domingo, 27 de octubre de 2013

De Montevideo para el mundo (2)



Porque los libros están hechos de lectores perennes.
Carlos Caillabet

"Escribiré hasta que empiece a escribir sobre mi yo verdadero" - Sylvia Plath






La otra


Llegas tarde, lamiéndote los labios.
¿Qué dejé intacto en el umbral:

blanca Niké,
aullando entre mis muros?

Sonrientemente, azul relámpago
aceptas, como escarpia, el gravamen de sus partes;

Favorecido de la Policía, lo confiesas todo.
Cabello lúcido, limpiabotas, plástico viejo,

¿tan intrigante es mi vida?
¿Por eso agrandas tus ojeras?

¿Es por eso por lo que se alejan l~ motas de aire?
No son motas de aire, sino corpúsculos.

Abre tu bolso. ¿Qué es ese hedor?
Es tu calceta, asiéndose

asiduamente a sí misma,
son tus dulces pegajosos.

Tengo tu cabeza contra mi pared.
Cordones umbilicales, azulrojizos, lácidos,

chillan desde mi vientre, cual flechas, y cabálgolas.
O luz lunar, o enferma,

los caballos robados, las fornicaciones
circulan útero marmóreo.

¿A dónde vas
sorbiendo aire como kilómetros?

Lloran oníricos adulterios
sulfúricos. Cristal frío, ¿cómo

te introduces entre yo misma
y yo misma? Araño como un gato.

La sangre que fluye es fruta mate:
un efecto, un cosmético.

Sonríes.
No, no es mortal.



Escayola


¡Nunca me liberaré de esto! Ahora soy dos personas:
ésta, completamente blanca, y la antigua, amarilla,
y la blanca es, sin duda, la más importante.
No necesita alimentos, es, ciertamente, uno de los santos
indudables. Al principio la odiaba, carecía de lógica propia.
Se pasaba los días en la cama conmigo, igual que un cadáver,
y yo me asustaba, pues su forma era idéntica a la mía,

aunque mucho más blanca, e irrompible, y jamás se quejaba.
Era tan fría que me tuvo despierta una semana.
Yo le echaba la culpa de todo, pero ella jamás respondía.
¡Qué ridícula conducta, yo no la entendía! Pero ella
guardaba silencio. La pegaba, pero no se movía,
pacifista sincera, y entonces me dije que deseaba mi amor:
comenzó a ser más cálida, y vi entonces sus muchas virtudes.

Sin mí no existiría, por eso me mostraba cariño.
Yo le daba alma, florecía de ella cual rosa
florece de un jarrón de porcelana barata,
era yo quien brillaba, no ella con su pulcra blancura,
como había pensado al principio. Yo entonces
la protegía un poco y ella estaba encantada, era claro
que su mente de esclava la regía.

Yo aceptaba su culto y a ella le encantaba.
Matinal, despertábame del sol al reflejo. En su torso
sorprendentemente albo lucía su pulcra
nitidez, y su calma y su dura paciencia:
mimaba mis debilidades como experta enfermera,
poniendo mis huesos en su sitio, para que se curasen.
Y, así, nuestro vínculo se volvió más firme.

Fue dejando de venirme tan justa, empezó a separárseme.
Yo notaba sus críticas a pesar de mí misma,
como si mis costumbres la ofendiesen de alguna manera.
Dejaba pasar las corrientes y volvióse distraída y lejana.
Y la piel me escocía y se me iba pedazo a pedazo
sólo porque ella me cuidaba con tanto desvío.
Vi por fin el misterio: se creía inmortal.

Quería dejarme, se pensaba superior a mí en todo.
¡Y yo que la tenía a oscuras, apilando rencores,
malgastando sus días al servicio de un semicadáver!
En secreto empezó a desearme la muerte. Y entonces
podría cubrirme la boca y los ojos, del todo cubrirme,
y llevar mi rostro pintado como funda de momia
con la faz faraónica, aunque fuera de barro y de agua.

Y yo no podía arrojarla de mí, se apoyaba
en mí tanto tiempo que me estaba volviendo inmóvil,
habiendo olvidado la manera de andar o sentarme,
por eso cuidaba yo mucho de nunca ofenderla
o jactarme imprudente de mi cierta venganza.
Esta convivencia era igual que vivir con mi tumba:
yo dependía de ella, aunque muy contra mi voluntad.

Solía pensar que podríamos vivir muy bien juntas,
tan unidas estábamos que pudieran pensarnos casadas.
Pero ahora comprendo que no compatíamos, que ella
sería una santa y yo fea e hirsuta, más tarde o temprano
tales diferencias caerían inanes, pues yo recobraba mi fuerza
y un día podría vivir sin su apoyo y entonces
su cáscara huera y muriente lloraría mi ausencia.
















Carta de amor


No es fácil expresar lo que has cambiado.
Si ahora estoy viva entonces muerta he estado,
aunque, como una piedra, sin saberlo,
quieta en mi sitio, mi hábito siguiendo.
No me moviste un ápice, tampoco
me dejaste hacia el cielo alzar los ojos
en paz, sin esperanza, por supuesto,
de asir los astros o el azul con ellos.

No fue eso. Dormí: una serpiente
como una roca entre las rocas hiende
el intervalo del invierno blanco,
cual mis vecinos, nunca disfrutando
del millón de mejillas cinceladas
que a cada instante para fundir se alzan
las mías de basalto. Como ángeles
que lloran por la gente tonta hacen
lágrimas que se congelan. Los muertos
tenían yelmos helados. No les creo.

Me dormí como un dedo curvo yace.
Lo primero que vi fue puro aire
y gotas que se alzaban de un rocío
límpidas como espíritus. y miro
densas y mudas piedras en tomo a mí,
sin comprender. Reluzco y me deshojo
como mica que a sí misma se escancie,
igual que un líquido entre patas de ave,
entre tallos de planta. Mas no pienses
que me engañaste, eras transparente.

Árbol y piedra nítidos, sin sombras.
Mi dedo, cual cristal de luz sonora.
Yo florecía como rama en marzo:
una pierna y un brazo y otro brazo.
De piedra a nube iba yo ascendiendo.
A una especie de dios ya me asemejo,
hiende el aire la veste de mi alma
cual pura hoja de hielo. Es una dádiva.




Una poeta de torturada existencia


Sylvia Plath (Boston, 1932-Londres, 1963), sin duda una de las figuras más emblemáticas de la poesía anglosajona del siglo XX, es una autora de sobra conocida por el lector español, que dispone de la edición castellana de su única y célebre novela, La campana de cristal (publicada por Edhasa), y, en cuanto a su obra poética, de la edición bilingüe de Ariel (traducción y prólogo de Ramón Buenaventura, en Hiperión) y de la Antología, traducida y precedida de un extenso estudio preliminar a cargo de Jesús Pardo (Visor). Poetisa encumbrada a mito por su torturada existencia, a la que pondría fin suicidándose en Londres, a los 30 años, introduciendo la cabeza en el horno de la cocina, había nacido en Boston, en 1932.

Hija de un entomólogo de origen germano y de una profesora de alemán descendiente de inmigrantes austriacos, fue educada en un ambiente familiar austero, del que pronto desapareció la figura del padre, cuya muerte es una constante en su obra poética. A los ocho años enviaba poemas a revistas literarias y decidía su futura vocación: conseguir becas para viajar y estudiar en Europa, escribir libros de poemas, ser profesora de literatura y madre. Fueron proyectos que, en efecto, cumplió ciñéndose a un ideal de perfección que, poco a poco y bajo la incitación constante de una madre adleriana, fue convirtiéndose en una auténtica obsesión nada estabilizadora.

Hasta los 19 años, Plath fue acumulando becas, éxitos académicos y premios literarios; el más decisivo fue el concedido, en 1954, por la revista Mademoiselle, consistente en una estancia de un mes de Nueva York, en un hotel de lujo, junto a otras jóvenes premiadas, con trabajo remunerado como directora adjunta de dicha revista y asistencia a galas de alta costura, cosmética, etcétera. Al regresar a Boston sufrió una crisis nerviosa que culminó con un intento de suicidio grave y tratamiento a base de electrochoque en un centro psiquiátrico, experiencia que narraría en su novela La campana de cristal, que apareció, con el seudónimo de Victoria Lucas, en febrero de 1963, un mes antes del suicidio de la autora.

Hacía siete años que se había casado con el poeta inglés Ted Hughes, y uno que se había separado de él. La imagen de la imponente pareja que habían formado (jóvenes, guapos, brillantes y ambos excelente poetas) quedó hecha añicos. Plath no pudo soportar ver destrozado aquel emblema de perfección por obra de la aparición de otro amor en la vida de Ted Hugues, quien sufrió, durante decenios, el reproche del feminismo universal.


Ana María Moix

Algunos de sus Diarios han sido publicados.
















“Tomé una respiración profunda 
y escuché el viejo rebuzno de mi corazón: soy yo, soy yo, soy yo”.











































“La locura es el origen de las hazañas de todos los héroes” - Erasmo de Rotterdam

27 (¿?) de octubre  de 1466 - Holanda
Príncipe del Humanismo, filólogo, filósofo, teólogo.





























"La locura de Erasmo 
se sitúa en el corazón mismo de la fe 
y en el corazón mismo de la razón. 
Ambas se vuelven relativas 
y el ser humano deja de estar sujeto a la fe, 
pero no se convertirá en esclavo de la razón. 
Se convertirá en Don Quijote de la Mancha"- 
Carlos Fuentes