lunes, 28 de enero de 2013

... "Gracias quiero dar al divino Laberinto de los efectos y de las causas por el mar, que es un desierto resplandeciente y una cifra de cosas que no sabemos y un epitafio de los vikingos"... Jorge Luis Borges

HUGO VIGLIETTI






         Hugo Viglietti (Montevideo 1953), casado con dos hijas.
         Su vida ha transcurrido entre dos pasiones: el mar y el deporte.
     Marino militar retirado del servicio activo. En la Liga Universitaria de Deportes, se inició como jugador, luego delegado y desde hace tres períodos electorales forma parte del Consejo de Neutrales que dirige dicha Institución. Miembro de las delegaciones uruguayas que representaron a Uruguay en los Campeonatos Olímpicos Universitarios realizados en Tailandia y Serbia y actualmente es el representante uruguayo en la Organización Deportiva Universitaria Panamericana (ODUPA).
         Ejerció la docencia y escribió numerosos artículos y cuentos en publicaciones especializadas de Uruguay y España sobre temas del mar, la Antártida y el deporte universitario. Escribió en coautoría y trabajó en la edición de varios libros sobre dichas temáticas.
         Su último libro, “De Corazón Celeste, Diego Lugano y Sudáfrica 2010” fue publicado en 2011 por Editorial Planeta.







Toby







         Paola miró con poco interés hacia la puerta de su dormitorio. Afuera, una noche con truenos y lluvia incesante desmentía a un verano que demoraba en asentarse. Aún le dolía la garganta y la fiebre no cedía. Fea manera de empezar su sexto cumpleaños. Y para peor parecía que su familia no tenía otro lugar para estar que en su dormitorio.

-         Son las 12, Pao, feliz cumpleaños – dijo su hermana Carina con una sonrisa
-         Te compramos como regalo una canasta de chocolates – dijo su padre apareciendo en el marco de la puerta con una gran canasta

Paola esbozó una sonrisa cansada, mientras pensaba que lo último que quería en ese momento era chocolates. Su padre se acercó y puso la canasta sobre su regazo. Por un instante le pareció que la canasta se movió sola. Con un esfuerzo se incorporó a medias para mirar el contenido de la cesta. Y ahí lo vio. Era como uno de sus muñecos de peluche… pero se movía… era real…

-         Es un cachorrito ¿es para mi? – preguntó con voz temblorosa
-         Si, mi amor – contestó su madre – es nuestro regalo de cumpleaños para ti –
-         Es un perrito, es mi perrito – susurró Paola mientas acomodaba en su falda a esa pequeña y arrugada pelota de pelo rubio y ojos semicerrados.

El cachorro, un cocker dorado de cuarenta días  levantó su hocico y abrió sus ojos. Las miradas de ambos se encontraron y allí nació una inolvidable amistad.  La cara de Paola estaba iluminada por una súbita felicidad. Sus mejillas rosadas por la fiebre, se refrescaban con lágrimas que la surcaban. Fue un momento de ternura íntima que contagió la emoción a sus padres y hermana.

-     Papá, me dijiste que los hombres no lloran – dijo Carina con su clásica risa pícara.
-    Me entró algo en el ojo – fingió el padre también sonriendo – Bueno que nombre le ponemos –
-   Pao ¿Qué te parece llamarlo Toby? – preguntó Carina. Y Paola no dudó. Porque además presumió que su hermana había tenido que ver con el regalo.
-      Dale, se llamará Toby. Mi Tobito – fue su rápida respuesta.

Al otro día la fiebre era historia y Paola jugaba con su cachorrito como si el resto del mundo no existiera. Los años fueron pasando y Toby ocupó su espacio en la familia. Una cariñosa e inquieta mascota que jugaba con todos y a todos devolvía cariño. Pero sobresalía nítidamente la increíble comunión que mantenía con su dueña. Dormía en su cuarto al costado de su cama y cuando Paola estaba en casa no se le separaba. Por cierto ella era quien más le dedicaba,  jugaba con él, le enseñaba cosas y se mimaban mutuamente. En uno de esos juegos cuando Toby tenía dos años, cayó por una escalera y se lastimó la columna. Lograron curarlo pero periódicamente habrían de darle medicamentos para mantenerlo sin dolor. Ella sufrió junto a su perro y nunca imaginó el efecto que esto tendría años más tarde sobre ambos.
Cuando Paola tenía doce años, nubarrones de tormenta se ciñeron sobre la familia. Su padre por razones laborales debía mudarse al extranjero y allí iría toda la familia. En realidad… casi toda. Le explicaron que deberían dejar a Toby, que era imposible llevarlo.

-     Pues entonces se irán sin mí – dijo Paola muy seria
-    Hija, tenemos varias alternativas buenas, se puede quedar con tus abuelos – dijo su padre
-    O con tus tíos y luego en unos años cuando volvamos lo recuperarás – complementó su madre.
-    De ninguna manera. No puedo dejarlo, es como abandonarlo. ¿No entienden? Uds. me lo regalaron, estamos siempre juntos, se va a morir de tristeza – respondió Paola con voz quebrada.


     Los argumentos de unos y otros, a favor y en contra se sucedían pero Paola se mostraba irreductible. Pasaron los días y las discusiones seguían. Pero surgió un argumento muy fuerte. Los abuelos ofrecieron quedarse con ambos, con Toby y con su dueña. Ella les decía que aceptaría dejar su colegio, sus amigas, dejaría todo y se iría con sus padres siempre y cuando aceptaran llevar a Toby. En una sublime demostración de amor y lealtad, había  averiguado todo lo necesario para trasladar a una mascota y ella ofrecía sus ahorros para pagarlo. De lo contrario se quedaría con sus abuelos. Un par de meses después, partía para España una familia con dos padres resignados, dos hijas sonrientes y un perro consentido.
     Paola recordó los primeros juegos en la nieve con Toby. Y también recordó los difíciles momentos de su aclimatación en el nuevo colegio. La diferencia entre ambos hemisferios la hizo llegar a un curso ya empezado y debió remar con mucha fuerza para alcanzar el nivel de sus compañeros. Su madre la ayudaba en lo que podía, pero su gran compañero era Toby. Las largas horas de la noche estudiando y estudiando pasaban con el bicho a sus pies. Más de una vez agobiada por el esfuerzo, Paola se desahogaba en esas madrugadas llorando y hablando con su perro. El parecía entenderla y siempre respondía con sus lengüetazos y sus miradas profundas. Y por supuesto con su eterna compañía.
       La vida tiene sus vueltas. Un día, una puerta quedó mal cerrada y Toby desapareció. La congoja familiar fue grande, pero la tristeza de Paola era difícil de describir. Centenares de carteles en árboles y columnas fueron mudos testigos de los esfuerzos de una joven uruguaya que preguntaba también en uno y mil lugares si habían visto a su perro. Los días fueron pasando y se tornaron en semanas que no menguaban su dolor. Al segundo mes, preocupados por una hija que estaba aprendiendo a convivir con su ausencia pero no lograba apartar una sensación de  tristeza de su espíritu, los padres le ofrecieron adoptar otro cachorro. La respuesta de Paola fue un rotundo no. Seguía yendo a preguntar a determinados lugares y mantenía la esperanza de encontrarlo.
    Uno de ellos era la veterinaria cercana a su domicilio. Allí la trataban con afecto y cortesía pero la respuesta era siempre la misma. En una de esas visitas, a una de las doctoras se le ocurrió algo. No se lo dijo para no despertarle falsas expectativas, pero recordó que el remedio que tomaba el animal no era muy común y que su problema de espalda requeriría o una placa o directamente ese remedio. Hizo una consulta al proveedor del fármaco que fue infructuosa, pero también consultó a las clínicas de la zona donde podían haber sacado una placa de columna a un cocker dorado adulto en los últimos meses. Había tres, de los cuales dos tenían un historial con sus dueños. El tercero en cambio no tenía historial. ¿Tenía tatuaje? Sí, tenía. Cuando corroboró el número sonrió complacida. Bingo. Previa llamada y coordinación con sus nuevos dueños, la doctora llamó a Paola.

-     Paola, soy Maricarmen de la veterinaria, Toby ha aparecido – Paola jamás en su vida olvidaría esa frase. Ni tampoco el reencuentro. Llantos y risas entre quienes estaban en la veterinaria y un rabito que se movía incesantemente mientras el perro se revolcaba por el suelo con su dueña. Habían pasado seis largos meses.


  Años más tarde la familia volvió a Uruguay. Y volvió completa. Paola recordó con una sonrisa su fiesta de quince años. El Club engalanado como en toda ceremonia y ella mirando el arco en la puerta por donde debería entrar, cubierto por una guirnalda de flores. Más allá, sus amigos bordeando un pasillo al final del cual esperaban sus padres. Y mientras un vals de Strauss ponía un marco formal al recibimiento, ella entró y comenzó a caminar por el pasillo… llevando con una cadena cortita, a su perro Toby vestido de chaleco, camisa blanca, moñita y gorro negro para la ocasión… la gente sorprendida, reía mientras alternaban su mirada entre la quinceañera de vestido blanco y la simpática figura que caminaba elegantemente a su lado…


    Paola estaba tan ensimismada en sus recuerdos que se sobresaltó al sentir un pequeño murmullo. Miró hacia la cama. Su hija simplemente se había acomodado en sueños. Sonrió. Una vez más la había hecho dormir contándole sus vivencias con Toby. ¡Cuántos años habían pasado! Cerró el álbum de fotos. Cada una encerraba una pequeña historia dentro de una gran historia. La del fiel compañero con quien había compartido su niñez y su adolescencia. Una historia simple de amor y lealtad.






¡Qué rigor!




Miguel entreabrió los ojos y volvió a sonreír. ¡Qué placer, qué calma! El sol, enorme y  majestuoso en lo alto brindaba calor en una justa medida. El agua allí en la playa parecía aceite, ni olas había. Un silencio apacible sumaba a la sensación de paz que sentía. Agua verde, cristalina casi hasta la transparencia, cálida, suave. Se preguntó cuantas veces había pensado en esto… y por fin había llegado el momento oportuno. El nombre del Hotel era de por sí significativo: Caribbean Paradise Ressort. Lo había elegido por Internet entre decenas de opciones. Casi todos ofrecían atractivos similares, “all inclusive” por supuesto, playas de aguas hermosas, instalaciones que competían en la imaginación de arquitectos e inversores tan caprichosos como exquisitos. Pero éste en particular tenía las dos cosas que él buscaba, estaba levantado prácticamente en la arena de la playa, entre palmeras y dunas. Y también tenía lo que sabía que a ella le gustaría, discoteca. Y en efecto Susana había quedado encantada con la idea de estas vacaciones tantas veces postergada.
Cuando llegaron al lugar ella no lo podía creer, era una suite enorme donde resaltaba una bienvenida bordada por una docena de rosas amarillas, su flor preferida. El había tratado de cuidar todos los detalles. Abrió la ventana del dormitorio y allí estaba la playa, la arena y el agua de un verde increíble. Playa Esmeralda, la bautizó Susana plena de entusiasmo. Habían recorrido el lugar entre bromas y sonrisas. Caminaron tomados de la mano como si fueran adolescentes, volvió a sonreír al acordarse cuando ella le señaló un cocotero que parecía inclinarse reverente hacia el mar. Susy quiso ir hasta allí y ensayar una trepada que alcanzó menos de un metro y terminó con ella en el suelo y ambos riendo a carcajadas. Cuando la ayudó a levantarse lo había abrazado y besado con una alegría que le recordó a la Susana de 20 años atrás. 20 años, tres hijos y cuántas millas atrás... La vida del marino mercante es dura, es sacrificada, siempre navegando, licencias cada vez más cortas y menos frecuentes. Pero está claro que la peor parte la lleva ella. Padre y madre a la vez, lidiar con la casa, con los problemas domésticos. Hacía rato que le debía estas vacaciones.
Se acomodó un poco mejor en el bote y no pudo menos de esbozar otra sonrisa de satisfacción. En el Centro Náutico del Ressort tenían todo tipo de embarcaciones. Gomones de diferentes tamaños y formas, como la clásica banana que le gustaba a los chicos, tablas de wind surf multicolores, motos de agua… él había elegido este gomón circular porque quería estar cara al sol y porque tenía un lugar perfecto para poner las botellas de Cerveza Corona que llevaba. En realidad antes de salir las había pedido en el bar que estaba entre las palmeras… y se las había servido una preciosa rubia de provocadora sonrisa. Volvió a sonreír, el sol seguía alto, fantásticamente brillante. Tomó el último sorbo de la última Corona y se quedó mirando la botella vacía en su mano. Debería volver a pedirle otro par a la rubia que seguramente le devolvería otra sonrisa insinuante. Pobrecita, no sabía que era inútil. La noche que había pasado con Susana fue extenuantemente maravillosa. Luego de volver de la discoteca, donde ella no había parado de bailar, despertando admiración en las propias jóvenes caribeñas y en las nórdicas turistas que allí estaban, habían llegado a su suite felices. Habían hecho el amor con sus sentimientos en la piel y en el alma, alternando ternura con pasión. Se habían dormido abrazados y el amanecer… otra sonrisa de Miguel… el amanecer fue increíble, él ya no era joven y cuando se creía exhausto, Susana había logrado despertar otra vez su pasión , aún más arrolladora, sublimemente arrolladora. Terminaron entrelazados sobre la alfombra y entre risas. Ella estaba radiante y feliz, juraría que tenía sus ojos vidriosos…
Sí, cuánto tiempo había pensado en estas vacaciones. Tan solo era proponérselo. Lo bien que había hecho. Se incorporó a medias y miró hacia la playa y hacia el bar entre las palmeras. Le pediría otras cervezas a la rubia, pero estaba tan cómodo en el gomón… esperaría otro rato, igual Susana demoraría aún más. Luego del desayuno, donde Miguel había intentado ser medido para cuidar esos quilitos de más que le molestaban, habían caminado por los alrededores. Era fantástico ver como se mezclaban los verdes tropicales con esas arenas tan blancas. Susy se había empeñado en ir a una sesión de masajes tailandeses que ofrecían en una carpa en la arena y él había optado por tomar sol en un gomón. Se arrepentía un poco de no haber comido algo más en el desayuno, sentía apetito y cansancio físico, pero claro… volvió a sonreír, esta vez con masculina suficiencia… luego de esa noche y ese amanecer quien no estaría cansado? Tenía dos horas para él en soledad y suponía que recién habría pasado la primera. Suponía, porque los relojes y los celulares habían quedado en la mesa de luz. Y allí seguirían durante dos semanas. Estaba desconectado de su mundo laboral y así seguiría. Aunque no pudo menos de pensar en su último buque y sus compañeros. Buena gente, el Capitán un poco rezongón, hombre de cábalas y dichos pero buen marino y no era mal tipo. El problema mayor estaba en la política de los armadores. Les pagaban muy buenos sueldos, pero la estrategia de la empresa era de una muy fuerte exigencia. Cuando uno quería hacer licencia, no enviaban un relevo por lo cual el trabajo se veía exigido. Navegaciones generalmente largas, transoceánicas, estadías en puerto cada vez más breves pues la magia del comercio marítimo a través de contenedores había revolucionado la operativa de las terminales portuarias. Hoy los números mandaban. Pero estas dos semanas, su mundo era Susana y esta tantas veces dilatada escapada al Caribe. “Lo siento Capitán, arréglese sin mi por unos días”… pensó mientras con otra sonrisa se arrellanaba en el gomón.

En el puente de mando del Buque Mercante “Torrens” con bandera de Panamá, el Capitán bramaba su enojo a través de las comunicaciones con el teléfono handy. Del otro lado del teléfono, en la proa, el Tercer Oficial no entendía nada. Había recibido diez órdenes del capitán en el último minuto, más el marinero filipino que a su lado, en un español imposible le hacía sugerencias inentendibles. “Jefe Ingeniero, por favor urgente al puente”. La voz del Capitán rugió ahora a través del circuito general del buque. El Jefe Ingeniero, viejo lobo, intuyó el problema y dejó aprisa la sala de control de máquinas.
         -Presente, Capitán, ¿qué sucede?- dijo el viejo marino al llegar al puente
         -Es este muchacho, el Tercero, está por llegar el helicóptero y no tiene idea de la maniobra de proa, vamos a terminar con el herido en el agua o peor, con el helicóptero empotrado en el buque- dijo el capitán desaforado. ¿Puede quedarse supervisando el Puente, Raúl? Sé que no es lo suyo, pero quiero ir a la maniobra de proa- preguntó el Capitán y sin darle tiempo a responder continuó:
         – Este es el rumbo y la velocidad que pidió el piloto del helicóptero, tan solo hay que mantenerlo.
         El Jefe Ingeniero evaluó rápidamente la situación y respondió:
         – Vaya tranquilo, Capitán, que esto está muy fácil. Tan fácil que ni veo necesidad de registrarlo en el bitácora.
         Sabía que con esto último le otorgaba una cuota de tranquilidad al Capitán, pues registrar que le entregaba el gobierno del buque a un maquinista, podría generarle mañana un dolor de cabeza. El capitán agradeció a su manera con una mueca y salió como una exhalación hacia proa.
El Jefe Ingeniero miró el desconcierto que había en la proa y no pudo menos que darle la razón al Capitán. Esa maldita tormenta de días atrás había roto la rutina de la navegación. Había sido dura y pasó dos noches sin dormir. El mar y el viento habían hamacado fuerte al buque, pero sus motores cumplieron muy bien. No obstante en cubierta la situación fue peor. Se había roto la linga de seguridad de la tercera andana de contenedores y eso tuvo en jaque a media tripulación durante horas. Cuando finalmente el Segundo Oficial había logrado arreglarla, un golpe de mar lo hizo caer y rodar en cubierta. El resultado fue una fractura expuesta dolorosa y fea hasta de verla. Le suministraron morfina para el dolor y antibióticos previendo lo peor que podía suceder en medio del mar… el riesgo a la gangrena. El hombre era valiente, se quejaba poco, pero se le veía sufrir y la fiebre que venía aumentando en las últimas 24 horas era muy preocupante, por lo cual el Capitán había solicitado a la Guardia Costera un helicóptero para evacuar al herido. Para peor el Primer Oficial estaba de licencia y la empresa no lo había sustituido. “Son quince días y no se considera necesario un relevo” decía el escueto fax recibido de la División de Personal. Insensible política laboral, pensó el Jefe Ingeniero. Harían bien esos escritoristas en venir a navegar algún día.
El “Torrens” era un portacontenedor de 30.000 toneladas, que en este momento se aprestaba a recibir un helicóptero para una evacuación aeromédica y navegaba con un Maquinista en el Puente, con el Primer Oficial de licencia por alguna isla del mundo, el Segundo Oficial herido y a punto de ser evacuado y el Tercer Oficial, un novato al que los gritos del Capitán tenían al borde del desmayo. Menudo lío con esta tripulación.
El Helicóptero llegó en hora. Una primera maniobra de aproximación, comunicación con el buque para corregir un poco a estribor el rumbo, una nueva aproximación para estimar el punto adecuado en la eslora. La comunicación entre el piloto y el capitán a través del handy era fluida:
– Voy a necesitar 10 segundos para bajar al rescatista, Capitán, y luego estimo un minuto para fijar la camilla al gancho y subirlos a ambos. Por favor, mantenga rumbo y velocidad y sobretodo no caiga nada a babor.- dijo el Piloto.
         - Ok proceda tranquilo que tengo un buen timonel- respondió el Capitán, ahora con una voz sumamente serena y calma. Sabía que en estas maniobras tiene que haber confianza mutua entre los pilotos y los tripulantes del buque. Confianza y calma.
El helicóptero hizo la aproximación final. El ruido de las turbinas y de las aspas girando encima del buque se hizo ensordecedor. El piloto mantuvo la vertical y el cable comenzó a descender con el rescatista. Durante los próximos dos minutos, buque y helicóptero deberían mantener un sincronismo perfecto navegando y volando en paralelo. Cuando la camilla quedó sujeta al gancho, el Capitán le apretó la mano a su Segundo y le gritó;
 – Te doy un mes para que vuelvas a bordo, gran vago, que te necesito aquí, ya sabes, no busques más excusas.
 El herido le respondió intentando algo parecido a una sonrisa,  mientras la camilla comenzaba a ascender hacia el helicóptero. Menos de dos minutos y la aeronave rompió la vertical para empezar el alejamiento. Capitán y Piloto intercambiaron un saludo por el handy y también con el clásico puño en alto con el pulgar extendido hacia arriba. El Capitán volvió a su cara de guerra, le ladró una última orden al destruido Tercer Oficial y se alejó hacia el puente, mientras pensaba qué odiosa iba a ser el resto de la navegación, relevándose mano a mano en el puente con ese novato inútil del Tercero. No habría un helicóptero para ir a buscar al Primer Oficial y que se deje de embromar con la licencia… ¡Qué rigor!!!

         -Salió prolija esa maniobra, Capitán- le dijo el Jefe Ingeniero al recibirlo en el puente.
         - Sí, esos pilotos de la Marina son buenos profesionales-le contestó. – ¿Y por acá todo tranquilo?
         -Bueno, sí, tranquilo, pero me gustaría que pegara una mirada en el radar- dijo el Jefe como al descuido.
         Con una luz de alerta el Capitán se aproximó a la pantalla y puso la máxima escala.
         – No veo nada raro- respondió al cabo de unos segundos.
         -Ponga la escala menor Capitán y mire por la amura hacia el oeste- insistió el Jefe.
         Algo apareció. ¿Qué era eso? Jugó con los controles, aumentó contraste, disminuyó ganancia. Ahí estaba el punto. Quieto, sin velocidad. Miró la carta náutica. La costa más cercana estaba a 90 millas y allí no figuraban ni islas, ni arrecifes, ni rocas, nada en esa zona.

         -Debe ser una reverberación del radar, Raúl, me esperan cinco días de navegación mano a mano con el Tercero, no me voy a desviar por ese punto- le dijo como buscando su aprobación.
         -También puede ser una balsa del buque ese que se hundió con la tormenta de hace tres noches. ¿CVómo se llamaba Capitán?
         - Poseidón- respondió el Ingeniero como sin darle importancia
         -Justamente, lo estuvieron buscando día y noche con buques y helicópteros, trillaron toda esta zona, los vimos pasar varias veces y no encontraron nada- replicó el Capitán
         -Sí, claro, más que casualidad que justo nosotros nos fuéramos a cruzar con una balsa con náufragos ¿no? – el Jefe dejó caer su comentario como viejo zorro que era y miró al Capitán. Podía apostar cómo iba a reaccionar…
         El Capitán le echó una mirada de odio y gritó:
         -Timonel, timón todo a babor, rumbo 015- Y Ud., Jefe, sirva para algo y enganche el segundo motor que vamos a precisar más velocidad- le dijo en voz baja al Jefe Ingeniero a su lado. – A la orden, Capitán- sonrió el Jefe pensando que había ganado su imaginaria apuesta.

         A medida que el buque se aproximaba, el punto en el radar iba creciendo.
         - Tengo algo a la vista, Capitán, justo en la proa- gritó el Tercero agitando los prismáticos y sintiéndose útil por primera vez en el día
         El buque continuó acercándose y ya se divisaba la forma del blanco. Dios, en efecto era una balsa salvavidas pero no se veía movimientos en su interior. El Capitán hizo tocar la sirena, nada. Ajustó los prismáticos, al costado de la balsa pudo leer un nombre y su piel se erizó: “Poseidón”
         -Tercero, arríe el Zodíaco y vaya con un hombre a revisar la balsa, podría haber alguien adentro. Llévese el handy y téngame al tanto. Y que sea rápido-
         A los pocos minutos el bote Zodíaco navegaba raudo hacia la balsa, mientras el Torrens quedaba quieto en medio de la nada. Qué tranquilo que estaba el mar ahora, reflexionó el Capitán, pensar la tormenta que habían pasado apenas unos días atrás. ¡¡¡Qué rigor!!!

         La voz nerviosa  del Tercero a través del Handy, rompió la paz del momento:
          –Capitán, hay dos hombres, hay dos hombres,
         Los sucesos se precipitaron. A los pocos minutos estaban todos en la cubierta del Torrens. Uno de los náufragos estaba muerto y presentaba ya una rigidez post mortem. El otro hombre aún vivía, aunque se le veía muy mal. Estaba insolado, la mirada perdida en un delirio incierto. Aunque suponía que no le entendería, el Capitán quiso darle ánimo:
         – Tranquilo, amigo, ya está con nosotros, se va a poner bien.
          Curiosamente el hombre pareció sonreír  y movió los labios. El Capitán arrimó su oído a la cara del pobre diablo y al cabo de unos instantes dijo:
          – Repite una palabra, es un nombre, dice “Susana, Susana”.







El viaje




         Amanecía en San Juan de Capistrano, un pequeño pueblo del sur de California. A mitad de camino entre las cosmopolitas Los Ángeles y San Diego y lejos del brillo de esas ciudades, San Juan mostraba con austero orgullo, construcciones cargadas de historia.
Entre ellas se ubicaban justamente las ruinas de la vieja iglesia y monasterio en cuyos alrededores se estaban congregando todos para la partida. La Misión, como se le llamó en su momento, había sido construida en 1776 para difundir el cristianismo y civilizar a las tribus indígenas. Destruida parcialmente por un terremoto, fue luego expropiada durante la revolución mexicana, para ser finalmente devuelta a la iglesia católica, durante el mandato de Abraham Lincoln.
Miré con placer la imagen que la hora de entreluces me regalaba. A mi lado estaba mi inseparable y fiel compañera. La sabía fuerte, pero aún así cuidaría de ella con particular cariño durante  todo el viaje. Ligeramente detrás estaban alineados mis lugartenientes. Les tenía confianza. Valientes y decididos, su ayuda sería fundamental habida cuenta de los peligros que sin duda enfrentaríamos durante el largo trayecto que nos esperaba. Más allá, hasta donde la vista me permitía alcanzar, los distinguí a todos ya listos esperando la señal de partida. Es el momento. Me pongo en movimiento y sin necesidad de voces estentóreas, casi en silencio, todos me siguen. Las ruinas van quedando en soledad. Los habitantes del pueblo que sabedores de nuestra partida, madrugaron para saludarnos, lo hacen con palabras de aliento y de cariño. Ellos conocen el motivo de este viaje y los sacrificios que conlleva. Algunos nos ofrecen comida, otros, abrigo. Manos que se agitan, voces cálidas, sonrisas y ojos húmedos llenos de esperanza en un futuro retorno. Las personas que allí quedan saben que el viaje es inevitable. Y también saben al igual que yo, que no todos volverán.
Los primeros días fueron calmos. Devoramos kilómetros a un ritmo sostenido durante las horas diurnas y descansamos durante las noches. Nada enturbiaba el buen ánimo, pero la experiencia me indicaba que nos estábamos acercando a una zona de peligro. En ciertas zonas de Centroamérica, como la que ahora estábamos atravesando al cruzar el Yucatán, las tormentas tropicales se hacen sentir con fiereza en esta época del año. Los medios de comunicaciones alertan sobre los tifones y huracanes que se mueven cerca o hacia centros poblados. Pero estas tierras semidesérticas por las que transitamos reciben poca cobertura.
No obstante lo vengo sintiendo en la piel desde hace unas horas. La presión atmosférica disminuye, el gris del cielo va adquiriendo un matiz amenazador y el viento arrecia. Sé lo que debemos hacer y trasmito mis órdenes. Aceleramos. Las estribaciones de la Cordillera Neovolcánica, allí donde se anuda con la Sierra Madre Oriental nos brindarán refugio. Mis líderes se mueven bien y ayudan a apurar la marcha. Sobre la derecha veo venir unas nubes oscuras. Se van acercando. Creo que confluirán con nosotros al llegar a las montañas. Debemos apurarnos más. Llego sobre los rezagados y grito con más fuerzas. Ya todos ven el peligro. El cielo se oscurece definitivamente, lluvia y viento aumentan. Veo unos remolinos que confirman formaciones ciclónicas. Al frente se divisan ya las montañas, falta muy poco. Seguimos a máxima velocidad, pero la tormenta nos viene alcanzando. Hay ráfagas que superan los cien nudos de velocidad y arrastran ramas y piedras que golpean a mis compañeros. Veo caer a algunos. No puedo detenerme, los arengo a todos, más rápido. Ya se distinguen las cuevas salvadoras en las montañas donde los primeros se están refugiando con uno de los líderes. Muevo al resto, ya estamos allí. La tormenta nos toma de lleno, parece noche y el ruido ensordecedor aumenta la sensación de horror. Pero seguimos con determinación, las cuevas nos van recibiendo y al adentrarnos en ellas, el silencioso contraste con la naturaleza desmadrada en el exterior, nos recuerda cuan vulnerables somos. Recuperando el aire voy recorriendo los pasadizos que ya conocía. Ha habido bajas y algunos quejidos de dolor señalan también heridos. Pero el grueso está a salvo y respiro más tranquilo.
A la mañana siguiente la tormenta era historia y retomamos el camino. Debíamos seguir adelante. Por unos días no tuvimos sorpresas. Sorteamos las cadenas montañosas y llegamos al Golfo de México, una de las partes más agradables de la travesía. Nos refrescamos en sus cálidas y cristalinas aguas, donde los corales competían caprichosamente en formas y coloridos. Habiendo alimentado el cuerpo y el espíritu continuamos el camino. No debíamos perder tiempo y continuamos rumbo al sur. Días después nos recibió la selva del Amazonas. Sabía la ruta adecuada para atravesarla sin que nos topáramos ni con indígenas, ni “garimpeiros”, los famosos y nada amistosos buscadores de oro. Y hacia allí no dirigimos. El mayor riesgo e imposible de prevenir en la jungla son los animales depredadores, pero para cada caso tenía alternativas previstas.
Seguimos avanzando en bloque, hasta que una vez más el instinto me avisó sobre un peligro latente. Atravesábamos un claro en el bosque. Los clásicos ruidos de aves que conforman interminables coros en la selva, se habían acallado. Mandé apurar la marcha. Un silencio sepulcral se cernía sobre nosotros y allí las vi. Una bandada de águilas volaba raudamente hacia nosotros. Águilas crestadas y tropicales, las mayores aves de presa del mundo que incluso atacan humanos. Medían más de dos metros y su pico puntiagudo, tarsos y garras poderosas les daba una temible fortaleza depredadora, a la cual sumaban una fuerza llamativa que les permitía alzar en vuelo a presas bastante más pesadas que ellas. A velocidad de vértigo se abalanzaban sobre mi contingente. Una vez más nos desplegamos con los líderes gritando órdenes. Desperdigarse y avanzar a máxima velocidad hacia la parte más cercana del bosque. Todos actuaron en consecuencia en un rápido e irónicamente ordenado desorden. Una vez más me moví hacia los más rezagados. Los graznidos acicateaban nuestros movimientos. Por un instante nuestra táctica pareció distraerlas, pero rápidamente eligieron presa y picaron hacia sus víctimas. Cruelmente sus picos desprendían carne buscando ojos y puntos sensibles. Parecían cientos. Nos defendimos como pudimos avanzando siempre hacia la arboleda. Los gritos y gemidos se confundían con los graznidos de saña de águilas halcones que también atacaban. Hasta que por fin llegamos todos al tupido follaje que impedía el vuelo de las águilas. Una vez más habíamos perdido compañeros, pero el grueso estaba a salvo. Una vez más agradecí a mis líderes. Una vez más me sentí tranquilo. Seguiríamos avanzando un par de días más entre la selva. La velocidad de avance disminuiría pero podríamos zafar con mayor seguridad del peligro de las águilas. Qué ironía, cuántos países veneran a estas aves depredadoras. En efecto culturas milenarias como el Imperio Bizantino, los romanos, los egipcios, los Mayas y aztecas, entre otros, han asimilado la figura del águila como símbolo de poder. Más acá en el tiempo quizás el águila nazi sea la comunión más perfecta de crueldad entre símbolo y sistema.
Cuando quedó atrás la selva, ya supe que llegaríamos sin mayores inconvenientes. En efecto los días se fueron precipitando en forma calma mientras avanzábamos rumbo a nuestro destino. Había pasado poco más de un mes desde nuestra partida en la Baja California, cuando arribamos a la ciudad de Goya en Argentina. Fuimos muy bien recibidos y allí quedaría una parte de nuestro contingente. Al día siguiente partí con el resto. La última etapa era aún más tranquila y necesitaba que así fuera pues estaba cansado. Atrás habían quedado las tormentas, las águilas, los peligros y si bien las heridas habían cicatrizado, el esfuerzo físico y los años me estaban pasando factura.
Finalmente en una hermosa tarde de noviembre, llegamos a nuestro destino final. La ciudad de Salto en Uruguay, también nos recibe con la gente en las calles disfrutando una primavera que se mostraba en todo su esplendor. El punto central de la llegada es la Plaza Artigas, donde el verde de las palmeras y los cipreses se mezcla con los rosales y el pálido fucsia de los jacarandá en una sinfonía de colores y perfumes que conforman una verdadera caricia al alma. Miro a mis cansados y sonrientes compañeros intercambiando saludos con los lugareños y me invade una sensación de serena felicidad. Siento que el viaje ha terminado y que cumplí con mi deber, ese que señalan viejas tradiciones cuyos orígenes se pierden en la historia misma de los tiempos. Estoy cansado. Mi fiel compañera está a mi lado, como siempre disfrutamos en silencio este momento de ternura y satisfacción. También veo al lado a uno de mis principales lugartenientes. Me mira con ojos de admiración y devoción bajo su característica capa azulada. En los últimos tramos del viaje no se me separó e intenté trasmitirle toda mi experiencia y mis enseñanzas. Seguro será un buen Jefe  cuando llegue el momento. Me siento cansado. Realmente cansado. Voy a cerrar los ojos.

         Unos escolares charlaban animados en la plaza cuando de repente sintieron un pequeño ruido a sus espaldas. Julio el más rápido de ellos se acercó y recogió algo del suelo.

-      Miren, cayó desde ese árbol, parece que está muerta – dijo mientras sostenía en el hueco de sus manos infantiles el cuerpo inerte de una golondrina.
-         Sí, pobrecita, habrá llegado agotada -  comentó Fabiana
-      Pobrecita o pobrecito – terció la Maestra acercándose a ellos, para agregar luego – las golondrinas hembra suelen anidar mientras las golondrinas macho les buscan el sustento y las cuidan. Y juntos emigran en bandadas siempre a la búsqueda de climas cálidos. Hay estudios que señalan que estas simpáticas aves que todas las primaveras llegan a Salto vienen desde Centro y Norteamérica. Luego cuando aparece el otoño, vuelven a emigrar a su sitio de origen.

               Desde lo alto de una rama dos golondrinas asistían en silencio al diálogo. Una de ellas tenía un curioso color azulado en sus alas.




A much@s les resultará familiar
esta imagen pues es la tapa de
un libro muy popular, a esta altura.
Nuestras públicas felicitaciones a su autor,
querido integrante del Taller,
que nos ha deleitado con variadas anécdotas
acerca del proceso de escritura
de la obra.
En cambio, estamos seguros de que en esta otra
no podrán reconocerlo.
Es más, sepan que está usando un disfraz
muy a tono con su antigua profesión
para que no se propaguen comentarios malignos
acerca de su actual estilo de vida.
¡Ah, sí! Nuestro "Pedrito" ha sido cautivado
por la onda de los tatuajes.
¿Qué quién es Pedrito? Pedrito es el personaje
de un cuento de Alejandro Dolina.
La razón del apodo pertenece a los intramuros del Taller pero...
es indudable que pasamos muy bien.