5 de julio de 1889- Francia Escritor, pintor, diseñador, cineasta. |
El Libro Blanco
"...Hastiado
de las aventuras sentimentales, incapaz de reaccionar, arrastraba las piernas y
el alma. Buscaba el consuelo de una atmósfera clandestina. La encontré en unos
baños públicos. Evocaban el Satiricón, con sus pequeñas celdas, su patio
central, su sala baja adornada con divanes turcos en los que unos jóvenes
jugaban a las cartas. A una señal del dueño, se levantaban y se alineaban
contra la pared. El dueño les tentaba los bíceps, les palpaba los muslos,
desempaquetaba sus encantos íntimos y los vendía como un comerciante su
mercancía.
La clientela estaba segura de sus gustos y era
discreta, rápida. Yo debía resultar un enigma para aquella juventud
acostumbrada a las exigencias precisas. Me miraba sin comprender; porque yo
prefiero la plática a los actos.
El corazón y los sentidos forman en mí una
mezcla tal que me parece difícil comprometer a uno o a los otros sin que la
otra parte se comprometa también. Es eso lo que me empuja a cruzar los límites
de la amistad y me hace temer un contacto sumario en el que corro el riesgo de
atrapar el mal de amor. Terminaba por envidiar a aquellos que, al no sufrir por
la belleza ni vagamente, saben lo que quieren, perfeccionan un vicio, pagan y
lo satisfacen.
Uno ordenaba que lo insultaran, otro que lo
cargaran de cadenas, otro (un moralista) sólo obtenía placer con el espectáculo
de un hércules que mataba a una rata con un alfiler calentado al rojo vivo.
¡A cuántos de esos sabios que conocen la receta
exacta de su placer, y cuya existencia se ha simplificado porque se pagan en
fecha y a precio fijo unahonesta, una burguesa complicación, no habré visto
desfilar! La mayoría eran ricos industriales que venían del norte a liberar sus
sentidos, y después regresaban a unirse con su mujer y con sus hijos.
Finalmente, espacié mis visitas. Mi presencia
comenzaba a volverse sospechosa. Francia no soporta muy bien un papel que no es
de una sola pieza. El avaro debe siempre ser avaro, el celoso siempre celoso.
En eso estriba el éxito de Molière. El dueño pensaba que era de la policía. Me
dio a entender que se era cliente o mercancía. No se podían combinar las dos
cosas.
Esta advertencia sacudió mi abulia y me obligó
a romper con costumbres indignas, a las que se añadía el recuerdo de Alfredo,
que flotaba sobre los rostros de todos los jóvenes panaderos, carniceros,
ciclistas, telegrafistas, zuavos, marineros, acróbatas y demás travestis
profesionales.
Una de las únicas cosas que eché de menos es
el espejo transparente. Se instala uno en una cabina oscura y abre un postigo.
Ese postigo descubre una malla metálica a través de la cual la mirada abarca
una pequeña sala de baño. Del otro lado, la malla era un espejo tan reflejante
y tan liso que era imposible adivinar que estaba llena de miradas.
Mediante el pago de cierta cantidad solía
pasar ahí los domingos. De los doce espejos de las doce salas de baño, ése era
el único de este tipo. El dueño lo había pagado muy caro y mandado traer de
Alemania. Su personal desconocía el observatorio. La juventud obrera servía de
espectáculo.
Seguían todos el mismo programa. Se desvestían
y colgaban con cuidado los trajes nuevos. Desendomingados, se podía adivinar su
empleo por las encantadoras deformaciones profesionales. De pie en la bañera,
se miraban (me miraban) y empezaban con una mueca parisina que deja al
descubierto las encías. Después se frotaban un hombro. El enjabonado se
transformaba en caricia. De pronto sus ojos se iban del mundo, su cabeza se
echaba hacia atrás y su cuerpo escupía como un animal furioso.
Unos, extenuados, se dejaban fundir en el agua
humeante, otros volvían a empezar la maniobra; se podía reconocer a los más
jóvenes en que saltaban de la bañera y, lejos, iban a limpiar del mosaico la
savia que su tallo ciego había lanzado alocadamente hacia el amor.
Una vez, un Narciso que se gustaba acercó la
boca al espejo, la pegó en él y llevó hasta el final la aventura consigo mismo.
Invisible como los dioses griegos, apoyé mis labios contra los suyos e imité
sus ademanes. Nunca supo que en vez de reflejar, el espejo actuaba, que estaba
vivo y que lo había amado..."
Jean Cocteau. El
libro blanco.
Prólogo y
traducción de Arturo Vázquez Barrón.
VERDEHALAGO.
México. Primera reimpresión, 1996. Págs.53 a 55
De: palabradesgarrada.freeservers.com