EDUARDO VARELA
El
goce de la pluma:
portokali
que sube del alma,
desierto
que late vital,
desgarrón
que a amor me sabe.
Pluma,
mujer
ajena, amante mía.
Eduardo Varela
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Asiste a clases de Pintura Artística en el Ateneo
bajo la dirección de un reconocido pintor uruguayo.
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Profesor de Artes Marciales

Estudioso de todas
las culturas antiguas
Entidades nocturnas
1
Un
fresco agradable penetra por la puerta ventana aliviando el calor veraniego que
se niega a doblegarse. Caldera sofocante que derrite los ímpetus.
Él,
duerme, boca arriba, profundamente, indiferente al calor o al fresco;
indiferente a esa dolorosa parálisis mental que envuelve al mundo; indiferente
a la vida. Se yergue, brusco, ágil, reconcentrado, como si no hubiera estado
dormido. “¿Por qué desperdiciar la vida durmiendo? Es tan corta y estática.”
Camina
hacia la puerta del balcón deslizándose como un gato; sale y apoya ambas manos
en la ancha baranda de hormigón, da un salto y queda en cuclillas sobre ella.
Respira hondo como si la noche y el barrio fueran suyos. “La vida puede ser
algo que te completa; que te libera.” Allí se queda una eternidad, inmóvil,
gárgola que decora el edificio.
Cuando
creemos que se durmió o que es parte de la casa, se para y camina por la
cornisa como el latigazo de una mamba, hasta llegar a la pared. Nada lo
detiene, trepa por ella con la facilidad de un mono columpiándose de cables y
molduras. Al llegar a la cornisa salta, gira y se encarama al techo. En cuatro
patas, agazapado, no se apura en pararse. Lo hace lentamente como si se
desperezara. Como liberándose del estatus quo existencial que momifica al
mundo. De nuevo la quietud. No mira ni vigila nada, contempla el piso. Escucha
y se orienta, murciélago en la quietud de la noche. Solo un par de gamberros,
borrachos, salidos de un baile, resquebrajan el mágico silencio. Los ignora, su
diversión no es nada para él. Salta de azotea en azotea en el vecindario de
techos bajos. Corre de puntillas y parece un chita. Se detiene, siempre se
detiene y de improviso corre. Como una noria, una y otra vez. Yendo de un punto
a otro teletransportado en un zas. Tan rápido que la imagen en la retina queda
borrosa y de nuevo…la extraña quietud.
Es
irreal, chocante…fantasmal. ¿Qué entrenamiento físico lo hizo así? ¿Qué pudo
motivarlo a entrenarse de un modo tan exigente, tan despiadado? Es algo que los
antiguos llamarían blasfemo. Él lo llama vida.
Se
acerca a una ventana entornada. Observa el interior con paciencia de reptil. De
nuevo el bloque de granito. Algún resorte en su cabeza se activa y entra en la
habitación, se acerca al durmiente y…
2
¡Nunca
salir de compras fue más frustrante! No encuentro nada que me guste. Empleados
maleducados o apáticos. Estoy cansada de tanto caminar, y este calor pesado,
húmedo, pegajoso como mi alma. Entro en un snackbar, busco una mesa libre con
buena vista a los jardines, una de esas con una gran sombrilla. Tengo tanta sed
y tanto calor que gruñiría mi mal humor. Llega el mozo, es para mí como un
genio de la lámpara. Pido, cosa que nunca hago, una cerveza de litro y nada
para picar, el bochorno me borró el apetito. Demora un siglo, así al menos me
parece. La trae en una hielera metálica, me sirve ceremoniosamente y se retira.
Bebo ese vaso, qué alivio, me sirvo otro. Disimuladamente observo a los
ocupantes de las mesas vecinas. Atrás, a mi derecha, está ese joven, pintún,
bien vestido, de aspecto sobrador. No sólo yo le vi, él también me vio. Siento
sus ojos clavados en mi nuca, debe ser otro baboso con sus vulgaridades: “¡Qué
bonita!”, “¡Lindas piernas!”, cuando no se ponen groseros y reparan en “tus
tetas” o en “tu culo”. Hombres. ¡Qué decepción! Si se viene le tiro una
grosería. El mozo va a su mesa y el baboso le habla al oído con mucho misterio.
¿Qué se traerá? ¿Será de los tarados que usan alcahuetes? Vuelve el mozo y le
entrega algo que no veo. El tipo se para, camina con un paso deslizante, sin
esfuerzo, decidido, es un felino. Trae algo en la espalda. Se acerca a mi mesa,
lo miro cara a cara con expresión desafiante. Con absoluta parsimonia saca la
cerveza, galantemente diría. Luce seguro, demasiado seguro. Lo miro con
extrañeza. ¿Será peligroso este chiflado? Porque no hay dudas, está loco. Me
preparo para salir corriendo. Si no lo hago es porque me ignora. Toma la
hielera con la izquierda y ataca al hielo con el picahielo que ocultaba su
derecha. Lo hace con movimientos lentos y calculados, como un relojero, que me
divierten más que asustarme, aunque me cuido de no demostrarlo. Termina de
picar el hielo, arroja el punzón en la hielera como si hubiera hecho algo
grandioso, como a un militar que condecoran. Devuelve la cerveza a su lugar; me
mira y dice: “Ahora que he roto el hielo me puedo presentar” y me extiende su mano
a la vez que me dice su nombre y profesión. Es arquitecto. Lo miro con bronca
pero mis labios me traicionan. Emiten un prrr que terminan en una risa
divertida. Lo saludo, se sienta. Me habla de su vida. De lo fabulosa que es su
profesión. Critica a las hermosas mujeres en otras mesas, nos reímos juntos. Me
distiendo, el mal día ha quedado atrás. Está sentado de perfil, me da la
impresión de que va a levantarse en cualquier minuto y desaparecer. Es
inteligente y divertido, como esos amigos que te hacen pasar un buen rato. Me
sumo a la conversación, no quiero parecer tonta o aburrida.
3
Cada
vez me importas más. Es un flechazo, tiene que serlo. Hace dos horas que
hablamos sin cesar y parece un instante. Me tocas el brazo, para rubricar lo
que dices y siento un escalofrío. Juegas distraído con mi pelo; me golpeas
suavemente, en broma, porque me río de Ti. La explanada del café, la siento un
jardín del Edén, una noche de luces. ¿Por qué no me besas? ¡Quiero que me
beses! No esperes que tome la iniciativa. Mis ojos tienen una expresión
arrobada, adormilada, que mi sonrisa nerviosa que finge ser confiada logra
disimular. Al menos eso creo. ¿Por qué me pongo tan nerviosa? Tampoco mostrarse
fría o indiferente. Espero no estar estropeando el momento. “Ay, Oshum,
ayúdame.” Me acaricias la mejilla. Si, si, tu mano se desliza hacia mi nuca. Me
atraes virilmente hacia Ti. Yo me acerco, no te voy a permitir que creas que me
dominas. Me besas, desvío juguetona la cara y lo haces en mi mejilla. Pones una
burlona cara de puppy. No resisto más. Te beso, me besas.
4
El
intruso se levanta de la cama ajena, con desgano; como el obrero que termina
las vacaciones, debe volver a la fábrica que siempre lo asfixió. “Qué miserable
puede ser la vida”. Siente, más que piensa.
Se trepa a la ventana y
aferrado a cuatro manos, animal herido por la pérdida, mira hacia atrás, hacia
un paraíso al que quién sabe si podrá volver. Sube a la azotea abatido y
comienza el regreso a casa sin largas esperas, ya no está de caza. Se desplaza
en cámara acelerada por tramos de cinco metros; su cuerpo batido como ala de
colibrí se congela un instante como cobrando coraje o fuerzas y reinicia el
proceso hasta llegar a la guarida; baja al balcón, mira por la puerta ventana,
en la cama, a ese otro, a ese joven que en otras circunstancias sería
atractivo, a ese desconocido al que la parálisis múltiple nunca dejará
levantarse de su lecho. Lo mira con piedad, camina hacia Él, se arrodilla junto
a su tétrica cuna como una madre piadosa…respira hondo y retiene el aliento. Su
felicidad está llegando a su fin.
Al
exhalar se desvanece, y el espíritu que es, penetra en su cuerpo postrado como
minutos antes había salido de la bella que durmiente había fascinado un sueño.
“¿Quién
soy realmente? ¿Un postrado que sueña o un sueño atrapado en los sueños de
muchos? ¿Un enfermo o un Dios prisionero de su poder?”.
Jorge
”
¡Todos los días lo mismo!”
Cada
mañana Jorge amanecía sintiendo que portaba una característica física distinta,
y por todos los medios buscaba resaltarla. Orejas en punta y entonces se
peinaba hacia atrás; cuernitos, y simulaba cornadas; antenas de insecto:
sacudía la cabeza y las miraba; colmillos demasiado largos y agudos, y sonreía
con toda su boca, como en los anuncios de dentífrico. Aquella
mañana eran ojos de serpiente, así que, en el desayuno se dedicó a abrirlos
desmesuradamente.
-Jorge,
¿otra vez notas bajas en la escuela? ¿Qué clase de tarado sos?
-No
soy tarado - explica de un modo cansino, silabeante, como hablando a alguien de
pocas luces. - La maestra me odia, además enseña estupideces, me aburro.
-
Si te aburrís es porque sos un burro.
-
Soy tu hijo…
El
sopapo fue inmediato.
-
No me faltes el respeto, soy tu madre y no soy una burra. Tengo cursados tres
años de Facultad de Química. Cosa que tu… Además la maestra, de nuevo, pide
hablar conmigo. Me tenés podrida. ¿Por qué no sos como tu hermano mayor?
-
¡Uah! - musita el niño.
-
Tan aplicado… o inteligente como tu padre…
-
¿Qué padre? - susurra.
-
Que es ingeniero porque se rompió el culo. O yo que podía ser química si no lo
hubiera dejado todo por criarlos. Hasta tu hermanito, a pesar de ser tan
chiquito, es más inteligente que vos.
Jorge
la contempla sin pestañear. Ya ha entendido cómo usar su doble párpado. Que la
mire con aquel descaro disgusta sobremanera a su madre.
-
Estás castigado por una semana, no hay cena. Cuando llegue tu padre decidirá
qué otro castigo te da.
En
su habitación, recostado en la cama, con su estómago vociferando, cierra los
ojos y los abre en el bosque adonde se fuga de su vida vacía. Los hermosos
árboles, como los “ents”, le abren el pecho y lo hacen sentir libre… “Las
criaturas mágicas, eso sí es algo: unicornios, pegasos y centauros trotando en
pequeñas manadas por los senderos de la espesura de coníferas”. Si lo hubiera
contado, le habrían dicho que eran fantasías suyas; no le cabía duda, pero él
sabía cuán reales eran los grifos o algún peligroso dragón volando por entre
las nubes, escupiendo fuego entre los trigales y chozas; las bellas dríadas,
nereidas y hadas lo embelesaban; las sirenas en la costa… Todas estas criaturas
le hacían olvidar sus tristezas; sin embargo, debía la verdadera diversión al viejo
mago y su torre.
Vestido
de túnica talar trabaja en el atanor, macera en el mortero, mezcla en el
matraz, observa atento los reactivos y habla sin distraerse, como si tuviera la
mente dividida.
-
Maestro, ¿no puedo hacer desaparecer a mis padres con un ensalmo?
Con
voz anodina:
-
Sabes que no.
-
¿No puedo quedarme a vivir aquí por siempre?
-
Sabes que no.
-
¿Por qué?
-
Eres un mago principiante- contesta más interesado pero sin darse vuelta-. No
tienes el poder suficiente para cambiar esa dimensión opopsi. Aquí te es fácil
porque aquí- recalca- la magia te rodea y no es despreciada ni está reprimida
socialmente. Ya te lo he explicado mil veces.-Y de nuevo la voz anodina para
persuadirlo: - ¿Por qué no te resignas?- Pregunta Interesado.
-
¿Y usted no podría hacer algo?
-
Sabes que no.
-
¿Por qué?
-
Porque soy una fantasía tuya. Ja ja ja.
-
No diga tonterías, usted es real.
-
No tienes pruebas de ello. Está bien, digamos que soy real. Es tu karma que
vivas esta triste infancia, lo siento - . Se da vuelta, lo mira con ternura y:
- Quisiera hacer algo pero…Dentro de unos…veinte años comprenderás el porqué de
este mal trago. Estás llamado a cosas grandes…
-¿Algún
día podré cambiar el otro mundo?
-Claro.
-
¿Cuándo?
-Cuando
ya no precises de este mundo, hasta el punto de que lo olvides.
-No
podría olvidarlo, maestro.
-Lo
harás y luego me recordarás: el maestro es siempre tu maestro, pero... no tiene
importancia. Ahora vuelve a tu mundo, te están llamando.
El
padre, colérico:
-Jorge, ¿otra vez perdido en
tus estúpidas fantasías?
-No
son fantasías, ni son estúpidas.
-Callate,
mocoso retobado. Si no perdieras el tiempo en bobadas infantiloides podrías ser
un alumno pasable, digno de tu familia; no pedimos tanto, solo que estudies… El
castigo ideal sería prohibirte fantasear boludeces pero como no puedo evitar
que lo hagas, no voy a ponerte otro castigo, guacho de mierda, excepto, dejarte
sin mesada por tiempo ilimitado.
De
un portazo sale de la habitación.
Jorge
cierra los ojos:
-¿Maestro,
qué hacemos hoy?
-¿Yo?
Nada. Para ti tengo una misión. ¿No será obligarte a salir de tus fantasías?
¿No te estaré pidiendo demasiado?
-¡Qué
gracioso! ¿Qué hay que hacer? ¿Parto ya?
-El
centauro Milacio te informará. ¡Cuidado! Son sabios pero mal encarados. Sé
“polite”.
-¿Polar
qué?
-¡Polite,
inglés: diplomático, cortés!
-Ah.
Ya conozco a los locos centauros, no hay problema.
-Claro,
Pericles.
-¿Qué?
-No
importa, ve.
En
el bosque:
-Mister
Milacio…
-¿Qué
quieres?- responde una voz ronca y violenta.
-Me
manda Felisnán, el mago de la torre,…
-¡Qué
molesto! ¿Para qué?
-Por
el encargo.
-¿Tú?
¿Sabes algo de magia?
-Soy
su discípulo.
-Tendremos
que conformarnos... Bien... A la bruja esta vez se le fue la mano: tiene
prisionero al ciervo mágico del bosque. Sin él, el equilibrio está desquiciado.
Si lo mata, como piensa, será el caos. Si lo guisa y se lo come será el ama del
bosque y todos la pasaremos muy mal. Te conviene evitarlo y liberarlo. ¡No
puedes fallar!
-¿Algún
consejo?
-Tomála
por sorpresa.
-Maestro,
(y se comunica telepáticamente) ¿no es demasiado... grande... para mí... la
misión?
-No.
Ya estamos prontos para este paso. ¿Algo más?
-Parece
que no- y con nostalgia agrega: -Ten paciencia, todo es para bien.
Se
interna en el bosque. Llega a la colina que domina la casa de la bruja. Desde
lo alto observa el panorama y traza un plan. Lanza el ensalmo de oscuridad.
-Es
mejor que el de invisibilidad, que solo oculta la visión y no los pequeños
ruidos de pasos y respiración- piensa. Baja el promontorio, se acerca a la
ventana abierta, en el fondo de la guarida. Sigilosamente se encarama
y entra. Mentalmente recita el ensalmo de parálisis; agita la varita para
lanzarlo…
La
bruja gira, rápidamente traza un círculo con el índice enjoyado y dice “anular”
en lengua arcana.
-¿Quién
es el tonto que manda a un chiquillo a luchar con la bruja vieja? Pequeñajo,
creo que te tomaron por tonto. ¿Creías que me ibas a sorprender?
-Algo
así pensé.
-Desprecias
la brujería. ¿No? No debieras. Un día serás solo un brujo esclavizado a tus
dioses y nada más.
En
este momento repara que ni dentro ni fuera se ve ningún ciervo y le dice melosa
la hechicera:
-Anda.
Hazlo. Sácate la duda.
-Quitar
velos- pronuncia en el idioma perdido. Aparecen decenas de pequeñas cosas
dentro de la cabaña, pero ningún ciervo. Mientras baja la mano trazadora de
runas, agrega, divertida:
-Vamos,
verifica afuera, en confianza, es tu casa.
Sale
el niño, circunvala el edificio. Hay muchas cosas que antes no estaban pero
ningún ciervo.
-Te
engañaron, chico. Pero eso a mí no me importa.
Levanta
la mano, su índice dibuja una runa y con versos internos ordena:
-¡Vete!
Un
torbellino envuelve a Jorge: todo a su alrededor gira y se desdibuja. El joven
mago se aferra fuertemente a su varita como a su trapecio un malabarista.
Mareado, cierra los ojos, siente náuseas, una especie de hambre que, como un
lobo, le roe las entrañas. Sin embargo, todo se calma.
Abre
los ojos en su dormitorio. Suspira pensando: “¿Sólo esto?” Parpadea de nuevo.
Insiste, varias veces…Nada. Lanza todos los ensalmos que podrían servir aunque
sabe que en este mundo son inútiles. Cansado, se duerme.
Despierta
feliz, no recuerda su impotencia. Tampoco tiene intenciones de entrecerrar sus
ojos pero en un movimiento imprevisible, una imagen acude y algo se quiebra
dentro de sí: ha visto la maldición de la hechicera.
Finalmente
comprende y filosofa: “En el tonal la gente puede ser muy cruel pero en el
nawal sus criaturas son recias y bastas”. Sabiéndose condenado,
quiebra su inútil varita, y en la cocina, la tira a la basura. “No más escapes
para este taumaturgo sin poderes. En adelante solo te queda la astucia, ser más
“polite” con la familia hasta que te acepten un poco. Olvida tu amado mundo
perdido. Después de todo, has descubierto que... también se puede vivir sin
pensar”.
El temerario
Carta encontrada en Archivos
de Indias…
3 de enero del año de Nuestro
Señor Jesucristo de 1775
Querido hijo:
Te
escribo la presente para felicitarte por haber logrado la capitanía del “Gloria
de Dios” y para contarte algo que hasta hoy evité relatarte; pero ahora eres un
hombre y un marino experto, y podrás entender lo que te voy a narrar…
Partíamos
del Puerto Real de Cádiz el 15 de octubre del año de Nuestro Señor
Jesucristo de 1750, con destino a las Indias Orientales, con escala
en la Capitanía General de San Felipe y Santiago de Montevideo para dejar unas
órdenes y renovar provisiones, y así seguir viaje por el estrecho de todos los
Santos camino a las Filipinas. Todo fue bien hasta un día después de
dejar Santa Cruz de Tenerife, donde reabastecimos agua. El 25 zarpamos viento
en popa.
Al
amanecer del 26, el vigía, divisó algo a la distancia. Avisado el capitán,
dirigimos el galeón en esa deriva. Sobre una cuaderna destrozada yacía un
hombre. Lo recogimos; era un náufrago del “Nuestra Señora de la Trinidad”
zarpado de La Española el 10 de junio. Balbuceó que era el Marqués de
Espronceda, y por sus modos correctos, sus finas ropas y un anillo en su índice
-con el escudo que supusimos
de la familia- no dudamos de que lo fuera.
El
27 amaneció con buen viento y todo parecía protegido por la Gracia Divina. Fue
al mediodía que advertimos que Juan, el marinero aragonés, no estaba a bordo.
Se lo buscó en cada rincón. Supusimos que se había caído del barco. No le
pedimos al capitán que regresara a buscarlo: el mar es muy grande y las
corrientes lo desperdigan todo, además teníamos una derrota que cumplir; el
capitán no habría retornado porque así no se hacen las cosas en la Marina Real.
Todos estábamos malhumorados y molestos con él, aunque no era su culpa.
El
28, al despuntar el día, el centinela de la guardia nocturna había
desaparecido. Un marino, en un momento de torpeza, cae por la borda; eso
es normal; no ocurre tan seguido, pero ocurre. Pero dos marinos, en dos días
consecutivos, no es accidental. Unos murmuraron “¡Demonios!”, otros dijeron
“¡Asesino!”, en voz tan alta que enseguida prosperó. Todos
pensamos lo mismo: el náufrago. El capitán nos calmó y nos
convenció; no teníamos pruebas contra el noble, no podíamos matarlo sin más o
nos esperaría la horca al tocar puerto. Mejor sería custodiar rigurosamente al
“marqués”, y designó para ello a tres guardias, esos que nunca son
tentados por el sueño, los mejores: uno, como enfermero, a su lado; los otros,
distanciados, y atentos a cualquier movimiento; incluso se controlarían entre
sí; un cuarto se sentaría frente a la salida de la improvisada celda. ¡Por la
porta de luz no podría pasar un hombre tan corpulento! La noche
transcurrió sin novedad. Don Espronceda durmió mal, gimiendo, pateando y
permanentemente pero no despertó hasta poco antes del mediodía.
Para
esa hora se sabía que faltaba otro marino. El asesino era uno de nosotros;
todos nos mirábamos con desconfianza. También descubrimos en el palo mayor unas
marcas verticales y en los días siguientes constatamos que aparecía
una por cada desaparición. Lo otro que nos preocupaba era el silencio: el
asesino los aniquilaba con tal maña que no proferían un solo grito. El capitán
nos tranquilizó: dividiría a toda la tripulación en tres secciones, y cada
noche, una se quedaría en vela en la bodega de carga. Si ocurría una nueva
pérdida, en este grupo no estaría el culpable. Claro que quedaban exceptuados
de toda sospecha los tres custodios, quienes pasaron a cumplir función de
guardaespaldas del
capitán.
En
fin, así se hizo en los primeros dos días. De este modo quedaron exonerados dos
tercios de la tripulación porque el loco homicida continuó burlándose. A éstos
se los miraba con confianza, casi con cariño, a los restantes… los hubiéramos
linchado, de no haber intervenido otra vez nuestro Superior. En estos tres días
habían entregado su alma al Señor seis hombres, entre ellos, el
despensero.
El
dos de noviembre amaneció con otra pérdida: el Alférez de mar, el tercero al
mando. Esto era gravísimo, como sabes. Ya no había murmuraciones;
había una certeza: el barco tenía que estar maldito y los demonios nos estaban
matando. Al filo del motín, a gritos, el capitán impuso su autoridad:
Nos ordenó controlarnos y nos obligó a creer que desesperarse no era la
solución; nos propuso una tregua durante la cual, y bajo su responsabilidad,
sólo él actuaría; pero no explicó más. Desde las sombras de la noche y junto a
sus guardaespaldas, celó el mástil mayor. A la octava hora nocturna la sangre
se le heló. A la mañana siguiente estaba rígido; la desesperación, tallada en
su rostro, en sus ojos desorbitados por el terror: había perdido el juicio y
jamás lo recuperó. Los guardaespaldas contaron que vieron surgir una nueva
marca… pero nadie la había grabado ni nadie se había esfumado; el capitán había
sido la única víctima. El estupor, el pánico, paralizó a todos y el silencio
que fue como descender a la tumba…pero solo un momento. Luego estalló un
pandemónium: unos se acobardaban y gritaban como niñas, revolcándose por el
piso; otros arremetían furiosos, con clavillas o sables, contra la
arboladura o la borda.; algunos corrían de proa a popa como si eso los alejara
del peligro.; también estaban los que se e imploraban a Nuestro Señor a gritos;
Un par, desesperados saltaron por la borda, tratando de salvarse a
nado; al ver esto los más fuertes y violentos se pusieron de acuerdo y se
adueñaron del bote, cargaron provisiones, lo abordaron y se fueron a vivo remo
en dirección a donde suponían la costa más cercana, África. (Obviamente, no
tenían oportunidad, menos aún los nadadores). Los demás lanzaban miradas
aterrorizadas esperando ver demonios detrás de ellos. Al atardecer estábamos
agotados y desesperados. La noche fue descender al infierno: por todas partes
gritos y sollozos de almas torturadas; cada tanto un desgarrador chillido de
pavor que solo la presencia de un demonio puede arrancar. De hecho, las sombras
cobraron vida y se movían demoníacamente. Había algo malvado, blasfemo, impío,
impregnando cada trozo de madera. El aire estaba espeso, denso, peor que en el
ojo de un huracán. Una masa de niebla inesperada esculpió la
atmósfera de una extraña malignidad. No había duda: estábamos en el infierno y
éramos almas en pena rogándole a Nuestro Señor que nos redimiera. Aquellos
hombres, con las miradas fijas, ya inmóviles como tocones, ya yendo de aquí
para allá, a la deriva como nuestro galeón -sin voluntad, sin vida, sin
esperanza- era evidente: estábamos perdidos.
El
caos nos impidió reconocer, al día siguiente, si estábamos todos. El mástil
mayor lucía cinco nuevas marcas. Fue entonces cuando vi todo claramente y supe
qué debía hacer. Fui al camarote del noble, lo apuñalé y decapité. Tiré su
cabeza por la porta, arropé su cuerpo en mantas, lo arrastré a cubierta y lo
arrojé por la borda.
A
la noche nos sorprendió la tormenta; yo pensé que era el fin. Abatidos como
estábamos, no habría salvación; todos pensamos que era el fin. Pero he aquí el
milagro: el peligro real disipó todos los temores del Averno a los
viejos marinos y pasamos luchando con el vendaval hasta el mediodía, en que
amainó. Entonces alguien se percató de que no había nueva marca: fue
una sorpresa y un alivio. Reapareció la esperanza, la mínima suficiente; se
organizó una oración colectiva de gracias a la Intervención Divina y luego se
reordenó la tripulación. En los siguientes días, todo marchó perfectamente:
buen tiempo y ninguna ausencia.
Y
así, sin novedad, llegamos a San Felipe y Santiago. Desembarcamos… Los marinos
se perdieron en extramuros, los oficiales se enfermaron todos. Como Segundo a
bordo, no era digno de mí declararme también enfermo. En la Capitanía tuvieron
que designar entonces una tripulación completa.
De
este modo terminé de capitán del Sancti Spíritus, barco con fama de maldito,
zarpado con rumbo a las Indias Orientales. Por cierto que el Pacífico no fue
pacífico, como es su costumbre pero, de sombras y espectros, ni
noticia.
Ahora
me conocen, hijo, como El Temerario.
El
goce de la pluma:
portokali
que sube del alma,
desierto
que late vital,
desgarrón
que a amor me sabe.
Pluma,
mujer
ajena, amante mía.
Eduardo Varela
Eduardo Varela
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Entidades nocturnas
1
Un
fresco agradable penetra por la puerta ventana aliviando el calor veraniego que
se niega a doblegarse. Caldera sofocante que derrite los ímpetus.
Él,
duerme, boca arriba, profundamente, indiferente al calor o al fresco;
indiferente a esa dolorosa parálisis mental que envuelve al mundo; indiferente
a la vida. Se yergue, brusco, ágil, reconcentrado, como si no hubiera estado
dormido. “¿Por qué desperdiciar la vida durmiendo? Es tan corta y estática.”
Camina
hacia la puerta del balcón deslizándose como un gato; sale y apoya ambas manos
en la ancha baranda de hormigón, da un salto y queda en cuclillas sobre ella.
Respira hondo como si la noche y el barrio fueran suyos. “La vida puede ser
algo que te completa; que te libera.” Allí se queda una eternidad, inmóvil,
gárgola que decora el edificio.
Cuando
creemos que se durmió o que es parte de la casa, se para y camina por la
cornisa como el latigazo de una mamba, hasta llegar a la pared. Nada lo
detiene, trepa por ella con la facilidad de un mono columpiándose de cables y
molduras. Al llegar a la cornisa salta, gira y se encarama al techo. En cuatro
patas, agazapado, no se apura en pararse. Lo hace lentamente como si se
desperezara. Como liberándose del estatus quo existencial que momifica al
mundo. De nuevo la quietud. No mira ni vigila nada, contempla el piso. Escucha
y se orienta, murciélago en la quietud de la noche. Solo un par de gamberros,
borrachos, salidos de un baile, resquebrajan el mágico silencio. Los ignora, su
diversión no es nada para él. Salta de azotea en azotea en el vecindario de
techos bajos. Corre de puntillas y parece un chita. Se detiene, siempre se
detiene y de improviso corre. Como una noria, una y otra vez. Yendo de un punto
a otro teletransportado en un zas. Tan rápido que la imagen en la retina queda
borrosa y de nuevo…la extraña quietud.
Es
irreal, chocante…fantasmal. ¿Qué entrenamiento físico lo hizo así? ¿Qué pudo
motivarlo a entrenarse de un modo tan exigente, tan despiadado? Es algo que los
antiguos llamarían blasfemo. Él lo llama vida.
Se
acerca a una ventana entornada. Observa el interior con paciencia de reptil. De
nuevo el bloque de granito. Algún resorte en su cabeza se activa y entra en la
habitación, se acerca al durmiente y…
2
¡Nunca
salir de compras fue más frustrante! No encuentro nada que me guste. Empleados
maleducados o apáticos. Estoy cansada de tanto caminar, y este calor pesado,
húmedo, pegajoso como mi alma. Entro en un snackbar, busco una mesa libre con
buena vista a los jardines, una de esas con una gran sombrilla. Tengo tanta sed
y tanto calor que gruñiría mi mal humor. Llega el mozo, es para mí como un
genio de la lámpara. Pido, cosa que nunca hago, una cerveza de litro y nada
para picar, el bochorno me borró el apetito. Demora un siglo, así al menos me
parece. La trae en una hielera metálica, me sirve ceremoniosamente y se retira.
Bebo ese vaso, qué alivio, me sirvo otro. Disimuladamente observo a los
ocupantes de las mesas vecinas. Atrás, a mi derecha, está ese joven, pintún,
bien vestido, de aspecto sobrador. No sólo yo le vi, él también me vio. Siento
sus ojos clavados en mi nuca, debe ser otro baboso con sus vulgaridades: “¡Qué
bonita!”, “¡Lindas piernas!”, cuando no se ponen groseros y reparan en “tus
tetas” o en “tu culo”. Hombres. ¡Qué decepción! Si se viene le tiro una
grosería. El mozo va a su mesa y el baboso le habla al oído con mucho misterio.
¿Qué se traerá? ¿Será de los tarados que usan alcahuetes? Vuelve el mozo y le
entrega algo que no veo. El tipo se para, camina con un paso deslizante, sin
esfuerzo, decidido, es un felino. Trae algo en la espalda. Se acerca a mi mesa,
lo miro cara a cara con expresión desafiante. Con absoluta parsimonia saca la
cerveza, galantemente diría. Luce seguro, demasiado seguro. Lo miro con
extrañeza. ¿Será peligroso este chiflado? Porque no hay dudas, está loco. Me
preparo para salir corriendo. Si no lo hago es porque me ignora. Toma la
hielera con la izquierda y ataca al hielo con el picahielo que ocultaba su
derecha. Lo hace con movimientos lentos y calculados, como un relojero, que me
divierten más que asustarme, aunque me cuido de no demostrarlo. Termina de
picar el hielo, arroja el punzón en la hielera como si hubiera hecho algo
grandioso, como a un militar que condecoran. Devuelve la cerveza a su lugar; me
mira y dice: “Ahora que he roto el hielo me puedo presentar” y me extiende su mano
a la vez que me dice su nombre y profesión. Es arquitecto. Lo miro con bronca
pero mis labios me traicionan. Emiten un prrr que terminan en una risa
divertida. Lo saludo, se sienta. Me habla de su vida. De lo fabulosa que es su
profesión. Critica a las hermosas mujeres en otras mesas, nos reímos juntos. Me
distiendo, el mal día ha quedado atrás. Está sentado de perfil, me da la
impresión de que va a levantarse en cualquier minuto y desaparecer. Es
inteligente y divertido, como esos amigos que te hacen pasar un buen rato. Me
sumo a la conversación, no quiero parecer tonta o aburrida.
3
Cada
vez me importas más. Es un flechazo, tiene que serlo. Hace dos horas que
hablamos sin cesar y parece un instante. Me tocas el brazo, para rubricar lo
que dices y siento un escalofrío. Juegas distraído con mi pelo; me golpeas
suavemente, en broma, porque me río de Ti. La explanada del café, la siento un
jardín del Edén, una noche de luces. ¿Por qué no me besas? ¡Quiero que me
beses! No esperes que tome la iniciativa. Mis ojos tienen una expresión
arrobada, adormilada, que mi sonrisa nerviosa que finge ser confiada logra
disimular. Al menos eso creo. ¿Por qué me pongo tan nerviosa? Tampoco mostrarse
fría o indiferente. Espero no estar estropeando el momento. “Ay, Oshum,
ayúdame.” Me acaricias la mejilla. Si, si, tu mano se desliza hacia mi nuca. Me
atraes virilmente hacia Ti. Yo me acerco, no te voy a permitir que creas que me
dominas. Me besas, desvío juguetona la cara y lo haces en mi mejilla. Pones una
burlona cara de puppy. No resisto más. Te beso, me besas.
4
El
intruso se levanta de la cama ajena, con desgano; como el obrero que termina
las vacaciones, debe volver a la fábrica que siempre lo asfixió. “Qué miserable
puede ser la vida”. Siente, más que piensa.
Se trepa a la ventana y
aferrado a cuatro manos, animal herido por la pérdida, mira hacia atrás, hacia
un paraíso al que quién sabe si podrá volver. Sube a la azotea abatido y
comienza el regreso a casa sin largas esperas, ya no está de caza. Se desplaza
en cámara acelerada por tramos de cinco metros; su cuerpo batido como ala de
colibrí se congela un instante como cobrando coraje o fuerzas y reinicia el
proceso hasta llegar a la guarida; baja al balcón, mira por la puerta ventana,
en la cama, a ese otro, a ese joven que en otras circunstancias sería
atractivo, a ese desconocido al que la parálisis múltiple nunca dejará
levantarse de su lecho. Lo mira con piedad, camina hacia Él, se arrodilla junto
a su tétrica cuna como una madre piadosa…respira hondo y retiene el aliento. Su
felicidad está llegando a su fin.
Al
exhalar se desvanece, y el espíritu que es, penetra en su cuerpo postrado como
minutos antes había salido de la bella que durmiente había fascinado un sueño.
“¿Quién
soy realmente? ¿Un postrado que sueña o un sueño atrapado en los sueños de
muchos? ¿Un enfermo o un Dios prisionero de su poder?”.
Jorge
”
¡Todos los días lo mismo!”
Cada
mañana Jorge amanecía sintiendo que portaba una característica física distinta,
y por todos los medios buscaba resaltarla. Orejas en punta y entonces se
peinaba hacia atrás; cuernitos, y simulaba cornadas; antenas de insecto:
sacudía la cabeza y las miraba; colmillos demasiado largos y agudos, y sonreía
con toda su boca, como en los anuncios de dentífrico. Aquella
mañana eran ojos de serpiente, así que, en el desayuno se dedicó a abrirlos
desmesuradamente.
-Jorge,
¿otra vez notas bajas en la escuela? ¿Qué clase de tarado sos?
-No
soy tarado - explica de un modo cansino, silabeante, como hablando a alguien de
pocas luces. - La maestra me odia, además enseña estupideces, me aburro.
-
Si te aburrís es porque sos un burro.
-
Soy tu hijo…
El
sopapo fue inmediato.
-
No me faltes el respeto, soy tu madre y no soy una burra. Tengo cursados tres
años de Facultad de Química. Cosa que tu… Además la maestra, de nuevo, pide
hablar conmigo. Me tenés podrida. ¿Por qué no sos como tu hermano mayor?
-
¡Uah! - musita el niño.
-
Tan aplicado… o inteligente como tu padre…
-
¿Qué padre? - susurra.
-
Que es ingeniero porque se rompió el culo. O yo que podía ser química si no lo
hubiera dejado todo por criarlos. Hasta tu hermanito, a pesar de ser tan
chiquito, es más inteligente que vos.
Jorge
la contempla sin pestañear. Ya ha entendido cómo usar su doble párpado. Que la
mire con aquel descaro disgusta sobremanera a su madre.
-
Estás castigado por una semana, no hay cena. Cuando llegue tu padre decidirá
qué otro castigo te da.
En
su habitación, recostado en la cama, con su estómago vociferando, cierra los
ojos y los abre en el bosque adonde se fuga de su vida vacía. Los hermosos
árboles, como los “ents”, le abren el pecho y lo hacen sentir libre… “Las
criaturas mágicas, eso sí es algo: unicornios, pegasos y centauros trotando en
pequeñas manadas por los senderos de la espesura de coníferas”. Si lo hubiera
contado, le habrían dicho que eran fantasías suyas; no le cabía duda, pero él
sabía cuán reales eran los grifos o algún peligroso dragón volando por entre
las nubes, escupiendo fuego entre los trigales y chozas; las bellas dríadas,
nereidas y hadas lo embelesaban; las sirenas en la costa… Todas estas criaturas
le hacían olvidar sus tristezas; sin embargo, debía la verdadera diversión al viejo
mago y su torre.
Vestido
de túnica talar trabaja en el atanor, macera en el mortero, mezcla en el
matraz, observa atento los reactivos y habla sin distraerse, como si tuviera la
mente dividida.
-
Maestro, ¿no puedo hacer desaparecer a mis padres con un ensalmo?
Con
voz anodina:
-
Sabes que no.
-
¿No puedo quedarme a vivir aquí por siempre?
-
Sabes que no.
-
¿Por qué?
-
Eres un mago principiante- contesta más interesado pero sin darse vuelta-. No
tienes el poder suficiente para cambiar esa dimensión opopsi. Aquí te es fácil
porque aquí- recalca- la magia te rodea y no es despreciada ni está reprimida
socialmente. Ya te lo he explicado mil veces.-Y de nuevo la voz anodina para
persuadirlo: - ¿Por qué no te resignas?- Pregunta Interesado.
-
¿Y usted no podría hacer algo?
-
Sabes que no.
-
¿Por qué?
-
Porque soy una fantasía tuya. Ja ja ja.
-
No diga tonterías, usted es real.
-
No tienes pruebas de ello. Está bien, digamos que soy real. Es tu karma que
vivas esta triste infancia, lo siento - . Se da vuelta, lo mira con ternura y:
- Quisiera hacer algo pero…Dentro de unos…veinte años comprenderás el porqué de
este mal trago. Estás llamado a cosas grandes…
-¿Algún
día podré cambiar el otro mundo?
-Claro.
-
¿Cuándo?
-Cuando
ya no precises de este mundo, hasta el punto de que lo olvides.
-No
podría olvidarlo, maestro.
-Lo
harás y luego me recordarás: el maestro es siempre tu maestro, pero... no tiene
importancia. Ahora vuelve a tu mundo, te están llamando.
El
padre, colérico:
-Jorge, ¿otra vez perdido en
tus estúpidas fantasías?
-No
son fantasías, ni son estúpidas.
-Callate,
mocoso retobado. Si no perdieras el tiempo en bobadas infantiloides podrías ser
un alumno pasable, digno de tu familia; no pedimos tanto, solo que estudies… El
castigo ideal sería prohibirte fantasear boludeces pero como no puedo evitar
que lo hagas, no voy a ponerte otro castigo, guacho de mierda, excepto, dejarte
sin mesada por tiempo ilimitado.
De
un portazo sale de la habitación.
Jorge
cierra los ojos:
-¿Maestro,
qué hacemos hoy?
-¿Yo?
Nada. Para ti tengo una misión. ¿No será obligarte a salir de tus fantasías?
¿No te estaré pidiendo demasiado?
-¡Qué
gracioso! ¿Qué hay que hacer? ¿Parto ya?
-El
centauro Milacio te informará. ¡Cuidado! Son sabios pero mal encarados. Sé
“polite”.
-¿Polar
qué?
-¡Polite,
inglés: diplomático, cortés!
-Ah.
Ya conozco a los locos centauros, no hay problema.
-Claro,
Pericles.
-¿Qué?
-No
importa, ve.
En
el bosque:
-Mister
Milacio…
-¿Qué
quieres?- responde una voz ronca y violenta.
-Me
manda Felisnán, el mago de la torre,…
-¡Qué
molesto! ¿Para qué?
-Por
el encargo.
-¿Tú?
¿Sabes algo de magia?
-Soy
su discípulo.
-Tendremos
que conformarnos... Bien... A la bruja esta vez se le fue la mano: tiene
prisionero al ciervo mágico del bosque. Sin él, el equilibrio está desquiciado.
Si lo mata, como piensa, será el caos. Si lo guisa y se lo come será el ama del
bosque y todos la pasaremos muy mal. Te conviene evitarlo y liberarlo. ¡No
puedes fallar!
-¿Algún
consejo?
-Tomála
por sorpresa.
-Maestro,
(y se comunica telepáticamente) ¿no es demasiado... grande... para mí... la
misión?
-No.
Ya estamos prontos para este paso. ¿Algo más?
-Parece
que no- y con nostalgia agrega: -Ten paciencia, todo es para bien.
Se
interna en el bosque. Llega a la colina que domina la casa de la bruja. Desde
lo alto observa el panorama y traza un plan. Lanza el ensalmo de oscuridad.
-Es
mejor que el de invisibilidad, que solo oculta la visión y no los pequeños
ruidos de pasos y respiración- piensa. Baja el promontorio, se acerca a la
ventana abierta, en el fondo de la guarida. Sigilosamente se encarama
y entra. Mentalmente recita el ensalmo de parálisis; agita la varita para
lanzarlo…
La
bruja gira, rápidamente traza un círculo con el índice enjoyado y dice “anular”
en lengua arcana.
-¿Quién
es el tonto que manda a un chiquillo a luchar con la bruja vieja? Pequeñajo,
creo que te tomaron por tonto. ¿Creías que me ibas a sorprender?
-Algo
así pensé.
-Desprecias
la brujería. ¿No? No debieras. Un día serás solo un brujo esclavizado a tus
dioses y nada más.
En
este momento repara que ni dentro ni fuera se ve ningún ciervo y le dice melosa
la hechicera:
-Anda.
Hazlo. Sácate la duda.
-Quitar
velos- pronuncia en el idioma perdido. Aparecen decenas de pequeñas cosas
dentro de la cabaña, pero ningún ciervo. Mientras baja la mano trazadora de
runas, agrega, divertida:
-Vamos,
verifica afuera, en confianza, es tu casa.
Sale
el niño, circunvala el edificio. Hay muchas cosas que antes no estaban pero
ningún ciervo.
-Te
engañaron, chico. Pero eso a mí no me importa.
Levanta
la mano, su índice dibuja una runa y con versos internos ordena:
-¡Vete!
Un
torbellino envuelve a Jorge: todo a su alrededor gira y se desdibuja. El joven
mago se aferra fuertemente a su varita como a su trapecio un malabarista.
Mareado, cierra los ojos, siente náuseas, una especie de hambre que, como un
lobo, le roe las entrañas. Sin embargo, todo se calma.
Abre
los ojos en su dormitorio. Suspira pensando: “¿Sólo esto?” Parpadea de nuevo.
Insiste, varias veces…Nada. Lanza todos los ensalmos que podrían servir aunque
sabe que en este mundo son inútiles. Cansado, se duerme.
Despierta
feliz, no recuerda su impotencia. Tampoco tiene intenciones de entrecerrar sus
ojos pero en un movimiento imprevisible, una imagen acude y algo se quiebra
dentro de sí: ha visto la maldición de la hechicera.
Finalmente
comprende y filosofa: “En el tonal la gente puede ser muy cruel pero en el
nawal sus criaturas son recias y bastas”. Sabiéndose condenado,
quiebra su inútil varita, y en la cocina, la tira a la basura. “No más escapes
para este taumaturgo sin poderes. En adelante solo te queda la astucia, ser más
“polite” con la familia hasta que te acepten un poco. Olvida tu amado mundo
perdido. Después de todo, has descubierto que... también se puede vivir sin
pensar”.
El temerario
Carta encontrada en Archivos
de Indias…
3 de enero del año de Nuestro
Señor Jesucristo de 1775
Querido hijo:
Te
escribo la presente para felicitarte por haber logrado la capitanía del “Gloria
de Dios” y para contarte algo que hasta hoy evité relatarte; pero ahora eres un
hombre y un marino experto, y podrás entender lo que te voy a narrar…
Partíamos
del Puerto Real de Cádiz el 15 de octubre del año de Nuestro Señor
Jesucristo de 1750, con destino a las Indias Orientales, con escala
en la Capitanía General de San Felipe y Santiago de Montevideo para dejar unas
órdenes y renovar provisiones, y así seguir viaje por el estrecho de todos los
Santos camino a las Filipinas. Todo fue bien hasta un día después de
dejar Santa Cruz de Tenerife, donde reabastecimos agua. El 25 zarpamos viento
en popa.
Al
amanecer del 26, el vigía, divisó algo a la distancia. Avisado el capitán,
dirigimos el galeón en esa deriva. Sobre una cuaderna destrozada yacía un
hombre. Lo recogimos; era un náufrago del “Nuestra Señora de la Trinidad”
zarpado de La Española el 10 de junio. Balbuceó que era el Marqués de
Espronceda, y por sus modos correctos, sus finas ropas y un anillo en su índice
-con el escudo que supusimos
de la familia- no dudamos de que lo fuera.
El
27 amaneció con buen viento y todo parecía protegido por la Gracia Divina. Fue
al mediodía que advertimos que Juan, el marinero aragonés, no estaba a bordo.
Se lo buscó en cada rincón. Supusimos que se había caído del barco. No le
pedimos al capitán que regresara a buscarlo: el mar es muy grande y las
corrientes lo desperdigan todo, además teníamos una derrota que cumplir; el
capitán no habría retornado porque así no se hacen las cosas en la Marina Real.
Todos estábamos malhumorados y molestos con él, aunque no era su culpa.
El
28, al despuntar el día, el centinela de la guardia nocturna había
desaparecido. Un marino, en un momento de torpeza, cae por la borda; eso
es normal; no ocurre tan seguido, pero ocurre. Pero dos marinos, en dos días
consecutivos, no es accidental. Unos murmuraron “¡Demonios!”, otros dijeron
“¡Asesino!”, en voz tan alta que enseguida prosperó. Todos
pensamos lo mismo: el náufrago. El capitán nos calmó y nos
convenció; no teníamos pruebas contra el noble, no podíamos matarlo sin más o
nos esperaría la horca al tocar puerto. Mejor sería custodiar rigurosamente al
“marqués”, y designó para ello a tres guardias, esos que nunca son
tentados por el sueño, los mejores: uno, como enfermero, a su lado; los otros,
distanciados, y atentos a cualquier movimiento; incluso se controlarían entre
sí; un cuarto se sentaría frente a la salida de la improvisada celda. ¡Por la
porta de luz no podría pasar un hombre tan corpulento! La noche
transcurrió sin novedad. Don Espronceda durmió mal, gimiendo, pateando y
permanentemente pero no despertó hasta poco antes del mediodía.
Para
esa hora se sabía que faltaba otro marino. El asesino era uno de nosotros;
todos nos mirábamos con desconfianza. También descubrimos en el palo mayor unas
marcas verticales y en los días siguientes constatamos que aparecía
una por cada desaparición. Lo otro que nos preocupaba era el silencio: el
asesino los aniquilaba con tal maña que no proferían un solo grito. El capitán
nos tranquilizó: dividiría a toda la tripulación en tres secciones, y cada
noche, una se quedaría en vela en la bodega de carga. Si ocurría una nueva
pérdida, en este grupo no estaría el culpable. Claro que quedaban exceptuados
de toda sospecha los tres custodios, quienes pasaron a cumplir función de
guardaespaldas del
capitán.
En
fin, así se hizo en los primeros dos días. De este modo quedaron exonerados dos
tercios de la tripulación porque el loco homicida continuó burlándose. A éstos
se los miraba con confianza, casi con cariño, a los restantes… los hubiéramos
linchado, de no haber intervenido otra vez nuestro Superior. En estos tres días
habían entregado su alma al Señor seis hombres, entre ellos, el
despensero.
El
dos de noviembre amaneció con otra pérdida: el Alférez de mar, el tercero al
mando. Esto era gravísimo, como sabes. Ya no había murmuraciones;
había una certeza: el barco tenía que estar maldito y los demonios nos estaban
matando. Al filo del motín, a gritos, el capitán impuso su autoridad:
Nos ordenó controlarnos y nos obligó a creer que desesperarse no era la
solución; nos propuso una tregua durante la cual, y bajo su responsabilidad,
sólo él actuaría; pero no explicó más. Desde las sombras de la noche y junto a
sus guardaespaldas, celó el mástil mayor. A la octava hora nocturna la sangre
se le heló. A la mañana siguiente estaba rígido; la desesperación, tallada en
su rostro, en sus ojos desorbitados por el terror: había perdido el juicio y
jamás lo recuperó. Los guardaespaldas contaron que vieron surgir una nueva
marca… pero nadie la había grabado ni nadie se había esfumado; el capitán había
sido la única víctima. El estupor, el pánico, paralizó a todos y el silencio
que fue como descender a la tumba…pero solo un momento. Luego estalló un
pandemónium: unos se acobardaban y gritaban como niñas, revolcándose por el
piso; otros arremetían furiosos, con clavillas o sables, contra la
arboladura o la borda.; algunos corrían de proa a popa como si eso los alejara
del peligro.; también estaban los que se e imploraban a Nuestro Señor a gritos;
Un par, desesperados saltaron por la borda, tratando de salvarse a
nado; al ver esto los más fuertes y violentos se pusieron de acuerdo y se
adueñaron del bote, cargaron provisiones, lo abordaron y se fueron a vivo remo
en dirección a donde suponían la costa más cercana, África. (Obviamente, no
tenían oportunidad, menos aún los nadadores). Los demás lanzaban miradas
aterrorizadas esperando ver demonios detrás de ellos. Al atardecer estábamos
agotados y desesperados. La noche fue descender al infierno: por todas partes
gritos y sollozos de almas torturadas; cada tanto un desgarrador chillido de
pavor que solo la presencia de un demonio puede arrancar. De hecho, las sombras
cobraron vida y se movían demoníacamente. Había algo malvado, blasfemo, impío,
impregnando cada trozo de madera. El aire estaba espeso, denso, peor que en el
ojo de un huracán. Una masa de niebla inesperada esculpió la
atmósfera de una extraña malignidad. No había duda: estábamos en el infierno y
éramos almas en pena rogándole a Nuestro Señor que nos redimiera. Aquellos
hombres, con las miradas fijas, ya inmóviles como tocones, ya yendo de aquí
para allá, a la deriva como nuestro galeón -sin voluntad, sin vida, sin
esperanza- era evidente: estábamos perdidos.
El
caos nos impidió reconocer, al día siguiente, si estábamos todos. El mástil
mayor lucía cinco nuevas marcas. Fue entonces cuando vi todo claramente y supe
qué debía hacer. Fui al camarote del noble, lo apuñalé y decapité. Tiré su
cabeza por la porta, arropé su cuerpo en mantas, lo arrastré a cubierta y lo
arrojé por la borda.
A
la noche nos sorprendió la tormenta; yo pensé que era el fin. Abatidos como
estábamos, no habría salvación; todos pensamos que era el fin. Pero he aquí el
milagro: el peligro real disipó todos los temores del Averno a los
viejos marinos y pasamos luchando con el vendaval hasta el mediodía, en que
amainó. Entonces alguien se percató de que no había nueva marca: fue
una sorpresa y un alivio. Reapareció la esperanza, la mínima suficiente; se
organizó una oración colectiva de gracias a la Intervención Divina y luego se
reordenó la tripulación. En los siguientes días, todo marchó perfectamente:
buen tiempo y ninguna ausencia.
Y
así, sin novedad, llegamos a San Felipe y Santiago. Desembarcamos… Los marinos
se perdieron en extramuros, los oficiales se enfermaron todos. Como Segundo a
bordo, no era digno de mí declararme también enfermo. En la Capitanía tuvieron
que designar entonces una tripulación completa.
De
este modo terminé de capitán del Sancti Spíritus, barco con fama de maldito,
zarpado con rumbo a las Indias Orientales. Por cierto que el Pacífico no fue
pacífico, como es su costumbre pero, de sombras y espectros, ni
noticia.
Ahora
me conocen, hijo, como El Temerario.