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3 de setiembre de 1940 |
Como tu Voz, ninguna otra.
Aquí, en el Corazón del Sur de esta América que nos enseñaste a desvestir de atavíos fatuos y a amar en la imperfección de su desnudez.
Aquí, en el corazón de tus lectores: esos seres anónimos que tu mirada contempla con el respeto natural de quienes honran la Vida, esos seres insignificantes que tu cercanía ha iluminado por el resto de los tiempos.
Allá, cualesquiera sean el espacio y los resquicios por donde Ella siga deslizándose, a ritmo inquebrantable siempre... porque sabe de dónde viene.
GUERRA DE LA CALLE, GUERRA DEL ALMA
Escribir, ¿tiene sentido? La pregunta me pesa en la mano.
Se organizan aduanas de palabras, quemaderos de palabras,
cementerios de palabras. Para que nos resignemos a vivir una vida que no es la
nuestra, se nos obliga a aceptar como nuestra una memoria ajena. Realidad
enmascarada, historia contada por los vencedores: quizás escribir no sea más
que una tentativa de poner a salvo, en el tiempo de la infamia, las voces que
darán testimonio de que aquí estuvimos y así fuimos. Un modo de guardar para
los que no conocemos todavía, como quería Espriu, "el nombre de cada
cosa". Quien no sabe de dónde viene, ¿cómo puede averiguar adónde va?
GUERRA DE LA CALLE, GUERRA DEL ALMA
Persigo a la voz enemiga que me ha dictado la orden de estar
triste. A veces, se me da por sentir que la alegría es un delito de alta
traición, y que soy culpable del privilegio de seguir vivo y libre.
Entonces me hace bien recordar lo que dijo el cacique
Huillca, en el Perú, hablando ante las ruinas: "Aquí llegaron. Rompieron
hasta las piedras. Querían hacernos desaparecer. Pero no lo han conseguido,
porque estamos vivos y eso es lo principal". Y pienso que Huillca tenía
razón. Estar vivos: una pequeña victoria. Estar vivos, o sea: capaces de
alegría, a pesar de los adioses y los crímenes, para que el destierro sea el
testimonio de otro país posible.
A la patria, tarea por hacer, no vamos a levantarla con
ladrillos de mierda. ¿Serviríamos para algo, a la hora del regreso, si
volviéramos rotos?
Requiere más coraje la alegría que la pena. A la pena, al
fin y al cabo, estamos acostumbrados.
GUERRA DE LA CALLE, GUERRA DEL ALMA
¿Seremos capaces de aprender la humildad y la paciencia?
Yo soy el mundo, pero muy chiquito. El tiempo de un hombre
no es el tiempo de la historia, aunque a uno, hay que reconocer, le gustaría.
SUEÑOS
Yo te contaba historias de cuando era chico y vos las veías
ocurrir en la ventana.
Me veías de gurí andando por los campos y veías los caballos
y la luz y todo se movía suavemente.
Entonces recogías una piedrita verde y brillante del marco
de la ventana y la apretabas en el puño. A partir de ese momento eras vos la
que jugaba y corría en la ventana de mi memoria, y atravesabas galopando los
piados de mi infancia y de tu sueño, con mi viento en tu cara.
El susto
Casi la traga el río. Eufrosina Martínez estaba lavando
ropa, cuando la atrapó la correntada y la arrastró. Ella salvó la vida, después
de mucho manotear entre las rocas; pero perdió el alma. El susto se la llevó:
el alma, espantada, se fue en el agua.
Desde entonces, el cuerpo desalmado de Eufrosina ya no pudo
moverse, dejó de comer, no consiguió dormir, y ya no supo distinguir la noche
del día.
La sanó un curandero de la sierra de Puebla. Cuando el alma
le volvió al cuerpo, ella nació de nuevo. El cuerpo y el alma volvieron a
encontrarse, fueron cuerpalma, fueron almuerpo, y Eufrosina se levantó y volvió
a caminar sobre este mundo que a veces te voltea como un río furioso bajo los
pies.
El ritual de la sanación fue largo y secreto. Nunca se supo.
Pero el curandero dijo:
-Para que vuelva el alma perdida, hay que perder el miedo.
El mundo dicta orden de olvido. Pero valdría la pena
recordar, creo, digo yo, las voces de ayer que hablan mañana. Algunas vienen
del pasado más remoto: Ser boca o ser bocado, cazador o cazado. Ésa era la
cuestión. Merecíamos desprecio, o a lo sumo lástima. En la intemperie enemiga, nadie
nos respetaba y nadie nos temía. La noche y la selva nos daban terror. Éramos
los bichos más vulnerables de la zoología terrestre, cachorros inútiles,
adultos poca cosa, sin garras, ni grandes colmillos, ni patas veloces, ni
olfato largo. Nuestra historia primera se nos pierde en la neblina. Según
parece, estábamos dedicados no más que a partir piedras y a repartir garrotazos
Pero uno bien puede preguntarse: esta humanidad de ahora,
esta civilización del sálvese quien pueda y cada cual a lo suyo, ¿habría durado
algo más que un ratito en el mundo? ¿No habremos sido capaces de sobrevivir,
cuando sobrevivir era imposible, porque supimos defendernos juntos y compartir
la comida?
Cierro los ojos y estoy en medio del mar
Perdí varias cosas en Buenos Aires. Por el apuro o la mala
suerte, nadie sabe adonde fueron a parar. Salí con un poco de ropa y un puñado
de papeles.
No me quejo. Con tantas personas perdidas, llorar por las
cosas sería como faltarle el respeto al dolor.
Vida gitana. Las cosas me acompañan y se van. Las tengo de
noche, las pierdo de día. No estoy preso de las cosas; ellas no deciden nada.
Cuando me separé de Graciela, dejé la casa de Montevideo
intacta. Allí quedaron los caracoles cubanos y las espadas chinas, los tapices
de Guatemala, los discos y los libros y todo lo demás. Llevarme algo hubiera
sido una estafa. Todo eso era de ella, tiempo compartido, tiempo que agradezco;
y me lancé al camino, hacia lo no sabido, limpio y sin carga.
La memoria guardará lo que valga la pena. La memoria sabe de
mí más que yo; y ella no pierde lo que merece ser salvado.
Fiebre de mis adentros: las ciudades y la gente,
desprendidos de la memoria, navegan hacia mí: tierra donde nací, hijos que
hice, hombres y mujeres que me aumentaron el alma.
EL UNIVERSO VISTO POR EL OJO DE LA CERRADURA
Robaste una cala del florero. Le respiraste hondamente el
olor. Atravesaste el patio y los hervores del verano, a pasitos lentos, con la
alta flor alzada en el puño. Las baldosas frescas del patio eran una alegría de
los pies descalzos.
Llegaste al chorro de agua, Para abrirlo, te subiste a un
banquito. El agua caía sobre la flor y tus manos y vos sentías que el agua se
iba deslizando por toda tu piel y cerraste los ojos, mareada de placer
inexplicable, y entonces pasó un siglo.
-Se me cayeron los pensamientos, mamá-explicaste después,
señalando la rejilla del piso-. Se me cayeron y se fueron por ahí.
El ginkgo
EL GINKGO, EL más antiguo de los árboles, está en el mundo
desde la época de los dinosaurios.
Dicen que sus hojas de abanico alivian el asma, el dolor de
cabeza y los achaques de la vejez.
Y está probado que esas hojas son, también, el mejor remedio
contra la mala memoria. Cuando la bomba atómica convirtió a la ciudad de
Hiroshima en un desierto de negrura, un viejo ginkgo cayó fulminado cerca del
centro de la explosión. El árbol quedó tan calcinado como el templo budista que
el árbol protegía. Tres años después, alguien descubrió que una lucecita verde
asomaba en el carbón. El ginkgo muerto había dado un brote. El árbol renació,
abrió sus brazos, floreció. Ese sobreviviente de la matanza sigue estando ahí.
El mundo fabrica hambre: hambre de pan, hambre de abrazos.
Rubén Omar Sosa escuchó la lección de Maximiliana en un curso
de terapia intensiva, en Buenos Aires. Fue lo más importante de todo lo que aprendió
en sus años de estudiante. Un profesor contó el caso. Doña Maximiliana, muy
cascada por los trajines de una larga vida sin domingos, llevaba unos cuantos
días internada en el hospital, y cada día pedía lo mismo:-Por favor, doctor,
¿podría tomarme el pulso? Una suave presión de los dedos en la muñeca, y él
decía:-Muy bien. Setenta y ocho. Perfecto.-Sí, doctor, gracias. Ahora, por
favor, ¿me toma el pulso? Y él volvía a tomarlo, y volvía a explicarle que
estaba todo bien, que mejor imposible. Día tras día, se repetía la escena. Cada
vez que él pasaba por la cama de doña Maximiliana, esa voz, ese ronquido, lo
llamaba, y le ofrecía ese brazo, esa ramita, una vez, y otra vez, y otra. Él
obedecía, porque un buen médico debe ser paciente con sus pacientes, pero
pensaba: Esta vieja es un plomo. Y pensaba: Le falta un tornillo. Años demoró
en darse cuenta de que ella estaba pidiendo que alguien la tocara.
El poeta inagotable
A solas, en Montevideo, con
Eduardo Galeano, una mirada profunda de América latina
Por Diana Fernández Irusta | Para LA NACION
MONTEVIDEO.- Cada tarde, Eduardo
Galeano toma un café con Dios. Se acoda junto a una ventana del Brasilero (el
bar que, a estas alturas, es algo así como su segundo hogar), respira hondo el
aroma a madera y espera, paciente, que la radiante andaluza que sirve las mesas
-Alba Marina de nombre, Dios de apellido- le traiga, entre sonrisas, bromas y
elogios a su joven divinidad, el cafecito del día. "Son pocos los que se
llaman Dios -cuenta, encantado con el juego, el escritor que tantas veces se
peleó con esa otra presencia divina, la de los altares y los mandamientos-.
Creo que en la Córdoba española, de donde ella viene, son sólo cinco."
No es tan raro que se lleve bien
con Dios. La furia con la que ha escrito sobre lo religioso no es la de un
ateo.
Fui muy creyente cuando era
chico, muy místico. Y eso es como la borra en el fondo del vaso del vino, te
queda para siempre. No es una cosa que se va; se transfigura, cambia de nombre.
En el fondo, uno busca a Dios en los demás. O en la naturaleza, entendida como
una bella energía del mundo, que es a la vez terrible y hermosa. ¿Dónde está
aquel Dios que tuve de chico y un día se me cayó por un agujerito del bolsillo
y nunca más lo encontré? Después supe que lo estaba llamando por otros nombres.
Por eso la palabra Dios puede definir a la bella chica que nos trae estos
cafés.
Y cómo no va a estar lo divino en
un alba marina.
Claro. O en el crepúsculo. Cuando
el sol se va y se echa a dormir en esa hamaca que es el horizonte, en la hora
más bella del día. Muchas veces me pregunto cuán triste ha de ser morir y no
verlo. Porque su capacidad de belleza te devuelve la fe en todo lo que puedas
haberla lastimado o perdido. No hay ningún crepúsculo que se parezca a otro.
Son todos diferentes, y en Montevideo somos tan afortunados que los tenemos
delante. El sol cae ante nuestros ojos.
A los 72 años, Galeano habla como
si pintara las palabras: la metáfora siempre a mano, un colorido y caudaloso
fluir de imágenes que danza en su voz profunda, modulada, cautivante a
conciencia. Son los mismos relatos que, en sus textos, pule con obsesión, decidido
a limpiarlos hasta que de ellos no quede más que un núcleo puro y rotundo. El
jovencito hambriento de mundo que a comienzos de los 60 ingresó al periodismo
de la mano de la mítica Marcha, que luego dirigiría las no menos emblemáticas
Crisis y Brecha y conocería también la violencia de los 70 y el desgarro del
exilio, se convirtió, con el tiempo, en maestro del microrrelato, arqueólogo de
la a veces esquiva poética de lo humano, ícono -lo es hoy- de una sensibilidad
tan latinoamericana como universalista. Muchos de sus breves relatos han nacido
en los apuntes que toma en minúsculas libretas, a veces sobre la misma mesa del
Café Brasilero donde ahora charla con la Revista: una escenografía, la de este
bar fundado en 1877, propuesta por el escritor con algo de elocuente
presentación. "Soy hijo de los cafés -dirá-. Todo lo que sé se lo debo a
ellos. Sobre todo el arte de narrar. Lo aprendí escuchando, en las mesas de los
bares, a aquellos maravillosos narradores orales cuyos nombres ignoro, que contaban
mentiras prodigiosas y las contaban de tan bella manera que todo lo que
contaban volvía a ocurrir cada vez que ellos lo narraban. Soy hijo de esos
cafés y de ese Montevideo donde había tiempo para perder el tiempo."
LAS LUCES Y LAS SOMBRAS
¿En su obra reemplazó aquellas
mentiras por una búsqueda concienzuda de la verdad?
Bueno, la verdad única no existe.
Nada más en las cabezas de los nostálgicos del estalinismo, el dogmatismo que
te dice que hay una única manera de entender la política o la solidaridad humana.
O los que creen que este sistema que el mundo está soportando es el único
posible. Yo no comparto eso para nada, lo que busco es celebrar la diversidad.
Aquellas mentiras eran arte en el sentido de que el arte siempre es una mentira
que cuenta una verdad. Los fusilados de Goya siguen cayendo cada vez que
alguien los ve. Yo busco hechos de la realidad para que la realidad me cuente
cómo son las realidades que ella esconde. Porque así como el mundo esconde, o
tiene en la barriga otros munditos posibles, así también cada realidad contiene
otras realidades.
En la diversidad también puede
haber muchos demonios. Para ponerles coto, ¿la respuesta sólo puede ser
política?
La palabra política suele tener
un sentido muy restrictivo, que a mí no me gusta ni un poquito. Creo que todos
hacemos política todo el tiempo. En la vida cotidiana, aunque no lo sepas,
estás todo el tiempo eligiendo entre la libertad y el miedo. Y eso de algún
modo hace política. Aunque lo hagas en el mínimo, microscópico espacio de tu vida
privada. A veces hay que aceptar, en lo que tiene de bueno, la pelea interior
de los santos y los demonios. Una pelea sana, porque cada uno tiene su cielo y
su infierno propio.
¿Cuáles son sus infiernos?
Tengo un cielo y un infierno.
[sonríe] que se alimentan mutuamente. ¿Te imaginás qué sería de Dios sin el
diablo, pobre? Se iría a un fondo de jubilados, tendría que retirarse. Es como
imaginar a River sin Boca o a Boca sin River.
Entiendo. Pero tiene la desgracia
de que lo está entrevistando una persona muy poco futbolera.
Eso te salva de muchas angustias
[risas]. Lo que pasa es que el fútbol da alegrías, no creas. Y da placer. Bien
jugado, da placer. Ver jugar a Messi da placer.
El método. En las libretas minúsculas que
siempre lleva en algún bolsillo, Galeano anota observaciones e ideas que luego
plasma en sus relatos.
Hace rato que, para usted, verlo
a Messi es una fiesta.
Incluso inventé una teoría, que
se la hice llegar a él a través del director técnico de la selección: así como
Maradona lleva la pelota atada al pie, Messi lleva la pelota dentro del pie. Lo
cual es un fenómeno físico [se ríe, sus propias carcajadas lo interrumpen].
inverosímil. La frase le llegó. Y se ve que le gustó, porque me mandó una
camiseta de regalo. Científicamente es imposible., ¡pero es la verdad!
Bueno, si uno se guía por sus
escritos, la verdad científica queda bastante relativizada.
No quiero hablar de enfermedades
porque da mala suerte, pero yo mismo he sobrevivido dos veces a una enfermedad
grave. Y creo que esa es la prueba científica [imposta el tono de voz, acentúa
sus palabras, contiene un breve asomo de risa] de que la yerba mala nunca
muere. Yo soy la prueba científica de eso.
Entonces se ríe, francamente, con
ganas. Risa de guerrero. Después, cuando la charla continúe entre las calles
que van de la Ciudad Vieja a la Rambla, contará algunas cosas más. Que tanto
cigarrillo. Que el cáncer, unos años atrás. Y recientemente, otra vez. No lo
comenta como algo excepcional: parece, más bien, entenderlo como parte de una
serie. La que comenzó el día en que, siendo un intenso adolescente de 19 años,
emergió de la profundidad de un coma y descubrió que estaba vivo -destrozado,
pero gozosamente vivo- en una cama del hospital Maciel (adonde había llegado
tras ingerir barbitúricos, en un rapto de furia porque el don de la escritura
parecía estarle negado). O aquel otro momento, años después, en que se miró el
rostro devastado por el paludismo que había contraído en Venezuela y a cuyas
feroces fiebres había logrado, casi milagrosamente, sobrevivir. "He
renacido muchas veces -se explaya-. En realidad uno nace y muere muchas veces
en la vida. Lo que pasa es que uno está reducido a ver la muerte como una
especie de pasaje, una empresa de pompas fúnebres, que te saluda el chofer y te
dice hasta luego. [se ríe, divertido consigo mismo]. Y no es así, en realidad
uno se muere muchas veces, y renace otras tantas. Eso es lo que tiene de bueno
el arte de vivir."
¿Cómo lidiar con el dolor cuando
es un niño pequeño el que lo siente? Pienso en algo que cuenta en Días y noches
de amor y de guerra .
Mi hija vino llorando, era muy
chiquita, tenía 6 años. Yo la abracé, traté de consolarla. Mi hija Florencia.
Al final me confesó que estaba llorando porque su mejor amiga de la escuela le
había dicho que no la quería. Y en el libro pongo que le rogaba a Dios que me
diera a mí todo el dolor que tenía reservado para ella [A Galeano se le oprime
la voz. Las lágrimas que no derrama le incendian los ojos. Pero se recompone.
Sigue]. Cuando te sentís ya cansado de todo, como descreído, ayuda saber que
uno ha conocido gente que ayuda a creer en los demás, en la solidaridad, en las
pasiones humanas. Que a veces son pasiones peligrosas, pero que vale la pena
vivirlas. Yo era muy patialegre, como dicen en algunos lugares del interior
argentino, siempre fui caminante. Caminé por todas partes, y eso me enseñó a
vivir y a escribir.
PALABRAS VIAJERAS
"¡No lo puedo creer! ¡Es
increíble! ¡Tengo todos sus libros!"
La chica irrumpe de pronto, pura
emoción desbocada. Aborda a Galeano, no para de hablarle: "Sólo por usted
me vine a vivir aquí, a Montevideo". La voz la delata: es mexicana. Está,
no cabe duda, muy emocionada. Conocedora de los hábitos de su ídolo, merodeaba
por la zona del Café Brasilero. Sólo un detalle se le pasó por alto: no lleva
encima ningún volumen donde registrar el autógrafo del escritor.
"Es que esto es un
acontecimiento -continúa, embelesada-. Tengo todos sus libros. Y los
recomiendo."
Popularidad. Conocido y querido por los
montevideanos, firma autógrafos y comparte anécdotas con todo aquel que se le
acerque.
Galeano sonríe y comenta:
"Difundiendo el martirio..." Saca de un bolso una libretita, se la
da: "Para que la llenes con tus pensamientos profundísimos. Acá te dibujo
el cerdito, la prueba de autenticidad de mi firma. ¿Y cuál es tu nombre?"
"Daniela", contesta
ella.
"Bueno, Daniela, te voy a
hacer el chanchito y una flor pintada de rojo", dice mientras dibuja el
hombre que dio sus primeros pasos en el mundo de la prensa no como periodista,
sino como ilustrador. Y no lo olvida.
Daniela, en éxtasis, se queda un
rato. Hablan de su país, de los viajes, de esa particular zona de creación
entre el arte popular y el arte religioso: los retablos mexicanos. Galeano ya
está armando un nuevo relato: "Vos sabés que el primer retablo que vi en
México estaba en una iglesita en ruinas. Son obras de arte primitivo, pero
arte. Me quedé deslumbrado; me explicaron que los retablos eran pagos de
promesas. Me acerqué; era maravilloso, pero no me animé a robarlo. Será la
infancia católica. Aunque el retablo no era muy santo que digamos. Porque
decía: Gracias Virgen santísima porque cuando las tropas de Pancho Villa
entraron a mi pueblo violaron a mi hermana y a mí no.
Estallido de risas. La fan
mexicana lo abraza, lo besa. Lo vuelve a abrazar antes de partir con libreta,
autógrafo y dibujito., sin todavía poder creer que todo haya realmente
ocurrido.
¿Son frecuentes estos encuentros?
Sí. La gente es muy cariñosa. No
sólo acá. Es verdad que también tengo enemigos, pero como decía Ambrose Bierce:
"Quien no tiene enemigos, no merece tener amigos". Aunque lo cierto
es que tengo muchísimos amigos. Además de la gente que se hace amiga leyendo
las cosas que uno escribe. Se ve que las palabras se escapan de las páginas y
tienen dedos y tocan al que lee. Te tocan, te acarician, te golpean a veces, te
arañan.
Las de Galeano deben resultar
bastante acariciadoras. Porque caminar con él por Montevideo obliga a hacer
muchas paradas. A poco que Daniela haya quedado atrás, aparece un muchacho,
uruguayo, papel y lapicera en mano, listo para pedir un autógrafo. Luego, una
mujer. Y varias cuadras más allá, cerca de la Academia Nacional de Letras, un
hombre lo reconoce y se acerca. Con cada uno de ellos el escritor habla,
intercambia simpatías, les brinda atención, palabras, tiempo. "A mí la
verdad que escribir me salva -confesará, luego-. Porque me permite salir fuera
de mí. Eso me ayuda a vivir y a saltar por encima de algunos obstáculos que la
vida te pone, que parecen insalvables."
¿Cuáles?
Segundo hogar. ''Soy hijo de los
cafés'', asegura este defensor de los encuentros y las charlas sin apuro.
Si los defino, te miento. Peor
que mentir, si los defino los convierto en obstáculos estúpidos. Y no lo son.
Pero resultan muy complejos para decirlos en una sola palabra. Al escribir, yo
los pongo afuera. Es como si uno contuviera vidrios rotos en el alma, que te
estuvieran lastimando. Todos tenemos algún vidrio roto en el alma, que lastima
y hace sangrar, aunque sea un poquito. Entonces, al escribir, siento que puedo
sacar un poco de esos vidrios fuera de mí. Al ponerlos en un papel, ya no me
dañan. Ya no me hacen la vida imposible, sino que la multiplican, porque me
permiten entenderme mejor con los demás. Porque cada uno tiene sus vidriecitos
que duelen [sonríe un poco]. Creo que la literatura es comunicación o no es
nada. No escribo para mí, escribo para comunicarme con otros, para llegar a
otros que van a ser mis amigos, aunque no los conozca todavía.
Eduardo, ¿qué piensa de la
supuesta enemistad entre argentinos y uruguayos?
Yo te contesto diciéndote que es
una estupidez. Lamentablemente, una estupidez muy difundida. Pero no es
sorprendente, porque la guerra vecinal es una especialidad latinoamericana.
Hemos sido diseñados, como países, para odiarnos entre nosotros. Para
ignorarnos, también. Es lo peor de la herencia colonial. Hay otras herencias
coloniales, como la de la impotencia. Esa que te dice: "Nunca vas a poder,
eso no se puede, nunca vas a ser capaz". La condena a ser espectadores de
la historia hecha por otros, pero incapaces de hacerla con nuestras propias
manos, nuestra propia cabeza, nuestro propio corazón. Con nuestras propias
piernas que caminan.
Hay poca gente en la rambla
montevideana. Falta un rato para que se ponga el sol, pero el atardecer ya se
anuncia. Una luz blanda, apenas rosada, todavía protectora, envuelve al gran
caminante, al admirador de los crepúsculos marinos. Cuenta que está embarcado
en dos nuevos proyectos de libros. Que no duda en preparar las valijas, cuando
toca presentar en el extranjero algunos de los ya editados. Comenta también que
participará como asesor de una serie dedicada al fútbol, que se emitirá por el
canal Encuentro. Es probable que, dentro de ese mismo ciclo, lo entreviste a
Diego Maradona, quien -asegura- sólo aceptaría participar si el que lo interroga
es el escritor uruguayo. Incansable, Galeano se deja acariciar por la suavidad
de un sol que todavía no se deshace en llamaradas. En El libro de los abrazos
supo contar que, vistos desde arriba, los seres humanos "somos un mar de
fueguitos"; él mismo reluce como los más necesarios de esos fuegos: los
que "arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin
parpadear, y quien se acerca se enciende".
Fue mensajero y dibujante, peón en una fábrica de
insecticidas, cobrador, taquígrafo, cajero de banco, diagramador, editor, redactor
jefe de la Revista Marcha y del diario Época, fundador de la Revista Crisis, y
peregrino por los caminos de América.
A orillas de otro mar, otro
alfarero se retira en sus años tardíos. Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan,
ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el
alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor. Así manda la tradición,
entre los indios del noroeste de América: el artista que se va entrega su obra
maestra al artista que se inicia. Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta
para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en
mil pedacitos, recoge los pedacitos y los incorpora a su arcilla.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos