Pobres gentes
En una choza, Juana, la mujer del
pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja.
Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa... La noche es
fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el
ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está
cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros
relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco
niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido
por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de
las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.
Con un ronco sonido, el viejo
reloj de madera ha dado las diez, las once... Juana se sume en reflexiones. Su
marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella
trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega
para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como
en verano, corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún
tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su
alimentación es el pescado. "Gracias a Dios, los niños están sanos. No
puedo quejarme", piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad.
"¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él", dice,
persignándose.
Aún es temprano para acostarse.
Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una
linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si
hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El
viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de
al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina
enferma. "No tiene quien la cuide", piensa, mientras llama a la
puerta. Escucha... Nadie contesta.
"A lo mejor le ha pasado
algo", piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par. Juana
entra.
En la choza reinan el frío y la
humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma. Lo primero que
aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace
boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí,
es ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la
inmovilidad de la muerte. Su pálida mano, sin vida, como si la hubiese
extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y cuelga en el
vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas
y rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un
vestido viejo.
Se ve que la madre, al morir, les
ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por encima su vestido.
La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño dulce
y profundo.
Juana coge la cuna con los niños;
y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El corazón le late con
violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es que
no puede proceder de otra manera.
Una vez en su choza, instala a
los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la cortina. Está
pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. "¿Qué me dirá?
Como si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños... ¿Es él? No, no...
¿Para qué los habré cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido... Ahí viene...
¡No! Menos mal..."
La puerta chirría, como si
alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.
"No. No es nadie. ¡Señor!
¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la cara ahora?" Y Juana
permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.
La lluvia ha cesado; el cielo se
ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo mismo que antes.
De pronto, la puerta se abre de
par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino; y un hombre,
alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de
agua.
-¡Ya estoy aquí, Juana! -exclama.
-¡Ah! ¿Eres tú? -replica la
mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.
-¡Vaya nochecita!
-Es verdad. ¡Qué tiempo tan
espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?
-Es horrible, no he pescado nada.
Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las redes. Esto es horrible,
horrible... No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No recuerdo una noche
igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por haber
podido volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?
Después de decir esto, el
pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta junto a la
estufa.
-¿Yo? -exclama Juana,
palideciendo-. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan fuerte que me
daba miedo. Estaba preocupada por ti.
-Sí, sí -masculla el hombre-.
Hace un tiempo de mil demonios, pero... ¿qué podemos hacer?
Ambos guardan silencio.
-¿Sabes que nuestra vecina Simona
ha muerto?
-¿Qué me dices?
-No sé cuándo; me figuro que
ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le desgarraba el corazón
al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños... Uno ni siquiera sabe hablar
y el otro empieza a andar a gatas...
Juana calla. El pescador frunce
el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y preocupada.
-¡Vaya situación! -exclama,
rascándose la nuca-. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos más remedio que
traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta? Ya
saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.
Juana no se mueve.
-¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué
te pasa, Juana?
-Están aquí ya -replica la mujer
descorriendo la cortina.
De: CiudadSeVa.com
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El 16 de enero de
1905 León Tolstói escribe a su mujer Sofía: “La música es la estenografía de
los sentimientos. Cuando hablamos mediante la elevación, la disminución, la
fuerza, la rapidez o la lentitud de la sucesión de somidos emitidos, expresamos
aquellos sentimientos que acompañan lo que decimos: los pensamientos, las
imágenes, los acontecimientos que verbalizamos. La música transmite sólo la
progresión y la composición y la sucesión de esos sentimientos sin
pensamientos, ni imágenes, ni acontecimientos. A mí esto me explica lo que
siento cuando escucho música.” (Traducción de Selma Ancira)
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