Ladrón
I
Fiodor
Iurasov, el ladrón tres veces condenado por robo, se dirigía a visitar a su
antigua amante, una prostituta que vivía a unas ochenta verstas de Moscú.
Mientras esperaba la salida del tren, entró en la cantina de primera y se
atracó de pasteles y vino, que le sirvió un camarero de frac. Luego, cuando
todos los pasajeros subieron a los vagones, se confundió con ellos y,
disimuladamente, aprovechándose del general barullo, le quitó el portamonedas a
un señor de edad que era su vecino.
Iurasov
estaba bastante bien de dinero, incluso más que bien, y aquel robo casual
improvisado no podía redundar sino en perjuicio suyo. Así sucedió. Al parecer,
el caballero advirtió el hurto y se quedó mirando a Iurasov con unos ojos
escrutadores y extraños. No se detuvo, pero se volvió varias veces para
mirarlo. Más tarde, Iurasov vio al caballero en la ventanilla de uno de los
vagones, muy emocionado y descompuesto, con el sombrero en la mano. Le vio
saltar de un brinco a la plataforma, pasar una rápida revista a todos los
presentes y mirar adelante y atrás como si buscara a alguien. Por suerte para
el ratero, sonó el tercer toque de llamada y el tren se puso en movimiento.
Iurasov siguió observando con cautela. El caballero, aun con el sombrero en la
mano, seguía parado al extremo de la plataforma y miraba atentamente a todos
los que pasaban, como si los estuviese contando. Seguía parado, pero
seguramente producía la ilusión de que andaba; tan ridículo y raro era el modo
que tenía de abrir las piernas.
Iurasov
se incorporó y echó hacia atrás las rodillas. Entonces se sintió más alto,
erguido y joven. Luego, con gran aplomo, se atusó con ambas manos las guías de
sus bigotes. Eran unos bigotazos magníficos, enormes y rubios como dos haces de
oro arqueados en los extremos. Mientras sus dedos se complacían en el grato
roce de sus suaves y sedosos cabellos, sus ojos grises, con una gravedad
ingenua y desinteresada, observaban los entrecruzados carriles de las próximas
vías, cuyos destellos metálicos y silenciosas curvas parecían serpientes
huyendo a toda prisa.
Después
de contar en el retrete el dinero robado -unos veinticinco rublos con algún
menudo-, Iurasov empezó a dar vueltas en sus manos al portamonedas. Éste era
viejo, mugriento y cerraba mal. Además olía horriblemente a esencia, como si
hubiera andado mucho tiempo en manos de mujeres. Aquel olor, impuro y sugestivo
a un tiempo, le recordó gratamente a la persona a la que iba a ver. Por lo que,
sonriendo alegre y sin sombra de pesar, volvió a su coche.
Desde
que salió por última vez de la cárcel y mejoró de fortuna, se esforzaba en ser
como todo el mundo, cortés, decoroso y modesto; vestía paletó de auténtico paño
inglés y calzaba botines pajizos. Estaba muy ufano y muy convencido de que
todos le tomaban por un joven alemán, acaso un tenedor de libros de alguna
importante casa de comercio. Leía siempre la sección de Bolsa de los
periódicos, estaba al corriente del alza y baja de todos los valores y sabía
sostener una conversación sobre asuntos mercantiles; a veces, a él mismo le
parecía que efectivamente no era el campesino Fiodor Iurasov, ladrón tres veces
condenado por robo y ex presidiario, sino un joven alemán perfectamente
honorable llamado por ejemplo Walter Heinrich, como solía hacerlo aquélla a
quien iba a ver. Además, incluso los comerciantes le llamaban el alemán.
En
los divancillos del compartimiento sólo había dos personas; un oficial
retirado, ya viejo, y una señora que, a juzgar por su aspecto, parecía vivir en
una dachta y haber ido a la ciudad de compras. Sin embargo, y a pesar de que se
veía a la legua, Iurasov preguntó con mucha fineza si había algún asiento
libre.
No
le contestó nadie y entonces se dejó caer con afectada circunspección en los
muelles cojines del diván, estiró con cuidado sus largos pies, calzados con los
botines amarillos, y se quitó el sombrero. Miró afablemente al oficial anciano
y a la señora y descansó en la rodilla su ancha y blanca mano con la deliberada
intención de que se fijasen en la sortija de brillantes que lucía en el dedo
meñique. Los brillantes eran falsos y relucían de un modo escandaloso, por lo
que todos lo notaron, aunque nadie dijo nada. El viejo volvió la hoja del
periódico y la señora, que era joven y guapa, se puso a mirar por la
ventanilla. En vista de ello Iurasov sospechó que habían descubierto su
personalidad y que, por una u otra razón, no le tomaban por un joven alemán.
Así pues, escondió despacito la mano, que ahora le parecía demasiado grande y
demasiado blanca, y con un tono de voz perfectamente correcto preguntó a la
señora:
-¿Se
dirige usted a la dachta?
La
interpelada aparentó estar muy ensimismada y no haberle oído. Iurasov conocía
de sobra esa antipática expresión que asoma al rostro del hombre cuando
pretende mostrarse ajeno a los demás. Luego se volvió hacia el oficial y le
preguntó:
-¿Tendría
usted la amabilidad de ver en el periódico cómo van las Pesqueras? Yo no lo
recuerdo.
El
anciano dejó a un lado el periódico y, frunciendo secamente los labios, se
quedó mirándole con ojos escrutadores, casi ofendido.
-¿Cómo?
¡No he oído bien!
Iurasov
repitió la pregunta recalcando cuidadosamente las palabras. El oficial le miró
de un modo nada alentador y pareció a punto de enfadarse. La piel de su mollera
enrojecía entre los pocos pelos grises que aún le quedaban y la barba le
temblaba.
-No
lo sé -contestó de mal talante-. No lo sé. Aquí no dice nada. No comprendo por
qué la gente es tan preguntona.
Y
volvió a coger el periódico, que luego dejó varias veces para mirar malhumorado
a aquel impertinente. A partir de aquel momento todos los viajeros del coche le
parecieron malos y extraños a Iurasov. No le parecía hallarse en un coche de
primera, en un blando diván de ballestas. Con una pena y una rabia sordas
recordó que, siempre y en todas partes, entre las gentes de orden había
encontrado aquella expresión de hostilidad. Ciertamente, vestía un paletó de
paño inglés legítimo, calzaba botines amarillos y lucía una sortija de precio,
pero no obstante parecía como si los demás no se diesen cuenta. Visto en el
espejo él era como todo el mundo y hasta mejor; no llevaba escrito en la cara
que fuese el campesino Fiodor Iurasov, el ladrón, ni tampoco el joven alemán
Heinrich Walter. Había en el ambiente algo inaprensible, incomprensible y
traicionero: todos le veían y él era el único que no se veía. Aquello le
infundía inquietud y temor. Sentía deseos de huir. Miró en torno suyo con ojos
suspicaces y agudos y salió del departamento con grandes y recias zancadas.
II
Corrían
los primeros días de junio y todo verdeaba con aire juvenil y fuerte: la
hierba, las plantas, los huertos, los árboles... Iurasov, pálido y melancólico,
sólo en la inestable plataforma del coche, sentía inquieta su alma silenciosa e
inaprensible, mientras que los bellísimos campos enigmáticamente silenciosos,
llevaban hasta él algo que le recordaba la misma fría extrañeza de los viajeros
del coche.
En
la ciudad, donde Iurasov había nacido y crecido, las casas y las calles tienen
ojos y con ellos miran a la gente: a algunos con hostilidad y odio, a otros con
cariño; pero aquí nadie le miraba. También los coches parecían ensimismados.
Aquel en que se encontraba Iurasov corría renqueando y tambaleándose con mal
humor; el de detrás se deslizaba ni de prisa ni despacio, como si fuese
independiente y también parecía mirar a la tierra y aguzar el oído. Por debajo
de los coches, sonaba un fragor de distintas voces, algo así como una canción,
como una música, cual el parloteo de alguien extraño e incomprensible. Todo era
raro y lejano.
Iurasov
recordaba que el día anterior, a la misma hora, estaba sentado en el
restaurante El Progreso sin pensar para nada en aquellos campos y, sin embargo,
ellos estaban allí, igual que hoy, igual de plácidos y de lindos.
La
noche anterior, en tanto Iurasov estaba sentado en El Progreso -bebiendo vodka
y mirando el acuario en que nadaban unos pececillos desvelados- seguían allí
con la misma profunda serenidad aquellos abedules, cubiertos por la bruma que
los envolvía por todos lados.
Con
la extraña idea de que sólo la ciudad era real y todo aquello era una
fantasmagoría y pensando que si cerraba los ojos y luego los abría ya todo
habría desaparecido, Iurasov frunció el entrecejo y se sosegó. Se sintió luego
tan a gusto y en una disposición de ánimo tan insólita, que ya no sintió deseos
de abrir los ojos. Sus pensamientos se borraron y con ellos sus dudas y su
sorda y cortante inquietud. Su cuerpo, de modo maquinal y grato, se mecía al
compás del vaivén del coche. Iurasov soñaba vagamente y se imaginaba que de sus
mismos pies y de su cabeza inclinada, que sentía con inquietud la fofa vacuidad
del espacio, arrancaba un verde y hondo abismo, henchido de dulces palabras y
de tímidas y discretas caricias. Y, cosa rara, le parecía como si allá lejos
estuviese cayendo una lluvia mansa y tibia.
El
tren aflojó su marcha y se detuvo un momento, un minuto. De repente, por todos
lados, Iurasov se sintió envuelto en una paz inmensa, inabarcable, fabulosa
cual si no fuera un minuto el tiempo de aquella parada, sino años, diez años,
una eternidad. Por fin, todo se volvió silencioso.
Cual
avergonzado él mismo de su fragor, el tren se puso de nuevo en marcha, ahora
silenciosamente, y sólo a una versta del tranquilo andén, cuando sin dejar
huella se metió por el verde bosque y los campos, volvió a dejar oír libremente
su estruendo. Iurasov, emocionado, contempló la explanada, se atusó
maquinalmente los bigotes, miró al cielo con los ojos brillantes y, ávidamente,
se apretó contra la baranda del coche, por el lado en que el sol, rojo y
enorme, daba de plano sobre el horizonte. Encontraba algo, comprendía algo que
siempre se le había escapado haciendo que la vida le resultase absurda y
pesada.
-Sí,
sí -afirmó, serio y preocupado, moviendo con energía la cabeza-, no hay duda
que así es. ¡Sí..., sí!
Mientras,
las ruedas del tren confirmaban con múltiples voces: «Desde luego, así es. ¡Sí,
sí!». Y como si así fuere y se impusiese no hablar, sino cantar, Iurasov se
puso a canturrear; primero bajito; luego cada vez más alto, hasta fundir su voz
con el fragor y el traqueteo del tren. El compás de aquel canto lo marcaba el
vaivén de las ruedas; pero la melodía era una ondulante y diáfana onda de
sonidos.
Iurasov
cantaba mientras el purpúreo matiz del sol poniente le ardía en la cara, en su
paletó de paño inglés y en sus botines amarillos. Cantaba, despidiéndose del
sol, y su canción era cada vez más triste, como si el pájaro sintiera la sonora
amplitud del celestial espacio, se estremeciera a impulsos de una tristeza
ignorada y llamase a alguien.
Cuando
el sol acabó de ponerse, una gris telaraña cayó sobre la tierra y el cielo.
También cayó sobre su rostro, proyectó en él los últimos destellos de poniente
y murió.
III
Llegó
el revisor y, groseramente, le dijo a Iurasov:
-No
se puede estar en la plataforma. Pase adentro, al coche.
Luego
se fue malhumorado, dando un portazo. Con el mismo mal humor, Iurasov le lanzó
a la espalda un «¡Estúpido!».
Le
pareció entonces que todo aquello venía de allí, de las personas decentes. Y de
nuevo se sintió el alemán Heinrich Walter ofendido e irritado. Se encogió
altivamente de hombros y le dijo a un imaginario y grave caballero: «¡Oh, qué
soez! Todo el mundo se sale a la plataforma y ahora el revisor dice que no se
puede estar aquí. ¡El diablo que lo entienda!»
Llegó
luego otra parada rodeada de un súbito y poderoso silencio. Ahora, de noche, la
hierba y el bosque despedían un olor aún más intenso y la gente que pasaba no
parecía ya grotesca y pesada como antes; una diáfana penumbra los cubría.
Incluso dos mujeres, que aparecieron con unos trajes claros, daban la impresión
de que volaban como cisnes en vez de andar. De nuevo surgieron aquel bienestar
y aquella tristeza y otra vez le entraron a Iurasov ganas de cantar, pero no
oía su propia voz y en su lengua se revolvían palabras superfluas y desabridas.
Tenía ganas de meditar y de llorar un llanto grato y sin consuelo. Al mismo
tiempo imaginaba estar en compañía de un caballero respetable, con el que
hablaba con claridad y precisión.
Los
oscuros campos pensaban de nuevo en algo suyo y se volvían incomprensibles,
fríos y extraños. Las ruedas se movían sin sentido y parecía como si se
enredasen unas con otras. Algo se atravesaba entre ellas y rechinaba con recio
estridor, algo chapoteaba a intervalos; era una cosa semejante al andar de una
tropa de individuos borrachos, estúpidos, que no atinasen con el camino. Luego,
aquellos individuos empezaban a reunirse en grupos, se reorganizaban y se
ponían brillantes trajes de café cantante. Después avanzaban y, todos al mismo
tiempo, cantaban a coro con sus voces de borrachos:
Melanya
mía la de los ojazos...
Tan
abominablemente viva recordaba Iurasov aquella copla que había oído en todos
los parques públicos y que cantaban sus compañeros, que quiso librarse de ella
como si se tratase de algo vivo o de una piedra lanzada desde una esquina. Tan
feroz poder tenía aquella letra absurda, bárbara y procaz, que todo el largo
tren con su centenar de girantes ruedas, parecía ponerse a corearla:
Melanya
mía, la de los o... ja... zos...
Algo
informe y monstruoso, vago y pegajoso, con miles de gruesos labios, se le
echaba encima, le besuqueaba con besos húmedos y sucios y reía. Rugía con miles
de gargantas, silbaba, golpeaba y se plantaba en la tierra como rabioso.
Iurasov se imaginaba las ruedas como unas varas anchas y redondas que, por
entre risas interminables, fundidas en el torbellino de la embriaguez,
golpeteaban:
Melanya
mía, la de los o... ja... zos...
Sólo
los campos callaban. Fríos y serenos, hondamente sumidos en su alma pura y
solemne, no sabían nada de la remota ciudad de piedra de los hombres y
permanecían ajenos a sus almas, desasosegadas y turbadas por penosos recuerdos.
El tren llevaba a Iurasov hacia delante mientras aquella procaz y absurda copla
le llevaba atrás, a la ciudad, tirando de él grosera y feroz, como de un presidiario
que intenta fugarse y al que detienen en los umbrales del penal. Todavía
forcejea, todavía tiende los brazos al amplio y dichoso espacio; pero ya en su
cabeza se levantan, como una fatalidad ineludible, los crueles cuadros del
cautiverio entre los pétreos muros y los férreos cerrojos.
Si
hubiera estado durmiendo mil años y luego se hubiese despertado en un nuevo
mundo y entre gente nueva, no se habría sentido tan solo, tan extraño a todo,
como ahora. Hacía por evocar en su memoria algo próximo y amable, pero no
podía, y la insolente copla seguía rebulléndose en su esclavizado cerebro y
levantaba en él tristes y dolorosos recuerdos, que proyectaban sombra sobre
toda su vida.
Se
preguntaba las razones que le habían inspirado a hacer aquel viaje. Ahora, estaría
sentado en El Progreso, bebiendo, charlando y riendo. Sintió odio contra
aquélla a la que iba a ver, miserable y sucia compañera de su sucia vida. Era
rica y traficaba con muchachas; le quería y le daba dinero, todo cuanto
deseaba; pero él iba y le pegaba hasta hacerla sangrar, hasta hacerla chillar
como un marranillo. Después se emborrachaba y se echaba a llorar, se apretaba
el gañote y cantaba entre sollozos:
Melanya
mía...
Pero
ya las ruedas no cantaban. Cansadas, como niños enfermos, giraban quejumbrosas
y se diría que se apretaban unas contra otras, buscando mimo y paz. A lo lejos,
brillaba el resplandor de las luces de la estación y, desde allí, juntamente
con el tibio y fresco aire de la noche, llegaban volando los suaves y tiernos
ecos de una música. Pasó la pesadilla y, con la habitual ligereza del hombre
que no tiene lugar en la tierra, Iurasov se olvidó de ella, emocionado, y aguzó
el oído percibiendo una conocida melodía.
-¡Están
bailando! -dijo y sonrió animado.
Luego,
con ojos placenteros miró en torno suyo y se restregó las manos.
-¡Están
bailando! ¡El diablo me lleve! ¡Están bailando!
Enarcó
los hombros e, instintivamente, se puso a marcar el compás de aquel baile
sintiendo el ritmo. Era muy amigo del baile y cuando bailaba se volvía bueno,
cariñoso y tierno. Ya no era ni el alemán Heinrich Walter ni Fiodor Iurasov,
sino un tercer personaje que nadie conocía.
-¡Están
bailando! ¡Ay, así el diablo me lleve! -repitió.
IV
El
baile se celebraba junto a la misma estación. Lo habían organizado los vecinos
de las datchas; habían traído músicos y habían encendido farolillos rojos
alrededor de la plaza, ahuyentando las sombras de la noche hasta las copas de
los árboles. Estudiantes, señoritas con trajes claros y algunos oficialillos
jóvenes con espuelas -si no eran muchachos disfrazados de tales- daban vueltas
por la amplia explanada, levantando la arena con los pies y dejando flotar
faldas al aire. A la luz vacilante de los farolillos, todas aquellas figuras
parecían hermosas.
El
tren se detuvo cinco minutos y Iurasov se metió en el corro de los curiosos que
formaban un oscuro y opaco anillo rodeando la plaza y apretándose tras la
alambrada. Algunos sonreían en forma extraña y cautelosa; otros se mostraban
mohínos y tristes, con esa especial y pálida tristeza que suele inspirar a la
gente el espectáculo de la alegría ajena. Pero Iurasov estaba alegre; miraba a
los danzantes con ojos inspirados, de entendido, y los animaba dando pataditas
suaves en el suelo. De pronto, decidió:
-No
sigo adelante. ¡Me quedo a bailar!
Dos
personas se destacaron del corro, empujando indolentemente al gentío, eran una
señorita vestida de blanco, y un joven corpulento, casi tan alto como Iurasov.
A
éste le pareció, sin género de duda, que la muchacha irradiaba claridad: tan
blanco era su traje y tan negras sus cejas sobre su blanco rostro. Con la
convicción del hombre que baila bien, Iurasov siguió a la pareja y preguntó:
-¿Quieren
decirme, por favor, dónde se despachan los billetes para el baile?
El
jovencito se volvió, examinó a Iurasov con una severa mirada y respondió:
-Es
un baile particular.
-Yo
voy de viaje. Me llamo Heinrich Walter.
-Bien,
ya le he dicho que es un baile sólo para nosotros.
-Yo me llamo Heinrich Walter; Heinrich
Walter.
-¡Y
yo le he dicho...!
El
joven se detuvo, amenazante; pero la señorita del traje blanco se lo llevó.
¡Si
se hubiese detenido a mirar a Heinrich Walter! Pero ni siquiera le miró. Blanca
y luminosa, como una nube ante la luna, brilló largo rato en la sombra y, sin
ruido, se sumió en ella.
-¡No
me hace falta! -murmuró tras de ellos Iurasov con altivez.
Pero
su alma se quedó tan blanca y fría como si sobre ella hubiese nevado.
El
tren seguía todavía parado por alguna razón y Iurasov se puso a ir y venir a lo
largo de los coches, guapo, serio y estirado en su glacial desesperación. Ahora
nadie le hubiera tomado por un ratero tres veces procesado por robo y con
varios meses de presidio cumplidos.
Volvió
a sonar la música y, en medio de sus triviales sones Iurasov pudo escuchar a
ráfagas, un extraño e inquietante diálogo que le hizo aflojar el paso y aguzar
el oído:
Un
pasajero preguntó:
-Oiga
usted, conductor: ¿por qué no sigue el tren?
El
conductor, indiferente, respondió:
-Cuando
se detiene, por algo será. A lo mejor el fogonero se ha ido al baile.
El
pasajero se echó a reír y Iurasov siguió paseando. Pero al volver de su paseo,
oyó decir al conductor:
-Parece
que viene en este tren.
-Pero
¿quién lo ha visto?
-Verlo,
nadie lo ha visto. Pero lo ha dicho el gendarme...
-El
gendarme, ¿qué sabe? Todos ellos son unos estúpidos...
Sonó
la campanilla y Iurasov tuvo un minuto de indecisión. Por aquella parte del
baile pasó la señorita de blanco colgada del brazo de alguien. Iurasov cruzó la
plaza y subió al tren.
V
Empujando
con la portezuela a Iurasov y sin reparar en él, el conductor bajó rápidamente
al andén con un farolillo, y subió al siguiente vagón. Ni sus pasos ni los
portazos que daba se oían en medio del fragor del tren, pero toda su vaga y
escurridiza figura, con sus bruscos movimientos, daba la impresión de un
alarido momentáneo, secamente cortado. Iurasov sintió frío, y algo surgió
rápidamente en su imaginación. Como un fuego, prendió en su corazón y en todo
su cuerpo una terrible idea: le habían cazado. Le habían visto, le habían
reconocido, habían telegrafiado y ahora andaban buscándole por los coches.
Aquel individuo de que tan enigmáticamente hablaba el conductor era él,
Iurasov. ¡Y qué cosa tan horrible reconocerse a sí mismo en aquel impersonal
«él» del que hablaban gentes subalternas, desconocidas!
Y
ahora seguían hablando de él y le buscaban. Parecían venir del último coche; lo
adivinaba con el husmeo de la fiera experta. Tres o cuatro individuos, con
sendos faroles, estaban examinando a los viajeros, mirando por los rincones
oscuros, despertando a los dormidos, cuchicheando entre sí y, paso tras paso,
con gradación fatal, con inexorable ineluctabilidad, acercándose a él, a
Iurasov, a él, que estaba parado en el estribo y aguzaba el oído, alargando el
cuello. Mientras, el tren seguía corriendo con feroz velocidad. Las ruedas no
cantaban ni hablaban. Gritaban con voces de hierro, cuchicheaban furtiva y
secamente y chillaban con el bárbaro ímpetu de la ira como si azuzasen a una
jauría de perros desvelados.
Iurasov
rechinaba los dientes y, forzado a la inmovilidad, meditaba. ¿Qué debía hacer?
Tirarse de un salto, yendo el tren a aquella velocidad, era imposible; por otra
parte, hasta la primera estación faltaba un buen trecho; había pues que seguir
adelante y aguardar. Mientras los sabuesos registraban todos los coches, podía
ocurrir algo. Si entretanto llegasen a aquella estación y aflojase la marcha,
podría tirarse. Cabía también entrar por la primera puerta tranquilamente,
sonriendo para no parecer sospechoso, teniendo a mano un cortés y persuasivo
«Perdón»; pero en el semioscuro coche de tercera había tanta gente y tan
confundida en aquel caos de sacos, baúles y piernas estiradas, que perdía las
esperanzas de llegar hasta la salida, y le asaltaba un nuevo e inesperado
sentimiento de miedo. ¿Cómo abrirse paso por entre aquella muralla? Los
viajeros dormían, pero sus piernas extendidas le obstruían el paso. Aquellas
piernas salían, no se sabía de dónde colgaban sobre el suelo, cruzándose de un
banco al otro, abriéndose cual si fuesen plegables y terriblemente hostiles en
su afán por volver al sitio anterior y a su postura primitiva. Se aflojaban y
se estiraban como resortes, empujando brutalmente a Iurasov e infundiéndole
espanto con su absurda y amenazante oposición. Por fin llegó a la puerta: se la
cerraban como dos barras de hierro dos pies calzados con botas descomunales,
malignamente extendidos, apuntando a la puerta, apoyándose en ella, plegándose
cual si no tuvieran huesos. Apenas si dejaban un angosto resquicio para que
pasase Iurasov. Además aquella no era la plataforma sino otro compartimiento
del mismo coche, atestado de objetos apilados y de miembros humanos, como
desarticulados. Cuando, agachándose como un toro, logró llegar por fin a la
plataforma, sus ojos miraron estúpidamente, con el oscuro terror del animal
acosado, que no comprende por qué lo persiguen. Respiraba afanoso, aguzando el
oído y percibiendo entre el ruido de las ruedas el de sus perseguidores que se
acercaban. Venciendo su terror, empezó a correr hacia la oscura y silenciosa
puerta. De nuevo, allí, la misma lucha de antes, la misma absurda y amenazante
oposición de los malignos pies humanos. En el coche de primera, en el angosto
corredorcillo, se agolpaban en las ventanillas abiertas una pandilla de
viajeros que sin duda alguna no tenían sueño. Una señorita joven, con los
cabellos rizados, miraba por una ventanilla. El aire agitaba los visillos y
echaba hacia atrás los bucles de la señorita. Iurasov pensó que el aire olía a
pesados perfumes ciudadanos, artificiales.
-Pardon!
-decía con finura-. Pardon!
Los
caballeros, lentamente y de mala gana, se encogían, mirando con malos ojos a
Iurasov; la señorita de la ventanilla ni le oía, mientras que otra señora,
burlona, le daba golpecitos en el hombro. Finalmente, se volvió y, antes de
dejar paso, se quedó mirándole largo rato con unos ojos terribles. En sus ojos
había una noche oscura y su fruncido ceño parecía poner en duda si dejaría
pasar o no a aquel caballero.
-Pardon!
-repetía Iurasov con tono implorante.
Por
fin la señorita vestida de crujiente traje de seda se replegó de mala gana
contra la pared.
Luego,
otra vez aquellos terribles coches de tercera; diez, ciento, le parecía a
Iurasov que había recorrido; por fin, llegó a la plataforma. Más allá nuevas
puertas inflexibles y piernas apretadas, malignas y bestiales. Y al final, ¡la
última plataforma! y ante él la oscura y sorda muralla del coche de equipajes.
Por un momento Iurasov desfallece. Siente cómo la pared fría y dura contra la
cual se apoya lo repele con suavidad e insistencia. Lo repele y empuja, cual si
estuviese viva, cual un astuto y cauto enemigo que no se atreve a atacar
abiertamente. Todo cuanto ha sentido y visto Iurasov, se entreteje en su
cerebro formando un solo y bárbaro cuadro de enorme e implacable acoso. Le
parece como si todo aquel mundo que él tenía por indiferente y ajeno se
levantase ahora y le persiguiese, resoplando de rabia. Todo lo que un momento
antes parecía soñoliento y bostezante se alza ahora con todo su obstruyente
volumen y se alarga tras él, saltando, galopando y atropellando todo cuanto
encuentra en su camino. Él solo... y ellos miles, millones, todo el mundo;
todos tras él y delante de él o por todas partes. No hay salvación contra ellos.
Los
coches corren, traquetean furiosamente, empujan y semejan monstruos rabiosos de
hierro, con piernecillas cortas, que avanzan y se posan cautamente en la
tierra. En la plataforma reina la oscuridad y por ninguna parte asoma un
destello de luz. Todo cuanto pasa ante los ojos es informe, confuso e
incomprensible. Allí, detrás de unos cuantos coches, parece que rebullen tres
hombres, quizá uno solo con el mismo sigilo. Tres o cuatro, con un farol,
inspeccionan escrupulosamente a los viajeros. Y, con una parsimonia bárbara,
grotesca y engorrosa, se dirigen finalmente hacia él. Ya abren la puerta..., ya
llegan...
Con
un supremo esfuerzo de voluntad, Iurasov se impone a sí mismo calma y, girando
la vista lentamente, se encarama al techo del coche. Trepa por la estrecha
pasarela de hierro que cierra la entrada y, encogiéndose, tiende los brazos
hacia arriba; por un momento queda colgando sobre el vagón, vivo y maligno
vacío, con las piernas zarandeadas por el frío viento. Resbalan sus manos en el
férreo techo, se agarran al borde, y éste se dobla cual si fuera de papel; sus
pies buscan cuidadosamente un sostén y sus botines amarillos, firmes como de
madera, pugnan desesperados en torno al liso e igualmente firme poste. Por un
momento, Iurasov tiene la sensación de que se va a caer a la vía. Pero ya en el
aire, arqueando el cuerpo como un gato, cambia la dirección y consigue caer
sobre la plataforma. Siente un fuerte dolor en las rodillas, cual si le
hubieran dado un golpe con algo, y percibe el chasquido de la tela que se
rasga. Se le ha enganchado y roto el paleto. Sin preocuparse del dolor, Iurasov
se palpa el desgarrón, como si fuese lo más importante, mueve tristemente la
cabeza y se muerde los labios...
Tras
su infructuosa tentativa, desfallece y le entran ganas de tirarse al suelo, de
llorar, de decir: «Cójanme si quieren». Ya está escogiendo el sitio donde ha de
tenderse, cuando vuelven a su memoria aquellos coches y aquellos pies
entrelazados y oye claramente los pasos de los hombres de los farolillos. Otra
vez hace presa en su ánimo aquel absurdo y bestial pánico y se lanza a la otra
plataforma como una pelota, de un extremo al otro.
Otra
vez pugna, repitiendo inconscientemente su intento, por encaramarse al techo
del vagón, cuando un clamor bronco, un ancho bostezo, entre silbido y grito,
hiere sus oídos y apaga su conciencia. Es el silbido de la locomotora saludando
a otro tren que pasa; pero Iurasov siente algo infinitamente espantoso, supremo
en su terror, irrevocable. Como si el mundo lo rechazase y con todas sus voces
lanzase un bronco clamor de: «¡Bravo!».
Y
cuando de la sombra que se acerca, surge el fragor creciente de la réplica,
cada vez más próximo, y sobre los carriles de la lustrosa vía se extiende el
insinuante silbido del tren correo, Iurasov suelta la barra de hierro en que se
apoya y de un salto se lanza al vacío, allí donde al alcance de la mano
serpentean los iluminados carriles. Se lastima dolorosamente los dientes, se
revuelca varias veces y, cuando alza la cara, con los bigotes encrespados y la
boca desdentada, ve cernirse sobre él tres farolillos, tres vagas lucecillas
tras cristales convexos.
No
llega a comprender lo que significan.
LOS SIETE AHORCADOS
CAPÍTULO II
La pena de la horca
Las
cosas ocurrieron según las había previsto la policía. Cuatro terroristas, bien
pertrechados de armas y explosivos, entre los que se hallaba una mujer, fueron
detenidos cuando aguardaban al ministro, a la misma entrada de su casa. También
prendieron, en su propio domicilio, a la dueña del local en que los conjurados
celebraban sus reuniones, y allí, asimismo, se encontró dinamita en abundancia,
bombas y armas diversas.
Todos
los detenidos eran jóvenes: el de más edad tenía veintiocho años; el de menos,
una mujer, diecinueve. El juicio se celebró en el mismo lugar donde fueron
encarcelados, y la vista fue brevísima y a puerta cerrada, como de costumbre al
tratarse de tales delitos.
Cuando
comparecieron ante sus jueces, mostráronse los cinco serenos, pero serios y
pensativos. Tal era el desprecio que hacia aquellas gentes sentían, que ni
siquiera se les ocurrió fingir alegría o alardear de valor. Hubo preguntas a
las que ninguno quiso contestar; otras veces, sus respuestas eran lacónicas y
sencillas, como si, en vez de hallarse ante un tribunal que había de decidir su
suerte, estuviesen proporcionando datos a una oficina de estadística. Tres de
ellos, dos hombres y una mujer, dieron sus verdaderos nombres, otros dos se
negaron, permaneciendo desconocidos para los jueces. Si algo lograba despertar
en algún modo su curiosidad, amortiguada y casi extinta, como suele ocurrir a
los enfermos muy graves o a las personas obsesionadas por una idea fija, no
era, ciertamente, lo que decían los jueces, sino lo que acontecía en la sala.
Dirigían en torno furtivas miradas, cazaban al vuelo alguna frase que les
interesaba, y en seguida volvían a caer en su pensativo mutismo.
El
que se hallaba más cerca de los jueces era un tal Serguéi Golovin, oficial del
ejército e hijo de un coronel retirado. Era un muchacho fuerte como un roble,
rubio y muy joven. Ni las privaciones de la prisión ni la amenaza de una muerte
próxima habían sido parte a empalidecer sus encendidas mejillas ni amortiguar
el juvenil brillo de sus ojos, en que aun se reflejaba una expresión de
candorosa felicidad. Miraba el paisaje a través de una ventana, y a cada
momento se pasaba la mano por la incipiente barba, que, sin duda por serlo, le
causaba desazón en el rostro.
Eran
los últimos días de invierno, cuando un sol rubio y cálido, mensajero de la ya
muy próxima primavera, suele atravesar los remolinos de nieve y hender los
cendales de bruma; acaso la visita del astro durase tan sólo un día, tal vez
una hora no más, pero su luminosidad radiante bastaba para que los gorriones se
volviesen locos de alegría y las gentes se emborrachasen de júbilo.
Por
la ventana -que aun conservaba, como reliquias del último verano, una capa de
polvo y cortinas de telarañas- vislumbrábase el cielo, hermoso y límpido como
muy pocas veces se viera; tal vez, al mirarlo en los primeros instantes, los
ojos, empañados aún por las nieblas invernales, no advirtiesen toda su
inmaculada pureza; pero a medida que lo contemplaban se les aparecía más terso
y más azul.
Miraba
Serguéi Golovin el cielo, siempre rascándose la barba, entornaba
voluptuosamente los ojos, que largas pestañas embellecían, y volvía luego a
sumirse en sus pensamientos. Una vez hizo una especie de castañeta con los
dedos, y su rostro se dilató con expresión de gozo; pero de pronto miró en
torno suyo y el júbilo se le extinguió, como se apaga un fósforo que se pisa.
Se puso pálido como un muerto. Sin embargo, la alegría de la vida y el sol de
primavera vencieron una vez más, y al poco tiempo el juvenil e ingenuo rostro
elevábase nuevamente hacia el cielo.
Pero
no estaba solo en su admiración: también lo contemplaba la muchacha que no
había querido dar su nombre, y que se llamaba Musia. Era aun más joven que
Golovin, pero su precoz seriedad y la profunda mirada de sus ojos negros hacíanle
aparentar más años. Que éstos eran muy pocos se veía, con todo, en la graciosa
morbidez de su cuello, en las finas y transparentes manos, en algo, en fin,
inefable y fragante. Estaba muy pálida, pero no era la suya la palidez de la
muerte, sino la transparente blancura que una intensa llama interior da a
muchos rostros hasta hacerles tomar apariencia de porcelana.
Sin
moverse apenas en su silla, sólo alguna que otra vez se miraba el dedo del
corazón de la mano derecha, donde una sortija que poco antes le quitaran había
dejado visible señal. Serena, indiferente a cuanto la rodeaba, miraba al cielo,
único vestigio de pura belleza que en el sórdido conjunto de aquella sala se
ofrecía a sus ojos.
Los
jueces sentían compasión por Serguéi Golovin, pero en cambio odiaban a Musia.
Había
otro personaje, que, según propia declaración, se llamaba Verner, y que
permanecía inmóvil, con las manos en las rodillas. Contemplaba el sucio
entarimado, y nadie hubiera podido decir si su pensamiento estaba allí o si,
desasiéndose de cuanto le rodeaba, habíase ausentado de aquel lugar. Tratábase
de un hombre de mediana estatura. Su rostro, de singular hermosura y nobleza,
era tan blanco y pálido, que recordaba las noches de luna a orillas del mar.
Parecía reunir a una fuerza extraordinaria una fría seguridad en sí mismo.
Contestaba breve y cortésmente a las preguntas que se le hacían; pero aun
entonces había en él no sé qué de peligrosa superioridad, que se advertía hasta
en sus más ligeros movimientos. Se envolvía en el capote que usan los
carcelarios, pero esta prenda parecía despegársele del cuerpo. Cuando fue
detenido se le encontró únicamente un revólver, en tanto que a sus compañeros
se les halló un verdadero arsenal de armas y materias explosivas. Los jueces,
sin embargo, le suponían el jefe de los conspiradores y, a pesar suyo, le
manifestaban alguna deferencia.
Muy
próximo a él hallábase un individuo de aspecto cadavérico, llamado Vasili
Kashirin, que luchaba denodadamente por ocultar el terror que le dominaba.
Desde la hora de la mañana en que los habían conducido ante el tribunal, el
descompasado ritmo de su corazón amenazaba con ahogarle; tenía la frente bañada
en sudor y helados los pies y las manos. Pudo, con sobrehumano esfuerzo, evitar
que los miembros le temblasen y hacer que su voz pareciese firme y segura, así
como serena su mirada. No veía lo que le rodeaba, y las palabras y las frases
que allí se pronunciaban, llegaban a él como a través de la niebla, casi
apagadas por espesas y acolchadas paredes; para replicar a las preguntas que se
le hacían había de poner toda su voluntad en despertar de aquella especie de
ensueño entre nieblas. Luego no volvía a acordarse de preguntas ni respuestas y
volvía a sumirse en sus meditaciones y a empeñarse en su lucha interior. La
muerte parecía rondarle ya, y esta circunstancia desviaba de su rostro las
miradas del tribunal. Lo mismo podía ser joven que viejo: tan difícil era
calcular su edad como si se tratase de un cadáver que comienza a descomponerse.
Sus documentos, sin embargo, atestiguaban que tenía veintitrés años. Verner le
daba de vez en cuando una palmadita en las rodillas, y él le replicaba:
-
No es nada.
Algunas
veces experimentaba irresistible deseo de gritar, de aullar, como un animal
desesperado; cuando esto le ocurría, pasaba un rato cruel. Arrimábase
silenciosamente a Verner, y éste le decía, sin mirarle:
-
Paciencia, Vasia. Pronto dejaremos de sufrir.
La
quinta terrorista, Tania Kovalchuk, preocupada e inquieta, miraba a sus
compañeros con expresión maternal y solicita. Y parecía, en efecto, madre de
todos ellos, pese a su extremada juventud y a la lozanía de sus mejillas, tan
encendidas como las de Serguéi Golovin; pero sus ojos tenían una expresión de
ternura inefable, de infinito amor.
Apenas
si se dignaba mirar al tribunal. Estaba pendiente de las declaraciones de los
demás, preocupada de que no les temblase la voz, de que no tuviesen miedo.
A
Vasili, Tania ni siquiera se atrevía a mirarlo. A Musia y a Verner los
contemplaba con mezcla de orgullo y respeto, y su rostro adquiría entonces
expresión de patética gravedad. En cambio, cuando miraba a Serguéi sonreía y se
decía:
-
¡Eleva tus ojos al cielo, amigo mío! Pero ¿qué va a ser de Vasia? ¡Ay, Señor,
Señor! ¿Qué podría hacer por él? ¿Decirle algo? Acaso fuera peor. A lo mejor se
echa a llorar.
Así
como las nubes viajeras se reflejan a la hora del crepúsculo en las serenas
aguas de un lago, del mismo modo en aquel semblante todo bondad se reflejaban
todos los sentimientos, todas las ideas, aun las más leves, aun las más
fugaces, de los cuatro amigos de Tania. Ni siquiera se le ocurría pensar que
también ella estaba acusada, que asimismo habían de juzgarla y que igualmente
la ahorcarían. No le preocupaba gran cosa. En su domicilio fue precisamente
donde habían sido hallados las armas y los explosivos, y, aunque parezca raro,
ella misma fue quien recibió a tiros a la policía e hirió a un agente en la
cabeza.
A
las ocho de la noche terminó la sesión. Musia y Serguéi seguían mirando al
cielo, que poco a poco iba obscureciéndose. No tenía ese tinte rosado, esa
luminosidad sonriente, de los atardeceres estivales; habíase tornado de repente
hosco y ceñudo, nuboso y lóbrego, como cielo de invierno. Golovin lanzó un
suspiro y miró de nuevo a través de la ventana. Mas ya nada se veía; era noche
cerrada, una noche negra y helada. Entonces, el joven, sin dejar de acariciarse
la incipiente barba, volvió los ojos, curiosos como los de un niño, hacia los
jueces, y los fijó luego en los guardias que estaban allí custodiándolos,
rígidos, con sus fusiles prevenidos. Miró, finalmente, a Tania y sus labios
insinuaron una sonrisa. También Musia apartó la mirada del cielo cuando éste se
obscureció, y la fijó en una telaraña. Así permaneció durante la lectura de la
sentencia.
Cuando
se hubo cumplido este requisito, los defensores de los condenados se
despidieron de éstos, que no quisieron mirar los ojos, entre avergonzados y
tristes, de los abogados. Al salir cambiaron algunas palabras.
-
No es nada, Vasia -dijo Verner-; todo acabará pronto.
-
Sí, amigo, todo -replicó Kashirin, sereno, casi alegre.
Había
perdido su aspecto cadavérico, y su semblante se había coloreado levemente.
-
¡Ah, diablos! ¡Al fin han conseguido hacernos ahorcar! -exclamó el candoroso
Golovin.
-
¡Bah! -contestó Verner- Eso estaba descontado.
Tania
quiso consolarlos, y les dijo:
-
Mañana se ratificará la sentencia y nos encerrarán a todos juntos, y ya no nos
separaremos hasta la hora de morir.
Musia
callaba. Al fin echó a andar con decisión.
CAPÍTULO V
¡Bésalo y calla!
La
sentencia de los cinco terroristas fue notificada en forma definitiva y
confirmada el mismo día. A los condenados no se les dijo cuándo se les iba a
ejecutar; pero no ignoraban que, como se hacía de ordinario, serían colgados la
misma noche o, lo más tarde, a la siguiente, y cuando al otro día, es decir, el
jueves, les autorizaron para recibir la visita de sus padres, comprendieron,
sin quedarles duda. que la ejecución habría de verificarse el viernes al
amanecer.
Tania
Kovalchuk no tenía parientes próximos, y los que le quedaban vivían en un
remoto lugar de la Pequeña Rusia, y ni siquiera tenían noticia de lo que
ocurría; a Musia y a Verner, como desconocidos que eran, ni se les suponían
parientes, y solamente Serguéi Golovin y Vasili Kashirin eran los que habían de
recibir la visita de despedida de sus padres. Los dos pensaban con terror y
tristeza en tal entrevista, pero no se decidieron a negar a los ancianos padres
las últimas palabras y los últimos besos.
Serguéi
Golovin era el que más sufría ante la idea de la próxima entrevista. Quería
mucho a su padre y a su madre; hacía poco que los había visto, y le estremecía
la idea de lo que iba a pasar.
La misma ejecución,
con toda su monstruosidad, aparecia en su cerebro trastornado como algo menos
terrible que aquellos minutos cortos y absurdos, que parecían estar fuera del
tiempo y hasta de la vida misma. ¿Cómo iba a mirarlos? ¿Qué iba a decirles? Su
cerebro renunciaba a comprenderlo. Lo más sencillo y natural, que sería
cogerles las manos, besárselas y decirles: ¡Adiós, padres!, le parecía absurdo
y horrible en su
monstruosa, inhumana y estúpida falsedad.
Después
de dictada la sentencia, no volvieron a colocar juntos a los condenados, como
suponía Tania Kovalchuk, sino que pusieron a cada uno en un calabozo distinto,
y toda la mañana, hasta las once, hora en que llegaron los padres, Serguéi
Golovin anduvo paseando frenéticamente por la celda, pellizcándose la barbilla,
encogido lastimeramente y murmurando palabras ininteligibles. De cuando en
cuando se detenía bruscamente, llenaba el pecho de aire y lo exhalaba como un
nadador que hubiese estado demasiado tiempo debajo del agua.
Pero
era tan robusto y tan lleno de vida y juventud, que hasta en aquellos momentos
de cruel sufrimiento la sangre le bullía debajo de la piel y enrojecía sus
mejillas. Sus ojos azules tenían un fulgor inocente.
La
entrevista transcurrió mejor de lo que Serguéi esperaba. El primero que penetró
en la habitación destinada a las visitas fue su padre, el coronel retirado
Nikolái Serguéevich Golovin, todo blanco, el rostro, la barba, los cabellos y
las manos, como una estatua de nieve vestida con ropas humanas. Traía su
guerrera vieja, pero cuidadosamente limpia y oliendo a bencina, con las
charreteras nuevas, colocadas en sentido transversal, a diferencia de los
militares en servicio activo. Entró erguido y con paso firme, tendió la mano
blanca y huesuda y profirió en voz alta:
-
Hola, Serguéi.
Detrás
de él entró, con una extraña sonrisa, la madre, que también le estrechó la mano
y repitió en alta voz:
-
Buenas tardes, Sereyenka.
Después
le besó en los labios y se sentó callada, sin gesticular, ni gritar, ni llorar.
No hizo nada de aquello tan terrible que esperaba Serguéi, sino que se contentó
con darle el beso y sentarse, y hasta arregló con las manos temblorosas su
falda de seda negra.
Serguéi
ignoraba que toda la noche anterior, encerrado en su despacho, el coronel,
concentrando todas sus fuerzas, había estado imaginando los trámites de aquella
escena. Tenemos que evitar a nuestro hijo el amargarle los últimos momentos;
antes al contrario, debemos aliviárselos, decidió el coronel, pesando y
midiendo escrupulosamente cada una de las frases que había posibilidad de
emplear en la entrevista del día siguiente. Pero de cuando en cuando se
embarullaba, olvidaba lo que había preparado y lloraba amargamente en el rincón
de su diván de hule. Llegada la mañana, explicó a su mujer la actitud que
habría de observar en la entrevista.
-
¡Lo principal es que lo beses y calles! -le dijo-. Después puedes hablarle,
pero al besarIo no profieras una palabra. No le hables en seguida de besarIo,
¿comprendes?, porque te expones a decir lo que no debas.
-
Comprendo, Nikolái Serguéevich -contestó la madre, llorando.
-
¡No llores! ¡Dios te libre de ello, porque si lloras vas a matarle!
-
¿Y por qué estás llorando tú?
-
¿Quién no llorará con vosotros? Pero tú, tú no tienes que llorar, ¿estamos?
-
Está bien, Nikolái Serguéevich.
En
el coche quiso volver a repetir sus instrucciones, pero se halló con que ya las
había olvidado. Y así, los dos viejos fueron callados, encogidos, absortos en
sus pensamientos.
La
ciudad bullía alegremente; era la semana que precede a la cuaresma, y todas las
calles se encontraban llenas de gente y de ruido.
Llegaron,
por fin, a la sala de visita. El coronel se puso en pie, en actitud de espera,
colocando la mano derecha sobre el pecho, en la abertura de la guerrera.
Serguéi permaneció un momento sentado, con el rostro arrugado de su madre muy
próximo al suyo, y en seguida se levantó de un salto.
-
Siéntate, Sereyenka -rogóle la madre.
-
Siéntate, Serguéi -confirmó el padre.
Quedaron
un instante silenciosos. La madre sonreía extrañamente.
-
Hemos hecho todo lo imaginable para salvarte, Sereyenka.
-
Es en vano, madre ...
El
coronel dijo con resolución:
-
Debíamos preocupamos, Serguéi, para que no pensases que tus padres te habían
abandonado.
Quedaron
de nuevo silenciosos.
-
¿Y cómo está mi hermana? ¿Está bien?
-
Nínochka no sabe nada -contestó precipitadamente la madre.
Pero
el coronel, con acento severo, interrumpió diciendo:
-
¿Para qué mentir? La chica lo ha leído ya en los periódicos. Serguéi debe saber
que todos ... los suyos ..., que todos nosotros ... en este momento ...
No
pudo proseguir, y se detuvo. El rostro de la madre se contrajo súbitamente, se
arrugó y se agitó en medio de un llanto convulsivo. Sus ojos apagados le saltaban
de las órbitas; la respiración se hizo más entrecortada y más ruidosa.
-
Ser ... Ser ... Ser ... Serg ... -repetía sin mover los labios- Ser ...
-
¡Madre! ¡Mamaíta!
El
coronel dió un paso adelante, y todo convulso, terrible en su lividez mortal,
haciendo esfuerzos desesperados para conservar un resto de serenidad, dijo a su
mujer:
-
¡Calla! ¡No lo atormentes! ¡No lo atormentes! ¡No lo atormentes, porque va a
morir! ¡No lo atormentes!
Aterrada,
la madre calló. Pero él, apretando todavía sus puños contra el pecho para
contener su agitación, insistía:
-
¡No lo atormentes!
Dió
después un paso atrás, escondió su diestra temblorosa bajo la guerrera, y con
una expresión de forzada tranquilidad preguntó moviendo con dificultad sus
labios descoloridos:
-
¿Cuándo?
-
Mañana por la mañana -contestó Serguéi, con los labios igualmente exangües.
La
madre tenía los ojos bajos y se mordía los labios, como si no oyera nada. Y en
tal actitud dejó casi caer estas sencillas y extrañas palabras:
-
Nínochka nos ha dado para ti un beso, Sereyenka.
-
Devuélveselo de mi parte -contestó éste.
-
Los Jvostov también ... también te mandan recuerdos suyos.
-
¿Qué Jvostov? ¡Ah, si!
El
coronel interrumpió diciendo:
-
Bueno, vámonos. Levántate, madre. Tenemos que irnos.
Entre
los dos hombres la ayudaron a ponerse de pie. Apenas si podía sostenerse.
-
¡Despídete! -ordenó el coronel-. ¡Dale la bendición!
Cumplió
todo lo que le mandaron. Abrazó a su hijo, hizo sobre su frente la señal de la
cruz ... Pero después de un beso breve empezó a mover la cabeza negativamente,
repitiendo como enajenada:
-
¡No, esto no puede ser! ¡No, no es posible! ¡No, no! ¿Qué va a ser de mí? ¡No,
no es posible!
-
¡Adiós, Serguéi! -dijo el padre.
Se
estrecharon las manos y se dieron un beso fuerte, rápido.
-
Tú ... -empezó a decir Serguéi.
-¿Qué
...? -preguntó casi sin aliento el padre.
-
¡No, no es posible! ¡No, no! ¿Qué será de mí? -insistía la madre, meneando
siempre la cabeza. Se sentó otra vez, y un temblor profundo recorrió su cuerpo.
-
Tú ... -empezó de nuevo Serguéi.
Mas
de pronto se contrajo su rostro e hizo pucheros como un niño; sus ojos se
llenaron de lágrimas, y vió a través de ellas la cara exangüe de su padre, cuya
mirada velaba también el llanto.
-
Tú, padre, eres persona noble ...
-
¿Qué dices? ¿Qué dices? -dijo el coronel casi asustado.
Y
en el mismo instante, como si se derrumbase, dejó caer la cabeza sobre el pecho
de su hijo. En otro tiempo había sido más alto que éste, pero ahora aparecía
empequeñecido, y su cabeza, seca y enmarañada, no llegaba más que hasta el
pecho de Serguéi. Ambos besaban ávidamente: el uno, los cabellos blancos del
padre; el otro, el capote del hijo preso.
-
¿Y yo? -exclamó de repente una voz desgarrada.
Miraron:
era que la madre se había puesto en pie, y con la cabeza echada hacia atrás los
miraba iracunda.
-
¿Y yo? -repitió con acento de loca moviendo la cabeza-. Vosotros, hombres, os
besáis; pero ¿y yo?
-
¡Mamaíta! -exclamó Serguéi lanzándose hacia ella.
Y
entonces ocurrió lo que no se puede describir con palabras, y que por tanto
mejor es callar ...
Las
últimas palabras del coronel fueron éstas:
-
Te bendigo, a la hora de la muerte, Serguéi. Muere valientemente, como
corresponde a un oficial.
Y
se fueron. Hacía un momento se encontraban aquí de pie conversando, y ya no
están.
De
vuelta al calabozo, Serguéi se echó en su camastro con el rostro hacia la
pared, para ocultarlo de los soldados, y estuvo llorando largo rato. Mas, al
fin, cansado de llorar, quedó sumido en un sueño profundo.
A
ver a Vasili acudió solamente su madre. El padre, comerciante rico, no había
querido hacerlo. Al entrar en la sala de visitas le encontró la anciana
paseando arriba y abajo y temblando de frío, no obstante el calor que hacía. Su
conversación fue corta y angustiosa.
-
¿Para qué ha venido usted, madre? Va usted a atormentarse a sí misma y a mí
también.
-
¿Por qué has hecho eso, hijo mío? ¿Por qué? ¡Señor!
La
anciana comenzó a llorar, enjugándose las lágrimas con las puntas de su pañuelo
negro de lana.
Vasili,
según costumbre que tanto él como sus hermanos tenían de responder con gritos a
la eterna incomprensión de su madre, se detuvo, y, tiritando, empezó a decir
furioso:
-
¡Vaya! ¡Ya lo sabía yo ...! ¡No lo comprende usted, madre! ¡No comprende usted
nada, nada!
-
¡Bueno, bueno, hijo mío! ¿Tienes frío?
-
Sí, tengo frío -contestó Vasili brevemente, y de nuevo se puso a pasear por la
sala, mirando de reojo a su madre.
-
Has cogido frío, si ...
-
¡Madre, por Dios! ¿Qué significa el frío cuando ...?
E
hizo un signo significativo y desesperado con la mano.
La
anciana quiso decirle: Tu padre se preocupa tan poco de esto, que el lunes
mandó que le hiciesen ese plato que le gusta. Pero, asustada, empezó a
balbucear:
-
Ya le dije: mira que es tu hijo; ve a despedirte de él. Pero se entercó en que
no; ya sabes, como es así ...
-
¡Que se vaya al infierno! ¡Ese no es un padre! ¡Toda su vida ha sido un
canalla, y sigue siéndolo!
-
¡Hijo mío! ¡Dices eso de tu padre! -y la anciana se irguió con aire de reproche.
-
¡De mi padre!
-
¡Sí, de tu padre, del que te dió el ser!
-
¡Qué padre ha sido para mí!
Todo
aquello era absurdo. La muerte acechaba cerca de aquel lugar, y su proximidad
daba carácter de mayor desvarío a la escena, en la cual crujían las palabras como
las cáscaras de las nueces bajo los pies. Llorando casi de angustia ante
aquella incomprensión, que durante toda la vida habíale separado de los suyos,
y que ahora, en vísperas de la ejecución, volvía a asomar su faz estúpida e
inexpresiva, Vasili gritó:
-
Pero ¿no comprende usted que me van a ahorcar? ¡A ahorcar! ¿Lo comprende usted?
¡A ahorcar!
-
Si no te hubieras tú metido con nadie, no te ... -gritó la madre.
-
¡Señor! ¿Es posible esto? ¿Es posible, ni aun entre fieras? ¿Soy hijo de usted
o no lo soy?
Echóse
a llorar y se sentó en un rincón. En otro, la anciana se puso a llorar también.
Incapaces de fundir sus almas, ni por un instante, en un sentimiento común de
amor para hacer frente al horror de la muerte que se acercaba, lloraban ambos
con lágrimas de soledad, con lágrimas que no aliviaban el corazón. La madre
prosiguió:
-
¡Preguntas si soy o no soy tu madre, y lo preguntas cuando en cuatro días mi
pelo se ha vuelto blanco y he envejecido como si hubiesen pasado años!
-
Bueno, madre ... Bueno. Perdóneme. Ya es la hora. Tiene usted que marcharse ...
Dé usted un beso a mis hermanos.
-
¿Es que no soy tu madre? ¿Es que no ves mi pena?
Al
fin se fue. Salió sin ver por dónde iba, vertiendo amargas lágrimas, que se
enjugaba con las puntas de su pañuelo. Cuanto más se alejaba de la cárcel, más
ardiente era su llanto. Volvióse de nuevo hacia la prisión, se alejó otra vez y
acabó por perderse estúpidamente en aquella ciudad donde había nacido, donde
había crecido y donde había envejecido. Se metió por un jardín desierto en el
que había unos árboles viejos y carcomidos y se sentó en un banco húmedo por la
nieve derretida. De pronto, comprendió claramente: ¡Mañana, mañana mismo lo
iban a ahorcar!
Levantóse
de un salto y quiso correr, pero se le fue la cabeza y cayó.
El
sendero helado estaba resbaladizo, y la pobre no conseguía levántarse; se
volvía a un lado y a otro, se erguía apoyándose sobre los codos y las rodillas
y tornaba a caer de costado. El pañuelo negro se le fue de la cabeza, dejando
al descubierto sobre la nuca una calva entre los cabellos de un blanco sucio.
Perdió la noción de lo que le pasaba y donde se encontraba: creyó hallarse en
una boda; la boda de su hijo; que había bebido vino y que se había
emborrachado.
-
¡No puedo! ¡Como hay Dios que no puedo! -decía la anciana meneando la cabeza y
arrastrándose sobre la tierra helada. Y seguían escanciándole vino sin
interrupción.
Empezaban
a oprimirle el corazón las risas de la embriaguez; la insistencia de las
invitaciones, el baile vertiginoso de los convidados, en tanto que seguían
echándole más vino. No hacían otra cosa sino darle vino, mucho vino ...
EL ABISMO
I
El día tocaba a su
fin. Caminaban los dos sin dejar de hablar, y habían perdido la noción del
tiempo y del camino. Ante ellos, sobre una colina, había un bosquecillo. El
sol, pasando entre las hojas, parecía un ascua, que doraba el polvo. Estaba tan
próximo y era tan vivo, que todo parecía haberse desvanecido alrededor; no se
veía más que a él. Su luz ardiente hacía daño a los ojos. Ellos retrocedieron
en su camino. Todo se extinguió de pronto, y ahora se veía más neto, más claro
y más tranquilo. A lo lejos, poco más de un kilómetro, el ocaso rojo caía sobre
el alto tronco de un pino y ardía en el follaje, como una bujía en un cuarto oscuro.
El camino estaba velado de rojo, y cada piedra proyectaba una larga sombra
negra.
La hermosa
cabellera rubia de la muchacha, clareada por los rayos del sol, parecía una
corona de oro. Un cabello fino y rizado se balanceaba en el aire, como un dorado hilo de araña.
Ya no se veía
claro; pero la conversación continuó, siempre en el mismo tono. Dulce, franca y
amistosa, se deslizaba como las aguas de un sereno manantial. El tema era la
fuerza eterna, la belleza y la inmortalidad del amor
Ambos eran muy
jóvenes aún: ella no tenía más que diecisiete años; él, Niemovetsky, tenía
cuatro años más, y los dos llevaban el uniforme de colegiales; ella, un
sencillo vestido gris, del Liceo; el, un bonito traje de estudiante de la
Escuela Politécnica.
Como el tema mismo
de su conversación, todo era en ellos joven, bello y puro; sus talles, esbeltos
y flexibles, como a merced del aire, sus pasos ligeros, sus voces frescas,
dulces y soñadoras. Hasta cuando hablaban de las cosas más simples sus voces
parecían un arroyo en noche de primavera, cuando la nieve no ha desaparecido
aún del todo en los campos obscuros.
Siguieron el
camino, sin saber dónde los conducía, proyectando en la tierra dos largas
sombras, que tan pronto se aminoraban como se confundían en una sola sombra
larga, como la de un álamo. Absortos en la conversación, no veían sus sombras.
El joven miraba sin cesar el bello rostro de la muchacha, iluminado por los
lindos colores tiernos del sol poniente. Ella, con la cabeza ligeramente baja,
miraba al suelo, empujando las piedrecillas con su sombrilla y contemplando la
punta de su pequeña botina, que suavemente pisaba la tierra.
Un canalillo, con
los bordes derruidos, lleno de polvo, se interpuso en su camino, y ambos se
detuvieron. Zina levantó la cabeza, y mirando a su alrededor con ojos velados,
preguntó:
-¿Sabe usted dónde
estamos? Yo nunca he estado aquí.
El examinó aquel
lugar con atención.
-Sí, lo sé. Allí,
detrás de aquella colina, está la ciudad. Déme su mano, voy a ayudarla a
saltar.
Tendió su mano,
pequeña y blanca como la de una muchacha. Zina, llena de alegría, hubiera
querido saltar sola por encima del canalillo, correr como una chicuela,
gritando: “¡a que no me pillas!”, pero no se atrevió, Con una inclinación grave
de reconocimiento, bajó la cabeza, tendiéndole tímidamente la mano, que
con-servaba aún las formas tiernas de una mano de niño. El hubiera querido
apretar muy fuerte aquella manita temblorosa, pero no se atrevió tampoco, y se
limitó a tender la suya inclinándose respetuosamente y desviando modestamente
la mirada cuando la muchacha, al subir, dejó entrever su pierna.
Continuaron andando
y hablando; pero no podían olvidar el dulce momento en que sus manos se habían
tocado, Ella sentía aún el calor de su palma de sus fuertes dedos; esto le era
muy agradable, y al mismo tiempo molesto; él sentíase feliz por haber tocado la
piel fina de aquella manita y haber visto la silueta negra de aquel zapatito
que tan gentilmente calzaba su pie diminuto.
Había algo turbador
en todo aquello; pero por un esfuerzo inconsciente de voluntad, él sabía
dominar aquella sensación.
Estaba muy alegre y
era tan feliz, que tenía ganas de cantar, de tender al cielo los brazos y de
gritar a la muchacha: “¡Corra usted, que la voy a pillar!...”, esta antigua
fórmula del amor primitivo en medio de los bosques y de las ruidosas cascadas.
Tenía ganas de llorar de felicidad. Sus largas sombras extrañas desaparecieron,
el polvo de la atmósfera se hizo gris y frío; pero ellos no notaron los
cambios. Los dos habían leído buenos libros, y las imágenes de gentes que
amaban, sufrían y perecían en nombre del amor puro e ideal, pasaban ante sus
ojos. Recordaron trozos de poesías leídas en otros tiempos, poesías que
cantaban el amor, llenas de armonía y de dulce tristeza.
¿No recuerda usted
de quién son estos versos? –preguntó Niemovetsky, rebuscando en su memoria:
“Y aquella a quien yo amo está de nuevo
cerca de mí, y aún
no sospecha nada,
ni la inmensidad de
mi tristeza,
ni mi ternura, ni
mi amor,
del que jamás le
hablé…”
-No respondió Zina,
y repitió melancólicamente las últimas palabras de la poesía:
“de mi tristeza,
ni mi ternura, ni
mi amor…”
-“¡Ni mi amor!”
-exclamó involuntariamente, como un eco, Niemovetsky.
Y continuaron
evocando las jóvenes puras y blancas como azucenas, vestidas con negras ropas
de monja, que vivían una vida aislada, en la tristeza de los parques llenos de
hojas secas, en otoño, y que amaban su tristeza; evocando hombres soberbios,
enérgicos, pero que sufrían soñando en el amor y en el tierno afecto de la
mujer. Las imágenes que evocaban en su memoria eran tristes; pero en esta
tristeza el amor aparecía más claro, más puro. Inmenso como el universo,
luminoso como el sol, bello y divino, como arte esplendoroso, nada había en el
mundo ni más fuerte ni más bello.
-¿Sería usted capaz
de morir por la que amara? –preguntó Zina mirándose su pequeña mano casi
infantil.
Sí, no tengo
ninguna duda -respondió él con firmeza, mirándola con ojos francos y sinceros-.
¿Y usted?
Yo, también.
Quedó pensativa.
-Tiene usted un
hilo en la americana -dijo ella levantando su mano hacia el hombro de él y
quitándole con mucha precaución el hilo-. Aquí está -dijo poniéndose seria, y
preguntó-: ¿Por qué está usted tan pálido y tan delgado? Trabaja usted mucho,
¿no es verdad? No hay que cansarse tanto.
-Tiene usted los
ojos azules, con unos puntitos claros, como chispitas -respondió él mirándola a
los ojos.
-Y los de usted son
negros. No, más bien son obscuros, cálidos, con…
No acabó su
pensamiento y volvió la cabeza. Su rostro enrojeció lentamente y sus ojos
tomaron una expresión tímida, confusa. Una ligera sonrisa entreabrió sus
labios,
Niemovetsky
experimentaba un sentimiento muy agradable, y sonrió también, Ella dió algunos
pasos hacia adelante, y se detuvo en seguida.
-Mire usted, el sol
se ha puesto -indicó con extrañeza.
-Es verdad -dijo él
con una tristeza profunda.
La luz se había
extinguido, habían desa-parecido las sombras y todo había cambiado alrededor,
tornándose pálido, silencioso y muy triste. El cielo puro y azul, de donde
acababa de desaparecer el sol deslumbrador, se iba cubriendo poco a poco de
nubes sombrías. Flotaban, se entrechocaban, cambiaban lentamente sus formas,
pareciéndose a monstruos despertados que avanzaran, sin quererlo, como
perseguidos por una fuerza misteriosa y terrible. Una nubecita clara y ligera
se había separado del amontona-miento y revoloteaba tímida y débil.
II
Zina estaba pálida,
con los labios muy rojos; sus pupilas se habían ensanchado, dando un aspecto
sombrío a sus ojos claros. Susurró dulcemente:
Tengo miedo. Está
tan silencioso todo esto... Nos hemos extraviado.
Niemovetsky frunció
las cejas y examinó con angustia el sitio donde estaban.
La noche, cayendo,
hacía más inefable y frío todo lo que les rodeaba, No se veía más que el campo
frío, cubierto de menuda hierba pisoteada, barrancos de arcilla, colinas y
abismos, Había, sobre todo, precipicios muy profundos junto a otros pequeños,
cubiertos de hierbas trepadoras. Había mucha obscuridad adentro, y el no estar
a aquella hora la gente que durante el día trabajaba en ellos, hacía más
desierto y más triste aún aquel lugar. A los lados, acá y allá, se distinguían
en la noche jirones azules de la fría niebla de los bosquecillos, que parecían
prestar oído a los precipicios lúgubres para escuchar lo que les contaban.
Niemovetsky dominó
el sentimiento penoso y confuso de la inquietud, y dijo:
-No, no nos hemos
extraviado. Conozco el camino. Iremos primero por el campo, y después a través
de aquel bosquecillo. ¿Tiene usted miedo?
Ella sonrió, y le
respondió animosamente:
-No, ahora ya no le
tengo; pero tenemos que darnos prisa, para tomar el té.
Empezaron a
caminar, primero rápida y resueltamente; pero pronto acortaron el paso. Sentían
a su alrededor la penosa hostilidad del campo pisoteado, como si les observaran
miles de ojos sombríos e inmóviles; este sentimiento les acercó el uno al otro,
trayendo a su memoria recuerdos de la infancia.
Eran bellos
recuerdos, iluminados por el sol entre las hojas, recuerdos de amor y de risa.
Más que a la vida, aquello se parecía a una canción dulce y majestuosa,
compuesta de dos notas nada más: una, sonora y pura como el cristal, y la otra
un poco más baja, pero más limpia, como una campanilla.
De pronto, vieron
figuras humanas. Dos mujeres estaban sentadas al borde de un profundo
precipicio de arcilla; una de ellas, con las piernas cruzadas, miraba
atentamente hacia abajo; su pañuelo se levantaba sobre la cabeza y dejaba ver
sus cabellos, mal peinados; la curva de la espalda hacía subir el corpiño, muy
sucio, con flores grandes como manzanas. Ni siquiera miró del lado de los que
pasaban. La otra mujer, muy cerca de la primera, estaba casi tumbada, con la
cabeza hacía atrás. Su cara era grotesca y ancha, de rasgos masculinos; dos
manchas rojas y hundidas, que parecían arañazos recientes, se destacaban
claramente sobre los carrillos. Estaba aún más sucia que la primera, y miró a
los dos jóvenes con una mirada impasible. Cuando hubieron pasado, se puso a
cantar con una gruesa voz de hombre:
“Para ti solo, mi amor,
me he abierto como
una flor.”
-¿Oyes, Bárbara?
–dijo dirigiéndose a su amiga silenciosa, sin obtener respuesta, y se echó a
reír grotescamente.
Niemovetsky conocía
mujeres como aquéllas, sucias hasta cuando están rica y elegantemente vestidas;
apenas las miró sin que le sorprendiera verlas allí. Pero Zina, que casi las
había rozado con su modesto vestido obscuro, tuvo para ellas un sentimiento
malo, casi hostil. Pronto se disipó esta impresión, como la sombra de una nube
con que pasa rápidamente por encima del campo dorado; y cuando junto a ellos
pasaron, adelan-tándoles, dos hombres, uno con una gorra en la cabeza y el otro
con una chaqueta, pero descalzos, y una mujer sucia también como ellos, Zina, a
pesar de haberlos visto, no puso atención en ello. Sin darse cuenta, siguió
largo rato a la mujer con la mirada, extrañándose de ver su vestido ligero casi
pegado a las piernas, como si estuviera mojado, y una gran mancha de barro
grasiento que se destacaba en los bajos de la falda. Había algo de inquietante,
de penoso y desesperante en el bamboleo de aquella ligera falda sucia.
Siguieron andando y
hablando. La nube, arrojando sobre el campo una leve sombra, les seguía
lentamente por el cielo. Los bordes inflados de las nubes sombrías se
distinguían apenas por sus manchas de un amarillo claro. Las tinieblas se
acercaban lentas e imperceptibles. Diríase que aún era de día, pero que el día
se estaba muriendo dulcemente.
Hablaron de sueños
y de los sentimientos que el hombre experimenta en una noche de insomnio,
cuando no le distrae nada, cuando las misteriosas tinieblas de ojos
innumerables se abaten sobre su misma faz.
-¿Puede usted
figurarse el infinito? -preguntó Zina, tocándose la frente con su mano y medio
cerrando los ojos.
-¡Por completo!
-respondió él, repitiendo la palabra “infinito” y cerrando los ojos a su vez.
Pues yo le veo
algunas veces. Esto me ocurrió la primera vez siendo muy pequeña todavía. Era
como una hilera de carretas, que se siguen la una a la otra, muy larga, muy
larga, sin fin. ¡Es horrible!
Tuvo un escalofrío.
-¿Y por qué
carretas y no otra cosa? -dijo él sonriendo y sintiendo un malestar por aquella
comparación.
-¡No sé!
Las tinieblas se
hicieron más negras; la nube ha pasado sobre sus rostros pálidos y abatidos.
Ahora se veían con más frecuencia siluetas sobrias de mujeres sucias y
harapientas, como si los precipicios las arrojaran a la superficie. Ya se veía
una, ya grupos de dos o tres mujeres. Se oían voces que retumbaban en el arte
silencioso.
-¿Qué mujeres son
esas? ¿De dónde vienen? -preguntó Zina con voz dulce y medrosa.
Niemovetsky sabía
lo que eran aquellas mujeres y tenía no poco susto, adivinando que se
encontraban en algún mal lugar muy peligroso. Sin embargo, respondió con gran
tranquilidad:
-No sé nada... Sea
lo que sea; más vale no hablar de ello. No tenemos ya más que atravesar aquel
bosquecillo; detrás están las barreras de la ciudad. ¡Es un fastidio que
hayamos salido tan tarde!
Ella sonrió,
recordando que estaban paseando desde las cuatro. Pero, viendo sus cejas
fruncidas, propuso que anduvieran más deprisa, procurando tranquilizarle.
-Tengo sed. El
bosquecillo no está lejos. Vamos deprisa.
Cuando entraron en
el bosque y se hallaron bajo los arcos silenciosos que formaban los árboles con
sus copas, la noche era más sombría, pero más serena.
-Déme usted su mano
-dijo Niemoversky.
Ella le dio
tímidamente su mano, y este ligero movimiento pareció disipar los crepúsculos.
Sus manos estaban inmóviles y no se apretaban. Zina trató de alejarse un poco
de su compañero; pero todos sus pensamientos estaban absortos en la sensación
de aquel sitio donde se tocaban sus manos. Y de nuevo tuvieron deseos de hablar
de la belleza, de la misteriosa fuerza del amor; pero de hablar sin palabras,
nada más que con las miradas, para no romper el silencio. Querían mirarse, pero
no se atrevían.
-¡Todavía hay gente
aquí! -dijo alegremente Zina.
III
En un calvero donde
había más claridad veíanse tres hombres sentados alrededor de una botella
vacía, guardando silencio; espiaban a los que pasaban. Uno de ellos, rasurado
como un actor, se echó a reír y a silbar de una manera provocativa, como
diciendo: “¡Toma, toma!” Niemovetsky sintió su corazón oprimido por la angustia;
pero siguió derecho el sendero, que pasaba precisamente al lado de aquellos
hombres misteriosos. Estos esperaron; tres pares de ojos miraron en la
obscuridad, inmóviles y hostiles. Y sintiendo en sí un vago deseo de atraerse
las simpatías de aquellas gentes taciturnas y harapientas, cuyo silencio estaba
preñado de amenazas; deseando hacerles comprender su impotencia y despertar en
ellos la compasión, les preguntó:
-¿Es este el
sendero que conduce a la ciudad?
Pero no
respondieron. El rasurado silbó de una manera rara, burlona; los otros dos
miraron con una mirada sombría, amenazadora y fija. Estaban borrachos, mal
intencionados, sedientos de amor y destrucción. Uno de los hombres, de
carrillos rojos, hinchados, se alzó sobre sus codos; luego, torpemente, como un
oso al apoyarse sobre sus patas, se puso en pie, respirando con dificultad. Sus
camaradas le dirigieron una mirada rápida, y en seguida se volvieron todos
hacia Zina, mirándola con fijeza.
-Tengo mucho miedo
–dijo ella muy bajo’.
Niemovetsky se pudo
apercibir de ello, por el modo de agarrarse a su brazo. Procurando aparentar
tranquilidad, y sintiendo la fatalidad de lo que iba a pasar, echó a andar con
largos y firmes pasos. Sentía sobre su espalda tres pares de ojos. Le acometió
al principio la idea de correr, pero comprendió que sería inútil.
-¡Y esto es un
caballero! –dijo con menos-precio.
El tercero del
grupo era calvo y tenía una barba roja.
-El no vale nada,
pero la señorita no está del todo mal, a fe mía. Es un buen bocado.
Los tres se echaron
a reír, con una risa falsa y descortés.
¡Permítame usted,
señor! ¡Nada más que dos palabras! -dijo el más alto, con voz de bajo, mirando
a sus camaradas.
Los otros se
levantaron.
Niemovetsky siguió
andando, sin volverse,
-¡Hay que contestar
cuando se pregunta! -dijo el rojo severamente-. Por lo menos, cuando no quiere
uno que le rompan el alma.
-¿Lo has oído?
-gritó el calvo, lanzándose hacia ellos como un loco.
Una mano fuerte
asió el hombro de Niemovetsky y le sacudió. Al volver la cabeza vió muy cerca
de su cara dos ojos redondos, de una expresión horrible. Estaban tan próximos
que parecía que le miraban a través de una lupa; hasta distinguía perfectamente
las vesículas rojas sobre el blanco del ojo y el pus amarillo sobre las
pestañas. Soltando la mano inmóvil de Zina, metió la suya en el bolsillo,
buscando su porta-monedas, y balbuceó:
-¿Quieren ustedes
dinero?... Aquí está... tengan...
Los ojos redondos
tuvieron una expresión de disgusto.
Niemovetsky volvió
la cabeza; en este momento, el alto echó un paso atrás y le dió un puñetazo
debajo de la barba. El golpe fué inesperado. La cabeza de Niemovetsky cayó
hacia atrás, chocaron sus dientes; su gorro le tapó primero la cara, y luego
rodó por tierra. Niemovetsky perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Zina,
aturdida, echó instintivamente a correr con toda sus fuerzas. El rasurado lanzó
un grito agudo y corrió tras la muchacha. Niemovetsky apenas se levantó del
suelo, recibió otro golpe terrible en la nuca. Era él solo contra dos: solo, tan
débil, sin costumbre de luchar; pero no se desanimó: con todas sus fuerzas
mordió, arañó las manos de sus adversarios, como las mujeres, llorando de
rabia, en lucha desigual y desesperada.
Pronto se agotaron
sus fuerzas. Le levantaron en peso y le llevaron. En los primeros momentos se
resistió aún; pero como la cabeza le dolía horriblemente, dejó de comprender lo
que pasaba a su alrededor, y sus brazos se balanceaban a cada paso. La última
cosa que vió fué un mechón de la barba roja que casi se le metía en la boca;
luego, a través de las tinieblas del bosque, la silueta de la pobre joven
perseguida por el rasurado. Corría con todas sus fuerzas, silenciosa, sin
gritar.
Niemovetsky sintió
el vacío a su alrededor; oprimido el corazón, rodó hacia abajo, como una
piedra; su cuerpo chocó contra el suelo y perdió el conocimiento.
Sus dos
adversarios, después de haber arrojado a Niemovetsky por el terraplén,
permanecieron un momento en lo alto, prestando oído a lo que pasaba en el
fondo. Pero sus miradas se volvieron hacia el lado del bosque, por donde huía
Zina. Pronto se oyó un grito terrible, ahogado, de mujer; después, fue el
silencio.
El alto, furioso,
gritó:
-¡Crápula!
Y echó a correr, en
línea recta, a través de las ramas, como un oso.
El rojo le siguió,
gritando con voz aguda:
-¡Yo también! ¡Yo
también!
Era más débil que
el otro y se sofocaba. Durante la lucha había recibido una patada en la
rodilla, y el pensamiento de que sería el último en violar a la muchacha, a
pesar de haber sido el primero que tuvo la idea, casi le volvía loco. Se detuvo
un instante, se frotó la rodilla con la mano, se sonó con fuerza, metiendo el
dedo en la nariz, y echó nuevamente a correr, gritando:
-¡Yo también! ¡Yo
también!
La nube negra fué
desapareciendo poco a poco, y la noche, sombría y serena, descendió sobre la
tierra, escondiendo en sus tinieblas la figura del rojo; no se oían más que sus
breves pasos nerviosos a través del bosque, el ruido de las ramas sacudidas por
sus manos y su grito vibrante y lastimero:
-¡Yo también! ¡Yo
también!
IV
Niemovetsky tenía
la boca llena de tierra y arena, que rechinaba entre sus dientes. Lo primero
que sintió, al volver en sí, fue el olor fuerte de la tierra húmeda. Sentía la
cabeza pesada, como si estuviera llena de plomo: ni siquiera podía volverla;
tenía dolores en todo el cuerpo, especialmente en el hombro izquierdo.
Felizmente, no le habían roto nada en la lucha. Se sentó y estuvo un buen rato
mirando hacia arriba, sin poder pensar ni darse cuenta de lo que le pasaba. A
través de un matorral de anchas hojas negras, al borde del terreno, se veía el
cielo puro. El huracán, que había pasado sin ser seguido de la lluvia, había
purificado el aire, que era más seco y más ligero ahora. La luna, en cuarto
creciente, con un borde opaco, derramaba desde lo alto del cielo su luz pálida,
triste y fría, pues eran sus ultimas noches. Los pequeños jirones de nubes,
empujados por el viento, que aún soplaba muy fuerte allá arriba, pasaban cerca
de la luna, sin atreverse a ocultarla. Todo esto hacía el efecto de una noche
triste y misteriosa, que lloraba sobre la tierra.
Niemovetsky se
acordó de pronto de todo lo que había ocurrido; no se atrevió a creerlo; de tal
modo era horrible e inverosímil. La verdad no puede ser tan horrible y tan
cruel. El mismo, a aquella hora, en aquel sitio, sentado en la tierra, mirando
desde abajo la luna y las nubes flotantes, no se reconocía; todo era extraño y
no se parecía a nada. La primera idea que le vino fue la de que soñaba una
pesadilla muy extraordinaria y horrible. Hasta las mujeres que habían
encon-trado no eran más que un sueño.
“Esto no es
posible”, se dijo sacudiendo la cabeza, que le dolía mucho. Buscó su gorra,
pero no la encontró. Aquello era un mal presagio. Comprendió, de pronto, que no
se trataba de un sueño, sino de la cruel realidad.
Estupefacto de
terror, dió un salto, y en un abrir y cerrar de ojos, empezó a trepar a lo
alto, con el corazón triste y oprimido; pero volvió en seguida a caer, cubierto
por la tierra móvil. Trepó de nuevo, agarrándose a las ramas flexibles del
matorral. Una vez arriba, se precipitó hacia adelante, sin reflexionar y sin
buscar la dirección. Corrió mucho tiempo, dando vueltas bajo los árboles.
Después, cambió de dirección, yendo hacia el lado opuesto. No prestaba atención
a las ramas, que le herían en el rostro, y a su espíritu se presentó de nuevo
todo como una pesadilla terrible. Le pareció que había vivido ya todo aquello:
las tinieblas, las ramas invisibles que le hacían daño. Y siguió corriendo, con
los ojos cerrados y pensando que todo aquello no era más que un sueño.
Niemovetsky se
detuvo extenuado y se sentó en el suelo. Acordándose de su gorra, se dijo:
-Sí, yo soy
verdaderamente. Es necesario que me mate; lo sería aunque esto fuera un sueño.
Se levantó de nuevo
y echó a correr; luego, reflexionando un poco cortó el paso, acordándose
vagamente del sitio donde se habían arrojado sobre ellos. El bosque estaba muy
obscuro; en ciertos momentos, un pálido rayo de la luna aclaraba los troncos
blancos de los árboles; pero el bosque parecía estar lleno de personas
inmóviles y taciturnas. Todo aquello parecía un sueño.
-¡Zina Nicolaievna!
-llamó Niemovetsky en voz alta, alzando más la voz en el primer nombre y
pronunciando muy bajo el segundo, como si, al oírlo, perdiera la esperanza de
recibir las respuesta.
Nadie le contestó.
De pronto se
encontró con la senda, la reconoció y siguió hasta el calvero. Esta vez
comprendió bien que todo era verdad. Presa de estupor, se puso a gritar.
-¡Zenaida
Nicolaievna! ¡Soy yo! ¡Soy yo el que la llama!
Tampoco obtuvo
respuesta. Volviéndose del lado donde se figuraba que estaba la ciudad,
Niemovetsky gritó con todas sus fuerzas:
-¡Socorro!
Perdió la cabeza y
empezó a registrar los matorrales, hablándose a sí mismo. De repente, vió a sus
pies una mancha blanca, como la de una luz débil, tendida en tierra.
-¡Dios mío! ¿qué es
esto? –exclamó con voz llorosa. Se puso de rodillas, adivinando el terrible
drama y buscando a la pobre desventurada. Su mano tocó el cuerpo desnudo: era
terso, rígido y frío; pero vivía aún. Retiró la mano instintiva-mente.
-¡Querida mía!
¡Pobre niña mía! ¡Soy yo! -dijo muy bajo, buscando en la obscuridad el rostro
de Zina. Quiso levantarla, y de nuevo tocó el cuerpo desnudo. ¡Siempre aquel
cuerpo de mujer, terso, rígido, un poco más cálido bajo la mano que le tocaba!
Rápidamente, retiraba su mano un momento; pero otras veces la retenía. Al tocar
aquel cuerpo desnudo, no podía concebir que perteneciera a Zina, como antes no
concebía que él pudiera estar solo en aquel sitio, con el traje hecho jirones,
sin gorra. Y lo que había pasado, lo que se había hecho con el aquel cuerpo de
mujer inmóvil, se le apareció en toda su realidad espantosa e implacable, y con
una fuerza increíble y extraña al mismo tiempo, estremeciendo todo su ser. Se
enderezó con firmeza, fijó una mirada lívida en la mancha blanca que había a
sus pies, frunció las cejas, como un hombre que reflexiona.
El horror de todo
lo que había ocurrido allí se apoderó de su cuerpo, y pesó sobre su alma como
un pesado fardo imposible de arrojar de sí.
-¡Dios mío, Dios
mío! -repetía sin cesar, con una voz extraña-mente cambiada.
Encontró el corazón
de Zina; los latidos eran débiles, pero regulares. Se inclinó sobre la muchacha
y sintió su débil respiración; diríase que dormía, y no que estaba desmayada.
La llamó de nuevo, por el diminutivo de su nombre:
-¡Zina, mi Zina,
soy yo!
Al pronunciar su
nombre, sintió súbitamente que le gustaría que no se despertara en seguida.
Contenida la respiración, lanzando a su alrededor rápidas miradas, le pasó
dulcemente la mano por la mejilla, la besó primero en los ojos cerrados,
después en la boca, que entreabrió bajo un beso fuerte. Espantado ante el
pensamiento de que pudiera despertarse, retrocedió un poquito y permaneció quieto.
El cuerpo estaba inmóvil y mudo, y en aquel pobre cuerpo desgraciado e
inofensivo, había algo que inspiraba piedad, que irritaba y atraía al mismo
tiempo.
Con mucha ternura y
la prudencia medrosa de un ladrón, Niemovetsky trató de cubrir el cuerpo con
los jirones del vestido de la muchacha; la doble sensación de la tela y del
cuerpo desnudo era angustiosa y cortante como un cuchillo incomprensible como
la locura. Se sentía defensor y atacante al mismo tiempo.
En vano buscó un
socorro cualquiera, implo-rando al bosque, a las tinieblas; todo permaneció
indiferente. Allí había tenido lugar el festival de las bestias hambrientas de
amor, y él, rechazado al otro lado de la vida humana, simple y razonable,
sentía la pasión loca y bestial, de que la atmósfera misma parecía impregnada
allí y que le embriagaba.
-¡Soy yo, soy yo!
-repetía automáticamente, sin darse cuenta de lo que le rodeaba y acordándose
de la lista blanca de la falda y de la bella silueta del piececito, lindamente
calzado.
Prestó oído a la respiración
de la joven, y teniendo los ojos siempre fijos en su rostro, avanzó la mano. La
separó nuevamente, y la lanzó otra vez.
-iPero estoy loco!
-gritó espantado, y se sobresaltó, de miedo de sí mismo.
Durante un corto
instante vió aún el rostro de la joven; después, no lo vió ya. Se esforzaba en
convencerse a sí mismo de que aquel cuerpecito pertenecía a Zina, con quien él
se había paseado aquella misma noche, a Zina, que le hablaba del infinito; pero
ya no pudo más. Aquello era más fuerte que él. Trataba de compenetrarse con el
drama horrible que había tenido lugar allí, pero era tan espantoso aquel drama
que no le hacía sentir nada. Su imaginación se negaba a comprenderle.
-iZina, Zina! Pero,
¿qué es lo que pasa? -imploraba continua-mente.
El pobre cuerpo
torturado seguía siempre inmóvil. Niemovetsky, pronunciando palabras
insensatas, se puso de rodillas. Imploró, amenazó con matarse, sacudió el pobre
cuerpo atrayéndole hacia sí y casi hundiendo en él sus uñas. El cuerpo,
confortado con el calor, cedía dulcemente a sus esfuerzos, siguiendo sin
protesta los movimientos de Niemovetsky, y esto era tan horrible, tan
incomprensible y absurdo, que Niemovetsky se estremeció de nuevo y gritó
desesperado:
-¡Socorro!
Pero su voz era
falsa y no natural.
Se arrojó de nuevo
sobre el cuerpo resignado, besándole, llorando, sintiendo muy cerca un abismo
negro, horrible, atrayente. El Niemovetsky de antes había desaparecido, estaba
lejos de allí; el Niemovetsky de ahora sacudía con una pasión feroz el cuerpo
inerte, pero cálido, y decía, sonriendo con una sonrisa de loco:
-¡Responde! ¿Por
qué no dices nada? ¡Te amo locamente!
Con la misma
sonrisa falsa aproximó sus ojos ensanchados al rostro de la joven y murmuró:
-¡Te amo! ¡No dices
nada, pero sonríes, lo estoy viendo! ¡Te amo, te amo, te amo!
Atrajo hacia sí con
más fuerza el cuerpo mudo, sin voluntad, que por su flexibilidad inerte
provocaba en él la pasión salvaje, perdió la cabeza y murmuró con voz ahogada,
no conservando ya de hombre más que la capacidad de mentir.
-¡Te amo y nadie
sabrá nada de esto! Nos casaremos mañana, cuando tú quieras: te amo. Voy a
besarte y tú me corresponderás, ¿no es eso, amor mío?
La beso
apasionadamente en la boca, sintiendo sus dientes en los labios, y perdiendo
con aquel beso los últimos destellos de la razón. Le pareció que los labios de
la joven se estremecían. El horror fulminante iluminó un momento su cerebro,
abriendo ante él un abismo…
Y aquel abismo
negro le tragó.
![]() |
Casa-Museo del escritor |