jueves, 8 de agosto de 2013

“En pocas palabras, el resentimiento surge de una igualdad prometida y nunca alcanzada; y esto es algo que sólo se da entre humanos”- Leonid Andréyev

9 de agosto de 1871 - Oryol
Narrador, dramaturgo.
Líder del Expresionismo literario en Rusia.
Se exilió en Finlandia por no haber podido tolerar
los excesos de la Revolución Bolchevique,
en la cual había participado activamente.

Ladrón


I

Fiodor Iurasov, el ladrón tres veces condenado por robo, se dirigía a visitar a su antigua amante, una prostituta que vivía a unas ochenta verstas de Moscú. Mientras esperaba la salida del tren, entró en la cantina de primera y se atracó de pasteles y vino, que le sirvió un camarero de frac. Luego, cuando todos los pasajeros subieron a los vagones, se confundió con ellos y, disimuladamente, aprovechándose del general barullo, le quitó el portamonedas a un señor de edad que era su vecino.

Iurasov estaba bastante bien de dinero, incluso más que bien, y aquel robo casual improvisado no podía redundar sino en perjuicio suyo. Así sucedió. Al parecer, el caballero advirtió el hurto y se quedó mirando a Iurasov con unos ojos escrutadores y extraños. No se detuvo, pero se volvió varias veces para mirarlo. Más tarde, Iurasov vio al caballero en la ventanilla de uno de los vagones, muy emocionado y descompuesto, con el sombrero en la mano. Le vio saltar de un brinco a la plataforma, pasar una rápida revista a todos los presentes y mirar adelante y atrás como si buscara a alguien. Por suerte para el ratero, sonó el tercer toque de llamada y el tren se puso en movimiento. Iurasov siguió observando con cautela. El caballero, aun con el sombrero en la mano, seguía parado al extremo de la plataforma y miraba atentamente a todos los que pasaban, como si los estuviese contando. Seguía parado, pero seguramente producía la ilusión de que andaba; tan ridículo y raro era el modo que tenía de abrir las piernas.

Iurasov se incorporó y echó hacia atrás las rodillas. Entonces se sintió más alto, erguido y joven. Luego, con gran aplomo, se atusó con ambas manos las guías de sus bigotes. Eran unos bigotazos magníficos, enormes y rubios como dos haces de oro arqueados en los extremos. Mientras sus dedos se complacían en el grato roce de sus suaves y sedosos cabellos, sus ojos grises, con una gravedad ingenua y desinteresada, observaban los entrecruzados carriles de las próximas vías, cuyos destellos metálicos y silenciosas curvas parecían serpientes huyendo a toda prisa.

Después de contar en el retrete el dinero robado -unos veinticinco rublos con algún menudo-, Iurasov empezó a dar vueltas en sus manos al portamonedas. Éste era viejo, mugriento y cerraba mal. Además olía horriblemente a esencia, como si hubiera andado mucho tiempo en manos de mujeres. Aquel olor, impuro y sugestivo a un tiempo, le recordó gratamente a la persona a la que iba a ver. Por lo que, sonriendo alegre y sin sombra de pesar, volvió a su coche.

Desde que salió por última vez de la cárcel y mejoró de fortuna, se esforzaba en ser como todo el mundo, cortés, decoroso y modesto; vestía paletó de auténtico paño inglés y calzaba botines pajizos. Estaba muy ufano y muy convencido de que todos le tomaban por un joven alemán, acaso un tenedor de libros de alguna importante casa de comercio. Leía siempre la sección de Bolsa de los periódicos, estaba al corriente del alza y baja de todos los valores y sabía sostener una conversación sobre asuntos mercantiles; a veces, a él mismo le parecía que efectivamente no era el campesino Fiodor Iurasov, ladrón tres veces condenado por robo y ex presidiario, sino un joven alemán perfectamente honorable llamado por ejemplo Walter Heinrich, como solía hacerlo aquélla a quien iba a ver. Además, incluso los comerciantes le llamaban el alemán.

En los divancillos del compartimiento sólo había dos personas; un oficial retirado, ya viejo, y una señora que, a juzgar por su aspecto, parecía vivir en una dachta y haber ido a la ciudad de compras. Sin embargo, y a pesar de que se veía a la legua, Iurasov preguntó con mucha fineza si había algún asiento libre.

No le contestó nadie y entonces se dejó caer con afectada circunspección en los muelles cojines del diván, estiró con cuidado sus largos pies, calzados con los botines amarillos, y se quitó el sombrero. Miró afablemente al oficial anciano y a la señora y descansó en la rodilla su ancha y blanca mano con la deliberada intención de que se fijasen en la sortija de brillantes que lucía en el dedo meñique. Los brillantes eran falsos y relucían de un modo escandaloso, por lo que todos lo notaron, aunque nadie dijo nada. El viejo volvió la hoja del periódico y la señora, que era joven y guapa, se puso a mirar por la ventanilla. En vista de ello Iurasov sospechó que habían descubierto su personalidad y que, por una u otra razón, no le tomaban por un joven alemán. Así pues, escondió despacito la mano, que ahora le parecía demasiado grande y demasiado blanca, y con un tono de voz perfectamente correcto preguntó a la señora:

-¿Se dirige usted a la dachta?

La interpelada aparentó estar muy ensimismada y no haberle oído. Iurasov conocía de sobra esa antipática expresión que asoma al rostro del hombre cuando pretende mostrarse ajeno a los demás. Luego se volvió hacia el oficial y le preguntó:

-¿Tendría usted la amabilidad de ver en el periódico cómo van las Pesqueras? Yo no lo recuerdo.

El anciano dejó a un lado el periódico y, frunciendo secamente los labios, se quedó mirándole con ojos escrutadores, casi ofendido.

-¿Cómo? ¡No he oído bien!

Iurasov repitió la pregunta recalcando cuidadosamente las palabras. El oficial le miró de un modo nada alentador y pareció a punto de enfadarse. La piel de su mollera enrojecía entre los pocos pelos grises que aún le quedaban y la barba le temblaba.

-No lo sé -contestó de mal talante-. No lo sé. Aquí no dice nada. No comprendo por qué la gente es tan preguntona.

Y volvió a coger el periódico, que luego dejó varias veces para mirar malhumorado a aquel impertinente. A partir de aquel momento todos los viajeros del coche le parecieron malos y extraños a Iurasov. No le parecía hallarse en un coche de primera, en un blando diván de ballestas. Con una pena y una rabia sordas recordó que, siempre y en todas partes, entre las gentes de orden había encontrado aquella expresión de hostilidad. Ciertamente, vestía un paletó de paño inglés legítimo, calzaba botines amarillos y lucía una sortija de precio, pero no obstante parecía como si los demás no se diesen cuenta. Visto en el espejo él era como todo el mundo y hasta mejor; no llevaba escrito en la cara que fuese el campesino Fiodor Iurasov, el ladrón, ni tampoco el joven alemán Heinrich Walter. Había en el ambiente algo inaprensible, incomprensible y traicionero: todos le veían y él era el único que no se veía. Aquello le infundía inquietud y temor. Sentía deseos de huir. Miró en torno suyo con ojos suspicaces y agudos y salió del departamento con grandes y recias zancadas.



II


Corrían los primeros días de junio y todo verdeaba con aire juvenil y fuerte: la hierba, las plantas, los huertos, los árboles... Iurasov, pálido y melancólico, sólo en la inestable plataforma del coche, sentía inquieta su alma silenciosa e inaprensible, mientras que los bellísimos campos enigmáticamente silenciosos, llevaban hasta él algo que le recordaba la misma fría extrañeza de los viajeros del coche.

En la ciudad, donde Iurasov había nacido y crecido, las casas y las calles tienen ojos y con ellos miran a la gente: a algunos con hostilidad y odio, a otros con cariño; pero aquí nadie le miraba. También los coches parecían ensimismados. Aquel en que se encontraba Iurasov corría renqueando y tambaleándose con mal humor; el de detrás se deslizaba ni de prisa ni despacio, como si fuese independiente y también parecía mirar a la tierra y aguzar el oído. Por debajo de los coches, sonaba un fragor de distintas voces, algo así como una canción, como una música, cual el parloteo de alguien extraño e incomprensible. Todo era raro y lejano.

Iurasov recordaba que el día anterior, a la misma hora, estaba sentado en el restaurante El Progreso sin pensar para nada en aquellos campos y, sin embargo, ellos estaban allí, igual que hoy, igual de plácidos y de lindos.

La noche anterior, en tanto Iurasov estaba sentado en El Progreso -bebiendo vodka y mirando el acuario en que nadaban unos pececillos desvelados- seguían allí con la misma profunda serenidad aquellos abedules, cubiertos por la bruma que los envolvía por todos lados.

Con la extraña idea de que sólo la ciudad era real y todo aquello era una fantasmagoría y pensando que si cerraba los ojos y luego los abría ya todo habría desaparecido, Iurasov frunció el entrecejo y se sosegó. Se sintió luego tan a gusto y en una disposición de ánimo tan insólita, que ya no sintió deseos de abrir los ojos. Sus pensamientos se borraron y con ellos sus dudas y su sorda y cortante inquietud. Su cuerpo, de modo maquinal y grato, se mecía al compás del vaivén del coche. Iurasov soñaba vagamente y se imaginaba que de sus mismos pies y de su cabeza inclinada, que sentía con inquietud la fofa vacuidad del espacio, arrancaba un verde y hondo abismo, henchido de dulces palabras y de tímidas y discretas caricias. Y, cosa rara, le parecía como si allá lejos estuviese cayendo una lluvia mansa y tibia.

El tren aflojó su marcha y se detuvo un momento, un minuto. De repente, por todos lados, Iurasov se sintió envuelto en una paz inmensa, inabarcable, fabulosa cual si no fuera un minuto el tiempo de aquella parada, sino años, diez años, una eternidad. Por fin, todo se volvió silencioso.

Cual avergonzado él mismo de su fragor, el tren se puso de nuevo en marcha, ahora silenciosamente, y sólo a una versta del tranquilo andén, cuando sin dejar huella se metió por el verde bosque y los campos, volvió a dejar oír libremente su estruendo. Iurasov, emocionado, contempló la explanada, se atusó maquinalmente los bigotes, miró al cielo con los ojos brillantes y, ávidamente, se apretó contra la baranda del coche, por el lado en que el sol, rojo y enorme, daba de plano sobre el horizonte. Encontraba algo, comprendía algo que siempre se le había escapado haciendo que la vida le resultase absurda y pesada.

-Sí, sí -afirmó, serio y preocupado, moviendo con energía la cabeza-, no hay duda que así es. ¡Sí..., sí!

Mientras, las ruedas del tren confirmaban con múltiples voces: «Desde luego, así es. ¡Sí, sí!». Y como si así fuere y se impusiese no hablar, sino cantar, Iurasov se puso a canturrear; primero bajito; luego cada vez más alto, hasta fundir su voz con el fragor y el traqueteo del tren. El compás de aquel canto lo marcaba el vaivén de las ruedas; pero la melodía era una ondulante y diáfana onda de sonidos.

Iurasov cantaba mientras el purpúreo matiz del sol poniente le ardía en la cara, en su paletó de paño inglés y en sus botines amarillos. Cantaba, despidiéndose del sol, y su canción era cada vez más triste, como si el pájaro sintiera la sonora amplitud del celestial espacio, se estremeciera a impulsos de una tristeza ignorada y llamase a alguien.

Cuando el sol acabó de ponerse, una gris telaraña cayó sobre la tierra y el cielo. También cayó sobre su rostro, proyectó en él los últimos destellos de poniente y murió.



III


Llegó el revisor y, groseramente, le dijo a Iurasov:

-No se puede estar en la plataforma. Pase adentro, al coche.

Luego se fue malhumorado, dando un portazo. Con el mismo mal humor, Iurasov le lanzó a la espalda un «¡Estúpido!».

Le pareció entonces que todo aquello venía de allí, de las personas decentes. Y de nuevo se sintió el alemán Heinrich Walter ofendido e irritado. Se encogió altivamente de hombros y le dijo a un imaginario y grave caballero: «¡Oh, qué soez! Todo el mundo se sale a la plataforma y ahora el revisor dice que no se puede estar aquí. ¡El diablo que lo entienda!»

Llegó luego otra parada rodeada de un súbito y poderoso silencio. Ahora, de noche, la hierba y el bosque despedían un olor aún más intenso y la gente que pasaba no parecía ya grotesca y pesada como antes; una diáfana penumbra los cubría. Incluso dos mujeres, que aparecieron con unos trajes claros, daban la impresión de que volaban como cisnes en vez de andar. De nuevo surgieron aquel bienestar y aquella tristeza y otra vez le entraron a Iurasov ganas de cantar, pero no oía su propia voz y en su lengua se revolvían palabras superfluas y desabridas. Tenía ganas de meditar y de llorar un llanto grato y sin consuelo. Al mismo tiempo imaginaba estar en compañía de un caballero respetable, con el que hablaba con claridad y precisión.

Los oscuros campos pensaban de nuevo en algo suyo y se volvían incomprensibles, fríos y extraños. Las ruedas se movían sin sentido y parecía como si se enredasen unas con otras. Algo se atravesaba entre ellas y rechinaba con recio estridor, algo chapoteaba a intervalos; era una cosa semejante al andar de una tropa de individuos borrachos, estúpidos, que no atinasen con el camino. Luego, aquellos individuos empezaban a reunirse en grupos, se reorganizaban y se ponían brillantes trajes de café cantante. Después avanzaban y, todos al mismo tiempo, cantaban a coro con sus voces de borrachos:

Melanya mía la de los ojazos...

Tan abominablemente viva recordaba Iurasov aquella copla que había oído en todos los parques públicos y que cantaban sus compañeros, que quiso librarse de ella como si se tratase de algo vivo o de una piedra lanzada desde una esquina. Tan feroz poder tenía aquella letra absurda, bárbara y procaz, que todo el largo tren con su centenar de girantes ruedas, parecía ponerse a corearla:

Melanya mía, la de los o... ja... zos...

Algo informe y monstruoso, vago y pegajoso, con miles de gruesos labios, se le echaba encima, le besuqueaba con besos húmedos y sucios y reía. Rugía con miles de gargantas, silbaba, golpeaba y se plantaba en la tierra como rabioso. Iurasov se imaginaba las ruedas como unas varas anchas y redondas que, por entre risas interminables, fundidas en el torbellino de la embriaguez, golpeteaban:

Melanya mía, la de los o... ja... zos...

Sólo los campos callaban. Fríos y serenos, hondamente sumidos en su alma pura y solemne, no sabían nada de la remota ciudad de piedra de los hombres y permanecían ajenos a sus almas, desasosegadas y turbadas por penosos recuerdos. El tren llevaba a Iurasov hacia delante mientras aquella procaz y absurda copla le llevaba atrás, a la ciudad, tirando de él grosera y feroz, como de un presidiario que intenta fugarse y al que detienen en los umbrales del penal. Todavía forcejea, todavía tiende los brazos al amplio y dichoso espacio; pero ya en su cabeza se levantan, como una fatalidad ineludible, los crueles cuadros del cautiverio entre los pétreos muros y los férreos cerrojos.

Si hubiera estado durmiendo mil años y luego se hubiese despertado en un nuevo mundo y entre gente nueva, no se habría sentido tan solo, tan extraño a todo, como ahora. Hacía por evocar en su memoria algo próximo y amable, pero no podía, y la insolente copla seguía rebulléndose en su esclavizado cerebro y levantaba en él tristes y dolorosos recuerdos, que proyectaban sombra sobre toda su vida.

Se preguntaba las razones que le habían inspirado a hacer aquel viaje. Ahora, estaría sentado en El Progreso, bebiendo, charlando y riendo. Sintió odio contra aquélla a la que iba a ver, miserable y sucia compañera de su sucia vida. Era rica y traficaba con muchachas; le quería y le daba dinero, todo cuanto deseaba; pero él iba y le pegaba hasta hacerla sangrar, hasta hacerla chillar como un marranillo. Después se emborrachaba y se echaba a llorar, se apretaba el gañote y cantaba entre sollozos:

Melanya mía...

Pero ya las ruedas no cantaban. Cansadas, como niños enfermos, giraban quejumbrosas y se diría que se apretaban unas contra otras, buscando mimo y paz. A lo lejos, brillaba el resplandor de las luces de la estación y, desde allí, juntamente con el tibio y fresco aire de la noche, llegaban volando los suaves y tiernos ecos de una música. Pasó la pesadilla y, con la habitual ligereza del hombre que no tiene lugar en la tierra, Iurasov se olvidó de ella, emocionado, y aguzó el oído percibiendo una conocida melodía.

-¡Están bailando! -dijo y sonrió animado.

Luego, con ojos placenteros miró en torno suyo y se restregó las manos.

-¡Están bailando! ¡El diablo me lleve! ¡Están bailando!

Enarcó los hombros e, instintivamente, se puso a marcar el compás de aquel baile sintiendo el ritmo. Era muy amigo del baile y cuando bailaba se volvía bueno, cariñoso y tierno. Ya no era ni el alemán Heinrich Walter ni Fiodor Iurasov, sino un tercer personaje que nadie conocía.

-¡Están bailando! ¡Ay, así el diablo me lleve! -repitió.



IV


El baile se celebraba junto a la misma estación. Lo habían organizado los vecinos de las datchas; habían traído músicos y habían encendido farolillos rojos alrededor de la plaza, ahuyentando las sombras de la noche hasta las copas de los árboles. Estudiantes, señoritas con trajes claros y algunos oficialillos jóvenes con espuelas -si no eran muchachos disfrazados de tales- daban vueltas por la amplia explanada, levantando la arena con los pies y dejando flotar faldas al aire. A la luz vacilante de los farolillos, todas aquellas figuras parecían hermosas.

El tren se detuvo cinco minutos y Iurasov se metió en el corro de los curiosos que formaban un oscuro y opaco anillo rodeando la plaza y apretándose tras la alambrada. Algunos sonreían en forma extraña y cautelosa; otros se mostraban mohínos y tristes, con esa especial y pálida tristeza que suele inspirar a la gente el espectáculo de la alegría ajena. Pero Iurasov estaba alegre; miraba a los danzantes con ojos inspirados, de entendido, y los animaba dando pataditas suaves en el suelo. De pronto, decidió:

-No sigo adelante. ¡Me quedo a bailar!

Dos personas se destacaron del corro, empujando indolentemente al gentío, eran una señorita vestida de blanco, y un joven corpulento, casi tan alto como Iurasov.

A éste le pareció, sin género de duda, que la muchacha irradiaba claridad: tan blanco era su traje y tan negras sus cejas sobre su blanco rostro. Con la convicción del hombre que baila bien, Iurasov siguió a la pareja y preguntó:

-¿Quieren decirme, por favor, dónde se despachan los billetes para el baile?

El jovencito se volvió, examinó a Iurasov con una severa mirada y respondió:

-Es un baile particular.

-Yo voy de viaje. Me llamo Heinrich Walter.

-Bien, ya le he dicho que es un baile sólo para nosotros.

-Yo me llamo Heinrich Walter; Heinrich Walter.

-¡Y yo le he dicho...!

El joven se detuvo, amenazante; pero la señorita del traje blanco se lo llevó.

¡Si se hubiese detenido a mirar a Heinrich Walter! Pero ni siquiera le miró. Blanca y luminosa, como una nube ante la luna, brilló largo rato en la sombra y, sin ruido, se sumió en ella.

-¡No me hace falta! -murmuró tras de ellos Iurasov con altivez.

Pero su alma se quedó tan blanca y fría como si sobre ella hubiese nevado.

El tren seguía todavía parado por alguna razón y Iurasov se puso a ir y venir a lo largo de los coches, guapo, serio y estirado en su glacial desesperación. Ahora nadie le hubiera tomado por un ratero tres veces procesado por robo y con varios meses de presidio cumplidos.

Volvió a sonar la música y, en medio de sus triviales sones Iurasov pudo escuchar a ráfagas, un extraño e inquietante diálogo que le hizo aflojar el paso y aguzar el oído:

Un pasajero preguntó:

-Oiga usted, conductor: ¿por qué no sigue el tren?

El conductor, indiferente, respondió:

-Cuando se detiene, por algo será. A lo mejor el fogonero se ha ido al baile.

El pasajero se echó a reír y Iurasov siguió paseando. Pero al volver de su paseo, oyó decir al conductor:

-Parece que viene en este tren.

-Pero ¿quién lo ha visto?

-Verlo, nadie lo ha visto. Pero lo ha dicho el gendarme...

-El gendarme, ¿qué sabe? Todos ellos son unos estúpidos...

Sonó la campanilla y Iurasov tuvo un minuto de indecisión. Por aquella parte del baile pasó la señorita de blanco colgada del brazo de alguien. Iurasov cruzó la plaza y subió al tren.



V


Empujando con la portezuela a Iurasov y sin reparar en él, el conductor bajó rápidamente al andén con un farolillo, y subió al siguiente vagón. Ni sus pasos ni los portazos que daba se oían en medio del fragor del tren, pero toda su vaga y escurridiza figura, con sus bruscos movimientos, daba la impresión de un alarido momentáneo, secamente cortado. Iurasov sintió frío, y algo surgió rápidamente en su imaginación. Como un fuego, prendió en su corazón y en todo su cuerpo una terrible idea: le habían cazado. Le habían visto, le habían reconocido, habían telegrafiado y ahora andaban buscándole por los coches. Aquel individuo de que tan enigmáticamente hablaba el conductor era él, Iurasov. ¡Y qué cosa tan horrible reconocerse a sí mismo en aquel impersonal «él» del que hablaban gentes subalternas, desconocidas!

Y ahora seguían hablando de él y le buscaban. Parecían venir del último coche; lo adivinaba con el husmeo de la fiera experta. Tres o cuatro individuos, con sendos faroles, estaban examinando a los viajeros, mirando por los rincones oscuros, despertando a los dormidos, cuchicheando entre sí y, paso tras paso, con gradación fatal, con inexorable ineluctabilidad, acercándose a él, a Iurasov, a él, que estaba parado en el estribo y aguzaba el oído, alargando el cuello. Mientras, el tren seguía corriendo con feroz velocidad. Las ruedas no cantaban ni hablaban. Gritaban con voces de hierro, cuchicheaban furtiva y secamente y chillaban con el bárbaro ímpetu de la ira como si azuzasen a una jauría de perros desvelados.

Iurasov rechinaba los dientes y, forzado a la inmovilidad, meditaba. ¿Qué debía hacer? Tirarse de un salto, yendo el tren a aquella velocidad, era imposible; por otra parte, hasta la primera estación faltaba un buen trecho; había pues que seguir adelante y aguardar. Mientras los sabuesos registraban todos los coches, podía ocurrir algo. Si entretanto llegasen a aquella estación y aflojase la marcha, podría tirarse. Cabía también entrar por la primera puerta tranquilamente, sonriendo para no parecer sospechoso, teniendo a mano un cortés y persuasivo «Perdón»; pero en el semioscuro coche de tercera había tanta gente y tan confundida en aquel caos de sacos, baúles y piernas estiradas, que perdía las esperanzas de llegar hasta la salida, y le asaltaba un nuevo e inesperado sentimiento de miedo. ¿Cómo abrirse paso por entre aquella muralla? Los viajeros dormían, pero sus piernas extendidas le obstruían el paso. Aquellas piernas salían, no se sabía de dónde colgaban sobre el suelo, cruzándose de un banco al otro, abriéndose cual si fuesen plegables y terriblemente hostiles en su afán por volver al sitio anterior y a su postura primitiva. Se aflojaban y se estiraban como resortes, empujando brutalmente a Iurasov e infundiéndole espanto con su absurda y amenazante oposición. Por fin llegó a la puerta: se la cerraban como dos barras de hierro dos pies calzados con botas descomunales, malignamente extendidos, apuntando a la puerta, apoyándose en ella, plegándose cual si no tuvieran huesos. Apenas si dejaban un angosto resquicio para que pasase Iurasov. Además aquella no era la plataforma sino otro compartimiento del mismo coche, atestado de objetos apilados y de miembros humanos, como desarticulados. Cuando, agachándose como un toro, logró llegar por fin a la plataforma, sus ojos miraron estúpidamente, con el oscuro terror del animal acosado, que no comprende por qué lo persiguen. Respiraba afanoso, aguzando el oído y percibiendo entre el ruido de las ruedas el de sus perseguidores que se acercaban. Venciendo su terror, empezó a correr hacia la oscura y silenciosa puerta. De nuevo, allí, la misma lucha de antes, la misma absurda y amenazante oposición de los malignos pies humanos. En el coche de primera, en el angosto corredorcillo, se agolpaban en las ventanillas abiertas una pandilla de viajeros que sin duda alguna no tenían sueño. Una señorita joven, con los cabellos rizados, miraba por una ventanilla. El aire agitaba los visillos y echaba hacia atrás los bucles de la señorita. Iurasov pensó que el aire olía a pesados perfumes ciudadanos, artificiales.

-Pardon! -decía con finura-. Pardon!

Los caballeros, lentamente y de mala gana, se encogían, mirando con malos ojos a Iurasov; la señorita de la ventanilla ni le oía, mientras que otra señora, burlona, le daba golpecitos en el hombro. Finalmente, se volvió y, antes de dejar paso, se quedó mirándole largo rato con unos ojos terribles. En sus ojos había una noche oscura y su fruncido ceño parecía poner en duda si dejaría pasar o no a aquel caballero.

-Pardon! -repetía Iurasov con tono implorante.

Por fin la señorita vestida de crujiente traje de seda se replegó de mala gana contra la pared.

Luego, otra vez aquellos terribles coches de tercera; diez, ciento, le parecía a Iurasov que había recorrido; por fin, llegó a la plataforma. Más allá nuevas puertas inflexibles y piernas apretadas, malignas y bestiales. Y al final, ¡la última plataforma! y ante él la oscura y sorda muralla del coche de equipajes. Por un momento Iurasov desfallece. Siente cómo la pared fría y dura contra la cual se apoya lo repele con suavidad e insistencia. Lo repele y empuja, cual si estuviese viva, cual un astuto y cauto enemigo que no se atreve a atacar abiertamente. Todo cuanto ha sentido y visto Iurasov, se entreteje en su cerebro formando un solo y bárbaro cuadro de enorme e implacable acoso. Le parece como si todo aquel mundo que él tenía por indiferente y ajeno se levantase ahora y le persiguiese, resoplando de rabia. Todo lo que un momento antes parecía soñoliento y bostezante se alza ahora con todo su obstruyente volumen y se alarga tras él, saltando, galopando y atropellando todo cuanto encuentra en su camino. Él solo... y ellos miles, millones, todo el mundo; todos tras él y delante de él o por todas partes. No hay salvación contra ellos.

Los coches corren, traquetean furiosamente, empujan y semejan monstruos rabiosos de hierro, con piernecillas cortas, que avanzan y se posan cautamente en la tierra. En la plataforma reina la oscuridad y por ninguna parte asoma un destello de luz. Todo cuanto pasa ante los ojos es informe, confuso e incomprensible. Allí, detrás de unos cuantos coches, parece que rebullen tres hombres, quizá uno solo con el mismo sigilo. Tres o cuatro, con un farol, inspeccionan escrupulosamente a los viajeros. Y, con una parsimonia bárbara, grotesca y engorrosa, se dirigen finalmente hacia él. Ya abren la puerta..., ya llegan...

Con un supremo esfuerzo de voluntad, Iurasov se impone a sí mismo calma y, girando la vista lentamente, se encarama al techo del coche. Trepa por la estrecha pasarela de hierro que cierra la entrada y, encogiéndose, tiende los brazos hacia arriba; por un momento queda colgando sobre el vagón, vivo y maligno vacío, con las piernas zarandeadas por el frío viento. Resbalan sus manos en el férreo techo, se agarran al borde, y éste se dobla cual si fuera de papel; sus pies buscan cuidadosamente un sostén y sus botines amarillos, firmes como de madera, pugnan desesperados en torno al liso e igualmente firme poste. Por un momento, Iurasov tiene la sensación de que se va a caer a la vía. Pero ya en el aire, arqueando el cuerpo como un gato, cambia la dirección y consigue caer sobre la plataforma. Siente un fuerte dolor en las rodillas, cual si le hubieran dado un golpe con algo, y percibe el chasquido de la tela que se rasga. Se le ha enganchado y roto el paleto. Sin preocuparse del dolor, Iurasov se palpa el desgarrón, como si fuese lo más importante, mueve tristemente la cabeza y se muerde los labios...

Tras su infructuosa tentativa, desfallece y le entran ganas de tirarse al suelo, de llorar, de decir: «Cójanme si quieren». Ya está escogiendo el sitio donde ha de tenderse, cuando vuelven a su memoria aquellos coches y aquellos pies entrelazados y oye claramente los pasos de los hombres de los farolillos. Otra vez hace presa en su ánimo aquel absurdo y bestial pánico y se lanza a la otra plataforma como una pelota, de un extremo al otro.

Otra vez pugna, repitiendo inconscientemente su intento, por encaramarse al techo del vagón, cuando un clamor bronco, un ancho bostezo, entre silbido y grito, hiere sus oídos y apaga su conciencia. Es el silbido de la locomotora saludando a otro tren que pasa; pero Iurasov siente algo infinitamente espantoso, supremo en su terror, irrevocable. Como si el mundo lo rechazase y con todas sus voces lanzase un bronco clamor de: «¡Bravo!».

Y cuando de la sombra que se acerca, surge el fragor creciente de la réplica, cada vez más próximo, y sobre los carriles de la lustrosa vía se extiende el insinuante silbido del tren correo, Iurasov suelta la barra de hierro en que se apoya y de un salto se lanza al vacío, allí donde al alcance de la mano serpentean los iluminados carriles. Se lastima dolorosamente los dientes, se revuelca varias veces y, cuando alza la cara, con los bigotes encrespados y la boca desdentada, ve cernirse sobre él tres farolillos, tres vagas lucecillas tras cristales convexos.

No llega a comprender lo que significan.





LOS SIETE AHORCADOS

CAPÍTULO II


La pena de la horca


Las cosas ocurrieron según las había previsto la policía. Cuatro terroristas, bien pertrechados de armas y explosivos, entre los que se hallaba una mujer, fueron detenidos cuando aguardaban al ministro, a la misma entrada de su casa. También prendieron, en su propio domicilio, a la dueña del local en que los conjurados celebraban sus reuniones, y allí, asimismo, se encontró dinamita en abundancia, bombas y armas diversas.

Todos los detenidos eran jóvenes: el de más edad tenía veintiocho años; el de menos, una mujer, diecinueve. El juicio se celebró en el mismo lugar donde fueron encarcelados, y la vista fue brevísima y a puerta cerrada, como de costumbre al tratarse de tales delitos.

Cuando comparecieron ante sus jueces, mostráronse los cinco serenos, pero serios y pensativos. Tal era el desprecio que hacia aquellas gentes sentían, que ni siquiera se les ocurrió fingir alegría o alardear de valor. Hubo preguntas a las que ninguno quiso contestar; otras veces, sus respuestas eran lacónicas y sencillas, como si, en vez de hallarse ante un tribunal que había de decidir su suerte, estuviesen proporcionando datos a una oficina de estadística. Tres de ellos, dos hombres y una mujer, dieron sus verdaderos nombres, otros dos se negaron, permaneciendo desconocidos para los jueces. Si algo lograba despertar en algún modo su curiosidad, amortiguada y casi extinta, como suele ocurrir a los enfermos muy graves o a las personas obsesionadas por una idea fija, no era, ciertamente, lo que decían los jueces, sino lo que acontecía en la sala. Dirigían en torno furtivas miradas, cazaban al vuelo alguna frase que les interesaba, y en seguida volvían a caer en su pensativo mutismo.

El que se hallaba más cerca de los jueces era un tal Serguéi Golovin, oficial del ejército e hijo de un coronel retirado. Era un muchacho fuerte como un roble, rubio y muy joven. Ni las privaciones de la prisión ni la amenaza de una muerte próxima habían sido parte a empalidecer sus encendidas mejillas ni amortiguar el juvenil brillo de sus ojos, en que aun se reflejaba una expresión de candorosa felicidad. Miraba el paisaje a través de una ventana, y a cada momento se pasaba la mano por la incipiente barba, que, sin duda por serlo, le causaba desazón en el rostro.

Eran los últimos días de invierno, cuando un sol rubio y cálido, mensajero de la ya muy próxima primavera, suele atravesar los remolinos de nieve y hender los cendales de bruma; acaso la visita del astro durase tan sólo un día, tal vez una hora no más, pero su luminosidad radiante bastaba para que los gorriones se volviesen locos de alegría y las gentes se emborrachasen de júbilo.

Por la ventana -que aun conservaba, como reliquias del último verano, una capa de polvo y cortinas de telarañas- vislumbrábase el cielo, hermoso y límpido como muy pocas veces se viera; tal vez, al mirarlo en los primeros instantes, los ojos, empañados aún por las nieblas invernales, no advirtiesen toda su inmaculada pureza; pero a medida que lo contemplaban se les aparecía más terso y más azul.

Miraba Serguéi Golovin el cielo, siempre rascándose la barba, entornaba voluptuosamente los ojos, que largas pestañas embellecían, y volvía luego a sumirse en sus pensamientos. Una vez hizo una especie de castañeta con los dedos, y su rostro se dilató con expresión de gozo; pero de pronto miró en torno suyo y el júbilo se le extinguió, como se apaga un fósforo que se pisa. Se puso pálido como un muerto. Sin embargo, la alegría de la vida y el sol de primavera vencieron una vez más, y al poco tiempo el juvenil e ingenuo rostro elevábase nuevamente hacia el cielo.

Pero no estaba solo en su admiración: también lo contemplaba la muchacha que no había querido dar su nombre, y que se llamaba Musia. Era aun más joven que Golovin, pero su precoz seriedad y la profunda mirada de sus ojos negros hacíanle aparentar más años. Que éstos eran muy pocos se veía, con todo, en la graciosa morbidez de su cuello, en las finas y transparentes manos, en algo, en fin, inefable y fragante. Estaba muy pálida, pero no era la suya la palidez de la muerte, sino la transparente blancura que una intensa llama interior da a muchos rostros hasta hacerles tomar apariencia de porcelana.

Sin moverse apenas en su silla, sólo alguna que otra vez se miraba el dedo del corazón de la mano derecha, donde una sortija que poco antes le quitaran había dejado visible señal. Serena, indiferente a cuanto la rodeaba, miraba al cielo, único vestigio de pura belleza que en el sórdido conjunto de aquella sala se ofrecía a sus ojos.

Los jueces sentían compasión por Serguéi Golovin, pero en cambio odiaban a Musia.

Había otro personaje, que, según propia declaración, se llamaba Verner, y que permanecía inmóvil, con las manos en las rodillas. Contemplaba el sucio entarimado, y nadie hubiera podido decir si su pensamiento estaba allí o si, desasiéndose de cuanto le rodeaba, habíase ausentado de aquel lugar. Tratábase de un hombre de mediana estatura. Su rostro, de singular hermosura y nobleza, era tan blanco y pálido, que recordaba las noches de luna a orillas del mar. Parecía reunir a una fuerza extraordinaria una fría seguridad en sí mismo. Contestaba breve y cortésmente a las preguntas que se le hacían; pero aun entonces había en él no sé qué de peligrosa superioridad, que se advertía hasta en sus más ligeros movimientos. Se envolvía en el capote que usan los carcelarios, pero esta prenda parecía despegársele del cuerpo. Cuando fue detenido se le encontró únicamente un revólver, en tanto que a sus compañeros se les halló un verdadero arsenal de armas y materias explosivas. Los jueces, sin embargo, le suponían el jefe de los conspiradores y, a pesar suyo, le manifestaban alguna deferencia.

Muy próximo a él hallábase un individuo de aspecto cadavérico, llamado Vasili Kashirin, que luchaba denodadamente por ocultar el terror que le dominaba. Desde la hora de la mañana en que los habían conducido ante el tribunal, el descompasado ritmo de su corazón amenazaba con ahogarle; tenía la frente bañada en sudor y helados los pies y las manos. Pudo, con sobrehumano esfuerzo, evitar que los miembros le temblasen y hacer que su voz pareciese firme y segura, así como serena su mirada. No veía lo que le rodeaba, y las palabras y las frases que allí se pronunciaban, llegaban a él como a través de la niebla, casi apagadas por espesas y acolchadas paredes; para replicar a las preguntas que se le hacían había de poner toda su voluntad en despertar de aquella especie de ensueño entre nieblas. Luego no volvía a acordarse de preguntas ni respuestas y volvía a sumirse en sus meditaciones y a empeñarse en su lucha interior. La muerte parecía rondarle ya, y esta circunstancia desviaba de su rostro las miradas del tribunal. Lo mismo podía ser joven que viejo: tan difícil era calcular su edad como si se tratase de un cadáver que comienza a descomponerse. Sus documentos, sin embargo, atestiguaban que tenía veintitrés años. Verner le daba de vez en cuando una palmadita en las rodillas, y él le replicaba:

- No es nada.

Algunas veces experimentaba irresistible deseo de gritar, de aullar, como un animal desesperado; cuando esto le ocurría, pasaba un rato cruel. Arrimábase silenciosamente a Verner, y éste le decía, sin mirarle:

- Paciencia, Vasia. Pronto dejaremos de sufrir.

La quinta terrorista, Tania Kovalchuk, preocupada e inquieta, miraba a sus compañeros con expresión maternal y solicita. Y parecía, en efecto, madre de todos ellos, pese a su extremada juventud y a la lozanía de sus mejillas, tan encendidas como las de Serguéi Golovin; pero sus ojos tenían una expresión de ternura inefable, de infinito amor.

Apenas si se dignaba mirar al tribunal. Estaba pendiente de las declaraciones de los demás, preocupada de que no les temblase la voz, de que no tuviesen miedo.

A Vasili, Tania ni siquiera se atrevía a mirarlo. A Musia y a Verner los contemplaba con mezcla de orgullo y respeto, y su rostro adquiría entonces expresión de patética gravedad. En cambio, cuando miraba a Serguéi sonreía y se decía:

- ¡Eleva tus ojos al cielo, amigo mío! Pero ¿qué va a ser de Vasia? ¡Ay, Señor, Señor! ¿Qué podría hacer por él? ¿Decirle algo? Acaso fuera peor. A lo mejor se echa a llorar.

Así como las nubes viajeras se reflejan a la hora del crepúsculo en las serenas aguas de un lago, del mismo modo en aquel semblante todo bondad se reflejaban todos los sentimientos, todas las ideas, aun las más leves, aun las más fugaces, de los cuatro amigos de Tania. Ni siquiera se le ocurría pensar que también ella estaba acusada, que asimismo habían de juzgarla y que igualmente la ahorcarían. No le preocupaba gran cosa. En su domicilio fue precisamente donde habían sido hallados las armas y los explosivos, y, aunque parezca raro, ella misma fue quien recibió a tiros a la policía e hirió a un agente en la cabeza.

A las ocho de la noche terminó la sesión. Musia y Serguéi seguían mirando al cielo, que poco a poco iba obscureciéndose. No tenía ese tinte rosado, esa luminosidad sonriente, de los atardeceres estivales; habíase tornado de repente hosco y ceñudo, nuboso y lóbrego, como cielo de invierno. Golovin lanzó un suspiro y miró de nuevo a través de la ventana. Mas ya nada se veía; era noche cerrada, una noche negra y helada. Entonces, el joven, sin dejar de acariciarse la incipiente barba, volvió los ojos, curiosos como los de un niño, hacia los jueces, y los fijó luego en los guardias que estaban allí custodiándolos, rígidos, con sus fusiles prevenidos. Miró, finalmente, a Tania y sus labios insinuaron una sonrisa. También Musia apartó la mirada del cielo cuando éste se obscureció, y la fijó en una telaraña. Así permaneció durante la lectura de la sentencia.

Cuando se hubo cumplido este requisito, los defensores de los condenados se despidieron de éstos, que no quisieron mirar los ojos, entre avergonzados y tristes, de los abogados. Al salir cambiaron algunas palabras.

- No es nada, Vasia -dijo Verner-; todo acabará pronto.

- Sí, amigo, todo -replicó Kashirin, sereno, casi alegre.

Había perdido su aspecto cadavérico, y su semblante se había coloreado levemente.

- ¡Ah, diablos! ¡Al fin han conseguido hacernos ahorcar! -exclamó el candoroso Golovin.

- ¡Bah! -contestó Verner- Eso estaba descontado.

Tania quiso consolarlos, y les dijo:

- Mañana se ratificará la sentencia y nos encerrarán a todos juntos, y ya no nos separaremos hasta la hora de morir.

Musia callaba. Al fin echó a andar con decisión.




CAPÍTULO V

¡Bésalo y calla!


La sentencia de los cinco terroristas fue notificada en forma definitiva y confirmada el mismo día. A los condenados no se les dijo cuándo se les iba a ejecutar; pero no ignoraban que, como se hacía de ordinario, serían colgados la misma noche o, lo más tarde, a la siguiente, y cuando al otro día, es decir, el jueves, les autorizaron para recibir la visita de sus padres, comprendieron, sin quedarles duda. que la ejecución habría de verificarse el viernes al amanecer.

Tania Kovalchuk no tenía parientes próximos, y los que le quedaban vivían en un remoto lugar de la Pequeña Rusia, y ni siquiera tenían noticia de lo que ocurría; a Musia y a Verner, como desconocidos que eran, ni se les suponían parientes, y solamente Serguéi Golovin y Vasili Kashirin eran los que habían de recibir la visita de despedida de sus padres. Los dos pensaban con terror y tristeza en tal entrevista, pero no se decidieron a negar a los ancianos padres las últimas palabras y los últimos besos.

Serguéi Golovin era el que más sufría ante la idea de la próxima entrevista. Quería mucho a su padre y a su madre; hacía poco que los había visto, y le estremecía la idea de lo que iba a pasar.

La misma ejecución, con toda su monstruosidad, aparecia en su cerebro trastornado como algo menos terrible que aquellos minutos cortos y absurdos, que parecían estar fuera del tiempo y hasta de la vida misma. ¿Cómo iba a mirarlos? ¿Qué iba a decirles? Su cerebro renunciaba a comprenderlo. Lo más sencillo y natural, que sería cogerles las manos, besárselas y decirles: ¡Adiós, padres!, le parecía absurdo y horrible en su monstruosa, inhumana y estúpida falsedad.

Después de dictada la sentencia, no volvieron a colocar juntos a los condenados, como suponía Tania Kovalchuk, sino que pusieron a cada uno en un calabozo distinto, y toda la mañana, hasta las once, hora en que llegaron los padres, Serguéi Golovin anduvo paseando frenéticamente por la celda, pellizcándose la barbilla, encogido lastimeramente y murmurando palabras ininteligibles. De cuando en cuando se detenía bruscamente, llenaba el pecho de aire y lo exhalaba como un nadador que hubiese estado demasiado tiempo debajo del agua.

Pero era tan robusto y tan lleno de vida y juventud, que hasta en aquellos momentos de cruel sufrimiento la sangre le bullía debajo de la piel y enrojecía sus mejillas. Sus ojos azules tenían un fulgor inocente.

La entrevista transcurrió mejor de lo que Serguéi esperaba. El primero que penetró en la habitación destinada a las visitas fue su padre, el coronel retirado Nikolái Serguéevich Golovin, todo blanco, el rostro, la barba, los cabellos y las manos, como una estatua de nieve vestida con ropas humanas. Traía su guerrera vieja, pero cuidadosamente limpia y oliendo a bencina, con las charreteras nuevas, colocadas en sentido transversal, a diferencia de los militares en servicio activo. Entró erguido y con paso firme, tendió la mano blanca y huesuda y profirió en voz alta:

- Hola, Serguéi.

Detrás de él entró, con una extraña sonrisa, la madre, que también le estrechó la mano y repitió en alta voz:

- Buenas tardes, Sereyenka.

Después le besó en los labios y se sentó callada, sin gesticular, ni gritar, ni llorar. No hizo nada de aquello tan terrible que esperaba Serguéi, sino que se contentó con darle el beso y sentarse, y hasta arregló con las manos temblorosas su falda de seda negra.

Serguéi ignoraba que toda la noche anterior, encerrado en su despacho, el coronel, concentrando todas sus fuerzas, había estado imaginando los trámites de aquella escena. Tenemos que evitar a nuestro hijo el amargarle los últimos momentos; antes al contrario, debemos aliviárselos, decidió el coronel, pesando y midiendo escrupulosamente cada una de las frases que había posibilidad de emplear en la entrevista del día siguiente. Pero de cuando en cuando se embarullaba, olvidaba lo que había preparado y lloraba amargamente en el rincón de su diván de hule. Llegada la mañana, explicó a su mujer la actitud que habría de observar en la entrevista.

- ¡Lo principal es que lo beses y calles! -le dijo-. Después puedes hablarle, pero al besarIo no profieras una palabra. No le hables en seguida de besarIo, ¿comprendes?, porque te expones a decir lo que no debas.

- Comprendo, Nikolái Serguéevich -contestó la madre, llorando.

- ¡No llores! ¡Dios te libre de ello, porque si lloras vas a matarle!

- ¿Y por qué estás llorando tú?

- ¿Quién no llorará con vosotros? Pero tú, tú no tienes que llorar, ¿estamos?

- Está bien, Nikolái Serguéevich.

En el coche quiso volver a repetir sus instrucciones, pero se halló con que ya las había olvidado. Y así, los dos viejos fueron callados, encogidos, absortos en sus pensamientos.

La ciudad bullía alegremente; era la semana que precede a la cuaresma, y todas las calles se encontraban llenas de gente y de ruido.

Llegaron, por fin, a la sala de visita. El coronel se puso en pie, en actitud de espera, colocando la mano derecha sobre el pecho, en la abertura de la guerrera. Serguéi permaneció un momento sentado, con el rostro arrugado de su madre muy próximo al suyo, y en seguida se levantó de un salto.

- Siéntate, Sereyenka -rogóle la madre.

- Siéntate, Serguéi -confirmó el padre.

Quedaron un instante silenciosos. La madre sonreía extrañamente.

- Hemos hecho todo lo imaginable para salvarte, Sereyenka.

- Es en vano, madre ...

El coronel dijo con resolución:

- Debíamos preocupamos, Serguéi, para que no pensases que tus padres te habían abandonado.

Quedaron de nuevo silenciosos.

Sentían miedo de hablar, como si cada palabra que pronunciasen fuera a perder su sentido y a significar una cosa: la muerte. Serguéi miró la guerrera de su padre, aun oliente a bencina, y pensó: Ahora no tiene asistente; entonces, él mismo la ha limpiado. ¿Cómo no observaba yo antes que era él quien la limpiaba? Sin duda, lo hacía por la mañana. Y de repente preguntó:

- ¿Y cómo está mi hermana? ¿Está bien?

- Nínochka no sabe nada -contestó precipitadamente la madre.

Pero el coronel, con acento severo, interrumpió diciendo:

- ¿Para qué mentir? La chica lo ha leído ya en los periódicos. Serguéi debe saber que todos ... los suyos ..., que todos nosotros ... en este momento ...

No pudo proseguir, y se detuvo. El rostro de la madre se contrajo súbitamente, se arrugó y se agitó en medio de un llanto convulsivo. Sus ojos apagados le saltaban de las órbitas; la respiración se hizo más entrecortada y más ruidosa.

- Ser ... Ser ... Ser ... Serg ... -repetía sin mover los labios- Ser ...

- ¡Madre! ¡Mamaíta!

El coronel dió un paso adelante, y todo convulso, terrible en su lividez mortal, haciendo esfuerzos desesperados para conservar un resto de serenidad, dijo a su mujer:

- ¡Calla! ¡No lo atormentes! ¡No lo atormentes! ¡No lo atormentes, porque va a morir! ¡No lo atormentes!

Aterrada, la madre calló. Pero él, apretando todavía sus puños contra el pecho para contener su agitación, insistía:

- ¡No lo atormentes!

Dió después un paso atrás, escondió su diestra temblorosa bajo la guerrera, y con una expresión de forzada tranquilidad preguntó moviendo con dificultad sus labios descoloridos:

- ¿Cuándo?

- Mañana por la mañana -contestó Serguéi, con los labios igualmente exangües.

La madre tenía los ojos bajos y se mordía los labios, como si no oyera nada. Y en tal actitud dejó casi caer estas sencillas y extrañas palabras:

- Nínochka nos ha dado para ti un beso, Sereyenka.

- Devuélveselo de mi parte -contestó éste.

- Los Jvostov también ... también te mandan recuerdos suyos.

- ¿Qué Jvostov? ¡Ah, si!

El coronel interrumpió diciendo:

- Bueno, vámonos. Levántate, madre. Tenemos que irnos.

Entre los dos hombres la ayudaron a ponerse de pie. Apenas si podía sostenerse.

- ¡Despídete! -ordenó el coronel-. ¡Dale la bendición!

Cumplió todo lo que le mandaron. Abrazó a su hijo, hizo sobre su frente la señal de la cruz ... Pero después de un beso breve empezó a mover la cabeza negativamente, repitiendo como enajenada:

- ¡No, esto no puede ser! ¡No, no es posible! ¡No, no! ¿Qué va a ser de mí? ¡No, no es posible!

- ¡Adiós, Serguéi! -dijo el padre.

Se estrecharon las manos y se dieron un beso fuerte, rápido.

- Tú ... -empezó a decir Serguéi.

-¿Qué ...? -preguntó casi sin aliento el padre.

- ¡No, no es posible! ¡No, no! ¿Qué será de mí? -insistía la madre, meneando siempre la cabeza. Se sentó otra vez, y un temblor profundo recorrió su cuerpo.

- Tú ... -empezó de nuevo Serguéi.

Mas de pronto se contrajo su rostro e hizo pucheros como un niño; sus ojos se llenaron de lágrimas, y vió a través de ellas la cara exangüe de su padre, cuya mirada velaba también el llanto.

- Tú, padre, eres persona noble ...

- ¿Qué dices? ¿Qué dices? -dijo el coronel casi asustado.

Y en el mismo instante, como si se derrumbase, dejó caer la cabeza sobre el pecho de su hijo. En otro tiempo había sido más alto que éste, pero ahora aparecía empequeñecido, y su cabeza, seca y enmarañada, no llegaba más que hasta el pecho de Serguéi. Ambos besaban ávidamente: el uno, los cabellos blancos del padre; el otro, el capote del hijo preso.

- ¿Y yo? -exclamó de repente una voz desgarrada.

Miraron: era que la madre se había puesto en pie, y con la cabeza echada hacia atrás los miraba iracunda.

- ¿Y yo? -repitió con acento de loca moviendo la cabeza-. Vosotros, hombres, os besáis; pero ¿y yo?

- ¡Mamaíta! -exclamó Serguéi lanzándose hacia ella.

Y entonces ocurrió lo que no se puede describir con palabras, y que por tanto mejor es callar ...

Las últimas palabras del coronel fueron éstas:

- Te bendigo, a la hora de la muerte, Serguéi. Muere valientemente, como corresponde a un oficial.

Y se fueron. Hacía un momento se encontraban aquí de pie conversando, y ya no están.

De vuelta al calabozo, Serguéi se echó en su camastro con el rostro hacia la pared, para ocultarlo de los soldados, y estuvo llorando largo rato. Mas, al fin, cansado de llorar, quedó sumido en un sueño profundo.


A ver a Vasili acudió solamente su madre. El padre, comerciante rico, no había querido hacerlo. Al entrar en la sala de visitas le encontró la anciana paseando arriba y abajo y temblando de frío, no obstante el calor que hacía. Su conversación fue corta y angustiosa.

- ¿Para qué ha venido usted, madre? Va usted a atormentarse a sí misma y a mí también.

- ¿Por qué has hecho eso, hijo mío? ¿Por qué? ¡Señor!

La anciana comenzó a llorar, enjugándose las lágrimas con las puntas de su pañuelo negro de lana.

Vasili, según costumbre que tanto él como sus hermanos tenían de responder con gritos a la eterna incomprensión de su madre, se detuvo, y, tiritando, empezó a decir furioso:

- ¡Vaya! ¡Ya lo sabía yo ...! ¡No lo comprende usted, madre! ¡No comprende usted nada, nada!

- ¡Bueno, bueno, hijo mío! ¿Tienes frío?

- Sí, tengo frío -contestó Vasili brevemente, y de nuevo se puso a pasear por la sala, mirando de reojo a su madre.

- Has cogido frío, si ...

- ¡Madre, por Dios! ¿Qué significa el frío cuando ...?

E hizo un signo significativo y desesperado con la mano.

La anciana quiso decirle: Tu padre se preocupa tan poco de esto, que el lunes mandó que le hiciesen ese plato que le gusta. Pero, asustada, empezó a balbucear:

- Ya le dije: mira que es tu hijo; ve a despedirte de él. Pero se entercó en que no; ya sabes, como es así ...

- ¡Que se vaya al infierno! ¡Ese no es un padre! ¡Toda su vida ha sido un canalla, y sigue siéndolo!

- ¡Hijo mío! ¡Dices eso de tu padre! -y la anciana se irguió con aire de reproche.

- ¡De mi padre!

- ¡Sí, de tu padre, del que te dió el ser!

- ¡Qué padre ha sido para mí!

Todo aquello era absurdo. La muerte acechaba cerca de aquel lugar, y su proximidad daba carácter de mayor desvarío a la escena, en la cual crujían las palabras como las cáscaras de las nueces bajo los pies. Llorando casi de angustia ante aquella incomprensión, que durante toda la vida habíale separado de los suyos, y que ahora, en vísperas de la ejecución, volvía a asomar su faz estúpida e inexpresiva, Vasili gritó:

- Pero ¿no comprende usted que me van a ahorcar? ¡A ahorcar! ¿Lo comprende usted? ¡A ahorcar!

- Si no te hubieras tú metido con nadie, no te ... -gritó la madre.

- ¡Señor! ¿Es posible esto? ¿Es posible, ni aun entre fieras? ¿Soy hijo de usted o no lo soy?

Echóse a llorar y se sentó en un rincón. En otro, la anciana se puso a llorar también. Incapaces de fundir sus almas, ni por un instante, en un sentimiento común de amor para hacer frente al horror de la muerte que se acercaba, lloraban ambos con lágrimas de soledad, con lágrimas que no aliviaban el corazón. La madre prosiguió:

- ¡Preguntas si soy o no soy tu madre, y lo preguntas cuando en cuatro días mi pelo se ha vuelto blanco y he envejecido como si hubiesen pasado años!

- Bueno, madre ... Bueno. Perdóneme. Ya es la hora. Tiene usted que marcharse ... Dé usted un beso a mis hermanos.

- ¿Es que no soy tu madre? ¿Es que no ves mi pena?

Al fin se fue. Salió sin ver por dónde iba, vertiendo amargas lágrimas, que se enjugaba con las puntas de su pañuelo. Cuanto más se alejaba de la cárcel, más ardiente era su llanto. Volvióse de nuevo hacia la prisión, se alejó otra vez y acabó por perderse estúpidamente en aquella ciudad donde había nacido, donde había crecido y donde había envejecido. Se metió por un jardín desierto en el que había unos árboles viejos y carcomidos y se sentó en un banco húmedo por la nieve derretida. De pronto, comprendió claramente: ¡Mañana, mañana mismo lo iban a ahorcar!

Levantóse de un salto y quiso correr, pero se le fue la cabeza y cayó.

El sendero helado estaba resbaladizo, y la pobre no conseguía levántarse; se volvía a un lado y a otro, se erguía apoyándose sobre los codos y las rodillas y tornaba a caer de costado. El pañuelo negro se le fue de la cabeza, dejando al descubierto sobre la nuca una calva entre los cabellos de un blanco sucio. Perdió la noción de lo que le pasaba y donde se encontraba: creyó hallarse en una boda; la boda de su hijo; que había bebido vino y que se había emborrachado.

- ¡No puedo! ¡Como hay Dios que no puedo! -decía la anciana meneando la cabeza y arrastrándose sobre la tierra helada. Y seguían escanciándole vino sin interrupción.

Empezaban a oprimirle el corazón las risas de la embriaguez; la insistencia de las invitaciones, el baile vertiginoso de los convidados, en tanto que seguían echándole más vino. No hacían otra cosa sino darle vino, mucho vino ...





  
EL ABISMO


I

El día tocaba a su fin. Caminaban los dos sin dejar de hablar, y habían perdido la noción del tiempo y del camino. Ante ellos, sobre una colina, había un bosquecillo. El sol, pasando entre las hojas, parecía un ascua, que doraba el polvo. Estaba tan próximo y era tan vivo, que todo parecía haberse desvanecido alrededor; no se veía más que a él. Su luz ardiente hacía daño a los ojos. Ellos retrocedieron en su camino. Todo se extinguió de pronto, y ahora se veía más neto, más claro y más tranquilo. A lo lejos, poco más de un kilómetro, el ocaso rojo caía sobre el alto tronco de un pino y ardía en el follaje, como una bujía en un cuarto oscuro. El camino estaba velado de rojo, y cada piedra proyectaba una larga sombra negra.
La hermosa cabellera rubia de la muchacha, clareada por los rayos del sol, parecía una corona de oro. Un cabello fino y rizado se balanceaba en  el aire, como un dorado hilo de araña.
Ya no se veía claro; pero la conversación continuó, siempre en el mismo tono. Dulce, franca y amistosa, se deslizaba como las aguas de un sereno manantial. El tema era la fuerza eterna, la belleza y la inmortalidad del amor
Ambos eran muy jóvenes aún: ella no tenía más que diecisiete años; él, Niemovetsky, tenía cuatro años más, y los dos llevaban el uniforme de colegiales; ella, un sencillo vestido gris, del Liceo; el, un bonito traje de estudiante de la Escuela Politécnica.
Como el tema mismo de su conversación, todo era en ellos joven, bello y puro; sus talles, esbeltos y flexibles, como a merced del aire, sus pasos ligeros, sus voces frescas, dulces y soñadoras. Hasta cuando hablaban de las cosas más simples sus voces parecían un arroyo en noche de primavera, cuando la nieve no ha desaparecido aún del todo en los campos obscuros.
Siguieron el camino, sin saber dónde los conducía, proyectando en la tierra dos largas sombras, que tan pronto se aminoraban como se confundían en una sola sombra larga, como la de un álamo. Absortos en la conversación, no veían sus sombras. El joven miraba sin cesar el bello rostro de la muchacha, iluminado por los lindos colores tiernos del sol poniente. Ella, con la cabeza ligeramente baja, miraba al suelo, empujando las piedrecillas con su sombrilla y contemplando la punta de su pequeña botina, que suavemente pisaba la tierra.
Un canalillo, con los bordes derruidos, lleno de polvo, se interpuso en su camino, y ambos se detuvieron. Zina levantó la cabeza, y mirando a su alrededor con ojos velados, preguntó:
-¿Sabe usted dónde estamos? Yo nunca he estado aquí.
El examinó aquel lugar con atención.
-Sí, lo sé. Allí, detrás de aquella colina, está la ciudad. Déme su mano, voy a ayudarla a saltar.
Tendió su mano, pequeña y blanca como la de una muchacha. Zina, llena de alegría, hubiera querido saltar sola por encima del canalillo, correr como una chicuela, gritando: “¡a que no me pillas!”, pero no se atrevió, Con una inclinación grave de reconocimiento, bajó la cabeza, tendiéndole tímidamente la mano, que con-servaba aún las formas tiernas de una mano de niño. El hubiera querido apretar muy fuerte aquella manita temblorosa, pero no se atrevió tampoco, y se limitó a tender la suya inclinándose respetuosamente y desviando modestamente la mirada cuando la muchacha, al subir, dejó entrever su pierna.
Continuaron andando y hablando; pero no podían olvidar el dulce momento en que sus manos se habían tocado, Ella sentía aún el calor de su palma de sus fuertes dedos; esto le era muy agradable, y al mismo tiempo molesto; él sentíase feliz por haber tocado la piel fina de aquella manita y haber visto la silueta negra de aquel zapatito que tan gentilmente calzaba su pie diminuto.
Había algo turbador en todo aquello; pero por un esfuerzo inconsciente de voluntad, él sabía dominar aquella sensación.
Estaba muy alegre y era tan feliz, que tenía ganas de cantar, de tender al cielo los brazos y de gritar a la muchacha: “¡Corra usted, que la voy a pillar!...”, esta antigua fórmula del amor primitivo en medio de los bosques y de las ruidosas cascadas. Tenía ganas de llorar de felicidad. Sus largas sombras extrañas desaparecieron, el polvo de la atmósfera se hizo gris y frío; pero ellos no notaron los cambios. Los dos habían leído buenos libros, y las imágenes de gentes que amaban, sufrían y perecían en nombre del amor puro e ideal, pasaban ante sus ojos. Recordaron trozos de poesías leídas en otros tiempos, poesías que cantaban el amor, llenas de armonía y de dulce tristeza.
¿No recuerda usted de quién son estos versos? –preguntó Niemovetsky, rebuscando en su memoria:

   “Y aquella a quien yo amo está de nuevo
cerca de mí, y aún no sospecha nada,
ni la inmensidad de mi tristeza,
ni mi ternura, ni mi amor,
del que jamás le hablé…”


-No respondió Zina, y repitió melancólicamente las últimas palabras de la poesía:

   “de mi tristeza,
ni mi ternura, ni mi amor…”

-“¡Ni mi amor!” -exclamó involuntariamente, como un eco, Niemovetsky.
Y continuaron evocando las jóvenes puras y blancas como azucenas, vestidas con negras ropas de monja, que vivían una vida aislada, en la tristeza de los parques llenos de hojas secas, en otoño, y que amaban su tristeza; evocando hombres soberbios, enérgicos, pero que sufrían soñando en el amor y en el tierno afecto de la mujer. Las imágenes que evocaban en su memoria eran tristes; pero en esta tristeza el amor aparecía más claro, más puro. Inmenso como el universo, luminoso como el sol, bello y divino, como arte esplendoroso, nada había en el mundo ni más fuerte ni más bello.
-¿Sería usted capaz de morir por la que amara? –preguntó Zina mirándose su pequeña mano casi infantil.
Sí, no tengo ninguna duda -respondió él con firmeza, mirándola con ojos francos y sinceros-. ¿Y usted?
Yo, también.
Quedó pensativa.
-Tiene usted un hilo en la americana -dijo ella levantando su mano hacia el hombro de él y quitándole con mucha precaución el hilo-. Aquí está -dijo poniéndose seria, y preguntó-: ¿Por qué está usted tan pálido y tan delgado? Trabaja usted mucho, ¿no es verdad? No hay que cansarse tanto.
-Tiene usted los ojos azules, con unos puntitos claros, como chispitas -respondió él mirándola a los ojos.
-Y los de usted son negros. No, más bien son obscuros, cálidos, con…
No acabó su pensamiento y volvió la cabeza. Su rostro enrojeció lentamente y sus ojos tomaron una expresión tímida, confusa. Una ligera sonrisa entreabrió sus labios,
Niemovetsky experimentaba un sentimiento muy agradable, y sonrió también, Ella dió algunos pasos hacia adelante, y se detuvo en seguida.
-Mire usted, el sol se ha puesto -indicó con extrañeza.
-Es verdad -dijo él con una tristeza profunda.
La luz se había extinguido, habían desa-parecido las sombras y todo había cambiado alrededor, tornándose pálido, silencioso y muy triste. El cielo puro y azul, de donde acababa de desaparecer el sol deslumbrador, se iba cubriendo poco a poco de nubes sombrías. Flotaban, se entrechocaban, cambiaban lentamente sus formas, pareciéndose a monstruos despertados que avanzaran, sin quererlo, como perseguidos por una fuerza misteriosa y terrible. Una nubecita clara y ligera se había separado del amontona-miento y revoloteaba tímida y débil.

II


Zina estaba pálida, con los labios muy rojos; sus pupilas se habían ensanchado, dando un aspecto sombrío a sus ojos claros. Susurró dulcemente:
Tengo miedo. Está tan silencioso todo esto... Nos hemos extraviado.
Niemovetsky frunció las cejas y examinó con angustia el sitio donde estaban.
La noche, cayendo, hacía más inefable y frío todo lo que les rodeaba, No se veía más que el campo frío, cubierto de menuda hierba pisoteada, barrancos de arcilla, colinas y abismos, Había, sobre todo, precipicios muy profundos junto a otros pequeños, cubiertos de hierbas trepadoras. Había mucha obscuridad adentro, y el no estar a aquella hora la gente que durante el día trabajaba en ellos, hacía más desierto y más triste aún aquel lugar. A los lados, acá y allá, se distinguían en la noche jirones azules de la fría niebla de los bosquecillos, que parecían prestar oído a los precipicios lúgubres para escuchar lo que les contaban.
Niemovetsky dominó el sentimiento penoso y confuso de la inquietud, y dijo:
-No, no nos hemos extraviado. Conozco el camino. Iremos primero por el campo, y después a través de aquel bosquecillo. ¿Tiene usted miedo?
Ella sonrió, y le respondió animosamente:
-No, ahora ya no le tengo; pero tenemos que darnos prisa, para tomar el té.
Empezaron a caminar, primero rápida y resueltamente; pero pronto acortaron el paso. Sentían a su alrededor la penosa hostilidad del campo pisoteado, como si les observaran miles de ojos sombríos e inmóviles; este sentimiento les acercó el uno al otro, trayendo a su memoria recuerdos de la infancia.
Eran bellos recuerdos, iluminados por el sol entre las hojas, recuerdos de amor y de risa. Más que a la vida, aquello se parecía a una canción dulce y majestuosa, compuesta de dos notas nada más: una, sonora y pura como el cristal, y la otra un poco más baja, pero más limpia, como una campanilla.
De pronto, vieron figuras humanas. Dos mujeres estaban sentadas al borde de un profundo precipicio de arcilla; una de ellas, con las piernas cruzadas, miraba atentamente hacia abajo; su pañuelo se levantaba sobre la cabeza y dejaba ver sus cabellos, mal peinados; la curva de la espalda hacía subir el corpiño, muy sucio, con flores grandes como manzanas. Ni siquiera miró del lado de los que pasaban. La otra mujer, muy cerca de la primera, estaba casi tumbada, con la cabeza hacía atrás. Su cara era grotesca y ancha, de rasgos masculinos; dos manchas rojas y hundidas, que parecían arañazos recientes, se destacaban claramente sobre los carrillos. Estaba aún más sucia que la primera, y miró a los dos jóvenes con una mirada impasible. Cuando hubieron pasado, se puso a cantar con una gruesa voz de hombre:

      “Para ti solo, mi amor,
me he abierto como una flor.”

-¿Oyes, Bárbara? –dijo dirigiéndose a su amiga silenciosa, sin obtener respuesta, y se echó a reír grotescamente.
Niemovetsky conocía mujeres como aquéllas, sucias hasta cuando están rica y elegantemente vestidas; apenas las miró sin que le sorprendiera verlas allí. Pero Zina, que casi las había rozado con su modesto vestido obscuro, tuvo para ellas un sentimiento malo, casi hostil. Pronto se disipó esta impresión, como la sombra de una nube con que pasa rápidamente por encima del campo dorado; y cuando junto a ellos pasaron, adelan-tándoles, dos hombres, uno con una gorra en la cabeza y el otro con una chaqueta, pero descalzos, y una mujer sucia también como ellos, Zina, a pesar de haberlos visto, no puso atención en ello. Sin darse cuenta, siguió largo rato a la mujer con la mirada, extrañándose de ver su vestido ligero casi pegado a las piernas, como si estuviera mojado, y una gran mancha de barro grasiento que se destacaba en los bajos de la falda. Había algo de inquietante, de penoso y desesperante en el bamboleo de aquella ligera falda sucia.
Siguieron andando y hablando. La nube, arrojando sobre el campo una leve sombra, les seguía lentamente por el cielo. Los bordes inflados de las nubes sombrías se distinguían apenas por sus manchas de un amarillo claro. Las tinieblas se acercaban lentas e imperceptibles. Diríase que aún era de día, pero que el día se estaba muriendo dulcemente.
Hablaron de sueños y de los sentimientos que el hombre experimenta en una noche de insomnio, cuando no le distrae nada, cuando las misteriosas tinieblas de ojos innumerables se abaten sobre su misma faz.
-¿Puede usted figurarse el infinito? -preguntó Zina, tocándose la frente con su mano y medio cerrando los ojos.
-¡Por completo! -respondió él, repitiendo la palabra “infinito” y cerrando los ojos a su vez.
Pues yo le veo algunas veces. Esto me ocurrió la primera vez siendo muy pequeña todavía. Era como una hilera de carretas, que se siguen la una a la otra, muy larga, muy larga, sin fin. ¡Es horrible!
Tuvo un escalofrío.
-¿Y por qué carretas y no otra cosa? -dijo él sonriendo y sintiendo un malestar por aquella comparación.
-¡No sé!
Las tinieblas se hicieron más negras; la nube ha pasado sobre sus rostros pálidos y abatidos. Ahora se veían con más frecuencia siluetas sobrias de mujeres sucias y harapientas, como si los precipicios las arrojaran a la superficie. Ya se veía una, ya grupos de dos o tres mujeres. Se oían voces que retumbaban en el arte silencioso.
-¿Qué mujeres son esas? ¿De dónde vienen? -preguntó Zina con voz dulce y medrosa.
Niemovetsky sabía lo que eran aquellas mujeres y tenía no poco susto, adivinando que se encontraban en algún mal lugar muy peligroso. Sin embargo, respondió con gran tranquilidad:
-No sé nada... Sea lo que sea; más vale no hablar de ello. No tenemos ya más que atravesar aquel bosquecillo; detrás están las barreras de la ciudad. ¡Es un fastidio que hayamos salido tan tarde!
Ella sonrió, recordando que estaban paseando desde las cuatro. Pero, viendo sus cejas fruncidas, propuso que anduvieran más deprisa, procurando tranquilizarle.
-Tengo sed. El bosquecillo no está lejos. Vamos deprisa.
Cuando entraron en el bosque y se hallaron bajo los arcos silenciosos que formaban los árboles con sus copas, la noche era más sombría, pero más serena.
-Déme usted su mano -dijo Niemoversky.
Ella le dio tímidamente su mano, y este ligero movimiento pareció disipar los crepúsculos. Sus manos estaban inmóviles y no se apretaban. Zina trató de alejarse un poco de su compañero; pero todos sus pensamientos estaban absortos en la sensación de aquel sitio donde se tocaban sus manos. Y de nuevo tuvieron deseos de hablar de la belleza, de la misteriosa fuerza del amor; pero de hablar sin palabras, nada más que con las miradas, para no romper el silencio. Querían mirarse, pero no se atrevían.
-¡Todavía hay gente aquí! -dijo alegremente Zina.


III


En un calvero donde había más claridad veíanse tres hombres sentados alrededor de una botella vacía, guardando silencio; espiaban a los que pasaban. Uno de ellos, rasurado como un actor, se echó a reír y a silbar de una manera provocativa, como diciendo: “¡Toma, toma!” Niemovetsky sintió su corazón oprimido por la angustia; pero siguió derecho el sendero, que pasaba precisamente al lado de aquellos hombres misteriosos. Estos esperaron; tres pares de ojos miraron en la obscuridad, inmóviles y hostiles. Y sintiendo en sí un vago deseo de atraerse las simpatías de aquellas gentes taciturnas y harapientas, cuyo silencio estaba preñado de amenazas; deseando hacerles comprender su impotencia y despertar en ellos la compasión, les preguntó:
-¿Es este el sendero que conduce a la ciudad?
Pero no respondieron. El rasurado silbó de una manera rara, burlona; los otros dos miraron con una mirada sombría, amenazadora y fija. Estaban borrachos, mal intencionados, sedientos de amor y destrucción. Uno de los hombres, de carrillos rojos, hinchados, se alzó sobre sus codos; luego, torpemente, como un oso al apoyarse sobre sus patas, se puso en pie, respirando con dificultad. Sus camaradas le dirigieron una mirada rápida, y en seguida se volvieron todos hacia Zina, mirándola con fijeza.
-Tengo mucho miedo –dijo ella muy bajo’.
Niemovetsky se pudo apercibir de ello, por el modo de agarrarse a su brazo. Procurando aparentar tranquilidad, y sintiendo la fatalidad de lo que iba a pasar, echó a andar con largos y firmes pasos. Sentía sobre su espalda tres pares de ojos. Le acometió al principio la idea de correr, pero comprendió que sería inútil.
-¡Y esto es un caballero! –dijo con menos-precio.
El tercero del grupo era calvo y tenía una barba roja.
-El no vale nada, pero la señorita no está del todo mal, a fe mía. Es un buen bocado.
Los tres se echaron a reír, con una risa falsa y descortés.
¡Permítame usted, señor! ¡Nada más que dos palabras! -dijo el más alto, con voz de bajo, mirando a sus camaradas.
 Los otros se levantaron.
Niemovetsky siguió andando, sin volverse,
-¡Hay que contestar cuando se pregunta! -dijo el rojo severamente-. Por lo menos, cuando no quiere uno que le rompan el alma.
-¿Lo has oído? -gritó el calvo, lanzándose hacia ellos como un loco.
Una mano fuerte asió el hombro de Niemovetsky y le sacudió. Al volver la cabeza vió muy cerca de su cara dos ojos redondos, de una expresión horrible. Estaban tan próximos que parecía que le miraban a través de una lupa; hasta distinguía perfectamente las vesículas rojas sobre el blanco del ojo y el pus amarillo sobre las pestañas. Soltando la mano inmóvil de Zina, metió la suya en el bolsillo, buscando su porta-monedas, y balbuceó:
-¿Quieren ustedes dinero?... Aquí está... tengan...
Los ojos redondos tuvieron una expresión de disgusto.
Niemovetsky volvió la cabeza; en este momento, el alto echó un paso atrás y le dió un puñetazo debajo de la barba. El golpe fué inesperado. La cabeza de Niemovetsky cayó hacia atrás, chocaron sus dientes; su gorro le tapó primero la cara, y luego rodó por tierra. Niemovetsky perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Zina, aturdida, echó instintivamente a correr con toda sus fuerzas. El rasurado lanzó un grito agudo y corrió tras la muchacha. Niemovetsky apenas se levantó del suelo, recibió otro golpe terrible en la nuca. Era él solo contra dos: solo, tan débil, sin costumbre de luchar; pero no se desanimó: con todas sus fuerzas mordió, arañó las manos de sus adversarios, como las mujeres, llorando de rabia, en lucha desigual y desesperada.

Pronto se agotaron sus fuerzas. Le levantaron en peso y le llevaron. En los primeros momentos se resistió aún; pero como la cabeza le dolía horriblemente, dejó de comprender lo que pasaba a su alrededor, y sus brazos se balanceaban a cada paso. La última cosa que vió fué un mechón de la barba roja que casi se le metía en la boca; luego, a través de las tinieblas del bosque, la silueta de la pobre joven perseguida por el rasurado. Corría con todas sus fuerzas, silenciosa, sin gritar.
Niemovetsky sintió el vacío a su alrededor; oprimido el corazón, rodó hacia abajo, como una piedra; su cuerpo chocó contra el suelo y perdió el conocimiento.
Sus dos adversarios, después de haber arrojado a Niemovetsky por el terraplén, permanecieron un momento en lo alto, prestando oído a lo que pasaba en el fondo. Pero sus miradas se volvieron hacia el lado del bosque, por donde huía Zina. Pronto se oyó un grito terrible, ahogado, de mujer; después, fue el silencio.
El alto, furioso, gritó:
-¡Crápula!
Y echó a correr, en línea recta, a través de las ramas, como un oso.
El rojo le siguió, gritando con voz aguda:
-¡Yo también! ¡Yo también!
Era más débil que el otro y se sofocaba. Durante la lucha había recibido una patada en la rodilla, y el pensamiento de que sería el último en violar a la muchacha, a pesar de haber sido el primero que tuvo la idea, casi le volvía loco. Se detuvo un instante, se frotó la rodilla con la mano, se sonó con fuerza, metiendo el dedo en la nariz, y echó nuevamente a correr, gritando:
-¡Yo también! ¡Yo también!
La nube negra fué desapareciendo poco a poco, y la noche, sombría y serena, descendió sobre la tierra, escondiendo en sus tinieblas la figura del rojo; no se oían más que sus breves pasos nerviosos a través del bosque, el ruido de las ramas sacudidas por sus manos y su grito vibrante y lastimero:
-¡Yo también! ¡Yo también!



IV


Niemovetsky tenía la boca llena de tierra y arena, que rechinaba entre sus dientes. Lo primero que sintió, al volver en sí, fue el olor fuerte de la tierra húmeda. Sentía la cabeza pesada, como si estuviera llena de plomo: ni siquiera podía volverla; tenía dolores en todo el cuerpo, especialmente en el hombro izquierdo. Felizmente, no le habían roto nada en la lucha. Se sentó y estuvo un buen rato mirando hacia arriba, sin poder pensar ni darse cuenta de lo que le pasaba. A través de un matorral de anchas hojas negras, al borde del terreno, se veía el cielo puro. El huracán, que había pasado sin ser seguido de la lluvia, había purificado el aire, que era más seco y más ligero ahora. La luna, en cuarto creciente, con un borde opaco, derramaba desde lo alto del cielo su luz pálida, triste y fría, pues eran sus ultimas noches. Los pequeños jirones de nubes, empujados por el viento, que aún soplaba muy fuerte allá arriba, pasaban cerca de la luna, sin atreverse a ocultarla. Todo esto hacía el efecto de una noche triste y misteriosa, que lloraba sobre la tierra.
Niemovetsky se acordó de pronto de todo lo que había ocurrido; no se atrevió a creerlo; de tal modo era horrible e inverosímil. La verdad no puede ser tan horrible y tan cruel. El mismo, a aquella hora, en aquel sitio, sentado en la tierra, mirando desde abajo la luna y las nubes flotantes, no se reconocía; todo era extraño y no se parecía a nada. La primera idea que le vino fue la de que soñaba una pesadilla muy extraordinaria y horrible. Hasta las mujeres que habían encon-trado no eran más que un sueño.
“Esto no es posible”, se dijo sacudiendo la cabeza, que le dolía mucho. Buscó su gorra, pero no la encontró. Aquello era un mal presagio. Comprendió, de pronto, que no se trataba de un sueño, sino de la cruel realidad.
Estupefacto de terror, dió un salto, y en un abrir y cerrar de ojos, empezó a trepar a lo alto, con el corazón triste y oprimido; pero volvió en seguida a caer, cubierto por la tierra móvil. Trepó de nuevo, agarrándose a las ramas flexibles del matorral. Una vez arriba, se precipitó hacia adelante, sin reflexionar y sin buscar la dirección. Corrió mucho tiempo, dando vueltas bajo los árboles. Después, cambió de dirección, yendo hacia el lado opuesto. No prestaba atención a las ramas, que le herían en el rostro, y a su espíritu se presentó de nuevo todo como una pesadilla terrible. Le pareció que había vivido ya todo aquello: las tinieblas, las ramas invisibles que le hacían daño. Y siguió corriendo, con los ojos cerrados y pensando que todo aquello no era más que un sueño.
Niemovetsky se detuvo extenuado y se sentó en el suelo. Acordándose de su gorra, se dijo:
-Sí, yo soy verdaderamente. Es necesario que me mate; lo sería aunque esto fuera un sueño.
Se levantó de nuevo y echó a correr; luego, reflexionando un poco cortó el paso, acordándose vagamente del sitio donde se habían arrojado sobre ellos. El bosque estaba muy obscuro; en ciertos momentos, un pálido rayo de la luna aclaraba los troncos blancos de los árboles; pero el bosque parecía estar lleno de personas inmóviles y taciturnas. Todo aquello parecía un sueño.
-¡Zina Nicolaievna! -llamó Niemovetsky en voz alta, alzando más la voz en el primer nombre y pronunciando muy bajo el segundo, como si, al oírlo, perdiera la esperanza de recibir las respuesta.
Nadie le contestó.
De pronto se encontró con la senda, la reconoció y siguió hasta el calvero. Esta vez comprendió bien que todo era verdad. Presa de estupor, se puso a gritar.
-¡Zenaida Nicolaievna! ¡Soy yo! ¡Soy yo el que la llama!
Tampoco obtuvo respuesta. Volviéndose del lado donde se figuraba que estaba la ciudad, Niemovetsky gritó con todas sus fuerzas:
-¡Socorro!
Perdió la cabeza y empezó a registrar los matorrales, hablándose a sí mismo. De repente, vió a sus pies una mancha blanca, como la de una luz débil, tendida en tierra.
-¡Dios mío! ¿qué es esto? –exclamó con voz llorosa. Se puso de rodillas, adivinando el terrible drama y buscando a la pobre desventurada. Su mano tocó el cuerpo desnudo: era terso, rígido y frío; pero vivía aún. Retiró la mano instintiva-mente.
-¡Querida mía! ¡Pobre niña mía! ¡Soy yo! -dijo muy bajo, buscando en la obscuridad el rostro de Zina. Quiso levantarla, y de nuevo tocó el cuerpo desnudo. ¡Siempre aquel cuerpo de mujer, terso, rígido, un poco más cálido bajo la mano que le tocaba! Rápidamente, retiraba su mano un momento; pero otras veces la retenía. Al tocar aquel cuerpo desnudo, no podía concebir que perteneciera a Zina, como antes no concebía que él pudiera estar solo en aquel sitio, con el traje hecho jirones, sin gorra. Y lo que había pasado, lo que se había hecho con el aquel cuerpo de mujer inmóvil, se le apareció en toda su realidad espantosa e implacable, y con una fuerza increíble y extraña al mismo tiempo, estremeciendo todo su ser. Se enderezó con firmeza, fijó una mirada lívida en la mancha blanca que había a sus pies, frunció las cejas, como un hombre que reflexiona.
El horror de todo lo que había ocurrido allí se apoderó de su cuerpo, y pesó sobre su alma como un pesado fardo imposible de arrojar de sí.
-¡Dios mío, Dios mío! -repetía sin cesar, con una voz extraña-mente cambiada.
Encontró el corazón de Zina; los latidos eran débiles, pero regulares. Se inclinó sobre la muchacha y sintió su débil respiración; diríase que dormía, y no que estaba desmayada. La llamó de nuevo, por el diminutivo de su nombre:
-¡Zina, mi Zina, soy yo!
Al pronunciar su nombre, sintió súbitamente que le gustaría que no se despertara en seguida. Contenida la respiración, lanzando a su alrededor rápidas miradas, le pasó dulcemente la mano por la mejilla, la besó primero en los ojos cerrados, después en la boca, que entreabrió bajo un beso fuerte. Espantado ante el pensamiento de que pudiera despertarse, retrocedió un poquito y permaneció quieto. El cuerpo estaba inmóvil y mudo, y en aquel pobre cuerpo desgraciado e inofensivo, había algo que inspiraba piedad, que irritaba y atraía al mismo tiempo.
Con mucha ternura y la prudencia medrosa de un ladrón, Niemovetsky trató de cubrir el cuerpo con los jirones del vestido de la muchacha; la doble sensación de la tela y del cuerpo desnudo era angustiosa y cortante como un cuchillo incomprensible como la locura. Se sentía defensor y atacante al mismo tiempo.
En vano buscó un socorro cualquiera, implo-rando al bosque, a las tinieblas; todo permaneció indiferente. Allí había tenido lugar el festival de las bestias hambrientas de amor, y él, rechazado al otro lado de la vida humana, simple y razonable, sentía la pasión loca y bestial, de que la atmósfera misma parecía impregnada allí y que le embriagaba.
-¡Soy yo, soy yo! -repetía automáticamente, sin darse cuenta de lo que le rodeaba y acordándose de la lista blanca de la falda y de la bella silueta del piececito, lindamente calzado.
Prestó oído a la respiración de la joven, y teniendo los ojos siempre fijos en su rostro, avanzó la mano. La separó nuevamente, y la lanzó otra vez.
-iPero estoy loco! -gritó espantado, y se sobresaltó, de miedo de sí mismo. 
Durante un corto instante vió aún el rostro de la joven; después, no lo vió ya. Se esforzaba en convencerse a sí mismo de que aquel cuerpecito pertenecía a Zina, con quien él se había paseado aquella misma noche, a Zina, que le hablaba del infinito; pero ya no pudo más. Aquello era más fuerte que él. Trataba de compenetrarse con el drama horrible que había tenido lugar allí, pero era tan espantoso aquel drama que no le hacía sentir nada. Su imaginación se negaba a comprenderle.
-iZina, Zina! Pero, ¿qué es lo que pasa? -imploraba continua-mente.
El pobre cuerpo torturado seguía siempre inmóvil. Niemovetsky, pronunciando palabras insensatas, se puso de rodillas. Imploró, amenazó con matarse, sacudió el pobre cuerpo atrayéndole hacia sí y casi hundiendo en él sus uñas. El cuerpo, confortado con el calor, cedía dulcemente a sus esfuerzos, siguiendo sin protesta los movimientos de Niemovetsky, y esto era tan horrible, tan incomprensible y absurdo, que Niemovetsky se estremeció de nuevo y gritó desesperado:
-¡Socorro!
Pero su voz era falsa y no natural.
Se arrojó de nuevo sobre el cuerpo resignado, besándole, llorando, sintiendo muy cerca un abismo negro, horrible, atrayente. El Niemovetsky de antes había desaparecido, estaba lejos de allí; el Niemovetsky de ahora sacudía con una pasión feroz el cuerpo inerte, pero cálido, y decía, sonriendo con una sonrisa de loco:
-¡Responde! ¿Por qué no dices nada? ¡Te amo locamente!
Con la misma sonrisa falsa aproximó sus ojos ensanchados al rostro de la joven y murmuró:
-¡Te amo! ¡No dices nada, pero sonríes, lo estoy viendo! ¡Te amo, te amo, te amo! 
Atrajo hacia sí con más fuerza el cuerpo mudo, sin voluntad, que por su flexibilidad inerte provocaba en él la pasión salvaje, perdió la cabeza y murmuró con voz ahogada, no conservando ya de hombre más que la capacidad de mentir.
-¡Te amo y nadie sabrá nada de esto! Nos casaremos mañana, cuando tú quieras: te amo. Voy a besarte y tú me corresponderás, ¿no es eso, amor mío?
La beso apasionadamente en la boca, sintiendo sus dientes en los labios, y perdiendo con aquel beso los últimos destellos de la razón. Le pareció que los labios de la joven se estremecían. El horror fulminante iluminó un momento su cerebro, abriendo ante él un abismo…
Y aquel abismo negro le tragó.




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