HUGO VIGLIETTI
Hugo Viglietti (Montevideo 1953),
casado con dos hijas.
Su
vida ha transcurrido entre dos pasiones: el mar y el deporte.
Marino militar retirado del servicio
activo. En la Liga Universitaria de
Deportes, se inició como jugador, luego delegado y desde hace tres períodos
electorales forma parte del Consejo de Neutrales que dirige dicha Institución.
Miembro de las delegaciones uruguayas que representaron a Uruguay en los
Campeonatos Olímpicos Universitarios realizados en Tailandia y Serbia y
actualmente es el representante uruguayo en la Organización Deportiva Universitaria Panamericana (ODUPA).
Ejerció
la docencia y escribió numerosos artículos y cuentos en publicaciones
especializadas de Uruguay y España sobre temas del mar, la Antártida y el
deporte universitario. Escribió en coautoría y trabajó en la edición de varios
libros sobre dichas temáticas.
Su
último libro, “De Corazón Celeste, Diego Lugano y Sudáfrica 2010” fue publicado
en 2011 por Editorial Planeta.
Toby
Paola miró con poco interés hacia la
puerta de su dormitorio. Afuera, una noche con truenos y lluvia incesante
desmentía a un verano que demoraba en asentarse. Aún le dolía la garganta y la
fiebre no cedía. Fea manera de empezar su sexto cumpleaños. Y para peor parecía
que su familia no tenía otro lugar para estar que en su dormitorio.
-
Son las 12, Pao , feliz
cumpleaños – dijo su hermana Carina con una sonrisa
-
Te compramos como regalo una canasta de
chocolates – dijo su padre apareciendo en el marco de la puerta con una gran
canasta
Paola
esbozó una sonrisa cansada, mientras pensaba que lo último que quería en ese momento era
chocolates. Su padre se acercó y puso la canasta sobre su regazo. Por un
instante le pareció que la canasta se movió sola. Con un esfuerzo se incorporó
a medias para mirar el contenido de la cesta. Y ahí lo vio. Era como uno de sus
muñecos de peluche… pero se movía… era real…
-
Es un cachorrito ¿es para mi? –
preguntó con voz temblorosa
-
Si, mi amor – contestó su madre – es
nuestro regalo de cumpleaños para ti –
-
Es un perrito, es mi perrito – susurró
Paola mientas acomodaba en su falda a esa pequeña y arrugada pelota de pelo
rubio y ojos semicerrados.
El
cachorro, un cocker dorado de cuarenta días
levantó su hocico y abrió sus ojos. Las miradas de
ambos se encontraron y allí nació una inolvidable amistad. La cara de Paola estaba iluminada por una
súbita felicidad. Sus mejillas rosadas por la fiebre, se refrescaban con
lágrimas que la surcaban. Fue un momento de ternura íntima que contagió la
emoción a sus padres y hermana.
- Papá, me dijiste que los hombres no
lloran – dijo Carina con su clásica risa pícara.
- Me entró algo en el ojo – fingió el
padre también sonriendo – Bueno que nombre le ponemos –
- Pao ¿Qué te parece llamarlo Toby? –
preguntó Carina. Y Paola no dudó. Porque además presumió que su hermana había
tenido que ver con el regalo.
- Dale, se llamará Toby. Mi Tobito – fue
su rápida respuesta.
Al
otro día la fiebre era historia y Paola jugaba con su cachorrito como si el
resto del mundo no existiera. Los años fueron pasando y Toby ocupó su espacio
en la familia. Una cariñosa e inquieta mascota que jugaba con todos y a todos
devolvía cariño. Pero sobresalía nítidamente la increíble comunión que mantenía
con su dueña. Dormía en su cuarto al costado de su cama y cuando Paola estaba
en casa no se le separaba. Por cierto ella era quien más le dedicaba, jugaba con él, le enseñaba cosas y se mimaban
mutuamente. En uno de esos juegos cuando Toby tenía dos años, cayó por una
escalera y se lastimó la columna. Lograron curarlo pero periódicamente habrían
de darle medicamentos para mantenerlo sin dolor. Ella sufrió junto a su perro y
nunca imaginó el efecto que esto tendría años más tarde sobre ambos.
Cuando
Paola tenía doce años, nubarrones de tormenta se ciñeron sobre la familia. Su
padre por razones laborales debía mudarse al extranjero y allí iría toda la
familia. En realidad… casi toda. Le explicaron que deberían dejar a Toby, que
era imposible llevarlo.
- Pues entonces se irán sin mí – dijo
Paola muy seria
- Hija, tenemos varias alternativas
buenas, se puede quedar con tus abuelos – dijo su padre
- O con tus tíos y luego en unos años
cuando volvamos lo recuperarás – complementó su madre.
- De ninguna manera. No puedo dejarlo, es
como abandonarlo. ¿No entienden? Uds. me lo regalaron, estamos siempre juntos,
se va a morir de tristeza – respondió Paola con voz quebrada.
Los argumentos de unos y otros, a favor y
en contra se sucedían pero Paola se mostraba irreductible. Pasaron los días y
las discusiones seguían. Pero surgió un argumento muy fuerte. Los abuelos
ofrecieron quedarse con ambos, con Toby y con su dueña. Ella les decía que
aceptaría dejar su colegio, sus amigas, dejaría todo y se iría con sus padres
siempre y cuando aceptaran llevar a Toby. En una sublime demostración de amor y
lealtad, había averiguado todo lo
necesario para trasladar a una mascota y ella ofrecía sus ahorros para pagarlo.
De lo contrario se quedaría con sus abuelos. Un par de meses después, partía
para España una familia con dos padres resignados, dos hijas sonrientes y un
perro consentido.
Paola recordó los primeros juegos en la
nieve con Toby. Y también recordó los difíciles momentos de su aclimatación en
el nuevo colegio. La diferencia entre ambos hemisferios la hizo llegar a un
curso ya empezado y debió remar con mucha fuerza para alcanzar el nivel de sus
compañeros. Su madre la ayudaba en lo que podía, pero su gran compañero era Toby.
Las largas horas de la noche estudiando y estudiando pasaban con el bicho a sus
pies. Más de una vez agobiada por el esfuerzo, Paola se desahogaba en esas
madrugadas llorando y hablando con su perro. El parecía entenderla y siempre
respondía con sus lengüetazos y sus miradas profundas. Y por supuesto con su
eterna compañía.
La vida tiene sus vueltas. Un día, una
puerta quedó mal cerrada y Toby desapareció. La congoja familiar fue grande,
pero la tristeza de Paola era difícil de describir. Centenares de carteles en
árboles y columnas fueron mudos testigos de los esfuerzos de una joven uruguaya
que preguntaba también en uno y mil lugares si habían visto a su perro. Los
días fueron pasando y se tornaron en semanas que no menguaban su dolor. Al segundo
mes, preocupados por una hija que estaba aprendiendo a convivir con su ausencia
pero no lograba apartar una sensación de
tristeza de su espíritu, los padres le ofrecieron adoptar otro cachorro.
La respuesta de Paola fue un rotundo no. Seguía yendo a preguntar a
determinados lugares y mantenía la esperanza de encontrarlo.
Uno de ellos era la veterinaria cercana a
su domicilio. Allí la trataban con afecto y cortesía pero la respuesta era
siempre la misma. En una de esas visitas, a una de las doctoras se le ocurrió
algo. No se lo dijo para no despertarle falsas expectativas, pero recordó que
el remedio que tomaba el animal no era muy común y que su problema de espalda
requeriría o una placa o directamente ese remedio. Hizo una consulta al
proveedor del fármaco que fue infructuosa, pero también consultó a las clínicas
de la zona donde podían haber sacado una placa de columna a un cocker dorado
adulto en los últimos meses. Había tres, de los cuales dos tenían un historial
con sus dueños. El tercero en cambio no tenía historial. ¿Tenía tatuaje? Sí,
tenía. Cuando corroboró el número sonrió complacida. Bingo. Previa llamada y
coordinación con sus nuevos dueños, la doctora llamó a Paola.
- Paola, soy Maricarmen de la
veterinaria, Toby ha aparecido – Paola jamás en su vida olvidaría esa frase. Ni
tampoco el reencuentro. Llantos y risas entre quienes estaban en la veterinaria
y un rabito que se movía incesantemente mientras el perro se revolcaba por el
suelo con su dueña. Habían pasado seis largos meses.
Años más tarde la familia volvió a Uruguay.
Y volvió completa. Paola recordó con una sonrisa su fiesta de quince años. El
Club engalanado como en toda ceremonia y ella mirando el arco en la puerta por
donde debería entrar, cubierto por una guirnalda de flores. Más allá, sus
amigos bordeando un pasillo al final del cual esperaban sus padres. Y mientras
un vals de Strauss ponía un marco formal al recibimiento, ella entró y comenzó
a caminar por el pasillo… llevando con una cadena cortita, a su perro Toby
vestido de chaleco, camisa blanca, moñita y gorro negro para la ocasión… la
gente sorprendida, reía mientras alternaban su mirada entre la quinceañera de
vestido blanco y la simpática figura que caminaba elegantemente a su lado…
Paola estaba tan ensimismada en sus
recuerdos que se sobresaltó al sentir un pequeño murmullo. Miró hacia la cama.
Su hija simplemente se había acomodado en sueños. Sonrió. Una vez más la había
hecho dormir contándole sus vivencias con Toby. ¡Cuántos años habían pasado!
Cerró el álbum de fotos. Cada una encerraba una pequeña historia dentro de una
gran historia. La del fiel compañero con quien había compartido su niñez y su
adolescencia. Una historia simple de amor y lealtad.
¡Qué rigor!
Miguel entreabrió los ojos y volvió a
sonreír. ¡Qué placer, qué calma! El sol, enorme y majestuoso en lo alto brindaba calor en una
justa medida. El agua allí en la playa parecía aceite, ni olas había. Un
silencio apacible sumaba a la sensación de paz que sentía. Agua verde,
cristalina casi hasta la transparencia, cálida, suave. Se preguntó cuantas
veces había pensado en esto… y por fin había llegado el momento oportuno. El
nombre del Hotel era de por sí significativo: Caribbean Paradise Ressort. Lo
había elegido por Internet entre decenas de opciones. Casi todos ofrecían
atractivos similares, “all inclusive” por supuesto, playas de aguas hermosas,
instalaciones que competían en la imaginación de arquitectos e inversores tan
caprichosos como exquisitos. Pero éste en particular tenía las dos cosas que él
buscaba, estaba levantado prácticamente en la arena de la playa, entre palmeras
y dunas. Y también tenía lo que sabía que a ella le gustaría, discoteca. Y en
efecto Susana había quedado encantada con la idea de estas vacaciones tantas
veces postergada.
Cuando llegaron al lugar ella no lo podía
creer, era una suite enorme donde resaltaba una bienvenida bordada por una
docena de rosas amarillas, su flor preferida. El había tratado de cuidar todos
los detalles. Abrió la ventana del dormitorio y allí estaba la playa, la arena
y el agua de un verde increíble. Playa Esmeralda, la bautizó Susana plena de
entusiasmo. Habían recorrido el lugar entre bromas y sonrisas. Caminaron
tomados de la mano como si fueran adolescentes, volvió a sonreír al acordarse
cuando ella le señaló un cocotero que parecía inclinarse reverente hacia el
mar. Susy quiso ir hasta allí y ensayar una trepada que alcanzó menos de un
metro y terminó con ella en el suelo y ambos riendo a carcajadas. Cuando la ayudó
a levantarse lo había abrazado y besado con una alegría que le recordó a la Susana de 20 años atrás. 20 años, tres hijos y cuántas
millas atrás... La vida del marino mercante es dura, es sacrificada, siempre
navegando, licencias cada vez más cortas y menos frecuentes. Pero está claro
que la peor parte la lleva ella. Padre y madre a la vez, lidiar con la casa,
con los problemas domésticos. Hacía rato que le debía estas vacaciones.
Se acomodó un poco mejor en el bote y no
pudo menos de esbozar otra sonrisa de satisfacción. En el Centro Náutico del
Ressort tenían todo tipo de embarcaciones. Gomones de diferentes tamaños y
formas, como la clásica banana que le gustaba a los chicos, tablas de wind surf
multicolores, motos de agua… él había elegido este gomón circular porque quería
estar cara al sol y porque tenía un lugar perfecto para poner las botellas de
Cerveza Corona que llevaba. En realidad antes de salir las había pedido en el
bar que estaba entre las palmeras… y se las había servido una preciosa rubia de
provocadora sonrisa. Volvió a sonreír, el sol seguía alto, fantásticamente
brillante. Tomó el último sorbo de la última Corona y se quedó mirando la
botella vacía en su mano. Debería volver a pedirle otro par a la rubia que
seguramente le devolvería otra sonrisa insinuante. Pobrecita, no sabía que era
inútil. La noche que había pasado con Susana fue extenuantemente maravillosa.
Luego de volver de la discoteca, donde ella no había parado de bailar,
despertando admiración en las propias jóvenes caribeñas y en las nórdicas
turistas que allí estaban, habían llegado a su suite felices. Habían hecho el
amor con sus sentimientos en la piel y en el alma, alternando ternura con
pasión. Se habían dormido abrazados y el amanecer… otra sonrisa de Miguel… el
amanecer fue increíble, él ya no era joven y cuando se creía exhausto, Susana
había logrado despertar otra vez su pasión , aún más arrolladora, sublimemente
arrolladora. Terminaron entrelazados sobre la alfombra y entre risas. Ella
estaba radiante y feliz, juraría que tenía sus ojos vidriosos…
Sí, cuánto tiempo había pensado en estas
vacaciones. Tan solo era proponérselo. Lo bien que había hecho. Se incorporó a
medias y miró hacia la playa y hacia el bar entre las palmeras. Le pediría
otras cervezas a la rubia, pero estaba tan cómodo en el gomón… esperaría otro
rato, igual Susana demoraría aún más. Luego del desayuno, donde Miguel había
intentado ser medido para cuidar esos quilitos de más que le molestaban, habían
caminado por los alrededores. Era fantástico ver como se mezclaban los verdes
tropicales con esas arenas tan blancas. Susy se había empeñado en ir a una
sesión de masajes tailandeses que ofrecían en una carpa en la arena y él había
optado por tomar sol en un gomón. Se arrepentía un poco de no haber comido algo
más en el desayuno, sentía apetito y cansancio físico, pero claro… volvió a
sonreír, esta vez con masculina suficiencia… luego de esa noche y ese amanecer
quien no estaría cansado? Tenía dos horas para él en soledad y suponía que
recién habría pasado la primera. Suponía, porque los relojes y los celulares
habían quedado en la mesa de luz. Y allí seguirían durante dos semanas. Estaba
desconectado de su mundo laboral y así seguiría. Aunque no pudo menos de pensar
en su último buque y sus compañeros. Buena gente, el Capitán un poco rezongón,
hombre de cábalas y dichos pero buen marino y no era mal tipo. El problema
mayor estaba en la política de los armadores. Les pagaban muy buenos sueldos,
pero la estrategia de la empresa era de una muy fuerte exigencia. Cuando uno
quería hacer licencia, no enviaban un relevo por lo cual el trabajo se veía
exigido. Navegaciones generalmente largas, transoceánicas, estadías en puerto
cada vez más breves pues la magia del comercio marítimo a través de
contenedores había revolucionado la operativa de las terminales portuarias. Hoy
los números mandaban. Pero estas dos semanas, su mundo era Susana y esta tantas
veces dilatada escapada al Caribe. “Lo siento Capitán, arréglese sin mi por
unos días”… pensó mientras con otra sonrisa se arrellanaba en el gomón.
En el puente de mando del Buque Mercante
“Torrens” con bandera de Panamá, el Capitán bramaba su enojo a través de las
comunicaciones con el teléfono handy. Del otro lado del teléfono, en la proa,
el Tercer Oficial no entendía nada. Había recibido diez órdenes del capitán en
el último minuto, más el marinero filipino que a su lado, en un español
imposible le hacía sugerencias inentendibles. “Jefe Ingeniero, por favor
urgente al puente”. La voz del Capitán rugió ahora a través del circuito
general del buque. El Jefe Ingeniero, viejo lobo, intuyó el problema y dejó
aprisa la sala de control de máquinas.
-Presente,
Capitán, ¿qué sucede?- dijo el viejo marino al llegar al puente
-Es
este muchacho, el Tercero, está por llegar el helicóptero y no tiene idea de la
maniobra de proa, vamos a terminar con el herido en el agua o peor, con el
helicóptero empotrado en el buque- dijo el capitán desaforado. ¿Puede quedarse
supervisando el Puente, Raúl? Sé que no es lo suyo, pero quiero ir a la maniobra
de proa- preguntó el Capitán y sin darle tiempo a responder continuó:
– Este
es el rumbo y la velocidad que pidió el piloto del helicóptero, tan solo hay
que mantenerlo.
El
Jefe Ingeniero evaluó rápidamente la situación y respondió:
– Vaya
tranquilo, Capitán, que esto está muy fácil. Tan fácil que ni veo necesidad de
registrarlo en el bitácora.
Sabía
que con esto último le otorgaba una cuota de tranquilidad al Capitán, pues
registrar que le entregaba el gobierno del buque a un maquinista, podría
generarle mañana un dolor de cabeza. El capitán agradeció a su manera con una
mueca y salió como una exhalación hacia proa.
El Jefe Ingeniero miró el desconcierto que
había en la proa y no pudo menos que darle la razón al Capitán. Esa maldita
tormenta de días atrás había roto la rutina de la navegación. Había sido dura y
pasó dos noches sin dormir. El mar y el viento habían hamacado fuerte al buque,
pero sus motores cumplieron muy bien. No obstante en cubierta la situación fue
peor. Se había roto la linga de seguridad de la tercera andana de contenedores
y eso tuvo en jaque a media tripulación durante horas. Cuando finalmente el
Segundo Oficial había logrado arreglarla, un golpe de mar lo hizo caer y rodar
en cubierta. El resultado fue una fractura expuesta dolorosa y fea hasta de
verla. Le suministraron morfina para el dolor y antibióticos previendo lo peor
que podía suceder en medio del mar… el riesgo a la gangrena. El hombre era
valiente, se quejaba poco, pero se le veía sufrir y la fiebre que venía aumentando
en las últimas 24 horas era muy preocupante, por lo cual el Capitán había
solicitado a la Guardia Costera un helicóptero para evacuar al herido. Para peor el
Primer Oficial estaba de licencia y la empresa no lo había sustituido. “Son
quince días y no se considera necesario un relevo” decía el escueto fax
recibido de la División de Personal. Insensible política laboral, pensó el Jefe Ingeniero.
Harían bien esos escritoristas en venir a navegar algún día.
El “Torrens” era un portacontenedor de
30.000 toneladas, que en este momento se aprestaba a recibir un helicóptero
para una evacuación aeromédica y navegaba con un Maquinista en el Puente, con
el Primer Oficial de licencia por alguna isla del mundo, el Segundo Oficial
herido y a punto de ser evacuado y el Tercer Oficial, un novato al que los
gritos del Capitán tenían al borde del desmayo. Menudo lío con esta
tripulación.
El Helicóptero llegó en hora. Una primera
maniobra de aproximación, comunicación con el buque para corregir un poco a
estribor el rumbo, una nueva aproximación para estimar el punto adecuado en la
eslora. La comunicación entre el piloto y el capitán a través del handy era
fluida:
– Voy a necesitar 10 segundos para bajar
al rescatista, Capitán, y luego estimo un minuto para fijar la camilla al
gancho y subirlos a ambos. Por favor, mantenga rumbo y velocidad y sobretodo no
caiga nada a babor.- dijo el Piloto.
- Ok
proceda tranquilo que tengo un buen timonel- respondió el Capitán, ahora con
una voz sumamente serena y calma. Sabía que en estas maniobras tiene que haber
confianza mutua entre los pilotos y los tripulantes del buque. Confianza y
calma.
El helicóptero hizo la aproximación final.
El ruido de las turbinas y de las aspas girando encima del buque se hizo
ensordecedor. El piloto mantuvo la vertical y el cable comenzó a descender con
el rescatista. Durante los próximos dos minutos, buque y helicóptero deberían
mantener un sincronismo perfecto navegando y volando en paralelo. Cuando la
camilla quedó sujeta al gancho, el Capitán le apretó la mano a su Segundo y le
gritó;
–
Te doy un mes para que vuelvas a bordo, gran vago, que te necesito aquí, ya
sabes, no busques más excusas.
El
herido le respondió intentando algo parecido a una sonrisa, mientras la camilla comenzaba a ascender hacia
el helicóptero. Menos de dos minutos y la aeronave rompió la vertical para
empezar el alejamiento. Capitán y Piloto intercambiaron un saludo por el handy
y también con el clásico puño en alto con el pulgar extendido hacia arriba. El
Capitán volvió a su cara de guerra, le ladró una última orden al destruido
Tercer Oficial y se alejó hacia el puente, mientras pensaba qué odiosa iba a
ser el resto de la navegación, relevándose mano a mano en el puente con ese
novato inútil del Tercero. No habría un helicóptero para ir a buscar al Primer
Oficial y que se deje de embromar con la licencia… ¡Qué rigor!!!
-Salió
prolija esa maniobra, Capitán- le dijo el Jefe Ingeniero al recibirlo en el
puente.
- Sí,
esos pilotos de la Marina son buenos profesionales-le contestó. – ¿Y por acá
todo tranquilo?
-Bueno,
sí, tranquilo, pero me gustaría que pegara una mirada en el radar- dijo el Jefe
como al descuido.
Con
una luz de alerta el Capitán se aproximó a la pantalla y puso la máxima escala.
– No
veo nada raro- respondió al cabo de unos segundos.
-Ponga
la escala menor Capitán y mire por la amura hacia el oeste- insistió el Jefe.
Algo
apareció. ¿Qué era eso? Jugó con los controles, aumentó contraste, disminuyó
ganancia. Ahí estaba el punto. Quieto, sin velocidad. Miró la carta náutica. La
costa más cercana estaba a 90 millas y allí no figuraban ni islas, ni arrecifes, ni
rocas, nada en esa zona.
-Debe
ser una reverberación del radar, Raúl, me esperan cinco días de navegación mano
a mano con el Tercero, no me voy a desviar por ese punto- le dijo como buscando
su aprobación.
-También
puede ser una balsa del buque ese que se hundió con la tormenta de hace tres
noches. ¿CVómo se llamaba Capitán?
-
Poseidón- respondió el Ingeniero como sin darle importancia
-Justamente,
lo estuvieron buscando día y noche con buques y helicópteros, trillaron toda
esta zona, los vimos pasar varias veces y no encontraron nada- replicó el
Capitán
-Sí,
claro, más que casualidad que justo nosotros nos fuéramos a cruzar con una
balsa con náufragos ¿no? – el Jefe dejó caer su comentario como viejo zorro que
era y miró al Capitán. Podía apostar cómo iba a reaccionar…
El
Capitán le echó una mirada de odio y gritó:
-Timonel,
timón todo a babor, rumbo 015- Y Ud., Jefe, sirva para algo y enganche el
segundo motor que vamos a precisar más velocidad- le dijo en voz baja al Jefe
Ingeniero a su lado. – A la orden, Capitán- sonrió el Jefe pensando que había
ganado su imaginaria apuesta.
A
medida que el buque se aproximaba, el punto en el radar iba creciendo.
-
Tengo algo a la vista, Capitán, justo en la proa- gritó el Tercero agitando los
prismáticos y sintiéndose útil por primera vez en el día
El
buque continuó acercándose y ya se divisaba la forma del blanco. Dios, en
efecto era una balsa salvavidas pero no se veía movimientos en su interior. El
Capitán hizo tocar la sirena, nada. Ajustó los prismáticos, al costado de la
balsa pudo leer un nombre y su piel se erizó: “Poseidón”
-Tercero,
arríe el Zodíaco y vaya con un hombre a revisar la balsa, podría haber alguien
adentro. Llévese el handy y téngame al tanto. Y que sea rápido-
A los
pocos minutos el bote Zodíaco navegaba raudo hacia la balsa, mientras el
Torrens quedaba quieto en medio de la nada. Qué tranquilo que estaba el mar
ahora, reflexionó el Capitán, pensar la tormenta que habían pasado apenas unos
días atrás. ¡¡¡Qué rigor!!!
La voz
nerviosa del Tercero a través del Handy,
rompió la paz del momento:
–Capitán, hay dos hombres, hay dos hombres,
Los
sucesos se precipitaron. A los pocos minutos estaban todos en la cubierta del
Torrens. Uno de los náufragos estaba muerto y presentaba ya una rigidez post
mortem. El otro hombre aún vivía, aunque se le veía muy mal. Estaba insolado,
la mirada perdida en un delirio incierto. Aunque suponía que no le entendería,
el Capitán quiso darle ánimo:
– Tranquilo, amigo, ya está con
nosotros, se va a poner bien.
Curiosamente el hombre pareció sonreír y movió los labios. El Capitán arrimó su oído
a la cara del pobre diablo y al cabo de unos instantes dijo:
– Repite una palabra, es un nombre, dice
“Susana, Susana”.
El
viaje
Amanecía en San Juan de Capistrano, un
pequeño pueblo del sur de California. A mitad de camino entre las cosmopolitas
Los Ángeles y San Diego y lejos del brillo de esas ciudades, San Juan mostraba
con austero orgullo, construcciones cargadas de historia.
Entre
ellas se ubicaban justamente las ruinas de la vieja iglesia y monasterio en
cuyos alrededores se estaban congregando todos para la partida. La Misión , como se le
llamó en su momento, había sido construida en 1776 para difundir el
cristianismo y civilizar a las tribus indígenas. Destruida parcialmente por un
terremoto, fue luego expropiada durante la revolución mexicana, para ser
finalmente devuelta a la iglesia católica, durante el mandato de Abraham
Lincoln.
Miré
con placer la imagen que la hora de entreluces me regalaba. A mi lado estaba mi
inseparable y fiel compañera. La sabía fuerte, pero aún así cuidaría de ella
con particular cariño durante todo el
viaje. Ligeramente detrás estaban alineados mis lugartenientes. Les tenía
confianza. Valientes y decididos, su ayuda sería fundamental habida cuenta de
los peligros que sin duda enfrentaríamos durante el largo trayecto que nos
esperaba. Más allá, hasta donde la vista me permitía alcanzar, los distinguí a
todos ya listos esperando la señal de partida. Es el momento. Me pongo en
movimiento y sin necesidad de voces estentóreas, casi en silencio, todos me
siguen. Las ruinas van quedando en soledad. Los habitantes del pueblo que
sabedores de nuestra partida, madrugaron para saludarnos, lo hacen con palabras
de aliento y de cariño. Ellos conocen el motivo de este viaje y los sacrificios
que conlleva. Algunos nos ofrecen comida, otros, abrigo. Manos que se agitan,
voces cálidas, sonrisas y ojos húmedos llenos de esperanza en un futuro
retorno. Las personas que allí quedan saben que el viaje es inevitable. Y
también saben al igual que yo, que no todos volverán.
Los
primeros días fueron calmos. Devoramos kilómetros a un ritmo sostenido durante
las horas diurnas y descansamos durante las noches. Nada enturbiaba el buen
ánimo, pero la experiencia me indicaba que nos estábamos acercando a una zona
de peligro. En ciertas zonas de Centroamérica, como la que ahora estábamos atravesando
al cruzar el Yucatán, las tormentas tropicales se hacen sentir con fiereza en
esta época del año. Los medios de comunicaciones alertan sobre los tifones y
huracanes que se mueven cerca o hacia centros poblados. Pero estas tierras
semidesérticas por las que transitamos reciben poca cobertura.
No
obstante lo vengo sintiendo en la piel desde hace unas horas. La presión
atmosférica disminuye, el gris del cielo va adquiriendo un matiz amenazador y
el viento arrecia. Sé lo que debemos hacer y trasmito mis órdenes. Aceleramos.
Las estribaciones de la Cordillera
Neovolcánica , allí donde se anuda con la Sierra Madre
Oriental nos brindarán refugio. Mis líderes se mueven bien y ayudan a apurar la
marcha. Sobre la derecha veo venir unas nubes oscuras. Se van acercando. Creo
que confluirán con nosotros al llegar a las montañas. Debemos apurarnos más.
Llego sobre los rezagados y grito con más fuerzas. Ya todos ven el peligro. El
cielo se oscurece definitivamente, lluvia y viento aumentan. Veo unos remolinos
que confirman formaciones ciclónicas. Al frente se divisan ya las montañas,
falta muy poco. Seguimos a máxima velocidad, pero la tormenta nos viene
alcanzando. Hay ráfagas que superan los cien nudos de velocidad y arrastran
ramas y piedras que golpean a mis compañeros. Veo caer a algunos. No puedo
detenerme, los arengo a todos, más rápido. Ya se distinguen las cuevas
salvadoras en las montañas donde los primeros se están refugiando con uno de
los líderes. Muevo al resto, ya estamos allí. La tormenta nos toma de lleno,
parece noche y el ruido ensordecedor aumenta la sensación de horror. Pero
seguimos con determinación, las cuevas nos van recibiendo y al adentrarnos en
ellas, el silencioso contraste con la naturaleza desmadrada en el exterior, nos
recuerda cuan vulnerables somos. Recuperando el aire voy recorriendo los
pasadizos que ya conocía. Ha habido bajas y algunos quejidos de dolor señalan
también heridos. Pero el grueso está a salvo y respiro más tranquilo.
A
la mañana siguiente la tormenta era historia y retomamos el camino. Debíamos
seguir adelante. Por unos días no tuvimos sorpresas. Sorteamos las cadenas
montañosas y llegamos al Golfo de México, una de las partes más agradables de
la travesía. Nos refrescamos en sus cálidas y cristalinas aguas, donde los corales
competían caprichosamente en formas y coloridos. Habiendo alimentado el cuerpo
y el espíritu continuamos el camino. No debíamos perder tiempo y continuamos
rumbo al sur. Días después nos recibió la selva del Amazonas. Sabía la ruta
adecuada para atravesarla sin que nos topáramos ni con indígenas, ni
“garimpeiros”, los famosos y nada amistosos buscadores de oro. Y hacia allí no
dirigimos. El mayor riesgo e imposible de prevenir en la jungla son los
animales depredadores, pero para cada caso tenía alternativas previstas.
Seguimos
avanzando en bloque, hasta que una vez más el instinto me avisó sobre un
peligro latente. Atravesábamos un claro en el bosque. Los clásicos ruidos de
aves que conforman interminables coros en la selva, se habían acallado. Mandé
apurar la marcha. Un silencio sepulcral se cernía sobre nosotros y allí las vi.
Una bandada de águilas volaba raudamente hacia nosotros. Águilas crestadas y
tropicales, las mayores aves de presa del mundo que incluso atacan humanos.
Medían más de dos metros y su pico puntiagudo, tarsos y garras poderosas les
daba una temible fortaleza depredadora, a la cual sumaban una fuerza llamativa
que les permitía alzar en vuelo a presas bastante más pesadas que ellas. A
velocidad de vértigo se abalanzaban sobre mi contingente. Una vez más nos
desplegamos con los líderes gritando órdenes. Desperdigarse y avanzar a máxima
velocidad hacia la parte más cercana del bosque. Todos actuaron en consecuencia
en un rápido e irónicamente ordenado desorden. Una vez más me moví hacia los
más rezagados. Los graznidos acicateaban nuestros movimientos. Por un instante
nuestra táctica pareció distraerlas, pero rápidamente eligieron presa y picaron
hacia sus víctimas. Cruelmente sus picos desprendían carne buscando ojos y
puntos sensibles. Parecían cientos. Nos defendimos como pudimos avanzando
siempre hacia la arboleda. Los gritos y gemidos se confundían con los graznidos
de saña de águilas halcones que también atacaban. Hasta que por fin llegamos
todos al tupido follaje que impedía el vuelo de las águilas. Una vez más
habíamos perdido compañeros, pero el grueso estaba a salvo. Una vez más
agradecí a mis líderes. Una vez más me sentí tranquilo. Seguiríamos avanzando
un par de días más entre la selva. La velocidad de avance disminuiría pero
podríamos zafar con mayor seguridad del peligro de las águilas. Qué ironía,
cuántos países veneran a estas aves depredadoras. En efecto culturas milenarias
como el Imperio Bizantino, los romanos, los egipcios, los Mayas y aztecas,
entre otros, han asimilado la figura del águila como símbolo de poder. Más acá
en el tiempo quizás el águila nazi sea la comunión más perfecta de crueldad
entre símbolo y sistema.
Cuando
quedó atrás la selva, ya supe que llegaríamos sin mayores inconvenientes. En
efecto los días se fueron precipitando en forma calma mientras avanzábamos
rumbo a nuestro destino. Había pasado poco más de un mes desde nuestra partida
en la Baja California ,
cuando arribamos a la ciudad de Goya en Argentina. Fuimos muy bien recibidos y
allí quedaría una parte de nuestro contingente. Al día siguiente partí con el
resto. La última etapa era aún más tranquila y necesitaba que así fuera pues
estaba cansado. Atrás habían quedado las tormentas, las águilas, los peligros y
si bien las heridas habían cicatrizado, el esfuerzo físico y los años me
estaban pasando factura.
Finalmente
en una hermosa tarde de noviembre, llegamos a nuestro destino final. La ciudad
de Salto en Uruguay, también nos recibe con la gente en las calles disfrutando
una primavera que se mostraba en todo su esplendor. El punto central de la
llegada es la Plaza Artigas , donde
el verde de las palmeras y los cipreses se mezcla con los rosales y el pálido
fucsia de los jacarandá en una sinfonía de colores y perfumes que conforman una
verdadera caricia al alma. Miro a mis cansados y sonrientes compañeros
intercambiando saludos con los lugareños y me invade una sensación de serena
felicidad. Siento que el viaje ha terminado y que cumplí con mi deber, ese que
señalan viejas tradiciones cuyos orígenes se pierden en la historia misma de
los tiempos. Estoy cansado. Mi fiel compañera está a mi lado, como siempre
disfrutamos en silencio este momento de ternura y satisfacción. También veo al
lado a uno de mis principales lugartenientes. Me mira con ojos de admiración y
devoción bajo su característica capa azulada. En los últimos tramos del viaje
no se me separó e intenté trasmitirle toda mi experiencia y mis enseñanzas.
Seguro será un buen Jefe cuando llegue
el momento. Me siento cansado. Realmente cansado. Voy a cerrar los ojos.
Unos escolares charlaban animados en la
plaza cuando de repente sintieron un pequeño ruido a sus espaldas. Julio el más
rápido de ellos se acercó y recogió algo del suelo.
- Miren, cayó desde ese árbol, parece que
está muerta – dijo mientras sostenía en el hueco de sus manos infantiles el
cuerpo inerte de una golondrina.
-
Sí, pobrecita, habrá llegado agotada
- comentó Fabiana
- Pobrecita o pobrecito – terció la Maestra acercándose a
ellos, para agregar luego – las golondrinas hembra suelen anidar mientras las
golondrinas macho les buscan el sustento y las cuidan. Y juntos emigran en
bandadas siempre a la búsqueda de climas cálidos. Hay estudios que señalan que
estas simpáticas aves que todas las primaveras llegan a Salto vienen desde Centro
y Norteamérica. Luego cuando aparece el otoño, vuelven a emigrar a su sitio de
origen.
Desde
lo alto de una rama dos golondrinas asistían en silencio al diálogo. Una de
ellas tenía un curioso color azulado en sus alas.