viernes, 8 de noviembre de 2013

"Lo que el viento se llevó", un homenaje a la abuela de Margaret


Atlanta- 8 de noviembre de 1900

Lo que el viento se llevó

1


Scarlett O´Hara no era bella, pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se sentían ya cautivos de su embrujo, como les sucedía a los gemelos Tarleton. En su rostro contrastaban acusadamente las delicadas facciones de su madre, una aristócrata de la costa, de familia francesa, con las toscas de su padre, un rozagante irlandés. Pero era el suyo, con todo, un semblante atractivo, de barbilla puntiaguda y de anchos pómulos. Sus ojos eran de un verde pálido, sin mezcla de castaño, sombreados por negras y rígidas pestañas, levemente curvadas en las puntas. Sobre ellos, unas negras y espesas cejas, sesgadas hacia arriba, cortaban con tímida y oblicua línea el blanco magnolia de su cutis, ese cutis tan apreciado por las meridionales y que tan celosamente resguardan del cálido sol de Georgia con sombreros, velos y mitones.
Sentada con Stuart y Brent Tarleton a la fresca sombra del porche de Tara, la plantación de su padre, aquella mañana de abril de 1861, la joven ofrecía una imagen linda y atrayente. Su vestido nuevo de floreado organdí verde extendía como un oleaje sus doce varas de tela sobre los aros del miriñaque y armonizaba perfectamente con las chinelas de tafilete verde que su padre le había traído poco antes de Atlanta. El vestido se ajustaba maravillosamente a su talle, el más esbelto de los tres condados, y el ceñido corsé mostraba un busto muy bien desarrollado para sus dieciséis años. Pero ni el recato de sus extendidas faldas, ni la seriedad con que su cabello estaba suavemente recogido en un moño, ni el gesto apacible de sus blancas manitas que reposaban en el regazo conseguían encubrir su personalidad. Los ojos verdes en la cara de expresión afectadamente dulce eran traviesos, voluntariosos, ansiosos de vida, en franca oposición con su correcto porte. Los modales le habían sido impuestos por las amables amonestaciones y la severa disciplina de su madre; pero los ojos eran completamente suyos. A sus dos lados, los gemelos, recostados cómodamente en sus butacas, reían y charlaban. El sol los hacía parpadear al reflejarse en los cristales de sus gafas, y ellos cruzaban al desgaire sus fuertes, largas y musculosas piernas de jinetes, calzadas con botas hasta la rodilla. De diecinueve años de edad y rozando los dos metros de estatura, de sólida osamenta y fuertes músculos, rostros curtidos por el sol, cabellos de un color rojizo oscuro y ojos alegres y altivos, vestidos con idénticas chaquetas azules y calzones color mostaza, eran tan parecidos como dos balas de algodón.
Fuera, los rayos del sol poniente dibujaban en el patio surcos oblicuos bañando de luz los árboles, que resaltaban cual sólidas masas de blancos capullos sobre el fondo de verde césped. Los caballos de los gemelos estaban amarrados en la carretera; eran animales grandes, jaros como el cabello de sus dueños, y entre sus patas se debatía la nerviosa trailla de enjutos perros de caza que acompañaban a Stuart y a Brent adondequiera que fuesen. Un poco más lejos, como corresponde a un aristócrata, un perro de lujo, de pelaje moteado, esperaba pacientemente tumbado con el hocico entre las patas a que los muchachos volvieran a casa a cenar.
Entre los perros, los caballos y los gemelos hay una relación más profunda que la de su constante camaradería. Todos ellos son animales sanos, irreflexivos y jóvenes; zalameros, garbosos y alegres los muchachos, briosos como los caballos que montan, briosos y arriesgados, pero también de suave temple para aquellos que saben manejarlos.
Aunque nacidos en la cómoda vida de la plantación, atendidos a cuerpo de rey desde su infancia, los rostros de los que están en el porche no son ni débiles ni afeminados. Tienen el vigor y la viveza de la gente del campo que ha pasado toda su vida al raso y se ha preocupado muy poco de las tonterías de los libros. La vida es aún nueva en la Georgia del Norte, condado de Clayton, y un tanto ruda como lo es también en Augusta, Savannah y Charleston. Los de las provincias del Sur, más viejas y sedentarias, miran por encima del hombro a los georgianos de las tierras altas; pero allí, en Georgia del Norte, no avergonzaba la falta de esas sutilezas de una educación clásica, con tal de que un hombre fuera diestro en las cosas que importaban. Y las cosas que importaban eran cultivar buen algodón, montar bien a caballo, ser buen cazador, bailar con agilidad, cortejar a las damas con elegancia y aguantar la bebida como un caballero. Los gemelos sobresalían en estas habilidades, y eran igualmente obtusos en su notoria incapacidad para aprender cualquier cosa contenida entre las tapas de un libro. Su familia poseía más dinero, más caballos, más esclavos que otra ninguna del condado, pero los muchachos tenían menos retórica que la mayoría de los vecinos más pobres de la región.
Ésta era la razón de que Stuart y Brent estuvieran haraganeando en el porche de Tara en aquella tarde de abril. Acababan de ser expulsados de la Universidad de Georgia (la cuarta universidad que los expulsaba en dos años), y sus dos hermanos mayores, Tom y Boyd, habían vuelto a casa con ellos por haberse negado a permanecer en una institución donde los gemelos no eran bien recibidos.



De: http://www.acanomas.com
(donde podrán leer o releer toda la novela)





"La novela más hermosa jamás escrita"- Óscar Wilde



8 de noviembre de 1847 - Irlanda
Como ocurrió con García Márquez,
las historias fantásticas
que su madre le contó de niño
-pues estuvo muy enfermo durante sus primeros siete años-
incidieron en su creación.

Uno de sus primeros cuentos:

La Casa del Juez


Cuando llegó la época de sus exámenes, Malcolm Malcomson se decidió de repente a marchar a un lugar retirado, con el fin de poder estudiar con tranquilidad. Temía la atracción de las poblaciones costeras y también el aislamiento completamente rural. De las primeras conocía sus encantos. Determinó, pues, buscar un pueblo sin pretensiones, donde nadie ni nada pudieran distraerle.

Como es natural, se abstuvo de preguntar acerca de nombres ni de lugares a sus amigos, puesto que todos le recomendarían con seguridad sitios ya conocidos por él. Y, lo que era peor, por aquéllos. Malcomson deseaba evitar las amistades, pues no quería que nadie le molestase en sus estudios. Por eso decidió buscar él mismo el lugar. Llenó una maleta con algunas prendas y todos los libros que necesitaba, y adquirió un billete para el primer nombre del horario de salidas que vio en la estación.

Cuando al cabo de un viaje de tres horas se apeó en Benchurch, sintióse satisfecho de haber borrado su rastro por completo y de hallarse en un sitio donde podría estudiar con toda tranquilidad. Luego dirigióse directamente a la única posada de aquella adormilada aldea, y se dispuso a pasar allí la noche. Benchurch era un pueblo con mercado, por lo que una vez cada tres semanas se veía sumamente atestado de gente, aunque el resto del mes resultaba tan vacía como un desierto.

Al día siguiente de su llegada, Malcolm empezó a buscar un alojamiento todavía más aislado que la posada, la cual se llamaba «Al buen viajero». Sólo una casa llamó su atención y satisfizo su idea de soledad: en realidad, soledad y quietud no eran los términos más apropiados para definirla, ya que el más adecuado seria desolación y no aislamiento. Era un edificio vetusto, decaído, de estilo jacobita, con pesados aleros y ventanas, usualmente pequeñas, más elevadas de lo normal en las demás casas del pueblo, muchas de las cuales estaban casi a ras del suelo, y rodeado por una tapia de construcción maciza.

Tras un examen más detenido, le pareció más una morada fortificada que una mansión ordinaria. Fue todo esto lo que más le gustó a Malcolm. "Aquí, pensó, tendré la verdadera oportunidad de estudiar. Aquí seré feliz. Si, ésta es la casa que andaba buscando"... Su alegría aumentó cuando supo, con certeza, que la casa no estaba habitada.

En Correos se enteró del nombre del agente, quien raras veces se veía sorprendido por una solicitud relativa a la vieja casona. El señor Carnford, el agente y abogado local, era un caballero de cierta edad, que confesó encantado que hacia mucho tiempo que nadie deseaba alquilar aquella mansión.

-A decir verdad -añadió-, habría llegado, en favor de sus propietarios, a alquilarla gratis al menos durante un año, con el fin de que la gente se acostumbrase a verla habitada. Lleva tanto tiempo vacía, que se ha creado incluso cierto prejuicio. Es posible que su ocupación lo destruya..., aunque esté ocupada -agregó con una tímida mirada al aspecto de Malcolm- por un sabio como usted, que desea calma y tranquilidad para sus estudios.

Malcolm juzgó innecesario preguntarle al agente cuál era el prejuicio... Sabia que conseguiría mejores informes respecto al tema, si los precisaba, por boca de otras personas. Abonó tres meses de renta, se guardó el recibo, y anotó el nombre de una mujer que seguramente haría las faenas de la casa. Luego, se marchó con las llaves en el bolsillo.

Se dirigió en busca de la patrona de la posada, persona muy amable y simpática. y le pidió consejo sobre las tiendas y las provisiones que podría necesitar. Ella levantó las manos hacia el techo cuando él le contó adónde iba a alojarse.

-¡No en la Casa del Juez! -exclamó aterrada.

Malcolm le explicó las ventajas de aquella casa para él, añadiendo que ignoraba su nombre. Cuando terminó su exposición, ella le contestó:

-Si, seguro..., seguro que es la misma. Seguro que es la Casa del Juez.

Malcolm le preguntó gentilmente qué pasaba con semejante lugar, por qué le llamaban de aquel modo y qué tenían en contra del mismo.

La mujer respondió que así llamaban a la casa porque muchos años antes (ignoraba cuánto tiempo, puesto que ella era de otra parte del país, aunque pensaba que se trataba de más de cien años) había sido la morada de un juez a quien todos temían a causa de sus terribles sentencias y su hostilidad a los presos. Respecto a lo que hubiera en contra de la casa, lo ignoraba también. A menudo lo había preguntado, pero nadie le habla informado; aunque existía la impresión general de un "algo". Por su parte, ni por todo el dinero del Banco de Drinkwater permanecería una sola hora en aquella casa. Después, se disculpó con Malcolm por aburrirle con su charla.

-Opino -concluyó diciendo- que, para un joven caballero como usted, no es bueno que viva allí tan solo. Si usted fuera mi hijo, y perdóneme por decirle tal cosa, no dormiría allí esta noche, ni ninguna, claro. aunque tuviese que ir en persona a tocar la señal de alarma que hay en el tejado.

La buena mujer estaba tan preocupada, y era tan amable en sus intenciones, que Malcolm, aunque interiormente divertido, sintióse emocionado. así, respondió que le agradecía sus buenas intenciones y añadió:

-Mi querida señora Witham, no tiene por qué preocuparse por mí. Un hombre que estudia matemáticas superiores no tiene tiempo para ocuparse de cosas misteriosas. Su tarea es demasiado exacta y meticulosa y también prosaica para permitir que ningún rincón de su cerebro se dedique a especulaciones misteriosas de cualquier clase. Las progresiones armónicas, las permutaciones y las combinaciones, aparte de las funciones elípticas, ya suponen bastante misterio para mi -agregó riendo.

La señora Witham se ofreció para adquirir cuanto él necesitase, y Malcolm se marchó a visitar a la mujer de faenas recomendada por el agente.

Cuando volvió con ella a la Casa del Juez, al cabo de dos horas, vio que la señora Witham ya le aguardaba con varios hombres y chicos portadores de bultos y paquetes, así como el mozo de un tapicero que llevaba una cama en una carreta, pues, según dijo la mujer, aunque las sillas y las mesas estuviesen en buen estado, una cama que no se había aireado en más de cincuenta años, no era lugar apropiado para unos huesos juveniles. Evidentemente, la señora Witham tenía curiosidad por visitar el interior de la casa, y aunque era manifiesto que temía «algo», pues al menor ruido se agarraba fuertemente a Malcolm, de quien no se apartaba ni un solo instante, examinó todo el lugar.

Tras la visita a la casa, Malcolm decidió instalarse en el inmenso comedor, que podía satisfacer todas sus necesidades; y la señora Witham, con la ayuda de la señora Dempster, que así se llamaba la «interina», procedió a efectuar los arreglos necesarios. Cuando hubieron desenvuelto y vaciado todas las cajas, Malcolm comprendió que la señora Witham había sido previsora en extremo, pues las provisiones al menos eran para una semana. Antes de marcharse, ella le deseó mucha suerte. Y ya en la puerta se volvió y le espetó:

-Tal vez, señor, el comedor resulte excesivamente grande para usted, y además, habrá quizá corrientes de aire, por lo que sería conveniente que instalara alrededor de su cama, al menos por las noches, una cosa de esas que se llaman... biombos; aunque, a decir verdad, antes me moriría que estar encerrada dentro de uno de esos objetos, con todas esas cosas... que asoman la cabeza por todas partes... incluso por arriba... podrían mirarme...

El panorama que ella misma acababa de evocar fue demasiado para sus nervios, y huyó velozmente de allí.

La señora Dempster resopló con aires de superioridad cuando desapareció la otra mujer, y observó que por su parte no temía a ningún duende del reino.

-Le diré una cosa, señor -continuó-: los duendes son muchas cosas, muchas... menos duendes. Ratas y ratones, y también avispas o cucarachas; puertas que crujen, tejas sueltas, vidrios rotos, manijas y tiradores flojos en las cómodas... que a veces caen por la noche. Fíjese en el artesonado de esta habitación. ¡Tiene unos cien años de antigüedad! ¡Imagínese las ratas y cucarachas que habrá ahí dentro! Y usted no ve nada. Las ratas son los duendes, se lo aseguro, y los duendes son las ratas. ¡Y no crea otra cosa!

-Señora Dempster -replicó Malcolm con gravedad, con una ligera inclinación cortés-, sabe usted más que un sabio auténtico. Y permítame decirle, como signo de estimación hacia su indudable bondad de corazón y buen juicio, que cuando yo me vaya, le cederé la posesión de esta casa, donde podrá usted vivir al menos dos meses, puesto que la he alquilado por tres y a mi me bastará para mis estudios con cuatro semanas a lo sumo.

-Muchas gracias, señor -repuso ella-, pero no podría dormir ni una sola noche fuera de mi propio lugar. Yo vivo en la Greenshow's Charity, y si durmiera una sola noche fuera de mi habitación, la perdería. En esa casa de beneficencia las reglas son muy estrictas; y hay demasiadas personas que aguardan una vacante para arriesgarme a perder mi cama. Aunque le aseguro, señor, que me encantará servirle en cuanto sea menester durante su estancia aquí.

-Mi buena mujer -observó Malcolm rápidamente-, he venido aquí en busca de soledad y aislamiento, y créame que le estoy agradecido al difunto Greenshow por haber organizado una casa de beneficencia de forma tan admirable, pues de este modo me veo frustrado en la oportunidad de experimentar esta forma de tentación. El mismo San Antonio no habría podido ser más rígido en este punto.

-Ah, ustedes los jóvenes -rió la mujer-, no temen nada, y estoy segura de que aquí logrará gozar de la soledad que tanto anhela.

Tras estas palabras se dedicó a sus quehaceres domésticos, y al atardecer, Malcolm regresó de un paseo (siempre iba provisto de uno de sus libros cuando salía), encontrando el comedor barrido y fregado, el fuego en el hogar de la chimenea, la lámpara encendida, y la mesa dispuesta para la cena con los excelentes víveres adquiridos por la señora Witham.

-¡Bravo! -exclamó Malcolm, restregándose las manos-. Esto es comodidad.

Cuando terminó de cenar, llevó la bandeja al otro extremo de la inmensa mesa, cogió de nuevo los libros, añadió leña al fuego, redujo la luz de la lámpara y se dispuso a estudiar profundamente. Continuó sin descanso hasta las once, momento en que volvió a avivar el fuego y reanimar la mortecina lámpara, mientras se hacía una taza de té. Siempre había sido bebedor de té, y durante su vida universitaria había gustado todas las noches de una taza antes de acostarse.

Aquel descanso fue un gran lujo que disfrutó con una sensación de voluptuosa delicia. El reanimado fuego chisporroteó y llameó alegremente, produciendo enormes sombras en la vasta estancia. Mientras tomaba el té soñó con el sentido de aislamiento que más le gustaba. Fue entonces cuando observó por vez primera el ruido que hacían las ratas.

«Seguramente, se dijo, no lo han hecho mientras estudiaba, de lo contrario me habría fijado.»

Cuando el ruido fue en aumento, estuvo seguro de que acababa de empezar. Era evi4ente que las ratas se habían asustado ante la presencia de un desconocido, ante la luz del fuego y la lámpara; mas con el paso de las horas había aumentado su osadía y ahora disfrutaban de su ocupación favorita.

¡Qué atareadas estaban! ¡Qué ruidos más extraños! Arriba y abajo por dentro del artesonado, por el techo y bajo el suelo, correteaban a más y mejor, royendo, arañando... Malcolm sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: "¡Las ratas son los duendes, se lo aseguro, y los duendes son las ratas!".

El té empezaba ya a ejercer su estimulo intelectual y nervioso, y Malcolm previó con alegría otras largas horas de trabajo antes de dar por terminada la jornada. Con el sentido de seguridad que aquel brebaje le daba, se permitió echar un buen vistazo a la habitación. Cogió la lámpara con una mano y dio una vuelta, preguntándose por qué una casa tan estupenda y antigua estaba tan descuidada. El labrado del roble en las tallas del artesonado era excelente, y todas las puertas y ventanas poseían gran mérito. En los muros habla algunos cuadros antiguos, aunque estaban tan polvorientos y sucios que era imposible distinguir el menor detalle, a pesar de levantar la lámpara cuanto la longitud de su brazo le permitió. Aquí y allá habla algún agujero o grieta taponado momentáneamente por el morro de una rata, con sus brillantes ojillos relucientes a la luz, pero al instante desaparecían, sucediéndose entonces un correteo y un chillido.

Lo que más le asombró, no obstante, fue el cordón de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en un extremo de la habitación, aliado derecho de la chimenea. Malcolm acercó un sillón al caliente hogar y sentóse para saborear una última taza de té. Poco después atizó el fuego y prosiguió con su trabajo, sentado a una esquina de la mesa con el fuego a su izquierda. Durante un rato, las ratas le molestaron con sus constantes correrías, pero se acostumbró a aquel ruido lo mismo que la gente se acostumbra al tictac de un reloj o al rumor del agua corriente; tan inmerso estaba al fin en su estudio que todo lo del mundo, excepto el problema que trataba de solucionar, no existía para él.

De pronto, levantó la cabeza, con el problema aún sin resolver, intuyendo en el aire aquella sensación de la hora que precede al amanecer, tan temible para una vida que se extingue. El ruido de las ratas había cesado. Bien, a él le pareció que había cesado recientemente. Y fue el cese de todo ruido lo que más le había perturbado.

El fuego estaba muy bajo, aunque todavía dejaba esparcir un débil resplandor rojizo. Al levantar la cabeza, Malcolm se estremeció a pesar de su sangfroid.

Encima del enorme sillón de roble tallado, colocado en el lado derecho de la chimenea, habla una rata enorme, que le contemplaba fijamente con ojillos llenos de odio. Malcolm hizo un ademán para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Luego, fingió tirarle algo. La rata siguió inmóvil, aunque enseñó sus puntiagudos dientes, y sus crueles ojillos brillaron a la luz de la lámpara con mayor odio aún.

Malcolm sintióse aturdido, y cogiendo el atizador de la chimenea se aprestó a matar al animal. Sin embargo, antes de que pudiese golpearlo, la rata, con un chillido que pareció toda la concentración de su odio, saltó al suelo y trepando por el cordón de la campana de alarma desapareció en la oscuridad, más allá del alcance del cono de luz de la lámpara de pantalla verde. Instantáneamente, y de manera muy extraña, las ratas del artesonado volvieron a reanudar sus ruidos.

Por entonces el cerebro de Malcolm no estaba ya concentrado en el problema de matemáticas, y como el canto del gallo le anunció que estaba amaneciendo, se fue a la cama, donde no tardó en dormirse.

Dormía de manera tan profunda, que ni siquiera se despertó cuando la señora Dempster entró en la habitación. Sólo cuando ella hubo barrido, tuvo listo el desayuno y tabaleó sobre el biombo que encerraba la cama, despertó Malcolm. Estaba un poco cansado por la noche de trabajo tan duro, pero la taza de té cargado le refrescó y despabiló, por lo que, cogiendo el libro, salió a dar un paseo matutino, llevándose unos bocadillos puesto que no pensaba regresar hasta la hora de cenar.

Encontró un sendero desierto entre unos olmos, fuera de la población, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace. Al regreso entró en la posada para saludar a la señora Witham y agradecerle todas las molestias que se había tomado. Cuando ella le vio a través de la cristalera de su despachito, se apresuró a salir para darle la bienvenida. Luego le miró fijamente, con ojos escrutadores, sacudió la cabeza y exclamó:

-Trabaja usted demasiado. Está muy pálido esta mañana. Se acuesta muy tarde y su cerebro se fatiga en exceso, y esto no es bueno para ningún joven. Dígame, ¿qué tal ha pasado la noche? Supongo que bien, claro. Pero, le aseguro, señor, que me alegré cuando la señora Dempster me contó esta mañana que cuando ella lleg6 a su casa, usted dormía como un leño.

-Oh, lo he pasado muy bien -repuso él, sonriendo-. Ese «algo» todavía no me ha molestado. Sólo las ratas, y se lo aseguro que corren por todas partes. Vi una que parecía un verdadero diablo, sentada en mi sillón de la chimenea, y no huyó hasta que la amenacé con el atizador. Entonces, trepó por el cordón de la campana de alarma y se metió por la pared o el techo... No pude verlo bien pues aquello estaba muy oscuro.

-¡Dios se apiade de nosotros! -se asustó la señora Witham-. ¡Un diablo sentado en su sillón de la chimenea! ¡Tenga cuidado, señor, tenga cuidado! Los rumores siempre tienen algo de verdad.

- ¿ Qué quiere decir? Le aseguro que no la comprendo.

-¡Un diablo...! Ah, quizás el demonio... No, no se ría, señor -añadió la buena mujer, puesto que Malcolm había prorrumpido en una estrepitosa carcajada-. Los jóvenes siempre se ríen de lo que estremece a los viejos. Ah, no importa, señor, no importa, y ojalá pueda usted seguir riendo toda la vida. ¡Es lo único que realmente le deseo!

La patrona de la posada, por unos instantes, gozó con las risas de Malcolm, olvidando momentáneamente sus temores.

-Oh, perdone -dijo de pronto el joven estudiante-. No crea que soy un necio, pero sus palabras me hicieron reír... ¡Vamos, creer que el diablo en persona estuvo anoche sentado en mi sillón de la chimenea...!

Ante tal pensamiento, el joven volvió a reír. Después, se marchó a su casa para cenar.

Aquella noche, las ratas empezaron a hacer ruido mucho más temprano; en realidad, lo hacían ya antes de su llegada, y sólo cesó cuando hizo su entrada como si su presencia las molestase. Después de cenar, Malcolm sentóse unos momentos ante el fuego para fumar un cigarrillo; y después, tras quitar los platos y la bandeja de la mesa, empezó a estudiar nuevamente.

Aquella noche, las ratas le molestaron más que la anterior. ¡Cómo correteaban y roían arriba y abajo, abajo y arriba! ¡Cómo chillaban, cómo arañaban, cómo roían! Tomándose más atrevidas por momentos, se asomaban por los agujeros del artesonado, por las grietas, por los resquicios, por las ensambladuras, y sus ojillos relucían como luciérnagas cuando las llamas de la chimenea se elevaban y decaían. Sin embargo, para Malcolm, sin duda ya acostumbrado a ello, aquellos ojillos no eran malvados, y los juegos rateriles más bien le conmovían. A veces, las más atrevidas saltaban al suelo o corrían por las molduras del techo. De cuando en cuando, si le molestaban con exceso, Malcolm hacía algún ruido para asustarlas, golpeando la mesa con una mano o siseando, con lo cual todas regresaban despavoridas a sus escondrijos.

Así transcurrió la primera parte de aquella noche, y a pesar del ruido, Malcolm logró absorberse por completo en su trabajo.

De pronto, levantó la cabeza, como la noche anterior, casi abrumado por el súbito silencio. No se oía el menor ruido, el menor arañazo, el menor chillido. Reinaba un silencio de tumba. Malcolm se acordó de lo ocurrido la noche anterior e instintivamente miró hacia el sillón que estaba junto a la chimenea. Entonces se vio sobrecogido por una extraña sensación.

Sentada en el sillón de madera de roble se hallaba la misma rata enorme, contemplándole fijamente con sus odiosos ojillos.

Instintivamente, el joven cogió lo que más a mano tenia, un libro de logaritmos, y se lo arrojó. El libro no estuvo bien apuntado y la rata no se movió, de modo que Malcolm repitió la operación de la noche anterior con el atizador; la rata, al verse de nuevo perseguida de cerca, trepó por la cuerda de la campana de alarma. Cosa extraña: su marcha fue seguida instantáneamente por la reanudación de los ruidos a cargo de la comunidad rateril.

En esta ocasión, como en la anterior, Malcolm no logró distinguir por dónde había desaparecido la rata, pues la pantalla verde de la lámpara dejaba en tinieblas la parte alta de la estancia, y el fuego estaba bastante bajo.

Cuando consultó su reloj, MaIcolm vio que era casi medianoche; y sin lamentar el divertissement, atizó el fuego y sirvióse su té nocturno. Había trabajado mucho y pensó que tenía derecho a un cigarrillo de modo que tomó asiento en el sillón, delante del fuego, dispuesto a gozar del humo del tabaco.

Mientras fumaba empezó a pensar que le gustaría saber por dónde había desaparecido el animal puesto que tenía cierta idea para el día siguiente, relacionada con una trampa para ratas. De acuerdo con su idea, encendió otra lámpara y la colocó de modo que iluminara bien el rincón de la derecha de la chimenea. Luego, reunió todos sus libros y los colocó cerca de su alcance, para poder arrojarlos contra el roedor. Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y dejó su extremo encima de la mesa, fijándose debajo de la lámpara verde. Al manejarla, observó que era muy flexible y muy fuerte, aparte de no estar desgastada ni raída en absoluto.

"Sería posible colgar a un hombre con esto.., pensó"
Terminados los preparativos, miró a su alrededor y se dijo muy complacido:

"Y ahora, amiguita, creo que esta vez sabré tu secreto".

Se absorbió de nuevo en sus problemas, y aunque al principio le molestó algo el ruido de las ratas, no tardó en quedar sumido en sus proposiciones y problemas matemáticos.

Otra vez se vio arrancado de sus estudios de manera repentina. No era ya solamente el profundo silencio que le rodeaba lo que le había distraído, sino un leve movimiento de la cuerda, que hacía oscilar la lámpara.

Sin moverse, levantó la vista para ver si el montón de libros estaba a su alcance, y paseó la mirada a lo largo de la cuerda.

Entonces vio cómo la rata saltaba de la cuerda al sillón, y permanecía sentada, observándole. Malcolm levantó un libro con la mano derecha, y apuntando cuidadosamente, se lo tiró a la rata. Esta, con un rápido movimiento, saltó a un lado y esquivó el proyectil. Entonces, el joven cogió otro volumen, y un tercero, y los arrojó uno tras otro contra el roedor, siempre sin fortuna. Al fin, al levantarse con un cuarto libro en la mano, la rata chilló y pareció asustada.

Esto hizo que Malcolm deseara más que nunca tirarle el libro, que esta vez golpeó a la rata con un ruido sordo. El animal chilló horriblemente, y lanzando contra su enemigo una espantosa mirada malévola, corrió por el respaldo del sillón y dio un enorme salto hacia la cuerda, trepando por ella como el rayo. La lámpara se balanceó bajo aquel súbito impulso, mas como era muy pesada, no volvió. Malcolm mantuvo sus ojos fijos en la rata, y a la luz de la segunda lámpara vio que aquélla saltaba hacia una moldura del artesonado y desaparecía por un agujero de uno de los grandes cuadros que colgaban del muro, oscurecidos, invisibles bajo la capa de mugre y polvo.

-Por la mañana buscaré la guarida de mi amiguita -murmuró el estudiante, recogiendo sus libros-. El tercer cuadro a partir de la chimenea. No lo olvidaré.

Iba cogiendo los libros uno a uno, comentando sus títulos al levantarlos.

-Secciones cónicas no le ha hecho nada, ni Oscilaciones cicloidales, ni los Principios, ni Cuaternarias ni la Termodinámica. ¡Ah, este es el libro que la obligó a huir!

Malcolm lo cogió y lo miro. Fue entonces cuando sufrió un terrible sobresalto y por su rostro se extendió una súbita palidez. Miró asustado a su alrededor y tembló ligeramente, al tiempo que murmuraba:

-¡Dios mío! ¡La Biblia que me dio mi madre! ¡Qué extraña coincidencia!

Sentóse de nuevo a estudiar, y las ratas reanudaron sus juegos. No le molestaban, sin embargo; al contrario, su presencia parecía hacerle compañía. No obstante, se vio incapaz de concentrarse en su trabajo, y tras luchar un rato con uno de los problemas, cerró el libro con desesperación y se marchó a la cama, en el momento en que por la ventana penetraban las primeras luces del alba.

Durmió pesadamente, aunque con inquietud, y soñó mucho. Cuando la señora Dempster le despertó ya algo tarde, Malcolm parecía algo enfermo, y durante unos instantes no recordó exactamente dónde estaba. Su primera petición sobresaltó a la señora Dempster.

-Señora Dempster, mientras yo esté hoy fuera, quisiera que limpiara completamente, lo mejor posible, esos cuadros..., especialmente el tercero después de la chimenea. Quiero ver qué representan.

Por la tarde, Malcolm estuvo ocupado con unos libros en el sendero de los olmos, y a medida que transcurría el día iba sintiéndose tan calmado y contento como el día anterior, progresando de modo satisfactorio en sus estudios. Consiguió resolver algunos de los problemas que más le preocupaban, y cuando visitó a la señora Witham en la posada, lo hizo en un estado de júbilo.

En el comedor, junto con la dueña, encontró a un forastero, a quien aquélla le presentó como el «doctor Thomhill». La mujer parecía algo angustiada, y esto, combinado con las preguntas que el doctor Thomhill no tardó en dirigirle al joven, hicieron que éste llegara a la conclusión de que su presencia allí no era casual.

-Doctor Thomhill -exclamó Malcolm de pronto, sin más preámbulos-, contestaré de buen grado a sus preguntas si antes responde usted a una mía.

El doctor pareció sorprendido, pero sonrió y repuso al momento:

-De acuerdo. ¿De qué se trata?

-¿Le ha pedido la señora Witham que viniera a verme y aconsejarme?

El doctor Thomhill permaneció un instante como cortado, y la señora Witham enrojeció y se retiró al instante. Pero el doctor era un hombre leal y sincero, y respondió francamente:

-Efectivamente, aunque no quería que usted lo supiera. Supongo que mis preguntas tan apresuradas se lo han hecho sospechar. La señora Witham me dijo que no le gustaba la idea de que viviera usted solo en aquella casa, y además cree que toma usted el té demasiado fuerte y en cantidades excesivas. En realidad, desea que le aconseje que tome menos té, y se acueste más temprano. También yo fui estudiante, por lo que supongo que puedo tomarme la libertad, en mi calidad de colega suyo, de aconsejarle en estos términos, y no como si fuese un desconocido.

Malcolm sonrió alegremente y extendió la mano.

-¡Chóquela!, como dicen en América -exclamó-. Le agradezco su franqueza, y también la amabilidad de la señora Witham, que merece algo de mi parte. Bien, prometo no tomar más té fuerte... En realidad, ni fuerte ni flojo. Y que me acostaré todas las noches a la una como más tarde. ¿De acuerdo?
-¡Magnífico! -dijo el doctor Thornhill-. Y ahora, cuénteme qué ha observado en aquella casona.

Malcolm pasó entonces a relatar minuciosamente todo lo ocurrido en las dos noches precedentes. De vez en cuando se veía interrumpido por una exclamación de la señora Witham, que había vuelto al comedor. Cuando finalmente él relató lo referente a la Biblia arrojada a la rata, estuvo a punto de desmayarse, y no se recobró hasta haberse tomado una copa de coñac y agua. El doctor Thornhill escuchaba el relato con suma gravedad, y cuando el joven terminó y la señora Witham se hubo recuperado por completo, preguntó:

-La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma, ¿verdad?

-Siempre.

-Supongo que ya sabe -musitó el doctor tras una pausa- qué es esa cuerda.

-No.

-Es -explicó lentamente el doctor- la cuerda que el verdugo usaba para todas las victimas del rencor judicial del Juez.

Se vio interrumpido por otro grito de la señora Witham, y tuvieron que tomar varias medidas, entre ellas otra copa de coñac, para reanimarla. Tras consultar Malcolm su reloj, viendo ya que era la hora de cenar, se marchó a su casa antes de que la buena mujer se recobrase del susto.

Cuando se recobró, la dueña de la posada asaltó al doctor con toda clase de preguntas, acusándole además de imbuir ideas estúpidas en la mente de Malcolm.

-¡Con lo que le ocurre ya tiene bastante para inquietarse! -añadió.

-Mi querida señora -replicó serenamente el doctor-, se lo dije con un propósito definido. Deseaba llamar su atención hacia la cuerda de la campana. Es posible que ese joven esté un poco excitado y que haya estudiado demasiado. Aunque diría que es un muchacho sano, tanto mental como físicamente, no me gustaron sus explicaciones sobre los episodios de la rata y la sugerencia diabólica -el doctor movió la cabeza y continuó-. Me habría ofrecido a pasar esta noche en su casa, pero creo que lo habría considerado como una ofensa. Es posible que esta noche sufra un gran susto o una alucinación, y en ese caso puede tirar de la cuerda. De este modo nos avisará y llegaremos a su lado antes de que le suceda nada. Esta noche estaré levantado hasta muy tarde y mantendré bien abiertos los oídos. No se alarme si tenemos una sorpresa en Benchurch antes de que amanezca.

-Oh, doctor, ¿a qué se refiere?

-A que posiblemente, no, probablemente, oiremos la campana de alarma de la casa del Juez esta noche.

Y el doctor salió del comedor con la mayor prosopopeya.

Cuando Malcolm llegó a la mansión, vio que era un poco más tarde que los otros días, pues la señora Dempster ya se había marchado, puesto que no debía saltarse ningún reglamento de la casa de beneficencia.

A Malcolm le gustó encontrar su estancia limpia y bien dispuesta, con un fuego muy vivaz y la lámpara encendida. La noche era más fría de lo que cabía esperar en abril, y soplaba un fuerte viento que adquiría fuerza por instantes, prometiendo acabar en tormenta.

Durante unos minutos, después de su entrada, cesó el ruido de las ratas; mas tan pronto como se acostumbraron a su presencia, lo reanudaron de nuevo. A Malcolm le agradó oírlas, pues aquel ruido volvió a darle sensación de compañía, y su mente retrocedió hacia el extraño hecho de que sólo callaban cuando la otra, la rata enorme de ojos cargados de odio, aparecía en el sillón. La lámpara de lectura estaba encendida y su pantalla verde mantenía el techo y la parte superior de la habitación en la oscuridad, de modo que la amable luz del hogar que se extendía por el suelo y reluda sobre el mantel blanco de la mesa, colocado a uno de sus extremos, resultaba cálido y alentador. Malcolm sentóse a cenar con buen apetito y alegre ánimo. Después de la cena y tras fumarse un cigarrillo, sentóse a trabajar, dispuesto a no permitir que nada le molestase, pues recordaba su promesa al doctor. Por tanto, estaba decidido a aprovechar el tiempo de que disponía del mejor modo posible.

Trabajó durante una hora, y luego sus pensamientos se desviaron de los libros. Las circunstancias que le rodeaban, las llamadas hacia su atención física, y sus susceptibilidades nerviosas eran innegables.

El viento se había convertido ya en una galerna, y la galerna en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, se estremecía hasta sus cimientos, y la tormenta rugía y gemía a través de las innumerables chimeneas y los extraños tejados, produciendo raros sonidos en los cuartos y corredores vacíos. Incluso la gran campana de alarma del tejado padecía la fuerza del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente. Como si la campana se moviese de cuando en cuando. Y el extremo de la cuerda caía hacia el suelo con un sonido sordo y hueco.

Mientras Malcolm prestaba atención al ruido de la tormenta, recordó las palabras del doctor: «Es la cuerda que el verdugo usaba para todas las víctimas del rencor judicial del Juez.»

Malcolm se dirigió a la chimenea y cogió la cuerda entre sus manos para examinarla. Parecía sentir un gran interés por ella, y por un instante se perdió en especulaciones respecto a qué víctimas se habría referido el doctor, y al malévolo deseo del Juez de conservar tan malvada reliquia delante de sus ojos. De vez en cuando, el balanceo de la campana seguía elevando y bajando la cuerda. De pronto, Malcolm notó una nueva sensación, una especie de temblor de la cuerda, como si algo se moviera a lo largo de la misma.

Levantando instintivamente la vista, el joven vio a la gran rata que descendía poco a poco hacía él, mirándole con extraña fijeza. Dejó caer la cuerda y retrocedió, musitando una maldición, y la rata trepó de nuevo por la cuerda y desapareció. En el mismo instante, Malcolm tuvo conciencia de que las ratas volvían a alborotar, después de haber callado por algún tiempo.

Todo esto le hizo meditar. Pensó que no había investigado el escondite de la rata, ni examinado los cuadros, como intentaba hacer. Encendió, por tanto, la otra lámpara sin pantalla, y manteniéndola en alto, se colocó delante del tercer cuadro, a mano derecha de la chimenea, por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.

Al primer vistazo retrocedió con tanta rapidez que casi dejó caer la lámpara, y por su semblante se extendió una intensa palidez. Le temblaban las rodillas, y de su frente caían grandes gotas de sudor. Todo su cuerpo temblaba como un álamo. Pero era joven y animoso, y no tardó en recobrarse. Tras una pausa de varios segundos, avanzó de nuevo, levantó la lámpara y examinó el cuadro, ya sin polvo ni mugre.

Representaba a un juez ataviado con su toga y el armiño. Su rostro era duro, implacable, malvado, vengativo, con una boca sensual, una nariz ganchuda de color rojizo, y en forma de pico de ave de presa. El resto de la cara tenía un color cadavérico. Los ojos mostraban un brillo peculiar, con una terrible expresión de malignidad. Al contemplarlos, Malcolm quedóse helado, pues acababa de observar unos ojos iguales a los de la enorme rata. La lámpara estuvo a punto de escurrirse de entre sus manos, al divisar a la rata atisbando a través de un agujero del cuadro. Observó distraídamente que las demás ratas estaban completamente calladas. Sin embargo, trató de reanimarse y prosiguió con el examen de la pintura.

El Juez estaba sentado en un gran sillón de madera de roble, a mano derecha de una chimenea de piedra donde, en un rincón, colgaba del techo una cuerda, con el extremo enrollado en el suelo. Con una gran sensación de horror, Malcolm reconoció su propia estancia, y miró en torno suyo como esperando ver al Juez detrás de él. Luego, miró hacia el rincón de la chimenea... y tras lanzar un alarido, la lámpara se le cayó al suelo.

Allí, en el sillón del Juez, colgando detrás la cuerda, estaba sentada la rata que poseía los odiosos ojos de aquél, intensificados ahora por una expresión sumamente malvada. Aparte de los aullidos de la tormenta, reinaba un silencio absoluto.

La lámpara caída le sirvió a Malcolm para recobrarse en parte. Afortunadamente era de metal, por lo que el petróleo no se había derramado. Sin embargo, la necesidad práctica de levantarla sirvió para calmar las nerviosas aprensiones del joven. Cuando la hubo cogido, se enjugó la frente y meditó un momento.

-¡Esto no puede continuar! -murmuró atropelladamente-. Si sigo así, acabaré volviéndome loco. ¡Esto ha de terminar! Le prometí al doctor que no tomaría el té. ¡Hay que tener fe, él tiene razón! Tengo los nervios desquiciados por el estudio. Es gracioso que no me hubiese dado cuenta. Sin embargo, ahora lo sé, y no volveré a cometer locuras.

Mezcló un vaso de coñac con agua y, tras apurarlo, volvió resueltamente a su trabajo.

Llevaba casi otra hora de estudios, cuando levantó la vista del libro, perturbado por el súbito silencio. Fuera, el viento aullaba y gemía cada vez con más fuerza, y la lluvia caía y golpeaba contra las ventanas, tamborileando como granizo; pero dentro de la casa no había el menor sonido, aparte del clamor del viento y las gotas de lluvia que siseaban al caer por la chimenea. El fuego estaba ya mortecino, y no llameaba, aunque todavía ofrecía un resplandor rojizo.

Malcolm prestó oído atento, y al fin oyó un ruidito débil, casi inaudible. Procedía del rincón donde colgaba la cuerda, y le pareció oír también el crujido de aquélla contra el suelo al moverse la campana en el tejado a causa del vendaval. Sin embargo, al levantar la vista distinguió en la penumbra a la gran rata, pegada a la cuerda, royéndola... Malcolm, incluso vio algunas hebras ya sueltas. Fue entonces cuando la rata terminó su labor, y el extremo roído de la cuerda cayó sobre el suelo de roble, mientras por un instante la rata continuaba como unida a aquel extremo de cuerda, empezando a moverse atrás y adelante.

Malcolm experimentó una punzada de terror al pensar que ya no le cabía posibilidad de pedir ayuda exterior. De pronto, experimentó una intensa furia y, cogiendo el libro que estaba estudiando, lo arrojó con todas sus fuerzas a la rata. El lanzamiento estuvo bien calculado, pero antes de que el proyectil alcanzara a la rata, ésta se dejó caer al suelo con un golpe sordo. Instantáneamente, Malcolm corrió hacia allí, pero el animal huyó y desapareció en la oscuridad de la habitación. El joven comprendió que por aquella noche se había concluido su trabajo, y decidió aliviar la monotonía de su existencia dando caza a la rata, por lo que cogió la gran lámpara verde con fin de obtener un radio de luz mayor.

De este modo, la parte superior de la estancia quedó alumbrada, y bajo el mayor aporte de luz, enorme en comparación con las anteriores tinieblas, los cuadros de las paredes parecieron avanzar osadamente. Desde donde estaba, Malcolm tenía frente a si el tercer cuadro a partir de la chimenea, a mano derecha.

Se frotó los ojos muy sorprendido, sintiendo que se apoderaba de él un terror indefinible. En el centro del cuadro había un gran agujero de forma irregular, como si alguien hubiese arrancado un pedazo de tela. El fondo continuaba como antes, con el sillón, la chimenea y la cuerda, pero faltaba la figura del Juez.

Malcolm, casi gélido de terror, giró lentamente sobre si mismo, y entonces se echó a temblar como un hombre atacado por mal de san Vito.

Sus fuerzas parecieron abandonarle, y sintióse incapaz de actuar o moverse, incluso de pensar. Sólo podía ver y oír.

Allí sentado en el sillón de roble, se hallaba el Juez con su toga escarlata y su armiño, con sus malévolos ojillos mirando vengativamente, y una sonrisa triunfal en su resuelta y cruel boca, al levantar las manos con un gorro negro.

Malcolm sintió que la sangre abandonaba su corazón, en un instante de prolongado martirio. Le zumbaban los oídos. Fuera, oía el clamor de la tempestad y, a través de aquel estruendo, las campanadas de medianoche en la plaza del mercado. Durante un tiempo que le pareció interminable, estuvo clavado al suelo como una estatua, con los ojos muy abiertos, horrorizados, falto de respiración. Al sonar el reloj, se intensificó la sonrisa triunfal del Juez, ya a la última campanada de medianoche se cubrió la cabeza con la capucha negra.

Lenta y deliberadamente, el Juez se levantó del sillón y cogió el pedazo de cuerda que yacía en el suelo, pasándola por entre sus manos, como gozando con su contacto, y luego, lentamente, empezó a formar un nudo en el extremo. Después, lo apretó y probó con el pie, tirando fuerte hasta que quedó satisfecho; por fin lo convirtió en un nudo corredizo.

Empezó a avanzar a lo largo de la mesa, por el lado contrario a Malcolm, clavados en él los ojos, hasta adelantarle. De pronto, con un rapidísimo movimiento, plantóse ante la puerta.

Malcolm comprendió que estaba atrapado y trató de pensar qué podía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del Juez, que no apartaba su vista de él, y al que, por fuerza, se veía el joven obligado a mirar. Vio cómo el Juez se le aproximaba, manteniéndose siempre entre él y la puerta, y levantaba el lazo con la malvada intención de aprisionarle.

Con un enorme esfuerzo, Malcolm se echó a un lado y la cuerda le pasó rozando, chocando contra el duro suelo. El Juez volvió a levantar el lazo y trató de apresarle, siempre con sus odiosos ojos fijos en él, pero una vez tras otra, el estudiante, gracias a un terrible esfuerzo, conseguía esquivar el nudo. Esto sucedió varias veces, sin que el Juez se desanimase nunca por sus fracasos. Más bien parecía que estuviese jugando con Malcolm como el gato con el ratón.

Desesperado al fin, Malcolm miró, acorralado, en torno suyo. La lámpara estaba bien encendida, y en la estancia reinaba una buena iluminación. Malcolm divisó, en todos los agujeros, grietas y resquicios del artesonado, los ojillos de las ratas. Y aquella visión, puramente física, le proporcionó un enorme consuelo. Volvió a tender la vista alrededor y observó que la cuerda que se elevaba hacia el techo estaba poblada de ratas. Estaba completamente cubierta por ellas, y muchas más iban surgiendo por los agujeros del techo. Finalmente, el peso de las ratas hizo que la cuerda se moviera y tocase la campana.

¡Clan... clan! El badajo empezó a chocar fuertemente contra el bronce. El sonido aún era pequeño, pero la campana no tardaría en aumentar sus balanceos.

Al oírlo, el Juez, que tenía los ojos fijos en Malcolm, los levantó, y por su rostro se extendió una expresión de maldad diabólica. Sus ojillos resplandecieron como tizones y pataleó con el pie, con un ruido que hizo temblar la casa.

Cuando volvió a levantar la cuerda, estalló un trueno horrísono, mientras las ratas corrían arriba y abajo de la cuerda, como queriendo trabajar contra reloj. Esta vez, en lugar de arrojar el lazo, el Juez se aproximó a su víctima, abriendo bien el nudo. Al acercarse más, su presencia pareció contener un «algo» paralizante, y Malcolm quedóse rígido como un cadáver. Sintió los helados dedos del Juez en su garganta, al serle ajustada la cuerda. El nudo se apretó..., se apretó hasta lo indecible. Luego, el Juez, tomando en sus brazos la forma rígida del joven estudiante, lo transportó al sillón de roble, y colocándose a su lado, levantó la mano y cogió el extremo balanceante de la cuerda. En aquel instante, las ratas huyeron chillando y desaparecieron por los agujeros del techo. Tomando el extremo de la cuerda que rodeaba la garganta de Malcolm, el Juez lo ató de nuevo a la cuerda que colgaba del techo, y después empujó el sillón...

Cuando empezó a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez, no tardó en reunirse la multitud. Aparecieron luces y antorchas, y la silenciosa muchedumbre echó a correr hacia la vieja mansión. Golpearon fuertemente a la puerta, mas no hubo respuesta. Por fin, lograron hundirla y todos corrieron hacia el gran comedor, encabezados por el doctor.

Allí vieron cómo el extremo de la cuerda de la gran campana de alarma colgaba sobre el cuerpo del estudiante, mientras que en los ojos del Juez, de nuevo en el cuadro, brillaba una maligna sonrisa.


De: http://trebisonwords.blogspot.com


Mundial Poético de Montevideo



Proyecto


El Mundial Poético de Montevideo es un proyecto de carácter bienal que da comienzo en 2013. Se realiza durante siete días y seis noches del 7 al 14 de Noviembre. El festival está enmarcado en las actividades oficiales de “Montevideo, Capital Iberoamericana de la Cultura2013”.

El Mundial Poético de Montevideo es realizado por la Intendencia Municipal de Montevideo, con el apoyo de la Dirección Nacional de Cultura ( MEC ) y Embajadas y Consulados radicados en nuestro país quienes representan y facilitan la llegada de los poetas internacionales a nuestra ciudad.

En un mundo cada vez más parecido pero en aspectos dominantes y subyugantes, nos parece fundamental transformar a Montevideo (capital de un pequeño país), en referencia hacia una tradición de lo diferente.



Objetivo general


Fundar el Mundial Poético de Montevideo, para transformar a Montevideo en referente mundial en la disciplina.

Abarcar la ciudad con actividades diarias y descentralizadas de calidad internacional.

Situar a los poetas visitantes y a la comunidad en el carácter portuario y cosmopolita de la ciudad de Montevideo.



Metas


Participar a poetas nacionales y extranjeros que representen a países de los 5 continentes.

Contar con 10 sedes o escenarios alrededor de Montevideo descentralizando y generando circuitos poéticos en la ciudad.

Alinear a Embajadas y consulados de países extranjeros radicados en nuestro país por un bien común.

Incentivar la lectura y la producción de poesía escrita, visual, performática y musical.

Editar un catálogo que resuma la actividad desarrollada en el Mundial Poético de Montevideo: 2013.

Sólo resta citar algunos poetas históricos del Uruguay, reconocidos en el mundo que han servido de inspiración a esta causa: Isidore Ducasse ( “El conde de L´autremont” ), Jules Laforgue, Juan Zorrilla de San Martín, Juana de Ibarbourou, Julio Herrera y Reissig, Alejandro Mario Ferreiro, Susana Soca, Marosa Di Giorgio, y Mario Benedetti, entre otros.





Lista MundiaLista

Poetas locales participados:

W. BENAVIDEZ
SELVA CASAL
CIRCE MAIA
KAREN WILD DIAZ
GERARDO CIANCIO
SILVIA GUERRA
CLEMENTE PADIN
ROBERTO ECHAVARREN
LUIS BRAVO
MACA WOJCIECHOWSKI
TATIANA OROÑO
ELDER SILVA
MARIELLA NIGRO
EDUARDO CURBELO
THIAGO ROCCA
ROBERTO GENTA
TERESA AMY
RAFAEL COURTOISIE
BENITEZ PEZZOLANO
ROBERTO APPRATTO
MELISA MACHADO
ANDRÉS ECHEVARRÍA
SERGIO ALTESOR
ALVARO MIRANDA
ELBIO CHITARO
JORGE MONTESINO
EDUARDO NOGAREDA
MACUNAIMA
MIGUEL ANGEL OLIVERA
JORGE ARBELECHE
GABRIEL RICHIERI
VICTOR GUICHÓN
JUAN ANGEL ITALIANO
OMAR TAGORE
FABIAN SEVERO
MARTIN CERISOLA
MANUEL BARRIOS
DIEGO DE AVILA
LAURA ALONSO
ERNESTO RIZZO
SANTIAGO MARQUEZ
NELSON TRABA
DANIEL MORENA
HORACIO CAVALLO
PABLO GALANTE
CLAUDIO BURGUEZ
CLAUDIA CAMPOS
FERNANDO FOGLINO
EDUARDO DE SOUZA
MA LAURA BLANCO
ANDREA ESTEVAN
SOFIA ROSA
ALICIA PREZA
JORGE ALFONSO
CECILIA LAGE
LUCIA DELBENE
CLAUDIA MAGLIANO
EL HOSKI
ADOLFO SARMIENTO
ALEJANDRO FERREIRO
MARTIN UBILLOS
FEDERICO RIVERO SCARANI
ANDREA BLANQUÉ
VICTORIA ESTOL
JAVIER ETCHEMENDI
MA LAURA PINTOS
DIEGO RECOBA
MARTIN PALACIO GAMBOA
BARDANCA
ANDRES STAGNARO
ROSANA MALANESCHII
DIEGO CUNHA


ARTISTAS INVITADOS

Patricia Curzio
Nicolás Mora
Fernando Goicochea
Rául Nuñez
Nandy Cabrera
Nico Ciganda
Ale Cruz
Magela Ferrero
Pablo Bonilla
Cristóbal Severin Garcés
Tango Villero
Ataque chino
Taveira – Olivera – Italiano
El cuarteto del amor
X hora X día X mes


EDITORIALES PARTICIPANTES


Estuario / Hum
Yaugurú
La Propia Cartonera
Trópico Sur
Paréntesis
Ed. de La casa de los escritores del Uruguay



Sedes


Sala Verdi +

Biblioteca Nacional y Sala Vaz Ferreira +

Casa de los Escritores del Uruguay / Mercado de la Abundancia +

Estación Peñarol +

CC Florencio Sánchez +

CC España

CC Alianza Francesa

CC Simón Bolivar

Casa Tatú



Ciclos literarios:


Ronda de poetas / La ronda café

El rincón del Living / Living

La pluma azul / Palacio Salvo