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27 de julio de 1951- Guipúzcua Escritor, licenciado en Ciencias Económicas y en Filosofía y Letras, guionista, vendedor de libros, instructor de euskera. |
La Vida Según
Adán
Enfermó Adán el primer invierno después de su salida del
paraíso y asustado con los síntomas, la tos, la fiebre, el dolor de cabeza, se
echó a llorar igual que años más tarde lo haría María Magdalena, y dirigiéndose
a Eva, “no sé qué me ocurre” gritó, “tengo miedo” “amor mío, ven aquí, creo que
ha llegado la hora de mi muerte”.
Eva se sorprendió mucho al oír aquellas palabras, amor,
miedo, muerte y le pareció que pertenecían a una lengua extraña, ajena al
paradisiaqués, y anduvo con ellas en la boca, masticándolas como pepitas, como
raíces, hasta que creyó, amor, miedo, muerte, comprender enteramente su
sentido. Para entonces Adán ya se había repuesto, y volvía a sentirse feliz, o
casi.
Fue sólo, aquel hecho extraparadisíaco, el primero de una
larga serie, de modo que Adán y Eva siguieron, por así decir, recibiendo clases
intensivas de la lengua que decía amor, miedo, muerte, aprendiendo palabras
como cansancio, sudor, carcajada, carcaj, carcamal, canción, caricia o cárcel;
a medida que crecía su vocabulario, las arrugas de su piel aumentaban.
La hora de la muerte, la verdadera, le llegó a Adán siendo
ya muy viejo, y quiso entonces transmitir a Eva lo que había aprendido, su
última verdad. “¿Sabes, Eva?”, le dijo, “la pérdida del paraíso no fue en
realidad una desgracia. A pesar de los trabajos, a pesar de lo del pobre Abel y
todos los demás conflictos, hemos conocido lo único que, noblemente hablando,
puede llamarse vida”.
Sobre la tumba de Adán se derramaron lágrimas corrientes, de
agua y sal, que cayeron a tierra y no criaron jacintos, ni rosas, ni flores de
ninguna clase, y de todos ellos fue Caín el que, paradójicamente, con más
desgarro lloró; luego Eva recordó con cariño el susto de Adán cuando su primera
gripe, y todos se calmaron, y se fueron, y tomaron algo, y comieron un bollo.
Las Gaviotas
Todas las tardes
se reúnen las gaviotas
frente a la estación del tren:
Allí repasan sus amores.
En su libro de memorias
dos flores de sándalo:
una señala la página de los puentes,
otra la de los suicidas.
Y también guardan una fotografía
del mendigo que, hace tiempo, transportaba
los despojos del mercado.
Pero su pequeño corazón
-que es el de los equilibristas-
por nada suspira tanto
como por esa lluvia tonta
que casi siempre trae el viento,
que casi siempre trae el sol.
Por nada suspira tanto
como por el inacabable
(cabalé, cabalá),
continuo mudar
del cielo y de los días.
De:
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