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Ágatha Christie 15 de setiembre de 1890 - Reino Unido |
La muñeca de modista
La muñeca descansaba en la gran silla tapizada de
terciopelo. No había mucha luz en la estancia, pues el cielo de Londres
aparecía oscuro. En la suave y gris penumbra se mezclaban los verdes de las
cortinas, tapices, tapetes y alfombras. La muñeca, cuya cara semejaba una
mascarilla pintada, yacía sobre sus ropas y gorrito de terciopelo verde. No era
la clásica que acunan en sus bracitos las niñas. Era un antojo de mujer rica,
destinada a lucir junto al teléfono, o entre los almohadones de un diván. Y así
permanecía nuestra muñeca, eternamente fláccida, a la vez que extrañamente
viva.
Sybil Fox se apresuraba en terminar el corte y preparación
de un modelo. De modo casual sus ojos se detuvieron un momento en la muñeca, y
algo extraño en ella captó su interés. No obstante, fue incapaz de saber qué
era, y en su mente se abrió una preocupación más positiva.
«¿Dónde habré puesto el modelo de terciopelo azul? -se
preguntó-. Estoy segura de que lo tenía aquí mismo.»
Salió al rellano y gritó:
-¡Elspeth! ¿Tienes ahí el modelo azul? La señora Fellows
está al llegar.
Volvió a entrar y encendió las lámparas. De nuevo miró la
muñeca.
-Vaya, ¿dónde diablos estará...? ¡Ah, aquí!
Recogía el modelo cuando oyó el ruido peculiar del ascensor
que se detenía en el rellano, y, al momento, la señora Fellows entró acompañada
de su pekinés, que bufaba alborotador, como un tren de cercanías al aproximarse
a una estación pueblerina.
-Vamos a tener aguacero -dijo la dama-. Y será un señor
«aguacero».
Se quitó de un tirón los guantes y el abrigo de piel.
Entonces entró Alicia Coombe, como siempre hacía cuando
llegaban clientes especiales, y la señora Fellows lo era.
Elspeth, la encargada del taller, bajó con el vestido y
Sybil se lo puso a la señora Fellows.
-Bien -dijo Sybil-. Le cae estupendo. Es un color
maravilloso, ¿no le parece?
Alicia Coombe se recostó en su silla, estudiando el modelo.
-Sí -exclamó-. Es bonito. Realmente es todo un éxito.
La señora Fellows se volvió de medio lado y se miró al
espejo.
-Desde luego, sus vestidos hacen algo en la parte baja de mi
espalda.
-Está usted mucho más delgada que tres meses atrás -aseguró
Sybil.
-No -dijo ella-, si bien es cierto que lo parezco. En
realidad esa sensación la producen sus modelos. Disimulan muy bien mis caderas
-suspiró mientras se alisaba las protuberancias de su anatomía-. Siempre ha
sido mi pesadilla. Durante años he intentado disimularlo atiesándome. Ahora ya
no puedo hacerlo, pues tengo tanto estómago como... Tendrá usted que tener en
cuenta ambas cosas, ¿podrá?
-Me gustaría que viese a otras clientes.
La señora Fellows seguía examinándose.
-El estómago es peor -dijo-. Se ve más. Claro que eso puede
parecérnoslo porque al hablar con la gente les damos la cara y entonces no ven
la espalda. De todos modos he decidido vigilar mi estómago y dejar que lo otro
se apañe solo.
Estiró un poco más el cuello para contemplarse, y exclamó de
repente:
-¡Oh, esa muñeca me ataca los nervios! ¿Desde cuándo la
tienen?
Sybil miró insegura a Alicia, que parecía esforzarse en
recordar.
-No lo sé exactamente. Hace bastante tiempo... nunca me
acuerdo de las cosas. Es terrible lo que me ocurre, sencillamente no puedo
recordar! Sybil, ¿desde cuándo la tenemos?
-No lo sé.
-Es lo mismo; no se preocupen -intervino la señora Fellows-.
De todos modos seguirá estropeando mis nervios. Parece vigilarnos y reírse de
nosotras desde su envoltorio de terciopelo. Yo me desembarazaría de ella si
fuese mía.
Dicho esto acusó un ligero estremecimiento. Luego se puso a
discutir sobre detalles de costura. ¿Era evidente acortar las mangas una
pulgada? ¿Y el largo? Después que fueron solucionados tan importantes puntos,
la señora Fellows se vistió sus prendas y se dispuso a marcharse. Al pasar por
delante de la muñeca, volvió la cabeza.
-No -dijo-. No me gusta la muñeca. Da la sensación de ser
algo vivo; de ser algo que impone su presencia. No; decididamente, no me gusta.
-¿Qué quiso decir? -preguntó Sybil mientras la señora
Fellows descendía las escaleras.
Antes de que Alicia pudiera contestar, la señora Fellows
asomó la cabeza por la puerta.
-¡Cielos! Me olvidé de Fou-Ling. ¿Dónde estás, príncipe?
Las tres mujeres miraron a su alrededor. El pekinés se
hallaba sentado junto a la silla de terciopelo verde. Sus ojos permanecían
fijos en la fláccida muñeca, sin que denotase placer o resentimiento.
Simplemente miraba.
-Ven aquí, tesoro de mamita.
El tesoro de mamita no hizo caso.
-Cada día se vuelve más desobediente -explicó su dueña como
si alabase una virtud-. Vamos, tesorito. Cariñito.
Fou-Ling volvió la cabeza una pulgada y media hacia ella, y
con manifiesto desdén continuó observando la muñeca.
-Mi pequeño Fou-Ling está muy impresionado. No recuerdo que
le haya sucedido eso antes. Le ocurre lo mismo que a mí. ¿Estaba la muñeca aquí
la última vez que vine?
Las dos mujeres se miraron. Sybil mantenía fruncido el ceño,
y Alicia, al responder, hizo otro tanto.
-Ya le dije que... no sé, no logro acordarme de nada.
¿Cuánto hace que la tenemos, Sybil?
-¿Cómo llegó aquí? -preguntó la señora Fellows-. ¿La
compraron ustedes?
-Oh, no -Alicia pareció sorprenderse ante la idea-. Oh, no.
Supongo que alguien me la regalaría.
Desalentada, denegó con la cabeza antes de continuar:
-Resulta enloquecedor que todo se vaya de la mente cuando
una intenta recordar.
-Anda,
vamos; no seas estúpido, Fou-Ling. ¡Vamos, camina! Vaya, tendré que
cogerte en brazos.
Y en los brazos de su dueña, Fou-Ling emitió un corto
ladrido de protesta, antes de salir de la estancia con la cabeza vuelta hacia
la silla.
-¡Esa muñeca rompe mis nervios! -exclamó la señora Groves.
La señora Groves era la asistenta. Había acabado de fregar
el suelo, moviéndose como los cangrejos. Entonces se hallaba en pie, y con un
trapo sacudía el polvo de los muebles.
-¡Qué cosa más extraña! -continuó-. Nadie advirtió su
presencia hasta ayer. Y sucedió de repente, como usted misma me dijo.
-¿No le gusta? -preguntó Sybil.
-¡No! Ya lo he dicho: me rompe los nervios. Es... es
antinatural, si me entiende lo que quiero decir. Sus largas piernas colgantes,
el modo de yacer y la mirada astuta de sus ojos impresionan.
-Nunca se ha quejado de ella -dijo Sybil, sorprendida.
-Créame, hasta hoy me ha pasado inadvertida. Sí, ya sé que
lleva tiempo aquí, pero... -enmudeció mientras en su rostro se reflejaba una
expresión de miedo-. Parece una de esas criaturas terroríficas que una sueña a
veces.
La señora Groves recogió sus utensilios de limpieza y se dio
prisa en abandonar la salita de pruebas.
Sybil miró la muñeca y no pudo evitar una oprimente
sensación inexplicable. La entrada de Alicia distrajo su atención.
-Señorita Coombe, ¿desde cuándo tiene usted esta muñeca?
-¿La muñeca? Querida, ya sabe que no recuerdo las cosas.
Ayer... ¡qué absurdo! Ayer quise asistir a una conferencia y no había recorrido
la mitad de la calle cuando advertí que no recordaba dónde iba. Después de
mucho pensar me dije que sería a casa Fortnums. Había algo que deseaba comprar
allí -se pasó la mano por la frente-. Le será difícil creerme, y, sin embargo,
es verdad. Cuando tomaba el té en casa me acordé de la conferencia. Ya sé que
la gente se vuelve desmemoriada con los años, pero a mí me ocurre demasiado
pronto. Ahora mismo no sé dónde he puesto el bolso... y mis gafas. ¿Dónde puse
las gafas? Las tenía hace un momento, ¡leía algo en el periódico!
-Las gafas están en la repisa de la chimenea -dijo Sybil
dándoselas-. ¿Desde cuándo está aquí la muñeca? ¿Quién se la regaló?
-Son dos respuestas en blanco. Alguien debió de enviármela,
supongo. Es raro, pero todos parecen extrañar su presencia aquí.
-Desde luego. Sí, resulta curioso; yo misma soy incapaz de
acordarme cuando la vi por vez primera.
-No se vuelva como yo -exclamó Alicia-. Usted es joven
todavía.
-Esto no remedia mi falta de memoria, señorita Coombe. Ayer,
al fijarme en ella, pensé que tenía algo... algo impalpable. Creo que la señora
Groves está en lo cierto. La muñeca rompe los nervios de cualquiera. Y el caso
es que ayer fui consciente de que esa sensación de captar un no sé qué en la
muñeca, la he sentido antes, si bien no recuerdo en qué momento. En realidad es
como si nunca la hubiese visto, y de pronto descubriese su presencia, segura de
conocerla hace mucho tiempo.
-Quizá un día entró volando por la ventana subida en una
escoba -dijo Alicia-. Bien, el caso es que está aquí, y es nuestra. -Miró a su
alrededor, antes de añadir-: No sabría imaginarme la habitación sin ella. ¿Y
usted?
-Tampoco -repuso Sybil, acusando un ligero estremecimiento-.
Pero me gustaría poder...
-Poder, ¿qué? -preguntó Alice.
-Imaginar la habitación sin ella.
-¡Caray! ¡Todos se ponen tontos con la muñeca! -exclamo
Alicia, no de muy buen talante-. ¿Qué hay de malo en la pobre? Bueno, quizá
parezca una col marchita. No, no es eso. La veo así porque no llevo puestas las
gafas-. Se las colocó sobre la nariz y miró la muñeca-: Sí, desde luego causa
cierta sensación nerviosa. Tal vez sea su mirada triste, aunque burlona.
-Sorprende -dijo Sybil-, que la señora Fellows se sintiera
molesta con ella, precisamente hoy.
-Es una mujer que nunca oculta lo que piensa -repuso Alicia.
-Conforme -insistió la otra-; pero lo extraño es que fuese
hoy, como si antes no la hubiese visto.
-La gente suele profesar antipatías repentinas.
-Sí, es un aserto irrefutable. ¡Quién sabe! Posiblemente no
estaba aquí ayer, y sea cierto que entró por la ventana como usted dijo.
-¡Oh, no, querida! -repuso Alicia-. Eso fue una broma. Yo sé
que está en su silla desde hace mucho tiempo. Sólo que hasta ayer no se hizo
visible.
-Sí, es una seguridad dormida en nuestro subconsciente.
Desde luego hace tiempo que nos hace compañía, si bien hasta ahora no nos hemos
percatado de su presencia.
-¡Oh, Sybil! ¡Olvidémoslo! Me da escalofríos. ¿Supongo que
no intenta construir una historia sobrenatural, ¿verdad?
Cogió la muñeca, la sacudió, arregló sus hombros y volvió a
sentarla en otra silla. La muñeca se movió ligeramente, hasta quedar en una
postura de relajamiento.
-¡Qué cosa más sorprendente! -exclamó Alicia, mirándola-. Es
una cosa sin vida, y, no obstante, parece que la tiene.
-¡Me ha descompuesto! -dijo la señora Groves, mientras
quitaba el polvo de la habitación destinada a exposición-. Me temo que no me
quedan ganas de volver al probador.
-¿Quién la ha descompuesto? -preguntó Alice, que se hallaba
sentada en un escritorio situado en un ángulo repasando varias cuentas-. Esta
mujer -ahora hablaba para ella misma y no para la señora Groves-, piensa que
tendrá dos vestidos de noche, tres de cóctel y otro de calle para todos los
años sin pagar un solo penique.
-¿Quién ha de ser? ¡Esa muñeca! -gritó la asistenta.
-¡Vaya! ¿Otra vez la muñeca?
-¿No la ha visto sentada al pupitre que hay en el probador,
como si fuera un ser humano? ¡Me descompuso!
-¿De qué habla usted, señora Groves? -preguntó Alicia.
Ésta se puso en pie, cruzó la estancia y el recibidor y
penetró en el salón de pruebas. La muñeca, como si fuera de carne y hueso,
permanecía sentada en una silla, arrimada al pupitre, sobre el cual descansaban
sus largos y fláccidos brazos.
-Alguien ha querido gastarme una broma -dijo Alicia-. Pero
hay tanta naturalidad en ella que parece estar viva.
En aquel momento Sybil bajaba las escaleras del taller, con
un vestido que debía de ser probado aquella mañana.
-Venga, Sybil, y verá la muñeca sentada a mi pupitre, escribiendo
cartas.
Las dos mujeres se miraron.
-Me gustaría saber quién la ha colocado ahí, ¿Fue usted?
-No -contestó Sybil-. Quizá haya sido una de las chicas.
-Una broma estúpida, de veras -se quejó Alicia.
Cogió la muñeca del pupitre y la echó encima del sofá.
Sybil colocó el vestido sobre una silla, y, luego, se fue al
taller.
-¿Conocen la muñeca de terciopelo que hay en el salón de
pruebas? -preguntó.
La encargada y tres chicas alzaron la vista.
-¿Quién gastó la broma de sentarla al pupitre, esta mañana?
Las tres chicas se miraron unas a otras, y Elspeth, la
encargada, exclamó sorprendida:
-¿Sentarla al pupitre? ¡Yo no!
-Ni yo -dijo una de las chicas-. ¿Fuiste tú, Marlene?
La aludida sacudió la cabeza.
-¿No será una broma suya, Elspeth?
El aspecto sombrío de la encargada no inducía a suponerla
amiga de bromas, y mucho menos cuando tenía la boca llena de alfileres.
-No, desde luego que no. Me sobra trabajo para entretenerme
en jugar con muñecas.
-Bueno -intervino Sybil, a quién sorprendió el temblor de su
propia voz-. Después de todo es una broma bastante simpática. Me gustaría saber
quién lo hizo.
Las tres muchachas se defendieron.
-Se lo hemos dicho, señorita. Ninguna de nosotras lo hizo,
¿verdad Marlene?
-Yo no -afirmó ésta-. Y si Nillie y Margaret dicen que
tampoco, pues ninguna de nosotras ha sido.
-Ya ha escuchado antes mi respuesta -dijo Elspeth-. ¿A santo
de que viene todo esto? ¿No habrá sido la señora Groves?
Sybil denegó con un gesto de cabeza.
-No; ella no se hubiese atrevido; está asustada.
-Bajaré a ver la muñeca -dijo Elspeth.
-Ya no está en el mismo sitio -informó Sybil-. La señorita
Coombe la quitó del pupitre y la puso en el sofá. Pero alguien tuvo que ponerla
en la silla. En realidad, su aspecto es gracioso, y no comprendo por qué se
oculta quien lo hizo.
-Señorita Fox; lo hemos negado dos veces -habló Margaret-.
¿Por qué se empeña en que mentimos? Ninguna de nosotras hubiera hecho una cosa
tan tonta.
-Lo siento -se excusó Sybil-. No quise ofenderlas. ¿Quién
pudo ser?
-Quizá fue ella sola -aventuró Marlene, que se puso a reír.
Sybil no agradeció la sugerencia.
-Está bien. Olvidemos lo sucedido -dijo antes de bajar de
nuevo las escaleras.
Alicia tarareaba una cancioncilla mientras buscaba algo a su
alrededor.
-He vuelto a perder mis gafas -explicó a Sybil-. No importa,
en realidad no quiero ver nada en este momento. Lo malo para una persona tan
ciega como yo, es que si pierde las gafas y carece de otro par de reserva,
nunca logrará hallar las primeras.
-Las buscaré yo -se ofreció Sybil-. Las tenía hace un
momento.
-Fui a la otra habitación cuando usted fue arriba. Quizá me
las olvidé allí. Es una lata eso de las gafas. Quiero seguir con esas cuentas,
¿cómo lo haré si no las encuentro?
-Iré a su dormitorio a buscarle el otro par.
-Sólo tengo el par que uso.
-¿Qué ha hecho de las otras?
-No lo sé. Creía haberlas olvidado ayer en el restaurante.
Pero me informaron por teléfono que no están allí. También llamé a dos tiendas,
donde estuve de compras.
-Oh, querida; necesita tres pares.
-Sí, y entonces me pasaré la vida buscándolos. Es mejor
tener un solo par.
-Bueno, en alguna parte han de estar -dijo Sybil-. No ha
salido usted de estas dos habitaciones. Si no aparecen aquí, han de estar en el
probador.
Sybil se encaminó a la otra sala, y tras detenida búsqueda
infructuosa, se le ocurrió levantar la muñeca del sofá.
-¡Ya las tengo! -gritó.
-¿Dónde estaban Sybil?
-Debajo de nuestra preciosa muñeca. Supongo que las dejaría
en el sofá al ponerla allí.
-No; estoy segura de no haberlo hecho.
-Entonces se las quitaría ella.
-¡Quién sabe! -dijo Alicia, mirando la muñeca-. Parece muy
inteligente.
-No me gusta su cara -afirmó Sybil-. Da la impresión de
saber algo que nosotros ignoramos.
-Su aspecto es triste y a la vez dulce -comentó Alicia.
-¡Oh! Yo no advierto la más mínima dulzura en ella.
-¿No? Quizá tenga razón. Bueno, sigamos con el trabajo. Lady
Lee vendrá antes de diez minutos y quiero acabar estas facturas y mandarlas al
correo.
-¡Señorita Fox! ¡Señorita Fox!
-¿Qué pasa, Margaret? ¿Qué ocurre?
Sybil cortaba una pieza de género de satén sobre la mesa de
trabajo.
-¡Oh, señorita Fox! Se trata de la muñeca. Bajé el vestido
castaño y vi la muñeca sentada delante del pupitre. ¡Yo no he sido, ni las
otras chicas! Por favor, créame, nosotros no haríamos una cosa así.
Las tijeras de Sybil se desviaron un poco.
-¡Vaya! -exclamó enojada-. Mire lo que me ha hecho hacer.
Espero que podrá arreglarse. Bueno, ¿qué pasa con la muñeca?
-Vuelve a estar sentada ante el pupitre.
Sybil bajó al probador. La muñeca se hallaba sentada al
pupitre, exactamente como antes.
-Eres muy decidida, ¿eh? -dijo a la muñeca.
La cogió sin contemplaciones y la echó encima del sofá.
-¡Ese es tu sitio, niña! ¡No te muevas de ahí!
Luego se encaminó a la otra estancia.
-Señorita Coombe.
-Diga, Sybil.
-Alguien nos toma el pelo.
La muñeca volvía a estar sentada ante el pupitre.
-¿Quién le parece que es?
-Tiene que ser una de las tres de arriba. Seguramente lo
considerará gracioso. Pero el caso es que todas juran ser inocentes.
-¿No será Margaret?
-No, no lo creo. Margaret estaba sorprendida cuando entró a
decírmelo. En todo caso será esa burlona de Marlene.
-Sea quien fuese, hace una tontería.
-Estoy de acuerdo -dijo Sybil-. No obstante, pienso poner
coto a eso.
-¿Qué hará para evitarlo?
-Ya lo verá.
Aquella noche, antes de irse, cerró con llave el probador.
-Me llevo la llave.
-Comprendo -repuso Alicia, con cierto aire de diversión-,
Usted piensa que soy yo, ¿verdad? Me considera tan distraída como para sentar a
la muñeca al pupitre, y que escriba en mi lugar. ¡Claro, y luego me olvido de
todo!
-Está dentro de lo posible -admitió Sybil-. En realidad,
sólo trato de asegurarme de que nadie repetirá la broma esta noche.
Al día siguiente lo primero que hizo Sybil fue abrir la
puerta del probador y entrar dentro. La señorita Groves, manifiestamente
agraviada, esperaba con la bayeta en la mano en el recibidor.
-¡Ahora veremos! -dijo Sybil.
Y lo que vio la obligó a dar un respingo.
La muñeca aparecía sentada al pupitre.
-¡Sopla! -exclamó la sirvienta detrás de Sybil-. ¡Eso sí que
es misterio! Señorita Fox, se ha puesto algo pálida, como si hubiera recibido
un susto. Necesita un sedante. ¿Sabe si la señorita Coombe tiene algún potingue
apropiado en su dormitorio?
-Gracias; no lo necesito. Me encuentro bien.
Entonces cogió la muñeca.
-Alguien ha vuelto a gastarnos la misma broma -exclamó la
señora Groves.
-No comprendo cómo ha podido ser -repuso Sybil-. Cerré con
llave anoche. ¡Nadie pudo entrar!
-Puede que alguien tenga otra llave -aventuró la asistenta.
-No lo creo. Nunca nos hemos molestado en cerrar el
probador. La llave de esta puerta es antigua y sólo hay una.
-Quizá encaje la de otra puerta, la de enfrente, por
ejemplo.
Probaron todas las llaves; pero ninguna abría la puerta del
probador.
-Es raro, señorita Coombe -aseguró Sybil más tarde, mientras
comían juntas.
En los ojos de la señorita chispeaba la diversión que todo
aquello le producía.
-Querida -le contestó-. Opino que es algo extraordinario.
Deberíamos escribir al departamento de psiquiatría. Quien sabe, quizá se le
ocurra enviarnos un especialista... un médium, o algo parecido, con el fin de
comprobar qué hay de especial en el cuarto.
-Parece ser que no le preocupa.
-Tiene razón. En cierto modo, disfruto. A mi edad resulta
divertido que ocurran cosas extrañas, inexplicables y misteriosas. Claro que...
-se quedó pensativa un momento-. No; no creo que me guste. Bien, tendremos que
admitir que la muñeca se toma muchas libertades, ¿no le parece?
Aquella noche Sybil y Alicia volvieron a cerrar con llave la
puerta.
-Sigo creyendo que alguien se divierte con esta clase de
bromas -afirmó decidida Sybil-. Si bien no comprendo por qué...
Alice la interrumpió al preguntarle:
-¿Cree que volveremos a encontrarla mañana sentada al
pupitre?
-Me temo que así sea.
Se equivocaron. La muñeca no estaba al pupitre, pero sí en
el alféizar de la ventana, mirando la calle. Y de nuevo les sorprendió la
extraordinaria naturalidad de su posición.
-¡Qué cosa más ridícula! -comentó Alicia mientras tomaban
una taza de té aquella tarde.
Las dos mujeres habían estado de acuerdo en tomar el té en
la salita del despacho de Alicia, en vez de hacerlo como siempre, en el
probador.
-¿Ridículo en qué sentido?
-Me refiero a esa tonta preocupación que nos embarga, sólo
porque una muñeca cambia de posición y lugar.
Pero si hasta entonces los movimientos de la muñeca parecían
realizarse de noche, días después también se observaban a cualquier hora. Así,
cada vez que entraban en el probador, aunque hubieran estado ausentes unos
minutos, la encontraban en distinta postura o sitio. A veces quedaba en el sofá
y aparecía en una silla, otras en el alféizar, o bien junto al pupitre.
-Se traslada a su antojo -dijo Alicia-. Y creo, Sybil, que
eso la divierte.
Las dos mujeres miraban la figura inerte y fláccida de
blando terciopelo, con su cara de seda pintada.
-Sólo unos trozos de terciopelo, seda y algo de pintura, eso
es lo que es -comentó Alicia-. Podríamos... bueno, creo que podríamos
deshacernos de ella.
-¿Cómo?
-Pongámosla en el fuego. Sería una ceremonia semejante a la
cremación de una bruja. También podemos tirarla al cubo de la basura.
-Lo último no daría resultado. Seguro que alguien la sacaría
para devolvérnosla.
-¿Y si la enviásemos a una de esas sociedades que tantas
veces nos piden cosas para sus tómbolas o subastas? Me parece que ésta sería
una buena idea.
-No sé... no sé... -Sybil denotaba duda y preocupación-.
Tampoco me ofrece confianza.
-¿Por qué?
-Temo que volvería.
-¿Que volvería con nosotras?
-Sí.
-¿Quiere usted decir que haría lo mismo que una paloma
mensajera?
-Sí.
-¿No estaremos perdiendo la cabeza? -preguntó Alicia-. Quizá
sí, quizá yo me he chiflado y usted se divierte a costa mía.
-No, no eso no. Sin embargo, me siento presa de una
desagradable sensación, como si ella fuera demasiado fuerte para nosotras.
-¿Qué dice? ¿Esa masa de harapos?
-Sí, esa horrible masa fláccida de harapos. ¿No lo ve? ¡Es
tan decidida!
-¿Decidida?
-Hace lo que le da la gana. Se comporta como si esta
habitación le perteneciera en exclusiva.
-Sí -dijo Alicia, mirando a su alrededor-. En realidad,
siempre ha sido su habitación. Se me ocurrió que hacía juego con los colores
que predominan -y añadió con mayor viveza-: Pero resulta absurdo que una muñeca
se adueñe de una estancia. Y lo malo no es eso; lo malo es que la señora Graves
se niega a entrar para hacer la limpieza.
-¿Se niega porque le asusta la muñeca?
-No. Simplemente da una u otra excusa -en su voz había
pánico al continuar-: ¿Qué haremos, Sybil? ¡Acabara conmigo! No he logrado
diseñar nada desde hace varias semanas.
-¡Oh! Yo tampoco logro fijar la mente cuando trabajo
-confesó Sybil-. Y eso hace que cometa errores imperdonables. Quizá... -dudó un
momento antes de proseguir-, quizá la idea de escribir al centro de
investigación psíquica fuese una solución.
-¡Nos creerían un par de locas! -exclamó Alicia-. No lo dije
en serio. No; decididamente, no. Seguiremos así hasta que...
-¿Hasta qué...?
-¡Oh, no lo sé! -la risa de Alicia sonó insegura.
Al día siguiente Sybil encontró la puerta del probador
cerrada con llave.
-Señorita Coombe, ¿tiene la llave? ¿La cerró usted anoche?
-Sí, la cerré y ya va a permanecer así.
-¿Qué quiere usted decir?
-Sencillamente: que renuncio a esa habitación. ¡Que se la
quede la muñeca! No necesitamos esa estancia. Probaremos aquí.
-Pero esta es su salita despacho.
-No importa.
-¿De veras no entrará más en el probador? -preguntó Sybil
incrédula.
-¡Exacto!
-Pero, ¿y la limpieza? Se pondrá horrible de suciedad.
-¡Qué se ponga! Si el probador se ha convertido en lugar
privado de una muñeca, pues... ¡para ella! Eso sí, que limpie la habitación -y
añadió-: Nos odia, ¿no lo sabe?
-¿Qué dice? -preguntó asombrada Sybil-. ¿Qué la muñeca nos
odia?
-Sí. ¿No se ha percatado de ello al mirarla?
-Creo que sí -comentó pensativa, Sybil-. Creo que sí lo
advertí. Hace mucho tiempo que tengo la sensación de que nos odia y quiere
echarnos de allí.
-Es muy cruel -aseguró Alicia-. Bueno, desde ahora podrá
vivir satisfecha.
Durante algunos días hubo paz en el taller de modistas.
Alicia explicó al resto del personal que había renunciado temporalmente al
probador, pues eran demasiadas habitaciones para limpiar todos los días.
Eso no evitó que aquella misma tarde una de las obreras
dijese a otra compañera:
-Realmente está ida la señorita Coombe. Siempre me pareció
algo rara; sobre todo cuando pierde las cosas y las olvida. Ahora se pasa de la
raya. ¡Mira que tenerle ojeriza a la muñeca!
-¿No temes que se vuelva loca -preguntó la otra-, y un mal
día nos apuñale, o intente algo parecido?
Alicia, que las oyó, se sentó indignada en su silla. «¿Qué
yo estoy ida?» -se preguntó-. Luego, furiosa, dijo en voz alta:
-En realidad, si no fuera por Sybil, creería que es verdad.
Ella y la señora Groves temen, como yo, que hay algo en la muñeca.
Tres semanas más tarde Sybil dijo a Alicia:
-Es necesario que entremos en el probador.
-¿Para qué?
-Debe hallarse muy sucio. Además, las polillas atacarán
cuanto hay allí dentro. Sería mejor barrer y quitar el polvo, y luego cerrar de
nuevo.
-Prefiero que siga como está antes de entrar otra vez.
-Es usted más supersticiosa que yo -dijo Sybil.
-Eso parece -contestó Alicia-. En cierto modo, al principio
me divertía. Sin embargo, bien se ve que soy más crédula que usted. Realmente
estoy asustada, y prefiero no entrar en esa habitación.
-En tal caso, entraré sola -afirmó Sybil.
-Muy bien. Pero confiese que lo hace por simple curiosidad.
-Tiene usted razón. Me siento curiosa. Quiero ver qué ha
hecho la muñeca.
-Sería mejor no molestarla. Desde que la dejamos sola parece
estar satisfecha. ¿Para qué perturbar su tranquilidad? -Alicia suspiró
hondamente-. ¡Qué bobadas decimos!
-¿Seguro que son bobadas? En todo caso es ella quien nos
obliga a decirlas. Y... ¡déme la llave!
-¡Está bien; está bien!
-¿Teme que salga de la habitación o algo parecido? Si es
capaz de eso, también podría atravesar puertas y ventanas.
Sybil abrió el probador.
-¡Qué cosa más extraña! -dijo.
-¿Qué pasa? -preguntó Alicia, mirando por encima del hombro
de Sybil.
-Apenas hay polvo. Y, lógicamente, después de tan tiempo
tendría que haberlo.
-Sí, es raro.
-¡Mírela! -invitó Sybil.
La muñeca se hallaba en el sofá. En vez de fláccida,
aparecía erguida con un cojín detrás de ella, mostrando ese aire inconfundible
de quien se sabe dueña y señora de su casa. Por su actitud, cualquiera hubiese
creído que esperaba visita.
-Ya lo ve -dijo Alicia-. Parece encontrarse en su hogar.
Casi siento la necesidad de pedir excusas.
-Vámonos.
Sybil volvió a cerrar la puerta.
Las dos mujeres se miraron, visiblemente temerosas.
-Me gustaría saber por qué nos asusta tanto -dijo Alicia.
-¡Cielos! ¿y quién no se asustaría? -preguntó la otra.
-Bueno, pero después de todo, ¿qué es lo que sucede? ¡Nada;
absolutamente nada! Sólo se trata de una especie de marioneta que se mueve a su
antojo por la habitación.
-¿Y si no es ella? ¿Y si fuera obra de un prestidigitador?
-¡Quién lo sabe!
-No, seguro que no es eso. Es... la muñeca.
-¿Está segura de que ignora su procedencia, señorita Coombe?
-No tengo ni la menor idea. Y cuanto más lo pienso, más me
afianzo en la creencia de que ni la compré ni me la regalaron. Para mí, es que
vino sola.
-¿Y se irá algún día del mismo modo que vino?
-¿Por qué ha de irse? Ha logrado cuanto deseaba.
Sin embargo, la muñeca no debía de haber conseguido cuanto
deseaba. Pues, al día siguiente, Sybil, al entrar en el salón de exposiciones,
se quedó con la boca abierta. Luego gritó por el hueco de las escaleras.
-¡Señorita Coombe! ¡Señorita Coombe; baje en seguida!
-¿Qué ocurre?
Alicia, que se había levantado tarde, descendió cojeando
pues sentía dolor reumático en la rodilla derecha.
-¿Qué pasa, Sybil?
-¡Véalo usted misma!
Desde el umbral del salón, Alicia contempló la muñeca, que
aparecía sentada en un sillón, tranquilamente apoyada contra el brazo del
mismo.
-Ha salido -susurró Sybil-. Se ha salido del probador.
Seguro que ahora quiere adueñarse de este salón.
Alicia se sentó junto a la puerta.
-No me extrañaría que piense en quedarse con todas las
dependencias.
-Podría ser -dijo Sybil.
-¡Desagradable y perversa muñeca! -gritó Alicia-. ¿Por qué
nos fastidias? ¡No te queremos!
Tanto ella como Sybil creyeron percibir que se movía. Fue
algo parecido a un relajamiento de sus miembros de trapo. El largo brazo que
descansaba en el sofá, medio le ocultaba el rostro, como si las observase
astuta y maliciosamente.
-¡Criatura horrible! -volvió a gritar Alicia-. ¡No puedo
soportarte! ¡No puedo soportarte más!
Su acción sorprendió a Sybil. Corrió al interior de la
estancia, cogió la muñeca, se fue a la ventana, la abrió y tiró el manojo de
trapos a la calle.
Sybil, asustada, no pudo reprimir un grito:
-¡Alicia! ¿Qué ha hecho? Estoy segura de que no debió
hacerlo.
Luego se unió a ella en la ventana. Sobre el pavimento, la
muñeca yacía boca abajo.
-¡La ha matado! -dijo entrecortadamente Sybil.
-¡No sea absurda! ¿Cómo puedo matar una cosa de terciopelo y
seda?
-Es horriblemente real -murmuró Sybil.
-¡Cielos! Aquella niña...
Una niña de corta edad, mal vestida, se paró junto a la
muñeca en la acera. Miró arriba y abajo de la calle, que apenas tenía tránsito
en aquella hora de la mañana, si bien pasaban algunos coches; luego, como
satisfecha de su inspección, recogió la muñeca y echó a correr.
-¡Párate! ¡Párate! -gritó Alicia.
Ésta se volvió a Sybil.
-¡Esa niña no debe llevarse la muñeca! ¡No debe! Esa muñeca
es peligrosa... Tenemos que evitarlo.
En aquel momento tres taxis circulaban por una dirección y
dos camiones por la otra. La niña tuvo que detenerse en una isla en el centro
de la calzada. Sybil bajó presurosa las escaleras, seguida de Alicia. Sortearon
un par de vehículos, y, al fin, llegaron a la isla antes de que la niña cruzase
al lado opuesto.
-No puedes llevarte esa muñeca -dijo Alicia-. Devuélvemela.
La niña, delgada, de unos ocho años y algo bizca, la miró
desafiadora.
-¿Por qué tengo que dársela? Usted la tiró por la ventana,
¿no? Yo vi cómo lo hacía. Si usted la tiró por la ventana es que no la quiere.
¡Ahora es mía!
-Te compraré otra -ofreció Alicia-. Iremos a la tienda de
juguetes que tú digas, y te compraré la mejor muñeca que tengan. Pero
devuélveme ésta.
-¡No!
La niña estrechó protectoramente en sus brazos a la muñeca
de terciopelo.
-Tienes que devolvérsela -dijo Sybil-. No es tuya.
Quiso arrebatársela, pero la pequeña dio una patada en el
suelo, y les gritó:
-¡No! ¡No! ¡No! Es bien mía. La quiero. Ustedes no la
quieren. La odian. Si no la odiaran no la hubieran tirado por la ventana. Yo la
quiero, y eso es lo que ella necesita; que la amen.
Luego se deslizó como una anguila entre los vehículos y
cruzó la calle, siguió por una callejuela, y desapareció antes de que las dos
mujeres se atreviesen a cruzar.
-Se ha ido -exclamó Alicia desalentada.
-La muñeca necesita que la amen -repitió Sybil.
-Puede que sea verdad. Quizá sea cuanto quiso la pobre; ser
amada.
En el centro de una calle londinense, dos mujeres se miraron
asustadas.