Comencemos por aclarar la antigua
confusión que se da entre el hombre que ama la erudición y el hombre que ama la
lectura, y señalemos cuanto antes que no existe conexión de ninguna especie
entre los dos. El erudito es un entusiasta sedentario, concentrado, solitario,
que busca en los libros en su afán de descubrir una determinada pizca de verdad,
en la cual ha puesto todo su empeño y todo su corazón. Si la pasión de la lectura
lo conquista, sus ganancias menguan y se le escurren entre los dedos. Por otra
parte, un lector ha de poner coto al deseo de aprender ya desde el comienzo; si
el saber se le pega, excelente, pero ir en busca del saber, leer de acuerdo con
un sistema, convertirse en especialista, o en una autoridad, es algo que tiene
todas las trazas de acabar con lo que preferimos considerar como una pasión más
humana, una pasión por la lectura pura y desinteresada. A pesar de todo esto,
fácilmente se puede conjurar una imagen que presta un buen servicio al hombre
libresco y que suscita una sonrisa a sus expensas. Imaginamos a una figura
pálida e incluso ojerosa, delgada, con una bata de vestir, perdida en sus
especulaciones, incapaz de levantar una sartén del hornillo, o de abordar a una
dama sin sonrojarse, ignorante de las noticias del día, si bien versada en los
catálogos de las librerías de lance, en cuyos oscuros recintos pasa las horas de
luz diurna: un personaje sin duda delicioso en su sencillez refunfuñona, aunque
en modo alguno se asemeje a ese otro al que preferiríamos dirigir nuestra
atención. Y es que el lector verdadero es esencialmente joven. Es un hombre de
intensa curiosidad, de ideas, abierto de miras, comunicativo, para el cual la
lectura tiene más las propiedades de un ejercicio brioso al aire libre que las
del estudio en un lugar resguardado. Camina por las calzadas reales, asciende
más alto, cada vez más alto, por los montes, hasta que el aire es tan exiguo
que se hace difícil respirar. Para él, la lectura no es una dedicación
sedentaria.
De: Horas en una Biblioteca
En: http://assets.espapdf.com
1928
Sábado, 11 de febrero
Tengo tanto frío que apenas puedo
sostener la pluma. Lo huero que es todo, con estas palabras terminé la última
anotación; realmente he tenido esta sensación con notable persistencia, o
quizás hubiera debido escribir más aquí. Hardy y Meredith conjuntamente han
conseguido mandarme a la cama con una sensación de torpeza, y con dolor de
cabeza. Ahora conozco muy bien esta sensación que experimento cuando no puedo
hilar una frase, y permanezco sentada, murmurando y rebullendo; y nada surge en
mi cerebro, que es como una ventana cerrada. Entonces cierro la puerta de mi
estudio y me acuesto, tapándome los oídos con goma; y estoy en cama un día o
dos. ¡Y cuántas leguas recorro, en este tiempo! Cuántas son las «sensaciones»
que recorren mi espina dorsal y atacan directamente mi cabeza, a poco que les
dé ocasión; qué exagerado cansancio; qué angustias y desesperaciones; y luego
un celestial alivio y el reposo; y después de nuevo la desdicha. Me parece que
no ha habido nadie que haya sido tan zarandeado por su propio cuerpo como lo
soy yo. Pero esto ya ha terminado, y está archivado…
Por ignoradas razones, sigo
trabajando un tanto rutinariamente en el último capítulo de Orlando, que iba a
ser el mejor. Siempre, siempre, el último capítulo se me escapa de las manos.
Me aburro. Procuro estimularme. Todavía tengo esperanzas de que vuelva a soplar
un viento fresco, por lo que no me preocupo gran cosa, aunque echo en falta la
sensación de diversión, que tan tremendamente era en el mes de octubre,
noviembre y diciembre. Comienzo a sospechar que el libro sea vacío; y que es
quimérico escribir tan intensamente.
Miércoles, 20 de junio
Estoy tan harta de Orlando que no
puedo escribir. He corregido las pruebas en una semana; y no puedo escribir una
sola frase más Detesto mi propia fecundidad. ¿Por qué hay que estar siempre
soltando palabras a chorro? También he perdido mi capacidad de leer. Corregir
pruebas durante cinco, seis y siete horas diarias, escribir meticulosamente
esto o aquello, ha dañado gravemente mi capacidad de lectura. Después de la
cena, he cogido a Proust, y lo he dejado. Es el peor momento. Me dan ganas de
suicidarme. Parece que no se puede hacer nada. Todo parece insípido y sin
valor. Ahora esperaré y contemplaré mi resurrección. Me parece que leeré algo,
la vida de Goethe, por ejemplo.
Martes, 7 de julio
Cuán bueno es buscar alivio a este trabajo de incesante
corrección (estoy haciendo los interludios) y escribir unas cuantas palabras
descuidadamente. Mejor sería todavía no escribir; pasear por los campos,
impulsada por el viento como los cardos, y tan irresponsablemente como ellos. Y
hurtarme a este duro nudo en el que mi cerebro ha sido tan prietamente liado;
me refiero a Las olas. Esto es lo que siento a las doce y media del martes día
7 de julio —hermoso día, creo—, mientras todo lo que nos rodea, esto es lo que
dice la etiqueta que llevo dentro de la cabeza, es hermoso…
En: http://www.elviejotopo.com