lunes, 1 de julio de 2013

“Recuerdo que cuando era niño me escondía en uno de esos armarios (...) con un gato y un libro. Dejaba la puerta entreabierta para poder ver, y allí permanecía durante horas” - Juan Carlos Onetti

1º de julio de 1909

El perro tendrá su día  -  Juan Carlos Onetti


Para mi Maestro, Enrico Cicogna


El capataz, descubierto por respeto, le fue pasando mano a mano los pedazos de carne sangrienta al hombre de la galera y la levita. Al fin de la tarde y en silencio. El hombre de la levita hizo un círculo con los brazos encima de la perrera y se alzó en seguida la ráfaga oscura de los cuatro doberman, casi flacos, huesos y tendones, y la ciega ansiedad de los hocicos, los dientes innumerables.
El hombre de la levita estuvo un rato viéndolos comer, tragar, mirándolos después pedir más carne.
—Bueno —le dijo al capataz—, lo que le ordené. Toda el agua que quieran pero nada de comida. Hoy es jueves. Los suelta el sábado a esta hora más o menos, cuando caiga el sol. Y que todo el mundo se vaya a dormir. El sábado, sordos aunque oigan desde los galpones.
—Patrón —asintió el capataz.
Ahora el hombre de la levita le pasó al otro billetes color carne sin escucharle las palabras agradecidas. Bajó hacia la frente la galera gris y dijo mirando a los perros. Los cuatro doberman estaban separados por tejidos de alambre; los cuatro doberman eran machos.
—Subo a la casa dentro de media hora. Que tengan listo el coche. Voy a la capital. Asuntos. No sé cuántos días estaré allá. Y no olvides. Hay que cambiarle toda la ropa, después. Quema los documentos. La plata es tuya y todo lo que te guste, anillos, gemelos, reloj. Pero no uses nada hasta que hayan pasado meses. Yo te diré cuándo. El dinero es tuyo —reiteró—. A los cajetillas nunca les faltan. Y las manos; no te olvides de las manos.
Entonces era bajo y fuerte, vestido con bordados grises, cinturón ancho pesado de esterlinas, poncho oscuro y una corbata negra cuyo color le fue impuesto a los trece años y ya había olvidado por qué y por quién. El facón de plata, a veces, por alarde o adorno y el sombrero con el ala hacia atrás. Sus ojos, como los bigotes, tenían el color del alambre nuevo y la misma rigidez.
Miraba sin verdadero odio ni dolor, invariable para los demás como si estuviera seguro de que la vida, la suya, acumularía rutinas plácidas hasta el final. Pero estaba mintiendo. Apoyado en la chimenea veía mintiendo la habitación, las butacas de seda y dorado donde nunca aceptó sentarse, los. muebles de patas retorcidas, con puertas de vidrio, llenos de servicios para té, café y chocolate que tal vez nunca hubieran sido usados. La enorme pajarera con su temeroso estruendo, las curvas del sillón confidente, las bajas mesitas frágiles sin destino conocido. Las gruesas cortinas vinosas suprimían el tranquilo atardecer; sólo existía el bricabrac asfixiante.
—Me voy para Buenos Aires —repitió el hombre, como todos los viernes con su voz lenta y grave—. El buque sale a las diez. Negocios, la estafa que me quieren hacer con tus campos del norte.
Miraba los dulces, las láminas de jamón, los pequeños quesos triangulares, la mujer manejando la tetera: joven, rubia, siempre pálida, equivocada ahora sobre su futuro inmediato.
Miraba al niño de seis años nervioso y enmudecido, más blanco que su madre, siempre vestido por ella con ropas femeninas, excesivas en terciopelos y encajes. No dijo nada porque todo había sido dicho mucho tiempo atrás. La repugnancia de la mujer, el odio creciente del hombre, nacidos en la misma extravagante noche de bodas en que fue engendrado el niño-niña que.se apoyaba ahora boquiabierto en el muslo de su madre mientras enroscaba con dedos inquietos los gruesos bucles amarillos que caían hasta el cuello, hasta el collar de pequeñas medallas benditas.
El milord era negro y lustroso y brillaba siempre corno recién barnizado; tenía dos enormes faroles que muchos años después se disputaría la gente rica de Santa María para adornar portales con una bombita eléctrica en lugar de velas. Lo arrastraba un tordillo hecho de plata o estaño. Y el coche no lo había hecho Daglio; fue traído desde Inglaterra.
A veces medía con envidia y casi con odio el ímpetu, la juventud ciega de la bestia; otras, imaginaba contagiarse de su salud, de su ignorancia del futuro.
Pero tampoco aquel viernes —y menos que nunca aquel viernes— fue a Buenos Aires. Ni siquiera, en realidad, estuvo en Santa María; porque al llegar al principio de Enduro hizo que el tordillo joven que tiraba del birlocho torciera hacia la izquierda y lo arrastrara, haciendo volar terrones por el camino de barro seco que llevaba, atravesando paisajes de pasto quemado y algunos árboles solitarios y siempre distantes, hacia la playa sucia que muchos años después, convertida en balneario, poblada de chalets y comercios, llevaría su nombre, ayudaría en parte ínfima a cumplir su ambición.
Más adelante, en una extensión exagerada, el caballo trotó flanqueado por la mansedumbre de los trigales, de las granjas que parecían desiertas, blanqueando tímidas, hundidas en el calor creciente de la tarde.
Dejó el coche frente al rancho más grande del rancherío y, sin contestar saludos, alargó diez billetes al hombre oscuro que había salido a recibirlo. Pagaba el pienso de la bestia, el alojamiento en el corral, el secreto, el silencio que ambos sabían mentira.
Después caminó hasta la casita nueva y encalada, rodeada de yuyos, casi apoyada en un pino recto y gigantesco, plantado por nadie medio siglo atrás.
Por costumbre, imperioso y displicente, golpeó tres veces la puerta frágil con el mango del rebenque. Tal vez también esto formara parte implícita del rito: la mujer silenciosa, acaso ausente, demorándose. El hombre no volvió a llamar. Esperaba inmóvil, bebiendo en el jadeo esta primera cuota del sufrimiento semanal que ella, Josephine, le servía obediente y generosa.
Sumisa, la muchacha abrió la puerta, escondiendo el hastío y el asco, que había sido lástima, se desprendió la bata, la dejó caer al suelo y volvió desnuda a la cama.
Un viernes lejano, inquieta porque temía a otro hombre, había consultado el relojito: supo así que la operación completa duraba dos horas. El se quitó el saco, lo unió al rebenque y al sombrero y fue colocando todo, ya tembloroso, sobre una silla. Luego se acercó y, como siempre, empezó por los pies de la muchacha, sollozando con su voz ronca, pidiendo perdón con bramidos incomprensibles por una culpa viejísima y sin remisión, mientras la baba caía mojando las uñas pintadas de rojo.
Casi en la totalidad de tres días la muchacha lo tuvo de espaldas, enrollando cigarrillos, silencioso, vaciando sin prisa ni borrachera los porrones de ginebra, levantándose para ir al baño o para acercarse rabioso y dócil al suplicio de la cama.
Traída por las semillas envueltas en blancos cabellos de seda, volando apoyada sobre el capricho del aire, la noticia llegó a Santa María, a Enduro, a la casita blanca próxima a la costa. Cuando el hombre la recibió —el cuidador del tordillo se animó a rascar la puerta y dio las nuevas desviando los ojos, la boina estrangulada en las grandes manos oscuras —comprendió que, increíblemente, la mujer desnuda y prisionera en la cama ya lo sabía.
De pie, afuera, inclinado sobre el murmullo servil y en decadencia, el dueño de los bigotes acerados, del milord, del caballito de plata, de más de la mitad de las tierras del pueblo, habló lentamente y habló demasiado:
—Ladrones de fruta. Para ellos tengo los mejores perros, los más asesinos de los perros. No atacan. Defienden. —Miró un instante el cielo impasible, sin sonrisa ni tristeza; sacó más billetes del cinto—. Pero yo no sé nada, no lo olvide. Yo estoy en Buenos Aires.
Era mediodía del domingo; pero el hombre no dejó la casita hasta la mañana del lunes. Ahora el caballito se sujetaba al trote, sin necesidad de ser dirigido, rítmico, volviendo a la querencia con un algo de animal mecánico, de juguete de feria.
—Un milico —pensó despreocupado el hombre cuando vio, apoyado en la pared, cerca del gran portón negro de hierro, con el ostentoso entrevero doble de una jota con una pe, a un policía joven y aburrido, con un uniforme que había sido azul y de un desaparecido más corpulento y alto.
—El primer milico —pensó el hombre casi sonriendo y llenándose, lentamente de un entusiasmo, de un principio de
diversión.
—Perdone señor —dijo el uniforme, cada vez más joven y tímido a medida que se acercaba, casi un niño al final—. Me dijo el comisario Medina que le pidiera de darse una vuelta por el Destacamento. A voluntad de usted.
—Otro milico —murmuró el hombre, enredado en el vaho y el olor del caballo—. Pero usted no tiene la culpa. Dígale a Medina que estoy en mi casa. Todo el día. Si quiere verme.
Sacudió apenas las riendas y el animal lo arrastró jubiloso, más allá del jardín y la arboleda, hasta la media luna de tierra seca donde estaban las cocheras.
Cabizbajos y diestros, ninguno de los hombres que se acercaron para recibirlo y desensillar habló de la noche del sábado ni de la madrugada del domingo.
Petrus no sonreía porque había descargado la burla desde años atrás, y tal vez para siempre, a los bigotes de viruta de acero. Recordaba impreciso su aproximación a la cincuentena; sabía todo lo que le faltaba hacer o intentar en aquel extraño lugar del mundo que aún no figuraba en los mapas; consideraba que no enfrentaría nunca un obstáculo más terco y viscoso que la estupidez y la incomprensión de los demás, de todas las otras con que estaría obligado a tropezar.
Y así, por la tarde, cuando el bochorno comenzaba a ceder bajo los árboles, llegó Medina, el comisario, intemporal, pesado e indolente, manejando el primer coche modelo T que logró vender Henry Ford en 1907.
El capataz lo saludó haciendo una venia demasiado lenta y exagerada. Medina lo midió con una sonrisa burlona y le dijo suavemente:
—Te espero a las siete en el Destacamento, Petrus o no Petrus. Te conviene ir. Te juro que no te va a convenir si me obligas a mandarte buscar.
El hombre dejó caer el brazo y aceptó moviendo la cabeza. No estaba intimidado.
—El patrón dijo que si usted venía él estaba en la casa.
Medina taconeó sobre la tierra reseca y subió la escalera de granito, excesivamente larga y ancha. "Un palacio; el gringo cree vivir en un palacio aquí, en Santa María.”
Todas las puertas estaban cerradas al calor. Medina golpeó las manos como advertencia y se introdujo en la gran sala de las vitrinas, los abanicos y las flores. Con un traje distinto al de la mañana pero tan cuidado como si se hubiera vestido para un paseo inminente, ensombrerado, fumando en el único asiento que parecía capaz de soportar el peso de un hombre, Jeremías Petrus dejó en la alfombra el libro que estaba leyendo y alzó dos dedos como saludo y bienvenida.
—Siéntese, comisario.
—Gracias. La última vez que nos vimos yo me llamaba
Medina.
—Pero hoy resolví ascenderlo. Ya sé lo que lo trajo.
Medina miró dudoso la profusión de butaquitas doradas.
—Siéntese en cualquiera —insistió Petrus—. Si la rompe me hace un favor. Y ante todo, ¿qué tomamos? Estoy pasado de ginebra.
—No vine a tomar.
—Ni tampoco a contarme que en horas de servicio nada de alcohol. Hace meses que no me llegan botellas de Francia. Algún milico estará tomándose mi Moet Chandon en rueda de chinas. Pero tengo un bitter Campari que me parece justo
para esta hora.
Movió una campanilla y vino el mucamo que estaba escuchando detrás de una cortina. Joven, moreno, el pelo aplastado y grasicnto. Medina lo conocía como carne de reformatorio, como mensajero de putas clandestinas —¿y qué mujer no lo es?—, como ladrón en descuidos. Recordó, buscándole sin triunfo los ojos, la frase ya clásica y deformada: "Te conozco, Mirabelles”. Era cómico verlo con la chaqueta blanca y la corbala de smoking. "Se trajo de Europa juegos de muebles, una esposa, una puta, un cochecito y un potrillo. Pero no consiguió un sirviente exportable; tuvo que buscarlo en el basural de Santa María.”
Habían desfilado recuerdos de cosechas perdidas, de cosechas asombrosas, de subidas y caídas de precios de vacunos; habían sido barajados veranos e inviernos lejanos, gastados por el tiempo hasta ser irreales, cuando la botella anunció que sólo quedaban dos vasos del líquido rojo, suave como un agua dulce. Ninguno de los dos hombres había cambiado, ninguno revelaba la burla ni el dominio.
—La señora y el chico fueron a Santa María. Tal vez sigan más lejos. Nunca se sabe. Quiero decir que nunca se sabe con las mujeres —dijo Petrus.
—Le pido perdón, no le pregunté por la salud de la señora— dijo Medina.
—No tiene importancia. Usted no es médico, usted vino porque mis perros se comieron a un ladrón de gallinas.
—Perdón, don Jeremías. Vine a molestarlo por dos cosas. Nos llevamos al difunto disfrazado. Sus peones le embarraron la cara y las manos, lo vistieron con la ropa del capataz, le robaron lo que tenía. Anillos; bastó mirarle las marcas en los dedos. Bastó lavarlo para saber que vino limpito y bañado. Se olvidaron del perfume, tan fino y marica como el que usa su señora, Madame. Una trampa torpe hecha por la peonada. Con esto me basta porque ya le conozco el nombre. Es muy posible que usted no sepa quién era y es posible que lo ubique cuando yo quiera decírselo o cuando vea, si quiere molestarse, el expediente en el Destacamento. Los perros le comieron la garganta, las manos, la mitad de la cara. Pero el difunto no vino a robar gallinas. Vino de Buenos Aires y usted no fue a Buenos Aires el viernes.
Una pausa mordida por los dos, un miedo compartido.
Petrus olía un peligro pero ningún temor. Sus peones habían sido torpes y también él por haber confiado en ellos y en la farsa grotesca.
—Medina o comisario. Yo me fui a Buenos Aires el viernes. Casi todos los viernes voy. Pagué mucho dinero para que todos lo juren.
—Y todos juraron, don Jeremías. Nadie lo estafó, ni siquiera en un peso. Juraron por el miedo, por la Biblia y por las cenizas de sus putas madres. Aunque no todos eran huérfanos. Pero, sin adular, yo sentí que juraban comprometidos con otra cosa, con algo más que el dinero.
—Gracias —dijo Petrus sin mover la cabeza, con una línea burlona empujando los duros bigotes—. Historia terminada, sumario cerrado, yo estaba en Buenos Aires.
—Sumario cerrado porque el muerto estaba dentro de su casa, su tierra, su bendita propiedad privada. Y el asesinato no lo hizo usted. Lo hicieron los perros. Probé, don Jeremías. Pero sus perros se niegan a declarar.
—Doberman —asintió Petrus—. Raza inteligente. Muy refinados. No hablan con los perros policía.
—Gracias. Tal vez no sea por desprecio. Simple discreción. Otra vez: asunto archivado. Pero algunas cosas deben quedar claras. Usted no estaba por aquí la noche del sábado. Usted no estaba, tampoco, en Buenos Aires. Usted no estuvo, no vivió, no fue, de viernes a lunes. Curioso. Una historia sobre un fantasma desaparecido. Eso no lo escribió nadie, nunca, y nadie me lo contó.
Entonces Jeremías Petrus abandonó el asiento y quedó de pie, inmóvil, mirando con fijeza la cara de Medina, el látigo inútil colgando de su antebrazo.
—Tuve paciencia —dijo lentamente, como si hablara a solas, como si murmurara frente al espejo ampliatorio que usaba para afeitarse por las mañanas—. Todo esto me aburre, me entorpece, me mata el tiempo. Quiero, tengo que hacer tantas cosas que tal vez no puedan caber en la vida de un hombre. Porque en esta tarea estoy solo—. Se interrumpió por minutos en la gran sala poblada de cosas, objetos, nacidos e impuestos de y por la nunca derrotada historia femenina, su voz había sonado, levemente, como plegaria y confesión. Ahora se hizo fría, regresó a la estupidez cotidiana para preguntar sin curiosidad, sin insulto: —¿Cuánto?
Medina rió suavemente, matizó su pobre alegría al ambiente de insoportables vitrinas, japonerías, abanicos, dorados, mariposas muertas y sujetas.
—¿Dinero? Nada para mí. Si quiere liquidar la hipoteca es cosa ajena, don Jeremías. Es del Banco o de nadie. Me queda el catre del Destacamento. —Hecho —dijo Petrus. —Como quiera. En pago quiero decirle algo que lo molestará tal vez al principio, desde esta noche o mañana, digamos...
—A usted nunca le gustó perder el tiempo. A mí tampoco. Tal vez por eso lo aguanté tantos años. Tal vez por eso lo escucho ahora. Hable.
—Usted manda. Creí que un poco de prólogo, entre dos caballeros que tienen las manos limpias... El caso es que Ma-muasel Josefina no quiso decir ni escuchar palabra. Perdón, dijo algo así, y una sola vez, como "Se petígarsón”. Un poco lloró. Después desparramó libras arriba de la cama. Están todavía en el Destacamento, junto al sumario, esperando al juez que fue a una cuadrera y tal vez se dé una vuelta por aquí, de paso.
—Es justo —dijo Petrus—. Que la hayan escuchado, no importa. Las libras, un poco menos de ciento treinta y siete, tampoco importan y no tienen relación con el asunto.
—Otra vez perdón —dijo Medina tratando de endulzar la voz—, menos de la mitad de cien.
—Entiendo, siempre hay gastos.
—Claro. Y sobre todo en los viajes. Porque Mamuasel estuvo consultando desde el teléfono del ferrocarril. Usted lo conoce al pobre Masiota y sabe cómo trata el pobre Masiota a todas las mujeres, siempre que no sea la suya, claro, como todos sabemos y basta mirarle el ojo izquierdo los lunes después de la borrachera conyugal del sábado. A todas las mujeres menos a la que soporta y a la que tuvo la suerte de encontrarlo semidespierto esta mañana de lunes en la estación, cuando usted reapareció. Le bastó una moneda, una sonrisa, un mesié le chef, para que el tipo le regalara todas las líneas telefónicas, todos los vagones de bolsas y vacas que esperaban en el desvío, todos los infinitos rieles que no sé adonde van, los de la izquierda y los de la derecha.
—¿Y? —dijo Petrus interrumpiendo y apurando con un talerazo en sus botas.
—Demoraba porque hablé de caballeros. Disculpe. Ya sé que no nos gusta perder el tiempo. Ahí va: Mamuasel debe haber agotado las pilas de nuestro jefe de estación. Pero en una o dos horas consiguió lo que quería. Tren, hotel, barco para Europa. Lo supe hace unos minutos, nunca falta un borracho o un vago en los bancos de la estación.
Petrus había estado mordiendo la plata del mango del talero, meditativo, privado de las ganas de golpear, mientras Medina, no seguro ni en descuido, resbalaba el pulgar por el gatillo en la cintura. Sin previo acuerdo los dientes y el pulgar, lentos, prolongaron la pausa; tanto, que no sirvió para esta historia. Al fin habló Petrus; usaba una voz despaciosa y ronca, una voz de mujer acosada por la menopausia. Tenía el orgullo de no preguntar.
—Josephine sabía el nombre. Conocía el nombre del ladrón de gallinas y, estoy seguro, mucho más. No veo otra razón para irse.
—Puede ser, don Jeremías —silabeó Medina atento a la verticalidad del rebenque—. ¿Por qué se habría ido?
Hacía tanto tiempo que Petrus no reía que su boca abierta y negra empezó con un mugido largo y se fue apagando como un ternero perdido.
—¿Para qué explicar, comisario? Todas las mujeres son unas putas. Peor que nosotros. Mejor dicho, yeguas. Y ni siquiera verdaderas putas. He conocido algunas  ante las cuales me parecía correcto sacarme el sombrero. Eran damas, eran señoras. Pero las de ahora no pasan de putitas, pobres putitas. —Cierto, don Jeremías —reculó ante el recuerdo lejano de la señora Petrus ofreciéndole té y tartas en aquella misma habitación—. Casi todas. Pobres, que no nacieron para otra cosa. Usted pelea para hacer un astillero. Contra todo el mundo. Yo peleo, los sábados para dormir borracho, a veces para enterarme de quién era el dueño de las ovejas robadas. También necesito tiempo para pintar. Pintar el río, pintarlos a ustedes.
—Le compré dos cuadros —dijo Petrus—. Dos o tres.
—Es cierto, don Jeremías; y los pagó bien. Pero no están en esta sala. Están en el galpón de los peones. Eso no importa. Usted tenía razón en lo que estaba diciendo. Ellas no tienen ni un gramo de cerebro para ser algo más que lo que usted dijo.
El rebenque cayó entre las piernas, después al suelo, y Petrus, sentándose, invitó:
— ¿Y si nos tomáramos otra, comisario?
Al salir Medina vio que una de las bestias dormía una siesta larga, protegida del sol.
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Cristina Peri Rossi, compatriota afincada desde hace muchos años en España, escritora premiada recientemente, profesora de Literatura, mujer de actitudes firmes y transparentes, escribió en el 2009 el siguiente artículo que invitamos a leer y meditar (porque aquí, en Uruguay, todavía puede oírse: "¡Ay, noooo! ¡A Onetti no lo entiendo!"):

CIEN AÑOS DEL NACIMIENTO DE J.C. ONETTI 


En las antípodas de lo “real maravilloso”, el género que Carpentier considera como latinoamericano por excelencia, toda la obra de Juan C. Onetti, el escritor uruguayo del cual el 1 de julio del 2009 se celebran los cien años de nacimiento, es precursora del llamado “realismo sucio” de la narrativa norteamericana contemporánea y específicamente, de la narrativa urbana rioplatense. “El hombre indudablemente se sabe enfermo en una civilización que ignora estar enferma”, dijo. Onetti hizo de esta enfermedad (llamada melancolía, fracaso y soledad) una poética que atraviesa toda la mitad del siglo XX y que tiene su correspondencia con la temática de la incomunicación y la angustia en el cine de grandes directores como Michelangelo Antonioni o Ingmar Bergman. Autor de numerosos relatos y de varias novelas donde los personajes aparecen y desaparecen (como ocurre en la obra de Balzac), Onetti fue un hombre depresivo, in-crédulo, alejado de cualquier mistificación, en primer lugar, de la mistificación de la literatura y de su propia obra. Es célebre su primer encuentro, en la ciudad de Buenos Aires, con el entonces joven, pero ya famoso, Mario Vargas Llosa; se mantuvo callado y hosco casi todo el tiempo, para terminar diciendo que no sabía qué valores literarios le encontraban a Henry James (interrogante que yo también me planteo). Quizás por esos mismos rasgos de su carácter, la tendencia depresiva, la falta de comunicación, un angustiado pesimismo, J.C. Onetti fue muy amado por algunas mujeres, y no sólo por aquellas a quienes despertaba el instinto maternal y de protección. Había, en su desolación, un rasgo de elegante coquetería, una especie de demanda de amor, de un amor que él difícilmente prodigaba. Con motivo de la celebración de los cien años de su nacimiento están programados muchos actos de celebración, homenajes, a ninguno de los cuales él asistiría seguramente, y se han publicado varios ensayos y tesis. Quizás el más esperado ha si-do el ensayo que le ha dedicado Mario Vargas Llosa, titulado: El viaje a la ficción, editado por Alfaguara, de Madrid. Hasta ahora, la obra de J.C. Onetti ha merecido el interés y la admiración de sus congéneres masculinos; hace mucho tiempo que espero, en cambio, el punto de vista de una lectora y crítica mujer. No se lee de la misma manera siendo hombre o siendo mujer, y tampoco se escribe de la misma manera, aunque la cosmovisión masculina, asentada sobre las diferentes clases de patriarcado, tienda alo universal, por la alienación social de la cultura femenina.“Toda la obra de Juan C. Onetti —novelas y cuentos— se anuncia en una de las confesiones finales de El pozo, su primer libro, publicado en 1940”, escribí en el prólogo a la edición de El astillero, Seix-Barral, 1990, reeditada luego por Círculo de Lectores. ¿Cuál es esa confesión que considero la piedra fundacional de toda su literatura? “Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la no-che me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella.” Ninguno de sus personajes, ni Aránzuru en Tierra de nadie, ni Ossorio, en Para esta noche, ni Brausen, en La vida breve, ni Larsen, en El astillero dejaron de ser ese hombre solitario, incapaz de integrarse, de superar la distancia afectiva y emocional que va de un yo a otro, y confundirse con la materia o con la carne. De esa frase emblemática de toda su obra, quiero destacar el adjetivo: “solitario”: en efecto, el gran tema de todos sus libros es la soledad. Una soledad ambivalente: es la fuente de angustia, pero, al mismo tiempo, es una señal de identidad, un escudo para protegerse de cualquier ilusión, fundamentalmente, de la ilusión amorosa o sensual. Porque ante el riesgo del desengaño, los personajes de Onetti optan por no tener ilusiones, en una especie de budismo desplazado y sin doctrina. La segunda parte
fundamental de esa frase es la presencia de la noche, una noche que rodea al protagonista, pero que también es ajena, extraña: “yo no tengo nada que ver con ella”. Esta confesión es el rechazo a la integración con la naturaleza y con el paisaje que habían propuesto los románticos. Todos los vínculos y las adscripciones humanas son negadas en la obra de Onetti, pero también es negado el vínculo, la proyección en el paisaje urbano. 
Es la ciudad, es la noche, pero el protagonista (otro yo del autor, como en casi todas sus novelas) no tiene nada que ver con ella. Es curioso cómo, en l940, J.C. Onetti, en una remota ciudad habitada por descendientes de los colonizadores europeos fue capaz de anunciar, con esa frase, toda la literatura de la desilusión, del fracaso y del individualismo que sería la característica dominante de la narrativa de la segunda mi-tad del siglo XX, tanto en Francia, con Camus, Sartre o André Gorz, como en EE.UU., con Kerouac, Cheever o Salinger, y en Austria con Peter Handke o Barnard. No se trata de influencias; no quiero decir que alguno de ellos leyera a J.C. Onetti, cosa harto difícil dado el eurocentrismo que siempre ha existido; quiero decir que J.C. Onetti vivió y supo describir lo que se llama el aire de una época, la sensibilidad de la segunda mitad del siglo XX, donde las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, el exterminio de judíos, homosexuales y gitanos, y el peligro latente de una Tercera Guerra Mundial definitiva, con las bombas atómicas, sembraron la depresión, el pesimismo y la paranoia en el mundo desarrollado. Dice J.L.Borges en uno de sus admirables artículos que en la historia de la humanidad no hay más que tres o cuatro cambios de sensibilidad. Uno de ellos fue el romanticismo. Los simbolistas, hijos tardíos de aquéllos, habían elevado a ese rango de rasgo de la modernidad el spleen de Baudelaire. A mediados del siglo XX, en cambio, la angustia se convierte en la emoción dominante, en el sentimiento característico. Se ha producido una fractura entre el individuo y la sociedad que los totalitarismos intentaron suturar con dos utopías: la del superhombre ario y la del “hombre nuevo” del comunismo. En los bordes de ambos sistemas, surge el pesimismo existencialista; el spleen se convierte en la náusea sartreana y el individualismo de la sociedad industrial, en el extrañamiento, la incomunicación de las grandes obras cinematográficas y de la pintura hiperrealista.
Más que cualquier otra, la obra de J.C. Onetti es tributaria de esa angustia, de  ese sentimiento de soledad, de no participación, de falta de integración. Como en los cuadros de Hopper, el paisaje urbano del autor rioplatense es nocturno, pero a diferencia de aquel, la ciudad onettiana es una ciudad decadente, mortecina, tan deprimida como sus personajes. En una especie de ecuación invariable, las fábulas de Onetti repiten el mismo esquema psicológico: aislamiento y soledad, tentación de romperlos, y luego, la confirmación de que son irrompibles, con el sentimiento de que se ha fracasado. Sin embargo, sutilmente, nos engañan: de verdad, nunca lo han intentado. Han sido tan cobardes, tan abatidos, tan ensimismados que ni siquiera lo han intentado. No están de vuelta, como parecen: no han llegado a ir.
No es una literatura del fracaso, como se ha dicho, porque el fracaso implica una empresa. Sólo en El astillero (admirable alegoría de la decadencia de Uruguay, su país de nacimiento) hay un asomo de proyecto, pero el protagonista no lo asume por-que crea posible refundirlo, sacarlo adelante, sino todo lo contrario. Como ocurre a menudo en las grandes alegorías de uno de sus contemporáneos, J.G. Ballard, los personajes sólo aceptan el espejo de la catástrofe: la catástrofe ya ha ocurrido en un tiempo anterior, previo a la irrupción del protagonista (en La inundación, o en La sequía, del autor británico, el apocalipsis pasó inmediatamente antes; en lugar de huir, sus personajes permanecen como hipnotizados por una destrucción poderosa que se convierte, sin embargo, en un viaje a sí mismos, a su interior). No sé si J.C. Onetti llegó a leer a J.G. Ballard. Yo se lo recomendé la última vez que estuve con él, el 15 de junio del986. Estaba convencida de que el autor de Rascacielos y Noches de cocaína, J.G. 
Ballard, sería una de esas pocas lecturas que J.C. Onetti podría llegar a reconocer como próximas, vecinas. Es cierto que la estética de uno y otro escritor no se asemejan (Ballard es pródigo en metáforas, en descripciones pictóricas, su estilo es el de un poeta que escribe en prosa, en cambio J.C. Onetti es experto en omisiones, elipsis, menos visual y menos metafórico), pero los antihéroes del británico tienen algo de los personajes onettianos: solitarios, encuentran cierto goce en el fracaso, en la ajenidad, en el extrañamiento, en la incomunicación
En toda la obra de J.C. Onetti no hay una sola historia de amor. Por lo menos de lo que entendemos como “enamoramiento”, o sea, florescencia de lo imaginario, euforia; aquello que los ingleses denominan como “infatuation”. En J.G. Ballard, tampoco. Aunque sus personajes están casados y hasta parecen oscilar, a veces, entre una mujer y otra, se trata de relaciones vacías, huecas, convencionales. Lo más parecido al enamoramiento que hay en algún relato de J.C. Onetti es cierta velada atracción por las adolescentes hurañas y esquivas, pero miradas desde lejos, con la óptica del fracaso anticipado. Tampoco hay una épica de la amistad, “la gran pasión argentina”, como la llamó J.L. Borges. En uno de los sus relatos antológicos, “Bienvenido, Bob”, en cambio, hay dos pasiones: la rivalidad entre hombres, el desprecio, y la venganza. Es uno de sus relatos más complejos psicológicamente, mejor perfilados, y donde se revelan algunos de los temas del autor: el incesto velado, el deseo de un hombre hacia una mujer más joven, y la hostilidad del hermano de la mujer hacia el protagonista. Y como tema subyacente—o sea, el más importante— el pasaje de la juventud a la edad adulta como fracaso, desilusión y renuncia. Bob desprecia a este cuarentón que de-sea a su hermana, lo des-precia y lo envidia, y consigue separarlos; pero en el reencuentro final (que no es el del protagonista con la mujer deseada, imposibles Romeo y Julieta), Bob ya tiene treinta años, y esa es la venganza: comprobar cómo ha perdido él también la juventud. Parece imposible separar ciertos temas de la narrativa de J.C. Onetti (el desprecio ambivalente de las mujeres, la nostalgia por la juventud perdida, la soledad inevitable) de la estética del tango. En el relato “El perro tendrá su día”, hay un diálogo entre el asesino y el comisario que parece la letra de más de un tango. El asesino dice: “Todas las mujeres son putas. Peor que nosotros. Mejor dicho, yeguas. Y ni siquiera verdaderas putas”. La violencia de la imagen nos deja boquiabiertos: las mujeres son“yeguas”.
Hay otra lectura posible y necesaria de su obra: la misoginia, la incapacidad de amar a las mujeres. Quizás todo el fracaso y la melancolía vienen de allí, de esa imposibilidad de darse, de entregarse, de dialogar, en suma, con La Otra.

Barcelona, abril de 2009
Cristina Peri Rossi 
Escritora
¡Qué bueno sería que
conociéramos más su obra!











El cerdito -  
Juan Carlos Onetti


La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.

Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.

Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.

Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepado los escalones.

Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.

Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.

Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:

-Dale otro golpe. Por si las dudas.

Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.

De: Ciudad Seva

Un recuerdo de Onetti

En aquel anciano enfermo, anclado en su deterioro físico, había una lucidez intacta y algo que yo había encontrado siempre en su literatura: el desengaño de la vida y el amor por la vida, la propensión a una tristeza sin alivio y al mismo tiempo a una ternura pudorosa y sin límite

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 3 NOV 2012 - 00:00 CET
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Cuando se ha vivido muchos años en la misma ciudad uno tiene a veces la sensación de cruzarse con una versión muy anterior de sí mismo, un fantasma al que le costaría trabajo reconocer si de verdad pudiera verlo. Yo paso con mucha frecuencia, en Madrid, por la acera de la avenida de América donde está el edificio en el que vivió hasta su muerte Juan Carlos Onetti, y siempre me acuerdo de la mañana de hace casi veintidós años justos en que vine a visitarlo. Junto a esa acera ancha delante del portal bajé de un taxi, llevando una bolsa de viaje, porque había pasado en Madrid poco más de un día y en apenas unas horas tenía que salir camino del aeropuerto. Sólo unos días antes había ido de Granada a Lisboa. Volvería a Granada esa misma tarde. Vivía entonces a rachas un aturdimiento de viajes y no sabía que me estaba aproximando a una frontera invisible del tiempo que iba a cambiar con igual fuerza mi vida y mi literatura. Aquella acera, el paisaje del tráfico hacia el aeropuerto, el mareo de la falta de sueño, los veo ahora en el recuerdo como indicios seguros de lo que ya había cambiado sin que yo lo supiera. Me detuve delante del portal con mi bolsa en la mano y comprobé de nuevo la dirección que llevaba apuntada. En unos minutos, después de un trayecto breve en ascensor, iba a encontrarme con Onetti.

La tarde anterior una señora muy amable, con ojos claros y acento porteño, se me había acercado al final de un acto literario. Me dijo que era Dolly Onetti. “A Juan le gustaría que vinieras a casa mañana”. Todo me sucedía al mismo tiempo, en un mareo de emociones simultáneas. El acto en el que yo había participado, junto a Enrique Vila-Matas y el poeta Juan Luis Panero, era un homenaje a Adolfo Bioy Casares. Acababa de conocer a Bioy y de experimentar por primera vez su generosa cortesía, y de golpe se me presentaba la oportunidad de encontrarme también con Onetti al cabo de unas pocas horas.

Los dos, cada uno a su manera, venían siendo, junto a Borges, mis maestros más queridos en la literatura en español: los que hacían resonar las cuerdas más hondas de mi imaginación literaria, los que modelaban mi manera de entender el oficio de escritor. En Bioy estaba la delicadeza irónica, en Onetti el desgarro, la pura poesía de contar lo que de tan doloroso o tan arrebatador casi no puede ser contado. De otros escritores de América Latina a los que admiraba por sus novelas me alejaban sus figuras públicas, demasiado oficiales, demasiado adictas a los protocolos. De Onetti y de Bioy me gustaba la intensa sensación de privacidad que desprendían. Para eludir las ocasiones de hablar en público Bioy decía: “Yo soy escritor por escrito”. En cuanto a Onetti, vivía retirado legendariamente en aquella casa en la que yo iba a visitarlo, como en un exilio en el interior de otro exilio, sin levantarse de la cama, fumando y sorbiendo whisky y leyendo novelas de misterio.

El corazón me latía muy fuerte cuando salí del ascensor en el último piso y llamé a la puerta. Me abrió Dolly, con su sonrisa grave de bienvenida. Las estanterías del pequeño comedor estaban llenas de libros, casi todos en ediciones de bolsillo muy usadas, muchos de ellos novelas policiales. El comedor lo recuerdo en penumbra. En la habitación donde estaba Onetti había una fuerte luz matinal. Una ventana con macetas daba a una terraza y a los tejados de Madrid. Onetti me recibió echado en la cama, en pijama, un pijama azul claro como de la Seguridad Social, en una postura forzada, de costado, apoyado en un codo. Tenía la piel pálida y enrojecida, y una barba escasa. Como no llevaba gafas resaltaban más sus grandes ojos saltones, esos ojos de pena o de tedio abismal que se le veían en las fotos.

Bebí whisky de malta con Onetti a las doce de la mañana, en ayunas, y el mareo inmediato acentuó la irrealidad de aquellas horas, el tiempo en suspenso de la conversación
Se apoyaba en un codo y en la otra mano tenía el cigarrillo. Era una mano de dedos muy largos, el índice y el corazón manchados de nicotina, una mano desganada que desde muchos años atrás no había hecho más esfuerzo que el necesario para sostener vasos y cigarrillos, una de esas manos que se doblan y caen como desfalleciendo desde la muñeca.

En la pared, detrás de la cabecera, había fotos y recortes, pegados con chinchetas o cinta adhesiva. En la mesa de noche cabía apenas un cenicero inseguro junto a una pila de novelas. Onetti estaba acatarrado y oía con dificultad. De vez en cuando, cuando no conseguía escuchar algo que yo le había dicho y se adelantaba un poco para oírme mejor, le cruzaba por la cara un gesto rápido de impaciencia, como de rencor contra la vejez. Hablamos sobre todo de Faulkner y de Nabokov. Le gustó que le contara que cuando yo era muy joven, en una época en la que costaba mucho encontrar libros suyos, había robado El Astillero en la casa de alguien. Cuando mencioné que la tarde anterior había estado con Bioy dijo, con un desdén rioplatense en el diminutivo: “Adolfito”. Onetti era muy radical políticamente, muy consciente de las diferencias de clase. Pero no le costó nada reconocer que Bioy había escrito al menos una obra maestra, de la que habló enseguida con entusiasmo, El sueño de los héroes.

Bebía de vez en cuando un sorbo de un whisky barato con agua. Bebía y fumaba. Yo llevaba en mi bolsa de viaje una botella de whisky de malta que había comprado en el duty free del aeropuerto de Lisboa. Le pedí permiso a Dolly para dejársela como regalo. Ella asintió, encogiéndose de hombros: “Así por lo menos beberá algo de buena calidad”.

De modo que bebí whisky de malta con Onetti a las doce de la mañana, en ayunas, y el mareo inmediato acentuó la irrealidad de aquellas horas, el tiempo en suspenso de la conversación, en la que se me insinuaba poco a poco la urgencia de marcharme para no perder mi avión a Granada. En aquel anciano enfermo, anclado en su deterioro físico, había una lucidez intacta y algo que yo había encontrado siempre en su literatura, y que había tenido desde muy joven sobre mí un efecto parecido al del whisky a media mañana y al fervor secreto que llevaba conmigo ese día de noviembre: el desengaño de la vida y el amor por la vida, la propensión a una tristeza sin alivio y al mismo tiempo a una ternura pudorosa y sin límite. La indignación lo reanimaba. Renegó de los obispos españoles y de su afición a invadir el derecho a la felicidad sexual de la gente. Le pidió a Dolly que me diera el primer volumen de la biografía de Faulkner de Joseph Blotner. “¿Y por qué no los dos?”, dijo Dolly. “Para que así tenga que volver”.

Pero ya se me acababa el tiempo, y él estaba cansado. Por timidez, por miedo a importunar a un hombre enfermo, ya no volví nunca. Lo que recuerdo exactamente, veintidós años después, es su mano débil apretando la mía en la despedida, y las palabras que me dijo: “Es lindo sentirse amigo”.

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La novia robada


En Santa María nada pasaba, era en otoño, apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual, lentamente apagado. Para toda la gama de sanmarianos que miraban el cielo y la tierra antes de aceptar la sinrazón adecuada del trabajo.
Sin consonantes, aquel otoño que padecí en Santa María nada pasaba hasta que un marzo quince empezó sin violencia, tan suave como el Kleenex que llevan y esconden las mujeres en sus carteras, tan suave como el papel, los papeles de seda, sedosos, arrastrándose entre nalgas.
Nada sucedió en Santa María aquel otoño hasta que llegó la hora —por qué maldita o fatal o determinada e ineludible—, hasta que llegó la hora feliz de la mentira y el amarillo se insinuó en los bordes de los encajes venecianos.
Me dijeron, Moncha, que esta historia ya había sido escrita y también, lo que importa menos, vivida por otra Moncha en el sur que liberaron y deshicieron los yanquis, en algún fluctuante lugar del Brasil, en un condado de una Inglaterra con la Oíd Vic.
Dije, Moncha, que no importa porque se trata, apenas, de una carta de amor o cariño o respeto o lealtad. Siempre supiste, creo, que yo te quería y que las palabras que preceden y siguen se debilitan porque nacieron de la lástima. Piedad, preferías. Te lo digo, Moncha, a pesar de todo. Muchos seran llamados a leerlas pero sólo tú, y ahora, elegida para escucharlas.
Ahora eres inmortal y, atravesando tantos años que tal vez recuerdes, conseguiste esquivar las arrugas, los caprichosos dibujos varicosos en las piernas hinchadas, la torpeza lamentable de tu pequeño cerebro, la vejez.
Hace unas horas apenas que tomé café y anís rodeado por brujas que sólo dejaban de hablar para mirarte. Moncha, para ir al baño o sorberse los mocos detrás de un pañuelo. Pero yo sé más y mejor, yo te juro que Dios aprobó tu estafa y, también, que supo premiarla.
Me dicen, además, que si persisto, debo comenzar por el final, volver a tus marchas incomprensibles, en cuatro patas, de cuando tenias un año de edad, saltar sobre tu susto de la primera menstruación, tocar otra vez con misterio y trampa el final, regresar a tus veinte años y al viaje, moverme de inmediato hacia tu primer, siniestro, desconsolado aborto.
Pero tú y yo, Moncha, hemos coincidido tantas veces en la ignorancia del escándalo que prefiero contarte desde el origen que importa hasta el saludo, la despedida. Me darás las gracias, te reirás de mi memoria, no moverás la cabeza al escuchar lo que acaso no deba decirte. Como si ya estuvieras capacitada para saber que las palabras son más poderosas que los hechos.
No, nunca, para ti. Nunca entendiste, en el fondo, palabras que no anunciaran, afónicas, dinero, seguridad, alguna cosa que te permitiera acomodar las grandes nalgas de tu cuerpo flaco en un amplio, dócil sillón de viuda reciente.
No es carta de amor ni elegía; es carta de haberte querido y comprendido desde el principio inmemorable hasta el beso reiterado sobre tus pies amarillos, curiosamente sucios y sin olor.
Moncha, otra vez, recuerdo y sé que regimientos te vieron y usaron desnuda. Que te abriste sin otra violencia que la tuya, que besaste en mitad de la cama, que te hicieron, casi, lo mismo.
Ahora llegan las señoras para verte una desnudez novedosa y definitiva; para limpiarte con las carcomidas esponjas y una puritana concentrada obstinación. Tus pies continúan consumidos y sucios.
Comparado con tu boca, por primera vez suave y bondadosa, nada que pueda decirte recordando tiene importancia. Comparándolo con el olor que te invade y te rodea, nada importa. Menos yo, claro, entre todos, yo que empiezo a oler la primera, tímida, casi grata avanzada de tu podredumbre. Porque yo siempre estuve viejo para ti y no me inspiraste otro deseo posible que el de escribirte algún día lejano una orillada carta de amor, una carta breve, apenas, un alineamiento de palabras que te dijeran todo. La corta carta, insisto, que yo no podía prever te veía pasar, grotesca y dolorosa por las calles de Santa María, o te encontraba grotesca y dolorosa, impasible, con la terca resolución de tu disfraz entre la nunca revelada burla en cualquier rincón, y yo contribuía sin palabras a crear e imponer un respeto que se te debía desde siglos por ser hembra y transportar recatada e ineludible tu persona entre las piernas.
Y es mentira pero te vi desfilar frente a la iglesia, cuando Santa María se sacudió el primer, tímido, casi inocente prostíbulo, joven, vigorosa y torpe equivocando el paso, con tu expresión de prescindencia y desafio, detrás del cartelón donde flameaban con audacia y timidez las altas, estrechas letras negras: "Qu eremos novios castos y maridos sanos".
La carta, Moncha, imprevisible, pero que ahora invento haber presentido desde el principio. La carta planeada en una isla que no se llama Santa María, que tiene un nombre que se pronuncia con una efe de la garganta, aunque tal vez sólo se llame Bisinidem, sin efe posible; una soledad para nosotros, una manía pertinaz de obseso y hechizado.
Por astucia, recurso, humildad, amor a lo cierto, deseo de ser claro y poner orden, dejo el yo y simulo perderme en el nosotros. Todos hicieron lo mismo.
Porque es fácil la pereza del paraguas de un seudónimo, de firmas sin firma: J. C. O. Yo lo hice muchas veces.
Es fácil escribir jugando; según dijo el viejo Lanza o algún irresponsable nos dijo que informó de ella: una mirada desafiante, una boca sensual y desdeñosa, la fuerza de la mandíbula.
Ya se hizo una vez.
Pero la vasquita Moncha Insurralde o Insaurralde volvió a Santa María. Volvió, como volvieron, vuelven todos, en tantos años, que tuvieron su fiesta de adiós para siempre y hoy vagan, vegetan, buscan sobrevivir apoyados en cualquier pequeña cosa sólida, un metro cuadrado de tierra, tan lejos y alejados de Europa, que se nombra París, tan lejos del sueño, el gran sueño. Podría decir regresan, retornan. Pero la verdad es que volvemos a tenerlos en Santa María y escuchamos sus explicaciones sobre el olvidable fracaso, sobre el injusto por qué no. Protestan desde la iracundia en voz de bajo hasta el gemido de recién nacidos. En todo caso, protestan, explican, se quejan, desprecian. Pero nos aburrimos, sabemos que mascarán con placer el fracaso y las embellecidas memorias, falsificadas por necesidad, sin intención pensada. Sabemos que volvieron para que-darse y, otra vez, seguir viviendo.
De modo que la clave, para un narrador amable y patriótico, es, tiene que ser, la incomprensión ajena e incomprensible, la mala suerte, también ajena, igualmente incomprensible. Pero vuelven, lloran, se revuelven, se acomodan y se quedan.
Por eso en esta Santa María de hoy, con carreteras altas, tan distinta, tenemos, sin necesidad de trámites de expropiación y a precio triste pero barato lo que puede y tiene cualquier gran ciudad. Reconocemos la proporción adecuada: diez a cien, cien a mil, millar al millón. Pero hay y habrá, siempre en Santa María, con nuevas caras y codos que sustituyen al último desaparecido, nuestro Picasso, nuestro Bela Bártok, nuestro Picabia, nuestro Lloyd Wright, nuestro Ernesto Hemingway, peso pesado, barbudo y abstemio, tan saludable cazador de moscas paralizadas por el frío.
Muchos más fracasos, caricaturas que ofrecen pensar, réplicas torpes y obstinadas. Decimos que sí. aceptamos, y hay, parece, que intentar seguir viviendo.
Pero todos volvieron aunque no hayan viajado todos. Díaz Grey vino sin habernos dejado nunca. La vasquita Insurralde estuvo pero nos cayó después desde el cielo y todavía no sabemos; por eso contamos.
Misteriosamente, todavía, Moncha Insurralde volvió de Europa para no hablar con ninguno de nosotros, los notables. Se encerró, con llave, en su casa, no quiso recibir a nadie, por tres meses la olvidamos. Después, sin buscarlas, las noticias llegaron al Club y al bar del Plaza. Era inevitable, Moncha, que nos dividiéramos. Unos no creíamos y pedíamos otra copa, naipes, un tablero de ajedrez para matar el tema. Otros creíamos desapasionados y dejábamos arrastrarse las ya muertas tardes de invierno al otro lado de los vidrios del hotel, jugando al poker, aguardando con la cara inmóvil una confirmación esperada e indudable. Otros sabíamos que era cierto y flotábamos entre la lujuria imposible de entender y un secreto sellado.
Las primeras noticias nos pusieron incómodos pero traían esperanza, volaban nacidas en otro mundo, tan aparte, tan ajeno. Aquello, el escándalo, no llegaría a la ciudad, no iba a rozar los templos, la paz de las casas sanmarianas, especialmente la paz nocturna de las sobremesas, las horas perfectas de paz, digestión e hipnotismo frente al mundo absurdo por torpe, de la imbecilidad crasa y jubilosamente compartida que parpadeaba y decía tartamuda en los aparatos de televisión.
Los muros, ociosamente altos, de la casa del muerto vasco Insaurralde nos protegían del grito y la visión. El crimen, el pecado, la verdad y la débil locura no podían tocarnos, no se arrastraban entre nosotros dejando, para injuria o lucidez, una fina, temblorosa baba de plata.
Moncha estaba encerrada en la casa, excluida por los cuatro muros de ladrillos y de altura insólita. Moncha, guardada, además, por ama de llaves, cocinera, chófer inmóvil, jardinero, peonas y peones, era una mentira lejana, fácil de olvidar y no creer, una leyenda tan remota y blanca.
Sabíamos, se supo, que dormía como muerta en la casona, que en las noches peligrosas de luna recorría el jardín, la huerta, el pasto abandonado, vestida con su traje de novia. Iba y regresaba, lenta, erguida y solemne, desde un muro hasta el otro, desde el anochecer hasta la disolución de la luna en el alba.
Y nosotros a salvo, con permiso de ignorancia y olvido, nosotros, Santa María toda, resguardados por el cuadrilátero de altas paredes, tranquilos e irónicos, capaces de no creer en la blancura lejana, ausente, en la raya blanca ambulante bajo la blancura siempre mayor de la luna redonda o cornuda.
La mujer bajando del coche de cuatro caballos, del olor de azahares, del cuero de Rusia. La mujer, en el jardín que ahora hacemos enorme y donde hacemos crecer plantas exóticas, avanzando implacable y calinosa, sin necesidad de desviar sus pasos entre rododendros y gomeros, sin rozar siquiera los rectos árboles de orquídeas, sin quebrar su aroma inexistente, colgada siempre y sin peso del brazo del padrino. Hasta que éste murmuraba, sin labios, lengua o dientes, palabras rituales, insinceras y antiguas para entregarla, sin violencia, apenas un inevitable y elegante rencor de macho, para entregarla al novio en los jardines abandonados, blancos de luna y de vestido.
Y luego, lentamente, rada noche clara, la ceremonia de la mano, ya infantil, extendida con su leve, resucitado temblor, a la espera del anillo. En este otro parque solitario y helado ella, de rodillas junto a su fantasma, escuchando las ingastables palabras en latín que resbalaban del cielo. Amar y obedecer, en la dicha y en la desgracia, en la enfermedad y en la salud, hasta que la muerte nos separe.
Tan hermoso e irreal todo esto, repetido sin fatiga ni verdadera esperanza en cada inexorable noche blanca. Encerrado en la insolente altura de cuatro muros, aparte de nuestra paz, nuestra rutina.
Había entonces tantos médicos nuevos y mejores en Santa María, pero la vasquita. Moncha Insaurralde, casi en seguida de su regreso de Europa, antes de la clausura entre los muros, llamó por teléfono al doctor Días Grey, pidió consulta, trepó una siesta los dos tramos de escalera y sonrió estupidizada. sin aliento, la mano apretada contra el pecho para levantar la teta izquierda y apoyarla sobre donde ella creía tener el corazón, excesivamente próxima al hombro.
Dijo que iba a morirse, dijo que iba a casarse. Estaba o era tan distinta. El inevitable Díaz Grey trató de recordarla, algunos años atrás, cuando la huida de Santa María, del falansterio, cuando ella creyó que Europa garantizaba, por lo menos, un cambio de piel.
—Nada, no hay síntomas —dijo la muchacha—. No sé por qué vine a visitarlo. Si estuviera enferma hubiera ido a ver un médico de verdad. Perdóneme. Pero algún día sabrá que usted es más que eso. Mi padre fue amigo suyo. Tal vez haya venido por eso.
Se levantó flaca y pesada, balanceándose sin coquetería, empujando con resolución envejecida al cuerpo desparejo.
"Una todavía linda potranca, yegua de pura sangre, con sobrecañas dolorosas", pensó el médico. "Si pudiera lavarte la cara y auscultarla, nada más que eso, tu cara invisible debajo del violeta, el rojo, el amarillo, las rayitas negras que te alargan los ojos sin intención segura o comprensible".
"Si pudiera verte otra vez desafiando la imbecilidad de Santa María, sin defensa ni protección ni máscara, con el pelo mal atado en la nuca, con el exacto ingrediente masculino que hace de una mujer, sin molestia, una persona. Eso inapresable, ese cuarto o quinto sexo que llamamos una muchacha".
"Otra loca, otra dulce y trágica loquita, otra Julita Malabia en tan poco tiempo y entre nosotros, también justamente en el centro de nosotros y no podemos hacer más que sufrirla y quererla".
Avanzó hasta el escritorio mientras Díaz Grey se desabrochaba la túnica y encendía un cigarrillo; abrió la cartera boca abajo para derramar todo y algún tubo, algún fetiche femenino rodó sin prisa. El médico no miró; sólo le veía, quería verle la cara.
Ella apartó billetes, los barajó con un gesto de asco y los puso junto al codo del médico.
"Loca, sin cura, sin posibilidad de preguntas".
—Pago —dijo Moncha—. Pago para que me recete, me cure, repita conmigo: me voy a casar, me voy a morir.
Sin tocar el dinero, sin rechazarlo, Díaz Grey se puso de pie, se arrancó la túnica, tan blanca, tan almidonada y miró el perfil crispado, la grosera pintura que cambiaba ahora, contra la luz del ventanal, sus asombrosas combinaciones de color.
—Usted se va a casar —recitó dócil.
—Y me voy a morir.
—No es diagnóstico.
Ella sonrió brevemente, recuperando la adolescencia, mientras volvía a llenar la cartera. Papeles, carnets, joyas, perfume, papel higiénico, una polvera dorada, caramelos, pastillas, un bizcocho mordido, acaso algún sobrecito arrugado, mustio por el tiempo.
—Pero no alcanza, doctor. Tiene que venir conmigo. Tengo el coche abajo. Es cerca, estoy viviendo, unos días o siempre, no se sabe quién gana, en el hotel.
Díaz Grey fue y vio como un padre. Mientras miraba el secreto acarició distraído la nuca inquieta de Moncha: le rozó los codos, tropezó sus ademanes contra un pecho.
Vio. Díaz Grey, la décima parte de lo que hubiera visto y podido explicar una mujer. Sedas, encajes, puntillas, espuma sinuosa sobre la cama.
—¿Comprende ahora? —dijo la mujer sin preguntar—. Es para mi vestido de novia. Marcos Bergner y el Padre Bergner —se rió mirando la blancura encrespada en la colcha oscura—. Toda la familia. El Padre Bergner me va a casar con Marquitos. Todavía no fijamos fecha.
Díaz Grey encendió un cigarrillo mientras retrocedía. El cura había muerto en sueños dos años antes; Marcos había muerto seis meses atrás, después de comida y alcohol, encima de una mujer. Pero, pensó, nada de aquello tenía importancia. La verdad era lo que aún podía ser escuchado, visto, tocado acaso. La verdad era que Moncha Insaurralde había vuelto de Europa para casarse con Marcos Bergner en la Catedral, bendecida por el cura Bergner.
Aceptó y dijo, acariciándole la espalda:
—Sí. Es cierto. Yo estaba seguro.
Moncha se puso de rodillas para besar los encajes, suave y minuciosa.
—Allá no pude ser feliz. Lo arreglamos por carta.
Era imposible que toda la ciudad participara en el complot de mentira o silencio. Pero Moncha estaba rodeada, aún antes del vestido, por un plomo, un corcho, un silencio que le impedían comprender o siquiera escuchar las deformaciones de la verdad suya, la que le habíamos hecho, la que amasamos junto con ella. El Padre Bergner estaba en Roma, siempre regresando de coloreadas tarjetas postales con el Vaticano al fondo, siempre pasando de una cámara a otra, siempre diciendo adiós a cardenales, obispos, sotanas de seda, una teoría infinita de efebos con ropas de monaguillos, vinajeras, espirales veloces del humo del incienso.
Siempre estaba Marcos Bergner volviendo con su yate de costas fabulosas, siempre atado al palo mayor en las tormentas ineludibles y cada vez vencidas, cada día o noche jugando con la rueda del timón, un poco borracho, acaso, la cara inolvidable entrando en el regreso, en la sal y el iodo que le hacían crecer y enrojecían la barba como en el final feliz de una marca inglesa de cigarrillos.
Esto, la ignorancia de las fechas de los seguros regresos, la validez indudable, incontestable de la palabra o promesa de un Insaurralde, palabra vasca o de vasco que caía y pesaba sin necesidad de ser dicha y de una vez para siempre en la eternidad. Un pensamiento, apenas, tal vez no pensando nunca por entero; una ambición de promesa puesta en el mundo, colocada allí e indestructible, siempre en desafío, más fuerte y rotunda si llegaba a cubrirla el mal tiempo, la lluvia, el viento, el granizo, el musgo y el sol enfurecido, el tiempo, solo.
De modo que todos nosotros, nosotros, la ayudamos, sin presentir ni remordernos, a hundirse en la breve primera parte, en el prólogo que se escribe para beneficio de ignorantes. Le dijimos si, aceptamos que era urgente y necesario y es posible que le tocáramos un hombro para que subiera al tren, es posible que esperáramos, deseáramos no volver a verla.
Y así, impulsada apenas por nuestra buena voluntad, por nuestra bien merecida hipocresia, Moncha, Moncha Insaurralde o Insurralde, bajó a la Capital —en el lenguaje de los escribas de El Liberal— para que Mme. Carón convirtiera sus sedas, encajes y puntillas en un vestido de novia digno de ella, de Santa María, del difunto Marcos Bergner, muerto pero en el yate, del difunto Padre Bergner, muerto pero despidiéndose sin fin en el Vaticano, en Roma, en la carcomida iglesia de pueblo que fuéramos capaces de soñar.
Pero, otra vez, ella fue a la Capital y regresó a nosotros con un vestido de novia que las decaídas cronistas de notas sociales podrían describir en su hermético, añorante estilo:
"El día de su casamiento celebrado en la basílica Santísimo Sacramento, lució vestido de crepé con bordado de strass que marcaba el talle alto. Una vincha de strass en forma de cofia adornaba la cabeza y sostenía el velo de tul de ilusión; en la mano llevó un ramo de phaleopnosis y en la basílica Nuestra Señora del Socorro fue bendecido su matrimonio, llevando la novia traje realizado en organza bordada, de corte princesa. El peinado alto tenía motivos de pequeñas flores alrededor del rodete, de donde partía el velo de tul de ilusión, y en la mano llevó un rosario. Mientras en San Nicolás de Bari llevó la novia traje de línea enteriza de tela bordada, con sobrepollera abierta que dejaba entrever en el ruedo un zócalo de camelias de raso, detalle que se repetía en el tocado que sujetaba un manto de tul de ilusión; y de nuevo en la Iglesia Matriz de Santa María lució un original vestido de corte enterizo, velo largo de tul de ilusión tomado al peinado con flores de nácar que se prolongaban sobre los lados formando mangas sujetas a los puños, y en la mano llevó un ramo de tulipanes y azahares".
Fue, golpeó, rebotó, como una pelota de fútbol notablemente rellena de aire, no aplastada y muerta todavía. Fue y vino a nosotros, a Santa María.
Y entonces todos pensamos; nos enfrentamos con la culpa inverosímil. Ella, Moncha, estaba loca. Pero todos nosotros habíamos contribuido por amor, bondad, buenos propósitos, lánguida burla, deseo respetable de sentirnos cómodos y abrigados, deseo de que nadie, ni Moncha, loca, muerta, viva, bien, admirablemente vestida, nos quitara minutos de sueño o de placeres normales.
La aceptamos, en fin, y la tuvimos. Dios, Brausen, nos perdone.
No nos habló de cielorrasos de hoteles, ni de partidas campestres, ni monumentos, ruinas, museos, nombres históricos que refirieran batallas, artistas o despojos. Nos daba, cuando el viento o la luz o el capricho lo imponían. Nos dio, nos estuvo dando sin preguntas, sin comienzos ni finales:
"Había llegado a Venecia al alba. Casi no pude dormir en toda la noche, la cabeza apoyada contra la ventana, viendo pasar las luces de ciudades y pueblos que veía por primera y última vez, y cuando cerraba los ojos olía el fuerte olor a madera, a cuero, de los incómodos asientos y oía las voces que murmuraban de vez en cuando frases que no comprendía. Cuando bajé del tren y salí de la estación con las luces todavía encendidas eran ahí por las cinco y media de la mañana. Caminé medio en sueños por las calles vacías hasta el San Marcos que estaba absolutamente desierto, excepto por las palomas y algunos mendigos echados contra las columnas. Desde lejos, era tan idéntico a las fotos de las postales que había visto, tan perfectos los colores, la complicada silueta de los techos curvados contra el sol naciente, era tan irreal como el hecho que yo estuviese allí, que yo fuese la única persona allí en ese momento. Caminé despacio, como una sonámbula y sentía que lloraba y lloraba —era como si la soledad, verlo tan perfecto como esperaba, lo convirtiese en parte mía para siempre aunque era lo más cerca de un sueño despierto que se puede tener. Y después —lo fue antes, una noche en Barcelona— el muchacho que bailó, vestido de torero, con ajustados pantalones rojos, en el círculo formado por las mesas. Recuerdo cuando fuimos arriba, a una mesa que daba sobre la pista de baile, cuando ya casi no quedaba gente y a los dos muchachos bailando juntos, muy apretados. De la misma altura, morochos, y el dueño que me ofrecía una pareja y el susto que tenía, no sabiendo si me ofrecía un hombre o una mujer. Y una calle, no sé dónde, las viejas casas pintadas con pintura chillona descolorida, la ropa colgada de un lado a otro de la estrecha vereda, los chicos haraposos, los pies descalzos resbalando sobre los adoquines mojarlos entre los puestos de pescados y pulpos de extrañas formas y colores".
Para entonces, después del indudable suplicio de meses que se llamaron, llamamos los notables para olvidar Juntacadáveres, el mancebo o manceba de la botica de Barthé había crecido, era ancho y fuerte y sólo disponía de la pronta blancura de su sonrisa para recordar su timidez de años atrás.
—Barthé jugó con fuego— dijo una vez sin fecha el más imbécil de nosotros mientras repartía naipes en la mesa del Club.
Nosotros. Nosotros sabíamos que sí, que el boticario Barthé había jugado con fuego, o con el robusto animal que fue chiquilín en un tiempo, que había jugado y terminó quemándose.
Pero, entre paréntesis, puede ser conveniente señalar que la cara, la sonrisa del mancebo de botica no tenían nunca el resplandor brillante del cinismo. Exhibía, mostraba, sin propósito, bondad y la simple aceptación de estar ubicado, o amoldarse, a la vida, al mundo para él ilimitado, a Santa María.
Alguno de nosotros, mientras daba o recibía cartas en el juego del poker, habló del brujo ausente, del solitario aprendiz de brujo. No comentamos porque cuando se trata de poker está prohibido hablar. —Veo.
—No veo. Me voy. —Veo y diez más.
La crónica policial no dijo nada y la columna de chismes de El Liberal no se enteró nunca. Pero todos sabíamos, unidos en la mesa de juego o de bebida que la vasquíta Insaurralde, tan distinta, se encerraba de noche en la botica con Barthé —que tenía encuadrado y a la vista su título de farmacéutico, indudable y muy alto detrás del mostrador— y con el mancebo-manceba que ahora sonreía con distracción a todo el mundo y que era, en los hechos sin base conocida, el dueño de la farmacia. Los tres adentro y sólo quedaba para nuestra curiosidad avejentada, para adivinanzas y calumnias el botón azul sobre la pequeña chapa iluminada: Servicio de urgencia.
Movíamos fichas y naipes, murmurábamos juegos y desafíos, pensábamos sin voz: los tres; dos y uno mira, dos y mira el que dijo estoy servido, me voy, no veo pero siempre mirando. O nuevamente, los tres y las drogas, líquidos o polvos escondidos en la farmacia del propietario confuso, equívoco, intercambiable.
Todo posible, hasta lo físicamente imposible, para nosotros, cuatro viejos rodeando naipes, trampas legitimas, bebidas diversas.
Como podría decir Francisco, jefe de camareros, cada
uno de los cuatro habíamos aprendido, acaso antes de conocer el juego, a mantener inmóviles durante horas los músculos de la cara, a perpetuar un mortecino, invariable brillo de los ojos, a repetir con indiferencia voces arrastradas, monótonas y aburridas.
Pero al matar toda expresión que pudiera trasmitir alegría, desencanto, riesgos calculados, grandes o pequeñas astucias, nos era forzoso, inevitable mostrar en las caras otras cosas, las que estábamos resueltos, acostumbrados a esconder diariamente, durante años, cada día, desde el final del sueño, todas las jornadas, hasta el principio del sueño.
Porque fue muy pronto que supimos y reimos discretos, sacudiendo las cabezas con fingida lástima, con simulacro de comprensión, que Moncha se encerraba en la botica con Barthé y el mancebo; siempre, ella, vestida de novia, siempre el muchacho mostrando sin recordar el torso desnudo, siempre el boticario con gota, pantuflas y el eterno, indefinible malhumor de las solteronas.
Inclinados los tres encima de las cartas de tarot y brujería, simulando creer en retornos, golpes de suerte, muertes esquivadas, traiciones previsible; y aguardadas.
Un momento no más; la gordura blanda de Barthé, su boca expectante y fruncida; los músculos crecientes del muchacho que ya no necesitaba alzar la voz para dar órdenes; el inverosímil traje de novia que Moncha arrastraba entre mostradores y estantes, frente a los enormes frascos color caramelo y con etiquetas blancas, todas o casi incomprensibles.
Pero siempre estaban sobre la mesa los extraños naipes del tarot y era irresistible volver a ello, asombrarse, temer o vacilar.
Y hay que señalar, para beneficio y desconcierto de futuros, tan probables, exégetas de la vida y pasión de Santa María, que los dos hombres habían dejado de pertenecer a la novela, a la verdad indiscutible.
Barthé, gordo y asmático, en retirada histérica, con estallidos tolerados y grotescos, no era ya concejal, no era más que el diploma de farmacéutico sucio de años y moscas que colgaba detrás del mostrador, no era más que líder esporádico de alguno de los diez grupos trotskistas, completado cada uno por tres o cuatro peligrosos revolucionarios que redactaban y firmaban, con ritmo menstrual, manifiestos, declaraciones y protestas sobre temas exóticos y diversos.
El muchacho no era ni fue más que el exacerbado tímido cínico que se acercó un invierno, al caer la tarde, a la cama de un Barthé aterrorizado por el miedo, la gripe, la sucia conciencia, el más allá, treinta y ocho grados de fiebre para recitar claro y cauteloso:
—Dos cosas, señor, y disculpe. Usted me hace socio y ya tengo el escribano. O me voy, cierro la botica. Y el negocio se acabó.
Firmaron el contrato y sólo le quedó a Barthé, para creer en la supervivencia, la tristeza de que las cosas no hubieran tenido un origen distinto, que la sociedad en la que él había pensado desde mucho tiempo atrás como en un tardío regalo de bodas hubiera sido impuesta por la extorsión y no por la armoniosa madurez del amor.
De modo que, de los tres, Moncha, a pesar de la parcial locura y de la muerte que sólo puede estimarse como un detalle, una característica, un personal modo de ser, fue la única que se mantuvo, Brausen sabrá hasta cuándo, viva y actuante.
¿Como un insecto? Puede ser. También se acepta, por igualmente novedosa, la metáfora de la sirena puesta sin compasión fuera del agua, soportando paciente los bandazos y el mal de tierra en el antro de la botica. Como un insecto, se insiste, atrapado en la media luz pringosa por los extraños naipes que destilaban el ayer y el hoy, que exhibían confusos, sin mayor compromiso, el futuro inexorable. El insecto, con su caparazón de blancura caduca, revoloteando sin fuerzas alrededor de la luz triste que caía sobre la mesa y las cuatro manos, alejándose para golpear contra garrafas y vitrinas, arrastrando sin prisas y torpe la cola larga, silente, tan desmerecida, que un día lejano diseñó e hizo Mme. Carón en persona.
Y cada noche, después de cerrada la botica y encendidas en la pared externa las luces violetas que anunciaban el servicio nocturno, el largo insecto blanquecido recorría los habituales grandes círculos y pequeños horizontes para volver a inmovilizarse, frotando o sólo uniendo las antenas, sobre las promesas susurradas por el tarot, sobre el balbuceo de los naipes de rostros hieráticos y amenazantes que reiteraban felicidades logradas luego de fatigosos laberintos, que hablaban de fechas inevitables e imprecisas.
Y, aunque sea lo menos, le dejó al muchacho semidesnudo una sensación no totalmente comprendida de fraternidad; y le dejó al resto de vejez de Barthé un problema irresoluble para masticar sin dientes, hundido en el sillón en que se trasladó a vivir, girando los pulgares sobre el vientre nunca enflaquecido:
—Si estaba aquí y la casa era como suya. Si andaba y curioseaba y revolvía. Si nosotros dos la quisimos siempre, por qué no robó veneno, que de ninguna manera hubiera sido robar, y terminó más rápido y con menor desdicha.
Y entonces empezó a sucedemos y nos siguió sucediendo hasta el final y un poco más allá.
Porque, insistimos, así como una vez Moncha regresó del falansterio, golpeó en Santa María y se nos fue a Europa, ahora llegaba de Europa para bajar a la Capital y volver a nosotros y estar, convivir en esta Santa María que, como alguno dijo, ya no es la de antes.
No podíamos, Moncha, ampararte en los grandes espacios grises y verdes de las avenidas, no podíamos aventar tantos miles de cuerpos, no podíamos reducir la altura de los incongruentes edificios nuevos para que estuvieras más cómoda, más unida o en soledad con .nosotros. Muy poco, sólo lo imprescindible, pudimos hacer contra el escándalo, la ironía, la indiferencia.
Dentro de la ciudad que alzaba cada día un muro, tan superior y ajeno a nosotros —los viejos—, de cemento o cristal, nos empeñábamos en negar el tiempo, en fingir, creer la existencia estática de aquella Santa María que vimos, paseamos; y nos bastó con Moncha.
Hubo algo más, sin importancia. Con la misma naturalidad, con el mismo esfuerzo y farsa que usábamos para olvidar la nueva ciudad indudable, tratamos de olvidar a Moncha encima de las copas y los naipes, en el bar del Plaza, en el restaurante elegido, en el edificio flamante del club.
Tal vez alguno impuso el respeto, el silencio con alguna mala frase. Aceptamos, olvidamos a Moncha, y conversamos nuevamente de cosechas, del precio del trigo, del río inmóvil y sus barcos —y de lo que entraba y salía de las bodegas de los barcos— del subibaja de la moneda, de la salud de la esposa del Gobernador, la señora, Nuestra Señora.
Pero nada servía ni sirvió, ni trampas infantiles ni caídas en el exorcismo. Aquí estábamos, el mal de Moncha, la enfermedad de setenta y cinco mil dólares de la Señora, primera cuota.
De modo que tuvimos que despertar y creer, decirnos que sí, que ya lo veíamos desde tantos meses atrás y que Moncha estaba en Santa María y estaba como estaba.
La hablamos visto, sabido que paseaba en taxis o en el ruinoso Opel 1951, que hacía desgastadas visitas de cumplido, recordando —tal vez con organizada maldad— fechas muertas e ilevantables de aniversarios. Nacimientos, bodas y defunciones. Posiblemente —exageran— el día exacto en que era aconsejable y bueno olvidar un pecado, una fuga, una estafa, una ensuciada forma del adiós, una cobardía.
No supimos si todo esto estaba en su memoria y nunca encontramos una libreta, un simple almanaque con litografías optimistas que pudiera explicarlo.
Santa María tiene un río, tiene barcos. Si tiene un rio tiene niebla. Los barcos usan bocinas, sirenas. Avisan, están, pobre bañista y mirador de agua dulce. Con su sombrilla, su bata, su traje de baño, canasta de alimentos, esposa y niños, usted, en un instante en seguida olvidado de imaginación o debilidad, puede, pudo, podría pensar en el tierno y bronco gemido del ballenato llamando a su madre, en el bronco, temeroso llamado de la ballena madre. Está bien: así, más o menos, sucede en Santa María cuando la niebla apaga el río.
La verdad, si pudiéramos jurar que aquel fantasma estuvo entre nosotros y nos duró tres meses, es que Moncha Insaurralde viajaba, casi diariamente, desde su casa, en taxi o en el Opel, vestida siempre y con el olor y aspecto de eternidad —tal como resultó— con el vestido de novia que le había hecho en la Capital, Mme. Carón, cosiendo las sedas y encajes que se había traído de Europa para la ceremonia de casamiento con alguno de los Marcos Bergner que hubiera inventado en la distancia, bendecida por un Padre Bergner inmodificable. grisáceo y de piedra. Sólo a ella le faltaba morir.
Todas las cosas son así y no de otro modo; aunque sea posible barajar cuatro veces trece después que ocurrieron y son irremediables.
Asombros varios, afirmaciones rotundas de ancianos negados a la entrega, confusiones inevitables impiden fechar con exactitud el día, la noche del primer gran miedo. Moncha llegó al hotel del Plaza en el coche bronquítico, hizo desaparecer al chófer y avanzó en sueños hasta la mesa de dos cubiertos que había reservado. El traje de novia cruzó, arrastrándose, las miradas y estuvo horas, más de una hora, casi sosegado ante el vacío —platos, tenedores y cuchillos— que sostuvo enfrente. Ella, apenas contenta y afable, preguntó a la nada y detuvo en el aire algún bocado, alguna copa, para escuchar. Todos percibieron la raza, la mamada educación irrenunciable. Todos vieron, de distinta manera, el traje de novia amarillento, los encajes desgarrados y en partes colgantes. Fue protegida por la indiferencia y ef temor. Los mejores, si es que estuvieron, unieron el vestido con algún recuerdo de dicha, también agotado por el tiempo y el fracaso.
No muy temprano ni tarde, el maítre en persona — Moncha se llama Insaurralde— trajo la cuenta doblada sobre un platito y la dejó exactamente entre ella y el otro ausente, invisible, separado de nos, de Santa María, por una incomprensible distancia de millas marinas, por las hambres de los peces. Preguntó, apenas estuvo, inclinó la gorda, impasible cabeza sonriente. Parecía bendecir y consagrar, parecía habituado. El smoking de verano otoño también pudo ser entendido como una sobrepelliz convincente.
Era necesario organizar secretas y solitarias peregrinaciones al restaurante donde había comido con Marcos. Tarea difícil y compleja porque no se trataba de un simple traslado físico. Requería la creación previa y duradera de un estado de ánimo, a veces, sentía, perdido para siempre, un espíritu adecuado para la espera de la cita y para saber que iba a prolongarse, gozoso, indeclinable, hasta el final de la noche, hasta la hora exacta en que puede afirmarse en Santa María que todo está cerrado. Y más allá; el estado de ánimo debía mantenerse y atravesar la hora del cierre general, permanecer en la soledad nocturna y engendrar la dulzura de los sueños. Porque debe entenderse que todo lo demás, lo que nosotros, sanmarianos, insistimos en llamar realidad, era para Moncha tan simple como un acto fisiológico cumplido con buena salud. Llamar al maitre del Plaza, pedirle una mesa "ni muy cerca ni muy lejos", anunciarle el regreso de Marcos y el festejo correspondiente, discutir, provocando, sobre las posibilidades de la comida, reclamar el vino favorito dé Marcos, vino que ya no existía, que ya no nos llegaba, vino que había sido vendido en botellas alargadas que ofrecían etiquetas confusas.
Envejecido y sin sonrisas Francisco, el maître, mantenía calmoso el juego telefónico, no abandonaba sus tan antiguas convicciones, reiteraba que el vino imposible debía ser servido, de acuerdo, sin dudas, chambré, no demasiado lejos, no demasiado cerca del punto de temperatura ideal, inalcanzable.
La fecha consta al pie y parece irrevocable. Sin embargo, alguien, alguno puede jurar que vio, cuarenta años después de escrita esta historia, a Moncha Insaurralde en la esquina del Plaza. No interesan los detalles de la visión, los progresos edilicios de Santa María que festejaría El Liberal. Sólo importa que todos contribuyan a verla y sepan coincidir. Mucho más pequeña, con el vestido de novia teñido de luto, con un sombrero, un canotier con cintas opacas excesivamente pequeño aun para la moda de cuarenta años después, apoyada casi en un delgado bastón de ébano, en el forzoso mango de plata, sola y resuelta en el comienzo de una noche de otoño —tan suave el aire, tan discretos los mugidos de los remolcadores en el río—, esperando con ojos pacientes y burlones que se fueran los ocupantes de exactamente aquella mesa, situada ni muy cerca ni muy lejos de la puerta de entrada y de la rocina. Y siempre, en aquel tiempo infinito que existirá cuando pasen cuarenta años, llegaba el momento verdadero y prometido, el momento en que la mesa quedaba desocupada y ella podía avanzar, fingiendo por coquetería ayudarse con el bastón, saludar a Francisco o al nieto tan crecido de Francisco, avanzar hasta la impaciencia de Marcos y excusarse sin énfasis por haberse retrasado. Dios estaba en los cielos y reinaba sobre la tierra, Marcos, ya borracho, inmarcesible, la perdonaba entre bromas y palabras sucias acercándosele sobre el mantel un ramito de las primeras violetas de aquel otoño cuarentón.
Como estaba dispuesto, nosotros, los viejos, nos separamos. Ni hubo necesidad de palabras para el respeto y la comprensión. Algunos olvidaron mientras les fue necesario y hubieron podido continuar durante cuarenta años la construcción de su olvido. Olvidaron, no supieron que Moncha Insaurralde se paseaba por las calles de Santa María, entraba en negocios, visitaba exacta caserones de ricos y los ranchos que intentan bajar hasta la costa vestida siempre con su traje de novia que esperaba el regreso de Marcos para incorporarse las prescritas flores blancas, frescas y duras.
Algunos pensaron en el también muerto vasco Insaurralde, en lealtad a una memoria, en la misma mujer alucinada que arrastraba, adhería la inevitable mugre a la cola de su vestido. Y éstos eligieron también cuidar del fantasma, simular que creían en él, usar la riqueza, el prestigio, los restos aún no cubiertos de ceniza de la tierna brutalidad adolescente.
Hubo poco, para unos y otros; en todo caso, vieron y se enteraron de mucho menos. Vieron, simplemente.
Si hay nardos y jazmines, si hay cera o velas, si hay una luz sobre una mesa y papeles vírgenes en la mesa, si hay bordes de espuma en el río, si hay dentaduras de muchachas, si hay una blancura de amanecer creciendo encima de la blancura de la leche que cae caliente y blanca en el frío del balde, si hay manos envejecidas de mujeres, manos que nunca trabajaron, si hay un corto filo de enagua para la primera cita de un muchacho, sihay un ajenjo milagrosamente bien hecho, si hay camisas colgadas al sol, si hay espuma de jabón y pasta para afeitarse o pasta para el cepillito, si hay escleróticas falsamente inocentes de niños, sí hay, hoy, nieve intacta, recién caída, si el Emperador de Siam conserva para el Vicevirrey o Gobernador una manada de elefantes, sí hay capullos de algodón rozando el pecho de negros que sudan y cortan, si hay una mujer en congoja y miseria capaz de negativa y surgimiento, capaz de no contar monedas ni el futuro inmediato para regalar una cosa inútil.
Esto, tan largo, en la imposibilidad de contar la historia del inadmisible vestido de novia, corroído, tuerto y viejo, en una sola frase de tres líneas. Pero fue así, vestido, salto de cama, camisón y mortaja. Para todos, los que habían preferido con prudencia refugiarse en la ignorancia, para los que habían elegido formar una dislocada guardia de corps, reconocer su existencia y proclamar que protegeríamos, en lo que nos fuera posible, el vestido de novia que envejecía diariamente, que se acercaba sin remedio a una condición de trapo, proteger el vestido y lo ignorado, imprevisible, que llevaba dentro.
Las estériles, silenciosas, opuestas, nunca bélicas posiciones de los viejos que nos reuníamos en el Plaza o en el nuevo edificio del Club, duraron poco. Menos de tres meses, como ya se dijo. Porque suavemente y de pronto, tan suavemente que se nos hizo de pronto después, cuando lo supimos, o cuando empezamos a olvidar, todas las imaginables blancuras moribundas, cada día más amarillentas y con el irreversible tono de ceniza, crecieron inexorables, las tomamos como verdad.
Porque Moncha Insaurralde se había encerrado en el sótano de su casa, con algunos —pero no bastantes— seconales, con su traje de novia que podía servirle, en la placidez velada del sol del otoño sanmariano como piel verdadera para envolver su cuerpo flaco, sus huesos armónicos. Y se echó a morir, se aburrió de respirar.
Y fue entonces que el médico pudo mirar, oler, comprobar que el mundo que le fue ofrecido y él seguía aceptando no se basaba en trampas ni mentiras endulzadas. El juego, por lo menos, era un juego limpio y respetado con dignidad por ambas partes: Diosbrausen y él.
Quedaban Insaurraldes lejanos, fanáticos, deseosos de colocar en la muerta un síncope imprevisible. En todo caso, lo consiguieron, no habría autopsia. Por eso es posible que el médico haya vacilado entre la verdad evidente y la hipocresía de la posteridad. Prefirió, muy pronto, abandonarse al amor absurdo, a una lealtad inexplicable, a una forma cualquiera de la lealtad capaz de engendrar malentendidos. Casi siempre se elige así. No quiso abrir las ventanas, aceptó respirar en comunión intempestiva el mismo aire viciado, el mismo olor a mugre rancia, a final. Y escribió, por fin, después de tantos años, sin necesidad de demorarse pensando.
Temblaba de humildad y justicia, de un raro orgullo incomprensible cuando pudo, por fin, escribir la carta prometida, las pocas palabras que decían todo: nombres y apellidos del fallecido: María Ramona Inaurralde Zamora. Lugar de defunción: Santa María. Segunda Sección Judicial. Sexo: femenino. Raza: blanca. Nombre del país en que nació: Santa María. Edad al fallecer: veintinueve años. La defunción que se certifica ocurrió el día del mes del año a la hora y minutos. Estado o enfermedad causante directo de la muerte: Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo.


Transcripción de Juan Carlos Onetti, Cuentos completos
Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 1974

De: IGNORIA Biblioteca Hogar









Del Blog del Liceo de Piriápolis "José Luis Invernizzi", leamos una pormenorizada recorrida por la obra de este autor que supo plasmar, como ningún otro, la emergente identidad de ésta, nuestra Santa María:  
LUNES, 24 DE JUNIO DE 2013

Ponencia sobre Juan Carlos Onetti a cargo del Prof. Agustín Roig

Juan Carlos Onetti Borges, hijo de Carlos Onetti (empleado de aduanas ,más concretamente, despachante) y Honoria Borges ( ama de casa y descendiente de una acomodada familia de hacendados de Rio Grande) nació en Montevideo, en la calle San Salvador, Barrio Sur, el 1 de julio de 1909, y murió en Madrid (tras veinte años de un extraño exilio) acompañado por su cuarta y última esposa Dolly Muhr, ese “ignorado perro de la dicha” (según escribe el epígrafe dedicatorio de “La cara de la desgracia.”)

Nobleza obliga señalar que la mayoría de los datos biográficos, por no decir todos, son extraídos del breve libro de Omar Prego Gadea “Onetti. Perfil de un solitario” en su segunda edición de 2009 (Banda Oriental) con motivo del centenario del gran escritor.

Empezamos a tener datos fiables, es decir sistematizables, de la vida de Onetti recién después de sus 20 años. Este hecho obedece o ha obedecido a la voluntad del escritor de mantener esos años bajo el anonimato, tal vez para preservarlos de la inmortalidad que no deja de ser, en definitiva, una versión oficial, tal vez para habilitar un ámbito imaginario del que brote el misterio de la creación; lo concreto es que Onetti siempre ha sido evasivo respecto a su mocedad. Se me ocurre recordar una parte de “El Pozo”, al comienzo, cuando Eladio Linacero despecha esos años de su vida con un simple “como niño era un imbécil”.

Sí sabemos gracias a la amistad que cultivó, ya desde su consagración como escritor (aunque no, en esa época, en concordancia con el porte de su talento), con Omar Prego Gadea y con su mujer Angélica Petit, que fue un niño lector y que escribía poesía de calidad, a grado tal que en un concurso escolar uno de los miembros del tribunal espetó a ese concursante a que dijera su edad verdadera ya que era difícil creer que un niño escribiera así. Sabemos también que era gran organizador de guerrillas de pedradas inter-barriales, que hizo la escuela preescolar en un colegio de unas tías y que llegado su tiempo escolar asistió a la escuela República del Perú, entre otras. Sabemos que hubo muchas mudanzas durante su infancia y que tempranamente su fue a vivir del Barrio Sur a Pocitos, luego al Cordón y más tarde a Colón. Su rendimiento escolar era más que mediocre, aunque tenía buenas calificaciones en las redacciones. Aprobó la prueba de ingreso al liceo con la nota mínima que en ese entonces era de regular deficiente. Inició estudios en la enseñanza media en el Instituto Vázquez Acevedo, pero abandonó al poco tiempo. Es decir que Juan Carlos Onetti Borges, premio Cervantes, estuvo bien lejos de completar la enseñanza media, ni que hablar, obviamente, estudios superiores o terciarios. Considero que este punto no es menor respecto al “perfil de un solitario” que lo caracterizó y que también caracterizó a su obra. En sus columnas que firmaba como “Periquito el Aguador”, esas secciones de alacraneo literario de aquella revista Marcha del año 39, ponía de manifiesto la necesidad de un proyecto literario y cultural que asumiera y asimilara una identidad que se escapaba por omisión. ¿Qué mejor ejemplo en el Uruguay de la relación hombre-ciudad que Juan Carlos Onetti? Pero volvamos a lo anecdótico:


Onetti no terminó el liceo por un motivo absurdo si se quiere pero que, en rigor, implicaba una elección mucho más profunda. Veámoslo. Cursaba primer año del liceo cuando un día de lluvia le robaron un pilot que había dejado colgado. El pilot nunca apareció y esto parece que dejó muy impresionado al adolescente que no dejaba de decir “parece mentira, entre compañeros”. Lo concreto es que no quiso nunca más volver a un salón de clase. Es cierto que eran otras épocas y que no necesariamente una persona que no terminara sus estudios por fuerza debía ser ignorante o poco capacitada. No había la relación que existe actualmente entre enseñanza (la media inclusive) y mercado. Es cierto que los liceos departamentales estaban recién empezando a funcionar gracias a las reformas batllistas, no obstante ello, muchos intelectuales de la generación que perteneció Onetti, la llamada generación del 45 o generación crítica o generación de Marcha, sí realizaron estudios en la enseñanza media, es más, muchos de ellos fueron fundadores del Instituto de Profesores Artigas destinado a la formación de docentes para la educación media, en cambio Onetti apenas comenzó el liceo, razón por la cual interpreto que el robo del pilot es la punta del iceberg de una elección maciza y coherente que articula toda su vida y condiciona los sesenta años de producción literaria de primera fila. Esa renuncia es la raíz que funda su libertad como artista. Veámoslo a través de un ilustre antecedente.

El filósofo alemán Inmanuel Kant articula su concepto de Ilustración sobre la noción de minoridad.

”La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad, debida a su propia culpa. Minoría de edad e incapacidad para servirse, sin ser guiado por otros, de su propia mente. Y esta minoría de edad es imputable a él mismo porque su causa estriba, no en la falta de una mente, sino en la falta de decisión y de valor, del valor de utilizarla sin ser guiado por nadie. Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia mente¡ Este es el fundamento de la ilustración.”

Según Kant la minoría es la incapacidad del individuo (de la cual es responsable) de valerse de sus propias competencias, de su propia mente, subordinándose, aceptando y reconociendo la necesidad de una tutoría, llámese religiosa, política o académica. En definitiva, el individuo es responsable de sí mismo y como tal, si quiere salir de la minoría, acercarse a esa noción posterior que acuñó Nietzsche relativa al “undersmench” o “super-hombre", debe hacerse cargo y asumir con valentía el imperativo de la libertad y la autonomía. Hoy, traspuesto vertiginosamente el umbral del siglo XXI, dejado atrás el copioso siglo XX, podemos afirmar sin titubear que esa independencia a la que se refiere Kant involucra tanto a la razón pura como a la estética; ya el siglo XVIII se encargó de demostrárnoslo con figuras, por ejemplo, como Donatien Alphonse Francoise, Marqués de Sade, constituyéndose en emblema del libertinaje tanto ético como intelectual. En efecto, la noción de ilustración que lega Kant se ve reforzada por esa categoría iniciada por el inglés Anthony Collins quien inaugura la tradición de los “freethinkers” o librepensadores. Con esto quiero decir, sencillamente, que el autodidactismo de Onetti, hombre que como dice Omar Prego lo había leído todo, es un brote de esta tradición dieciochesca, al igual que lo fue el autodidactismo de la inmensa cantidad de los intelectuales de la generación del 900: Julio Herrera, Roberto de las Carreras, Horacio Quiroga, etc. Tal vez el grado de modernización asociado al crecimiento voraz de la multitud constituyan la lápida sobre esta figura tan significativa del proceso intelectual latinoamericano: el autodidacta, encarnación muy siglo XX del libertino del siglo XVIII.

Los antepasados de Onetti eran de origen italiano, genoveses más precisamente. Durante el siglo XIX se había producido una fuerte inmigración de genoveses hacia Gibraltar, sur de la península ibérica, en ese momento bajo bandera británica. Los Onetti nacidos en Gibraltar pasaron a ser Onetti, siguiendo la fonética irlandesa. Es en ese sentido que se ha señalado corrientemente que Onetti no era de ascendencia italiana sino Irlandesa. Confuso y curioso abolengo de tanos y gringos que se verá reflejado en los nombres de sus propios personajes: Díaz Grey, Larsen (de origen netamente nórdico), el mismo Onetti inmiscuido en la fábula, compartiendo oficina con Brausen en “La vida breve.”

Nuestro gran escritor tuvo una vida sentimental intensa, sobre todo hasta mediados los años cincuenta. Teniendo 21 años se casa con su prima hermana María Amalia Onetti. Se va a vivir con ella a Buenos Aires. Por esa época, más precisamente en el año 1933, publica en “La Prensa” Avenida de mayo- Diagonal Norte-Avenida de Mayo”. A partir de ese momento comienza la carrera literaria de Onetti. Escribe “El Pozo” (su primer nouvelle) y lo pierde. Recién será publicado en 1939 en Ediciones Signo (la próxima edición sería la de Arca, con aquel legendario prólogo de Ángel Rama “Origen de un novelista y de una generación literaria). También hay otros cuentos publicados. Aparece en La Nación en el año 1935 el cuento “El Obstáculo”. “El Posible Baldi” es de 1936. Durante ese período escribe otra novela,  “Tiempo de Abrazar”, que se publicará recién (luego de una reescritura por haber extraviado los escritos originales) en 1974 en Editorial Arca. Mientras tanto se separa de su esposa, vuelve a Montevideo y se casa con su otra prima, María Julia Onetti, hermana de María Amalia.

El año 39 es clave en la carrera literaria del premio Cervantes uruguayo, el único. Carlos Quijano, director de la prestigiosa “Marcha”, órgano de prensa, según decían, “nacionalista y antiimperialista”, con un claro perfil crítico que identificará a toda una generación, nombra a Juan Carlos Onetti jefe de redacción del semanario. El ritmo de su producción intelectual es prolífico. Empiezan a manifestarse las dos vertientes discursivas que cultivará el resto de la vida, separándolas bien, tanto desde el punto de vista temático como estilístico: el periodismo la literatura.

Inaugura en el semanario una sección de “alacraneo literario” bajo el seudónimo de Periquito el Aguador. Esta “piedra en el charco” empieza a vertebrar la unidad y coherencia de su obra. Cada una de sus prédicas se verá reflejada en sus sesenta años de literatura. Hay algo de Manifiesto en estos primeros textos periodísticos. Escribe Periquito:

“Hay que hacer una literatura uruguaya, hay que usar un lenguaje nuestro para decir cosas nuestras. Ya no sirve imitar la estética de Fulano porque Fulano lleva la ventaja de estarla imitando hace diez años y Fulana veinte. Que cada uno busque dentro de sí mismo, que es el único lugar donde puede encontrarse la verdad y todas esas cosas cuya persecución, fracasada siempre, produce la obra de arte. Fuera de nosotros no hay nada, nadie. La literatura es un oficio; es necesario aprenderlo, pero aún más, es necesario crearlo”.


La necesidad de proclamar la originalidad (gesto en sí nada original ya que lo había hecho la Vanguardias treinta años antes) en tanto criterio central de la identidad literaria e impulso que habilita la creación artística surge, en rigor, a partir de la demolición a través del instrumento crítico de la tradición literaria vigente, es decir, el color local del Romanticismo esclerosado, las fórmulas acartonadas del Realismo a ultranza, el Ruralismo y con ello la gesta histórica de la Independencia (nada más y nada menos que la Patria Vieja). Es en ese sentido, desde un dispositivo basado en la negación del antecedente (a condición que sea de carácter universal, me refiero a Dostoievski, Faulkner, Joyce, Flaubert, inclusive) surge la literatura que según Periquito es necesario crear, y con ella toda una generación que aún hoy tiene vigencia, que aún hoy nadie ha derribado en rigor, pero esto es harina de otro costal. La condición colonial emuladora puesta bajo la lupa del discurso crítico, habilita la incertidumbre sobre la identidad cultural y de esa manera la necesidad de constituirla, no por deber o imperativo, sino por inercia subjetiva, por la mera razón de estar el escritor inmerso en un medio que lo condiciona justamente en esa zona de misterio de la que surge la creación. Perquito proclama la necesidad de una literatura sincera y con ello la autonomía del escritor, es decir, entendiendo esa actividad como un oficio que solo se puede hacer con el hábito de la producción. Sin lugar a dudas el debate se aloja dentro de uno mayor, de orden continental, no obstante  la porfiada genética europea que caracteriza a nuestra cultura: es parte nada más y nada menos que de la cuestión latinoamericana, entendida no a través del color local de la selva y la montaña (en Onetti es prácticamente nula e insignificante la descripción de paisajes, en Onetti el paisaje solo es humano) sino vista a través del hombre universal, masificado, occidentalizado en su relación con la ciudad.

Decíamos que el año 39 es clave en la carrera literaria de Onetti. Ediciones Signo publica la nouvelle (cuento largo o novela corta) “El Pozo”. La tapa cuenta con un dibujo falso de Picasso,  tal vez hecho por el mismo Onetti. Sus páginas son de papel de estraza. Es una tirada de 500 ejemplares.

Se trata de un hombre, Eladio Linacero, con sus cuarenta años cumplidos, divorciado, resentido por la frustración, que escribe memorias, sueños y reflexiones. Es un relato en primera persona que tiene un antecedente muy claro en “Las memorias del Subsuelo de Dostoievski”. Lo caracteriza también la permanente referencia al proceso creador, enfatizando sobre lo que le interesa contar, lo que selecciona o lo que descarta. EL monólogo de Linacero le sirve para ir intercalando historias como la de Ana María, la joven de dieciocho años que Eladio intenta violar aún siendo un adolescente, la muerte de ella y sus apariciones en los momentos de imaginación y ensoñación, eternizada en su etapa de muchacha, constituyéndose como evidencia fantasmática del remordimiento. La nouvelle termina con un lírico capítulo en el que la noche, símbolo estructurante de la poética onettiana, aparece vinculada a la soledad y la creación.


En el año 1941, Lozada publica “Tierra de Nadie” en la ciudad de Buenos Aires. Onetti alternará en su primera etapa creativa su residencia tanto en la capital argentina como en Montevideo. Podemos decir sin temor a equivocarnos que cultural y literariamente hay en Onetti una dosis importante del carácter porteño. En efecto, “Tierra de Nadie”, novela vidriosa, con heterogéneos personajes de vaga identidad, sin nombre en muchos casos, transcurre en la megalópolis. Onetti dice que con ella quiso reflejar una generación: intelectuales, macrós, prostitutas y sindicalistas coexisten dentro del mosaico urbano. En “Tierra de Nadie” aparece por primera vez Larsen, uno de los personajes más queridos por el autor, que volverá  en “La Vida Breve”, en “El Astillero” y en “Juntacadaveres”. Larsen, conocido también como Junta o Juntacadáveres, es el caficcio que tiempo después, ya fundada Santa María por Brausen en “La Vida Breve", llegará a la ciudad con la intención de crear el prostíbulo perfecto. A modo anecdótico cuentan que una vez Onetti, ya en sus tiempos de exilio viviendo casi todo el tiempo en la cama, le dijo a uno de los tantos periodistas y visitantes que iban a su apartamento siempre mediando el favor Dollty, su cuarta y última esposa, que tuviera cuidado con determinado cenicero porque se lo había regalado Larsen, uno de sus personajes literarios. Más allá de la broma, Onetti vivía literalmente ente sus personajes. Es más, solía decir que su relación era mucho más intensa, mejor lograda en la imaginación y en la fabulación que en la propia escritura.

En 1943, también en Buenos Aires, Editorial Poseidón publica “Para esta Noche”, inspirada en una anécdota que le contaron dos anarcos venidos de España a raíz de la Guerra Civil. Esta es una de las pocas novelas del uruguayo en la que se aborda explícitamente el tema sociológico o político. Como curiosidad les cuento que esa novela se iba a llamar “El perro tendrá su día”, título que quedó, al final, reservado para un cuento. Cuando el autor le lleva los escritos al editor, este advierte que podría ser peligroso. Como transcurrían las épocas del peronismo, el editor previó que el título se pudiera interpretar como una alusión a Juan Domingo Perón. De esta manera el autor le puso un nombre al azar mientras miraba la revista “Crítica”: “Para esta noche” decía el encabezamiento de la propuesta de espectáculos.

1950 es otro de los años claves en la carrera literaria de Onetti, pues publica “La Vida Breve”, su obra maestra. Podemos decir que después de su publicación empieza la segunda etapa creativa del autor, en la que sobrevendrán, junto a los cuentos, entre ellos el “Infierno tan temido”, las novelas “Los adioses” (1954), la nouvelle “La cara de la desgracia” (1960), “El astillero” (1961), la nouvelle “Tan triste como ella” (1963) y “Juntacadáveres”(1964).


“La vida breve” es una novela de estructura compleja basada en el principio de las cajas chinas o las muñecas rusas. Este mecanismo habilita la creación de Santa María, ciudad producto de la invención del autor (Brausen mediante) y escenario (con plano incluido) donde van a transcurrir muchas de sus obras principales. En cierto sentido, creando a Santa María posibilita la perdurabilidad de cincuenta años de su literatura. Santa María es la ciudad a la que llega Larsen para habilitar el perfecto prostíbulo en “Juntacadáveres” y es la ciudad a la que retornará (“El astillero”), luego del primer fracaso, para ocuparse de un astillero fundido y oxidado, bien de Jeremías Petrús, padre de la mujer de la que está enamorado, Angélica Inés.  En la medida que Santa María contextualiza muchos de sus relatos se habla de “la saga de Santa María”. Volvamos a la “Vida Breve”:

Juan María Brausen, publicista y escritor, está casado con Gertrudis, a la que le han extirpado un seno debido al cáncer. A punto de quedar desempleado, como tabla de salvación, Stein, agente de publicidad, amigo de Brausen y ex novio de Gertrudis, le propone la escritura de un guión cinematográfico. Este pretexto le permite a Brausen refugiarse de su desgracia a través de la creación de un ámbito artificial poblado por personajes y lugares. A partir de este nivel ingresamos al interior de la invención y con ello al mecanismo de su producción. En esa ciudad habita un médico llamado Díaz Grey, cuarentón, aburrido y de vocación provinciana que atiende, no sin libidinosidad, a una paciente morfinómana, Helena Sala que junto a su marido, Horacio, inician la búsqueda de Owen, un seductor que ha iniciado a Helena en el consumo de morfina. Díaz Grey le vende la droga al matrimonio y a su vez les ayuda en la búsqueda del muchacho. Helena muere de una sobredosis y la novela, la novela interior, por llamarla de alguna manera, termina en una mascarada de carnaval, una farsa muy al estilo onettiano, en la que se refugian Horacio, Owen y Díaz Grey, cada cual con su respectivo disfraz. Sin embargo esto es lo que imagina Brausen desde el simulado plano empírico que crea la fabulación de otro creador, este sí verdadero, Juan Carlos Onetti. Podríamos decir que Onetti crea a Brausen para que este cree a Díaz Grey. Mientras tanto Brausen sigue viviendo. Lo abandona la mujer, que se va a vivir con su madre a Temperley. Es echado del empleo y con ello, definitivamente, va ingresando a una zona marginal desde la que fermenta la fragmentación de su personalidad. En el apartamento de al lado vive la Queca. Brausen la escucha día a día a través de la delgada pared que separa los departamentos. La Queca es prostituta. Un buen día Brausen deja de escuchar y va a visitarla. Se hace pasar por Arce. Brausen no solo es Brausen sino que también es Díaz Grey y Arce quien, hacia el cierre de la novela, a través de la invención de otro alter ego producto, ahí sí definitivamente, de la alienación del protagonista, asesina a la Queca. Junto al “Obsceno pájaro de la noche” de José Donoso, novela posterior cronológicamente hablando, “La vida breve” es una novela de estructura y focalización esquizofrénica, pero también, es innegable, una de las cumbres de la novela latinoamericana.

En 1981 le es entregado el galardón más importante de la literatura hispanoamericana: El premio Cervantes. Es anecdótico referir que, fiel a su estilo, aunque sin llegar al gesto de Sartre cuando ganó el Premio Nobel (no recibirlo), Onetti no asistió a la cena homenaje ofrecida por los reyes de España; de alguna manera venían los ecos del escritor hosco y lacónico que en ocasión de un congreso de escritores del que fue electo presidente, se encerró en la habitación de un hotel a tomar wiski mientras sus colegas asistían al congreso. De ahí que le llamaron “el presidente ausente”.


La última etapa de Onetti es la del exilio. En ese período publica “Tiempo de abrazar”(1974), “Dejemos hablar al viento”(1979), “Cuando Entonces”(1987) y “Cuando ya no importe”(1993).
El motivo del exilio surge de una anécdota no poco bochornosa. Es acusado por la dictadura cívico-militar de “pornógrafo” y es apresado, durante tres meses, en el Cilindro Municipal. Como era costumbre la revista Marcha organizaba concursos literarios. Ese año, el concurso lo había ganado un tal Nelson Marras con su relato “El guardaespaldas”. El jurado había sido integrado, si mal no recuerdo, por Juan Carlos Onetti, Jorge Rufinelli y Hugo Alfaro. El relato ganador se trataba de un policía baleado por la guerrilla que mientras agoniza va narrando su vida y su relación homosexual con uno de los jerarcas del régimen. Nadie se dio cuenta en la redacción, pese a una nota dejada por Onetti, que el texto era muy peligroso y susceptible de censura. Dice Omar Prego que tal negligencia se debió a la época del año, ya que era febrero y casi todo el mundo estaba de vacaciones, pero también al apuro de la impresión; sea como sea, el hecho es que la narración fue publicada. El resultado, el descuido, fue nefasto. Significó cinco años de cárcel para el autor y tres meses para cada uno de los miembros del jurado. Para Onetti esta experiencia fue condicionante. Durante un tiempo, breve, se exilió en Buenos Aires y en 1975 se fue definitivamente a Madrid, junto a su esposa Dolly, donde murió el 30 de mayo de 1994.

Restaurado el sistema democrático en el año 1985, el presidente electo, Julio María Sanguinetti, lo invitó a volver, pero Onetti declinó la invitación. En una entrevista con la hija de Omar Prego, Magela Prego Petit, se advierte que la decisión de no retornar siempre estuvo presente en Onetti y también se advierte que en el autor persiste la experiencia traumática bajo el sentimiento de la desconfianza y la idea de que en definitiva el régimen, aún en tiempos de democracia, todavía persistiría. Alcohólico y adicto al tabaco tuvo una vida larga, vivió hasta los 84 años, ya convertido, a esas alturas, en un inmortal, en un clásico.

Ponencia sobre Juan Carlos Onetti a cargo del Prof. Agustín Roig
24 de mayo de 2013

Por último, algunos videos imperdibles:










Fragmento de una entrevista de María Esther Gilio a 
Idea Vilariño:

Idea Vilariño


Y para él no hay amor sin sumisión. 

Seguramente. Pero yo no tenía más remedio que decir no, salvo que estuviera dispuesta a dejar que me pisara la cabeza. Pero además, no se trataba sólo de amor. Era la manera de vivir. Nosotros nos contábamos todo, hablábamos de todo lo que nos pasaba, de lo que pensábamos y sentíamos con total libertad. Sin miramientos ni escrúpulos. Eso era algo que hacíamos bien, pero compartir la vida... Habría sido muy difícil. Yo no debí haberme enamorado nunca de Onetti. Era el último hombre que tenía que haberme gustado. Éramos dos personas absolutamente contradictorias. 


  
¿Te acordás del tango que más le gustaba a Onetti? Yo creo que era "Amurado". 

Sí, "Amurado" le gustaba, pero yo creo que el que más le gustaba era "Tus besos fueron míos". "Pasaste por mi lado con fría indiferencia, tus ojos ni siquiera se detienen sobre mí. Y sin embargo tienen sumida mi existencia, y tuyas son las horas mejores que viví". Ese tango le encantaba. 


©María Esther Gilio
Revista Ñ,Clarìn
Buenos Aires 27 de  junio de 2009
Fuente: Revista Ñ
De: Escritoras Unidas y Compañía




 Ya no


Ya no será
ya no
no viviremos juntos
no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa
no te tendré de noche
no te besaré al irme.
Nunca sabrás quién fui
por qué me amaron otros.
No llegaré a saber
por qué ni cómo nunca
ni si era verdad
lo que dijiste que era
ni quién fuiste
ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido
vivir juntos
querernos
esperarnos
estar.
Ya no soy más que yo
para siempre y tú ya
no serás para mí
más que tú. Ya no estás
en un día futuro
no sabré dónde vives
con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca
como esa noche
nunca.
No volveré a tocarte.
No te veré morir.

Idea Vilariño