lunes, 22 de abril de 2013

"Que el placer que juntos inventamos sea otro signo de la libertad"- Julio Cortázar




 



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«Existe un trabajo aún más inexorable que el de ganarse el pan; es el trabajo para ganarse el ser a través de la vida, de la historia». - María Zambrano (22 de abril de 1904)


Y para ello vivió esta mujer ejemplar.

Filósofa; discípula de Ortega y Gasset; docente; activista política hasta el punto de haber tenido que exiliarse después de la Guerra Civil Española.

Amiga de insignes escritores (Miguel Hernández, entre ellos; Luis Cernuda, Jorge Guillén, José Lezama Lima; Albert Camus, René Char, Rosa Chacel, y tantos otros minuciosamente registrados por las innumerables fuentes de información que rinden tributo a su acción en la web).


Su pensamiento sigue siendo hoy de importancia capital para quienes estamos interesados en conocer o acuñar esas huellas sutiles de nuestro efímero trayecto vital -en definitiva, las del arte-.
En su primer ensayo, escrito a la edad de 29 años, “Por qué se escribe”, nos dice:


“Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un
aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que precisamente por la
lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas.
Pero es una soledad que necesita ser defendida, que es lo mismo que necesitar de una
justificación. El escritor defiende su soledad, mostrando lo que en ella y únicamente en ella se
encuentra.
Habiendo un hablar, ¿por qué el escribir? Pero lo inmediato, lo que brota de nuestra
espontaneidad, es algo de lo que íntegramente no nos hacemos responsables, porque no brota de la totalidad íntegra de nuestra persona; es una reacción siempre urgente, apremiante.
Hablamos porque algo nos apremia y el apremio llega de fuera, de una trampa en que las
circunstancias pretenden cazarnos, y la palabra nos libra de ella. Por la palabra nos hacemos
libres, libres del momento, de la circunstancia apremiante e instantánea. Pero la palabra no
nos recoge, ni por tanto, nos crea y, por el contrario, el mucho uso de ella produce siempre
una disgregación; vencemos por la palabra al momento y luego somos vencidos por él, por la
sucesión de ellos que van llevándose nuestro ataque sin dejarnos responder. Es una continua
victoria que al fin se transmuta en derrota.
Y de esta derrota, derrota íntima, humana, no de un hombre particular, sino del ser
humano, nace la exigencia del escribir. Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente.
Y la victoria sólo puede darse allí donde ha sido sufrida la derrota, o sea, en las mismas
palabras. Estas mismas palabras tendrán ahora en el escribir distinta función; no estarán al
servicio del momento opresor, sino que, partiendo del centro de nuestro ser en recogimiento,
irán a defendernos ante la totalidad de los momentos, ante la totalidad de las circunstancias,
ante la vida íntegra.
Hay en el escribir siempre un retener las palabras, como en el hablar hay un soltarlas, un
desprenderse de ellas, que puede ser un ir desprendiéndose ellas de nosotros. Al escribir se
retienen las palabras, se hacen propias, sujetas a ritmo, selladas por el dominio humano de
quien así las maneja. Y esto, independientemente de que el escritor se preocupe de las
palabras y con plena conciencia las elija y coloque en un orden racional, esto es, sabido. Lejos
de ello, basta con ser escritor, con escribir por esta íntima necesidad de librarse de las
palabras, de vencer en su totalidad la derrota sufrida, para que esta retención de las palabras
se verifique. Esta voluntad de retención se encuentra ya al principio, en la raíz del acto mismo
de escribir y permanentemente le acompaña. Las palabras van así cayendo, precisas, en un
proceso de reconciliación del hombre que las suelta reteniéndolas, de quien las dice en
comedida generosidad.
Toda la victoria humana ha de ser reconciliación, reencuentro de una perdida amistad,
reafirmación después de un desastre en que el hombre ha sido la víctima; victoria en que no
podría existir humillación del contrario, porque ya no sería victoria, esto es, gloria para el
hombre.
Y así el escritor busca la gloria, la gloria de una reconciliación con las palabras, anteriores
tiranas de su potencia de comunicación. Victoria de un poder de comunicar. Porque no sólo
ejercita el escritor un derecho requerido por su atenazante necesidad, sino un poder, potencia
de comunicación, que acrecienta su humanidad, que lleva la humanidad del hombre a límites
recién descubiertos, a límites de la hombría, del ser hombre, que va ganando terreno al
mundo de lo inhumano, que sin cesar le presenta combate. A este combate del hombre con lo
inhumano, acude el escritor, venciendo en un glorioso encuentro de reconciliación con las
tantas veces traidoras palabras. Salvar a las palabras de su vanidad, de su vacuidad,
endureciéndolas, forjándolas perdurablemente, es tras de lo que corre, aun sin saberlo, quien
de veras escribe.
Por que si hay un escribir hablando, el que escribe “como si hablara”; y ya este “como si”
es para hacer desconfiar, pues la razón de ser algo ha de ser razón de ser esto y sólo esto. Y el hacer una cosa “como si” fuese otra, le resta y socava todo su sentido, y pone en entredicho
su necesidad.
Escribir viene a ser lo contrario de hablar; se habla por necesidad momentánea inmediata
y al hablar nos hacemos prisioneros de lo que hemos pronunciado, mientras que en el escribir
se halla liberación y perdurabilidad -sólo se encuentra liberación cuando arribamos a algo
permanente. Salvar a las palabras de su momentaneidad, de su ser transitorio, y conducirlas
en nuestra reconciliación hacia lo perdurable es el oficio del que escribe.
Mas las palabras dicen algo. ¿Qué es lo que quiere decir el escritor y para qué quiere
decirlo? ¿Para qué y para quién?...”







De su exilio en Francia, final de un largo itinerario por Nueva York, La Habana, Puerto Rico, Méjico, Roma, son los siguientes textos:



Claros del bosque

     No me respondes, hermana. He venido ahora a buscarte. Ahora, no tardarás ya mucho en salir de aquí. Porque aquí no puedes quedarte. Esto no es tu casa, es sólo la tumba donde te han arropado viva. Y viva no puedes seguir aquí; vendrás ya libre, mírame, mírame, a esta vida en la que yo estoy. Y ahora sí, en una tierra nunca vista por nadie, fundaremos la ciudad de los hermanos, la ciudad nueva, donde no habrá ni hijos ni padres. Y los hermanos vendrán a reunirse con nosotros. Nos olvidaremos allí de esta tierra donde siempre hay alguien que manda desde antes, sin saber. Allí acabaremos de nacer, nos dejarán nacer del todo. Yo siempre supe de esa tierra. No la soñé, estuve en ella, moraba en ella contigo, cuando se creía ése que yo estaba pensando.
     En ella no hay sacrificio, y el amor, hermano, no está cercado por la muerte.
     Allí el amor no hay que hacerlo, porque se vive en él. No hay más que amor.
     Nadie nace allí, es verdad, como aquí de este modo. Allí van los ya nacidos, los salvados del nacimiento y de la muerte. Y ni siquiera hay un Sol; la claridad es perenne. Y las plantas están despiertas, no en su sueño como están aquí; se siente lo que sienten. Y uno piensa, sin darse cuenta, sin ir de una cosa a otra, de un pensamiento a otro. Todo pasa dentro de un corazón sin tinieblas. Hay claridad porque ninguna luz deslumbra ni acuchilla, como aquí, como ahí fuera.

Zambrano, M.: "Los hermanos" en La tumba de Antígona, Madrid,
Ed. Mondadori, 1989, pp 79-80




La llama

     Asisitida por mi alma antigua, por mi alma primera al fin recobrada, y por tanto tiempo perdida. Ella, la perdidiza, al fin volvió por mí. Y entonces comprendí que ella había sido la enamorada. Y yo había pasado por la vida tan sólo de paso, lejana de mí misma .Y de ella venían las palabras sin dueño que todos bebían sin dejarme apenas nada a cambio. Yo era la voz de esa antigua alma. Y ella, a medida que consumaba su amor, allá, donde yo no podía verla; me iba iniciando a través del dolor del abandono. Por eso nadie podía amarme mientras yo iba sabiendo del amor. Y yo misma tampoco amaba. Sólo una noche hasta el alba. Y allí quedé esperando. Me despertaba con la aurora, si es que había dormido. Y creía que ya había llegado, yo, ella, él... Salía el Sol y el día caía como una condena sobre mí. No, no todavía.

Zambrano, M.: Diotima de Mantinea, en Hacia un saber sobre el alma, Madrid,
Ed. Alianza, 1989, p. 197


Actualmente, en España, muchos la llaman "la intelectual al servicio del pueblo", 
una certera síntesis para quien opinaba que: 
“Si se hubiera de definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona.”