viernes, 6 de septiembre de 2013

“Soy hijo de esos cafés y de ese Montevideo donde había tiempo para perder el tiempo” - Eduardo Galeano

3 de setiembre de 1940

                                                                                         













    Como tu Voz, ninguna otra. 
    Aquí, en el Corazón del Sur de esta América que nos enseñaste a desvestir de atavíos fatuos y a amar en la imperfección de su desnudez.
    Aquí, en el corazón de tus lectores: esos seres anónimos que tu mirada contempla con el respeto natural de quienes honran la Vida, esos seres insignificantes que tu cercanía ha iluminado por el resto de los tiempos.
    Allá, cualesquiera sean el espacio y los resquicios por donde Ella siga deslizándose, a ritmo inquebrantable siempre... porque sabe de dónde viene. 



GUERRA DE LA CALLE, GUERRA DEL ALMA

Escribir, ¿tiene sentido? La pregunta me pesa en la mano.
Se organizan aduanas de palabras, quemaderos de palabras, cementerios de palabras. Para que nos resignemos a vivir una vida que no es la nuestra, se nos obliga a aceptar como nuestra una memoria ajena. Realidad enmascarada, historia contada por los vencedores: quizás escribir no sea más que una tentativa de poner a salvo, en el tiempo de la infamia, las voces que darán testimonio de que aquí estuvimos y así fuimos. Un modo de guardar para los que no conocemos todavía, como quería Espriu, "el nombre de cada cosa". Quien no sabe de dónde viene, ¿cómo puede averiguar adónde va?



GUERRA DE LA CALLE, GUERRA DEL ALMA

Persigo a la voz enemiga que me ha dictado la orden de estar triste. A veces, se me da por sentir que la alegría es un delito de alta traición, y que soy culpable del privilegio de seguir vivo y libre.
Entonces me hace bien recordar lo que dijo el cacique Huillca, en el Perú, hablando ante las ruinas: "Aquí llegaron. Rompieron hasta las piedras. Querían hacernos desaparecer. Pero no lo han conseguido, porque estamos vivos y eso es lo principal". Y pienso que Huillca tenía razón. Estar vivos: una pequeña victoria. Estar vivos, o sea: capaces de alegría, a pesar de los adioses y los crímenes, para que el destierro sea el testimonio de otro país posible.
A la patria, tarea por hacer, no vamos a levantarla con ladrillos de mierda. ¿Serviríamos para algo, a la hora del regreso, si volviéramos rotos?
Requiere más coraje la alegría que la pena. A la pena, al fin y al cabo, estamos acostumbrados.





GUERRA DE LA CALLE, GUERRA DEL ALMA

¿Seremos capaces de aprender la humildad y la paciencia?
Yo soy el mundo, pero muy chiquito. El tiempo de un hombre no es el tiempo de la historia, aunque a uno, hay que reconocer, le gustaría.




SUEÑOS

Yo te contaba historias de cuando era chico y vos las veías ocurrir en la ventana.
Me veías de gurí andando por los campos y veías los caballos y la luz y todo se movía suavemente.
Entonces recogías una piedrita verde y brillante del marco de la ventana y la apretabas en el puño. A partir de ese momento eras vos la que jugaba y corría en la ventana de mi memoria, y atravesabas galopando los piados de mi infancia y de tu sueño, con mi viento en tu cara.


El susto

Casi la traga el río. Eufrosina Martínez estaba lavando ropa, cuando la atrapó la correntada y la arrastró. Ella salvó la vida, después de mucho manotear entre las rocas; pero perdió el alma. El susto se la llevó: el alma, espantada, se fue en el agua.

Desde entonces, el cuerpo desalmado de Eufrosina ya no pudo moverse, dejó de comer, no consiguió dormir, y ya no supo distinguir la noche del día.

La sanó un curandero de la sierra de Puebla. Cuando el alma le volvió al cuerpo, ella nació de nuevo. El cuerpo y el alma volvieron a encontrarse, fueron cuerpalma, fueron almuerpo, y Eufrosina se levantó y volvió a caminar sobre este mundo que a veces te voltea como un río furioso bajo los pies.

El ritual de la sanación fue largo y secreto. Nunca se supo. Pero el curandero dijo:

-Para que vuelva el alma perdida, hay que perder el miedo.


El mundo dicta orden de olvido. Pero valdría la pena recordar, creo, digo yo, las voces de ayer que hablan mañana. Algunas vienen del pasado más remoto: Ser boca o ser bocado, cazador o cazado. Ésa era la cuestión. Merecíamos desprecio, o a lo sumo lástima. En la intemperie enemiga, nadie nos respetaba y nadie nos temía. La noche y la selva nos daban terror. Éramos los bichos más vulnerables de la zoología terrestre, cachorros inútiles, adultos poca cosa, sin garras, ni grandes colmillos, ni patas veloces, ni olfato largo. Nuestra historia primera se nos pierde en la neblina. Según parece, estábamos dedicados no más que a partir piedras y a repartir garrotazos
Pero uno bien puede preguntarse: esta humanidad de ahora, esta civilización del sálvese quien pueda y cada cual a lo suyo, ¿habría durado algo más que un ratito en el mundo? ¿No habremos sido capaces de sobrevivir, cuando sobrevivir era imposible, porque supimos defendernos juntos y compartir la comida?



Cierro los ojos y estoy en medio del mar

Perdí varias cosas en Buenos Aires. Por el apuro o la mala suerte, nadie sabe adonde fueron a parar. Salí con un poco de ropa y un puñado de papeles.
No me quejo. Con tantas personas perdidas, llorar por las cosas sería como faltarle el respeto al dolor.
Vida gitana. Las cosas me acompañan y se van. Las tengo de noche, las pierdo de día. No estoy preso de las cosas; ellas no deciden nada.
Cuando me separé de Graciela, dejé la casa de Montevideo intacta. Allí quedaron los caracoles cubanos y las espadas chinas, los tapices de Guatemala, los discos y los libros y todo lo demás. Llevarme algo hubiera sido una estafa. Todo eso era de ella, tiempo compartido, tiempo que agradezco; y me lancé al camino, hacia lo no sabido, limpio y sin carga.
La memoria guardará lo que valga la pena. La memoria sabe de mí más que yo; y ella no pierde lo que merece ser salvado.
Fiebre de mis adentros: las ciudades y la gente, desprendidos de la memoria, navegan hacia mí: tierra donde nací, hijos que hice, hombres y mujeres que me aumentaron el alma.


EL UNIVERSO VISTO POR EL OJO DE LA CERRADURA

Robaste una cala del florero. Le respiraste hondamente el olor. Atravesaste el patio y los hervores del verano, a pasitos lentos, con la alta flor alzada en el puño. Las baldosas frescas del patio eran una alegría de los pies descalzos.
Llegaste al chorro de agua, Para abrirlo, te subiste a un banquito. El agua caía sobre la flor y tus manos y vos sentías que el agua se iba deslizando por toda tu piel y cerraste los ojos, mareada de placer inexplicable, y entonces pasó un siglo.
-Se me cayeron los pensamientos, mamá-explicaste después, señalando la rejilla del piso-. Se me cayeron y se fueron por ahí.


El ginkgo

EL GINKGO, EL más antiguo de los árboles, está en el mundo desde la época de los dinosaurios.

Dicen que sus hojas de abanico alivian el asma, el dolor de cabeza y los achaques de la vejez.

Y está probado que esas hojas son, también, el mejor remedio contra la mala memoria. Cuando la bomba atómica convirtió a la ciudad de Hiroshima en un desierto de negrura, un viejo ginkgo cayó fulminado cerca del centro de la explosión. El árbol quedó tan calcinado como el templo budista que el árbol protegía. Tres años después, alguien descubrió que una lucecita verde asomaba en el carbón. El ginkgo muerto había dado un brote. El árbol renació, abrió sus brazos, floreció. Ese sobreviviente de la matanza sigue estando ahí.


El mundo fabrica hambre: hambre de pan, hambre de abrazos.

Rubén Omar Sosa escuchó la lección de Maximiliana en un curso de terapia intensiva, en Buenos Aires. Fue lo más importante de todo lo que aprendió en sus años de estudiante. Un profesor contó el caso. Doña Maximiliana, muy cascada por los trajines de una larga vida sin domingos, llevaba unos cuantos días internada en el hospital, y cada día pedía lo mismo:-Por favor, doctor, ¿podría tomarme el pulso? Una suave presión de los dedos en la muñeca, y él decía:-Muy bien. Setenta y ocho. Perfecto.-Sí, doctor, gracias. Ahora, por favor, ¿me toma el pulso? Y él volvía a tomarlo, y volvía a explicarle que estaba todo bien, que mejor imposible. Día tras día, se repetía la escena. Cada vez que él pasaba por la cama de doña Maximiliana, esa voz, ese ronquido, lo llamaba, y le ofrecía ese brazo, esa ramita, una vez, y otra vez, y otra. Él obedecía, porque un buen médico debe ser paciente con sus pacientes, pero pensaba: Esta vieja es un plomo. Y pensaba: Le falta un tornillo. Años demoró en darse cuenta de que ella estaba pidiendo que alguien la tocara.



El poeta inagotable
A solas, en Montevideo, con Eduardo Galeano, una mirada profunda de América latina
Por Diana Fernández Irusta  | Para LA NACION


MONTEVIDEO.- Cada tarde, Eduardo Galeano toma un café con Dios. Se acoda junto a una ventana del Brasilero (el bar que, a estas alturas, es algo así como su segundo hogar), respira hondo el aroma a madera y espera, paciente, que la radiante andaluza que sirve las mesas -Alba Marina de nombre, Dios de apellido- le traiga, entre sonrisas, bromas y elogios a su joven divinidad, el cafecito del día. "Son pocos los que se llaman Dios -cuenta, encantado con el juego, el escritor que tantas veces se peleó con esa otra presencia divina, la de los altares y los mandamientos-. Creo que en la Córdoba española, de donde ella viene, son sólo cinco."

No es tan raro que se lleve bien con Dios. La furia con la que ha escrito sobre lo religioso no es la de un ateo.

Fui muy creyente cuando era chico, muy místico. Y eso es como la borra en el fondo del vaso del vino, te queda para siempre. No es una cosa que se va; se transfigura, cambia de nombre. En el fondo, uno busca a Dios en los demás. O en la naturaleza, entendida como una bella energía del mundo, que es a la vez terrible y hermosa. ¿Dónde está aquel Dios que tuve de chico y un día se me cayó por un agujerito del bolsillo y nunca más lo encontré? Después supe que lo estaba llamando por otros nombres. Por eso la palabra Dios puede definir a la bella chica que nos trae estos cafés.

Y cómo no va a estar lo divino en un alba marina.

Claro. O en el crepúsculo. Cuando el sol se va y se echa a dormir en esa hamaca que es el horizonte, en la hora más bella del día. Muchas veces me pregunto cuán triste ha de ser morir y no verlo. Porque su capacidad de belleza te devuelve la fe en todo lo que puedas haberla lastimado o perdido. No hay ningún crepúsculo que se parezca a otro. Son todos diferentes, y en Montevideo somos tan afortunados que los tenemos delante. El sol cae ante nuestros ojos.


A los 72 años, Galeano habla como si pintara las palabras: la metáfora siempre a mano, un colorido y caudaloso fluir de imágenes que danza en su voz profunda, modulada, cautivante a conciencia. Son los mismos relatos que, en sus textos, pule con obsesión, decidido a limpiarlos hasta que de ellos no quede más que un núcleo puro y rotundo. El jovencito hambriento de mundo que a comienzos de los 60 ingresó al periodismo de la mano de la mítica Marcha, que luego dirigiría las no menos emblemáticas Crisis y Brecha y conocería también la violencia de los 70 y el desgarro del exilio, se convirtió, con el tiempo, en maestro del microrrelato, arqueólogo de la a veces esquiva poética de lo humano, ícono -lo es hoy- de una sensibilidad tan latinoamericana como universalista. Muchos de sus breves relatos han nacido en los apuntes que toma en minúsculas libretas, a veces sobre la misma mesa del Café Brasilero donde ahora charla con la Revista: una escenografía, la de este bar fundado en 1877, propuesta por el escritor con algo de elocuente presentación. "Soy hijo de los cafés -dirá-. Todo lo que sé se lo debo a ellos. Sobre todo el arte de narrar. Lo aprendí escuchando, en las mesas de los bares, a aquellos maravillosos narradores orales cuyos nombres ignoro, que contaban mentiras prodigiosas y las contaban de tan bella manera que todo lo que contaban volvía a ocurrir cada vez que ellos lo narraban. Soy hijo de esos cafés y de ese Montevideo donde había tiempo para perder el tiempo."

LAS LUCES Y LAS SOMBRAS

¿En su obra reemplazó aquellas mentiras por una búsqueda concienzuda de la verdad?

Bueno, la verdad única no existe. Nada más en las cabezas de los nostálgicos del estalinismo, el dogmatismo que te dice que hay una única manera de entender la política o la solidaridad humana. O los que creen que este sistema que el mundo está soportando es el único posible. Yo no comparto eso para nada, lo que busco es celebrar la diversidad. Aquellas mentiras eran arte en el sentido de que el arte siempre es una mentira que cuenta una verdad. Los fusilados de Goya siguen cayendo cada vez que alguien los ve. Yo busco hechos de la realidad para que la realidad me cuente cómo son las realidades que ella esconde. Porque así como el mundo esconde, o tiene en la barriga otros munditos posibles, así también cada realidad contiene otras realidades.

En la diversidad también puede haber muchos demonios. Para ponerles coto, ¿la respuesta sólo puede ser política?

La palabra política suele tener un sentido muy restrictivo, que a mí no me gusta ni un poquito. Creo que todos hacemos política todo el tiempo. En la vida cotidiana, aunque no lo sepas, estás todo el tiempo eligiendo entre la libertad y el miedo. Y eso de algún modo hace política. Aunque lo hagas en el mínimo, microscópico espacio de tu vida privada. A veces hay que aceptar, en lo que tiene de bueno, la pelea interior de los santos y los demonios. Una pelea sana, porque cada uno tiene su cielo y su infierno propio.

¿Cuáles son sus infiernos?

Tengo un cielo y un infierno. [sonríe] que se alimentan mutuamente. ¿Te imaginás qué sería de Dios sin el diablo, pobre? Se iría a un fondo de jubilados, tendría que retirarse. Es como imaginar a River sin Boca o a Boca sin River.

Entiendo. Pero tiene la desgracia de que lo está entrevistando una persona muy poco futbolera.

Eso te salva de muchas angustias [risas]. Lo que pasa es que el fútbol da alegrías, no creas. Y da placer. Bien jugado, da placer. Ver jugar a Messi da placer.

El método. En las libretas minúsculas que siempre lleva en algún bolsillo, Galeano anota observaciones e ideas que luego plasma en sus relatos.

Hace rato que, para usted, verlo a Messi es una fiesta.

Incluso inventé una teoría, que se la hice llegar a él a través del director técnico de la selección: así como Maradona lleva la pelota atada al pie, Messi lleva la pelota dentro del pie. Lo cual es un fenómeno físico [se ríe, sus propias carcajadas lo interrumpen]. inverosímil. La frase le llegó. Y se ve que le gustó, porque me mandó una camiseta de regalo. Científicamente es imposible., ¡pero es la verdad!

Bueno, si uno se guía por sus escritos, la verdad científica queda bastante relativizada.

No quiero hablar de enfermedades porque da mala suerte, pero yo mismo he sobrevivido dos veces a una enfermedad grave. Y creo que esa es la prueba científica [imposta el tono de voz, acentúa sus palabras, contiene un breve asomo de risa] de que la yerba mala nunca muere. Yo soy la prueba científica de eso.

Entonces se ríe, francamente, con ganas. Risa de guerrero. Después, cuando la charla continúe entre las calles que van de la Ciudad Vieja a la Rambla, contará algunas cosas más. Que tanto cigarrillo. Que el cáncer, unos años atrás. Y recientemente, otra vez. No lo comenta como algo excepcional: parece, más bien, entenderlo como parte de una serie. La que comenzó el día en que, siendo un intenso adolescente de 19 años, emergió de la profundidad de un coma y descubrió que estaba vivo -destrozado, pero gozosamente vivo- en una cama del hospital Maciel (adonde había llegado tras ingerir barbitúricos, en un rapto de furia porque el don de la escritura parecía estarle negado). O aquel otro momento, años después, en que se miró el rostro devastado por el paludismo que había contraído en Venezuela y a cuyas feroces fiebres había logrado, casi milagrosamente, sobrevivir. "He renacido muchas veces -se explaya-. En realidad uno nace y muere muchas veces en la vida. Lo que pasa es que uno está reducido a ver la muerte como una especie de pasaje, una empresa de pompas fúnebres, que te saluda el chofer y te dice hasta luego. [se ríe, divertido consigo mismo]. Y no es así, en realidad uno se muere muchas veces, y renace otras tantas. Eso es lo que tiene de bueno el arte de vivir."

¿Cómo lidiar con el dolor cuando es un niño pequeño el que lo siente? Pienso en algo que cuenta en Días y noches de amor y de guerra .

Mi hija vino llorando, era muy chiquita, tenía 6 años. Yo la abracé, traté de consolarla. Mi hija Florencia. Al final me confesó que estaba llorando porque su mejor amiga de la escuela le había dicho que no la quería. Y en el libro pongo que le rogaba a Dios que me diera a mí todo el dolor que tenía reservado para ella [A Galeano se le oprime la voz. Las lágrimas que no derrama le incendian los ojos. Pero se recompone. Sigue]. Cuando te sentís ya cansado de todo, como descreído, ayuda saber que uno ha conocido gente que ayuda a creer en los demás, en la solidaridad, en las pasiones humanas. Que a veces son pasiones peligrosas, pero que vale la pena vivirlas. Yo era muy patialegre, como dicen en algunos lugares del interior argentino, siempre fui caminante. Caminé por todas partes, y eso me enseñó a vivir y a escribir.

PALABRAS VIAJERAS

"¡No lo puedo creer! ¡Es increíble! ¡Tengo todos sus libros!"

La chica irrumpe de pronto, pura emoción desbocada. Aborda a Galeano, no para de hablarle: "Sólo por usted me vine a vivir aquí, a Montevideo". La voz la delata: es mexicana. Está, no cabe duda, muy emocionada. Conocedora de los hábitos de su ídolo, merodeaba por la zona del Café Brasilero. Sólo un detalle se le pasó por alto: no lleva encima ningún volumen donde registrar el autógrafo del escritor.

"Es que esto es un acontecimiento -continúa, embelesada-. Tengo todos sus libros. Y los recomiendo."

Popularidad. Conocido y querido por los montevideanos, firma autógrafos y comparte anécdotas con todo aquel que se le acerque. 
Galeano sonríe y comenta: "Difundiendo el martirio..." Saca de un bolso una libretita, se la da: "Para que la llenes con tus pensamientos profundísimos. Acá te dibujo el cerdito, la prueba de autenticidad de mi firma. ¿Y cuál es tu nombre?"

"Daniela", contesta ella.

"Bueno, Daniela, te voy a hacer el chanchito y una flor pintada de rojo", dice mientras dibuja el hombre que dio sus primeros pasos en el mundo de la prensa no como periodista, sino como ilustrador. Y no lo olvida.

Daniela, en éxtasis, se queda un rato. Hablan de su país, de los viajes, de esa particular zona de creación entre el arte popular y el arte religioso: los retablos mexicanos. Galeano ya está armando un nuevo relato: "Vos sabés que el primer retablo que vi en México estaba en una iglesita en ruinas. Son obras de arte primitivo, pero arte. Me quedé deslumbrado; me explicaron que los retablos eran pagos de promesas. Me acerqué; era maravilloso, pero no me animé a robarlo. Será la infancia católica. Aunque el retablo no era muy santo que digamos. Porque decía: Gracias Virgen santísima porque cuando las tropas de Pancho Villa entraron a mi pueblo violaron a mi hermana y a mí no.

Estallido de risas. La fan mexicana lo abraza, lo besa. Lo vuelve a abrazar antes de partir con libreta, autógrafo y dibujito., sin todavía poder creer que todo haya realmente ocurrido.

¿Son frecuentes estos encuentros?

Sí. La gente es muy cariñosa. No sólo acá. Es verdad que también tengo enemigos, pero como decía Ambrose Bierce: "Quien no tiene enemigos, no merece tener amigos". Aunque lo cierto es que tengo muchísimos amigos. Además de la gente que se hace amiga leyendo las cosas que uno escribe. Se ve que las palabras se escapan de las páginas y tienen dedos y tocan al que lee. Te tocan, te acarician, te golpean a veces, te arañan.

Las de Galeano deben resultar bastante acariciadoras. Porque caminar con él por Montevideo obliga a hacer muchas paradas. A poco que Daniela haya quedado atrás, aparece un muchacho, uruguayo, papel y lapicera en mano, listo para pedir un autógrafo. Luego, una mujer. Y varias cuadras más allá, cerca de la Academia Nacional de Letras, un hombre lo reconoce y se acerca. Con cada uno de ellos el escritor habla, intercambia simpatías, les brinda atención, palabras, tiempo. "A mí la verdad que escribir me salva -confesará, luego-. Porque me permite salir fuera de mí. Eso me ayuda a vivir y a saltar por encima de algunos obstáculos que la vida te pone, que parecen insalvables."

¿Cuáles?

Segundo hogar. ''Soy hijo de los cafés'', asegura este defensor de los encuentros y las charlas sin apuro.
Si los defino, te miento. Peor que mentir, si los defino los convierto en obstáculos estúpidos. Y no lo son. Pero resultan muy complejos para decirlos en una sola palabra. Al escribir, yo los pongo afuera. Es como si uno contuviera vidrios rotos en el alma, que te estuvieran lastimando. Todos tenemos algún vidrio roto en el alma, que lastima y hace sangrar, aunque sea un poquito. Entonces, al escribir, siento que puedo sacar un poco de esos vidrios fuera de mí. Al ponerlos en un papel, ya no me dañan. Ya no me hacen la vida imposible, sino que la multiplican, porque me permiten entenderme mejor con los demás. Porque cada uno tiene sus vidriecitos que duelen [sonríe un poco]. Creo que la literatura es comunicación o no es nada. No escribo para mí, escribo para comunicarme con otros, para llegar a otros que van a ser mis amigos, aunque no los conozca todavía.

Eduardo, ¿qué piensa de la supuesta enemistad entre argentinos y uruguayos?

Yo te contesto diciéndote que es una estupidez. Lamentablemente, una estupidez muy difundida. Pero no es sorprendente, porque la guerra vecinal es una especialidad latinoamericana. Hemos sido diseñados, como países, para odiarnos entre nosotros. Para ignorarnos, también. Es lo peor de la herencia colonial. Hay otras herencias coloniales, como la de la impotencia. Esa que te dice: "Nunca vas a poder, eso no se puede, nunca vas a ser capaz". La condena a ser espectadores de la historia hecha por otros, pero incapaces de hacerla con nuestras propias manos, nuestra propia cabeza, nuestro propio corazón. Con nuestras propias piernas que caminan.

Hay poca gente en la rambla montevideana. Falta un rato para que se ponga el sol, pero el atardecer ya se anuncia. Una luz blanda, apenas rosada, todavía protectora, envuelve al gran caminante, al admirador de los crepúsculos marinos. Cuenta que está embarcado en dos nuevos proyectos de libros. Que no duda en preparar las valijas, cuando toca presentar en el extranjero algunos de los ya editados. Comenta también que participará como asesor de una serie dedicada al fútbol, que se emitirá por el canal Encuentro. Es probable que, dentro de ese mismo ciclo, lo entreviste a Diego Maradona, quien -asegura- sólo aceptaría participar si el que lo interroga es el escritor uruguayo. Incansable, Galeano se deja acariciar por la suavidad de un sol que todavía no se deshace en llamaradas. En El libro de los abrazos supo contar que, vistos desde arriba, los seres humanos "somos un mar de fueguitos"; él mismo reluce como los más necesarios de esos fuegos: los que "arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende".




















Fue mensajero y dibujante, peón en una fábrica de insecticidas, cobrador, taquígrafo, cajero de banco, diagramador, editor, redactor jefe de la Revista Marcha y del diario Época, fundador de la Revista Crisis, y peregrino por los caminos de América.



A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus años tardíos. Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor. Así manda la tradición, entre los indios del noroeste de América: el artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia. Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en mil pedacitos, recoge los pedacitos y los incorpora a su arcilla.

Eduardo Galeano
El libro de los abrazos