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9 de agosto de 1897 - Chillán Escritora. Ejerció varios cargos diplomáticos en distintos países latinoamericanos, incluido el nuestro. Incorporada a nuestra Academia Nacional de Letras. |
EL ESPEJO
Sobre
la consola el espejo se adosa al muro con bollones de bronce labrado. Lo
pusieron allí para que su fría lámina abriera profundidades recónditas al
estrecho pasillo hacia el lado del ensueño. Del pasillo aprisionado en la
penumbra que media entre la puerta de acceso al departamento y una cortina
obscura, tras la cual se supone el comienzo de la intimidad. La luz no entra al
abrirse la puerta porque el rellano es ciego, y a su vez las gentes no
favorecen la imposible intrusión, apresuradas por irse más allá de la cortina,
a esa gran habitación que finaliza con un muro de cristales, balconada florida
sobre el aire de un parque.
Del
cielo raso del pasillo pende una farola cuyos bronces hacen juego con los
bollones del espejo. Permanece perdida en las tinieblas aún más densas del
techo, pero solían encenderla "cuando había invitados". Y cómo se
obstinaban en evidenciarse las luces en aquellas contadísimas ocasiones, fuera
de lo común en ese hogar en que un hombre y una mujer regían pacífica y aisladamente
su vida por horas inmutables, ya previsiblemente engranadas en sus
correspondientes acontecimientos.
Alguna
vez, encendida la luz al azar, el mármol de la consola, la bandeja de plata que
allí espera imposibles tarjetas de visitantes y la superficie del espejo
aparecen infinitamente desamparados en su respectiva soledad, perdidos en el
desencuentro de aquella súbita iluminación, como despertados, no de un sueño,
sino de un doloroso insomnio interior. Apagada la luz, la penumbra devuelve al
pasillo su inexistencia, su condición de tránsito ajeno a lo familiar.
Un
día que la mujer repasa lenta y prolija la suavidad de una gamuza sobre el
espejo, repara en la mancha. Frota con mayor energía. Piensa en voz alta, como
suele hacerlo:
--¡Vaya,
por Dios! --demorándose en cada sílaba que tanto tiene de súplica como de
anticipada resignación, alargándolas con la misma paciencia que pone en su
gesto--. ¡Vaya, por Dios!
Porque
aquello no es mancha sobre la faz del espejo, su rebeldía a la suave
insistencia de la gamuza lo revela, sino algo más definitivo: falla del azogue,
desvaída lepra amarillenta del tiempo que allí esparce sus implacables
líquenes.
Enciende
la lámpara para mejor observar el defecto. Una escandalosa luz de haces
refractarios desnuda súbitamente sus dormidas espadas contra el blanco de las
paredes, resbala por la piel fría de la consola por el peto reluciente de la
bandeja, y al multiplicarse en el espejo, hace pestañear a la mujer que busca
adueñarse de nuevo de su visión.
Es
a sí misma a quien halla aprisionada por las estrías rojinegras entre
opacidades neblinosas, entre diminutos percudidos que cubren al espejo como
calofríos de su superficie. Se queda mirando, mirándose, mirándose, no a sí
misma, sino mirándose en aquella extraña, mirando a esa mujer manchada,
deshecha, deforme, borrosa como en un mal recuerdo, hundida en un pantano, sí,
deforme con la boca abierta, con los ojos despavoridos con que afloran sobre
las aguas los ahogados que han perdido entre el légamo del fondo su verdadera
figura.
Permanece
rígida en la contemplación. A su alrededor el aire se hiela en zonas que van
adhiriéndose a su cuerpo hasta formarle un preciso revestimiento de calco. Y no
es su propia forma la que el aire ciñe, sino la forma de la otra. Huecos
inconfesables, huecos que sólo la muerte puede colmar median entre su ser y el
molde que el aire finge en su torno. Sigue mirándose, pero escucha ahora en su
interior el denso silencio de su sangre. Rodeada de frío, inmóvil. ¿Esa es
ella? ¿Ella misma? ¿O una intrusa que hubiera osado penetrar por la puerta de
acceso y aprovecha esa puerta de un rellano ciego para insinuarse en su
destino? No puede habituarse a su rostro. Despacito, con una precaución que
implica miedo a que los músculos no la obedezcan, hace un movimiento, corriéndose
de costado. Otra cara, igualmente ajena a la suya, la mira desde este nuevo
ángulo con idéntico pasmo, al que la ausencia de toda ironía torna
insoportable.
Oye
el eco de antiguas voces diciendo desvaídas frases. "¡Qué belleza!"
Voces oídas ¿cuándo? Más allá del espejo, en una lejanía por la que transitaba
su sangre niña como un alborotado torrente secreto. Sí. Allá en el pueblo
fluvial de su infancia, en la época en que su delantal blanco revoloteaba por
la avenida ribereña al volver de la escuela con el bolsón de los cuadernos
apretado bajo el brazo. Sí. Entonces. La voz única de la madre, la plural e
indiferenciada habla de las tías y el parloteo de las buenas vecinas
desbordadas en los batones caseros, anchas de siestas y de benevolente indolencia.
"¡Qué belleza!"
Y
ella corría en busca del espejo para pedirle confirmación de esa belleza, que,
de ser cierta, la empavorecía un poco. Y sólo hallaba unos ojos de azorado
terciopelo negro y las gruesas trenzas obscuras y la boca y la nariz y todo su
rostro moreno hecho de apretada leche y canela. Y continuaba contemplándose sin
hallar belleza alguna, esa cosa terrible que entendía ella como belleza, y que
debía abrasar el rostro que la soportara.
Sólo
sabía que le gustaba estarse silenciosa, que le dieran obligaciones hogareñas,
porque el trajín era una manera de hurtarse a la escuela y a las gentes, al
quehacer tan de su gusto, tan insensible que se tornaba en un no hacer, en un
ocio animado y feliz que a veces le dejaba sobre la palma de la mano abierta la
levedad de una verde hoja, de un desamparado pétalo, de una vívida gota de
agua.
Sabía
eso y que el cuerpo incomodaba con una exuberancia que sentía ajena, tropezando
con sus desacostumbrados pequeños pechos, con sus pesadas rebeldes creencias
agobiadoras, descompasada con el juego aún torpe de sus caderas empeñadas en
insinuar un idioma incomprensible. Sí. Todo eso era misterioso e inquietante.
Descubrir algo ajeno aflorar de sí misma, como ciertas inflexiones de su propia
voz de súbito asordada, reclamo de una vieja sabiduría que estaba allí, mucho
antes de que ella naciera, que su sangre percibía al mismo tiempo que pintaba
de rojo sus mejillas y encendía la frescura de ascua de su boca. "¡Qué
belleza!" Belleza de niña, de muchachita, de joven, de mujer ya cabal.
Belleza realzada por la transparencia con que era inadvertida, intacta por no
haber sido goce de su propia dueña, ofrecida sin mácula para el asombro y la
alegría de quienes la contemplaban.
Nadie
sabe cómo --ella lo sabe menos que nadie-- un día un hombre se sitúa a su lado,
tranquilo, naturalmente, sin sobresaltos, pero también sin dudas, como llega la
siesta tras el frescor de la mañana. Y otro día ya ese hombre tiene el
distintivo natural de marido, fructificación de aquella otra palabra: novio,
que tampoco supo cómo ni cuándo tuvo su origen. Todo va sucediendo con esa
serena fluencia no exenta de recóndita majestad de ciertos destinos, en los que
cada estación encuentra la justa correspondencia de su clima. Es feliz. Tiene
un marido. Tiene una casa. No tiene hijos, y como no los tiene, no los
ambiciona. No hay dolor en esa ausencia. No hay ausencia siquiera. Es que su
vida tenía que ser así: su afán está en el presente y el presente es
inviolable: no puede ser sino como es. Lo vive intensamente, en profundidad,
con la sabiduría especifica de su condición de mujer. Tiene un marido, tiene un
hogar. A su hora sabe para qué sirve el cuerpo y cómo por la red de sus nervios
puede fulgurar el instantáneo pez del placer, dejándose entrever en su deslumbramiento
la lejanía de sus límites interiores.
¿Cómo
habían pasado los años? Lo ignora. ¿Es que realmente habían pasado? Aquel lento
deshojar de almanaques sucesivos, aquel arrancarlas hojas que levemente
estrujadas por sus manos iban a parar al casto de los papeles, ¿tenía alguna
relación íntima con ella? ¿No era algo desconectado con su ser, mecánico,
desprovisto de toda eficacia frente a la persistencia de su identidad? Pero las
horas que parecen volar dispersas arrastran tras de sí a los días, y de pronto
se advierte que tantos días han formado un año. Y mientras ¡pasan tantas cosas!
Nunca grandes cosas, eso no. Las grandes cosas siempre tienen algo
desvergonzada en su evidencia. Pero los mínimos acontecimientos, como las
lentas lloviznas, inadvertidamente calan hasta lo hondo. Y cosas pequeñas se
suceden.
Ya
no se vive en una pensión, sino en la buhardilla de una gran casa. Y después en
un departamento. Y se compran muebles. Y se compran más muebles. Y se añaden
algunas chucherías con las que antes ni se soñaba. Y hoy es un reloj de
pulsera. Y mañana un abrigo de pieles.
Parsimoniosamente
crece la cuenta de la caja de ahorros. Sí. Porque se prospera, y a un ascenso
sigue otro. Y eso que no se advierte, es eso que de advertirse se llamaría
felicidad. Cada hora entraña una obligación. Todo tiene en la casa el secreto
ritmo de los vegetales, cuya savia circula sin latidos, lentísima, manteniendo
el verdor del follaje y la tersura del fruto. Cuando se queda sola están los
quehaceres, y cuando está el marido existe una atmósfera llena de cálidos
puntitos luminosos en que la ternura resplandece mágicamente a través de la
costumbre.
Sonríen.
Conversan.
¿De
qué hablan? De esas mil menudencias que no es necesario ni escuchar siquiera,
de los mínimos detalles cotidianos, tanto de la oficina como de la casa, en
monólogos que se interfieren sin llegar a unificarse en diálogo. Porque el
secreto está en prescindir del sentido utilitario de las palabras, en usarlas
tan sólo para oír y hacerse oír, como un contacto verbal.
Eso
era antes. Hace ya tiempo el silencio insinuó su lenta marejada, cada una de
cuyas olas fue ganando imperceptible pero irrevocablemente terreno, socavando
la convivencia. ¿Qué han hablado hoy durante el almuerzo? Él ha dicho:
--Otra
vez llegó tarde ese Gutiérrez. Ya no se puede más con él.
--Deberías
dejarte de contemplaciones y decírselo al jefe.
--Es
muy fácil aconsejar eso: pero cuando se piensa que tiene mujer y tantos
hijos...
Ella
ha callado ante el argumento repetidamente eficaz, porque eso se ha dicho esta
mañana, como se dijo antes de ayer y la semana pasada. Infinitamente ese
Gutiérrez incurrirá en su falta, como un tedioso fantasma al que no es posible
arrancar de su destino; reiteradamente será perdonado en gracia a la mujer
desvanecida detrás de la neblina del impreciso número de hijos. Lo han repetido
tantas veces, con igual tono, con semejantes palabras, que ya no significa
siquiera una defensa contra el silencio, sino una forma de callar en voz alta.
Y así todo, aun de esos temas baladíes, hablan cada vez menos que antes, que
ese "antes" lleno de acontecimientos tan infinitesimales que sólo
pueden diferenciarse en que se produjeron en la pieza de la pensión, en la
buhardilla de la gran casa o en este departamento. Como los tres consabidos
escenarios de las comedias en tres actos que suelen ir a ver los domingos por
la tarde. Pero lo que pasa en los tres escenarios de su propia vida es tan
monótono que no podría hacerse una comedia con todo ello. No... Ni un drama
tampoco.
Mueve
la cabeza dentro de su molde de hielo, y los ojos que han estado mirándose y no
viéndose se prenden de nuevo sorprendidos a la imagen que flota entre esas
densas aceitosas aguas.
Allí
hay una mujer desconocida que la observa. No, no es ella la que contempla a esa
mujer desconocida, sino que es la desconocida quien la mira a ella, a la que
ella cree que es. Una mujer gorda, con los ojos inexpresivos de betún sin
lustre, de alquitrán, de cualquiera materia espesa y opaca. Debajo de cada uno
de ellos hay una media moneda en una bolsita de piel muy fina, amarillenta,
incontablemente rayada. Y la flaccidez de las mejillas rebasa sobre el cuello
en doble comba, unificándose en la doble papada. Y los pechos otrora
increíbles, derrumbados sobre el vientre. Caída, toda ella caída en un
desmoronamiento informe, de grasa desparramada, de carne rebelde a toda
arquitectura ocultando en sus densidades el esquema ideal de sus huesos, en
cuya muerte aún persiste paradójicamente la finura de la muchachita.
--¡Vaya,
por Dios! --repite, e insiste en frotar el espejo aunque tiene ya conciencia de
la absoluta inutilidad de su gesto.
Algo
levanta el eco de morosos diálogos pretéritos:
--Sería
bueno que te compraras un vestido.
--Para
lo que salgo...
--De
todas maneras. Deberías cuidarte un poco más de tu apariencia.
Súbitamente
desentraña ahora la expresión con que el marido se la quedó mirando, con mirada
que no iba de los ojos de él hacia ella, sino hacia más adentro, buscando algo
que no alcanzó a ver, porque debió atender las tostadas que se pasaban de punto
en la cocina. Pero ahora comprende la falsedad de la palabra
"apariencia" aplicada a una mujer. Que es mucho más que apariencia,
que puede ser lo más dramático de su realidad. Ahora sabe que su marido estaba
mirando a esa que está ahí, en el espejo, tratando de resucitar en ese
esperpento a la que ella creía seguir siendo, la que suscitara las pretéritas
voces de la admiración pueblerina: "¡Qué belleza!" La certidumbre de
la vejez la penetra de pronto con su relente maligno, emanado de las detenidas
aguas del espejo No siente ya que sea una desconocida quien la mira desde su
fondo, sino que es ella, ella misma, súbitamente desposeída del encanto que no
supo defender contra el tiempo; ella, a la que hay que comprar un vestido para
disimular las deformidades, y también arrebolarle las fláccidas mejillas y
teñirle piadosamente las canas. También, ¿por qué no?
Un
gesto le enarca la boca y un insidioso escalofrío recorre su imagen. Se queda
instantáneamente endurecida, cual si la alcanzara la solidificación del espejo,
con la sensación de que no logrará jamás un movimiento. Algo tiembla en su
interior y repercute dolorosamente en su corazón. A su ritmo asordado la sangre
se precipita por el intrincado ramaje de sus arterias. Aprieta los dientes
conteniendo la respiración, tensa cada fibra de su cuerpo. Luego, con
brusquedad, aspira el aire, jadeante, y por un momento logra tranquilizar el
corazón, devolviéndolo a su ser habitual. Mira reposadamente los ojos de su
imagen que le devuelve con idéntica calma su mirada. Y es por allí, por esa
mirada, por donde el miedo penetra en ella, colmando su pecho, extendiéndose
tumultuoso, anegándola toda. Terrible miedo irrazonado, miedo puro, no sabe a
qué, acaso a sí misma. Miedo puro inexorable. Girar de paisajes sumergidos, y
en central remolino su cara, la de ella, la de la otra, enfrentadas en única
soledad, con los ojos de ahogada aferrándose a ella, tironeando de ella hacia
el fondo de pavorosas honduras.
Tiende
los brazos con las manos abiertas buscando no ver su imagen, y tropieza con las
manos de la otra, que adhieren a sus palmas buscando su apoyo para saltar fuera
de las inmóviles aguas.
--¡No
quiero! --grita--. ¡No quiero! --Las palabras rebotan sobre el cristal a la par
que sus manos, ahora empuñadas en frenético trabajo de destrucción, en mágica
impotencia para desvanecer un terrible conjuro.
Jadea,
caen sus brazos derrumbados por el cansancio. Espera para recobrar el aliento.
Agarra la bandeja de plata. Por un segundo la costumbre le devuelve el orgullo
que el peso de su noble metal le proporciona. Pero eso es sólo un ramalazo del
pasado. La empuña y golpea, golpea tensa, eficaz, trabados los dientes,
empecinada, pega contra la lámina del espejo que fracasa en ángulos en
dispersas luces desmoronadas, en filudo estrépito. E insiste en cada trozo,
minuciosamente en cada astilla.
Muele
aún, con mecánico brío, a la hora en que se abre la puerta, porque es la hora
en que debe ser abierta, y da paso al estupor del marido.
BRUNET,
Marta. El espejo. Otros cuentos. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.298-303.
DOÑA TATO
Llegó
prestigiada por treinta años de servicios en casa de unas viejecitas solteronas
que acababan de morir con pocos días de diferencia. Sabía cocina y repostería.
Exigía una pieza dormitorio para su uso particular y que le aceptaran un gato
negro, gordiflón y taciturno. Ella se llamaba Tránsito; él,
"Paquito". Porque siempre iban juntos, pareja estrafalaria: doña
Tato, vieja, magra, la cara llena de arrugas hondas convergentes a la boca, el
trasero saliente, los brazos muy largos y hábito del Carmen;
"Paquito", desmadejado, bostezante, silencioso en sus escarpines
blancos.
Lo
trastornaron todo en casa. La vieja empezó por expulsar de la cocina a los
otros gatos y a las otras sirvientas. La cocina era suya. Sólo a mí --con aires
de condescendencia-- me dejaba entrar. Encerrada con llave se entendía con las
sirvientas por el torno, y si alguna quería deslizarse adentro o insinuaba el
propósito, la insultaba, mezclando a los dicterios tiradas de latines. Y como
vomitando ese mejunje al par que aspeaba los largos brazos tenía algo de bruja,
la creyeron en pacto con el demonio y, horrorizadas, la dejaron vivir a su
placer.
Los
gatos tardaron más en darse por vencidos. Llegaban oteando por el torno o la
ventana, buscando piltrafas, ansiosos de rescoldo. Y hallaban un brazo y una
escoba mucho más largos que lo previsto y que siempre, invariablemente, les
caían en medio del lomo. Hasta que uno quedó descaderado no parecieron tomar en
serio el peligro que era la vieja. Desde entonces se refugiaron en el
repostero, junto al anafe y las otras sirvientas, en acercamiento de víctimas
del mismo poder.
Al
principio hubo muchas protestas. A cada rato llegaba alguna mujer en son de
acuse, y hasta los gatos --en su idioma-- supongo que me darían quejas.
Prometía amonestarla y hasta ponerla en la calle si no cambiaba de conducta.
Pero cuando al anochecer venía doña Tato llena de majestad --seguida por
"Paquito"-- a tomar órdenes para el día siguiente, mis propósitos se
iban arrastrados por la marea de respeto rayano en terror que la vieja me
producía.
Empezaba
mi aprendizaje de ama de casa; la falta de conocimiento y de práctica me hacía
indecisa, débil, temerosa. Doña Tato se daba perfecta cuenta de su
superioridad. Fingiéndose humilde, empezaba siempre:
--Aquí
estoy a las órdenes de su mercé.
--¿Cómo
está, doña Tato?
--Muy
bien, para servirle. ¿Qué haremos mañana?
Yo
me ponía a pensar en minutas, buscando con verdadera ansia en mis recuerdos los
nombres de todos los guisos que conocía, y siempre, siempre, encontraba sólo
aquellos que comiera en la mañana o--alejándome un poco--en la noche anterior.
Doña
Tato decía al descuido:
--"Paquito"
está bien.
Mala
iba la cosa... Cuando no se le preguntaba por el gato, se ponía de peor humor
que el pésimo de costumbre.
--Haremos...,
haremos... budín de coliflor y berenjenas rellenas con queso.
Y
la miraba, feliz de mi hallazgo, porque tenía la perfecta seguridad de no haber
comido coliflor hacía largos meses.
--¡Es
el tiempo ahora! --y en semicírculo, de pared a pared, su mirada ponía al salón
por testigo de mi imbecilidad.
Pero
yo, realmente imbécil, insistía porfiada:
--Quiero
budín de coliflor... Debe haber coliflor en conserva y berenjenas también.
La
vieja saltaba furiosa:
--Tamién...,
tamién... ¿Y qué más? ¿Un pajarito volando tamién? Estas iñoritas que no saben
ónde están parás y se meten a disponer. Ora pro nobis... Tamién... Yo sabré lo
que hago mañana. ¡No faltaba otra cosa! Cuando una ha servío treinta años en
una casa no tiene pa' qué andar mendigando mandares. Per Christum Dominum
nostrum. . . ¿Qué te parece, "Paquito"? Si no juera por mí te mataban
de hambre. Nicolasa..., pa' tu casa. Amén.
Y
se marchaba de estampía, seguida perezosamente por el gato, dejándome
humillada, indignada y amedrentada. Hasta que opté por abandonar mis aires de
dueña de casa y decirle que no viniera más a tomar órdenes, que dispusiera ella
a su antojo. Comíamos admirablemente. En el servicio había orden. En las
cuentas, economías. ¿Qué más pedir?
La
doncella me contó cómo rezaba la vieja el rosario, los rosarios, porque el día
entero se pasaba en eso. Trajinando, siempre en una actividad enfermiza por lo
continua, doña Tato murmuraba las avemarías a media voz, y al terminar, en el
amén, agregaba un número, de uno a diez, para contar las decenas sin necesidad
de tener en las manos un rosario que le impidiera seguir en sus quehaceres. Y
los misterios los señalaba en la repisa con cinco papas que iba sacando de un
cajón.
Lo
encontré tan cómico que fui a mirarla y a oírla por el torno disimuladamente. Y
era cierto. Desgranaba porotos e iba diciendo:
--Santa
María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de
nuestra muerte. Amén. Ocho. Dios te salve, María... Amén. Nueve. Dios te salve...
Santa María... Diez.
Y
puso una papa negra junto a las otras dos que estaban en la repisa.
Pero
otro día me trajeron una historia que no me agradó ni pizca. Al llegar del
mercado, doña Tato colocaba en el mesón toda la carne, llamaba a
"Paquito" y decía:
--Elija,
mi lindo.
Y
el gato oliscaba trozo a trozo hasta hallar uno a su gusto para comérselo.
Hice
llamar a doña Tato. Con mucho miedo, pero mucho valor, le dije:
--No
es posible que cuando usted llega del mercado haga que "Paquito" meta
el hocico en toda la carne para elegir su pedazo. Eso es muy sucio, doña Tato.
--Sucio...,
sucio... ¿Y qué más? Miserere nobis. ¿"Paquito" sucio? Ya quisiera su
mercé tener la boca tan limpia como "Paquito". Ora pro nobis, sancta
Dei Genitrix. "Paquito" no se pone porquerías de pinturas en la cara
ni menos en el hocico. Vade retro. ..
¡Era
el colmo! Fui yo quien salió de estampía para llegarme al escritorio de Pedro y
decidirlo con muchos arrumacos a despedir él a la vieja insolente.
Fue.
Llegó a la puerta de la cocina, tocó con los nudillos. Se abrió el torno,
apareciendo la cara mal agestada.
--Doña
Tato...--pudo decir.
--Si
quiere alguna cosa--interrumpió-- ; pídasela a la Petronila. Aquí no moleste.
Y
cerró de golpe el postigo.
Pedro
volvió mohíno y me dijo que era yo la llamada a echar a la vieja; que él,
abogado de veintitrés años, con mujer y casa --aunque sin clientela, esto lo
agrego yo--, no podía descender a esas pequeñeces. Y que, además, otra vez
posiblemente no lograría dominarse y pondría a la vieja en la calle a fuerza de
puntapiés. Mentira. Le pasó lo que a todos: le tuvo miedo a doña Tato. Y así
siguió ésta inexpugnable en la cocina.
Por
ese entonces, Pedro trajo varias veces invitados a comer. La segunda vez, doña
Tato llegó como un basilisco a decirme:
--¿Qué
se han imaginado que voy a pasarme alimentando hambrientos ociosos? Agnus Dei,
qui tollis peccata mundi. Ni lesa que fuera...
--Pero,
doña Tato...
--Si
viene gente a comer, me mando a cambiar al tiro.
Y
yo, iluminada, le contesté suavemente:
--Mire,
Tatito, le diré con franqueza que Pedro quiere traer todos los días un amigo a
comer. Si no está conforme con esto, lo mejor será que se vaya..., que busque
ocupación en otra casa.
Me
miraba con los ojillos desconfiados agudos de malicia y al fin dijo, riendo
marrullera:
--¡Je!
Era pa' eso... Vade retro... No se incomode su mercé. No pienso irme, porque
estoy muy a gusto y "Paquito" tamién. Deo gratias. Pero a esos
ociosos .., ¡ya los espantaré!
Y
los espantó, claro, porque siempre que teníamos invitados salaba o ahumaba la
comida. Hubo a veces que improvisarlo todo con conservas.
Pensamos
recurrir a la policía para echar a la vieja. Y tras mucha vacilación acabé por
escribirle una carta muy atenta, con tres faltas de ortografía que corrigió
Pedro, diciéndole que si no se retiraba para el 1º del mes siguiente,
llamaríamos al carabinero para obligarla a irse.
Y
llegó el 1º y pasó una semana y doña Tato no se iba. La hallé en el patio una
tarde y le pregunté tímidamente:
--¿Cuándo
se va, doña Tato?
--¿Usted
cree que yo soy de las que duran un mes en cada casa? In nomine Patris et
Filii et Spiritus Sanctis. Aquí
estaré otros treinta años. Amén.
Entonces
--acuciados por el miedo a soportar per omnia secula seculorum a la vieja--,
Pedro tuvo una idea genial: le escribió a mi madre, invitándola a pasar unos
días con nosotros. Y llegó mi madre con empaque de juez y ojos escrutadores.
No
dijimos nada; pero a la segunda comida, ante los guisos desastrosamente
quemados, peores que en la mañana, mi madre estalló en preguntas rápidas que
Pedro y yo contestábamos, atropellándonos para narrar nuestras desdichas bajo
la tiranía de doña Tato.
Ante
nuestros ojos mi madre adquiría su gran aire de imperatrice. Se puso de pie y
salió, diciéndonos:
--Van
a ver ustedes...
Nos
mirábamos aterrados. Mirábamos la puerta esperando ver surgir en su vano a doña
Tato, persiguiendo a mi madre con el largo brazo y la larga escoba, al par que
fulminaba denuestos y latines para nuestra total exterminación.
Se
oían voces, gritos, portazos, chillidos, caer de loza, carreras: todo
simultáneamente. Luego un gran silencio.
Angustiada,
hecha un ovillo toda contra Pedro, dije temblando:
--Anda
a ver... Con tal que no la haya matado...
Pero
entraba mi madre con largo paso tranquilo y ojos duros de triunfadora.
--Ya
se va. Mañana mandará a buscar sus cosas.
Nos
mirábamos atónitos. ¿Doña Tato? Pero...
La
vimos pasar por la puerta abierta al patio. Iba con el cuello extendido, como
temiendo un peligro, ladeado el moño, arrebozada en un chalón que le ceñía el
trasero grotescamente, con "Paquito" en brazos, somnoliento y
friolero.
Pasaba...,
se alejaba..., se iba...
Y
sin saber por qué, me eché a llorar en la corbata de Pedro.
BRUNET, Marta. Doña
Tato. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.61-65.
 |
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LA FLOR DEL COBRE
Resulta
que una vez había un matrimonio que vivía en un campito, cerca de un pueblo en
el sur. Los dos eran viejos, reviejos. Y resulta que el marido era tan flojo
que nunca había trabajado en cosa alguna, y en cuanto le hablaban de hacer
algo, se quejaba a gritos de sus muchas enfermedades y se iba a la cama,
diciendo que ya poco le iba faltando para entregar su ánima al Tatita Dios. Y
resulta también que la pobre mujer, a pesar de sus años, tenía que seguir
comidiéndose para ella sola mantener el hogar.
Con
la terrible pereza del marido, a quien llamaban don Quejumbre-No-Hace-Nada, el
campito estaba hecho una maraña de zarzas y la casa se caía a pesar de los
puntales que le habían arrimado algunos vecinos misericordiosos. Pero esto no
era impedimento para que don Quejumbre-No-Hace-Nada siguiera durmiendo o
lamentándose de sus males. Y resulta que un día estaba doña María Soplillo
--que así se llamaba la mujer--zurciendo los pantalones de don
Quejumbre-No-Hace-Nada cuando sintió que éste llegaba muy contento del pueblo,
donde había ido en busca de remedios para las muelas.
Apenas
la divisó le dijo:
--Figúrese
la suerte, vieja...
--Usté
dirá. Aunque sería mejor que diera antes las güenas tardes... --Güenas tardes.
Pero no interrumpa. Figúrese la suerte... A la primera güelta del camino me le
encontré con una señora muy encachá, que me preguntó pa'ónde iba. Yo le contesté
que pa'l pueblo a mercar medicinas pa'l dolor de muelas. Entonces ella me ice
qu'es meica y que me puede dar un remedio no sólo pa' las muelas, sino que es
pa' toititos los males conocíos. Y voy entonces yo y le pregunto: "¿Y qué
remedio es ése, Misiá?" Y ella al tiro me contesta: "Es la Flor del
Cobre". "No la conozco, ni nunca la había oído mentar", le
respondí. Y ella va y me ice: "Aquí tiene la semilla, váyase para su
campito y la siembra, y en cuanto florezca verá cómo se alivia de sus muchos
achaques".
--¿Y
qué le dio, vieja?
--Esta
bolsita con semillas. Mire. Al tiro las voy a sembrar.
Entonces
doña María Soplillo se puso en pie, muy contenta al ver a su marido tan
dispuesto y alegre. Y le preguntó:
--¿Dónde
las va'sembrar?
--Aquí,
no más, en la huerta. Pero la Misiá me'ijo tamién que tenía que sembrarlas toas
y en tierra limpia y bien barbechá. Por suerte que no son muchas las semillas.
Y
don Quejumbre-No-Hace-Nada se fue en busca de la pala, el azadón y el
rastrillo, que estaban por ahí, en un cuarto, todos llenos de telarañas y moho.
Por
la tarde se pasó arreglando un retazo de tierra, sacando maleza, arrancando
raíces, arando y rastrillando. Cuando llegó la puesta del sol estaba el retazo
de huerta convertido en una lindeza de barbecho. Y don Quejumbre-No-Hace-Nada
se fue a acostar completamente rendido, dispuesto a levantarse al alba para
sembrar las semillas de la planta del cobre, cuya flor había de mejorarle la
salud.
Pero
resulta que a la mañana siguiente, cuando comenzó a esparcir la semilla --que
estaba en una bolsita de cuero no más grande que una mano cerrada-, ésta no
terminaba nunca, y aunque don Quejumbre-No-Hace-Nada lanzaba grandes puñados al
surco, el contenido de la bolsa no menguaba. ¡Y ya no había dónde sembrar más!
--¿Qué
haré? --le preguntó a doña María Soplillo.
--Usté
sabrá --dijo la mujer modosamente--. Pero, según dijo usté ayer, la Misiá le
recomendó que sembrara toititas las semillas.
--Así
no más jué --dijo el viejo.
Y
se puso a preparar otra porción de tierra más grande que la que barbechara la
víspera.
Pero
al día siguiente pasó exactamente lo mismo: la semilla no llevaba trazas de
disminuir. Al gran holgazán de don Quejumbre-No-Hace-Nada le dieron ganas de no
seguir en la empresa; pero, justamente, en ese momento, le dieron unas fuertes
punzadas en las muelas, tan fuertes como no las había sentido nunca. Y esto lo
hizo decidirse a barbechar un pedazo del potrerillo, en vista de que la huerta
ya estaba toda sembrada y que las semillas parecía que no se hubieran empleado
nunca.
Y
al cabo de diez días de trabajos y de rezongos y de decir que no daba una
palada más y de volver a dolerle las muelas y de volver entonces a trabajar,
don Quejumbre-No-Hace-Nada se encontró de repente con todo su campito limpio,
barbechado y sembrado, y que empezaban a brotar unas hojitas verdes y que había
que regarlas, cuidando de que en loa camellones no fuera a salir de nuevo
maleza, y que había, además, que vigilar los caracoles y los gorriones y que,
por lo tanto, había que seguir levantándose al alba y trabajando el día entero.
Y
resulta que a don Quejumbre-No-Hace-Nada se le había olvidado quejarse y ni una
mala lipiria le daba. Y resulta también que cuando más crecían las plantas de
la Flor del Cobre más parecían matas de maíz y al fin don
Quejumbre-No-Hace-Nada tuvo que convencerse de que no había tal Flor del Cobre,
sino unos choclos lindos que empezaron a comer hechos ricas humitas por mano de
doña María Soplillo, cuando no eran cocidos y en unos pasteles con pino y todo.
Y como los choclos cada vea cundían más, resolvieron cosecharlos y venderlos en
el pueblo. Pero eran tantos, tantos, que dejaron una parte en la casa para
hacer chuchoca y otro poco para darles a las aves, y el resto, en la carreta
del compadre Juan Pablo Retamales, que se las prestara, lo llevaron al mercado,
sacando por él un buen precio.
Entonces
compraron ropa para el invierno, una olleta grande, una vaca y un burro, tres
gallinas, un gallo y dos conejitos blancos con mancha rubias y ojos negros. Y
una pala y un arado y un rastrillo. Y muchas cosas para comer.
Y
aunque hicieron tanta compra, aún le quedaba a don Quejumbre-No-Hace-Nada plata
amarrada en una punta del pañuelo de yerbas al volver a su campito.
Entonces
le dijo a doña María Soplillo:
--Aquella
Misiá que me dio la semilla, güen dar que me pitó...
--
Si no hubiera sío por ella, a estas horas seguiría siendo pobre y enfermo,
güeno pa' na'. No sea mal agradecío --contestó la vieja. --¡Cierto no más es!
--Con
razón le dijo la Misiá que se le quitarían toítos los males. Hace tiempo que no
lo oigo quejarse e na. Y la Flor del Cobre sus güenos cobres y chauchas y
pesotes que le ha dao...
--¿Y
quén sería la Misiá?
--Pa
mí qu'era la merma Mamita Virgen de los Cielos...
--Hasta
que al fin di con quén era...
--Entonces
le vamos a dar al tiro las gracias y le vamos a rezar un Ave María con harta
devoción.
Y
esta es la historia de "La Flor del Cobre",que
volvió diligente y sano a un hombre.
BRUNET,
Marta. La flor del cobre. Cuentos para Marisol. Obras Completas de Marta Brunet.
Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.
308-310.