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21 de setiembre de 1918- Méjico |
La canción de Peronelle
Desde su claro huerto de
manzanos, Peronelle de Armentières dirigió al maestro Guillermo su primer
rondel amoroso. Puso los versos en una cesta de frutas olorosas, y el mensaje
cayó como un sol de primavera en la vida oscurecida del poeta.
Guillermo de Machaut había
cumplido ya los sesenta años. Su cuerpo resentido de dolencias empezaba a
inclinarse hacia la tierra. Uno de sus ojos se había apagado para siempre. Sólo
de vez en cuando, al oír sus antiguos versos en boca de los jóvenes enamorados,
se reanimaba su corazón. Pero al leer la canción de Peronelle volvió a ser
joven, tomó su rabel, y aquella noche no hubo en la ciudad más gallardo cantor
de serenatas.
Mordió la carne dura y fragante
de las manzanas y pensó en la juventud de aquella que se las enviaba. Y su
vejez retrocedió como sombra perseguida por un rayo de luz. Contestó con una
carta extensa y ardiente, intercalada de poemas juveniles.
Peronelle recibió la respuesta y
su corazón latió apresuradamente. Sólo pensó en aparecer una mañana, con traje
de fiesta, ante los ojos del poeta que celebraba su belleza desconocida.
Pero tuvo que esperar hasta el
otoño la feria de San Dionisio. Acompañada de una sirviente fiel, sus padres
consintieron en dejarla ir en peregrinación hasta el santuario. Las cartas iban
y venían, cada vez más inflamadas, colmando la espera.
En la primera garita del camino,
el maestro aguardó a Peronelle, avergonzado de sus años y de su ojo sin luz.
Con el corazón apretado de angustia, escribía versos y notas musicales para
saludar su llegada.
Peronelle se acercó envuelta en
el esplendor de sus dieciocho años, incapaz de ver la fealdad del hombre que la
esperaba ansioso. Y la vieja sirviente no salía de su sorpresa, viendo cómo el
maestro Guillermo y Peronelle pasaban las horas diciendo rondeles y baladas,
oprimiéndose las manos, temblando como dos prometidos en la víspera de sus
bodas.
A pesar del ardor de sus poemas,
el maestro Guillermo supo amar a Peronelle con amor puro de anciano. Y ella vio
pasar indiferente a los jóvenes que la alcanzaban en la ruta. Juntos visitaron
las santas iglesias, y juntos se albergaron en las posadas del camino. La fiel
servidora tendía sus mantas entre los dos lechos, y San Dionisio bendijo la
pureza del idilio cuando los dos enamorados se arrodillaron, con las manos
juntas, al pie de su altar.
Pero ya de vuelta, en una tarde
resplandeciente y a punto de separarse, Peronelle otorgó al poeta su más grande
favor. Con la boca fragante, besó amorosa los labios marchitos del maestro. Y
Guillermo de Machaut llevó sobre su corazón, hasta la muerte, la dorada hoja de
avellano que Peronelle puso de por medio entre su beso.
Eva
Él la perseguía a través de la
biblioteca entre mesas, sillas y facistoles. Ella se escapaba hablando de los
derechos de la mujer, infinitamente violados. Cinco mil años absurdos los
separaban. Durante cinco mil años ella había sido inexorablemente vejada,
postergada, reducida a la esclavitud. Él trataba de justificarse por medio de
una rápida y fragmentaria alabanza personal, dicha con frases entrecortadas y
trémulos ademanes.
En vano buscaba él los textos que
podían dar apoyo a sus teorías. La biblioteca, especializada en literatura
española de los siglos XVI y XVII, era un dilatado arsenal enemigo, que glosaba
el concepto del honor y algunas atrocidades de ese mismo jaez.
El joven citaba infatigablemente
a J. J. Bachofen, el sabio que todas las mujeres debían leer, porque les ha
devuelto la grandeza de su papel en la prehistoria. Si sus libros estuvieran a
mano, él habría puesto a la muchacha ante el cuadro de aquella civilización
oscura, regida por la mujer, cuando la tierra tenía en todas partes una
recóndita humedad de entraña y el hombre trataba de alzarse de ella en
palafitos.
Pero a la muchacha todas estas
cosas la dejaban fría. Aquel periodo matriarcal, por desgracia no histórico y
apenas comprobable, parecía aumentar su resentimiento. Se escapaba siempre de
anaquel en anaquel, subía a veces a las escalerillas y abrumaba al joven bajo
una lluvia de denuestos. Afortunadamente, en la derrota, algo acudió en auxilio
del joven. Se acordó de pronto de Heinz Wólpe. Su voz adquirió citando a este
autor un nuevo y poderoso acento.
“En el principio sólo había un
sexo, evidentemente femenino, que se reproducía automáticamente. Un ser
mediocre comenzó a surgir en forma esporádica, llevando una vida precaria y
estéril frente a la maternidad formidable. Sin embargo, poco a poco fue
apropiándose ciertos órganos esenciales. Hubo un momento en que se hizo imprescindible.
La mujer se dio cuenta, demasiado tarde, de que le faltaban ya la mitad de sus
elementos y tuvo necesidad de buscarlos en el hombre, que fue hombre en virtud
de esa separación progresista y de ese regreso accidental a su punto de
origen.”
La tesis de Wólpe sedujo a la
muchacha. Miró al joven con ternura. “El hombre es un hijo que se ha portado
mal con su madre a través de toda la historia”, dijo casi con lágrimas en los
ojos.
Lo perdonó a él, perdonando a
todos los hombres. Su mirada perdió resplandores, bajó los ojos como una
madona. Su boca, endurecida antes por el desprecio, se hizo blanda y dulce como
un fruto. Él sentía brotar de sus manos y de sus libios caricias mitológicas.
Se acercó a Eva temblando y Eva no huyó.
Y allí en la biblioteca, en aquel
escenario complicado y negativo, al pie de los volúmenes de conceptuosa
literatura, se inició el episodio milenario, a semejanza de la vida en los
palafitos.
De: Cuentosinfin – Biblioteca de
cuentos y relatos
Carta a un zapatero que compuso
mal unos zapatos
Estimable señor:
Como he pagado a usted
tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a extrañar
sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.
En un principio no me di cuenta
del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento, augurándoles una larga
vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos cuantos
pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y puedo
repetirlas.)
Pero mi entusiasmo se acabó muy
pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos. Los encontré un poco
deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a esta
metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño,
ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente.
Aquí es preciso recordar que mis
zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted mismo les dedicó frases
elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura. Hasta
puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante.
Pues bien: no pude esperar hasta
el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas. Y aquí estoy, con
los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle las
palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos.
Mis pies no pudieron entrar en
los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están hechos de una
materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo
ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí
están, en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas.
Cuando todos mis esfuerzos
fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que usted había
realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de
calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros,
en cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran.
Los que le di a componer eran
unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante muchos meses.
Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían
ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a
mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y
resistente. Sólo que daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos
amplios y profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban
haciendo extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted,
iban ya a dejar ver los calcetines.
También habría que decir algo
acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones mostraban huellas
demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir.
Quise, con espíritu ambicioso,
prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece censurable: al
contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de tirar
mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos
brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las
personas modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi
de las personas como usted.
Debo decir que del examen que
practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas conclusiones. Por
ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo
resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme
toda la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan
mal. La piel está cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas
son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece
de hormas en su taller, pues mis zapatos ofrecen un aspecto indefinible.
Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas líneas estéticas. Y ahora...
Pero introduzca usted su mano
dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El pie tendrá que
transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un
quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor
zapatero, tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene
extremidades humanas.
Pero basta ya. Le decía que usted
no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también muy triste para usted y
peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para derrochar.
A propósito: no hablo movido por
el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta carta no intenta abonarse la
cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de eso. Le escribo
sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia
de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en
sus manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de
juventud... Perdón; usted es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para
volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par de calzado.
Nos hacen falta buenos artesanos,
que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el
dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del
trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.
Quisiera hablarle del artesano de
mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero
esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.
Sólo quiero decirle una cosa: si
usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su corazón y llega como un
reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos, intente en
ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.
Yo le prometo que si mis pies
logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de gratitud,
presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos.
Soy sinceramente su servidor.
La migala
La migala discurre libremente por
la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
El día en que Beatriz y yo
entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que
la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que
el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
Unos días más tarde volví para
comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca
de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en
las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror
que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando
de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual
podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como
si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del
impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de
aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir,
para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.
La noche memorable en que solté a
la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo
un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces,
cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la
araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en
espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado,
tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso
cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia
de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se
apresta y se perfecciona.
Hay días en que pienso que la
migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada
para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al
salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el
silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír,
aunque sé que son imperceptibles.
Muchos días encuentro intacto el
alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado
la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también
que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de
una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un
alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene
importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte
aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas
y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por
el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su
cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
Entonces, estremecido en mi
soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo
soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
De: Biblioteca Digital Ciudad
Seva
Un alumno fiel de Juan José
Arreola
Vicente Preciado Zacarías pasó
muchas tardes sentado frente a Juan José Arreola. Compartieron lecturas,
jugaron ajedrez y condimentaron la plática entre algunas confesiones.
Aunque se revelaron muchos secretos, la amistad comenzó más bien de forma fortuita. Juan José acudió al consultorio de Zacarías, médico de profesión, quien no quiso cobrar por su trabajo. Como al autor de Confabulario no le gustaba deberle a nadie, le dijo que pagaría con lecturas compartidas.
Las tardes de 1982 a 1991 fueron deliciosas, porque Arreola era un gran conversador, un actor capaz de mantener la atención de cualquiera que pudiera escucharlo, afirma Preciado Zacarías, quien a partir de sus tertulias vespertinas escribió el libro Apuntes de Arreola en Zapotlán, que reúne los diálogos, referencias, autores y obras que el autor de La Feria compartía con él.
"A veces me mandaba un taxi en punto de las seis de la tarde a mi casa para que estuviera con él y llegando a su casa me preguntaba qué había leído; yo era una persona desprovista de lecturas serias y él empezó a leerme todas las tardes desde las seis a las diez de la noche, un libro, un autor, y se fue haciendo así un rosario de conocimientos", recuerda el zapotlense nacido en 1937.
Las sesiones se acompañaban, a veces con vino tinto. Don Vicente llevaba una pequeña libreta para tomar apuntes porque Juan José prohibía que lo grabaran, aunque era un hombre sabio que compartía sus conocimientos con piedad, resalta el médico, quien a partir de esos encuentros se animó también a escribir.
Arreola escuchaba religiosamente a Bach y encontraba musicalidad en las palabras, narra Preciado Zacarías.
"Decía que escuchando a Bach se escucha toda la música del universo, me parece que las notas son en Bach, como las notas son en el mejor escritor: los párrafos de Juan José son arias de Bach y ese es el gran secreto que está solamente guardado en sus prosas", define el autor merecedor del Premio Jalisco.
Hoy, Juan José Arreola habría cumplido 95 años, pero se fue hace 12. Para su alumno es difícil recordar las tardes de tertulias, extraña cada una de las horas compartidas, por la generosidad, el conocimiento y el talento, pero sobre todo el humor, que se entienden en una dimensión distinta, cuando se habla del escritor de Bestiario.
Aunque Vicente prefiere no revelar secretos de Arreola, recuerda que alguna vez el escritor le contó que corregía los textos de Carlos Fuentes: de una cuartilla escrita por el autor de La Región Más Transparente, no quedaba más que un párrafo original y el resto era autoría del jalisciense, asegura Don Vicente.
"Juan José tenía grandes secretos, porque la literatura mundial estaba en su memoria, era prodigioso, un congraciado con el lenguaje, un amigo sonriente, no solemne", rememora.
Aunque se revelaron muchos secretos, la amistad comenzó más bien de forma fortuita. Juan José acudió al consultorio de Zacarías, médico de profesión, quien no quiso cobrar por su trabajo. Como al autor de Confabulario no le gustaba deberle a nadie, le dijo que pagaría con lecturas compartidas.
Las tardes de 1982 a 1991 fueron deliciosas, porque Arreola era un gran conversador, un actor capaz de mantener la atención de cualquiera que pudiera escucharlo, afirma Preciado Zacarías, quien a partir de sus tertulias vespertinas escribió el libro Apuntes de Arreola en Zapotlán, que reúne los diálogos, referencias, autores y obras que el autor de La Feria compartía con él.
"A veces me mandaba un taxi en punto de las seis de la tarde a mi casa para que estuviera con él y llegando a su casa me preguntaba qué había leído; yo era una persona desprovista de lecturas serias y él empezó a leerme todas las tardes desde las seis a las diez de la noche, un libro, un autor, y se fue haciendo así un rosario de conocimientos", recuerda el zapotlense nacido en 1937.
Las sesiones se acompañaban, a veces con vino tinto. Don Vicente llevaba una pequeña libreta para tomar apuntes porque Juan José prohibía que lo grabaran, aunque era un hombre sabio que compartía sus conocimientos con piedad, resalta el médico, quien a partir de esos encuentros se animó también a escribir.
Arreola escuchaba religiosamente a Bach y encontraba musicalidad en las palabras, narra Preciado Zacarías.
"Decía que escuchando a Bach se escucha toda la música del universo, me parece que las notas son en Bach, como las notas son en el mejor escritor: los párrafos de Juan José son arias de Bach y ese es el gran secreto que está solamente guardado en sus prosas", define el autor merecedor del Premio Jalisco.
Hoy, Juan José Arreola habría cumplido 95 años, pero se fue hace 12. Para su alumno es difícil recordar las tardes de tertulias, extraña cada una de las horas compartidas, por la generosidad, el conocimiento y el talento, pero sobre todo el humor, que se entienden en una dimensión distinta, cuando se habla del escritor de Bestiario.
Aunque Vicente prefiere no revelar secretos de Arreola, recuerda que alguna vez el escritor le contó que corregía los textos de Carlos Fuentes: de una cuartilla escrita por el autor de La Región Más Transparente, no quedaba más que un párrafo original y el resto era autoría del jalisciense, asegura Don Vicente.
"Juan José tenía grandes secretos, porque la literatura mundial estaba en su memoria, era prodigioso, un congraciado con el lenguaje, un amigo sonriente, no solemne", rememora.
Se la deben
Aunque Juan José Arreola murió
hace 12 años, el Congreso del Estado de Jalisco no ha propuesto que el autor
sea distinguido como Benemérito Ilustre del Estado y sus restos se trasladen a
la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres.
De acuerdo con la Ley Para
Declarar y Honrar La Memoria de los Beneméritos de Estado de Jalisco, el
aspirante a esta distinción debe haber cumplido 10 años de fallecido.
Actualmente las cenizas de Juan José Arreola descansan en casa de su familia.
La conmemoración
Para celebrar el natalicio del
autor de La Feria, desde hoy se llevará a cabo la sexta edición del Coloquio
Arreolino, en la Casa Taller Literario Juan José Arreola, en la que fue la casa
del autor en Zapotlán el Grande.
De: mural.com
En Uruguay, muchas personas, de los más variados oficios y profesiones, comulgan con la convicción sostenida por Arreola acerca de ese especial combate del ser humano contra sí mismo, buscando mitigar sus torpezas o celebrar sus hallazgos.
Julio Milán es uno de esos adeptos (aunque, como decía García Lorca, deberíamos hablar de "amantes", ya que el ajedrez, como la poesía, no se conforma con una tibia relación.)
Médico de profesión, no sólo se mide en el desafío diario de su práctica, que no es menudito por cierto.
Hoy, rindiendo tributo al magnífico escritor mejicano, el Dr. Milán nos aporta un texto no muy conocido que invitamos a disfrutar y que mucho agradecemos:
EL REY NEGRO
Yo soy el tenebroso, el viudo, el inconsolable que sacrificó
la última torre para llevar un peón femenino hasta la séptima línea, frente al
alfil y el caballo de las blancas.
Hablo desde mi base negra. Me tentó el demonio en la hora
tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el empate. Soñé la coronación de
una dama y caí en un error de principiante, en un doble jaque elemental…
Desde el principio jugué mal esta
partida: debilidades en la apertura, cambio apresurado de piezas con clara
desventaja… Después entregué la calidad para obtener un peón pasado: el de la
dama. Después…
Ahora
estoy solo y vago inútil de blancas noches y de negros días, tratando de ocupar
casillas centrales, esquivando el mate de alfil y caballo. Si mi adversario no
lo efectúa en un cierto número de movimientos, la partida es tablas. Por eso sigo
jugando, atenido en última instancia al Reglamento de la Federación
Internacional de Ajedrez, que a la letra dice: Inciso 4) Cuando un jugador
demuestra que cincuenta jugadas, por lo menos, han sido realizadas por ambas
partes sin que haya tenido lugar captura alguna de pieza ni movimiento de peón.
El caballo blanco salta de un lado
a otro sin ton ni son, de aquí para allá y de allá para acá. ¿Estoy salvado?
Pero de pronto me acomete la angustia y comienzo a retroceder inexplicablemente
hacia uno de los rincones fatales.
Me acuerdo de una broma del maestro Simagin: el mate de alfil
y caballo es más fácil cuando uno no sabe darlo y lo consigue por instinto, por
una implacable voluntad de matar.
La situación ha cambiado. Aparece en el tablero el Triángulo
de Deletang y yo pierdo la cuenta de las movidas. Los triángulos se suceden uno
tras otro, hasta que me veo acorralado en el último. Ya no tengo sino tres
casillas para moverme: uno caballo rey y uno y dos torre. Me doy cuenta
entonces de que mi vida no ha sido más que una triangulación. Siempre elijo mal
mis objetivos amorosos y los pierdo uno tras otro, como el peón de siete dama.
Ahora tres figuras me acometen: rey, alfil y caballo. Ya no soy vértice alguno.
Soy un punto muerto en el triángulo final. ¿Para que seguir jugando? ¿Por qué
no me dejé dar el mate pastor? ¿O de una vez el del loco? ¿Por qué no caí en
una variante de Legal? ¿Por qué no me mató Dios mejor en el vientre de mi
madre, dejándome encerrado allí como en la tumba de Filidor?
Antes de que me hagan la
última jugada decido inclinar mi rey. Pero me tiemblan las manos y lo derribo
del tablero. Gentilmente mi joven adversario lo recoge del suelo, lo pone en su
lugar y me mata en uno torre, con el alfil.
Ya nunca más volveré a jugar al ajedrez. Palabra de
honor. Dedicaré los días que me queden de ingenio al análisis de las partidas
ajenas, a estudiar finales de reyes y peones, a resolver problemas de mate en
tres, siempre y cuando en ellos sea obligatorio el sacrificio de la dama.
Juan José Arreola
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Quizás, como le ocurrió al médico Vicente Preciado Zacarías, algún día también Julio Milán se anime a escribir. |