domingo, 26 de noviembre de 2017

Violencia de género: estadísticas alarmantes en Uruguay. (Pero las cifras no resucitan a nadie.)

En Uruguay, uno de cada tres es un golpeador.


Me quiere… no me quiere… me quiere…



Este es el puño de un macho.
Este es mi puño.
Cuando desarmaba cajas y cajones era un puño sin nombre.
Una palanca más para el trabajo duro, recio, animal.

Así vivió mi puño unos cuantos años.
Y no le importaba no tener nombre propio.
Pero una vez mi puño tuvo nombre, mi nombre.
Entonces descubrió que se sentía mejor que siendo un puño cualquiera y
le gustó tanto que empezó a reclamarme:
“Llamame Jonathan, como vos,
llamame Jonathan que te seré mucho más fiel que cuando vas al laburo
o a lo de la Flaca.
Llamame así, que vas a ser más macho de lo que sos”.

Fue una tarde de verano cuando el otro Jonathan empezó a ser
mi doble, mi hermano, mi confuso yo, pero más macho que yo.

¿Te acordás de aquella tarde, vo’, Jonathan 1,
aquella tarde en que desparramaste toda tu miel avispona
desde las mechas al dedo gordo de la María,
la María, la única que te creyó el verso
de que la tatuabas así,
con tu aguijón de néctar negro,
porque la querías?

Sí, vo’, cómo no acordarme.
Quedaba hecha una morcilla la María.
Las otras no, las otras no me querían.
Así que me ahorré las mieles.
Trompada y trompada, nada más, como corresponde
a los machos bien plantados,
bien enterrados en este agrio barro
donde nos revolcamos con los cerdos.
Por eso no hay baño que salve, vo´, Jonathan:
las uñas, siempre negras, siempre oliendo a vómito, a sangre, a m
uerte:
                                                                                    la de María,
                                                                                    la de todas,
                                                                              la tuya,
                                                          la mía.
                                                                                                
                                                                                                

Carbonilla








Del Taller de Narrativa a nivel avanzado seleccionamos...


Un hijo


- ¡Devolvémelo, Tomás, vos lo tenés! Los hombres y las mujeres de blanco de la planta baja no me ayudan y vos no me decís dónde está. ¡Estoy sola, sola! -  clama Mercedes, mientras deambula por la casona, a lentos pasos hondos como las decepciones de cada rincón en que hurga y rehurga; en sus manos, una llave que el hombre le ha dejado y unos dibujos hechos con palitos y cabezas sin rostro.

- ¡Ayudame, ayudame, sos su amigo, no su dueño! Detrás de estas paredes y en los respiraderos, los oigo correr, reírse, jugar, los oigo felices.

Cuando puede, escapa a la habitación y contempla los muebles lustrosos, la cama con las cobijas sin uso, la ropa sin remiendos, los zapatos sin acordonar, los juguetes inmóviles en sus envoltorios, y un marco hueco.

Con la travesía del calendario, la esperanza ya no la alimenta, y el desencanto la condena, como el sol en el ocaso.
Su vida se estancó desde el día en que Tomás se lo llevó por aquel mar de sangre y dolor…

Recién hoy ha abierto sus ojos, sus pesados ojos; en la mesa de luz su mano se encontró un pañuelo húmedo, una vela agotada y el pastillero lleno.

-Tomás, Tomás ¿sos vos? - susurra.

Respondiendo a sus plegarias Tomás le indica, con voz muy calma, que siguiendo el resplandor de la luna camine hacia el ventanal, suba al borde, cierre los ojos y se deje llevar, que se libere, que lo encontrará, que lo verá… “Lo verás correr, reír, jugaaar, looo veeerás feliiiiiz”.


Nicolás Rodríguez










La isla



El anciano se frota las manos doloridas, mientras aspira el aire del atardecer sentado en una roca encima de la colina.

-Tenemos que seguir- le dice el hombre joven que apoya la mano en el hombro del anciano. - Todavía habrá luz por un rato.

-Estoy cansado. Ya no quiero seguir. Duele demasiado.

El Joven le toma las viejas manos y se las besa.

-No. ¡Me duele más lo que veo! -responde el anciano, y en un gesto brusco aleja sus manos.

-Es lo que ahora debe ser hecho.

- ¿No hay otra manera? – se queja el anciano.

El muchacho no responde. Parece admirar la vista de la isla.
- Debemos seguir. Ya no queda mucho tiempo– responde al rato, como despertándose de un sueño.

- Querrás decir que a mí no me queda mucho tiempo – sonrió el anciano. Tú, sin embargo, ¡sigues tan joven como cuando te conocí, aun después de tanto tiempo! 

- Y tú sigues tan cascarrabias como siempre – sonríe el joven.

- ¿Debemos realmente continuar? ¡Me duelen tanto las manos! ¡No paro de escribir! ¿Para qué sirve todo esto? ¿Para qué sirve lo que estamos haciendo?  Todas estas palabras que me dictás. ¡Si nadie va a entender nada! ¡Si nadie nos va a creer! ¡Si después de todo lo que hacemos, todo será cambiado y malinterpretado! ¡Si luego, ya nadie tendrá memoria! ¡Nadie sabrá quién fui! ¡Me confundirán con otro! ¡Y lo peor de todo es saber que de nada sirvió lo que hiciste!

En silencio, el joven lo mira con dulce paciencia.

- Todo lo que me muestras, ¿va a pasar de verdad? - suspira el anciano.

- Todo depende. De ellos. –  Y su mirada parece ver algo que no está allí.

- Pero... tal vez por la mañana… 

- Querido Juan. Debemos apurarnos. Pero debes saber que todo lo que escribimos no son palabras al viento, aun a pesar de todo lo que viste. El que tenga oídos, oirá. Quien tenga ojos, verá. ¿Continuamos? - dijo una voz en el viento.

Acostumbrado a las idas y venidas del joven, el anciano asiente. Apoyado en el bastón, da una última mirada al sol poniente de Patmos, y se dirige hacia la cueva donde habita solo, en el exilio.


Andrea Alves