar con
Caitlin en un tono de voz más severo que el que utilizaría con un niño
acompañado por sus padres.
—¿Es que se te ha olvidado
limpiarte los pies?
—Estoy aquí —dijo Jeffrey—. No me
sentía bien sin ti. Me sentía fatal.
Mara se dirigió hacia el comedor,
como si la voz masculina que anunciaba «bajo la N...» fuera una invitación
dirigida a ella.
—Aquí, ¿dónde? —preguntó Pauline.
Leyó los carteles que estaban
clavados junto al teléfono, en el tablón de anuncios.
NO ESTÁ PERMITIDO EL ACCESO A LAS
BARCAS A PERSONAS MENORES DE CATORCE AÑOS SI NO VAN ACOMPAÑADAS DE UN ADULTO.
CONCURSO DE PESCA.
VENTA DE DULCES Y ARTESANÍA,
IGLESIA DE SAN BARTOLOMÉ.
TU VIDA ESTÁ EN TUS MANOS. SE
LEEN LAS PALMAS DE LAS MANOS Y SE ECHAN LAS CARTAS. BARATO Y ACERTADO. LLAMA A
CLAIRE.
—En un motel. En Campbell River.
Pauline supo dónde estaba antes
de abrir los ojos. Nada le sorprendió. Había dormido, pero no tan profundamente
como para haber dejado escapar algo.
Había esperado a Brian en el
aparcamiento del edificio comunal, con las niñas, y le había pedido las llaves.
Delante de los padres de él, ella le había dicho que necesitaba algo más de
Campbell River. Él le había preguntado qué necesitaba y si llevaba dinero.
—Una cosa —le dijo, para que él
pensara que se trataba de tampones o preservativos, algo que ella prefiriera no
mencionar—. Algo suelto.
—Bien, pero tendrás que echarle
gasolina —dijo él.
Más tarde Pauline tuvo que hablar
con él por teléfono. Jeffrey insistió en que lo hiciese.
—Porque a mí no me hará caso.
Pensará que te he secuestrado o algo por el estilo. No lo creerá.
Pero lo más extraño de todo lo
ocurrido aquel día fue que Brian pareció creerlo enseguida. De pie en el lugar
donde ella había estado hacía no mucho tiempo, en el vestíbulo del edificio
comunal —ya finalizado el juego de bingo, pero con gente que pasaba por allí,
Pauline les oía salir del comedor tras la cena—, él dijo: «Ah. Ah. De acuerdo»,
con una voz que hubiera tenido que controlar apresuradamente, pero que parecía
apelar a una dosis de fatalismo o de conocimiento previo que iba bastante más
lejos de lo necesario.
Como si él hubiera sabido desde
el principio, desde siempre, lo que podía ocurrir con ella.
—Bien —dijo él—. ¿Y qué pasa con
el coche?
Luego añadió algo, algo
imposible, y colgó, y ella salió de la cabina situada junto a unos surtidores
de gasolina en Campbell River.
—Qué rápido —dijo Jeffrey—. Más
fácil de lo que esperabas.
—No lo sé —respondió Pauline.
—Puede que lo supiese
subconscientemente. La gente sabe estas cosas.
Ella sacudió la cabeza para
pedirle que no dijera una palabra más, tras lo que él dijo: «Lo siento».
Caminaron a lo largo de la calle sin tocarse ni hablarse.
Habían tenido que salir para
buscar una cabina puesto que no había teléfono en la habitación del motel.
Ahora, temprano por la mañana, al observar con calma a su alrededor —la primera
sensación de calma y libertad que había tenido desde que entrara en esa
habitación—, Pauline se fijó en que no había prácticamente nada en ella.
Únicamente una birria de tocador, una cama sin cabecera, una silla tapizada y
sin brazos, una persiana con la tablilla rota en la ventana y una cortina de
plástico naranja que supuestamente debía parecerse a una red y que no
necesitaba dobladillo porque estaba toscamente cortada por la parte inferior.
Había un ruidoso aparato de aire acondicionado; Jeffrey lo había apagado por la
noche y había dejado la puerta abierta con la cadena puesta, ya que la ventana
estaba sellada. Ahora la puerta estaba cerrada. Debía de haberse levantado por
la noche para cerrarla.
Esto era todo lo que ella tenía.
Sus lazos con la casa donde Brian dormía o no dormía se habían roto, al igual
que sus lazos con la casa que había sido la expresión de su vida con Brian, de
la forma de vida que ellos habían elegido. Ya no tenía muebles. Ya no contaba
con sus grandes y sólidas adquisiciones, como la lavadora y la secadora, mesa
de roble, el armario ropero barnizado de nuevo y la lámpara de araña, imitación
de una de un cuadro de Vermeer. Ni siquiera con 1as cosas que eran
específicamente suyas: los vasos de cristal prensado que había coleccionado y la
alfombra de oración, que por supuesto no era auténtica, pero sí preciosa.
Especialmente ésos eran los objetos que había perdido. Incluso sus libros los
habría perdido. Incluso su ropa. La falda, la blusa y las sandalias que había
llevado en su viaje a Campbell River, muy bien podrían ser todo lo que quedaba
a su nombre. Nunca volvería para reclamar. Si Brian se comunicaba con ella para
preguntar lo que debía hacer con las cosas, ella le respondería que hiciera lo
que quisiese; meterlas en bolsas de basura y llevarlas al vertedero, si era eso
lo que quería. (En realidad, ella sabía que probablemente 1as metería en un
baúl, cosa que hizo, y le enviaría escrupulosamente no sólo su abrigo de
invierno y sus botas, sino también objetos como la faja que había llevado en su
boda y que no había vuelto a ponerse, y la alfombra de oración cubriéndolo
todo, como una declaración final de su generosidad, espontánea o calculada.)
Ella creía que nunca volvería a
dar importancia al tipo de hábitaciones en las que tendría que vivir o al tipo
de ropa que se pondría, No recurriría a esa clase de ayuda para dar pistas
sobre quién era, o sobre cómo era. Ni siquiera para darse una idea a sí misma.
Lo que había hecho sería suficiente, lo sería todo.
Lo que estaba haciendo era de lo
que había oído hablar y de lo que había leído. Se trataba de lo que había hecho
Ana Karenina y de lo que había deseado hacer Madame Bovary. Era lo que había
hecho un profesor del instituto de Brian, escaparse con la secretaria. Se había
fugado con ella. Era el nombre que esto recibía. Fugarse juntos. Escaparse
juntos. Se hablaba de ello en tono despectivo, jocoso y con envidia. Era llevar
un poco más allá el adulterio. La gente que lo hacía con certeza llevaba tiempo
metida en el asunto, había cometido adulterio durante una larga temporada antes
de desesperar o echarle el valor suficiente para dar ese paso. De vez en cuando
una pareja podía afirmar que el amor que se habían profesado no se había
consumado y era técnicamente puro, pero no sólo se les tomaría —si es que
alguien los creyera— por muy serios y nobles, sino también por completamente
insensatos; los meterían en el mismo saco que a aquellos que se arriesgan a
dejarlo todo para marcharse a trabajar a un país pequeño y peligroso.
A los otros, a los adúlteros, se
les consideraba irresponsables, inmaduros, egoístas o incluso crueles. También
afortunados. Afortunados porque las relaciones sexuales que habían mantenido en
coches aparcados, entre las altas hierbas, en sus respectivas y mancilladas
camas matrimoniales o, más probablemente, en moteles como aquél, debían de
haber sido espléndidas. De lo contrario, nunca habrían anhelado tanto el estar
el uno con el otro a toda costa, ni habrían tenido tanta confianza en que su
futuro compartido sería, en su conjunto, diferente y mejor que aquel otro que
habían experimentado en el pasado.
De diferente clase. Eso era lo
que Pauline debía de creer ahora; que existía esa gran diferencia en las vidas,
en los matrimonios o en las uniones entre las personas. Que algunos de ellos
tenían una necesidad, una predestinación que otros no tenían. Claro que un año
antes hubiera dicho lo mismo. La gente decía esas cosas, parecía creerlas y
creer que su caso era único, de una clase especial, aunque todos los demás
opinaran lo contrario y les dijeran que no sabían de qué hablaban. Pauline no
hubiera sabido de qué hablaba.
Hacía demasiado calor en la
habitación. El cuerpo de Jeffrey era dema siado cálido. Parecía irradiar
convicción y agresividad incluso durmiendo. Su torso era más grueso que el de
Brian; estaba más rechoncho alrededor de la cintura. Los huesos estaban
cubiertos por más carne, pero al tacto no era tan flácido. A rasgos generales
no era tan guapo como Brian; estaba segura de que la mayoría de gente lo
pensaría así. Y no era tan escrupuloso. Brian en la cama no olía a nada.
Siempre que ella estaba con Jeffrey percibía que su piel tenía un olor a
tostado, suavemente aceitoso, como a nuez. La noche anterior no se había
lavado; pero, a decir verdad, tampoco ella. No hubo tiempo. ¿Por lo menos
tendría un cepillo de dientes? Ella no. Pero no sabía que se iba a quedar allí.
Cuando se reunió con Jeffrey en
este lugar, aún tenía metido en la cabeza que tendría que urdir una mentira
como un templo de la que poder servirse cuando regresara a casa. Y que ella,
ellos, debían darse prisa. Cuando Jeffrey le dijo que había decidido que debían
quedarse juntos, que ella iría con él al estado de Washington, que tendrían que
dejar la obra porque las cosas les resultarían demasiado difíciles en Victoria,
lo observó con esa mirada vacía con la que uno se queda en el instante en que
empieza un terremoto. Estaba preparada para darle las razones por las que no
era posible, aún pensaba que iba a decírselo, pero en ese momento su vida iba a
la deriva. Volver hacia atrás se ría como anudarse una soga al cuello.
Todo lo que dijo fue: «¿Estás
seguro?».
Y él respondió: «Seguro». Lo dijo
con sinceridad. «Nunca te abandonaré.»
Eso no era propio de él. Luego
ella se dio cuenta de que había citado —quizá irónicamente— una frase de la
obra. Era lo que Orfeo 1e dice a Eurídice al cabo de unos minutos de su primer
encuentro en 1a estación.
Así es que su vida se estaba
convirtiendo en una huida hacia adelante; ella se estaba convirtiendo en una de
esas personas que huyen. Una mujer que escandalosa e incomprensiblemente lo
abandonaba todo. Por amor, dirían con sarcasmo los observadores. Queriendo
decir: por sexo. Nada de eso habría ocurrido si no fuera por el sexo.
Y, sin embargo, ¿qué diferencia
puede haber? A pesar de lo que se diga, no es una práctica tan variable.
Pieles, movimientos, contacto, resultados. Pauline no es una mujer de la cual
sea difícil obtener resultados. Brian los obtenía. Probablemente cualquiera los
obtendría, cualquiera que no fuera un completo inútil o un ser moralmente
repugnante.
Pero, en verdad, nada es igual.
Con Brian —en particular con Brian, a quien ella ha dedicado una especie de
benevolencia egoísta, con quien ha vivido una complicidad marital— nunca puede
existir ese despojarse, la inevitable huida, los sentimientos por los que ella
no tiene que esforzarse sino sólo ceder, como respirar o morir. Eso, piensa
Pauline, sólo puede ocurrir cuando la piel es la de Jeffrey, cuando los
movimientos los realiza Jeffrey y el peso que ella siente sobre su cuerpo
contiene el corazón de Jeffrey, al igual que sus costumbres, pensamiento,
peculiaridades, su ambición y su soledad (todo lo cual, por lo que ella sabe,
debe de estar en gran medida relacionado con su juventud).
Por lo que sabe. Hay mucho que
ella desconoce. Apenas sabe nada sobre lo que le gusta comer, la música que le
gusta escuchar o el papel que juega su madre en su vida (sin duda misterioso
pero importante, al igual que el de los padres de Brian). Hay una cosa de la
que está bastante segura: sean cuales sean sus preferencias/o prohibiciones,
serán definitivas.
Se desliza de debajo de la mano
de Jeffrey y de debajo de la sábana superior, que despide un fuerte olor a
lejía, baja al suelo, donde está tirada la colcha, y rápidamente se envuelve en
ese viejo trapo de felpilla amarillo verdoso. No quiere que él abra los ojos,
la vea por detrás y se fije en lo caídas que tiene las nalgas. La ha visto
desnuda en anteriores ocasiones, pero generalmente en momentos más indulgentes.
Se enjuaga la boca y se lava con
la pastilla de jabón, que tiene el tamaño de dos onzas pequeñas de chocolate y
está más duro que una piedra. Tiene la entrepierna irritada; está inflamada y
apesta. Le cuesta orinar y parece que está estreñida. La noche anterior, cuando
salieron a comprar hamburguesas, descubrió que no podía comer. Presumiblemente
volverá a aprender a hacer esas cosas, que volverán a ocupar su justa
importancia en su vida. Por ahora es como si fuera incapaz de prestarles
atención.
Tiene algún dinero en su bolso.
Debe salir y comprar un cepillo de dientes, pasta dentífrica, desodorante y
champú. También una pomada vaginal. La noche anterior utilizaron condones las
primeras dos veces, pero nada la tercera.
No trajo su reloj y Jeffrey no
tiene. En la habitación no hay reloj, por supuesto. Le parece que es temprano;
por la luz, aún tiene pinta de ser temprano, a pesar del calor. Probablemente
las tiendas no estén abiertas, pero habrá algún sitio donde pueda tomarse un
café.
Jeffrey se ha cambiado de lado.
Ha debido de despertarlo por un instante.
Tendrán un dormitorio. Una
cocina, una dirección. Él irá a trabajar. Ella irá a la lavandería automática.
Quizá también vaya a trabajar. Venderá cosas, trabajará de camarera, dará
clases particulares a estudiantes. Sabe francés y latín. ¿Enseñan latín y
francés en los institutos estadounidenses? ¿Puedes conseguir un trabajo si no
eres estadounidense? Jeffrey no lo es.
Le deja la llave. Tendrá que
despertarlo para volver a entrar. No hay nada con lo que pueda o en lo que
pueda escribir una nota.
Es temprano. El motel está en la
autopista, en el extremo norte del pueblo, junto al puente. Todavía no hay
tráfico. Arrastra los pies bajo los álamos durante bastante tiempo antes de que
cualquier vehículo cruce el puente, a pesar de que los coches han hecho temblar
la cama hasta altas horas de la madrugada.
Algo se acerca. Es un camión.
Pero no sólo es un camión, sino una enorme y sombría realidad que viene hacia
ella. Y no ha salido de la nada; ha estado a la espera, rondando cruelmente
desde que se despertó o incluso durante toda la noche.
Caitlin y Mara.
Anoche, cuando estaba al
teléfono, tras hablar de una manera tan calmada, controlada y con una voz casi
agradable —como si se sintiese orgulloso de no escandalizarse, ni poner pegas
ni rogar—, Brian estalló. Con desprecio y con rabia y sin preocuparse de quién
le oyera, dijo:
—Bueno, ¿y qué pasa con las
crías?
El auricular empezó a vibrar
contra el oído de Pauline.
—Ya hablaremos... —dijo ella.
Pero él no pareció oírla.
—Las niñas —dijo Brian, con la
misma voz estremecida y rencorosa. Pasar de la palabra «crías» a «niñas» era
como golpearla con una piedra; una amenaza grave, formal y severa—. Las niñas
se quedan—dijo—. ¿Me has oído, Pauline?
—No —respondió ella—. Sí, te he
oído pero...
—Muy bien. Me has oído.
Recuérdalo. Las niñas se quedan.
Era su único recurso. Que viera
lo que estaba haciendo, a lo que estaba poniendo fin, y castigarla si seguía
adelante. Nadie lo culparía. Ella podría arreglárselas para conseguir algo,
podría haber regateos por supuesto tendría que humillarse, pero ahí estaban los
hechos como una piedra redonda y helada en su garganta, como una bala de cañón.
Y permanecería ahí a no ser que ella cambiase de actitud de forma radical. Las
niñas se quedan.
Su coche —suyo y de Brian—
todavía estaba en el aparcamiento de motel. Brian tendría que pedirle hoy a su
padre o a su madre que le llevaran hasta ahí para recogerlo. Pauline tenía las
llaves en el bolso. Había un juego de sobra, seguro que él lo traería. Abrió la
puerta y lanzó sus llaves sobre el asiento delantero, echó el pestillo por dentro
y cerró.
Ahora no podía volver. No podía
coger el coche y volver y decir que había cometido una locura. Si hacía eso, él
la perdonaría pero nunca lo superaría, y ella tampoco. Aunque saldrían
adelante, como hace la gente.
Salió del aparcamiento y caminó a
lo largo de la calzada hacia el pueblo.
Ayer, el peso de Mara sobre su
cadera. El atisbo de las pisadas de Caitlin en el suelo.
Pau. Pau.
No necesita las llaves para
volver a ellas, no necesita el coche. Podría pedir que la llevaran por la
autopista. Ceder, ceder, volver a ellas como sea, ¿cómo no va a hacerlo?
Una soga anudada al cuello.
Una elección que fluye, la
elección de la fantasía se vierte sobre el suelo y se endurece al instante; ha
tomado su forma innegable.
Este dolor agudo. Se hará crónico.
Crónico significa que perdurará aunque tal vez no sea constante. También puede
significar que no morirás de ello. No te librarás pero no te matará. No lo
sentirás a cada minuto pero no permanecerás mucho tiempo sin que te haga una
visita. Y aprenderás algunos trucos para mitigarlo o ahuyentarlo, tratando de
no destruir aquello que tanto dolor te ha costado. No es culpa de él. Él es aún
un ingenuo o un salvaje que no sabe que en el mundo existe un dolor tan
perdurable. Debes decirte: de todas formas las perderás. Crecen. A una madre
siempre le espera esa desolación privada y ligeramente ridícula. Olvidarán
estos tiempos y de una forma o de otra renegarán de ti. O seguirán pegadas a
tus faldas hasta que no sepas qué hacer con ellas, como le pasó a Brian.
Y, aun así, qué dolor. Seguir
viviendo y acostumbrarse hasta que sólo sea el pasado lo que duela, y no
cualquier presente posible. Sus hijas han crecido. No la odian. Por haberse
marchado o no haber vuelto. Tampoco la perdonan. De cualquier manera, probablemente
nunca la habrían perdonado, pero sería por alguna otra cosa.
Caitlin tiene pocos recuerdos del
verano en la playa. Mara no recuerda nada. Un día, Caitlin se lo menciona a
Pauline, refiriéndose a ello como «ese sitio al que iban la abuela y el abuelo».
—El lugar en el que estábamos
cuando te marchaste —dice—. Lo único es que no supimos hasta más tarde que
habías huido con Orfeo.
—No era Orfeo —dice Pauline.
—¿No era Orfeo? Papá solía decir
que era Orfeo. Decía: «Y entonces tu madre se fugó con Orfeo».
—Bromearía —dijo Pauline.
—Siempre creí que se trataba de
Orfeo. Entonces era otra persona.
—Se trataba de otra persona
relacionada con la obra. Alguien con quien viví durante una temporada.
—Pero no Orfeo.
—No. Nada que ver con él.
(1) “Toom, not Tomb” (nota de LMQ)
De: http://yovivoenella.blogspot.com/
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