Morada del Ctro. de Fción. Humanística PERRAS NEGRAS (Uruguay: "País de los Pájaros Pintados")
domingo, 14 de septiembre de 2014
“Una persona es un tonto para convertirse en un escritor. Su única compensación es la libertad absoluta”- Roald Dahl
El deseo
Bajo
la palma de la mano, el niño notó la costra de una antigua cortadura que se
había hecho en la rodilla. Se inclinó para observarla atentamente. Una costra
siempre era algo fascinante; suponía un reto muy especial al que nunca podía
resistirse.
Sí,
pensó; me la voy a arrancar aunque todavía no esté punto, aunque esté pegada
por el centro y me duela muchísimo.
Se
puso a hurgar cuidadosamente en los bordes con una uña.
La
metió por debajo y cuando levantó la costra un poquito, se desprendió toda
entera, dura y marrón, limpiamente, dejando un circulito de piel suave y roja
muy curioso.
Estupendo.
Se frotó el círculo y no le dolió. Cogió la costra, se la puso en el muslo, le
dio un golpecito que la hizo salir volando y aterrizar en el borde de la
alfombra, aquella enorme alfombra roja, negra y amarilla que ocupaba todo el
vestíbulo desde las escaleras en las que él estaba sentado hasta la lejana
puerta. Era una alfombra gigantesca, más grande que la pista de tenis. Sí,
mucho más grande. La contempló muy serio, posando los ojos en ella con cierto
placer. Hasta entonces no se había dado cuenta, pero de repente le pareció que
los colores cobraban un brillo misterioso y saltaban deslumbrantes hacia él.
Pero
yo sé cómo funciona esto, se dijo. Las partes rojas de la alfombra son trozos
de carbón encendido. Lo que tengo que hacer es cruzarla hasta la puerta sin
pisarlos. Si piso el rojo, me quemaré. Me quemaré entero. Y las partes
negras..., sí, las partes negras son serpientes, serpientes venenosas, sobre
todo víboras y cobras, gordas como troncos de árbol, y si piso alguna me
morderá y me moriré antes de la hora del té. Y si la atravieso sin que me pase
nada, sin quemarme y sin que me muerdan, mañana, que es mi cumpleaños, me
regalarán un perrito.
Se
levantó y subió unos peldaños de la escalera para tener una panorámica mejor de
aquel enorme tapiz de color y muerte. ¿Podría hacerlo? ¿Habría suficiente
amarillo? El amarillo era el único color que podía pisar. ¿Lo conseguiría?
Aquel viaje no podía tomarse a la ligera: los riesgos eran demasiado grandes.
Al mirar por encima de la barandilla, en la cara del niño —flequillo de un
dorado casi blanco, enormes ojos azules y una barbilla pequeña y puntiaguda— se
reflejaba la ansiedad. En algunos puntos escaseaba el amarillo y se abrían uno
o dos vacíos enormes, pero parecía que llegaba hasta el otro extremo. Para una
persona que ayer mismo había logrado recorrer el sendero enlosado que va desde
los establos hasta el cenador sin pisar raya, aquella alfombra no tendría que
ser demasiado difícil. Lo peor eran las serpientes. Sólo de pensar en ellas una
leve corriente eléctrica le recorrió las piernas hasta la planta de los pies,
como si fueran alfileres.
Bajó
despacio las escaleras y llegó hasta el borde de la alfombra. Extendió un
piececito enfundado en una sandalia y lo colocó con precaución en una mancha
amarilla. Después levantó el otro pie; tenía el sitio justo para poner los dos
juntos. ¡Muy bien! ¡Había empezado! En su resplandeciente rostro ovalado había
una extraña expresión de concentración, y quizá estuviera un poco más pálido
que antes. Llevaba los brazos separados del cuerpo para mantener el equilibrio.
Dio otro paso, levantando mucho el pie por encima de una mancha negra,
tanteando cuidadosamente con el dedo gordo para alcanzar un estrecho canal
amarillo que había al otro lado. Una vez dado este segundo paso se detuvo para
descansar; se quedó inmóvil, muy erguido. El estrecho canal amarillo ocupaba un
trecho ininterrumpido de al menos cuatro metros y medio, y avanzó por él
cautelosamente, poco a poco, como si caminara por la cuerda floja. En el punto
en que el canal amarillo se deshacía en arabescos laterales tuvo que dar otra
larga zancada, esta vez para evitar una zona negra y roja con un aspecto atroz.
A mitad de camino empezó a tambalearse. Agitó los brazos desesperadamente, como
un molino de viento, para mantener el equilibrio, logró llegar al otro extremo
sano y salvo, y volvió a descansar. Estaba jadeante y en tensión, de puntillas,
los brazos estirados a los lados del cuerpo y los puños apretados. Se
encontraba a salvo, en una gran isla amarilla. Tenía mucho sitio, era imposible
caerse, y se quedó allí tomando un respiro, dubitativo, a la espera, con el
deseo de seguir para siempre en aquella isla amarilla de seguridad. Pero el
temor a que no le regalasen el cachorro le empujó a seguir adelante.
Siguió
avanzando paso a paso, bordeando las manchas, deteniéndose entre una y otra
para decidir el lugar exacto en que debía poner el pie. En una ocasión pudo
elegir entre continuar por la izquierda o por la derecha. Se decidió por la
primera posibilidad porque, aunque parecía la más difícil, no había tanto
negro. Era este color lo que le ponía nervioso. Lanzó una rápida ojeada por
encima del hombro para ver lo que había avanzado. Había recorrido casi medio
camino, y ya no podía volverse atrás. Había llegado a la mitad y no podía ni
retroceder ni saltar a un lado porque se encontraba demasiado lejos; y al
contemplar la gran mancha roja y negra que se extendía ante él experimentó una
antigua sensación de miedo y mareo en el pecho, como aquella vez que se perdió
en la parte más oscura del bosque de Piper, una tarde de la Pascua pasada.
Avanzó
un paso más, colocando cuidadosamente el pie en el único trocito amarillo que
tenía a su alcance, y en esta ocasión, la punta del pie quedó a un centímetro
del negro. No lo pisaba, estaba seguro de que no lo pisaba, de que una estrecha
franja amarilla separaba la punta de la sandalia de la mancha negra; pero la
serpiente se agitó como si sintiera la proximidad del niño, levantó la cabeza y
clavó en el pie sus ojos brillantes como cuentas de cristal, esperando el
momento en que la tocara.
¡No
te estoy pisando! ¡No me muerdas! ¡Sabes que no te estoy pisando!
Otra
serpiente se deslizó sin ruido junto a la primera y levantó la cabeza; ya eran
dos cabezas, dos pares de ojos que miraban el pie, que contemplaban un trocito
desnudo de pie, justo por debajo de la tira de la sandalia, por donde se veía
la piel. El niño se puso de puntillas y se quedó inmóvil, muerto de miedo.
Pasaron unos minutos antes de que se atreviera a moverse.
El
paso siguiente tendría que ser largo de verdad. Había un río negro, profundo y
sinuoso que discurría de un extremo a otro de la alfombra en toda su anchura, y
debido a esta circunstancia, el niño se veía obligado a atravesarlo por la
parte más ancha. Al principio pensó en dar un salto, pero comprendió que no
podía tener la seguridad de aterrizar exactamente en la estrecha franja
amarilla del otro lado. Tomó una profunda bocanada de aire, levantó un pie y lo
fue moviendo centímetro a centímetro, y después lo fue bajando poco a poco
hasta que, finalmente, la punta de la sandalia quedó en el otro extremo, sana y
salva, en el borde de la mancha amarilla. Se inclinó, pasando todo su peso al
pie que estaba delante. A continuación intentó levantar también el pie de
atrás. Estiró el cuerpo y dio una violenta sacudida, pero tenía las piernas
demasiado separadas y no lo logró. Trató de volver hacia atrás. Tampoco pudo.
Estaba totalmente despatarrado y literalmente clavado en el suelo. Miró hacia
abajo y vio aquel profundo y sinuoso río negro debajo de él. En algunas zonas
había empezado a agitarse; se deslizaba y retorcía, con un siniestro destello
grasiento. El niño se tambaleó y agitó frenéticamente los brazos para mantener
el equilibrio, pero sólo sirvió para empeorar las cosas. Se caía. Primero fue
hacia la derecha, despacio al principio; después, cada vez más deprisa, hasta
que en el último momento estiró instintivamente la mano para protegerse en la
caída, y a continuación vio que su mano desnuda se hundía en una masa negra
enorme y reluciente. Al tocarla soltó un penetrante grito de terror.
Allá
lejos, detrás de la casa, la madre buscaba a su hijo a la luz del día.
De: http://sivela.blogspot.com
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