sábado, 5 de abril de 2014

La autora Romántica del Libro de los Pobres: Bettina Brentano

4 de abril- Alemania


BETTINA A JOHANN

18 DE JUNIO DE 1807

Los pensamientos que el amor me inspira, los ardientes deseos que experimento, no los comparto más que con flores silvestres.
Ellas abren, sin saberlo, sus doradas yemas sobre el césped, sonriendo al cielo azul un instante; las estrellas, danzando alrededor de la luna, lucen sobre ellas, envolviendo en el sueño y en la noche las temblorosas flores llenas de lágrimas.
Tú poeta, eres también como la luna, y tus impulsiones constituyen las danzas a tu alrededor, mis pensamientos, como las flores campestres, están abajo, en el valle; se oscurecen ante ti y mi inspiración tiembla y todos ellos se adormecen bajo tu firmamento.

DE BETTINA VON ARNIM A JOHANN WOLFGANG VON GOETHE

De:https://www.facebook.com/permalink.php

Política y Literatura fue una fusión característica del siglo XIX,
pero reservada casi exclusivamente a los hombres.
Bettina fue una excepción
y a pesar de su actividad descollante
también en el campo de los derechos humanos,
sigue siendo
una de las tantas mujeres veladas de la Historia.
Dedicar cuatro o cinco renglones a su memoria
es un síntoma inocultable
de la impuesta decadencia cultural
avizorada, advertida y en vigente padecimiento.




El niño sitiado que escapa por el atajo (¿inescrutable?) de su Poesía: Isidoro Ducasse

4 de abril de 1846- URUGUAY

Canto primero  

Me propongo, sin estar emocionado, declamar con voz potente la estrofa seria y fría que vais a oír. Prestad atención a su contenido y no os dejéis llevar por la impresión penosa que al modo de una contusión ha de producir seguramente en vuestras imaginaciones alteradas. No creáis que yo esté a punto de morir, pues todavía no me he vuelto esquelético ni la vejez está marcada en mi frente. Descartemos, por lo tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia lo abandona, y no veáis ante vosotros sino un monstruo cuyo semblante me hace feliz que no podáis contemplar: si bien es menos horrible que su alma. Con todo, no soy un criminal…

Pero dejemos esto. No hace mucho tiempo que he vuelto a ver el mar y que he puesto los pies sobre los puentes de los barcos, y mis recuerdos son tan vivos como si lo hubiera dejado ayer. Tratad, con todo, de mantener la misma calma que yo en esta lectura que ya estoy arrepentido de ofreceros, y de no enrojecer ante la idea de lo que es el corazón humano. ¡Oh pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien residen noblemente como en su morada natural, en perfecto acuerdo y unidas por lazos indestructibles, la dulce virtud comunicativa y las divinas gracias, ¿por qué razón no estás junto a mí, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, ambos sentados sobre alguna roca de la costa, para contemplar ese espectáculo que idolatro?

Viejo océano de ondas de cristal, te pareces, guardadas las proporciones, a esas marcas azuladas que se ven en el dorso magullado de los grumetes, eres una inmensa equimosis que se muestra sobre el cuerpo de la tierra: me encanta esta comparación. Así, al primer golpe de vista, un soplo prolongado de tristeza, que se tomaría por el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando rastros inefables sobre el alma profundamente sacudida, y recuerdas a la memoria de tus amantes, sin que ellos lo adviertan, los duros comienzos del hombre en los que inicia sus relaciones con el dolor, que no ha de abandonarlo nunca más. ¡Te saludo, viejo océano!


Fragmento de Los Cantos de Maldoror
De: http://www.taringa.net



"Vivió desventurado y murió loco. Escribió un libro que es único si no existiera la prosa de Rimbaud: un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso, un libro en que se oyen a un mismo tiempo los gemidos del Dolor y los siniestros cascabeles de la Locura" escribió Rubén Darío, para referirse a este minúsculo poeta, de un solo libro a quienes André Bretón y los surrealistas llamaron "figura resplandeciente de luz negra". LOS CANTOS DE MALDOROR aullante precedente del automatismo psíquico de 1924, significa el triple enmascaramiento de quien fuera -como Poe o Baudelaire- un poeta maldito: Isidore Ducasse se encubre tras el Conde de Lautréamot, quien a su vez lo hace en el narrador-personaje Maldoror. Máscaras construidas por el adolescente que no quiere ser visto, que esconde su miserable condición llamándose por oposición al Conde de Montecristo, el Conde de "l ´autre mont", que tanto puede ser el del Anticristo, como el otro monte de Monte-video. (...)

Murió de una enfermedad infecciosa, su acta de defunción fue descubierta por André Bretón, y da cuenta de su aislamiento en el Hotel de Faubourg-Montmartre 7, cuando son testigos de la misma el dueño y un mozo.

Fragmentos de: CONDE DE LAUTRÉAMONT ISIDORE DUCASSE de Margarita Ferro

En: http://www.escaner.cl


“La poesía no podrá prescindir de la filosofía. 
La filosofía podrá prescindir de la poesía”

“He viajado lo suficiente por España como para haber llegado a la conclusión de que, después de todo, una cama no es un artículo de indispensable necesidad”- Washington Irving

3 de abril de 1783- Estados Unidos



















El balcón

 

 

En el hueco central del Salón de Embajadores hay un balcón, que antes he mencionado, el cual semeja en la pared de la torre una como jaula suspendida en medio del aire y por encima de las copas de los árboles que crecen en la pendiente ladera de la colina. Servíame este ajimez como una especie de observatorio, en donde solía sentarme a contemplar ya el cielo por arriba y la tierra por debajo. Además del magnifico paisaje que se ofrecía ante mis ojos, montaña, valle y vega, contemplaba un cuadro, en pequeño, de la vida humana dibujado ante mi vista, constantemente debajo. Al pie de la colina hay una alameda o paseo público, que, aunque no tan de moda como el moderno y espléndido del Genil, atrae, sin embargo, una varia y pintoresca concurrencia. Aquí acude la gente de los barrios, y los curas y frailes que pasean para abrir el apetito o para hacer la digestión, majos y majas (los guapos y guapas de las clases bajas, vestidos con trajes andaluces), arrogantes contrabandistas, y tal cual vez algún tapado y misterioso personaje de alto rango, que acude a alguna cita secreta.
Esto presenta una viva pintura de la vida y del carácter español, que me deleitaba en estudiar; y como el naturalista tiene su microscopio para ayudarse en sus investigaciones, así yo tenía un anteojo de bolsillo, que me aproximaba los rostros de los abigarrados grupos tan de cerca, que me creía algunas veces hasta adivinar su conversación por el fuego y la expresión de sus facciones. Con lo cual era yo un invisible observador que, sin dejar mi retiro, me encontraba a la vez y prontamente en medio de la sociedad, ventaja rara para el que tiene carácter reservado observar el drama de la vida sin desempeñar el papel de actor en la escena.
Hay una considerable barriada debajo de la Alhambra, que comprende la estrecha garganta del Valle y se extiende por el opuesto cerro del Albaicín. Muchas de estas casas están construidas al estilo morisco, con patios alegres abiertos a cielo raso y fuentes en medio que les prestan frescura; y como los habitantes se pasan la mayor parte del día viviendo en estos patios o subidos en los terrados durante la estación del verano, ocurre que se pueden observar muchos detalles de su vida doméstica por un espectador aéreo como era yo, que podía mirarlos desde las nubes.
Disfrutaba yo maravillosamente las ventajas de aquel estudiante de la famosa y antigua novela española que tenía todo Madrid sin tejados abierto a su vista; y mi locuaz escudero Mateo Jiménez hacía el papel de Asmodeo con gran frecuencia, contándome anécdotas de las diferentes casas y de sus moradores.
Sin embargo, prefería formarme yo mismo historias conjeturales, y de este modo me distraía sentado horas enteras, deduciendo de incidentes casuales e indicaciones que pasaban ante mis ojos un completo tejido de proyectos, intrigas y ocupaciones de los afamados mortales de debajo. Difícilmente había lindo rostro o gentil figura que yo viera más de un día, acerca de la cual no formase poco a poco alguna historia dramática; hasta que alguno de los personajes hacía de pronto algo en directa oposición con el papel que le había yo asignado y me desconcertaba todo el drama. Uno de estos días en que me hallaba mirando con mi anteojo las calles del Albaicín vi la procesión de una novicia que iba a tomar el hábito, y noté varias circunstancias que me despertaron una gran simpatía por la suerte de la tierna joven que iba a ser enterrada viva en una tumba. Me cercioré a mi satisfacción de que era hermosa, y que, a juzgar por la palidez de sus mejillas, era una víctima más bien que profesa voluntaria. Estaba adornada con vestidos de novia y ceñida la cabeza con una guirnalda de flores, pero evidentemente se resistía de su desposorio espiritual y se apartaba con dolor de sus amores terrenales. Un hombre alto y de fruncido ceño iba junto a la novicia en la procesión; era sin duda el tiránico padre, que por fanatismo o sórdida avaricia la había compelido a este sacrificio. En medio de la multitud había un joven moreno y de buen aspecto, que parecía dirigirle miradas de desesperación. Éste debía ser, sin duda alguna, el secreto amante de quien le separaban para siempre. Mi indignación creció de punto cuando noté la maligna expresión pintada en los semblantes de los frailes y monjas que la acompañaban. La procesión llegó a la iglesia del convento; el sol derramaba sus pálidos reflejos por vez postrera sobre la guirnalda de la pobre novicia, la cual cruzó el fatal atrio, desapareciendo dentro del edificio. La multitud entró detrás del estandarte, la cruz y el coro; pero el amante se detuvo un momento en la puerta. Adiviné el tropel de ideas que le asaltaron; pero se dominó al cabo y entró. Pasó un largo intervalo, durante el cual me imaginé lo que pasaba dentro: la pobre novicia fue despojada de sus transitorias galas y vestida con los hábitos conventuales; la guirnalda de novia arrancada de su frente, y su hermosa cabeza despojada de sus largas y sedosas trenzas; la oí murmurar el irrevocable voto; la vi tendida en el féretro cubierta con el paño mortuorio; vi hacer sus funerales, que la proclamaban muerta para el mundo, y sentí ahogarse sus sollozos con el grave sonido del órgano y con el plañidero Requiem de las monjas; todo lo cual presenció el padre sin conmoverse y sin derramar una sola lágrima. El amante..., ¡no!, mi imaginación no quiso figurarse la agonía del desdichado amante; aquí la pintura quedó desvanecida.
Al poco tiempo la multitud salía otra vez, dispersándose en todas direcciones para gozar de los rayos del sol y mezclarse en las bulliciosas escenas de la vida; pero la víctima, la de la guirnalda de novia, no estaba ya allí. La puerta del convento que la separaba del mundo se le había cerrado para siempre.
Vi al padre y al amante que se retiraban sosteniendo una animada conversación. Este último hablaba acaloradamente, y estuve esperando de un momento a otro algún fin desagradable del drama; pero un ángulo del edificio se interpuso, y terminó la escena. Desde entonces volvía los ojos frecuentemente hacia aquel convento con cierto penoso interés, y noté a deshora de la noche una solitaria luz que fulguraba en la apartada celosía de una de sus torres. Allí -me dije- la desdichada monja estará sentada en su celda, llorando, en tanto que, quizá, su amante paseará la calle contigua entregado a un horrible tormento.
El oficioso Mateo interrumpió mis meditaciones y destruyó en un segundo la tela de araña tejida en mi fantasía. Con su celo acostumbrado, había reunido todos los datos concernientes a este episodio, echando por tierra mis ficciones. La heroína de mi novela no era joven, ni hermosa, ni mucho menos tenía amante; había entrado en el convento por su voluntad, buscando un asilo responsable, y era una de las más felices que había dentro de sus paredes.
Pasó largo tiempo para que yo pudiera perdonar a la monja el chasco que me había dado, viviendo perfectamente dichosa en su celda, en contradicción con todas las reglas de la novela.
Pero calmé mi disgusto muy en breve, observando uno o dos días las lindas coqueterías de una morena de ojos negros que, desde un balcón cubierto de flores y oculto por una cortina de seda, sostenía misteriosa correspondencia con un gentil mancebo con patillas, que paseaba a menudo por la calle debajo de su ventana. Unas veces lo veía rondando por la mañana temprano, embozado hasta los ojos en una manta; otras se ocultaba en una esquina, con diferentes disfraces, aguardando -al parecer- alguna seña particular para entrar en la casa. Después se oía el sonido de una guitarra por la noche, y un farol que cambiaba a cada instante de sitio en el balcón, imaginé que sería alguna intriga como la de Almaviva; pero me quedé desconcertado otra vez en todas mis suposiciones cuando me informaron que el imaginado amante era el marido de la joven, y un famoso contrabandista; y que todas aquellas misteriosas señales y movimientos obedecían, sin duda, a algún plan ya concertado.
Solía entretenerme también observando desde mi balcón los cambios graduales que se verificaban en la vida de aquel vecindario, según las diferentes horas del día.
Aún no había teñido el cielo la purpurina aurora, ni se había oído el canto de los madrugadores gallos de las casas del vecindario, cuando ya por aquellos alrededores se empezaban a dar señales de vida, pues las frescas horas del amanecer son muy agradables en el verano en los climas cálidos. Todos deseaban levantarse antes de salir el sol para desempeñar las faenas del día. El arriero hacia salir su cargada recua para emprender su camino; el viajero ponía su escopeta detrás de la silla, y montaba a caballo en la puerta de la posada; el tostado campesino arreaba sus perezosas bestias cargadas de hermosas frutas y frescas legumbres, mientras que su hacendosa mujer iba ya camino del mercado.
El sol salía y brillaba en el valle, atravesando el transparente follaje de los árboles; las campanas resonaban melodiosamente al toque del alba en la pura y fresca atmósfera, anunciando la hora de la devoción; el trajinero detenía su cargado ganado delante de alguna ermita, metía su vara por detrás de la faja y entraba, sombrero en mano, arreglándose su cabellera negra como el ébano, a oír misa y a rezar una plegaria para que su viaje fuese próspero por el corazón de la sierra. Luego salía una señora, con lindos pies de hada, vestida de preciosa basquiña y con el inquieto abanico en la mano, con unos ojos de azabache que fulguraban por debajo de su mantilla graciosamente plegada; iba en pos de una iglesia bien concurrida para rezar sus oraciones matinales; pero, ¡ay!, el gracioso y ajustado vestido, el bien calzado pie, con medias como la tela de la araña, sus negras trenzas elegantemente peinadas, la fresca rosa cogida hacía un momento y que lucía entre sus cabellos, demostraban que la tierra compartía con el cielo la posesión de sus pensamientos. ¡Ojo alerta, celosa madre, solterona tía, vigilante dueña, o quienquiera que seas tú, la que va detrás de la linda dama!
Conforme avanzaba la mañana se acrecentaba por todos lados el ruido del trabajo; las calles se llenaban de gente, caballos y bestias de carga, y se notaba un clamor o murmullo como el de las olas del mar. Cuando el sol estaba sobre el meridiano este rumoroso movimiento iba cesando, y al mediodía todo quedaba en calma. La cansada ciudad se entregaba al reposo, y durante algunas horas había un rato de siesta general; se cerraban las ventanas, se corrían las cortinas, los habitantes se retiraban a las habitaciones más frescas de sus casas. El rollizo fraile roncaba en su celda, el robusto mozo de cordel se acostaba en el suelo junto a la carga, el campesino y el labrador dormían debajo de los árboles del paseo arrullados por el monótono chirrido de la cigarra; las calles quedaban desiertas, transitando sólo por ellas los aguadores, que a voces pregonaban las excelencias de la cristalina agua «más fresca que la nieve de la Sierra». Cuando el sol declinaba la animación empezaba otra vez, pareciendo como que al lento toque de la oración de nuevo se regocijaba la Naturaleza porque había desaparecido el tirano del día. Entonces principiaba el bullicio y la alegría, y los habitantes de la ciudad salían a respirar la brisa de la tarde y a esparcirse en el breve rato que duraba el crepúsculo en los paseos y jardines del Darro y del Genil.
Cuando cerraba la noche las caprichosas escenas tomaban nuevas formas. Una luz tras otra iban centelleando poco a poco; aquí un farol en el balcón; más allá una votiva lámpara alumbrando la imagen de algún santo. Así, por grados, salía la ciudad de su tenebrosa oscuridad y brillaba salpicada de luces como el estrellado firmamento. Entonces se oían en los patios y jardines, calles y callejuelas, el sonido de innumerables guitarras y el ruido de castañuelas, mezclándose en esta gran altura en un imperceptible pero general concierto. «¡Disfrutar un rato!» Tal es el credo del alegre y enamorado andaluz, y nunca lo practica con más devoción que en las plácidas noches de verano, cortejando a su amada en el baile con coplas amorosas y con apasionadas serenatas.
Una de las noches en que me hallaba sentado en el balcón, disfrutando de la suave brisa que venía de la colina por entre las copas de los árboles, mi humilde historiógrafo Mateo, que estaba a mi lado, me señaló una espaciosa casa en una oscura calle del Albaicín, acerca de la cual me relató -con poca diferencia de como yo la recuerdo- la siguiente tradición.


De: http://www.cervantesvirtual.com