viernes, 21 de junio de 2013

¿Partida o llegada?



Cada vez más cercana se oye la bocina de la locomotora. La estación está llena de gente,  triste y contenta, con sus “holas” y “adioses”.
Yulia Vasilievna está de pie, con un pequeño bolso en su mano izquierda y una valija  no muy grande en la derecha. Su naricita larga ya no es tan bonita y tiene más bien aire de señora seria que de pobre muchacha. Koria y Valia ya han crecido y no necesitan cuidados sino un buen partido.
El tren llega, se detiene, y el silbato del inspector anuncia que hay que subirse, es hora de partir.

Yulia Vasilievna se sienta junto a la ventana viendo cómo lentamente el paisaje tan conocido se va quedando atrás y que ninguno de los pañuelos que se agitan la ha despedido.
Con ella se sienta una señora bastante mayor y muy refinada, que movió la mano para saludar a alguien, con tanto entusiasmo que su delicado sombrero voló hacia la falda de Yulia.
-Sírvase, Señora- le dice mientras se lo alcanza con prontitud.
-Gracias, joven- responde la señora y agrega:-¿A dónde se dirige?
-A mi pueblo natal, K.
-¡Qué casualidad, yo voy para allá también! Así que tendremos un trecho largo para conversar.
A Yulia no le entusiasma mucho la idea, pero ya que está ahí, le contesta:
-Encantada de charlar con una señora tan elegante.
La dama se acomoda en el asiento y con aire de superioridad le pregunta:
-¿Sería capaz de dejarme del lado de la ventana? Es que me falta el aire cuando viajo con tanta gente.
Yulia se pone de pie, le da paso y cuando ésta se acomoda, ocupa su lugar.
-¿Cómo se llama?
-Yulia Vasilievna.
-¿Y a qué se dedica?
-Soy institutriz, es decir, era la institutriz de las niñas del alcalde de W, pero se han vuelto jóvenes casaderas y ya no me necesitan.
-Entonces, ahora mismo no está ubicada con ninguna familia.
-No, pero tengo unos ahorros…
-No se hable más, desde que la vi me pareció la persona adecuada.
-Ya no soy una joven y un descanso…
-Va a ver, mis nietos le van a encantar: son tres varones de cuatro, cinco y ocho años. Ahora mismo estoy yendo para la casa de mi hija porque está a punto de dar a luz, y la preceptora que tenía -una muchacha irrespetuosa, irresponsable y exigente- le pedía más dinero, porque cuando empezó a trabajar se trataba de dos chicos y ahora van a ser cuatro. ¡Dónde se ha visto!
-Es que... es mucho trabajo…
-¡Es que las institutrices de ahora no son como las de antes!
Yulia se mueve en el asiento, acomoda su falda y se abanica con cierta nerviosidad.

Cuando han pasado unas cuantas horas, llega el tren a K y empieza a detenerse. Yulia se pone de pie, le permite pasar primero a su acompañante y luego, con sus pocas pertenencias, camina detrás de ella rumbo a la puerta.
Afuera hay sol, y pocas personas están esperando a la distinguida señora: el yerno y dos de los nietos…

Pilar Ríos

Integra el Taller de Pasiones Literarias del CFH Perras Negras y actualmente participa por Internet.





“Aquí, en las trincheras, lo hemos perdido todo”- Erich María Remarque


22 de junio de 1898
                                                                                                    
La novela plasma la experiencia que el escritor
transitó como soldado de la Primera Guerra.

                                                                                         
CAPÍTULO SEGUNDO


Me resulta extraño pensar que en mi casa, en un cajón de la mesa-escritorio, yacen un montón de poemas y el comienzo de un drama: «Saúl». He dedicado muchas veladas a estas cosas y casi todos — ¿no es cierto?— hemos hecho algo parecido; pero ahora todo esto me parece tan irreal que ya ni me es posible imaginarlo.
Desde que estamos aquí, nuestra vida anterior ha quedado rota sin que nosotros hayamos tomado parte en ello. A veces intentamos recuperarla lanzando una ojeada a nuestras espaldas, al pasado; intentamos encontrar una explicación a este hecho, pero no 
lo conseguimos. Precisamente para nosotros, muchachos de veinte años, todo resulta particularmente turbio. Para Kropp, Müller, Leer, para mí, para todos nosotros, a quienes Kantorek señala como «la juventud de hierro». Los que son mayores están ligados con más
fuerza al pasado; tienen una base, mujer, hijos, profesión, intereses, ataduras tan fuertes ya, que la guerra no puede destruir. Pero nosotros, los de veinte años, sólo tenemos a nuestros padres, y, algunos, a la novia. No es gran cosa, pues a nuestra edad es cuando la autoridad de los padres es más débil y las muchachas no nos dominan todavía. Exceptuando esto, no existía mucho más para nosotros; un poco de fantasía, algunas aficiones y la escuela; nuestra
vida no llegaba más allá. De todo esto no ha quedado nada.
Kantorek diría que nos encontramos justamente en el «umbral de la existencia». Debe ser así, poco más o menos. No habíamos echado raíces y la guerra nos ha arrancado; se nos ha llevado, como un río, en medio de su corriente. Para los que son mayores, la guerra es una interrupción, pueden seguir pensando más allá de este hecho.
Pero a nosotros nos ha cogido de lleno y no sabemos cómo terminará. Lo único que conocemos ahora es que nos ha embrutecido de una manera extraña y melancólica, a pesar de que, a menudo, no podamos ni siquiera sentirnos tristes.

(...)

CAPÍTULO SEXTO

... La tierra parda, esta tierra parda, rasgada y reventada, que luce grasienta bajo los rayos del sol, sirve de fondo a un terrible juego de autómatas; nuestro jadeo se asemeja al ruido de un muelle mal engrasado; nuestros labios están secos y nuestra cabeza más pesada que después de una noche de borrachera... Es así como avanzamos, vacilantes, y en nuestras almas resecas y acribilladas penetra con un dolor lacerante la imagen de esta tierra parda
iluminada por este sol grasiento, con estos soldados, todavía palpitantes unos, muertos ya los otros, tendidos todos sobre el suelo, como si éste fuera su fatal destino, que nos agarran las piernas y gritan cuando nosotros les pasamos por encima.
Hemos perdido todo sentimiento de solidaridad, apenas nos reconocemos cuando la imagen de un compañero cae bajo la mirada de nuestros ojos alucinados. Somos cadáveres insensibles que por un truco, por una peligrosa brujería, podemos todavía correr y matar. Un joven francés se queda atrás; le alcanzamos y levanta las manos. En una de ellas lleva todavía el revólver, no se sabe si quiere disparar o rendirse. Un golpe de pala le rompe la cara. Otro que lo ve intenta huir corriendo, pero una bayoneta se clava, con un silbido, en su espalda. Da un salto y con los brazos extendidos y la boca muy abierta, gritando, vacila con la bayoneta oscilando entre los hombros. Otro tira el fusil, se agacha y se cubre los ojos con las manos. Lo dejamos atrás, con los otros prisioneros, para transportar heridos.

(...)

CAPÍTULO DOCE

Otoño. Ya no quedan muchos veteranos. Soy el último de los siete de nuestra clase. Todos hablan de paz y armisticio. Si vuelven a desengañarlos se producirá una catástrofe. La ilusión es excesivamente fuerte; no la abandonarán sin estallar. Si no llega la paz llegará la revolución.
Tengo catorce días de reposo porque he respirado un poco de gas. Paso todo el tiempo sentado en un jardín, tomando el sol. El armisticio llegará pronto, estoy convencido de ello. Entonces podremos regresar a casa.
Aquí se encallan mis pensamientos, no puedo ir más allá. Lo que con más fuerza me mueve son los sentimientos. El ansia de vivir, la nostalgia, la sangre, la embriaguez de considerarme salvado. Pero esto no son fines.
Si hubiéramos regresado a casa en 1916, el dolor y la fuerza que habíamos vivido hubieran desatado una tormenta. Si volvemos ahora, estamos débiles, deshechos, calcinados, sin raíces y sin esperanza. Ya no podremos orientarnos ni encontrarnos a nosotros mismos.
Tampoco nos comprenderá nadie; tenemos delante una generación que, ciertamente, ha vivido estos años con nosotros, pero ya tenía hogar y profesión y regresará ahora a sus antiguas posiciones, en las que olvidará la guerra; detrás de nosotros sube otra, parecida a la que formábamos, que nos resultará extraña y nos arrinconará. Estamos de más incluso para nosotros mismos.
Envejeceremos; algunos se adaptarán, otros se resignarán y la mayoría quedaremos absolutamente desamparados. Se escurrirán los años y, por fin, sucumbiremos.
Sin embargo, es posible que esto me lo haga pensar tan sólo la melancolía y el trastorno, y que ambos desaparezcan cuando me encuentre de nuevo bajo los álamos, escuchando el dulce cantar del follaje. No puedo creer que se haya evaporado completamente aquella ternura que llenaba de inquietud nuestra sangre, aquella incertidumbre, aquel encantamiento, aquella ansia de futuro, los mil rostros del porvenir, la melodía de los sueños y de los libros, el deseo
y el presentimiento de la mujer... No es posible que todo se haya hundido definitivamente en los bombardeos, en la desesperación, en los burdeles para soldados.
Los árboles tienen aquí un dorado estallido multicolor; los frutos de las serbas rojean entre el follaje. Carreteras blancas se pierden en el horizonte y las cantinas zumban con rumores de paz, como panales de abejas.
Me levanto.
Estoy muy sosegado. Ya pueden llegar los meses y los años. No podrán quitarme nada más. No me quitarán nada más. Estoy tan solo y tan desesperado que puedo recibirlos sin temor. La vida que me ha conducido a través de estos años, late todavía en mis manos, en mis
ojos. Ignoro si la he superado. Pero mientras ella siga ahí dentro intentará abrirse camino, lo quiera o no lo quiera mi «Yo».
Cayó en octubre de 1918, un día tan tranquilo, tan quieto en todos los sectores, que el comunicado oficial se limitó a la frase: «Sin novedad en el frente».
Había caído boca abajo y quedó, como dormido, sobre la tierra. Al darle la vuelta pudieron darse cuenta de que no había sufrido mucho. Su rostro tenía una expresión tan serena que parecía estar contento de haber terminado así.


Erich, en el medio.

Una de las obras destruidas
por el fuego irracional
desprendido del poder nazi.

El Bibliocausto nazi
Fernando Báez
Universidad de Los Andes (Venezuela)

Cada libro quemado ilumina el mundo
R.W.Emerson

I

Todos han oído hablar del Holocausto Judío, nombre dado a la aniquilación sistemática de millones de judíos a manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Pero es oportuno señalar que este genocidio tuvo su equivalente. También hubo un Bibliocausto, donde millares de libros fueron destruidos por el mismo régimen. Entender cómo se gestó puede permitirnos comprender que Heinrich Heine tenía razón cuando escribió proféticamente: [...] donde los libros son quemados, al final también son quemados los hombres [...] La destrucción de libros de 1933 fue, a mi juicio, apenas un prólogo a la matanza que vendría después. Las hogueras de libros fueron las que inspiraron los hornos crematorios. Y esto merece una reflexión detenida, porque se trata de un acontecimiento que ha marcado para siempre la vida de millones de hombres y que va seguir siendo uno de los hitos más siniestros de la historia.

El comienzo de esta barbarie tiene fecha: el 30 de enero de 1933, cuando el presidente de la llamada República de Weimar, en Alemania, Paul Ludwig Hans Anton Von Beneckendorff Und Von Hindenburg (1847-1934), designó a Adolfo Hitler como canciller. Trataba de reconocer la inestable mayoría de este iracundo político; viejo y cortés, Hindenburg ignoró lo que sobrevino casi de inmediato: un período político y militar que sería conocido posteriormente como El Tercer Reich (´reich´ es ´imperio´). Hitler, que había sido cabo en el ejército, que había querido ser un pintor de fama mundial y fracasó, que había intentado dar un golpe de Estado en 1923, utilizó una estrategia de intimidación contra los judíos, los sindicatos y el resto de los partidos políticos. No era, como puede pensarse ligeramente, un loco, sino la voz más visible de una idiosincracia germana totalitaria.

El 4 de febrero, la Ley para la Protección del Pueblo Alemán restringió la libertad de prensa y definió los nuevos esquemas de confiscación de cualquier material que fuera considerado peligroso. Al día siguiente, las sedes de los partidos comunistas fueron atacadas salvajemente y sus bibliotecas destruidas. El 27, el Parlamento Alemán, el famoso Reichstag, fue incendiado, junto con todos sus archivos. El 28, la reforma de la Ley para la Protección del Pueblo Alemán y el Estado, legitimó medidas excepcionales en todo el país. La libertad de reunión, la libertad de prensa y la de opinión, quedaron restringidas. En unas elecciones controladas, el Partido de Hitler, conocido como Partido Nazi, obtuvo la mayoría del nuevo Parlamento y se decretó oficialmente el nacimiento del Tercer Reich.

Alemania, obviamente, estaba transformando sus instituciones después de la terrible derrota sufrida durante la I Guerra Mundial. Hitler, que no era alemán, fue considerado como el un estadista idóneo para rescatar la autoestima colectiva, y sus purgas contra la oposición lo convirtieron en un líder temido. Su eficacia, no obstante, estaba sustentada en varios hombres. Uno de ellos era Hermann Göring; el otro era Joseph Goebbels. Ambos eran fanáticos, pero el segundo fue quien convenció a Hitler de la necesidad de extremar las medidas que ya venían ejecutando, y logró ser designado al frente de un nuevo órgano del Estado que vendría a ser conocido como Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda (Ministerio del Reich para la Ilustración de Pueblo y para la Propaganda).

Goebbels sabía lo que hacía, y Hitler le dio carta blanca. Tenía una fe absoluta en su amigo, y tenía muy buenas razones para creer ciegamente en sus aciertos. Goebbels, quien no había ingresado al Ejército por ser patituerto, se había doctorado como Filólogo, en 1922, en la Universidad de Heidelberg, donde fue profesor Friedrich Hegel en el siglo XIX. Era un lector apasionado de los clásicos griegos y, en cuanto a pensamiento político, prefería el estudio de los textos marxistas y de todo lo escrito que existiera contra la burguesía. Admiraba a Friedrich Nietzsche, recitaba poemas de memoria, y, por lo que se sabe, escribía textos dramáticos y ensayos. Cuando se unió a Hitler, reconoció su verdadera vocación, como lo dijo muchas veces, y ya con el cargo de Ministro, en 1933, reunió un equipo de trabajo para redactar la Ley Relativa al Gobierno del Estado, que fue sancionada el 7 de abril de ese año. Indudablemente, ahora tenía un control absoluto sobre la educación y fomentó un cambio total en las escuelas y universidades. El 8 de abril, fue enviado un memorandun a las Organizaciones Estudiantiles Nazis, donde se proponía la destrucción de todos aquellos libros peligrosos que estuvieran en las bibliotecas de Alemania. De cualquier forma, ya el mes anterior, exactamente el día 26 de marzo, fueron quemados libros en Schillerplatz, en un lugar desconocido y tranquilo llamado Kaiserslautern. El primero de abril, Wuppertal sufrió saqueos y quemas de libros en Brausenwerth y en Rathausvorplatz.

Algo terrible se gestó entonces. Una especie de fervor inusitado que estaba limitado por la presión internacional europea, despertó entre los estudiantes e intelectuales alemanes. Un odio manejado por osadas ráfagas de propaganda se extendió en las aulas, y el resultado no se hizo esperar. El 11 de abril, en Düsseldorf, fueron destruidos libros de contenido comunista y judío. Algunos de los más importantes filósofos alemanes, sin ser obligados a ello, como Martin Heidegger1, adhirieron las ideas de Goebbels. En abril, Heidegger fue designado Rector de la Universidad de Friburgo y el 1 de mayo, se hizo miembro del NSDAP.2

II

El 2 de mayo, en Leipzig en Gewerkschaftshaus, se destruyeron textos, pero fue realmente el 5 de mayo de 1933 cuando empezó todo. Los estudiantes de la Universidad de Colonia fueron a la biblioteca, y en medio de lágrimas y risas, recogieron todos los libros de autores judíos o de procedencia judía. Horas más tarde, los quemaron. Estaba bastante claro que esa era la vía elegida para mandar un mensaje al mundo entero. Y los actos que siguieron así lo probaron.

Los estudiantes estaban frenéticos. El día 6, del mismo mes, la juventud del Partido Nazi y miembros de otras organizaciones, sacaron media tonelada de libros y folletos del Instituto de Investigación Sexual de Berlín. Goebbels, indetenible, preparaba reuniones todas las noches porque se había decidido iniciar un gran acto de desagravio a la cultura alemana. Como fecha tentativa, se propuso el 10 de mayo. El 8 de mayo hubo algunos desórdenes en Friburgo, y destrucciones de libros.

El 10 de mayo fue un día agitado desde muy temprano. La Asociación de Estudiantes Alemanes se agolpó en la biblioteca de la Universidad Wilhelm Von Humboldt y comenzaron a recoger todos los libros prohibidos por el régimen. Había una euforia inesperada. Finalmente, los libros, junto con los que se habían obtenido en otros centros, como el Instituto de Investigaciones Sexuales o en las bibliotecas de judíos capturados, fueron transportados a Opernplatz. En total, el número de libros sobrepasaba los 25.000. Muy pronto se concentró una multitud alrededor de los estudiantes. Éstos comenzaron a cantar un himno que causó gran impresión entre los espectadores. La primera consigna fue fulminante:

Contra la clase materialista y utilitaria. Por una comunidad de Pueblo y una forma ideal de vida. Marx, Kautsky.3

La hoguera ya estaba encendida. Tal vez nadie podía creer lo que pasaba, pero no dejó de sorprender a cualquier observador que una de las capitales más cultas del mundo, donde se encontraban algunas de las más importantes universidades europeas, era el centro de una de las quemas de libros más impresionante de la época. Joseph Goebbels, quien dirigía todas las acciones, levantó la voz y después de saludar a todos con un estruendoso Heil, explicó los motivos de la quema:

La época extremista del intelectualismo judío ha llegado a su fin y la revolución de Alemania ha abierto las puertas nuevamente para un modo de vida que permita llegar a la verdadera esencia del ser alemán. Esta revolución no comienza desde arriba, sino desde abajo, y va en ascenso. Y es, por esa razón, en el mejor sentido de la palabra, la expresión genuina de la voluntad del Pueblo [...]

Durante los pasados catorce años Uds., estudiantes, sufrieron en silencio vergonzoso la humillación de la República de Noviembre, y sus bibliotecas fueron inundadas con la basura y la corrupción del asfalto literario de los judíos. Mientras las ciencias de la cultura estaban aisladas de la vida real, la juventud alemana ha reestablecido ahora nuevas condiciones en nuestro sistema legal y ha devuelto la normalidad a nuestra vida [...]

Las revoluciones que son genuinas no se paran en nada. Ninguna área debe permanecer intocable [...]

Por tanto, Uds. están haciendo lo correcto cuando Uds., a esta hora de medianoche, entregan a las llamas el espíritu diabólico del pasado[...]

El anterior pasado perece en las llamas; los nuevos tiempos renacen de esas llamas que se queman en nuestros corazones [...]4

Los cantos prosiguieron y al final de cada estrofa se arrojaban algunos libros cuyos autores se mencionaban:

Contra la decadencia misma y la decadencia moral. Por la disciplina, por la decencia en la familia y en la propiedad.

Heinrich Mann, Ernst Glaeser, E. Kaestner

Contra el pensamiento sin principios y la política desleal. Por la dedicación al Pueblo y al Estado.

F.W. Foerster.

Contra el desmenuzamiento del alma y el exceso de énfasis en los instintos sexuales. Por la nobleza del alma humana.

Escuela de Freud.

Contra la distorsión de nuestra historia y la disminución de las grandes figuras históricas. Por el respeto a nuestro pasado.

Emil Ludwig, Werner Hegemann.

Contra los periodistas judíos demócratas, enemigos del Pueblo. Por una cooperación responsable para reconstruir la nación.

Theodor Wolff, Georg Bernhard.

Contra la deslealtad literaria perpetrada contra los soldados de la Guerra Mundial. Por la educación de la nación en el espíritu del poder militar.

E.M. Remarque

Contra la arrogancia que arruina el idioma alemán. Por la conservación de la más preciosa pertenencia del Pueblo.

Alfred Kerr

Contra la impudicia y la presunción. Por el respeto y la reverencia debida a la eterna mentalidad alemana.

Tucholsky, Ossietzky5

La operación, cuyas características se habían mantenido hasta ese instante en secreto, se reveló pronto en su verdadera dimensión porque el mismo 10 de mayo, hubo una quema de libros en numerosas ciudades alemanas. La lista de quemas incluyó varias ciudades y fue casi simultánea para causar pánico: Bonn, Braunschweig, Bremen, Breslau, Dortmund, Dresden, Frankfurt/Main, Göttingen, Greifswald, Hannover, Hannoversch-Münden, Kiel, Königsberg, Marburg, München, Münster, Nürenberg, Rostock y Worms. Finalmente hay que mencionar Würzburg, en cuya Residenzplatz se incineraron cientos de escritos.

Y, como si se tratara de una avalancha, Goebbels insistió en continuar con estas quemas de libros prohibidos. No hubo un rincón en el que los estudiantes y los miembros de las juventudes hitlerianas no destruyeran obras. El 12 de mayo, fueron eliminados libros en Erlangen Schloßplatz, en la Universitätsplatz de Halle-Wittenberg. Al parecer, el 15 de mayo, algunos miembros apilaron textos en Kaiser-Friedrich-Ufer, en Hamburgo, y a las once de la noche, después de un discurso ante una escasa multitud, los quemaron. La apatía preocupó a los integrantes de los incipientes servicios de inteligencia del partido y se decidió repetir el acto. El 17, la Universitätsplatz, de Heidelberg se conmovió cuando hasta los niños participaron en las quemas de libros. El 17 de junio, la Jubiläumsplatz, en Heidelberg, volvió a ser utilizada para las quemas. Hubo otras destrucciones adicionales el 17 de mayo: en la Universidad de Colonia, en la ciudad de Karlsruhe.

El 19 de mayo, Hitler estaba totalmente emocionado. Y Goebbels, seguro de los efectos de este éxito, pidió a los jóvenes que no se detuvieran. El mismo 19, el horror se mantuvo en el Museo Fridericanum, en Kassel, y en la Meßplatz, de Mannheim. El 21 de junio, tres regiones quemaron libros. Por una parte, estaba Darmstadt, en cuya Mercksplatz se llevaron a cabo los hechos; por otra, estaba Essen y la mítica ciudad de Weimar. Varios años más tarde, específicamente el 30 de abril de 1938, la Residenzplatz, de la famosa Salzburgo, fue utilizada por estudiantes y militares para una destrucción masiva de ejemplares condenados.

El impacto que produjeron las quemas de mayo 1933 fue enorme. Sigmund Freud, cuyos libros fueron seleccionados para ser destruidos, dijo irónicamente a un periodista que, a pesar de lo que pudiera comentarse, semejante hoguera era un avance en la historia humana:

En la Edad Media ellos me habrían quemado. Ahora se contentan con quemar mis libros[...]

Lo que olvidó Freud en su broma es que hubiera sido quemado si hubiera permanecido en Alemania.

Varios grupos intelectuales marcharon en Nueva York contra estas medidas6. La revista Newsweek no vaciló en hablar de un “holocausto de libros”7 y la revista Time utilizó por primera vez el término de “bibliocausto”8. Los japoneses, impresionados, condenaron los ataques contra los libros. El repudio, en suma, fue total.

No obstante, según W. Jütte9, el rechazo no evitó que los libros de más de 5.500 autores fueran aniquilados. Los principales textos de los más destacados representantes de inicios del siglo XX alemán recibieron vetos continuos y ardieron sin piedad.

Entre otros muchos, los autores que fueron censurados, vetados o eliminados, conforman una larga lista que puede muy bien reducirse como sigue. No es completa, pero intenta una aproximación bastante exhaustiva:

   Nathan Asch Schalom Asch (1880 - 1957)
  Henri Barbusse (1873 - 1935) 
  Richard Beer-Hofmann (1866 - 1945)
  Georg Bernhard      
  Günther Birkenfeld
  Bertolt Brecht (1898 - 1956)       
  Hermann Broch (1886-1951)
  Max Brod (1884 - 1968)     
  Martin Buber (1878-1965)
  Robert Carr            
  Hermann Cohen (1842-1918)
  Otto Dix (1891-1969)        
  Alfred Döblin (1878 - 1957)
  Kasimir Edschmid (1890 - 1966)   
  Ilja Ehrenburg (1891 - 1967)
  Albert Ehrenstein (1886 - 1950)   
  Albert Einstein (1879-1955)
  Lion Feuchtwanger (1884 - 1958)          
  Georg Fink
  Friedrich W. Foerster (1869-1966) 
  Bruno Frank (1887-1945)
  Sigmund Freud (1856 - 1939)       
  Rudolf Geist
  Fjodor Gladkow     
  Ernst Glaeser (1902 - 1963)
  Iwan Goll (1891 - 1950)     
  Oskar Maria Graf (1894-1967)
  George Grosz (1893-1959)          
  Karl Grünberg
  Jaroslav Hasek (1883 - 1923)  
  Walter Hasenclever (1890 - 1940)
  Werner Hegemann           
  Heinrich Heine (1797-1856)
  Ernst Hemingway (1899-1961)     
  Georg Hermann (1871-1943)
  Arthur Holitscher (1869 - 1941)  
  Albert Hotopp        
  Heinrich Eduard Jacob
  Franz Kafka (1883-1924)    
  Georg Kaiser (1878-1945)
  Josef Kallinikow     Gina Kaus (1894-?)
  Rudolf Kayser (1889-1964)          
  Alfred Kerr (1867 - 1948)
  Egon Erwin Kisch (1885 - 1948)   
  Kurt Kläber
  Alexandra Kollantay              
  Karl Kraus (1874-1936)
  Michael A. Kusmin (1875 - 1936) 
  Peter Lampel (1894 - 1965)
  Else Lasker-Schuler (1869-1945)   
  Vladimir Ilich Lenin (1870-1924)
  Wladimir Lidin       
  Sinclair Lewis (1885-1951)
  Mechtilde Lichnowsky (1879-1958)        
  Heinz Liepmann
  Jack London (1876 - 1916)          
  Emil Ludwig
  Heinrich Mann (1871 - 1950)        
  Klaus Mann (1906 - 1949)
  Thomas Mann (1875-1955)           
  Karl Marx (1818 - 1883)
  Erich Mendelsohn (1887-1953)     
  Robert Musil (1880-1942)
  Robert Neumann (1897 - 1975)    
  Alfred Neumann (1895-1952)
  Iwan Olbracht (1882 - 1952)    
  Carl von Ossietzky (1889 - 1938)
  Ernst Ottwald         
  Leo Perutz (1882-1957)
  Kurt Pinthus (1886 - 1975)           
  Alfred Polgar (1873-1955)
  Plivier (1892 - 1955)         
  Marcel Proust (1871-1922)
  Hans Reimann (1889-1969)     
  Erich Maria Remarque (1898 - 1970)
  Ludwig Renn (1889 - 1979)        
  Joachim Ringelnatz (1883-1934)
  Iwan A. Rodionow   
  Joseph Roth (1894-1939)
  Ludwig Rubiner (1881 - 1920)      
  Rahel Sanzara
  Alfred Schirokauer  Schlump
  Arthur Schnitzler (1862 - 1931)    
  Karl Schroeder
  Anna Seghers (1900 - 1983)         
  Upton Sinclair (1878 - 1968)
  Hans Sochaczewer           
  Michael Sostschenko
  Fjodor Ssologub      
  Adrienne Thomas
  Ernst Toller (1893 - 1939)         
  Bernard Traven (1890-?)
  Kurt Tucholsky (1890 - 1935)       
  Werner Türk
  Fritz von Unruh (1885-1970)        
  Karel Vanek
  Jakob Wassermann (1873 - 1934)     
  Arnim T. Wegner (1886 - 1978)
  H. G. Wells (1866-1946)    
  Franz Werfel (1890 - 1945)
  Ernst Emil Wiechert (1887-1950)    
  Theodor Wolff (1868 - 1943)
  Karl Wolfskehl (1869-1948)         
  Émile Zola (1840-1902)
  Stefan Zweig (1881 - 1942)         
  Arnold Zweig (1887 - 1968)

Fuentes: Encyclopaedia Britannica; Enciclopedia Espasa-Calpe; Dr. Birgitt Ebbert.

Hitler no olvidó nunca a Goebbels y le perdonó todo, hasta sus reiterados deslices con prostitutas. El día de su suicidio, en 1945, lo nombró Canciller del Reich. Y Goebbels, aceptó este honor, pero por unas horas. Casi como si se tratara de una simetría perversa, el 1 de mayo, el mes de la gran quema de libros, acabó con todos sus hijos, mató a su esposa, y luego, no sin esbozar una sonrisa de triunfo y alzar la mano celebrando al Führer, se dio muerte.10



Notas:

[1] Muchos años después, Heidegger admitió sus errores, pero advirtió que no participó en las quemas de libros. Es importante revisar, para conocer su puntos de vista, el libro Entrevista del Spiegel a Martin Heidegger (Tecnos, Madrid, 1996):

SPIEGEL: Vd. sabe que, en este contexto, se han elevado contra Vd. algunos reproches que afectan a su colaboración con el NSDAP y sus asociaciones y que en la opinión pública aparecen aún como no desmentidos. Así, se le ha reprochado que Vd. habría participado en la quema de libros organizada por los estudiantes o por las Juventudes Hitlerianas.

HEIDEGGER: Yo prohibí la planeada quema de libros que debía haber tenido lugar ante el edificio de la Universidad.

SPIEGEL: Además se le ha reprochado que Vd. permitiera que se retiraran de la Biblioteca de la Universidad y del Seminario de Filosofía los libros de autores judíos.

HEIDEGGER: Como director del Seminario sólo podía disponer de su biblioteca. No accedí a las reiteradas exigencias de retirar los libros de autores judíos. Antiguos participantes en mis Seminarios podrían hoy atestiguar que no sólo no fue retirado ningún libro de autores judíos, sino que estos autores, sobre todo Husserl, fueron citados y comentados como antes de 1933.

[2] Rüdiger Safranski. Martin Heidegger. Un maestro de Alemania, Tusquets, 2000, p. 285.

[3] Gegen Klassenkampf und Materialismus Für Volksgemeinschaft und idealistische Lebenshaltung. Marx, Kautsky.

[4] El texto aparece en Völkischer Beobachter, May 12, 1933
«Das Zeitalter eines überspitzten jüdischen Intellektualismus ist zu Ende gegangen, und die deutsche Revolution hat dem deutschen Wesen wieder die Gasse freigemacht. Diese Revolution kam nicht von oben, sie ist von unten hervorgebrochen. Sie ist deshalb im besten Sinne des Wortes der Vollzug des Volkswillens[…]

«In den letzten vierzehn Jahren, in denen ihr, Kommilitonen, in schweigender Schmach die Demütigungen der Novemberrepublik über euch ergehen lassen mußtet, füllten sich die Bibliotheken mit Schund und Schmutz jüdischer Asphaltliteraten.

«Während die Wissenschaft sich allmählich vom Leben isolierte, hat das junge Deutschland längst schon einen neuen fertigen Rechts- und Normalzustand wieder hergestellt[…]

«Revolutionen, die echt sind, machen nirgends Halt. Es darf kein Gebiet unberührt bleiben [...]

«Deshalb tut ihr gut daran, in dieser mitternächtlichen Stunde den Ungeist der Vergangenheit den Flammen anzuvertrauen [...]

«Das Alte liegt in den Flammen, das Neue wird aus der Flamme unseres eigenen Herzens wieder emporsteigen [...]

[5] Dietrich Aigner. Die Indizierung "Schädlichen und Unerwünschten Schrifttums" im Dritten Reich. Frankfurt am Main: Buchhändler-Vereinigung, 1971, p. 1018:

Gegen Dekadenz und moralischen Verfall Für Zucht und Sitte in Familie und Staat, H. Mann, Ernst Glaeser, E. Kästner

Gegen Gesinnungslumperei und politischen Verrat Für Hingabe an Volk und Staat, F.W. Foerster

Gegen seelenzerfasernde Überschätzung des Trieblebens Für den Adel der menschlichen Seele, Freud'sche Schule, Zeitschrift Imago

Gegen Verfälschung unserer Geschichte und Herabwürdigung ihrer großen Gestalten Für Ehrfurcht vor unserer Vergangenheit, Emil Ludwig, Werner Hegemann

Gegen volksfremden Journalismus demokratisch-jüdischer Prägung Für verantwortungsbewußte Mitarbeit am Werk des nationalen Aufbaus, Theodor Wolff, Georg Bernhard

Gegen literarischen Verrat am Soldatentum des Weltkrieges Für Erziehung des Volkes im Geist der Wehrhaftigkeit, E.M. Remarque

Gegen dünkelhafte Verhunzung der deutschen Sprache Für Pflege des kostbarsten Gutes unseres Volkes, Alfred Kerr

Gegen Frechheit und Anmaßung Für Achtung und Ehrfurcht vor dem unsterblichen deutschen Volksgeist, Tucholsky, Ossietzky

[6] Guy Stern, Nazi book burning and the american response, 1990.

[7] Newsweek, 20, may, 1933, pg. 16, col. 1.

[8] Time, 22, may, 1933, pg. 21.

[9] Volksbibliotheke im Naztionalsozialismus, Buch und Bibliothek 39, pgs. 345-348, 1987.

[10] Vale la pena leer Viktor Reimann, Dr. Joseph Goebbels (1971).


Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
http://www.ucm.es/info/especulo/numero22/biblioca.html


























No hubo que esperar mucho para que esta imagen se multiplicara en el mundo y los latinoamericanos lo sabemos
desde la viva carne.











"Lo único que lamento es que nunca tendré tiempo para leer todos los libros que quiero leer." - Francoise Sagan

21 de junio de 1935



Querido señor:

Y le llamo «querido señor» pensando en la interpretación infantil que de esta palabra hace el diccionario: «un hombre cualquiera». No voy a llamarle «querido Jean-Paul Sartre» porque resulta demasiado periodístico, ni «querido maestro» porque sé que es algo que usted detesta, ni «querido colega» porque resulta demasiado abrumador. Hace años que deseaba escribirle esta carta, de hecho, casi treinta años ya, desde que empecé a leerle, y especialmente diez o doce años, desde que la admiración, a fuerza de tanto ridiculizarla, se ha convertido en algo tan infrecuente como para que casi nos felicitemos por el ridículo. Quizá haya envejecido o rejuvenecido lo suficiente como para que en este momento no me importe nada ese ridículo al que usted, soberbiamente, jamás ha prestado la menor atención.

Tenía especial interés en hacerle llegar esta carta el 21 de junio, un día afortunado para esta Francia que vio nacer, con varios lustros de intervalo, a usted, a mí y, más recientemente, a Platini, tres personas excelentes que han sido llevadas a hombros o pisoteadas salvajemente -gracias a Dios, en su caso y en el mío, solamente en sentido figurado- por excesos de honor o inexplicables indignidades. Pero los veranos son cortos y agitados y se marchitan. He terminado por renunciar a esta oda de aniversario, y sin embargo sentía la necesidad de decirle lo que voy a decirle y que justifica este título sentimental.

Pues bien, en 1950 empecé a leer de todo, y Dios o la literatura saben a cuántos escritores he admirado y cuántos me han gustado desde entonces, sobre todo escritores vivos, de Francia y de otros países. Después he conocido a algunos, también he seguido la carrera de otros, y si bien todavía quedan muchos a los que admiro, usted es sin duda el único al que sigo admirando como hombre. Todo lo que me prometió a mis quince años, una edad a la vez severa e inteligente, una edad sin ambiciones precisas y por tanto sin concesiones, todas esas promesas las ha cumplido usted. Ha escrito los libros más inteligentes y honrados de su generación, ha escrito incluso el libro más rebosante de talento de la literatura francesa: Las palabras. Al mismo tiempo, siempre ha acudido humildemente al socorro de los débiles y de los humillados, ha creído en la gente, en las causas, en las generalidades, en ocasiones equivocándose como todo el mundo, aunque (y en esto, contrariamente al resto del mundo) habiéndolo reconocido en todo momento. Se ha negado obstinadamente a aceptar los laureles morales y todas las gratificaciones materiales de su gloria, ha rechazado el supuestamente honorable Nobel cuando nada tenía, tres veces fue objeto de atentados con explosivos durante la guerra de Argelia, se vio en la calle sin pestañear, ha impuesto a los directores de teatro las mujeres que le gustaban para papeles que no eran exactamente los que más se adecuaban a ellas, dando así fe con todo fasto de que, para usted, el amor podía ser, al contrario, «el duelo clamoroso de la gloria». En resumen, ha amado, escrito, compartido y entregado todo lo que podía dar y que era en realidad lo importante, al tiempo que rechazaba todo lo que se le ofrecía en nombre de la importancia. Ha sido usted hombre tanto como escritor, jamás ha pretendido que el talento del segundo justificara las debilidades del primero ni que la felicidad de crear autorizara de por sí a despreciar ni descuidar a sus allegados ni a los demás, a todos los demás. Tampoco ha afirmado nunca que equivocarse con talento y de buena fe legitime el error. De hecho, no ha buscado usted refugio tras la famosa fragilidad del escritor, esa arma de doble filo que es su talento, evitando con ello caer en el común de los narcisos, que no es sino uno de los tres roles reservados a los escritores de nuestra época, junto con los de pequeño señor y gran lacayo. Al contrario, lejos de blandir, como tantos otros, entre delicias y clamores, esa supuesta arma de doble filo, ha pretendido que fuera eficaz, ágil y ligera en su mano y se ha servido bien de ella, la ha puesto a disposición de las víctimas, de las auténticas víctimas, de las que no saben escribir, ni explicarse, ni pelear, ni siquiera a veces quejarse.

Al no pedir a gritos justicia porque no era su deseo juzgar, al no hablar del honor porque no deseaba ser objeto de honra, al no evocar siquiera la generosidad porque ignoraba que era usted la generosidad misma, ha sido el único hombre de justicia, de honor y de generosidad de nuestra época, trabajando sin cesar, dándolo todo por los demás, viviendo sin lujos y sin austeridad, sin tabúes y sin celebración alguna, salvo, claro está, el triunfal júbilo de la escritura, haciendo el amor y dándolo después, seduciendo aunque siempre presto a dejarse seducir, desbordando a sus amigos con sus opiniones en todos los frentes, consumiéndoles con su velocidad, su brillo y su inteligencia, aunque volviendo siempre a ellos para ocultárselo. A menudo ha preferido ser utilizado, manejado, a ser indiferente, y también a menudo ha preferido verse decepcionado a negarse a una expectativa. ¡Qué vida tan ejemplar para un hombre que nunca ha deseado ser ejemplo de nada!

Y aquí le tenemos, privado de la vista, según dicen incapaz de escribir, y a buen seguro sintiéndose tan desgraciado como cabe imaginar. Quizá le guste saber que en los últimos veinte años, allí donde he estado -en Japón, en Norteamérica, en Noruega, en provincias y en París- he visto como hombres y mujeres de todas las edades hablaban de usted con la misma admiración, confianza y gratitud que le expreso aquí.

Este siglo ha revelado ser loco, inhumano y podrido. Usted ha demostrado ser un hombre inteligente, tierno e incorruptible. Y sigue siéndolo. No sabe cuánto se lo agradecemos.

Françoise Sagan.

De: algundiaenalgunaparte.wordpress.com






“Escribí esta carta en 1980 y la publiqué en L’Egoïste, el hermoso y caprichoso periódico de Nicole Wisniak. Naturalmente, antes de hacerlo pedí permiso a Sartre a través de un intermediario. No nos habíamos visto desde hacía casi veinte años. Y aun entonces sólo habíamos compartido algunas comidas con Simone de Beauvoir y mi primer marido, comidas vagamente tensas; y de tarde en tarde en algunos divertidos encuentros en lugares vespertinos poco recomendables en los que Sartre y yo fingíamos no vernos y un almuerzo con un industrial encantador vagamente encaprichado conmigo y que le propuso dirigir una revista de izquierdas que él mismo financiaría encantado (aunque, cuando el industrial en cuestión fue a cambiar su tique de estacionamiento entre el queso y el café, Sartre se mostró desanimado y al borde de la risa; en cualquier caso, poco a poco llegó de Gaulle y su aparición fue la conclusión definitiva de ese proyecto irrealizable).

Tras esos breves contactos, no volvimos a vernos durante veinte años, y durante todo ese tiempo siempre quise decirle lo mucho que le debía.

Sartre, ciego, mandó que le leyeran esta carta y me quiso ver y cenar conmigo cara a cara. Fui a buscarle al boulevard Edgar-Quinet, por donde no paso jamás desde entonces sin que se me encoja el corazón. Fuimos a La Closerie des Lilas. Yo le llevaba de la mano para que no se cayera, y lo cierto es que tartamudeaba de tan intimidada como me sentía. Creo que formábamos el dúo más curioso de las letras francesas y los jefes de comedor revoloteaban ante nosotros como una bandada de cuervos asustados.

Fue un año antes de su muerte. Sería la primera de una serie de cenas, aunque en aquel entonces yo no lo sabía. Creía que Sartre me invitaba sólo por pura amabilidad y también creía que yo moriría antes que él.

Después seguimos comiendo juntos cada diez días. Yo iba a buscarle, le encontraba a punto en la entrada, con su trenca, y huíamos como un par de ladrones, fuera cual fuera la compañía. Debo reconocer que, contrariamente a lo que cuentan sus seres más allegados, y según los recuerdos que conservan de sus últimos meses, jamás me horrorizó ni me abrumó su forma de comer. Sin duda todo parecía zigzaguear un poco sobre su tenedor, aunque en un gesto típico de ciego, no de viejo chocho. No logro entender a los que se compadecen de él en sus artículos y en sus libros, aparentemente afligidos y hablando con desprecio de esas comidas. Deberían haber cerrado los ojos si tan delicada tenían la vista y limitarse a escucharle. Escuchar esa voz alegre, valerosa y viril, oír la libertad de sus palabras.

Lo que le gustaba de nuestra relación, o eso me decía, era que nunca hablábamos de los demás ni de nuestras relaciones comunes: hablábamos, decía, como dos viajeros en el andén de una estación… Le echo de menos. Me encantaba tomarle la mano y que él me tomara el espíritu. Me encantaba hacer lo que me pedía, me daban igual sus torpezas de ciego; admiraba que hubiera sido capaz de sobrevivir a su pasión por la literatura. Me encantaba coger su ascensor, llevarle a pasear en coche, cortarle la carne, intentar alegrarnos las dos o tres horas que pasábamos juntos, prepararle el té, llevarle whisky a escondidas, escuchar música juntos, y sobre todo me encantaba escucharle. Me daba mucha pena dejarle delante de la puerta de su casa, de pie, con los ojos en mi dirección y el aire afligido cuando yo me iba. En cada una de esas ocasiones tenía la impresión, a pesar de nuestros encuentros precisos y cercanos, de que no volveríamos a vernos; de que Sartre estaba más que harto de «la traviesa Lili» -esa era yo- y de mi hablar entrecortado. Temía que nos ocurriera algo a uno o al otro. Y sin duda la última vez que le vi, delante de la última puerta esperando conmigo el último ascensor, estaba más tranquila. Pensé que para él yo era un poco importante; no se me ocurrió que muy pronto poco podría hacer eso por conservarle la vida. Me acuerdo de esas extrañas comidas, gastronómicas o no, que celebrábamos en los discretos restaurantes del XIVe arrondissement.

-¿Sabe? Me han leído su «carta de amor» -me dijo en una ocasión al principio-, y me ha encantado. Aunque ¿cómo pedir que me la relean para poder deleitarme con todos sus cumplidos? ¡Seguro que me toman por paranoico!

Fue entonces cuando le grabé mi propia declaración -cosa que me llevó seis horas, pues no paraba de tartamudear- y pegué un esparadrapo a la cinta para que la reconociera al tocarla. A veces, en sus tardes de depresión, quería escucharla a solas, aunque sin duda lo hacía para complacerme. Decía también:

-Está empezando a cortarme los trozos de carne demasiado grandes. ¿No me estará perdiendo el respeto?

Y en cuanto me afanaba sobre su plato, él se echaba a reír.

-Es usted muy amable y eso es buena señal. La gente inteligente es siempre amable. Sólo he conocido a un tipo inteligente y malvado, pero se trataba de un pederasta y vivía en el desierto.

Y es que había tenido a menudo a su alrededor hombres, esos jóvenes ancianos, chiquillos, esos viejos chiquillos que le reclamaban como padre, a él que sólo había disfrutado de la compañía de las mujeres.

-¡Ah, pero me agotan! -decía-. Lo de Hiroshima es culpa mía, lo de Stalin es culpa mía, sus pretensiones son culpa mía, y culpa mía es su estupidez…

Y se reía de los subterfugios empleados por esos falsos huérfanos intelectuales que le querían por padre. ¿Padre, Sartre? ¡Qué idea! ¿Marido, Sartre? ¡Tampoco! Amante quizá. Esa soltura, ese calor que incluso ciego y medio paralítico mostraba hacia una mujer eran más que reveladores.

-¿Sabe usted? Cuando empecé a sufrir cierto grado de ceguera y comprendí que no podría seguir escribiendo (por entonces escribía diez horas al día desde hacía cincuenta años y fueron los mejores momentos de mi vida), cuando comprendí que para mí eso se había minado, me quedé muy afectado y llegué incluso a pensar en suicidarme.

Al ver que yo no decía nada y al sentirme aterrada ante la idea de su martirio, añadió:

-Pero ni siquiera lo intenté. Hasta entonces había sido un hombre tan feliz, había sido hasta ese momento un hombre, un personaje tan hecho para la felicidad, que no iba a cambiar de rol así, de golpe. Sigo siendo feliz, por pura costumbre.

Y cuando le oía hablar así, oía también lo que no decía: para no destruir, para no afligir a los míos, a las mías. Y sobre todo a esas mujeres que a veces le llamaban a medianoche, cuando volvíamos de nuestras cenas, o por la tarde, cuando tomábamos el té, y que sonaban tan exigentes, tan posesivas, tan dependientes de ese hombre enfermo, ciego y desposeído de su oficio de escritor. Esas mujeres que por su propia desmesura le restituían la vida, su vida de hasta entonces, su vida de mujeriego, de pendón, de mentiroso, de hombre compasivo o de comediante.

Después, ese último año Sartre se marchó de vacaciones, unas vacaciones divididas entre tres meses y tres mujeres, que él afrontaba con una amabilidad y un fatalismo sin falla. Durante todo el verano creí haberle perdido un poco. Al llegar el otoño regresó y volvimos a vernos. Y pensé que esta vez yo estaría «para siempre»: para siempre mi coche, su ascensor, el té, las cintas, esa voz divertida, a veces tierna, esa voz segura. Sin embargo, otro «para siempre» le esperaba ya. Desgraciadamente un «para siempre» que sólo le incluía a él.

Fui a su entierro sin dar demasiado crédito. Sin embargo resultó un hermoso entierro, con miles de personas de todo tipo que también le querían, le respetaban, y que le acompañaron durante kilómetros hasta su última morada. Personas que no habían tenido la desgracia de conocerle y de verle durante todo un año, que no tenían en la cabeza cincuenta lugares comunes desgarradores de él, personas que no le echarían de menos cada diez días, todos los días, personas a las que envidié y compadecí a la vez.

Y si después me he indignado, naturalmente, ante los vergonzosos relatos en que se retrataba a un Sartre chocho, obra de algunas personas de su entorno, si he dejado de leer ciertos recuerdos de él, no he olvidado su voz, su risa, su inteligencia, su valor y su bondad. Estoy sinceramente convencida de que jamás me recuperaré de su muerte. Pues a veces, ¿qué hacer? ¿Qué pensar? Sólo ese hombre inado podía decírmelo, sólo a él podía creerle. Sartre nació el 21 de junio de 1905, yo el 21 de junio de 1935, pero no creo (de hecho, no tengo ninguna necesidad de ello) que me queden más de treinta años sin él en este planeta”.

Francoise Sagan

Fuente│ El Cultural.es.