martes, 7 de enero de 2014

“Escribo por necesidad expresiva. Si paso mucho tiempo sin escribir me siento mal, me falta algo”

La mujer adúltera


Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.  Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?" Esto le decían para tentarle, para tener de qué acusarle.  Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra.  Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: "Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra. "E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra.  Al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer que estaba delante.  Incorporándose Jesús le dijo: "Mujer ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?  Ella respondió: "Nadie, Señor".  Jesús le dijo: " Tampoco yo te condeno.  Vete, y en adelante no peques más".
Evangelio según San Juan, capítulo 8.


Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón.
 Evangelio según San Mateo, capítulo 5, versículo 27.


Cada mujer lleva tras de sí un pasado luminoso y otro oscuro. En los médanos de la memoria de esta mujer, vive un hombre que aunque alumbró su vida, lo escondió en el silencio y la oscuridad.  Ahora es una vieja y quiere que su historia se sepa.  En realidad piensa que puede morir y quiere que la nieta viva con la historia.  Quizás se la juzgue y condene, pero lo que está escrito en la tierra no puede borrarse: Isabel Vives fue una mujer adúltera.

La nieta va a protestar qué ganas de venir con cosas viejas, ¿a quién le importa ahora lo que hiciste o lo que no? Y cuando el relato finalice puede que grite que hubiera preferido no saber y arroje una y otra y otra piedra, para enterrar todas las palabras, mientras la vieja repite que lo siente, querida, lo siento pero tenías que saber, para que las cosas se muestren como son. La verdad es que Isabel parece orgullosa de su pecado, por lo menos lo declara con el mentón erguido. También cierra los ojos en el intento de retener las imágenes de aquellos otros días. Son gestos de confianza en su pasado que la escritura no muestra, y ella quiere que cuando la nieta conozca entera esta historia secreta de pasión, le brille la mirada como le brilló a ella cuando conoció a ese hombre. Quiere que también un día la nieta se enorgullezca de sus amores, de todos sus amores, incluso de los prohibidos. Te llevarás mi orgullo, dice.

Fue en el último julio que comenzó este ejercicio que muchos viejos hacen: revivir la vida en la memoria. Repasa los hechos como si deslizara la mano sobre un tejido intrincado, confeccionado de seda y arpillera, de algodón, de cuero y de nailon, con zurcidos invisibles y gruesos costurones. Huele, toca y bebe su vida, desliza la punta de la lengua por los labios cuando las gotas son dulces, tratando de alargarles el sabor, y da tragos rápidos en las horas amargas. Estas fueron muchas. Cree que siempre -en toda vida- son las más.

Por esta comprobación declara que no desearía vivir otra vez. Con una fue suficiente.  Y no es que se queje, ya que tuve y tengo mucho más de lo que muchos tienen, como siempre repite. La palabra más se refiere a los momentos felices. Como decía él, lo que me llevaré puesto: los manjares que comí, los vinos que bebí, la música que escuché, y con los ojos amarillos clavados en el horizonte, agregaba: las horas que pasé con vos.

Y entonces, por la boca cercada de arrugas aspira el nombre de ese hombre, lo retiene en el paladar, lo acaricia con la lengua, lo aprieta sin morderlo y lo traga para que nunca se vaya, como antes aspiraba y lamía su lengua, su sexo, sus dedos. Su sexo y su nombre conservan el gusto áspero y pesado de un jack daniels sin hielo, la armonía imprecisa de una canción bajo la lluvia.  Isabel dice: Su nombre será mi oración de gracias cuando muera.

Espera que la nieta también encuentre sabores y músicas para hablar de sus amores.  Isabel le dice que podrá recordarlos por el sonido, el color y el olor conque los guarde.  Reconoce que hay amores blandos y fétidos como bosta de vaca, pero otros son dulces como un racimo de uvas, o lejanos como una playa de Arzadum.

Isabel ha vivido tanto por el afán de saber más de sí y piensa que apenas si lo ha conseguido. Pero sí sabe que quiso a ese hombre con la certeza de que nada de lo que sucediese cambiaría ese amor; mi sentimiento ni siquiera dependía del suyo. Yo podía quererlo aunque él no me quisiera, lo quería más allá de mí y de él. Aquello era como caminar por un desfiladero de la cordillera de los Andes. Todo podía despeñarse, pero ella avanzaba apacible con los pies sucios y desnudos.

¿Por qué se le ocurre la imagen del desfiladero? Isabel piensa que se origina en él: se trataba de un hombre que había vivido al filo del abismo. Piensa en él y lo ve por ese mismo sendero serpenteante, apoyando el pie en una roca que se desprende y cae al vacío, el cuerpo se le tambalea, por un instante vacila, suspendido con un gesto atónito en el rostro, pero el pie logra apoyarse nuevamente y él se contrae de pánico, se dobla sobre el estómago y vomita.

Con tantas reflexiones está retrasando demasiado el inicio de esta historia. Tal vez éste sea el modo de contar de los viejos, dar vueltas sobre el asunto para ir preparando el terreno del cuento, abonarlo y regarlo para que la historia florezca por entero. Pero tal vez también sea el modo de confesar que tienen los pecadores, demorarse como pidiendo la comprensión de los demás, con la esperanza de ser perdonados brillando en lo alto.

Isabel había cumplido cuarenta años y él los cumpliría pronto. Eso los obligaba a ser adultos. Esta historia no es por lo tanto un amorío de juventud, sino la pasión que surgió entre una mujer y un hombre maduros. Ambos estaban casados, tenían hijos, pagaban mensualmente las facturas, almorzaban en casa de sus padres los domingos.

Eran gente socialmente respetable. Al decir estas dos últimas palabras, Isabel no puede evitar sonreír con sarcasmo. Hay que subrayar esto porque nadie puede ver su sonrisa mentirosa, claramente mentirosa, la ironía que se le escapa entre los dientes.  Su matrimonio era armonioso, perfecto, le decían las amigas, ya todas divorciadas y vueltas a casar, y otra vez aburridas o ansiosamente solas.
Desde jóvenes, ella y su marido, se apoyaron mutuamente en sus profesiones. Juntos compraron un apartamento en la ciudad y una casa en la playa, el marido llenó las habitaciones de libros y caracoles, ella de pinturas y de gatos. Tuvieron hijos. Regaron plantas. Siempre fueron amables con sus amigos.

Uno se pregunta entonces por qué se enamoró de otro hombre. Y ella dice que uno no elige enamorarse, sólo sucede. El amor arremete como los huracanes asuelan las costas caribeñas, aquellas de aguas más claras y cálidas; el amor divide como los rayos encienden y parten los árboles más altos del bosque.

Entonces, la nieta querrá preguntarle por qué no se fue con él, con el huracán, con el fuego del rayo, con ese otro hombre. Es que las acciones que acompañan al amor, nunca son libres, explica Isabel. Es una estupidez afirmar lo contrario. Sentir el amor nos hace libres, ejecutarlo nos confronta a la falta de libertad que la existencia lleva consigo. Hoy esta mujer es una vieja muy vieja que alcanzó el nuevo siglo. Y confiesa que la segunda mitad de vida que le tocó vivir, se la debe a él.

En cuanto a la oscuridad del pasado, él cargaba una enorme zona turbia, que procuraba dejar atrás como un auto que a alta velocidad se aleja de una ciudad en ruinas. Había viajado por un cuarto del mundo traficando drogas, volando en aviones de carga, haciendo autostop en las fronteras, durmiendo a la intemperie alentado por la benevolencia de un clima mediterráneo. Había tocado la guitarra en bailes de travestis y fumado hash entre una ronda de árabes que cenaban los sesos calientes de un mono. Había discutido los precios de su mercadería en inglés con alemanes, y en español con italianos. Había tenido una novia húngara y otra judía. Había soñado que una estrella se le quemaba en el pecho y el cuerpo le saltaba en pedazos.

Después de ese sueño volvió a Montevideo. El apartamento había sido allanado por la policía, su mejor amigo estaba preso desde hacía tres meses. Cambió de casa, enterró un nombre que lo maldecía y consiguió un empleo en una empresa de importaciones.  En un festival de rock conoció a la muchacha que se casaría con él. Se inició un capítulo nuevo en su vida. Ya avanzadas muchas páginas, entró Isabel en esa historia.  Y él en la suya.

Por razones de trabajo, ella y el marido no podían ir juntos de vacaciones desde hacía dos veranos. Así que habían decidido repartiese para disfrutar con los hijos: la primera quincena de enero la pasaban con Isabel, la segunda con el marido. El primer verano que estuvo sola, conversaba a diario con el matrimonio que siempre alquilaba la casa de enfrente. Pero el segundo enero, el vecino también vino solo, su mujer no había podido por ciertos asuntos familiares. Isabel por la noche lo escuchaba tocar la guitarra en el jardín.

Una mañana la invitó a ir a la playa con los niños. Y mientras él atajaba goles entre dos piedras sobre la arena, ella inventaba castillos absurdos con veinte torres y un foso infestado de cocodrilos. Las niñas de ambos le agregaban cantos rodados que luego convertían en medusas y estrellas de mar. Al atardecer bajaban nuevamente a la orilla para destruirlos, antes que les ganaran las olas con la subida del agua. Después dejaban los ojos prendidos en el horizonte, viendo la lenta huida del sol. Dos horas después él volvía a silbar en la puerta de la casa de Isabel, llegaba con una botella de vino en la mano, encendía el fuego para el asado y comenzaba con esas historias que ya se parecían más a los cuentos de las mil y una noches.

Los días se les fueron más rápidos que las ganas de estar juntos. Al despedirse intercambiaron direcciones y teléfonos. Él le acarició la cabeza, le dio un beso en la frente y luego ella lo escuchó subir al auto silbando un aire de Piazzolla. Isabel se reintegró al trabajo y empezaron las llamadas. Le telefoneó todos los días desde su oficina. A veces eran largos monólogos en los que contaba sueños, deseos, temores.  Al fin no aguantaron más las ganas de verse. Isabel viajó a Montevideo para encontrarlo.

La ciudad, en invierno, le pareció menos aburrida que otras veces. Sería porque él estaba allí, entre esos miles que se movían por calles que el tiempo no había tocado: los mismos plátanos de troncos grises, las marquesinas desaforadas colgando sobre 18 de Julio, la rambla atormentada por un viento que nunca cesa.

¿Te gusta mi ciudad? No. La primera vez la miró desilusionado, después se lo preguntaba para reírse. ¿Te gusto yo? Tampoco. Y hacer el amor conmigo? Menos.  Isabel le besaba los lunares, eran cinco, que trazaban una línea recta por la espalda, desde la cintura hasta el cuello.

Estuvo en Montevideo cinco días. Se alojó en un hotel por el Centro y él vino por ella todas las mañanas. Se quedaban en la cama hasta el mediodía, entonces salían a almorzar. Después él la dejaba sola hasta las cuatro de la tarde. Isabel salía a caminar la ciudad. Entraba a los museos, a las galerías de arte y, a veces, al cine. Se interesó por un par de pintores e hizo arreglos para llevar obras suyas para ciertos clientes que seguramente, tendrían interés. Se suponía que a eso había venido.

Todos los días telefoneó a su casa. A los hijos los extrañó muchísimo, más que otras veces, aunque estaba acostumbrada a separarse de ellos así, por unos días. En el marido prefería no pensar. ¿Qué te pasa?, por la línea su voz pareció preocupada. Ella aseguró que nada, que estaba bien, ¿por qué? Te noto rara. Es la ciudad, no me gusta, le dijo y todo quedó allí.

Pero él le dijo lo mismo al tercer día, enroscando un dedo entre su pelo, te noto rara; extraño a mis hijos, y era verdad. Los extraño porque soy feliz y no están conmigo.  También era verdad. Con él no podía dejar de tocarse, se tocaban con las manos, con la boca, con las rodillas, con las palabras. Se tocaba con la memoria, con los suspiros, con la risa. Se amontonaban entre las frazadas como gatos para ronronear una dicha que sentían única.

Sólo la primera vez se sintió culpable. A Montevideo llegó segura, se alojó en la habitación que él le había reservado con la misma seguridad y lo esperó en la recepción tomando un café. Él llegó con portafolios, traje y corbata. A Isabel le hizo gracia, nunca lo había visto así. Él se acercó sonriente, le estrechó las manos y la besó en las dos mejillas. Después se acercó al conserje y se registró en la habitación con ella.
Cuando se metieron en el ascensor, a Isabel le temblaron las rodillas. En realidad, ella no sabía bien a qué había venido, sólo sabía que quería verlo pero no se puso a imaginar lo que ocurriría después. Él hablaba velozmente, haciendo comentarios que ella no oía. Él puso la llave en la cerradura, se descalzó, tiró el saco, la corbata y el portafolios sin ningún orden y enseguida le dio el abrazo más largo del mundo. ¿Qué te hiciste en el pelo?, preguntó después. Me lo corté. Estás distinta. Soy distinta. Sacate eso. Ella no sabía por dónde empezar. Eso era todo. Fue como una batalla en que perdió la culpa. Tapados con la sábana, fumaron un cigarrillo a medias. La culpa se alejaba en los espirales de humo. Le dijo: Nos merecemos esto. A mí la vida me lo debía. Seguro que a vos también.

Dos veces más volvió Isabel a viajar a Montevideo ese año, pero sólo por dos días.  Eran días de amor desesperado. Cuando llegó el verano, el marido le anunció feliz que esta vez sí iban a coincidir sus vacaciones. Entonces ella lo convenció de que sería mucho mejor ir al Brasil. Por nada del mundo quería encontrarse con su amante de esa manera: sin poder estar juntos. Anticipó los celos que cada uno sentiría por la vida del otro y prefirió no verlo.

El nuevo año fue como el anterior. Sólo que los meses que ella no viajó, fue él a verla.  Parecerá extraño, pero de a poco dejaron de ocultarse. Se tomaban de la mano en plena calle, almorzaban en restoranes conocidos. Pero nunca pasaron una noche juntos y nunca hablaron de posibles divorcios.

Empezaba diciembre. Por primera vez en casi dos años, Isabel no tuvo noticias suyas durante una semana entera. El tiempo pone mojones de crueldad en el amor. Fija eternidades de desesperación, cuando las agujas paralizan las horas, y vuelve instantáneas las de la felicidad, hasta reducirlas a fotografías en la memoria. Esa semana de silencio fue la espera más angustiosa de su vida, fue un ramalazo de ortigas en el pecho. Cuando al fin la llamó, era el mar de la tristeza. Su mujer había hecho un intento de suicidio, permanecía internada en un hospital psiquiátrico y sólo por las tardes la veía. Creo que por ahora no voy a poder comunicarme con vos, le dijo. No preguntó por qué ni quiso decirle algo que guardaba. Él nunca volvió a llamarla.

Pasaron varios años antes de volver a verse y fue, nuevamente, en el balneario. El marido de Isabel los vio primero, ¿te acordarás de esa familia? Eran vecinos nuestros, le dijo señalándolos. Ella vio su pelo brillar -ahora enteramente canoso- bajo el sol. La mujer le pareció mucho más delgada cuando les hizo un saludo amable con la mano.  Se acercaron a ellos. Se dijeron simpatías y trivialidades y a Isabel el corazón se le escapaba como un insecto zumbador por la garganta.

Su marido los invitó a cenar. Vinieron con los dos hijos, ahora tan adolescentes, resplandecientes y desaprensivos como los dos mayores de Isabel. Pero entonces entró Eva, de cinco años, con gesto de ciervo herido, y se le sentó en la falda. ¿Y esta niña tan bonita?, preguntó él, extrañado. Es mi hija menor, le dijo Isabel y por un instante, él siguió preguntando con la mirada. Pero en los ojos de ella no encontró nada. Había puesto un muro contra el mundo. Y en el mundo también estaba él.

Isabel Vives había logrado separar el hombre que era él, su cuerpo, su existencia, del sentimiento que siempre siguió viviendo por dentro. En eso, el amor se parece a la muerte. El cuerpo, la presencia, se extingue, pero la memoria sigue ardiendo y dando sentido a cosas que si no, no lo tendrían.


Ahora un vecino le ha dicho que él murió, después de haber cuidado hasta sus últimos días a la esposa ajada y enferma.  Pero todo eso, carece de interés. Isabel y él continuaron siempre juntos dentro de ella, lo que ha pasado afuera, es otra historia que nada le importa.
Por eso llegamos al final. Esta mujer ha confesado el amor, la falta de culpa y una maternidad que la cubrió de juventud y de luz. Mira a la nieta y dice: Tú y tu madre han heredado, de él, su desparpajo ante la vida; de mí, la entereza.

Helena Corbellini
El cuento uruguayo
Narradores uruguayos de hoy
Ediciones La Gotera - Junio 2002

De: EspacioLatino.com

Helena Corbellini (Montevideo, 7 de enero de 1959).  Narradora y poeta.  Profesora de Literatura.  Se ha desempeñado en el Departamento de Cultura de la Intendencia y como profesora de talleres literarios del Min. de Ed. y Cultura.
Títulos publicados: "Roberto Arlt.  La isla desierta" (Ed.Técnica, Montev. 1991), "Eugene O'Neill" (Téc.  Mont. 1992), "Ida Vitale", en Historia de la Literatura Uruguaya Contemporánea, tomo II (B. Oriental, Montev. 1997).
Poesía: "Manuscrito hallado al este del Edén" (Ed.Mirador, Montev. 1992).
Narrativa: "Laura Sparci" (Cal y Canto, Montev. 1995), "La novia secreta del Corto Maltés" (Ed.Fin de Siglo 2000).

Su más reciente novela


¡Feliz cumpleaños, Helena!








Los Grimm: recopiladores, recreadores y autores de cuentos.


Jacob Grimm -
4 de enero de 1785 - Hanau, Alemania
Con su hermano Wilhelm,
un año menor que él


Caperucita Roja, por proponer el más representativo de su antología,
es un cuento folklórico que, como el resto, fue pacientemente detectado
por estos hermanos lingüistas responsables también de otras obras, entre ellas un Diccionario de treinta y tres tomos, etimológico y lexical.

Con respecto a los cuentos tradicionales, es importante destacar que, a través de las ilustraciones, impusieron una nueva concepción, dado que la imagen gráfica implica una recreación del material original, una recreación meliorativa. No obstante, también se vieron obligados muchas veces a otro tipo de recreación, como la supresión de ciertos pasajes que la burguesía censuraba a partir de diversas presiones ejercidas.

No es novedosa esa imposición: recordemos cómo Bruno Bettelheim, en su Psicoanálisis del cuento de Hadas, debió argumentar que los niños, simbólicamente, debían enfrentarse  también a las fuerzas malignas contenidas en estas historias, puesto que los cuentos operan un aprendizaje imprescindible para sus vidas futuras.

El hecho es que, a pesar de todo,  los hermanos se mantuvieron firmes en su propósito de difusión cultural, en virtud de una convicción aún superior: la Patria; era necesario consolidar la identidad alemana, la resistencia a Napoleón.



Los Tres Lenguajes



Había una vez un anciano que vivía en cierto país, quién tenía a un único hijo, pero el cual era distraído, y parecía que no podría aprender nada. Entonces dijo el padre,

-"Escúchame hijo, no puedo conseguir que algo entre en tu cabeza, así que intentaré otra cosa. Debes salir de aquí, te pondré al cuidado de un maestro famoso, que verá lo que él puede hacer por ti."-

El joven fue enviado a una ciudad extraña, y permaneció un año entero con el maestro. Al final de este tiempo, él vino a su casa otra vez, y su padre preguntó,

-"Ahora, mi hijo, ¿qué has aprendido?"-

-"Padre, he aprendido lo que los perros dicen cuando ellos ladran y a hablar con ellos."-

-"¡El señor tenga misericordia de nosotros!", gritó el padre; "¿es eso todo lo que has aprendido? Te enviaré a otra ciudad, a otro maestro."-

El joven fue enviado allá, e igualmente se quedó un año con este maestro. Cuando él volvió a casa, el padre otra vez preguntó,

-"Mi hijo, ¿qué es lo que has aprendido?"-

Él contestó,

-"Padre, he aprendido lo que las aves dicen y a hablar con ellas."-

Entonces el padre se puso furioso y dijo,

-"Ah, tú, hombre perdido, gastaste el tiempo precioso y no aprendiste nada; ¿No te da vergüenza presentarte ante mis ojos? Te enviaré a un tercer maestro, pero si tú no aprendes nada esta vez también, ya  no seré más tu padre."-

El joven permaneció un año entero con el tercer maestro también, y cuándo él vino a casa otra vez, y su padre preguntó,

-"Mi hijo, ¿qué has aprendido ahora?"-, él contestó,

-"Querido padre, he aprendido este año lo que las ranas graznan y a hablar con ellas."-

Entonces el padre cayó en una cólera más furiosa, y olvidando toda moral y buenos sentimientos se levantó, llamó a sus servidores, y dijo,

-"Este joven ya no es mi hijo, lo saco ahora mismo de aquí, y les ordeno que lo lleven al  bosque, y lo dejen allí, donde no pueda volver ."-

Ellos lo llevaron al bosque, lo dejaron allí, y regresaron rápidamente para que no pudiera ver el camino de regreso.

El joven caminó sin rumbo, y después de algún tiempo llegó a una fortaleza donde él pidió alojamiento por una noche.

-"Sí"-, dijo el señor del castillo, -"si aceptas pasar la noche allí abajo, en la vieja torre, ve allá; pero te advierto, estaría en peligro tu vida, ya que está lleno de perros salvajes, que ladran y aúllan sin parar, y a ciertas horas tienen que darles un hombre, que ellos inmediatamente devoran."-

El pueblo entero estaba en pena y consternación debido a eso, y aún nadie había podido hacer nada para parar este mal. El joven, sin embargo, no tuvo miedo, y dijo,

-"Sólo déjeme bajar a donde están los perros que ladran, y denme algo que pueda lanzarles; ellos no harán nada para dañarme."-

Cuando ya le dieron algún alimento para echar a los animales salvajes, lo condujeron abajo a la torre. Una vez adentro, los perros no le ladraron, y más bien  menearon sus colas completamente cordiales alrededor de él, y comieron lo que él les puso ante ellos, y no le hicieron daño ni a un pelo de su cabeza. A la mañana siguiente, ante el asombro de todos, él salió seguro e ileso, y dijo al señor del castillo,

-"Los perros me han revelado, en su propia lengua, por qué es que ellos moran allí y traen el mal a esta tierra. Ellos están encantados, y están obligados a vigilar un gran tesoro que está abajo en la torre, y no pueden tener ningún descanso hasta que el tesoro sea sacado de allí, y he aprendido igualmente, de su información, como debe de ser sacado."-

Entonces todos quienes oyeron esto se alegraron, y el señor del castillo dijo que él lo adoptaría como un hijo si lo llevara a cabo con éxito. Él bajó otra vez, y como él sabía lo que tenía que hacer, lo hizo a cabalidad, y trajo un baúl lleno de oro con él. El aullido de los perros salvajes ya no fue oído más de aquí en adelante; los perros  habían desaparecido, y el pueblo fue liberado del problema.

Después de algún tiempo se le metió en su cabeza que deseaba viajar a Roma. En el camino pasó por un pantano, en el cual varias ranas sentadas graznaban. Él las escuchó, y cuando se dio cuenta de lo que ellas decían, se puso muy pensativo y preocupado. Por fin llegó a Roma, donde el Papa acababa de morir, y había gran dificultad en cuanto a quien deberían designar como su sucesor. Los cardenales, con mucho detalle estuvieron de acuerdo en que la persona que debería ser elegida como Papa, debería ser distinguido por alguna señal divina y milagrosa. Y cuando esto era decidido así, en ese momento el joven entraba a la iglesia, y de repente dos palomas blancas como la nieve volaron a sus hombros y permanecieron sentadas allí.

Los eclesiásticos reconocieron allí la señal esperada, y le preguntaron de inmediato si aceptaría ser el Papa. Él estaba indeciso, y no sabía si fuera digno de dicho cargo, pero las palomas le aconsejaron hacerlo, y por fin él dijo que sí. Entonces fue ungido y bendecido, y así fue realizado lo que había oído de las ranas en su camino, que lo había afectado tanto, y es que él debería ser su Santidad el Papa. Entonces él tuvo que cantar una misa, y no sabía una palabra acerca de eso, pero las dos palomas permanecían sentadas continuamente en sus hombros, y le decían al oído todo lo que necesitaba hacer.





 La Joven sin Manos


Un cierto molinero había caído poco a poco en la pobreza, y no tenía nada más, excepto su molino y un manzano grande, atrás en el patio.

Una vez, cuándo había entrado al bosque para traer madera, un anciano que  nunca había visto antes se acercó hasta él, y le dijo,

-"¿Por qué te molestas cortando madera?, te haré rico, si me prometes darme lo qué está de pie detrás de tu molino."-

 -"¿Qué puede ser sino sólo mi manzano?"- pensó el molinero, y dijo, -"Sí,"- y dio la promesa por escrito al forastero.

El anciano, sin embargo, se rió en tono burlón y dijo,

-"Cuando hayan pasado tres años, vendré y me llevaré lo que me pertenece,"- y se fue.

Cuándo el molinero llegó a casa, su esposa vino para encontrarlo y le dijo, -"Dime, ¿de donde viene esta riqueza repentina en nuestra casa? De repente cada caja y baúl estuvieron llenos de monedas y joyas; nadie las hizo llegar, y no sé como pasó."-

Él contestó,

-"Esto viene de un forastero que me encontró en el bosque, y me prometió el gran tesoro. A cambio, le he prometido lo que está de pie detrás del molino; podemos muy bien darle el manzano grande"-

-"¡Ay, marido!,"- dijo la esposa aterrorizada, -"¡ese debe haber sido el diablo! Él no quiso decir el manzano, sino nuestra hija, que estaba de pie detrás del molino limpiando el jardín."

La hija del molinero era una muchacha hermosa, piadosa, y sobrevivió los tres años en el amor a Dios y sin pecado. Cuando el tiempo se cumplió, y vino el día cuando el malvado debía llevarla, ella se lavó quedando bien limpia, e hizo un círculo alrededor de ella con tiza. El diablo apareció bien temprano, pero él no podía acercársele. Furiosamente, le dijo al molinero,

-"Aleja toda agua de ella, de modo que no pueda ser capaz de lavarse ella misma, porque de lo contrario entonces no tengo ningún poder sobre ella."-

El molinero tuvo miedo, y lo hizo así. A la mañana siguiente, el diablo vino otra vez, pero ella había llorado en sus manos, y estaban completamente limpias. Otra vez él no podía acercarse a ella, y furiosamente dijo al molinero,

-"Córtale sus manos, porque no puedo acercarme ella."-

El molinero quedó impresionado y contestó,

-"¿Cómo podría yo cortar las manos a mi propia hija?"-

Entonces el malvado lo amenazó y dijo,

-"Si tú no lo haces, tú serás mío y te llevaré."-

El padre se alarmó, y prometió obedecerle.

Entonces él fue donde muchacha y le dijo,

-"Hija mía, si no te corto las manos, el diablo me llevará, y como estaba aterrorizado, le he prometido hacerlo. Ayúdame en mi necesidad, y perdóname el daño que te hago."-

Ella contestó,

-"Querido padre, haz conmigo lo que necesites, yo soy tu hija."-

Con eso ella posó ambas sus manos, y le fueron cortadas. El diablo vino por tercera vez, pero ella había llorado tanto tiempo y tanto en los tocones, que después de todo ellos estaban completamente limpios. Entonces él tuvo que darse por vencido, y había perdido todo poder sobre ella.

El molinero le dijo entonces a su hija,

-"He recibido por medio de ti tan grandes riquezas, que cuidaré de ti lo más delicadamente mientras vivas."-

Pero ella contestó,

-"Aquí no puedo quedarme, iré afuera, y gente compadecida me dará tanto como requiera."-

Entonces ella hizo que sus brazos mutilados fueran ligados a su espalda, y a la salida del sol salió a su camino, y anduvo el día entero hasta que la noche se acercó.

Ella llegó a un jardín real, y con el brillar de la luna vio que los árboles estaban cubiertos de frutas hermosas creciendo en ellos, pero no podía entrar pues había mucha agua alrededor. Y como había andado el día entero y no había comido ni un bocado, y el hambre la atormentaba, pensó,

-"Ah, si yo estuviera adentro, podría comer de las frutas, o si no moriré de hambre!"-

Entonces ella se arrodilló, llamó a Dios el Señor, y rezó. Y de repente un ángel vino hacia ella, quien hizo una presa en el agua, de modo que el foso quedó  seco y ella pudo atravezarlo.

Y así entró en el jardín y el ángel fue con ella. Ahí vio un árbol cubierto de peras hermosas, pero la cantidad de frutas habían sido contadas para el Rey. Entonces se acercó al árbol, y para saciar su hambre, comió con su boca una,  pero no más. El jardinero miraba; pero como el ángel estaba presente, él tuvo miedo y pensó que la doncella era un espíritu, y se quedó en silencio, tampoco  se atrevía a lanzar un grito, o hablarle al supuesto espíritu. Cuando ella terminó de comer la pera y se sintió satisfecha, se ocultó entre los arbustos.

El Rey a quien el jardín pertenecía, bajó a la mañana siguiente, y contó las frutas, y vio que faltaba una de las peras, y preguntó al jardinero qué había pasado, ya que la pera tampoco estaba bajo el árbol, y no se veía. Entonces contestó el jardinero,

-"Anoche, un espíritu entró, quién no tenía ninguna de las manos, y comió de una de las peras con su boca."-

El Rey preguntó,

-"¿Cómo pasó el espíritu sobre el agua, y a donde se fue después de que había comido la pera?"-

El jardinero contestó,

-"Alguien que venía con una ropa blanca como la nieve del cielo hizo una presa, y contuvo al agua, y el espíritu pudo pasar por el foso. Y como debe haber sido un ángel, tuve miedo, y no hice ninguna pregunta, y no lancé ni un grito. Cuando el espíritu había comido la pera, él se fue."-

El Rey dijo,

-"Si todo es como tu dices, yo vigilare contigo esta noche."-

Cuando se puso oscuro el Rey entró en el jardín y trajo a un sacerdote con él, que debía hablar al espíritu. Los tres se sentaron bajo el árbol y esperaron. A medianoche la doncella vino arrastrándose desde la espesura, fue al árbol, y otra vez comió una pera con su boca, y al lado de ella estaba el ángel en ropas blancas. Entonces el sacerdote les salió y dijo,

"¿Vienes tú del cielo o de la tierra? ¿Eres un espíritu, o un ser humano?"

Ella contestó,

-"No soy ningún espíritu, sino una mortal infeliz abandonada por todos excepto por Dios."-



El Rey dijo,

-"Si has sido abandonada por todo el mundo, yo no te abandonaré."-

Él la llevó con él a su palacio real, y como ella era tan hermosa y buena, él la amó con todo su corazón y mandó a hacer manos de plata para ella, y la tomó como su esposa. Después de un año el Rey tuvo que partir, entonces le encomendó a su madre el cuidado de la joven Reina y dijo,

-"Si tiene que tomar cama, toma cuidado de ella, atiéndela bien, y cuéntame al respecto inmediatamente en una carta."-

Poco después ella dio a luz a un lindo niño. Entonces la vieja madre se dio prisa en escribirle y anunciarle las felices noticias. Pero el mensajero descansó en un arroyo por el camino, y como estaba tan cansado por la gran distancia, se durmió. Entonces vino el Diablo, que siempre procuraba herir a la Reina buena, y cambió la carta por otra, en el cual escribió que la Reina había traído un monstruo al mundo.

Cuando el Rey leyó la carta quedó impresionado y muy preocupado, pero él escribió en la respuesta que ellos debían tomar gran cuidado por la Reina y cuidarla bien hasta su llegada. El mensajero volvió con la carta, pero descansó en el mismo lugar y otra vez se durmió. Entonces vino el Diablo una vez más, y puso una carta diferente en su bolsillo, en el cual fue escrito que ellos debían matar a la Reina y su niño. La vieja madre fue terriblemente impresionada cuando recibió la carta, y no podía creerlo.

Ella contestó otra vez al Rey, pero no recibió ninguna otra respuesta, porque cada vez el Diablo substituyó una carta falsa, y en la última carta también fue escrito que ella debía conservar la lengua y ojos de la Reina como una señal de que había obedecido. Pero la vieja madre lloró de pensar que tal sangre inocente debía ser evitada, e hizo traer un cierva antes de la noche y recortó su lengua y ojos, y los guardó. Entonces dijo a la Reina,

-"No te puedo matar como el Rey manda, pero no debes quedarte aquí. Ve afuera por el amplio mundo con tu niño, y nunca vengas aquí otra vez."-

La pobre mujer ató a su niño en su espalda, y se marchó con sus ojos llenos de lágrimas. Ella entró a un gran bosque salvaje, y luego cayó de rodillas y rezó a Dios, y el ángel del Señor se le apareció y la condujo a una pequeña casa en la cual había un letrero con las palabras, "Aquí todos moran libres." Una doncella blanca como la nieve salió de la pequeña casa y dijo,

-"Bienvenida, Señora Reina " y la condujo a su interior.

Entonces allí le desataron al niño de su espalda, y lo sostuvieron en su pecho para que lo pudiera alimentar, y lo pusieron en una pequeña cuna  maravillosamente hecha. Entonces dijo la pobre mujer,

-"¿Cómo supieron que yo era una reina?"-

La doncella blanca contestó,

-"Soy un ángel enviado por Dios, cuidaré de ti y del niño."-

La Reina se quedó siete años en la pequeña casa, y fue bien atendida, y por la gracia de Dios, debido a su piedad, sus manos que habían sido cortadas, crecieron una vez más.

Por fin el Rey regresó a casa y su primer deseo era ver a su esposa y el niño. Entonces su madre anciana comenzó a llorar y dijo,

-"¡Qué mal hombre fuiste!, ¿Por qué escribiste que yo debía eliminar aquellas dos vidas inocentes?"-

 y ella le mostró las dos cartas que el Diablo había cambiado, y luego siguió diciendo,

-"Hice como me lo pediste,"- y ella le mostró la lengua y ojos.

Entonces el Rey comenzó a llorar por su pobre esposa y su pequeño hijo tanto más amargamente que su madre, que ella al fin tuvo compasión de él y dijo,

-"Queda en paz, esos son sólo naturaleza muerta; en secreto hice que una cierva fuera matada, y tomé esas muestras de ella; luego amarré al niño a la espalda de tu esposa y le pedí que saliera afuera al amplio mundo, y le hice  prometer que nunca volviera aquí otra vez, porque tú estabas muy molesto por ella."-

Entonces dijo el Rey,

-"Iré tan lejos como lo que el cielo es azul, y no comeré, ni beberé hasta que yo haya encontrado otra vez a mi querida esposa y mi niño, si mientras tanto ellos no han sido matados, o muertos por el hambre."

Así el Rey viajó sobre durante siete largos años, y la buscó en cada hendidura de las rocas y en cada cueva, pero no la encontraba, y pensó que ella había muerto por amor. Durante todo este tiempo él ni comía, ni bebía, pero Dios lo confortaba. Al fin él entró en un gran bosque, y encontró allí la pequeña casa cuyo letrero decía, "Aquí todos moran libres." Entonces salió al frente la doncella blanca, lo tomó de la mano, lo condujo adentro, y dijo,

-"Bienvenido, Señor Rey,"- y le preguntó de donde venía.

Él contestó,

-"Pronto voy a tener siete años de estar viajando en busca de mi esposa e hijo, pero no puedo encontrarlos."-

El ángel le ofreció comida y bebida, pero él no tomó nada, y sólo deseó descansar un poco. Entonces se acostó para dormir, y puso un pañuelo sobre su cara. El ángel entró en la cámara donde la Reina estaba sentada  con su hijo, que ella por lo general lo llamaba "Doloroso", y le dijo,

-"Sal con tu hijo, tu marido ya ha llegado."

Entonces ella fue al lugar donde él estaba, y el pañuelo se cayó de su cara. Y dijo ella,

-"Doloroso, recoge el pañuelo de tu padre, y cubre su cara otra vez."-

El niño lo recogió, y lo puso sobre su cara otra vez. El Rey en su sueño oyó lo que pasaba, y le agradaba que el pañuelo cayera una vez más. Pero el niño se puso impaciente, y dijo,

-"Querida madre, ¿cómo puedo cubrir la cara de mi padre cuando no tengo a ningún padre en este mundo? He aprendido a decir la oración 'Padre Nuestro, qué estás en el Cielo,' tú me has dicho que mi padre estaba en el Cielo, y él era nuestro Dios bueno, y ¿cómo puedo reconocer a un hombre extraño como éste? Él no es mi padre."-

Cuando el Rey oyó aquello, despertó, y preguntó quiénes eran ellos. Entonces dijo ella,

-"Soy tu esposa, y él es tu hijo, Doloroso."-

Y él vio sus manos vivas, y dijo,

-"Mi esposa tenía manos de plata."-

Ella contestó,

-"Dios bueno ha hecho que mis manos naturales crezcan otra vez;"-

 y el ángel entró al cuarto, y trajo las manos de plata, y se las mostró.

En ese momento él supo a ciencia cierta que sí era su querida esposa y su querido hijo, y él los besó, y se alegró, y dijo,

-"Una gran piedra pesada se ha ido completamene de mí corazón."-

Entonces el ángel de Dios les dio una comida junto con ella, y después ellos se fueron a la casa de la madre anciana del Rey. Hubo gran alegría en todas partes, y el Rey y la Reina y el hijo estuvieron juntos otra vez, y vivieron felizmente hasta su final.