Juana nació un 8 de marzo de 1892, Día Internacional
de la Mujer en la actualidad.
Como cualquier mujer, fue todas ésas que el mundo,
con apolínea soberbia, ha pretendido encorsetar, en cada caso, con la faja de una expresión falazmente objetiva: primero fue “de Ibarbourou”, después “de
América” (o sea, de “los sucesivos elencos gubernamentales” como lo plantea
Pablo Rocca), luego la de “los espejos” (como lo señalan Costa y Faggiani);
incluso la de los secretos tan
inimaginables como la adicción (según Daniel Fischer en Al encuentro de las
tres Marías).
Como cualquier mujer de esa época, no estuvo en
condiciones de una rebeldía superior a la que pudo haber ido gestando
silenciosamente y que tal vez alcanzó su cenit al reconocer, en Diario de una Isleña:
"Yo tenía hambre y sed de las cosas más bellas de la vida, mis manos eran aves cazadoras, mi sangre, un mar de olas furiosas; mi alma, una nave de henchidos velámenes. Pero nunca di un paso más allá de la orilla del agua. Ahora sé que sólo fui una estática tejedora de sueños".
No todas las mujeres aunaron la excelencia poética a
la madurez de género, o política; no todas pudieron ser Delmira; otras optaron
por la locura, como María Eugenia, porque no pudieron hallar otra salida.
Ella fue Juana,
con sus luces y sus sombras, como todas, como todos.
El desarrollo intelectual de esta época parece estar
acercándose a cierta irreverencia cuando se atreve, desde un ángulo tan falazmente objetivo, a exigir lo
que nuestra común vulnerabilidad no nos permite.
¡Viva Juana, si fue capaz de acompañar la soledad de
una niña con la presencia de Tilo, y viva Juana, si conservó esa capacidad de
conmoción sobre la mujer madura que, como ella, pueda sentirse hoy una Pasajera
en “la inmensa soledad nocturna”!