Damián
Domingo
…pues
lo que le decía, don Juan, yo que usted no subiría a ese poblacho ni para hacer
fotos ni inspirar la pluma. Aquello ya parecen los negativos, todo luce como
recién chamuscado y embadurnado de ceniza, igualito que si los americanos les
hubieran tirado la bomba esa. No más se lo digo porque yo llegué para un
ratito, en suplencia del padre Morales en lo que tardara en venir el nuevo
párroco, y me quedé allá como amojamado los tres peores años de mi vida.
Ahorita que usted puede hacer lo que quiera, menos decir luego que no se lo
advertí.
Recuerdo
que el arriero que me subió culebreando por las escarpas, mucho antes de
coronar me dijo que se volvía. Más abajo habían quedado el maíz flamígero y el
fríjol, y ya clareaban los tamarindos. Me señaló arriba un racimo de casas que
espejeaba al sol como una calavera con corona de espinas y me dijo que aquello
era la aldea. No quiso ni subir a abrevar las dos mulas, ni me valieron
súplicas ni amenazas, que más que al infierno de ultratumba dijo temer al de
este mundo. Me arrojó la maleta a la vereda y me advirtió que si me retardaba
caería el viento y me aplastaría la lápida del sol. Cuesta arriba y entre el
rosario que hilaban las chicharras, me guiaron los zopilotes. Volaban hacia la
torre de la iglesia como invitados a un convite de bodas con hambres
retrasadas.
A
malas penas y derrengado entré en el poblado de casuchas de adobe que más
parecía camposanto, y que por no tener no tenía ni nombre. En los papeles
aparecía como Espejo de Luna, el rancho de Damián Domingo. El nombrecito se
refiere a los cráteres y barrancos que cicatrizan la tierra entre las grietas
de la sequía. Pero el rancho se ubica, con perdón de usted, en el pezón de la
otra teta del terreno, y no se tarda menos de dos horitas en alcanzarlo por una
trocha de espinas y matojos, y eso si la mula está bien sudada. En aquellas
alturas se me anudaba el aliento de angosto que estaba el aire. Me recibieron
aullidos de perros y lamentos de plañideras que desgarraban el aire como
chillidos de murciélago. En la iglesia estaban celebrando el velorio de Damián
Domingo.
“Bien
a punto llega, padre”, me dijo una vieja reseca como manojo de paja, con una
voz sofocada de bozos y rebozos, y envuelta en tanto fajo y refajo que parecía
momificada de vendas negras. A usted, don Juan, si se empecina en subir, no lo
van a recibir ni las iguanas, y eso ganará respecto a mí, porque por allí no
quedarán sino los puritos fantasmas de quienes murieron o tuvieron la suerte de
no haber nacido. Pero allá usted. ¿Le entra otro mezcalito? ¿Dizque no? Mire
que va a necesitar arrestos para escalar allí. ¡Rosario, otro par de
mezcales!... Gracias, hija… ¿Qué le ha parecido mi viejuca? No hay nada como
tener hembrita para los que somos propensos a las tercianas. Lo único que
consuela de la fiebre, destierra los escalofríos y espanta las visiones es
abrigarse en pieles de mujer… Sí, en cuanto bajé de aquellos vértigos lo
primerito que hice fue colgar los hábitos. No sabe usted lo que pasé en esos
andurriales. Tan cerca del cielo pero también del infierno.
Pues
eso, que entre unos y otros me enteraron de que la víspera el administrador
había encontrado a don Domingo en el suelo de su despacho, los ojos desvelados
y todito ceñido por la falda carmesí de su propia sangre, donde parecía haber
chapaleado antes de expirar. Una daga cerca de su mano sugería que quizá no
toda aquella sangre fuera suya. En seguida los hijos mandaron envenenar a toda
la jauría del padre para que la agonía los hiciera proclamar a los cuatro
vientos la muerte del amo.
A
mí me extrañaba lo regular del número de deudos tratándose de personaje tan
principal, y que solo hacían pucheros como por cumplir. Luego supe que al viejo
nadie lo quería, porque en corriendo los lienzos había doblado el rancho sin que
nadie se atreviera a reclamar, y oí a un compadre murmurar que ahorita estaría
embelecando al mismo Todopoderoso.
Y
no había yo sino bendecido a don Damián, como si su rostro aún tuviera ánimos y
no estuviera ya entablado, igual que si aquella frente de marfil aún guardara
recuerdos y pudiera arrepentirse de sus fechorías, cuando alguien me engarfió
el hombro. Me llevé el susto de enfrentarme al muerto cuarenta años atrás antes
de caer en la cuenta de que era uno de los hijos del victimado. Era Remigio, el
mayor, recio y con cara de chamaco a pesar de tener bien cumplidos los
cuarenta. Tenía las mismas cejas, unidas en un ceño fatal, los pómulos
estirándole la piel como boniatos y la mandíbula voluntariosa. Quería
confesarse. Pero empezamos con mal pie, nunca mejor hablado, porque hasta
entonces nadie se había atrevido a decirle que en el velorio del padre de uno
cuadra quitarse las espuelas.
En
el confesionario casi me da un vahído al oírlo acusarse de haber madrugado a su
padre a tajos de machete. Dijo haberlo visto al claror del alba saliendo del
dormitorio de su hija Lucrecia. Remigio se refugió en las sombras para no ser
visto. Supo que el abuelo la había desgraciado: la niña llevaba meses cambiando
las lunas. Tal y como tenía pensado, Remigio bajó en mula a Tiquilpán a mandar
que subieran a repararle la segadora. Todo el tiempo estuvo moliendo sus dudas
y de vuelta decidió que su obligación de padre primaba sobre la de hijo. La
Naturaleza propende a lo nuevo.
Lo
absolví a condición de que fuera a entregarse después del entierro. Volví cabe
el catafalco. Con el calor y la pudrición de las rosas, un par de zancudos
revoloteaban sobre el ataúd y prescribí clavarlo a los pocos que quedaban.
Afuera el viento le daba voz al alma del difunto. Y no tardó en volverme el
susto de ver redivivo al muerto de joven. Se había llegado a mí Zoilo, el otro
vástago, también para solicitarme confesión…
Don
Juan, cómo se nota lo avezado que está usted en las historias. Ha acertado de
plano y pleno. Por su parte también Zoilo se confesó parricida. Dijo haberlo
ultimado también a machetazos porque Lupita, su mujer, le había confesado que
la semana anterior había dejado que le entrara el suegro al dormitorio y mucho
más adentro, después de llamar a la puerta con la excusa de que le contara un
cuento porque no le venía el sueño. Y de todas formas bien poco que durmió, le
dijo ella a su esposo, aún resentida de que aquella noche él se hubiera ido de
parranda a lo de Eduarda Cisneros, la inquilina de la casa de amores.
A
éste le dije lo que al hermano, que fuera al cuartelillo más cercano a
inculparse y que mientras no rindiera cuentas civiles me negaba a imponerle
penitencia alguna, porque no estaba yo para contaminar el sacramento de la
Confesión absolviendo a aquella familia de tarados.
Arrebujado
en una frazada me acurruqué en un rincón de la capilla. Después del viaje
estaba desfondado. En las sombras del ábside revoloteaba un murciélago. Abrí
los ojos y vi que me habían dejado solo con el muerto. Las sombras de las velas
temblaban en los muros cuarteados y aquí y allá las llamas alumbraban
instantáneas lagartijas. Ya lamía la noche las vidrieras como los coyotes a los
perros agonizantes. Entonces caí en lo mareado que anda el tiempo en aquellas
alturas. El eco de unos golpes me levantó como un resorte, igualito que si me
hubieran engrasado los goznes del cuerpo. ¿Habían cerrado el portón y alguien
quería entrar? ¿Qué cree usted, don Juan? No está bebiendo, así no acertará.
Largo rato me quedé escuchando el miedo al silencio, porque eso era lo que
sentía hasta en la punta de los pelos, pero mucho más temía que se repitieran
los golpecitos. ¡Rosarito, haz el favor! Esta vez nos dejas la botella… Fíjese
usted que a la condenada todavía le gusta la bulla. Pensar lo que sufrí allí arriba
y lo que me estaba perdiendo aquí abajo…
Pues
lo que le decía, que usted no habrá adivinado que las llamaditas venían del
ataúd por dentro. Eso sí, al principio sonaban muy cautelosas, como alguien que
le da vergüenza importunar a un vecino, pero a poco se iban haciendo más
perentorias, al estilo de un acreedor impaciente. Sí, era el mismito difunto el
que llamaba a la puerta de la vida para contarme lo que de verdad había pasado.
Y no, no era que me hubieran atenazado las tercianas, que lo veo venir, don
Juan. Ni que lo estuviera soñando. Y por entonces todavía no había empezado a
beber, así que no me venga con macanas. Se lo digo porque era lo que todos me
decían cuando empecé a contar la historia, mucho después de casado. Lo que sí
admito es que a base de repetir un suceso uno va cambiando detalles para no
aburrirse y luego tiene que ir desmontándolo todo como un tablado cuando ha
pasado la fiesta, si quiere ajustarse a la verdad.
Lo
cierto es que a la mañana siguiente, cuando me despertaron, no recordaba mucho
más que el frío que me congeló el corazón al ver caer la tapa a los pies del
catafalco y lo más importante de lo que me dijo el muerto. Como en la vejez me
ha dado por agotar libros profanos, he leído que eso del olvido se debe a un
viento muy negro que viene a despejarnos de los recuerdos más malos como hace
el temporal limpiando los miasmas de la ciénaga. Lo único peregrino que
recordaba es que cuando escapé de la parálisis gritando que aquello no podía
ser, el difunto me respondió que yo tenía razón: salvo en casos especiales, las
ánimas no salen las noches de viento porque entonces se desvían de su destino
como las hojas al vuelo.
No
obstante, él había tenido que hacerlo con tal de delatar a su asesino: Remigio.
Lo de la nieta también era verdad. Lo sé porque lo que en verdad hice fue
confesar al muerto. Y a éste no pude negarle la absolución hasta que fuera al
cuartelillo a acusarse de estupro e incesto. Un milagro. No podía quejarme para
ser mi primera noche en la aldea sin nombre. Luego volví a dormirme.
Salimos
a enterrarlo, cada uno con el peso del muerto en la conciencia, por mucho que
los hubiera tiranizado a todos y hubiera de ser él quien se avergonzara de
haber vivido tantito. Me embozó la arena; un aire parduzco me amordazó como un
sudario de tristeza. Cerca de las bardas del camposanto resonaron los ecos de
unos cascos, como cuando el granizo se acerca a inseminar la tierra. Era la
autoridad, que retrasó otro día el entierro. Los zopilotes parecieron aplaudir
con las alas. Nada más descabalgar el teniente de su bayo, Remigio se adelantó
a entregarse, los puños extendidos para que lo amarraran. Vi que también Zoilo
daba un paso adelante, pero no tardó en desandarlo.
A
Remigio lo encerraron en la cuadra de las mulas. Las mismas gallinas regaron la
aldea de rumores. Al otro día lo dejaron libre. De las pesquisas se concluyó
que la grieta que había destazado la barriga de don Damián no era tajo de
machete, sino de daga. Y debió acertar aquel teniente tan escuchimizado y
blanquito, aunque nada más llegar, por culpa del sol empezaron a salirle
aquellas ronchas que le supuraban una peste nauseabunda.
El
pobrecito teniente murió antes de que destriparan a Zoilo. Remigio volvió donde
las mulas. Debieron caerle en gracia. Se supo que los hermanos habían pactado
acusarse para desconcertar a la autoridad y que no se supiese que su padre se
había suicidado. A los que se matan les niegan tierra sagrada, no les dicen
misas y los deudos tienen prohibido guardarles pena. Se trataba de proteger la
honra de la familia. Lo malo fue que Zoilo se echó atrás viendo que prendían a
Remigio y que se quedaba de patrón único del “Espejo de la Luna”. Y Remigio no
quiso tolerarle la cobardía… Vaya, don Juan, por su culpa voy a terminarme la
botella enterita… Sí, lo de la nieta era verdad. Por eso se mató el viejo,
porque estaba abarrotado de remordimientos. Pero luego se arrepintió al ver del
otro lado las puertas que aquello le cerraba. Por eso vino a engañarme acusando
a su hijo. Engañarme y a través de mí a quien yo representaba…
Lo
que le digo, estaba acostumbrado a mover los lienzos, así dobló el rancho, y
ahora quería embelecar al mismo Dios…
Juan
Rulfo
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"El Tiempo es más pesado que la más pesada carga que puede soportar el hombre". |
Carta
de Juan Rulfo a Clara
Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu nombre; en las
ramas altas, lejanas; en las ramas que están junto a nosotros, se oye.
Se oye como si despertáramos de un sueño en el alba.
Se respira en las hojas, se mueve como se mueven las gotas del agua.
Clara: corazón, rosa, amor...
Junto a tu nombre el dolor es una cosa extraña.
Es una cosa que nos mira y se va, como se va la sangre de una herida; como se va la muerte de la vida.
Y la vida se llena con tu nombre: Clara, claridad esclarecida.
Yo pondría mi corazón entre tus manos sin que él se rebelara.
No tendría ni así de miedo, porque sabría quién lo tomaba.
Y un corazón que sabe y que presiente cuál es la mano amiga, manejada por otro corazón, no teme nada.
¿Y qué mejor amparo tendría él, que esas tus manos, Clara?
He aprendido a decir tu nombre mientras duermo. Lo he aprendido a decir entre la noche iluminada.
Lo han aprendido ya el árbol y la tarde...
y el viento lo ha llevado hasta los montes y lo ha puesto en las espigas de los trigales. Y lo murmura el río...
Clara:
Hoy he sembrado un hueso de durazno en tu nombre.
Se oye como si despertáramos de un sueño en el alba.
Se respira en las hojas, se mueve como se mueven las gotas del agua.
Clara: corazón, rosa, amor...
Junto a tu nombre el dolor es una cosa extraña.
Es una cosa que nos mira y se va, como se va la sangre de una herida; como se va la muerte de la vida.
Y la vida se llena con tu nombre: Clara, claridad esclarecida.
Yo pondría mi corazón entre tus manos sin que él se rebelara.
No tendría ni así de miedo, porque sabría quién lo tomaba.
Y un corazón que sabe y que presiente cuál es la mano amiga, manejada por otro corazón, no teme nada.
¿Y qué mejor amparo tendría él, que esas tus manos, Clara?
He aprendido a decir tu nombre mientras duermo. Lo he aprendido a decir entre la noche iluminada.
Lo han aprendido ya el árbol y la tarde...
y el viento lo ha llevado hasta los montes y lo ha puesto en las espigas de los trigales. Y lo murmura el río...
Clara:
Hoy he sembrado un hueso de durazno en tu nombre.
Juan Rulfo: el fotógrafo
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