sábado, 23 de marzo de 2013

Narraciones olvidadas


LA FLOR DE LA VIDA  (CUENTO)



I
Era una mañana del mes de Diciembre. El cielo teñido apenas con los primeros destellos del alba, que anuncian la vuelta á la vida de la naturaleza, parecía la blanca cortina que nos oculta el lecho de una virgen.
Los millares de estrellas que habían tapizado el espacio durante la noche, iban desapareciendo al asomar la mañana, como en el firmamento del alma desaparecen las ilusiones ante la sombría luz de la verdad.
Luis y yo estábamos tristes. Habíamos pasado la noche en vela en un amargo silencio, interrumpido á veces por un suspiro que arrojaban nuestros pechos oprimidos ó por una palabra aislada, que respondía a algunos de los pensamientos que revolvíamos en nuestra mente.
Como los niños que pasan horas enteras, al borde de una laguna, divirtiéndose en tirar piedras que saltan rebotando sobre el agua, nosotros nos habíamos entretenido en contemplar silenciosamente el lago de nuestras ideas y en arrojar de vez en cuando la piedra de un desengaño, que saltaba sobre su superficie. Bajo el sombrío follaje de nuestros pensamientos, inocente y perfumado como la violeta, se ocultaba la imagen de una mujer divina y esa mujer era la sola ventana por la que podíamos mirar al cielo.
En un tiempo no muy lejano habíamos podido consolarnos mutuamente en nuestros dolores. Ahora una mujer acababa de levantarse como una barrera insuperable para nuestra amistad.
Nuestras ilusiones iban á golpear á la portada del mismo palacio: nuestras almas iban á rezar al mismo templo: el incienso de nuestros corazones iba á perfumar el mismo altar; éramos rivales.
Yo miraba fijamente a Luis queriendo adivinar su» ideas. A veces creía ver una lágrima en su pupila y era que la fuente de mi llanto se desbordaba. Guardábamos silencio y sin embargo estábamos conversando calorosamente; yo adivinaba sus pensamientos y respondía á ellos; él comprendía los míos y los contestaba. El misterioso hilo eléctrico del mismo sentimiento nos ligaba estrechamente, sin necesidad de pronunciar una palabra, y hacia que en el mismo instante, la misma oración se levantara, dirigida á la misma divinidad.
Qué lentamente sombrías son las vellidas del corazón!
Cuando la oscuridad y el silencio de la noche hubieron desaparecido, ambos creímos volver á-la vida.
Yo me levanté para volver á mi casa y buscar en el sueño, esa muerte temporal, el medio de calmar mi dolorosa agitación.
—Qué has hecho de tu noche? me dijo Luis como si no la hubiéramos pasado juntos.
—He pensado, le contesté ¡Y tú!
—Yo he soñado despierto.
— ¿ Quieres contarme tu sueño, acabaremos una noche de meditación y de insomnio, con un paseo fantástico por los jardines de la imaginación .'
—Por qué no? Escúchame!
Acababa de cumplir veinticinco años y era feliz.
Elegante y buen mozo, jamás había tenido que quejarme del destino al contemplarme en un espejo; inteligente é instruido había podido mirar de frente, como las águilas al sol, á cualquiera de esos pensadores que deslumbran á la vulgaridad: rico en fin, veía resbalar mi vida sin sentirme combatido por esas pequeñas contrariedades de la pobreza, que doblan el espíritu más valiente, como el fuego una barra de hierro.
Hacía cinco años que al pié del altar había estrechado la blanca mano de Rosa, y cinco años que mi vida resbalaba tranquila, como el agua sobre las peñas.
Jóvenes y hermosos ambos, nuestra existencia era un himno y, en todas partes donde nos presentábamos, éramos nuncio de felicidad.
El cielo había santificado nuestra unión y Elena y Carlos eran los dos ángeles guardianes de nuestro hogar. En las noches de invierno yo sentaba á Elena sobre mis rodillas y me ponía á jugar con sus rubios cabellos, que parecían rayos de sol; le enseñaba versos que ella repetía inocentemente con su voz cándida y suave, como la mirada de una virgen, y de ese modo, desde los primeros años de la vida, iba inculcando en su alma la poesía.
Rosa por su parte, mas creyente y mas buena que yo, tomaba las manos de Carlos, las cruzaba sobre su pecho y le enseñaba una oración que, repetida por la voz del niño, subía á los cielos y se convertía en una alma. De las plegarias de los niños, Dios hace las almas.
Qué risueñas y qué tranquilas resbalaban las horas de nuestra vida!
Pero, á pesar de la alegría y de la calma que me rodeaban, yo sentía en mí mismo una voz que me gritaba incesantemente: Esto no es la felicidad.
En el silencio de mi aposento pasaba horas enteras con la cabeza apoyaba entre mis roanos pensando en el porvenir: el porvenir me aterraba.
Ah! me decía en mis largas meditaciones, ¿ será posible que mañana, si la fatalidad corta mi vida, mi nombre y mi recuerdo se pierdan sobre la tierra?
En mi hogar, en el templo de mi alegría, en el santuario de mis sueños, no quedará de mí más que un recuerdo que el tiempo irá borrando lentamente.
Cuando hayan pasado algunos años, en el corazón de Rosa, de mi Rosa, se habrá extinguido el amor y la imagen de otro hombre ocupará quizá el lugar que hoy ocupo en él. Elena, mi preciosa niña, apenas si en sus plegarias tendrá un recuerdo para su padre, para su pobre padre que dormirá el sueño eterno bajo la fría loza del sepulcro; y Carlos, Carlos solo se acordará de mi nombre para explotarlo. *
No; no es posible. Mientras el corazón de mi mujer y de mis hijos tengan un latido, mientras haya un pensamiento en su mente, me recordarán y me amarán. El destino me ha deparado la felicidad eterna.
Esa muerte, sombría como los claustros en la noche, que se llama el olvido, no llegará á mí!
Pero, qué importa! esta duda que á veces me agita á mi pesar, acibara las horas de mi existencia. Si los cariños y las sonrisas de mi Rosa no secaran las lágrimas en mis ojos, y si los besos inocentes de mi Elena no los secaran en mi alma, Horaria tanto! es tan triste el que nos olviden.
Debe ser tan grande la felicidad del que puede convencerse por medio de la experiencia, de que los que lo aman, lo amarán eternamente! Si yo pudiera dormirme! Si pudiera permanecer muerto para el inundo durante algunos años y resucitar después. Volver á la vida después de haber estado en la tumba. Venir al mundo y encontrar ardiendo en el corazón de mi mujer y de mis hijos el mismo cariño que hoy arde! Vivir en un instante de felicidad inmensa, divina, todos los años que hubiera permanecido en el sepulcro, y borrar para siempre en mi corazón con la esponja de la experiencia, esa negra mancha que se llama la duda! Si pudiera dormirme!
Este pensamiento me acosaba incesantemente. Llenaba mis veladas. Lo encontraba al despertar sobre la cabecera de mi lecho y lo dejaba sobre mi almohada al dormirme. Era mi sombra; era mi alma que se había convertido en una idea!
Una noche, en la que como siempre, revolvía este pensamiento en mi cabeza, sentí una impresión desconocida; un aire helado, como el suspiro del moribundo, rozó mis sienes, y una voz vaga y misteriosa, cuyo eco suave hacia estremecer el alma con las convulsiones del infinito, dejó en mi oído estas palabras.
¿ Quieres realizar tu sueño?
En el mismo instante una visión indescriptible se presentó ante mi vista.
— ¿ Quién eres? le pregunté temblando.
—No te importe mi nombre, me respondió con una voz en cuyo eco divino había algo de implacable y de amargo como una ola. Vengo á proponerte, si quieres realizar tu deseo, si quieres dormirte. Permanecerás en el sepulcro durante veinte años; muerto para el mundo, vivo solo para ti mismo. Al bajar á la tumba llevarás todos tus deseos y todas tus ilusiones; serás una alma viva, encerrada entre un cadáver. Pero el día en que se cumplan los veinte años te levantarás y volverás al mundo; podrás ver á tu esposa y á tus hijos á quienes amas tanto! ¿Quieres aceptar esta proposición, quieres dormirte? No tienes más que pronunciar una palabra y tu sueño se realiza.

—Pero á lo menos, déjame el tiempo de meditar, déjame asegurar el porvenir de mis hijos.
—Nov! es necesario que te resuelvas ahora mismo. Eres rico; el porvenir de tus hijos está asegurado. La enfermedad de que morirás aparentemente, será una enfermedad larga y penosa. Tienes que sufrir una agonía como la de todo el mundo para que puedas comprender lo que es la muerte.
—Si acepto, en cambio del servicio que tú me haces realizando mi deseo, ¿ qué es lo que quieres de mí?
—Nada! Si la idea que te agita merece un castigo lo encontrarás en su misma realización. Serás como el asesino que usa siempre un puñal de dos puntas que hiere á la vez el corazón de su víctima y el corazón de su felicidad. El infierno de los malvados es la propia conciencia.
Pero, si aceptas, tendrás que cumplir tu compromiso; por más tormentos que se amontonen sobre tu sien, por más que sufras y que te agites, nadie podrá ir á arrancarte de la tumba hasta que termine el plazo.
—¿ Qué importa? Todo es preferible á la duda que me corroe. Mi alma es grande y sabrá resistir á la tormenta. Tengo fuerzas y lucharé con valor.—Acepto.
—Desde mañana no volverás á levantarte del lecho, dijo desapareciendo la misteriosa visión.
Yo caí desplomado sobre el pavimento.



II


Estaba en la tumba.
Mi alma, encerrada con mi cadáver bajo la loza del sepulcro, tenía las mismas dudas y las mismas esperanzas de la vida.
Con la admiración con que se contemplan los bravos batallones que parten para la guerra, cuyas armas brillan al sol y cuyo paso uniforme levanta un eco que nos estremece, yo veía desfilar delante de mí toda mi existencia pasada, ora brillante y deslumbradora, como la hoja de una espada ó ya quejumbrosa y triste como las lamentaciones de Jeremías.
Recordaba los últimos instantes que habían precedido á mi muerte. Veían á mis hijos arrodillados junto á mi lecho levantando sus manos á los cielos y elevando sus inocentes plegarias, más puras que los pétalos de las flores. Rosa, sentada á la cabecera de mi cama, tenía su vista fija en mí y en su rostro, alterado por el dolor, se reflejaban todas las agonías, todos los males que á mí me aquejaban. Sus lágrimas empapaban mi almohada y refrescaban mi sien. Cuando todos mis miembros se hubieron helado y los latidos de mi corazón cesaron completamente, Rosa lanzó un grito indescriptible y cayó exánime sobre el sillón. Fue necesario que la sacaran á la fuerza de mi presencia.
Como una leona á la que arrebatan sus hijos se resistía poderosamente: al fin vencida se alejó !— Desde entonces no la he vuelto á ver. Mis hijos se alejaron también conducidos por mi hermana.
Me quedé solo extendido en el lecho en que acababa de espirar, sin más compañero que un criado de la casa que arreglaba el aposento.
Este abandono de un instante, el primero que sufría desde mi enfermedad, me causó una profunda sensación.
Ya! me dije á mí mismo y me estremecí como al contacto de una máquina galvánica.
La convicción profunda de que no me olvidarían que había adquirido durante mi agonía, al ver el dolor inmenso que mi muerte causaba á los que me habían amado, comenzó a desaparecer y la duda, la roedora duda, empezó á crecer y á crecer en mi alma con toda la implacable progresión del mar.
Pero esa duda solo duró un momento. Algunos de mis parientes volvieron á entrar. Los preparativos para mi entierro empezaron.
El sonido lúgubre de una campana que llegó hasta mí, me hizo comprender que mi familia, desde la torre del templo, anunciaba al mundo mi muerte.
Pasaron algunas horas. El fúnebre silencio que reinaba en la casa, interrumpido solo por los ayes delirantes de mi esposa, me estremecía aun á mí mismo. Todo en mi hogar estaba triste y lloraba mi muerte. Al ver tanto dolor, me arrepentía de haber aceptado las misteriosas proposiciones el Destino.
Llegó el momento de partir. Mi casa estaba llena de mis amigos que, de luto y con los semblantes contristados por el pesar, venían á acompañarme á la última morada. Cuatro de ellos suspendieron el ataúd y me llevaron al carro fúnebre que esperaba en la puerta.
Al atravesar el umbral para no volver á mi casa durante tanto tiempo, sentí una impresión extraña, horrible, como la que debe experimentar el que cae de lo alto de una torre.
Partimos. Una larga fila de coches llenos de personas enlutadas, daba cierto aire imponente al cortejo que cruzaba las calles en dirección al cementerio. Los pasantes se agrupaban para verlos, contaban cuidadosamente el número de los carruajes y se fijaban con detención en las fisonomías de los que los llenaban.
Algunas personas de esas que no tienen otra ocupación en la vida que vivir, subían también en los coches que aún quedaban vacíos y aumentaban así el número de los amigos que me acompañaban al cementerio.
Por fin llegamos. Me bajaron del coche y me colocaron sobre una mesa; allí el sacerdote dijo algunos responsos en latín que apenas pude comprender; tomó el hisopo y arrojó con él algunas gotas de agua fría y turbia sobre mi cadáver. En seguida me llevaron á la rotunda é hicieron las mismas ceremonias.
Cuatro de mis amigos me llevaron al lugar en que debía ser depositado y me dejaron en el suelo. Dos hombres vestidos toscamente se acercaron; eran los sepultureros. Iba á abandonar completamente el mundo para encerrarme en una tumba: me estremecí.
En el momento en que el sepulturero iba á cubrir mi rostro con esa cal que parece el último ultraje que hace el mundo á los que lo abandonan, una mano hizo señal de detenerse y una voz que me era completamente desconocida pronunció un discurso fúnebre. Otros en seguida tomaron la palabra é hicieron mi panegírico. Yo había sido hombre de letras; había hecho versos y escrito novelas; á veces había tomado una parte activa en la política, pero jamás, cuando vivo, había escuchado los elogios que ahora se me prodigaban, ni se me había figurado nunca que se pudieran fundar tantas esperanzas en mi vida.
Las últimas dudas que me quedaban sobre la ingratitud de los hombres se desvanecieron, con aquellos discursos pronunciados con voz conmovida.
Uno de ellos, me acuerdo perfectamente, concluía así: "El recuerdo de los buenos vive eterno en la memoria de los hombres" Ah! me dije palpitando de alegría bajo la nieve de mi cuerpo: no me olvidarán!
Pocos momentos después me bajaron á la huesa! La claridad que penetraba á través de las hendijas de mi ataúd empezó á desaparecer; un ruido sordo resonó en mis oídos; era el choque de la tierra al caer sobre el cajón. Algunas palabras confusas pronunciadas por el sepulturero llegaron hasta m{; fueron las últimas que escuché de una voz humana.
Al cabo de un rato la huesa estaba colmada: sentí los pasos del sepulturero que se alejaba y todo quedó en silencio.
En el primer momento tuve miedo. Quise moverme en mi ataúd y no pude. Mi alma se paseaba libre por mi cadáver, pero no lograba darle vida ni movimiento.
Al principio furiosa, iba de un lado al otro de mi cuerpo, como un tigre en una jaula; después se fue acostumbrando poco á poco á aquella inmovilidad exterior.
El tiempo pasaba y pasaba. Sin día ni noche la vida del sepulcro no tiene cuenta ni tiene límite.
A veces sentía que por las hendijas de mi ataúd penetraba un aire vivificante, refrescado por un rocío bienhechor. Es mi esposa, me decía, que llora sobre mi tumba; son sus lágrimas que llegan hasta mí á través de la capa de tierra que nos separa. Pobre Rosa! Bastaría un instante para encontrarme á su lado y hacerla feliz, después que tanto y tanto ha sufrido con mi muerte!
Y tener que permanecer quieto, recibiendo como único consuelo el aire refrescado por su llanto, que penetra en mi helada mansión en la que mi cuerpo está yerto y mi alma se abrasa!
Cuando me figuraba que Rosa estaba arrodillada sobre rni tumba y que mis hijos la acompañaban, era para mí día de fiesta en el sepulcro.
Esas plegarias que se elevaban por mí, esas lágrimas que se derramaban sobre mi tumba, esos suspiros que se me enviaban como un recuerdo, todo fortalecía en mí las nobles ideas y me hacia mirar al mundo por el prisma de la bondad y la dulzura. Sentía haberlo abandonado y continuamente pensaba en el momento de volver á él.
Pero en medio de la alegría que me daba la convicción de que no me habían olvidado, sentía á veces temores desconocidos é impresiones extrañas que me agitaban.
Una mañana, un día, una hora, no sé lo que era; á los sepulcros no llega la claridad, ni se conocen las alteraciones que sirven en el mundo para señalar el tiempo, en un instante, sentí miedo. Me pareció oír un ruido de pasos junto á mi tumba; creí que la tierra se estremecía, que los muertos, mis vecinos, dejaban sus sepulcros, y envueltos en sus sudarios, lívidos é inexorables, venían á pedirme cuenta de la profanación que estaba haciendo de aquel lugar sagrado, con las ideas que me agitaban y con mi alma mundanal palpitando aún bajo el helado cadáver. Tuve miedo, un miedo horrible y quise huir, pero no pude: hice un esfuerzo gigante capaz de haber conmovido una montaña, y no conseguí ni deshacer siquiera uno de los pliegues de mi faz. Y la cohorte de los muertos avanzaba, y sus ojos sin pupila me miraban fijamente y helaban mi frío cadáver; sus manos crispadas golpeaban mi ataúd y cada eco que levantaba un golpe dado sobre el cajón, repercutía en mí como una campanada del infierno: me parecía que convocaban á los funerales de Satán. Encerrada en aquella cárcel de la que no podía evadirse, mi alma se revolvía en las convulsiones de la desesperación, y como el ojo de Caín  en la Legende des Siecles, veía la pupila de los muertos, iluminada con un brillo fantástico, clavada siempre en ella. Mi sufrimiento era horrible.
De pronto empezó á calmarse mi agitación.—Un valor desconocido me prestó fuerzas: miré de frente á todas aquellas visiones y no pude menos de sonreírme. Me había asustado como un niño.
Volví mi pensamiento hacia la tierra, y me sentí inundado de felicidad como el día de luz. Recordé mi niñez en la que mil veces en el silencio de la noche, solo en mi aposento, había visto levantarse extrañas visiones que se agrupaban en tropel en torno de mi lecho y que me helaban la sangre.
Ah! en la tumba tenia los mismos temores que en la infancia, esa tumba de las mezquindades humanas.
El tiempo corría y corría, pero el momento de volver á la tierra no llegaba nunca. Me parecía que las líneas de mi cuerpo se habían grabado sobre las tablas de mi ataúd.
Por momentos, temblaba, me estremecía como una caña, figurándome que el destino me había engañado.
Aquella vida de la tumba con todas las dudas y los temores de la vida del mundo, y que debía durar para siempre, me aterraba!
Estar así, tendido en el sepulcro en una misma posición, cadáver en el exterior y animación y vida en el interior y esto por la eternidad, ah ¡ era horrible!
Además, no volvería á ver á mis hijos de quienes me había separado con esa esperanza, ni á Rosa que lloraba por mí y cuyas lágrimas tantas y tantas veces habían venido á refrescar mi sien, ahogada por el calor sofocante del sepulcro. Me vería condenado á vivir eternamente en la tumba. Habitante de la ciudad de los muertos, con todas las pasiones y los sufrimientos de los vivos.
Ah! nó, esto no es la muerte! Es imposible que el destino después de habernos hecho sufrir en el mundo nos traiga aquí para hacernos sufrir aún !--Y yo que sería tan feliz si volviera á la tierra ahora que todas mis dudas se han desvanecido. La fatalidad me persigue. Cuando vivo creía en el destino, pero dudaba de los placeres de la tierra; hoy que estoy en la tumba á la merced de ese mismo destino, dudo de él y creo en los infinitos placeres del mundo.
i Será que el alma humana en todas sus transformaciones es la misma, y que el látigo del desengaño tiene sus chasquidos de ultra-tumba?
El tiempo corría. Una mañana sentí que movían la tierra que cubría mi ataúd; me estremecí de gozo. Pocos instantes después un aire fresco y perfumado, la brisa de la aurora, vino á rozar mi sien y como á Lázaro en la leyenda bíblica, una voz misteriosa me dijo poderosamente: "Alzate." Me puse de pié.
Mi primer movimiento al verme libre y al sentir la hierba húmeda bajo mis pies fue echar á correr; -pero un rayo del sol que asomaba vino a quebrarse en mi frente: caí de rodillas, junté mis manos, y dirigí una mirada radiante hacia los cielos!
Al volver á la vida y entrever la luz, mi alma que durante veinte años había vivido en la noche, en la implacable noche del sepulcro, quería mirar de frente al Hacedor y entonar un himno en acción de gracias.
Ah! porqué el ataúd que acababa de abrirse para dejarme salir no volvió á cerrarse sobre mí en ese momento!
Vamos, me dijo el Destino y nos pusimos en marcha!
¿ Adónde vamos? Qué va á ser de mí en la tierra? Qué me espera en el mundo, la felicidad ó la desgracia? Las puertas que en otro tiempo se abrían á mi llamado ¿ no estarán cerradas hoy? Me habrán olvidado? Me recordarán? Oh! tengo miedo!


 III


Al abandonar aquella mansión de los muertos en la que había permanecido quieto durante tanto tiempo, sentí que temblores extraños me agitaban. La ciudad que se extendía á lo lejas y que levantaba al aire sus torres y sus miradores, empezaba á despertarse con esos mil ruidos indescriptibles que en un pueblo sirven de salutación al día que aparece.
El obrero volvía á su trabajo después del descanso de la noche, en tanto que la virgen, envuelta entre los pliegues de su lecho y arrullada acaso por sus ilusiones de felicidad, dormía con el santo sueño de la inocencia.
A medida que yo avanzaba todo me aparecía distinto de lo que era cuando mi desaparición del mundo. Mis recuerdos formaban un contraste singular con la realidad.
De aquellas calles silenciosas y claras, de aquellas casas bajas y blancas que en otro tiempo hacían de Montevideo una preciosa tumba quedaba apenas un vestigio.
Todo había cambiado. Las casas se elevaban hasta tres y cuatro pisos y hacían de las calles largos corredores sombríos.
Yo en mi ciudad natal me encontraba extranjero. A veces al caminar por aquellas veredas cenagosas en medio del movimiento incesante de una población excesiva, tenía miedo de perderme y de no poder encontrar el sitio donde en la época de mi muerte estaba mi casa.
Por momentos echaba á correr: tal era el deseo de llegar pronto que tenía y con tal ansiedad deseaba encontrarme enfrente de mi mujer y de mis hijos. Otras veces detenía el paso y las dudas se agolpaban á mi corazón.
Tenía miedo, ¿ de qué? Estaba íntimamente convencido de que no me habían olvidado; abrigaba la convicción de que mi recuerdo vivía imperecedero en su memoria, tan ardiente y tan fijo como en el día de mi muerte. Sin embargo, temía. Aquella completa variación en la ciudad, aquel cambio aparente de todo me parecía á veces, que era un pronóstico de que en las almas se había operado la misma transformación que en las cosas.
Y esta idea me detenía.
Al llegar á la puerta de mi casa toda la sangre se agolpó á mi corazón y al apoyar la mano sobre la aldaba tuve que recostarme contra la pared para no caer: tan profunda era la impresión que sentía.
Tres veces puse la mano sobre el pestillo y la volví á retirar. Me parecía que aquel golpe que iba á dar en la puerta de mi casa en la que iba á penetrar como un extraño, era la fúnebre campanada que sirviera de convocación al entierro de una de mis mas gratas esperanzas.
Y si no están aquí, me decía; si se han mudado: Ah! es imposible que mi mujer haya abandonado la casa en que murió su esposo, mis hijos ; es imposible que hayan dejado que manos extrañas profanen el sitio en que exhaló su último suspiro aquel á quien tanto amaban y que tanto los amaba á ellos.
Febril, puse la mano sobre la aldaba y di un golpe con violencia.
Allá van, me contestó una voz que me era completamente desconocida.
Una mujer vieja vestida con un traje tosco y raro salió á recibirme.
—Vive aquí, le pregunté temblando, la señora Rosa N.
—No, señor; me contestó, aquí vive el médico de la parroquia, pero en este momento ha salido: tal vez lo encontréis en casa del cura porque son muy amigos y están siempre juntos contándose los misterios de la ciudad.
—No sabréis decirme á dónde se ha mudado? la interrumpí.
—No, señor ; hace diez años que estoy aquí y no he oído hablar nunca de esa señora, tal vez os habéis equivocado y no es esta la casa que buscáis.
—Gracias, buena mujer, le dije y me di vuelta aturdido.
Aquel primer desengaño que sufría me anonadó.
Qué va á ser de mí? Como encontrarlos? Dónde iré á pedir un auxilio, una luz que me guíe hacia el lugar donde se hallan 1
Cómo es que Dios no hace que el corazón desesperado de un padre adivine el punto donde se encuentran sus hijos!
No sé qué hacer: Perdido en este laberinto? adónde dirigiré mis pasos?
—Te serviré de guía, murmuró en mis oídos la misma voz que veinte años antes me había dicho: ¿ Quieres realizar tu sueño? Y en el mismo instante un joven de gallarda presencia y distinguidos modales apareció á mi lado.
—Quién sois caballero? le pregunté?
—En el mundo, me contestó, me llamo Alfredo Demeray; pero para ti soy el destino que viene á concluir su obra.
—Voy á hacer que encuentres á tu esposa y á tus hijos pero quiero que puedas verlos sin que ellos te reconozcan. Espera á que la noche vuelva á extenderse sobre el mundo y podrás verlos en medio de una sociedad brillante y deslumbradora. Allí podrás convencerte de su cariño y estrecharlos amorosamente entre tus brazos, agregó con una sarcástica sonrisa que me heló la sangre.

IV

Acababa de dar las doce el reloj de la Matriz cuando entramos Alfredo y yo en un salón magníficamente adornado, en el que numerosas parejas seguían los rápidos giros de una polka. Mi corazón palpitaba con violencia y, con una mirada ardiente, examinaba cada pareja que pasaba junto á mí, ansiando encontrar en ella algún rostro que no me fuera desconocido.
Pero de todas aquellas fisonomías no había una cuyo recuerdo estuviera en mi memoria. No veía pasar á mi hija, pero confiaba en qué mi corazón me gritaría es ella, cuando pasase delante de mí.
Pero las horas transcurrían y ni mi corazón ni mi vista me señalaban los seres queridos á quienes buscaba.
Había tenido miedo de preguntar cual era mi hija, porque en todas aquellas criaturas jóvenes y deslumbradoras parecía haber tal desconocimiento de la pureza, de la santidad de las vírgenes, tal olvido de lo que pudiera ser un sentimiento, que me estremecía la idea de que alguna de aquellas niñas pudiera ser Elena. Alfredo tomó mi brazo: Demos una vuelta por el salón, me dijo.
—Ves ese viejo? me preguntó, mostrándome un hombre de figura grosera y enfermiza cuya cabeza cubierta de canas cuyo semblante rugoso contrastaba con la frescura del baile: es un millonario, es un hombre poderoso que con su oro ha comprado el corazón de una niña de veinte años, á la que está unido. Va á todos los bailes para acompañarla. Los diamantes con que la cubre son los más ricos que se lucen entre nosotros; sus carruajes son los mas elegantes, sus vestidos, sus joyas, sus adornos causan envidia á todas las otras mujeres.—Pero con ese oro solo ha podido comprarle sus sentimientos aparentes; á pesar de todo no puede acallar las murmuraciones de la sociedad que dice por lo bajo que su mujer es infiel.— La ves allí: es una mujer divina pero en laque no hay nada noble, nada grande, nada que haga su alma digna de su cuerpo.
—Pobre criatura, dije: quizá sus padres la han abandonado; quizá han dejado que en su alma tierna el ejemplo dejara la semilla del mal.—Mírala como viene hácia nosotros.—Quién es?
—Es tu hija.
—Mi hija! mi Elena, vendiendo su corazón, prostituyéndose con esa prostitución moral que infama lo más noble que hay en el alma! ella, mi hija! convertida en una meretriz del sentimiento ! no puede ser, me engañas!
—Quieres que la llame y te la presente?
—Nó: la ahogaría entre mis manos Ah! yo que la creía pura, tierna, casta como un suspiro; yo que la veía en mis sueños como la imagen de la inocencia, incapaz de reflejar un mal sentimiento; y encontrarla así: Es horrible!
Alfredo fijó en mí una mirada de profundo desprecio, que me taladró el corazón.
Anonadado por aquel desengaño caí abrumado sobre un sillón.
En aquel momento una mujer hermosa, pero que ya no era joven, estrechó sigilosamente la mano de Alfredo y le dijo: "Te espero."
—Otra vez, exclamé! Quién es esa mujer?
—Es Rosa; me contestó.—Ves aquel á quien ella sonríe en este momento, es su marido á quien está engañando infamemente.
Ah! mi mujer, le dije estúpidamente y me sonreí como un idiota.
Todas mis dudas, todos mis dolores cesaron; creí que estaba muerto.
Aquella violenta desaparición de todos mis sueños; aquella prostitución de sentimientos en todos los seres que amaba; aquella miseria que me rodeaba, que casi me ahogaba, me produjo un efecto mágico. Quedé quedé aturdido, sin voz, sin pensamiento y sin vista. El dolor profundo que sentí, me causó un letargo moral; estaba estúpido.
Sin embargo, todavía solía brillar entre las ruinas de mi pensamiento la imagen de mi hijo. No quería preguntarle á Alfredo por él, porque temía oír su contestación.
—Y Carlos? le dije al fin temblando.
—Sacó su reló, miró la hora y me dijo fríamente: Son las tres: ya es hora de que esté ebrio; debe estar tendido en algunos de los sofás del comedor. Tu hijo elegante é inteligente ocupa una magnífica posición en el mundo, pero tiene un corazón roído por todas las miserias humanas. Es un calavera!
Qué queda de mí en la tierra? Nada.—Mi recuerdo se ha borrado para siempre en el corazón de los que amaba; mi nombre está sumido en el lodazal de las infamias. Mi hija vendiendo su corazón por un puñado de oro; mi mujer profanando el hogar, esa conciencia de la familia y la conciencia, ese hogar de las almas: mi hijo infamando un nombre que recibió puro, arrojando lodo con sus escándalos sobre el yerto cadáver de su padre. Qué me resta! He perdido todas mis esperanzas. En un segundo he vivido todo un siglo desengaños y amarguras. He arrancado la careta de ese montón de infamias que se llama el hombre. Sé lo que es el mundo. En adelante solo encontraré en mi vida la desesperación y el dolor. Quiero fijar la vista en mi corazón y tengo miedo. Hay un abismo mas temible que la mar: hay una caverna mas lóbrega que el infierno: un cráter mas hirviente que el del volcán: es el corazón del hombre. Sufro, sí, sufro horriblemente.—-Necesito llorar mucho para consolarme. Ya solo tengo esperanza en Dios, en la religión; quiero rezar. Ah! sí, un sacerdote que me consuele, que me hable de Dios, de la otra vida, de las recompensas del cielo. Sí! un sacerdote.
Estas ideas se revolvían en mi cabeza como si fuera un mar.
Aturdido, tambaleando como un ebrio, salí del baile y me dirigí rápidamente hacia el templo. Alfredo me acompañaba sonriéndose. Al atravesar el atrio, un rayo de luna, que parecía una mirada de Dios, dibujó una sombra en la pared.—Nos detuvimos.
Un hombre cubierto con la sotana del sacerdote pasó por delante de nosotros. Fatalidad: una mujer lo acompañaba : una mujer perdida. También aquí? Adónde no llegará la prostitución en el mundo cuando los representantes de Dios en la tierra se infaman también?
Ultima esperanza que me quedaba, la idea de la religión, se derrumbó en mí con el estrepitoso ruido de una iglesia que se cae.
Un grito agudo, penetrante, horrible, mas cruel que el que se da por despedida al mundo, se escapó de mi pecho. En el silencio de la noche que nos rodeaba solo una carcajada respondió á aquel grito.
Era el Destino que se reía de mis dolores, Alfredo había desaparecido. Me quedé solo: solo con el pensamiento, el azote del hombre. Me sentía morir pero estaba en calma. Esa calma era peor aun que la tormenta, más terrible que las iras de la naturaleza; era la calma de la desesperación.
Eché á vagar estúpidamente por las calles hasta que, como una última desgracia, el sol vino á quebrar su primer rayo sobre mi frente, formando ese contraste chocante, la radiante esplendidez de la naturaleza y la fúnebre oscuridad del corazón. El día es la risa del destino al ver los dolores de los hombres. Las carcajadas del destino son crueles como él: como él son implacables.


  
V


Acabo de tener una larga conversación conmigo mismo y estoy resuelto.
Vivir así cuando el óptico vidrio de la experiencia me muestra todo en su verdadero valor: cuando he contado una por una todas las pulsaciones de esa arteria de la humanidad que se llama la desesperación y las he encontrado siempre iguales y siempre horribles: atravesar el mundo solo como un animal salvaje sin amigos, sin hogar, sin guarida: asistir indiferente á mi propio entierro y escuchar qué en mi alma se entona continuamente el responso de mis esperanzas; ser yo mismo el sacerdote que oficie en los funerales de mi corazón: vivir cadáver: para qué?
El insomnio continuo, las dudas y los temores incesantes del sepulcro, son preferibles á la muda desesperación y al choque de las pasiones del mundo. Además, allí se está quieto y no hay esas pequeñeces sociales que traquean á un hombre, como los perros á un jabalí.
Yo no sé como he podido vivir tanto tiempo sin que se me haya ocurrido el suicidarme.
Si me mato, ¡ se acordarán de mí en el mundo?
El ruido de la pistola que me arranque la vida ¿ no levantará un eco en esa sociedad que permanece indiferente para todo lo que no es gala u ostentación?
Sí! los que sufren, los que se sienten devorados por el pesar y como yo, solo vislumbran un porvenir sombrío, formando un contraste horrible con su pasado de inocencia, me compadecerán, llorarán por mí é irán quizá á dejar una flor sobre mi tumba. La tumba de un suicida es un himno al dolor, es el poema de la duda, es la gran epopeya de la desesperación.
Pero no; es imposible que me recuerden.
El hombre en el mundo tiene demasiado que hacer con sus propios dolores para ocuparse de los sufrimientos ajenos.
Además, un hombre que desaparece es un lugar que se desocupa. A medida que los hombres se hunden la esfera de las aspiraciones se ensancha, para los que quedan sobre la tierra.
Mi muerte en vez de causar algún pesar será saludada con un ¡ hurrah! por los que envidian mi posición y mi fortuna. En el banquete de la humanidad, los “hurrah” por la desaparición de un hombre, se dan por las campanas de Ios templos. Cada tañido que vibra en el aire hace nacer una nueva esperanza en los que sostienen esa ludia sin tregua que se llame la vida. 'Ah! ni doblarán siempre.
Estaba aburrido; con ese cansancio moral mil veces mas fatigoso y mas incómodo que el cansancio físico. Tenía deseos de suicidarme pero, no acababa con la vida por no tener el trabajo de pegarme un tiro.
Sin saber qué hacer me puse maquinalmente á, leer un libro.—Bah! las obras de los hombres no pueden leerse. Los que escriben quieren siempre engañar á sus semejantes. Se les figura tal vez que son distintos de los demás.
Es singular el empeño que tienen los hombres en probarse unos á otros que el mundo es bueno y que la misión del sér humano es una gran misión. Es raro ese deseo incesante de encontrar en todo grandes móviles y de esperar inmensos resultados. Parece que los hombres no se conocen á sí mismos ó que confían en que las generaciones venideras creerán tales patrañas.
Desde las biblias, que pretenden ser las más verídicas por que hablan de cosas que nadie comprende, hasta las novelas, esas biblias de la religión moderna, todos los libros tienen por base la mentira ó la necedad.
La historia es el catálogo de las imbecilidades de los reyes y de los pueblos. La religión es la historia de las imbecilidades de las almas. La filosofía es el apéndice de esa historia.
La literatura es la inmensa cloaca del pensamiento. Es, como diría Víctor Hugo, el caño maestro de las ideas: todo va á parar allí. Pero, bah! no hay nada que merezca leerse.
Nó: me equivoco: hay un libro, ó al menos una parte de un libro que es una verdad; hay un hombre que no ha mentido al escribir; hay unas páginas que pueden leerse. Ese hombre es Dante: esas páginas son el Infierno de la Divina Comedia.
Quitado el oropel con que está cubierto, ese molde poético en que está vaciado y esa ficción de un viaje acompañado de Virgilio, el fondo es la verdad.
Yo, como todos los hombres, he atravesado también los malditos círculos de aquel infierno.
Me gusta leer á Dante porque me leo á mí mismo.
Ese Infierno es un retrato moral de Ja humanidad. No hay en él la necia afectación de sentimiento y de bondad que h.- y en todos los libros.
Cuando se lee á Byron en el primer momento gusta. Su descrecimiento tiene algo de verdadero, pero, después que se le profundiza un poco, se le encuentra falso. Byron desesperado, deja entrever bajo las olas tumultuosas de su pensamiento, el fondo transparente de un corazón que espera, y nos habla a menudo de ese fantasma del amor que todos los hombres persiguen y que nadie ha visto aún.
Dante es otra cosa. No llora, no se queja, solo sabe maldecir. Su Capenco. Ese orgulloso jefe muerto en Tebas. Que despreciaba á Dios estando vivo. Y lo desprecia aun estando muerto no se abate, no se humilla. La lluvia do fuego cae sobre sus espaldas y él solo contesta: "Lo mismo que fui vivo lo soy estando muerto."
Esa lectura alegra. Es el espíritu del hombre, vivo ó muerto, siempre indomable y siempre orgulloso.
Cuando se atraviesan con Dante los círculos del Infierno, la sonrisa amarga de la experiencia, pliega los labios. Uno se regocija al ver que los mismos dolores que lo agitan han agitado siempre á todos los hombres. El mejor bálsamo para curar el sufrimiento es el dolor de los demás. Qué me importa sufrir si, a pesar de la risa sarcástica con que los hombres escuchan siempre la relación de los dolores ajenos, sé que en el fondo de todos los corazones las mismas amarguras se revuelven; el mismo lodo que todos organizan, se amontona, que esa sonrisa de desprecio y esa sonrisa de felicidad son el estertor de una agonía que se oculta á los ojos de los demás.
Bah! la mirada de] alma penetra en todas partes. El dolor nos da la doble vista.
Cuando yo era niño y creía en los grandes arranques de los hombres y en los grandes movimientos de los pueblos me gustaba leer.
Pasaba horas enteras apoyando mi cabeza en la Biblia meditando en las palabras de Cristo; temblaba con las visiones de San Juan y Santa Teresa: me sublimaba amorosamente con Bernardino de Saint-Pierre: me entusiasmaba con Víctor Hugo y palpitaba de amor patrio con los discursos de Danton, con las palabras de Vergniaud; volaba á la gloria con las proclamas de Napoleón y me creía gigante.
Ahora me río de aquellos tiempos y de aquellos hombres. Solo sé leer á Dante y maldecir con él.
Es indudable que además de la materia hay un espíritu que anima al hombre, que da vida a esa cosa muerta que se llama el cuerpo.
El espíritu, hé ahí la piedra angular contra la que se quiebran los pensamientos de muerte de todos los hombres.
Al descender á la tumba ¿ qué se hacen las almas?
¿ Se encierran con los cuerpos, muertas como ellos, entre las cuatro paredes del sepulcro ó libres de la materia toman su vuelo para otro mundo? Y los recuerdos de la tierra ¿ nos acompañan siempre?
¿ Será cierto que hay un sér invisible que nos dirige á su antojo, con una mano, ora suave como una caricia ó ya dura como una maldición?
A veces el miedo me anonada. Ese profundo misterio en que está envuelto el porvenir del espíritu me arredra.
Quién sabe si el destino no se complace en hacer inmortales las almas para que sean eternos sus dolores!
Qué importa! Sufrir en otro mundo, en otra esfera ó sufrir aquí lo mismo es.
Espíritu ó materia, todo lo que constituye el hombre ha sido creado para el dolor.
En el yunque de la desgracia, con el implacable martillo de la desesperación es que se ha formado la raza humana.
Do quiera que vayamos al morir, si no concluye todo en la tumba, el dolor irá con nosotros.
Pero al menos se cambia.—No es sufrir lo que me acobarda: es la monotonía del sufrimiento.
Esa reproducción continua de un mismo dolor: esas ideas que pasan y repasan en la mente' siempre las mismas aunque con distintas formas: esa noche que tiende siempre las mismas sombras; ese tiempo que pasa siempre con la misma lentitud; esas horas que no se apuran jamás; esta vida que se gasta progresivamente como la máquina de un reló, y ese movimiento metódico de todo, me cansa, me asesina.
Cada mañana que me levanto voy á mirarme al espejo á ver si he cambiado: pero el destino sabe que el mayor suplicio que puede dar á un hombre es obligarlo á caminar siendo siempre el mismo. Ah! si yo pudiera cambiar .'
A medida que la idea de suicidarme toma cuerpo en mi espíritu y que avanzo á pasos agitados hacia la tumba, los recuerdos de mi juventud y de mi infancia se presentan á mi memoria.
Me veo niño aún, en medio de mis condiscípulos, en los bancos del colegio.
Recuerdo mi primera emoción, mi primer sueño de gloria.
Tenía doce años. Mis maestros habían preparado grandes exámenes para mostrar los adelantos del colegio que regenteaban.
Yo estaba en la clase de Historia Romana. Una mañana el maestro nos llamó y nos dijo: "Los que quieran escribir una conferencia sobre la Historia de la República pueden hacerlo y serán premiados."
Me quedé pensando en aquel premio que prometían y la idea de obtenerlo, sobrepujando á mis compañeros, brotó en mi cabeza.
Abandoné mis juegos infantiles y me puse á leer continuamente. Pasaba las noches en vela agobiado sobre los libros y por la mañana, al sentarnos á la mesa para almorzar, mi padre me miraba sonriendo, porque había comprendido lo que causaba mi palidez.
Me ponía á escribir, trazaba algunas líneas sobre el papel y después tirando la pluma me paseaba agitadamente por mi cuarto tratando de coordinar las ideas que bullían en mi mente.
Al fin, después de todo un mes de una agitación indescriptible, fui una mañana al cuarto de mi padre y confuso, temblando leí la conferencia que había escrito. Cuando concluí fijé en él una mirada angustiosa: se sonrió y me dijo: Está buena: puedes mostrársela al Maestro.
Salí: en ese momento no me hubiera cambiado por nadie: me creía más arriba que todos los hombres.
Iba por la calle oprimiendo mi conferencia contra mi pecho y me parecía que todos me miraban y se inclinaban ante mí deslumbrados por mi genio.
Al día siguiente fueron los exámenes. El salón estaba lleno de gente. Los examinadores eran hombres graves y la mayor parte ancianos que infundían respeto. Algunas señoras estaban sentadas en los sillones de los espectadores.
Cuando llegó mi turno miré á mi padre que estaba en uno de los extremos del salón y con la voz temblorosa me puse á leer mi conferencia. La sabía de memoria y sin embargo mi vista estaba clavada en el papel.
Mientras estaba leyendo, el ruido de mi voz me aturdía y me prestaba valor, pero cuando al acabar reinó un profundo silencio, las fuerzas me faltaron y creí que iba á caer.
La voz del Presidente que decía: "Muy bien, muy bien ;" vino á alentarme. Uno de los examinadores, el mas jóven, se levantó, me estrechó la mano y me dijo: Magnífico!—Me senté sonriendo.
Cuando llegó la hora de repartir los premios, mi nombre fue el primero que pronunciaron. Confuso, avergonzado, me acerqué á la mesa de los examinadores y con la cabeza inclinada pero con el paraíso en el corazón, recibí una medalla de Oro con la que se premiaba mi dedicación al estudio y mi inteligencia.
Al volver á mi casa me parecía que no tocaba la tierra: tan alto me juzgaba: tan inmensa era mi alegría.
Un mes después todavía andaba yo con la medalla en el pecho y con la felicidad en el corazón!
Ay .' hoy mi niñez ha pasado y aquella medalla estará « quizá tirada en el último de mis cajones, como el recuerdo de aquellos tiempos en el fondo de mi memoria.
Otras veces el recuerdo de mis primeros amores se presenta radiante á mi memoria y por un instante, al menos, me ilumina con una luz hechicera.
Su primer beso: Ah.' todavía al borde de la tumba oigo que suena en mis oídos ese beso melodioso como el de un arpa.
Era una noche de Octubre. La luna pálida quebraba sus rayos sobre un balcón y millones de estrellas alumbraban el firmamento.
Todo respiraba amor y poesía en la naturaleza.—Yo estaba á su lado: oprimía cariñosamente su mano y dejaba en su oído palabras que brotaban á mi pesar del fon do de mi alma.
Mirábamos la luna: de pronto, sin saber cómo, encontré que mis labios se apoyaban sobre los suyos y sentí esa impresión desconocida, que me pareció que hacia nacer estrellas en mi alma!
La luna se ocultó detrás de una nube: la oscuridad nos volvió á la vida real.
Ay! la felicidad de aquel primer beso se perdió con aquel rayo de luna y no ha vuelto jamás!
Pero qué importa! No voy á morir? Para qué entonces traer á la mente los dulces recuerdos de mis primeros años?
Sí: es necesario que muera. La vida es una agonía permanente.
Agobiándola con su tremendo peso la maldición de Dios sofoca la tierra.
La mano bienhechora del Señor no nos acaricia nunca.
El árbol de la existencia es el árbol del sufrimiento y del mal. Y la flor de la vida, la sola flor de la vida es la desesperación.

Ah' necesito morir!
Estas ideas incoherentes, desordenadas, á veces contradictorias, se revolvían en mi mente y hacían de mi pensamiento ora un mar agitado ó una fuente cristalina.
Por fin, una mañana me levanté resuelto. Saqué mis pistolas; las examiné bien y después de cargarlas las puse sobre la mesa.
En seguida encendí un cigarro habano y me senté fríamente en el sofá á contemplar el humo que se elevaba en espirales subiendo ó bajando según las oscilaciones que le imprimía el aire.
Mi pensamiento estaba embotado. Veía, por decirlo así, las primeras gradas de la inmensa escala de lo desconocido y sin embargo estaba en completa calma.
Con la última bocanada de humo tiré mi cigarro que lanzó un riego de chispas al chocar contra el piso y tomando la pistola apoyé la boca del cañón en mis sienes..
En ese momento me despertaste, me dijo Luis concluyendo.
Ambos quedamos en silencio por algunos instantes y nos miramos fijamente como tratando de adivinar los sentimientos que nos agitaban. *
Un sudor helado cubría nuestras sienes y una lucha sorda se sostenía en el fondo de nuestras almas entre la desesperación y la esperanza: entre el mal y el bien.
Cubierto con los vapores del sueño el destino se había complacido en hacer pasar delante de nosotros el triste cuadro de los dolores humanos y la imagen descarnada del escepticismo.
Nuestro sufrimiento nos empujaba en la resbalosa pendiente, estábamos al borde del abismo.
Qué pasó en nuestras almas en aquel instante? Solo Dios pudiera decirlo.
De pronto me estremecí y oprimiendo con violencia el brazo de Luis: Mira, le dije.
En un pequeño cuadro estaba el retrato de una mujer.
Ambos nos sonreímos y estrechándonos calorosamente las manos nos separamos.
Nuestras dudas habían desaparecido. Las alas de un ángel acababan de rozar nuestras sienes.
Y el latido acompasado de nuestros corazones murmuraba en su lenguaje inexplicable: "Ama y creerás: cree y serás dichoso!


José Pedro Varela
(Sí, el pedagogo, el político, también narrador y poeta. En la web se puede leer "Ecos perdidos", su único libro de poemas; por cierto, antes y ahora, bien oculta toda su producción intelectual al conocimiento público por parte de los agentes responsables de que la cultura sea un bien común.)





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