domingo, 22 de septiembre de 2013

“El ajedrez se trata de un duelo de un hombre contra otro, donde lo que es la personalidad del hombre queda comprometida. Cada jugador lucha contra su enemigo interior que es su torpeza o sus hallazgos”- Juan José Arreola

21 de setiembre de 1918- Méjico

La canción de Peronelle


Desde su claro huerto de manzanos, Peronelle de Armentières dirigió al maestro Guillermo su primer rondel amoroso. Puso los versos en una cesta de frutas olorosas, y el mensaje cayó como un sol de primavera en la vida oscurecida del poeta.

Guillermo de Machaut había cumplido ya los sesenta años. Su cuerpo resentido de dolencias empezaba a inclinarse hacia la tierra. Uno de sus ojos se había apagado para siempre. Sólo de vez en cuando, al oír sus antiguos versos en boca de los jóvenes enamorados, se reanimaba su corazón. Pero al leer la canción de Peronelle volvió a ser joven, tomó su rabel, y aquella noche no hubo en la ciudad más gallardo cantor de serenatas.

Mordió la carne dura y fragante de las manzanas y pensó en la juventud de aquella que se las enviaba. Y su vejez retrocedió como sombra perseguida por un rayo de luz. Contestó con una carta extensa y ardiente, intercalada de poemas juveniles.

Peronelle recibió la respuesta y su corazón latió apresuradamente. Sólo pensó en aparecer una mañana, con traje de fiesta, ante los ojos del poeta que celebraba su belleza desconocida.

Pero tuvo que esperar hasta el otoño la feria de San Dionisio. Acompañada de una sirviente fiel, sus padres consintieron en dejarla ir en peregrinación hasta el santuario. Las cartas iban y venían, cada vez más inflamadas, colmando la espera.

En la primera garita del camino, el maestro aguardó a Peronelle, avergonzado de sus años y de su ojo sin luz. Con el corazón apretado de angustia, escribía versos y notas musicales para saludar su llegada.

Peronelle se acercó envuelta en el esplendor de sus dieciocho años, incapaz de ver la fealdad del hombre que la esperaba ansioso. Y la vieja sirviente no salía de su sorpresa, viendo cómo el maestro Guillermo y Peronelle pasaban las horas diciendo rondeles y baladas, oprimiéndose las manos, temblando como dos prometidos en la víspera de sus bodas.

A pesar del ardor de sus poemas, el maestro Guillermo supo amar a Peronelle con amor puro de anciano. Y ella vio pasar indiferente a los jóvenes que la alcanzaban en la ruta. Juntos visitaron las santas iglesias, y juntos se albergaron en las posadas del camino. La fiel servidora tendía sus mantas entre los dos lechos, y San Dionisio bendijo la pureza del idilio cuando los dos enamorados se arrodillaron, con las manos juntas, al pie de su altar.

Pero ya de vuelta, en una tarde resplandeciente y a punto de separarse, Peronelle otorgó al poeta su más grande favor. Con la boca fragante, besó amorosa los labios marchitos del maestro. Y Guillermo de Machaut llevó sobre su corazón, hasta la muerte, la dorada hoja de avellano que Peronelle puso de por medio entre su beso.



Eva


Él la perseguía a través de la biblioteca entre mesas, sillas y facistoles. Ella se escapaba hablando de los derechos de la mujer, infinitamente violados. Cinco mil años absurdos los separaban. Durante cinco mil años ella había sido inexorablemente vejada, postergada, reducida a la esclavitud. Él trataba de justificarse por medio de una rápida y fragmentaria alabanza personal, dicha con frases entrecortadas y trémulos ademanes.

En vano buscaba él los textos que podían dar apoyo a sus teorías. La biblioteca, especializada en literatura española de los siglos XVI y XVII, era un dilatado arsenal enemigo, que glosaba el concepto del honor y algunas atrocidades de ese mismo jaez.

El joven citaba infatigablemente a J. J. Bachofen, el sabio que todas las mujeres debían leer, porque les ha devuelto la grandeza de su papel en la prehistoria. Si sus libros estuvieran a mano, él habría puesto a la muchacha ante el cuadro de aquella civilización oscura, regida por la mujer, cuando la tierra tenía en todas partes una recóndita humedad de entraña y el hombre trataba de alzarse de ella en palafitos.

Pero a la muchacha todas estas cosas la dejaban fría. Aquel periodo matriarcal, por desgracia no histórico y apenas comprobable, parecía aumentar su resentimiento. Se escapaba siempre de anaquel en anaquel, subía a veces a las escalerillas y abrumaba al joven bajo una lluvia de denuestos. Afortunadamente, en la derrota, algo acudió en auxilio del joven. Se acordó de pronto de Heinz Wólpe. Su voz adquirió citando a este autor un nuevo y poderoso acento.

“En el principio sólo había un sexo, evidentemente femenino, que se reproducía automáticamente. Un ser mediocre comenzó a surgir en forma esporádica, llevando una vida precaria y estéril frente a la maternidad formidable. Sin embargo, poco a poco fue apropiándose ciertos órganos esenciales. Hubo un momento en que se hizo imprescindible. La mujer se dio cuenta, demasiado tarde, de que le faltaban ya la mitad de sus elementos y tuvo necesidad de buscarlos en el hombre, que fue hombre en virtud de esa separación progresista y de ese regreso accidental a su punto de origen.”

La tesis de Wólpe sedujo a la muchacha. Miró al joven con ternura. “El hombre es un hijo que se ha portado mal con su madre a través de toda la historia”, dijo casi con lágrimas en los ojos.

Lo perdonó a él, perdonando a todos los hombres. Su mirada perdió resplandores, bajó los ojos como una madona. Su boca, endurecida antes por el desprecio, se hizo blanda y dulce como un fruto. Él sentía brotar de sus manos y de sus libios caricias mitológicas. Se acercó a Eva temblando y Eva no huyó.

Y allí en la biblioteca, en aquel escenario complicado y negativo, al pie de los volúmenes de conceptuosa literatura, se inició el episodio milenario, a semejanza de la vida en los palafitos.



De: Cuentosinfin – Biblioteca de cuentos y relatos




Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos


Estimable señor:

Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.

En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y puedo repetirlas.)

Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente.

Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante.

Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas. Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos.

Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están, en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas.

Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran.

Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Sólo que daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines.

También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir.

Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas como usted.

Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas líneas estéticas. Y ahora...

Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero, tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades humanas.

Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para derrochar.

A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud... Perdón; usted es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par de calzado.

Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.

Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.

Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos, intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.

Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos.

Soy sinceramente su servidor.



La migala


La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.

Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.

Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.

Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.

De: Biblioteca Digital Ciudad Seva





Un alumno fiel de Juan José Arreola
 Guadalajara, 21 de setiembre de 2013.

Vicente Preciado Zacarías pasó muchas tardes sentado frente a Juan José Arreola. Compartieron lecturas, jugaron ajedrez y condimentaron la plática entre algunas confesiones. 

Aunque se revelaron muchos secretos, la amistad comenzó más bien de forma fortuita. Juan José acudió al consultorio de Zacarías, médico de profesión, quien no quiso cobrar por su trabajo. Como al autor de Confabulario no le gustaba deberle a nadie, le dijo que pagaría con lecturas compartidas.

Las tardes de 1982 a 1991 fueron deliciosas, porque Arreola era un gran conversador, un actor capaz de mantener la atención de cualquiera que pudiera escucharlo, afirma Preciado Zacarías, quien a partir de sus tertulias vespertinas escribió el libro Apuntes de Arreola en Zapotlán, que reúne los diálogos, referencias, autores y obras que el autor de La Feria compartía con él.

"A veces me mandaba un taxi en punto de las seis de la tarde a mi casa para que estuviera con él y llegando a su casa me preguntaba qué había leído; yo era una persona desprovista de lecturas serias y él empezó a leerme todas las tardes desde las seis a las diez de la noche, un libro, un autor, y se fue haciendo así un rosario de conocimientos", recuerda el zapotlense nacido en 1937.

Las sesiones se acompañaban, a veces con vino tinto. Don Vicente llevaba una pequeña libreta para tomar apuntes porque Juan José prohibía que lo grabaran, aunque era un hombre sabio que compartía sus conocimientos con piedad, resalta el médico, quien a partir de esos encuentros se animó también a escribir. 

Arreola escuchaba religiosamente a Bach y encontraba musicalidad en las palabras, narra Preciado Zacarías. 

"Decía que escuchando a Bach se escucha toda la música del universo, me parece que las notas son en Bach, como las notas son en el mejor escritor: los párrafos de Juan José son arias de Bach y ese es el gran secreto que está solamente guardado en sus prosas", define el autor merecedor del Premio Jalisco.
Hoy, Juan José Arreola habría cumplido 95 años, pero se fue hace 12. Para su alumno es difícil recordar las tardes de tertulias, extraña cada una de las horas compartidas, por la generosidad, el conocimiento y el talento, pero sobre todo el humor, que se entienden en una dimensión distinta, cuando se habla del escritor de Bestiario. 

Aunque Vicente prefiere no revelar secretos de Arreola, recuerda que alguna vez el escritor le contó que corregía los textos de Carlos Fuentes: de una cuartilla escrita por el autor de La Región Más Transparente, no quedaba más que un párrafo original y el resto era autoría del jalisciense, asegura Don Vicente.

"Juan José tenía grandes secretos, porque la literatura mundial estaba en su memoria, era prodigioso, un congraciado con el lenguaje, un amigo sonriente, no solemne", rememora.

Se la deben

Aunque Juan José Arreola murió hace 12 años, el Congreso del Estado de Jalisco no ha propuesto que el autor sea distinguido como Benemérito Ilustre del Estado y sus restos se trasladen a la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres.

De acuerdo con la Ley Para Declarar y Honrar La Memoria de los Beneméritos de Estado de Jalisco, el aspirante a esta distinción debe haber cumplido 10 años de fallecido. Actualmente las cenizas de Juan José Arreola descansan en casa de su familia.

La conmemoración

Para celebrar el natalicio del autor de La Feria, desde hoy se llevará a cabo la sexta edición del Coloquio Arreolino, en la Casa Taller Literario Juan José Arreola, en la que fue la casa del autor en Zapotlán el Grande.


De: mural.com


En Uruguay, muchas personas, de los más variados oficios y profesiones, comulgan con la convicción sostenida por Arreola acerca de ese especial combate del ser humano contra sí mismo, buscando mitigar sus torpezas o celebrar sus hallazgos.

Julio Milán es uno de esos adeptos (aunque, como decía García Lorca, deberíamos hablar de "amantes", ya que el ajedrez, como la poesía, no se conforma con una tibia relación.)
Médico de profesión, no sólo se mide en el desafío diario de su práctica, que no es menudito por cierto.

Hoy, rindiendo tributo al magnífico escritor mejicano, el Dr. Milán nos aporta un texto no muy conocido que invitamos a disfrutar y que mucho agradecemos: 



EL REY NEGRO


Yo soy el tenebroso, el viudo, el inconsolable que sacrificó la última torre para llevar un peón femenino hasta la séptima línea, frente al alfil y el caballo de las blancas. 
Hablo desde mi base negra. Me tentó el demonio en la hora tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el empate. Soñé la coronación de una dama y caí en un error de principiante, en un doble jaque elemental…
 Desde el principio jugué mal esta partida: debilidades en la apertura, cambio apresurado de piezas con clara desventaja… Después entregué la calidad para obtener un peón pasado: el de la dama. Después…
 Ahora estoy solo y vago inútil de blancas noches y de negros días, tratando de ocupar casillas centrales, esquivando el mate de alfil y caballo. Si mi adversario no lo efectúa en un cierto número de movimientos, la partida es tablas. Por eso sigo jugando, atenido en última instancia al Reglamento de la Federación Internacional de Ajedrez, que a la letra dice: Inciso 4) Cuando un jugador demuestra que cincuenta jugadas, por lo menos, han sido realizadas por ambas partes sin que haya tenido lugar captura alguna de pieza ni movimiento de peón. 
El caballo blanco salta de un lado a otro sin ton ni son, de aquí para allá y de allá para acá. ¿Estoy salvado? Pero de pronto me acomete la angustia y comienzo a retroceder inexplicablemente hacia uno de los rincones fatales.
 Me acuerdo de una broma del maestro Simagin: el mate de alfil y caballo es más fácil cuando uno no sabe darlo y lo consigue por instinto, por una implacable voluntad de matar. 
La situación ha cambiado. Aparece en el tablero el Triángulo de Deletang y yo pierdo la cuenta de las movidas. Los triángulos se suceden uno tras otro, hasta que me veo acorralado en el último. Ya no tengo sino tres casillas para moverme: uno caballo rey y uno y dos torre. Me doy cuenta entonces de que mi vida no ha sido más que una triangulación. Siempre elijo mal mis objetivos amorosos y los pierdo uno tras otro, como el peón de siete dama. Ahora tres figuras me acometen: rey, alfil y caballo. Ya no soy vértice alguno. Soy un punto muerto en el triángulo final. ¿Para que seguir jugando? ¿Por qué no me dejé dar el mate pastor? ¿O de una vez el del loco? ¿Por qué no caí en una variante de Legal? ¿Por qué no me mató Dios mejor en el vientre de mi madre, dejándome encerrado allí como en la tumba de Filidor? 
Antes de que me hagan la última jugada decido inclinar mi rey. Pero me tiemblan las manos y lo derribo del tablero. Gentilmente mi joven adversario lo recoge del suelo, lo pone en su lugar y me mata en uno torre, con el alfil. 
Ya nunca más volveré a jugar al ajedrez. Palabra de honor. Dedicaré los días que me queden de ingenio al análisis de las partidas ajenas, a estudiar finales de reyes y peones, a resolver problemas de mate en tres, siempre y cuando en ellos sea obligatorio el sacrificio de la dama.


Juan José Arreola




Quizás, como le ocurrió al médico Vicente Preciado Zacarías,
algún día también Julio Milán se anime a escribir.

“La vida se empobrece irremediablemente sin la experiencia de lo imaginario. La ficción alimenta nuestra existencia” - Luis Mateo Díez

21 de setiembe de 1942 - España

BRASAS DE AGOSTO


Era don Severino. Tuve de golpe la certeza de que era él aunque algo raro desorientaba su rostro en la fugaz aparición medida en el instante que tardó en pasar ante el ventanal de la cafetería, a cuya vera estaba yo sentado con el periódico en la mano derecha y la copa en la izquierda.
La súbita emoción del reconocimiento me dejó paralizado, pero reaccioné en seguida. De pronto se agolparon los recuerdos y aquella inmóvil y aletargada tarde de agosto comenzaba a remover sus estancadas aguas.
Salí a la puerta de la cafetería y le observé caminar de espaldas, apenas unos segundos antes de llamarlo. En ese momento iba a dar la vuelta a la esquina y giró la cabeza con un sobresalto que llegó a paralizarlo.
Entonces supe que era definitivamente él, y que lo que desorientaba su rostro no era otra cosa que la calva galopante que había barrido su frente hacia las alturas, dejando dos abultados mechones en los laterales.
-¿Cervino? -comenzó a preguntar mientras se acercaba, tras un instante de desconcierto-. Eres Cervino -corroboró, contagiado por la sonrisa con que yo confirmaba su descubrimiento.
-Soy Cervino, don Seve -le dije, tomando entre las mías su mano temblorosa, que parecía dudar en tenderme. Y algo de aquel escurrido sudor del confesonario reverdeció en su palma como una huella cuaresmal.
Nos sentamos en la cafetería y hubo un largo momento en el que nos estuvimos requiriendo torpemente, con esas atropelladas informaciones de quienes todavía no superaron la sorpresa de un encuentro tan inesperado, incapacitados para retomar sin mayores dilaciones la antigua confianza que acaso el tiempo diluyó.
-Diez años -confirmaba don Severino, como si de repente hubiese tomado conciencia exacta de su ausencia. Y yo lo observaba, respetando los silencios en que se quedaba momentáneamente abstraído, viendo tras el ventanal la fuente esquilmada de la plaza, la lluvia de fuego que barría las aceras esparciendo las pavesas de polvo.
Había pedido un coñac con hielo, que era lo que yo tomaba, y me agradecía que le hubiese llamado: en realidad había sucumbido a la tentación de un regreso efímero, apenas unas horas entre un tren y otro tren, convencido de que nadie en la ciudad iba a reconocerlo, tal vez llevado por alguna de esas amargas nostalgias que son como espinas que hay que arrancar.
-Y ya ves -decía-, una tarde como esta que no hay quien se mueva, tantos años después, y sólo hago que llegar y alguien me llama a la vuelta de la primera esquina.
-Yo soy de los que la familia abandona todo el verano. Y aquí me quedo escoltando esta ciudad vacía. Pero no se crea que me quejo. El despacho me lo administro a mi aire.
De aquellos diez años llevaba don Severino Caso siete en Puerto Rico, de profesor en la Universidad de San Juan. Regresaba ahora, por primera vez, para participar en un congreso y dispuesto a tentar alguna cosa para poder quedarse en España. Era una información que coincidía vagamente con lo que yo sabía, con lo que en la ciudad se había comentado en los meses que siguieron a la huida.
-Llega un momento en que hay que decidirse: o te quedas o vuelves. No hay nada peor que ir dejando pasar el tiempo sin resolver. Se engaña uno a sí mismo.
Repetimos las copas. Aquella inmediata imagen de don Severino, discreto en su atuendo veraniego, coronado por la calva, el vientre bastante pronunciado, tan sonriente y apacible como en tantas tardes de latín y filosofía en la Academia Regueral, se mezclaba en el asalto del recuerdo con su figura más espigada , juvenil, siempre con la dulleta impoluta, la teja en la mano como un engorroso objeto que hay que transportar por obligación, una escueta elegancia especialmente vertida en los largos y solitarios paseos dominicales.
-Me apetece dar una vuelta por ahí -dijo al cabo de un rato y pude entender con facilidad que me estaba pidiendo que le acompañara.
-Todo sigue lo mismo -comenté, invadido por cierta sensación de apuro, como si de pronto presintiese que la casualidad de aquel encuentro me conduciría en seguida a la complicidad de las confidencias.
Don Severino vació la copa e hizo tintinear el hielo en el cristal antes de depositarla en la mesa.
-Solo no voy a perderme, Cervino, confesó-, pero después de tantos años se agradece que alguien te eche una mano. No sabes lo que me alegra volver a verte.
Me había palmeado el brazo cuando salimos al resplandor polvoriento de la hoguera, y yo sentí el gesto paralelo de su saludo en aquellos años enterrados, y hasta pude resucitar el aroma de alguna discreta lavanda en el tejido de la sotana.
-¿Qué es de mi hermano? -inquirió, dejando resbalar la pregunta cuando comenzábamos a caminar por la acera abrasada.
-Doro sigue con lo suyo. Apenas lo veo.
-Vamos hasta la ferretería -decidió.
Me detuve un instante, lo justo para que él percibiese la mezcla de indecisión y temor, lo justo también para que yo me reconociera, una vez más, como tantas en mi vida, en esta situación de indefectible embarcado que tan vanamente orienta mi destino.
-No quiero verle ni hablar con él -dijo don Severino, volviendo a palmearme en el brazo-. Sólo pretendo echarle una ojeada, aunque sea de lejos, a la ferretería. Y a ser posible darle un beso a Luisina.
Avanzó unos pasos y metió las manos en los bolsillos del pantalón, al tiempo que alzaba el rostro para distinguir el perfil aéreo de las viejas casas de la plaza entre las llamas. Recordé la torcida indignación de Doro en tantas noches alteradas, por las cantinas donde maltrataba la úlcera. Aquellas maldiciones al hermano huido que había sembrado de ignominia a toda la familia. Aunque la últimas borracheras de Doro, que yo conocía, databan, por lo menos, de hacía seis años.
-Don Seve -le llamé, sin salir de mi indecisión-, yo no sé de lo que usted está al tanto. Son diez años los que han pasado.
Me miró con un gesto comprensivo y desolado, como dando a entender que la medida del tiempo, y las desgracias que podían envolverlo, estaban aceptadas con el mismo designio de la ausencia y la distancia irremediables.
-Sé que mi madre murió al año siguiente de irme. Doro encontró el medio de comunicármelo. No iba a privarme de la amargura que me podía causar la sospecha de que yo la había matado de pena.
-Luisina también falleció. Hace tres años -le informé resignado.
La mirada de don Severino quedó suspensa en un tramo de recuerdo que hendía el dolor como un cuchillo frío en la sorpresa de la tarde calcinada. Presentí entonces la figura yerta de la niña anciana en los ojos fugazmente nublados que sorteaban una lágrima inútil, aquel ser arrumbado en el destartalado cochecito, con los brazos caídos, las manos diminutas arrastradas por la tarima, la enorme cabeza vencida hacia atrás, la saliva reseca en la comisura de los labios. Un latido violento minaba el corazón de don Severino.
-Vamos a tomar otra copa -propuso.
-El Arias está cerrado -señalé con cierta inconsecuencia-. Habrá que subir hasta el Cadenas.
Apostados en la barra del Cadenas, que preservaba una rala penumbra aprovechada por algunos soñolientos jugadores, bebimos despacio el coñac con hielo, y yo respeté aquel silencio apesadumbrado de don Severino, que parecía recorrer los últimos trechos de una memoria urgente, en la que palpitaba la inocencia y el dolor de la hermana enferma, el margen ya estéril de la ternura aplacada amargamente por la muerte.
Dio unos pasos hasta la puerta del Cadenas con la copa en la mano y asomó al reducto de los soportales. Sólo el empedrado se salvaba de la mano afiebrada que transmitía su calentura hasta el pergamino de la caliza gótica. La catedral brillaba como una patena arrojada a la lumbre.
-¿Todavía sigue Longinos de sacristán? -me preguntó.
Le dije que sí, que Longinos estaba contagiado del mal de la piedra que era, como él decía, una especie de lepra que al tiempo que lo destruía lo iba convirtiendo en estatua, una imagen fósil que serviría para sustituir a cualquiera de los santos carcomidos del pórtico.
-Hazme un favor, Cervino -me pidió-. Dile que nos abra la catedral y que nos deje la llave del coro. Sabiendo que es para mí, no va a negarse.
Rescatar a Longinos de la siesta fue una tarea bastante complicada. Explicarle que don Seve había vuelto y quería entrar en la catedral resultó casi imposible. La pétrea sordera de Longinos era, por el momento, el dato más elocuente de su transformación en estatua. Pero cuando, rezongando y arrastrando las zapatillas y haciendo sonar  el manojo de llaves, llegó conmigo donde don Severino nos esperaba, se detuvo un momento, inquieto, y luego, medio lloroso, avanzó hacia él, sin que don Severino pudiese evitarlo, buscó su mano y la besó repitiendo alguna ininteligible jaculatoria.
Seguí a don Severino, que había cogido la llave del coro, por la nave lateral, después de dejar a Longinos entretenido en los armarios de la sacristía, mentando el peligro de que don Sesma, el deán, pudiera enterarse.
Un frescor luminoso inundaba el abismo. El silencio se agarraba en el vacío sagrado. Tuve la sensación de que de pronto me encontraba perdido en un bosque submarino de arcos vegetales, de frondas cristalinas, y me percaté de que el coñac comenzaba a hacer efecto, acaso porque el ritmo de mis copas cotidianas se había acrecentado y anticipaba algún grado de mayor irrealidad.
Entonces me di cuenta de que don Severino había desaparecido. Fui a la nave central y miré hacia el coro. El silencio se rompió con un estrépito de música ronca, como si desde los desfiladeros manase de repente un arroyo desprendido como una cascada.
El órgano alzó en seguida la suavidad casi hiriente de las tubas, un sostenido clarinazo que parecía jugar con sus propios ecos en el interior de la caverna. Y rápidamente la melodía apasionada me hizo localizar la figura de don Severino, tendida sobre los teclados, como la de un pájaro que de nuevo encontrase el amparo en el nido que abandonó.
Entré en el coro y me acerqué despacio. La música crecía como un vendaval, se abría en salvas por los arcos enhiestos, invadía la sombra votiva de las capillas. Me senté cerca de don Severino, que parecía concentrarse cada vez con mayor intensidad en el arrebatado concierto. Le observé alzar el rostro con los ojos cerrados, permanecer quieto, como perdido en la inspiración o en el recuerdo, mientras sus manos se movían tensas sobre las teclas. Y en un instante, cuando la música recobraba una huidiza suavidad de delicados murmullos, vi cómo su barbilla se hundía y de los ojos entrecerrados brotaba una lágrima apenas perceptible.
En los aéreos vitrales, teñidos por el dibujo de las florestas, reverberaron las brasas de agosto, y yo sentí cómo la cabeza me daba vueltas, acompasada a un vértigo fugaz de lluvia sonora.
-No había vuelto a tocar desde entonces -me dijo don Severino al cabo de un rato-. Las manos ya no responden lo mismo.
Regresamos al Cadenas. Pedimos otra copa. Don Severino bebió un largo trago, como si necesitara ahogar algo con urgencia. Yo miraba el hielo flotando en el coñac, convencido de que la tarde iría desapareciendo, tras el rastro del alcohol, hasta algún punto perdido del oscurecer y el sueño, porque todo estaba cada vez más desvanecido a mi alrededor. Bebí a su lado y repetimos las copas y lo seguí a la mesa más cercana de la puerta, donde llegaba el aliento quemado de la calle.
-Tengo que ver a Elvira -musitó de pronto, como si hablara exclusivamente para sí mismo.
La copa me tembló en la mano.
-¿Está bien? -quiso saber, y yo fui incapaz de alzar los ojos, de atender lo que enseguida se convertiría en una súplica.
-Tienes que ayudarme, Cervino.
El recuerdo minaba ahora mi corazón, porque yo había vivido muy intensamente aquella historia, como todos los que estábamos socorridos por el amparo de su figura, la amistad y la inteligencia que don Severino compaginaba para nosotros y ofrecía generoso, más allá de las clases de latín y filosofía en la Academia Regueral, más allá de las benévolas bendiciones del confesonario.
-Se casó con Evencio -dije-. Lleva la farmacia de su padre.
-A ella también le apetecerá verme -aseguró don Severino-. Nunca pude olvidarla –confesó después apurando la copa.
Elvira Solve tenía mi edad. Había frecuentado nuestra pandilla, aunque nuestras verdaderas amigas eran sus primas Cari y Mavela. El amor secreto del padre espiritual y de su dirigida había estallado entre la indignación y la vergüenza, complicado por la huida y el largo tiempo en que nada se supo del paradero de la pareja. Elvira regresó y los años fueron echando tierra sobre aquella desventura juvenil.
-Me dijiste que estabas solo, que tu familia te abandona por el verano -comentó don Severino.
-Así es.
-Tienes que ir a avisar a Elvira, tienes que dejar que nos veamos en tu casa. Por nada del mundo querría comprometerla.
Su voz contagiaba la súplica y la desesperación, como guiada por una necesidad acuciante que nadie podía desatender. Su mano me palmeaba el brazo, y yo seguía mirando el fondo, de nuevo vacío, de la copa, todavía lejos de comprender lo que estaba proponiendo.
Conduje a don Severino a mi casa. La tarde iba cediendo hundida en el polvo, y la atmósfera de las calles parecía enrarecerse, como dominada por un humo de gases y hervores. Flotaba en el camino incierto de las aceras, persuadido ahora de la inaplazable necesidad de tomar otra copa, porque la encomienda de don Severino me llenaba de recelo, y la dirección de la farmacia, donde iba a encontrar a Elvira Solve, orientaba mis pasos con mayor seguridad y rapidez de lo que me hubiese gustado.
-Esto jamás podré pagártelo, Cervino -me había dicho don Severino, y yo había recordado las vigilias cuaresmales, el aroma de un cirio cuya cera derretida me abrasaba la yema de los dedos.
Cuando pude hablar con Elvira Solve tuve la sensación de que las palabras iban a fallarme, pero ese esfuerzo envarado de quien necesita disimular el alcohol, componer dignamente el gesto propicio, me fue suficiente, y hasta me sentí dotado de una escueta elocuencia.
-¿Está allí? -recuerdo que me preguntó incrédula. Y vi en sus ojos el reguero sentimental de los años por donde nuestra juventud había discurrido, y percibí una amarga melancolía, casi capaz de desterrar por un momento la nube de alcohol, de rescatarme en la emoción viva y espesa de la derrota del tiempo y de la vida, del dolor de todo lo que no pudo ser.
Fui a cobijarme en la cantina más cercana, casi enfrente de mi casa. Elvira me había acompañado sin hablar apenas.
-Gracias, Cervino -me dijo cuando la dejé en el portal.
En aquella larga espera, más de dos horas estiradas sobre el borde la tarde y el oscurecer inmóvil, la memoria y el sueño me fueron envolviendo y logré demorar las copas lo más posible, aunque nada quedaba de real en aquel estrecho refugio de ventanas mugrientas, cascos apolillados y barriles de escabeche.
Tuve la aletargada conciencia del centinela perdido en la guardia como un objeto oculto, pero luego comencé a preocuparme, a considerar mi absurda situación en aquel asunto, el repetido trance de verme embarcado siempre en algo ajeno que me acabe involucrando más allá de lo debido.
Entonces volví a acelerar las copas y cuando el tiempo se me hacía ya insufrible decidí subir a buscarlos.
En el fondo oscuro del portal, Elvira y don Severino estaban abrazados. A pesar del ritmo vacilante, de la difusa percepción, del sentido desorientado que me haría navegar, ya sin remedio, como gabarra a la deriva, pude esconderme discretamente, porque entendí que aquellas sombras estrechadas, a las que escuchaba sollozar, alargaban la despedida.
Fui a la zaga de don Severino, incapaz siquiera de mantener el gesto envarado que disimulara mi situación. Tropecé en algún bordillo, sorteé con dificultad una motocicleta. La noche se aposentaba como una ruina lenta. El hombre parecía un huido de esos que se consumen extraviados, que no saben reposar más allá de su obsesión.
-Tú me entiendes, Cervino -me decía, temblándole la copa en la mano derecha y golpeando con la izquierda la barra del bar-. Sabes lo que fue mi vida.
Y yo asentía, casi a punto de derrumbarme.
-Sabes de sombra que de mi vida no queda nada -confesaba, vaciando la copa y pidiendo otra-. Sólo ella, Elvira.
No sé lo que duró aquel recorrido que nos metía en la noche con el azogue de las sombras caldeadas. De algún bar nos echaron porque don Severino comenzó a romper copas. Yo iba por un túnel del que únicamente tenía certeza de que no se podía regresar, y escuchaba la reiterada confesión de un amor desgraciado, de un amor en el que se comparte el perdón y la culpa, el prohibido sentimiento del espíritu y la carne que aquel hombre evocaba golpeándome la espalda, haciéndome tambalear penosamente.
-Tantas miserias como yo absolví, Cervino -me decía, con ese gesto de quien recuerda un pasado inadvertido del que sólo él tiene el secreto, e intentaba guiñarme un ojo como para ampliar la complicidad y la suspicacia.
Arribanos a la estación y todavía con cierto equilibrio don Severino recuperó su maleta en consigna. Yo no distinguía la esfera luminosa del reloj, que campeaba sobre el andén vacío, sólo un borroso y movedizo fogonazo blanco y redondo.
-Quedan cinco minutos, Cervino –me indicó–. Lo justo para tomar la última en la cantina -pero la cantina estaba cerrada y los esfuerzos de don Severino por abrir la puerta resultaron inútiles.
-Nos conformaremos con lo que llevamos puesto –afirmó resignado–. ¿O crees que todavía no tenemos bastante?
-Yo sí, don Seve -dije convencido.
-Te veo borracho, Cervino. Del alcohol hay que cuidarse casi tanto como de las mujeres.
Llegó el tren. Don Severino cogió la maleta, me miró, volvió a dejarla en el suelo y se abalanzó sobre mí para darme un abrazo. Nos sujetamos con dificultad, a punto de caer desplomados.
-La quiero, Cervino, la quiero -me dijo entonces al oído con la voz tomada por la emoción.
Le ayudé a subir la maleta después de dos o tres intentos fallidos. Le vi caminar por el pasillo. El tren iba a arrancar. En seguida volvió a la ventanilla. Di unos pasos para acercarme. Don Severino intentaba abrirla pero no lo conseguía. El tren se puso en marcha. Entonces logró bajar el cristal y se asomó sacando las manos. No pude distinguir ya el gesto de su rostro, acaso el resplandor de una lágrima desgajada de la emoción alcohólica.
Alzó la mano derecha mientras el tren se iba, y me bendijo haciendo la señal de la cruz. Yo acababa de caer de rodillas en el suelo y me santigüé con el mayor recogimiento.

El árbol de los cuentos, Madrid, Alfaguara, 2006, págs. 176-186


De: Narrativabreve.com






Sueño
….. Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi madre me estaba lamiendo. El rabo todavía me tembló durante un rato.


Amantes
….. No pude creerlo hasta que los descubrí. Muchos me lo habían advertido.
….. En aquel momento ella, asustada, dejó de maullar pero él, que no se daba cuenta de que los estaba mirando, todavía siguió ladrando un rato.


La muerte
….. Cerré los ojos y supe que aquello era la muerte.
….. Desde entonces esta vida que llevo es como un trance inútil e insoportable.
Nada hay peor que seguir existiendo lejos de aquella maravillosa serenidad.


La carta
….. Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolio y, antes de comenzar la tarea diaria, escribo una línea en la larga carta donde, desde hace catorce años, explico minuciosamente las razones de mi suicidio.

Sangre
….. De mi cuello manó sangre verde cuando me corté con la maquinilla de afeitar. De la herida que me hice en la mano con el cuchillo de la cocina brotó sangre amarilla. La sangre de mi pie era negra cuando pisé el cristal roto. Debí advertirlo antes de la transfusión pero me daba tanta vergüenza…


Un crimen
….. Bajo la luz de flexo la mosca se quedó quieta.
….. Alargué con cuidado el dedo índice de a mano derecha.
….. Poco antes de aplastarla se oyó un grito, después el golpe de un cuerpo que caía.
….. Enseguida llamaron a la puerta de mi habitación.
….. —La he matado —dijo mi vecino.
….. —Yo también —musité para mí sin comprenderle.


El pozo
….. Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
….. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
….. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.
….. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior.
..... «Éste es un mundo como otro cualquiera», decía el mensaje.


Persecución
….. Enciendo un pitillo, miro por a ventana y vuelvo a verle. Tantos años persiguiéndome. Un acoso que se mantiene insoslayable de la mañana a la noche como si el perseguidor se confundiese con mi sombra.
….. Saber que es él no me importa, pero estar convencido de que esto puede durar toda la vida es terrible.
….. Si al menos no vistiera como yo, si no usara mi gabardina y mi sombrero y abandonarse esa costumbre de saludarme con mi propia sonrisa cuando le miro…


Desazón
….. Toda la semana con aquel creciente desasosiego. Una inquieta comezón que me desvelaba, que no me daba reposo. Hasta que el sábado, después de ir de un sitio a otro sin alivio, quedé desfallecido en un banco del parque.
….. No sé si dormí un minuto o tres horas. Me despertó aquel raro rumor que sentía dentro de mí, un murmullo como de bocas devoradoras. Un niño me observaba
….. —Mira, mamá —dijo señalando con el dedo—, a este señor le salen hormigas por la nariz.


Recado de amor
….. Todo lo que me dices en tu carta, querida Berta, me resulta incomprensible. Ni yo soy tan apasionado ni tú te has dejado desvanecer nunca en mis brazos hasta tal extremo.
….. Y no quiero pensar que una vez más Afrodisio ha cometido la tropelía de suplantarme, pues la desgracia de un hermano gemelo se multiplica cuando es abyecto y libertino.
….. De todas formas, lo más doloroso de tu encendida misiva es que alabes mi decisión de llegar tan lejos y que me requieras para repetirlo a ser posible mañana mismo y volver a ir más lejos todavía.


Autobús
….. Ella sube al autobús en la misma parada, siempre a la misma hora, y una sonrisa mutua, que ya no recuerdo de cuándo procede, nos une en el viaje trivial, en la monotonía de nuestra costumbre.
….. Se baja en la parada anterior a la mía y otra sonrisa furtiva marca la muda despedida hasta el día siguiente.
….. Cuando algunas veces no coincidimos, soy un ser desgraciado que se interna en la rutina de la mañana como en un bosque oscuro.
….. Entonces el día se desploma hecho pedazos y la noche es una larga y nerviosa vigilia dominada por la sospecha de que acaso no vuelva a verla.


En el mar
….. El mar estaba quieto en la noche que envolvía la luna con su resplandor helado. Desde cubierta lo veía extenderse como una infinita pradera.
….. Todos habían muerto y a todos los había ido arrojando por la borda, siguiendo las instrucciones del capitán.
….. —Los que vayáis quedando —había dicho— deshaceros inmediatamente de los cadáveres. Hay que evitar el contagio, aunque ya debe ser demasiado tarde…
….. Yo era un grumete en un barco a la deriva y en esas noches quietas aprendí a tocar la armónica y me hice un hombre.



Destino
….. Recuerdo un viaje a Buenos Aires que terminó en Nueva York, otro a Lima que concluyó en Atenas, y uno a Roma que finalizó en Berlín.
….. Todos los aviones que tomo van a donde no deben, pero ya estoy acostumbrado porque, con frecuencia, salgo de casa hacia la oficina y me paso la mañana metido en un taxi que va y viene sin que yo pueda aventurar una dirección exacta.
….. Cuando regreso, por la tarde, nadie sabe nada de mi mujer ni de mis hijos y, cansado de seguir buscando mi propio rastro, me voy a dormir a un hotel.
….. Menos mal que, en esas ocasiones, es mi padre el que me encuentra. No sé lo que será de mí el día que me falte.


Estos cuentos están tomados del libro, Los males menores, incluido en El árbol de los cuentos. Cuentos reunidos 1973-2004, de Luis Mateo Díez (Alfaguara, Madrid, 2006. Espigados de entre las páginas 271 a 323).


De: Máquina de coser palabras



Miembro de la Real Academia Española


“La poesía es solamente la prueba de que hay vida. Si tu vida se está quemando bien, la poesía no es más que la ceniza”- Leonard Cohen

21 de setiembre de 1934- Canadá
Escritor, cantautor, músico

El autobús


Fui el último pasajero del día.
Estaba solo en el autobús.
Me sentía contento de que se estuvieran gastando tanto dinero
sólo para llevarme por la Octava Avenida arriba.
¡Conductor! Grité, estamos usted y yo esta noche.
huyamos de esta gran ciudad
a una ciudad más pequeña más propia para el corazón,
conduzcamos más allá de las piscinas de Miami Beach,
usted en el asiento del conductor, yo varios asientos más atrás,
pero en las ciudades racistas cambiaremos de lugar
para mostrar lo bien que le ha ido arriba en el norte,
y busquemos para nosotros alguna diminuta villa pesquera americana
en la Florida desconocida
y aparquemos justamente al borde de la arena,
un enorme autobús como una señal,
metálico, pintado, solitario,
con matrícula de Nueva York.



Hidra 1963


El pedregoso sendero se enroscaba en torno a mí
atándome a la noche.
Un bote husmeaba el borde del mar
bajo una luz siseante.

Algo suave envolvió una red
y sangró en torno a una lanza
la roma muerte, el chorro de cúmulos -
¡Te hablé a ti, pensé que estabas cerca!

O era acaso la noche tan oscura
que algo murió solo?
Un hombre con la espalda brillante
golpeaba la comida contra una piedra.



Para cualquiera que vaya vestido de mármol


El milagro que todos esperamos
espera que el Partenón se derrumbe
y la casa de los cumpleaños ya no sea una casa
y los padres no estén envenenados de renombre.
Las medallas y los archivos de abusos
no pueden ayudarnos en nuestra peregrinación hacia la pasión,
pero como látigos que ciertos perversos no utilizan jamás,
compelen a nuestra carne a una confianza paralizada.
             Veo un huérfano, sin ley y sereno,
en pie en una esquina del cielo,
un cuerpo parecido a los cuerpos que han sido,
pero sin la cicatriz de un nombre en su ojo.
Criado cerca de los hornos, está quemado por dentro.
La luz, el viento, el frío. la oscuridad -le utilizan como a una novia.



Sobre la enfermedad de mi amor


¡Poemas! ¡Surgid!
¡romped mi cabeza!
¿Para qué sirve un cráneo?
¡Ayuda! ¡ayuda!
¡Os necesito!

Ella se está haciendo vieja.
Su cuerpo le dice todo.
Ha dejado a un lado los cosméticos.
Ella es una prisión de la verdad.

¡Haced que se levante!
¡danzad los siete velos!
¡Poemas¡ !silenciad su cuerpo!
¡Hacedla amiga de los espejos!

¿Acaso he de ponerme mi capa?
¿vagar como la luna
sobre cielos y cielos de carne
para partir de nuevo en la mañana?

¿Acaso no puedo fingir
que cada vez se vuelve más hermosa?
¿ser un convicto?
¿Acaso no puede mi poder engañarme?
¿Acaso no puedo vivir en mis poemas?

¡Deprisa! ¡poemas! ¡mentiras!
¡Maldita sea vuestra débil música!
¡Habéis dejado pasar a la artritis!
Tú no eres un poema
Eres un visado.


De "La energía de los esclavos" 1972  
 (Versiones de Antonio Resines)


6. Me gustaría leer
uno de los poemas
que me arrastraron a la poesía.
No recuerdo ni una sola línea,
ni siquiera sé dónde buscar.
Lo mismo
me ha pasado con el dinero,
las mujeres y las charlas a última hora de la tarde.
Dónde están los poemas
que me alejaron
de todo lo que amaba
para llegar a donde estoy
desnudo con la idea de encontrarte.



92. Los asesinos que dirigen
                                          los demás países
están intentando que nosotros
derribemos a los asesinos
                                           que dirigen el nuestro.
Yo por mi parte
prefiero el yugo
                                           de los asesinos nativos.
Estoy convencido
                                           de que el asesino extranjero
mataría a más de nosotros
que nuestros viejos y conocidos asesinos.
                                           Francamente no creo
que ninguno de esos de fuera
quiera que resolvamos
nuestros problemas sociales.
                                           Para decir esto me baso en lo que
                                           siento
hacia el vecino.
Sólo espero de él que no se vuelva más feo.

Por lo tanto, yo soy un patriota.
No me gusta ver
                                           quemar una bandera,
porque eso excita
a los asesinos de los dos lados,
hasta que llegan a excesos desafortunados
que continúan alegremente,
                                            casi totalmente incontrolados,
hasta que todo el mundo ha muerto.









En 2012, Joaquín Sabina ha realizado una adaptación abierta de los textos de Leonard Cohen con motivo de la publicación del nuevo disco del canadiense, Old ideas.


Según Sabina, en “Old Ideas”, Cohen “se sumerge en los temas más profundos de la existencia humana, como la relación con un ser superior, el amor, la sexualidad, la pérdida, la muerte”.Tambn le ha dedicado estos poemas.