Hoy, 11 de abril,
se cumple otro aniversario siniestro de los tantos ocurridos en esta tierra que
llamamos República Oriental del Uruguay, denominación en la que, por otra
parte, quedó acuñada una traición más al ideario de Artigas, el magnífico
insobornable.
Hoy se conmemora
otra traición: la matanza de Salsipuedes, la aniquilación de jefes indígenas
connotados por sus acciones heroicas en el proceso de emancipación; la vil
sangría de un coraje usurpado; en realidad, el primer acto bárbaro de una
política de extinción en la que participaron políticos militares y civiles,
además de otros agentes de poder.
El
diario El Universal, publicado en Montevideo, dice brevemente en su edición del
15 de abril de 1831: “Estamos
informados de que en el día 10 del corriente ha habido una acción en
Salsipuedes, entre los Charrúas y la división del inmediato mando de S.E. el
Señor Presidente en campaña, en la cual han sido aquellos completamente destruidos”.
Es recomendable
recorrer los distintos Sitios y Portales en busca de la abundante información
publicada, aunque más interesante resultaría consultar bibliografía en aras de
construir la propia visión: los historiadores Nelson Caula, Gonzalo Abella,
Daniel Vidart ofrecen perspectivas realmente iluminadoras.
No menos oportuno
resulta el siguiente artículo, de raícesuruguay.com, por su calidad motivadora
a la investigación personal:
EL CACIQUE CHARRÚA
SEPÉ
Según el Profesor
Omar Ernesto Michoelsson, no fueron los últimos charrúas aquellos que
sobrevivieron a la masacre de Salsipuedes y posteriormente en 1833 fueron
llevados por Curel a Francia, de nombres Vaimaca, Senaqué, Tacuabé y Guyunusa,
inmortalizados en bronce en un monumento ubicado en el Prado de Montevideo,
capital de la República Oriental del Uruguay. Los verdaderos últimos charrúas
fueron una veintena de hombres, mujeres y niños que vivieron bajo el cuidado
del cacique Sepé en la zona de Batoví, en campos de quien fuera su protector,
don José de la Paz Nadal.
Disfrutemos esta
nota de Pablo Lavalleja Valdez publicada en el año 1941 en el diario El Pueblo
de Tacuarembó:
“…En el corazón de
esta comarca propicia para cobijar el sueño eterno de una raza, se esconde el
cementerio de los últimos charrúas, que habitaron el suelo patrio;
probablemente ellos fueron los que en 1831 escaparon a la masacre del Queguay.
El cacique (Sepé) así lo aseguraba.
La tribu, que
reunía una veintena de individuos, levantaba sus toldos de pieles de yegua
sobre la falda del Cerro de los Charrúas, alrededor del cual gambeteaban las
tormentas. Tenían el color de nuestras antiguas monedas de cobre; bajos,
musculosos, casi cuadrados; parados,
parecían una estatua de granito; pero en movimiento eran elásticos, su agilidad
asombrosa... El cacique, casi centenario, al retirarse borracho de la pulpería,
por alarde, sin esfuerzo, saltaba en pelo, rozando apenas el lomo de su
cabalgadura.
Amigos de la
holganza, sólo se movían para adquirir yerba, caña y tabaco, que comerciaban
por caballos, cueros y juegos de bolas
retobadas con piel de lagarto.
…Les molestaban las
bombachas y no hubo medio de conseguir que las usaran; un “chepe” o cuero de
guazú ceñido a la cintura, les era suficiente para no avergonzarse de su sexo;
el “quiapí” de yaguareté o de ciervo era lujo para jefes.
Don Manuel Oribe se
interesó por la tribu y obtuvo de un pariente de mi madre, varios objetos
fabricados por los indios, seguramente destinados al Museo Nacional. En casa
conservo algunas piezas de guerra, de la misma procedencia.
Las mujeres,
enseñadas por las indias misioneras –algunas de las que vinieron con Rivera de
las Misiones Orientales, se mezclaron con los habitantes del Norte (año 1829)
–tejían fibras de caraguatá, cocían el barro, fabricaban burdos útiles
domésticos y adornaban las flechas con plumas de ñacurutú, que sujetaban con
cerda y fibras vegetales al extremo rasurado de cañas tacuaras.
Las madres
adiestraban a los pequeños en la caza de
perdices y mulitas.
Con retoños de
jacarandá o de guayabo, cuyas puntas endurecían al fuego, solían hacer arpones
flexibles para atravesar la tararira dormida en el remanso o flechar la pava,
disimulada sobre la horqueta de troncos corpulentos.
Volvían de esas
excursiones costeando arroyos donde recogían cuarzos, pedernales y huesos para
confeccionar los útiles del hogar y las armas de los hombres, que dedicados a
la caza mayor; de un certero golpe de bola en la cabeza tumbaban al carpincho o
inmovilizaban al bagual. Alcanzar un ñandú en campo abierto, era juego de niños
para ellos.
Jinetes excelentes,
todo su apero consistía en un tiento de cuero de potro a cuyos extremos
sujetaban dos huesos de canilla de aguará o de guazú, que usaban para estribar
entre los dedos índice y pulgar del pie, dando así completa estabilidad al
cuerpo.
Cuando salían al
pillaje, apenas descansaban para dar resuello y agua a la tropilla, y si
pernoctaban, maneaban solamente al caballo favorito, valiéndose de la
estribera, porque no usaban bozal ni cabestro. Capaces de sostenerse días
enteros sobre el caballo, su resistencia era superior a la del bruto.
Considerábanse
dueños de la hacienda baguala que pastaba en campos que les pertenecieron, las
trataban como suyas arreando cuanto podían; eso no constituía un delito para
ellos porque desconocían el derecho a la propiedad. Exceptuando las armas, el
caballo y la mujer, todo lo compartían en común.
Eran rastreadores
por instinto y tenían el olfato muy desarrollado; siempre daban con el bicho
que buscaban.
En la toldería se
entretenían golpeando una contra otra dos piedras hasta redondearlas; cuando
reunían muchas, las enterraban en hoyos de toros para tenerlas de reserva en
caso de pelea.
Preferían a todas,
la carne de equino, que apenas calentaban para comer, en fogones cuya lumbre
conservaban las ancianas.
Lic. Washington
Daniel Gorosito Pérez en raícesuruguay.com
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Guyunusa y su hija Obra de Gervasio Furest |