viernes, 3 de enero de 2014

¿Quién podría resistirse a la lectura total de esta novela después de sus dos primeras páginas?





I

—Te digo que no es un animal... Oye cómo ladra el Palomo... Debe ser algún cristiano...
La mujer fijaba sus pupilas en la oscuridad de la sierra.
— ¿Y que fueran siendo federales? —repuso un hombre que, en cuclillas, yantaba en un rincón, una cazuela en la diestra y tres tortillas en taco en la otra mano.
La mujer no le contestó; sus sentidos estaban puestos fuera de la casuca.
Se oyó un ruido de pesuñas en el pedregal cercano, y el Palomo ladró con más rabia.
— Sería bueno que por sí o por no te escondieras, Demetrio.
El hombre, sin alterarse, acabó de comer; se acercó un cántaro y, levantándolo a dos manos, bebió agua a borbotones. Luego se puso en pie.
— Tu rifle está debajo del petate —pronunció ella en voz muy baja.
El cuartito se alumbraba por una mecha de sebo. En un rincón descansaban un yugo, un arado, un otate y otros aperos de labranza. Del techo pendían cuerdas sosteniendo un viejo molde de adobes, que servía de cama, y sobre mantas y desteñidas hilachas dormía un niño. Demetrio ciñó la cartuchera a su cintura y levantó el fusil. Alto, robusto, de faz bermeja, sin pelo de barba, vestía camisa y calzón de manta, ancho sombrero de soyate y guaraches.
Salió paso a paso, desapareciendo en la oscuridad impenetrable de la noche.
El Palomo, enfurecido, había saltado la cerca del corral. De pronto se oyó un disparo, el perro lanzó un gemido sordo y no ladró más.
Unos hombres a caballo llegaron vociferando y maldiciendo. Dos se apearon y otro quedó cuidando las bestias.
—¡Mujeres..., algo de cenar!... Blanquillos, leche, frijoles, lo que tengan, que venimos muertos de hambre.
— ¡Maldita sierra! ¡Sólo el diablo no se perdería!
— Se perdería, mi sargento, si viniera de borracho como tú...
Uno llevaba galones en los hombros, el otro cintas rojas en las mangas.
—¿En dónde estamos, vieja?... ¡Pero con unal... ¿Esta casa está sola?
—¿Y entonces, esa luz?... ¿Y ese chamaco?... ¡Vieja, queremos cenar, y que sea pronto! ¿Sales o te hacemos salir?
—¡Hombres malvados, me han matado mi perro!... ¿Qué les debía ni qué les comía mi pobrecito Palomo?
La mujer entró llevando a rastras el perro, muy blanco y muy gordo, con los ojos claros ya y el cuerpo suelto.
— ¡Mira nomás qué chapetes, sargento!... Mi alma, no te enojes, yo te juro volverte tu casa un palomar; pero, ¡por Dios!...
No me mires airada...
No más enojos...
Mírame cariñosa, luz de mis ojos, acabó cantando el oficial con voz aguardentosa.
— Señora, ¿cómo se llama este ranchito? —preguntó el sargento.
—Limón —contestó hosca la mujer, ya soplando las brasas del fogón y arrimando leña.
— ¿Conque aquí es Limón?... ¡La tierra del famoso Demetrio Macías!... ¿Lo oye, mi teniente?
Estamos en Limón.
— ¿En Limón?... Bueno, para mí... ¡plin!... Ya sabes, sargento, si he de irme al infierno, nunca mejor que ahora..., que voy en buen caballo. ¡Mira nomás qué cachetitos de morenal... ¡Un perón para morderlo!...
— Usted ha de conocer al bandido ese, señora... Yo estuve junto con él en la Penitenciaría de Escobedo.
— Sargento, tráeme una botella de tequila; he decidido pasar la noche en amable compañía con esta morenita... ¿El coronel?... ¿Qué me hablas tú del coronel a estas horas?... ¡Que vaya mucho a...! Y si se enoja, pa mí... ¡plin!... Anda, sargento, dile al cabo que desensille y eche de cenar. Yo aquí me quedo... Oye, chatita, deja a mi sargento que fría los blanquillos y caliente las gordas; tú ven acá conmigo. Mira, esta carterita apretada de billetes es sólo para ti. Es mi gusto. ¡Figúrate! Ando un poco borrachito por eso, y por eso también hablo un poco ronco... ¡Como que en Guadalajara dejé la mitad de la campanilla y por el camino vengo escupiendo la otra mitad!... ¿Y qué le hace...? Es mi gusto. Sargento, mi botella, mi botella de tequila. Chata, estás muy lejos; arrímate a echar un trago.
¿Cómo que no?... ¿Le tienes miedo a tu... marido... o lo que sea?... Si está metido en algún agujero dile que salga..., pa mí ¡plin!... Te aseguro que las ratas no me estorban.
Una silueta blanca llenó de pronto la boca oscura de la puerta.
—¡Demetrio Macías! —exclamó el sargento despavorido, dando unos pasos atrás.
El teniente se puso de pie y enmudeció, quedóse frío e inmóvil como una estatua.
— ¡Mátalos! —exclamó la mujer con la garganta seca.
— ¡Ah, dispense, amigo!... Yo no sabía... Pero yo respeto a los valientes de veras.
Demetrio se quedó mirándolos y una sonrisa insolente y despreciativa plegó sus líneas.
— Y no sólo los respeto, sino que también los quiero... Aquí tiene la mano de un amigo... Está bueno, Demetrio Macías, usted me desaira... Es porque no me conoce, es porque me ve en este perro y maldito oficio... ¡Qué quiere, amigo!... ¡Es uno pobre, tiene familia numerosa que mantener!
Sargento, vámonos; yo respeto siempre la casa de un valiente, de un hombre de veras.
Luego que desaparecieron, la mujer abrazó estrechamente a Demetrio.
— ¡Madre mía de jalea! ¡Qué susto! ¡Creí que a ti te habían tirado el balazo!
— Vete luego a la casa de mi padre —dijo Demetrio. Ella quiso detenerlo; suplicó, lloró; pero él, apartándola dulcemente, repuso sombrío:
—Me late que van a venir todos juntos.
— ¿Por qué no los mataste?
—¡Seguro que no les tocaba todavía!
Salieron juntos; ella con el niño en los brazos.
Ya a la puerta se apartaron en opuesta dirección. La luna poblaba de sombras vagas la montaña.
En cada risco y en cada chaparro, Demetrio seguía mirando la silueta dolorida de una mujer con su niño en los brazos.
Cuando después de muchas horas de ascenso volvió los ojos, en el fondo del cañón, cerca del río, se levantaban grandes llamaradas.

Su casa ardía...


Sin embargo, LOS DE ABAJO fue escrita hace casi cien años
por el médico Mariano Azuela
(Jalisco-Méjico - 1º de enero de 1873).


“La revolución beneficia al pobre, al ignorante, al que toda su vida ha sido esclavo, a los infelices que ni siquiera saben que si lo son es porque el rico convierte en oro las lágrimas, el sudor y la sangre de los pobres” - 
Mariano Azuela



“La desesperación es una quimera, esto es lo que la hace tan parecida a la esperanza” - Sandor Petöfi

1º de enero de 1823 - Kiskorös


Tú fuiste mi única flor


Tú fuiste mi única flor;
Ya, marchita, mi vida es un desierto.
Tú fuiste luz de mi esplendente sol;
Apagada, yo en noche me convierto.
Tú fuiste el ala de mi inspiración;
Rota, ni puedo ni volar ansío.
Tú fuiste de mi sangre único ardor;
Ya fría estás, y muérome de frío.

(Pest, enero de 1845)

Versión de Juan Luis Estelrich



Días ensangrentados los que sueño


Días ensangrentados los que sueño,
días que el mundo van a derrumbar
y sobre los escombros de este mundo
vetusto, el mundo nuevo erigirán.

¡Ojalá que ya suene, que ya suene
la tronante trompeta de batalla!
¡El son de la pelea, el son guerrero
cuánto lo anhela mi alma arrebatada!

¡De un salto me coloco alegremente
en el lomo ensillado de mi potro,
entre las huestes de los adalides
galoparé borracho de alborozo!

Si mi pecho llegara a ser herido,
alguien sin duda vendará mi pecho,
alguien capaz de suturar sus bordes
con el bálsamo dulce de su beso.

Y si me atrapan alguien ha de haber
que venga hasta mi oscura bartolina
y la ilumine toda con sus ojos
brillantes como estrellas matutinas.

(Berkesz, 6 de noviembre de 1846)

Versión de Fayad jamás


La canción de los perros


Ruge y retumba ronca la tormenta
Por la enlutada bóveda del cielo,
Y sobre el dorso de impetuosas ráfagas
Cabalgan las deidades del invierno.

¿Qué nos importa?... Un rincón
Tenemos en la cocina,
Que, graciosamente, el dueño
Nos señaló por guarida.

No nos inquieta el sustento,
Que así que el amo se harta
Quedan sobras en la mesa
Y esos mendrugos nos bastan.

Verdad que a ratos, sin causa,
Puntapiés nos lanza fiero;
Pero, ¿qué importa?... ¡Muy pronto
Sana la carne de perro!

Y al cabo se va la ira
Y entonces riendo nos llama,
Y vamos quedos…, queditos
Y le lamemos las plantas.

(Pest, enero de 1847)

Versión de Eugenio de Escalante



Canción de lobos


Ruge y retumba ronca la tormenta
Por la enlutada bóveda del cielo,
Y sobre el dorso de impetuosas ráfagas
Cabalgan las deidades del invierno.

En el frígido erial donde vagamos
Sin acierto buscando alguna senda,
Ni un arbusto descubre la mirada
Que el suspirado abrigo nos ofrezca.

Allá en la cueva el hambre que nos mata,
Y fuera de ella el frío que nos hiela:
Entrambos, como rudos cazadores,
Sin piedad nos acosan por doquiera.

Y júntaseles otro en la batida:
Del cargado fusil la saña fiera
Deja sobre la nieve señaladas
Con nuestra roja sangre nuestras huellas…

Tenemos frío, sí; tenemos hambre
Y el morífero plomo nos asedia;
Pero, ¿qué importa?... En cambio somos libres
¡Oh santa Libertad! ¡Bendita seas!

(Buda, enero de 1847)

Versión de Isaías E. Muñoz


Nacido con el nombre de Sándor Petrovics –hungarizó su apellido en 1842– en Kiskőrös (Hungría centro-meridional) el 1 de enero de 1823, en el seno de una familia luterana de ascendencia eslovaca; murió después de ser malherido en la batalla de Segesvár (hoy Sighişoara, en Rumania), durante la guerra por la independencia húngara contra las tropas austriacas, el 31 de julio de 1849.


De: Impedimenta.blogspot.com