viernes, 9 de agosto de 2013

"No hay derecho mayor y más inalienable que el derecho a soñar. El único derecho que ningún dictador puede recortar y suprimir." - Jorge Amado

10 de agosto de 1912 - Bahía
CARTA DE UNA MADRE, COSTURERA, A LA REDACCIÓN DEL JORNAL DA TARDE

"Señor Redactor: 

Disculpe los errores y la letra, pues no suelo ocuparme de estas cosas del escribir y si hoy me presento ante usted es para poner los puntos sobre las íes. Leí en el diario una noticia sobre los hurtos de los "Capitanes de la arena" y enseguida vino la policía y dijo que los iría a perseguir y entonces el doctor de los menores vino con sus palabras diciendo que era una pena que no se enmendaran en el reformatorio a donde él mandaba a los pobres. Y es para hablar del reformatorio que le escribo estas mal trazadas líneas. Querría que su diario mandase a una persona a que visite y vea cómo son tratados los hijos de los pobres que tienen la desgracia de caer en las manos de esos guardianes sin alma."
De: Capitanes de la arena


















DE LA TENTACIÓN EN LA VENTANA


    La casa de Gloria quedaba en la esquina de la Pla­za, y Gloria se reclinaba en la ventana por las tardes, los robustos senos empinados como una ofrenda a los paseantes. Ambas actitudes escandalizaban a las sol­teronas que iban a la iglesia, y daban lugar a los mis­mos comentarios, todos los días, a la hora vespertina de la oración:
-Qué falta de vergüenza...
-Los hombres pecan hasta sin querer. Sólo con mirar.
-Hasta los niños pierden la virginidad de los ojos... La áspera Dorotea, toda de negro en su virginal vir­tud, se atrevía a murmurar en santa exaltación: -El "coronel" Coriolano podía haberle puesto casa en una callejuela alejada. Viene y la planta en la cara de las mejores familias de la ciudad... En plena na­riz de los hombres ...
-Cerquita de la Iglesia. Hasta ofende a Dios eso...
    Del bar, repleto a partir de las cinco de la tarde, los hombres alargaban los ojos hacia la ventana de Glo­ria, al otro lado de la plaza. El profesor Josué, de cor­bata "mariposa" azul con lunares blancos, el cabello reluciente de brillantina y las mejillas cavadas por la tuberculosis, alto y espigado ("como un triste eucalip­to solitario", se había definido él mismo en un poema), con un libro de versos en la mano, atravesaba la Plaza y tomaba la vereda de Gloria. En la esquina, en el fondo de la Plaza, en el centro de un pequeño jar­dín bien cuidado de rosas-té y de azucenas, con un jazminero a la puerta, se levantaba la nueva casa del "coronel" Melk Tavares, objeto de profundas y agrias discusiones en la Papelería Modelo. Era una casa en "estilo moderno", la primera que fuera construida por el arquitecto traído por Mundinho Falcáo, y las opinio­nes de la intelectualidad se habían dividido, se eterni­zaban. Por sus líneas claras y simples, contrastaba con las pesadas casonas, y las bajas casas coloniales.
    En el jardín, cuidando de sus flores, arrodillada en­tre ellas, más bellas que ellas, soñaba Malvina, hija única de Melk, alumna del colegio de las monjas, por quien suspiraba Josué. Todas las tardes, terminadas las clases y la indispensable charla en la Papelería Mode­lo, el profesor iba a pasear por la Plaza, veinte veces pasaba ante el jardín de Malvina, veinte veces su mi­rada suplicante posábase en la joven, en muda decla­ración.   En el bar de Nacib, los clientes habituales se­guían la peregrinación cotidiana con risueños comen­tarios:
-El profesor es obstinado...
-Quiere tener independencia, poseer cacaotales sin tomarse el trabajo de plantar.
-Allá va él a su penitencia... -decían las solte­ronas al verlo llegar a la Plaza, acalorado, y simpati­zaban con él, con su ardorosa pasión no correspondida.
-Yo sé bien lo que ella es: una vampiresa con ve­leidades de importante. ¿Qué espera ella, mejor que ese muchacho tan inteligente?
-Pero pobre...
-El casamiento por dinero no trae la felicidad. Un muchacho tan bueno, tan versado en letras, que hasta escribe versos...
    En las proximidades de la Iglesia, Josué disminuía el paso acelerado, se quitaba el sombrero, casi doblán­dose en dos al saludar a las solteronas.
-Tan educado. Un joven tan fino...
-Pero débil del pecho.
-El doctor Plinio dijo que no tiene nada en el pul­món, apenas si es débil.
-¡Una descarada es lo que es! Porque tiene una ca­rita bonita y el padre tiene dinero ...
    Y el muchacho, pobre, tan enamorado... -un suspiro se elevaba del pecho emballenado.
    Seguido por los simpáticos comentarios de las solte­ronas y por las injustas opiniones emitidas en el bar, Josué aproximábase a la ventana de Gloria. Era para ver a Malvina, bella y fría. Todos los atardeceres él hacía ese recorrido a pasos lentos, con un libro de ver­sos en la mano. 
    Pero, al pasar, su mirada romántica se posaba en la pujanza de los
altos senos de Gloria, colocados en la ventana como sobre una bandeja azul. Y de los senos subía hacia el rostro moreno quemado, de labios carnosos y ávidos, de ojos entornados en per­manente invitación.   Ascendían en pecaminoso y mate­rial deseo los ojos románticos de Josué, y el color cu­bría la palidez de su rostro. Apenas por un instante, pues pasada la tentación de la ventana mal afamada, sus ojos retornaban a su expresión de súplica y deses­peranza, más pálida todavía su faz, y con los ojos y el rostro vueltos hacia Malvina.
    También el profesor Josué criticaba, en su fuero ín­timo, la desdichada idea que tuviera el "coronel" Co­riolano, estanciero rico, de instalar en la Plaza San Sebastián, lugar en el que residían las mejores familias, a dos pasos de la casa del "coronel" Melk Tavares, a su apetecida concubina, tan dada a la ofrenda... Si se tratara de otra calle cualquiera, más alejada del jar­dín de Malvina, en una noche sin luna, él tal vez po­dría arriesgarse para ir a cobrar todas las promesas leídas en los ojos de Gloria, que lo llamaban, con los labios entreabiertos.
-Ya está esa peste con los ojos puestos en el mu­chacho...
    Las solteronas, con sus largos vestidos negros cerra­dos en el cuello, y sus negros chales en los hombros, parecían aves nocturnas paradas ante el atrio de la pequeña Iglesia. Veían el movimiento de la cabeza, acompañando a Josué en su paseo ante la casa del "coronel" Melk.
-Él es un joven decente. Sólo tiene ojos para Mal­vina.
-Voy a hacer una promesa a San Sebastián -decía la rolliza Quinquina- para que Malvina se enamore de él. Le traeré una vela grande.
-Y yo le traeré otra. . . -reforzaba la flacucha Flor­cita, solidaria en todo con la hermana.
    En su ventana, Gloria suspiraba, casi con un gemi­do. Ansias, tristeza, indignación, se mezclaban en ese suspiro que iba a morir en la Plaza.
Su pecho estaba lleno de indignación contra los hom­bres. Eran cobardes e hipócritas. Cuando, en las horas sofocantes de la media tarde, la Plaza quedaba vacía, y las ventanas de las casas de familia se cerraban, al pasar, solos ante la ventana abierta de Gloria, le son­reían, suplicábanle una mirada, le deseaban "buenas tardes" con visible emoción. Pero bastaba que hubiera alguien en la Plaza, aunque se tratase de una solterona, o que viniesen acompañados, y entonces le daban vuelta la cara, miraban hacia otro lado, ostensiblemente, como si les repugnara verla en la ventana, con sus altos senos saltando de la bordada blusa de linón. Disfrazaban su rostro con ofendida pudicia, hasta aquellos mismos que antes le habían dicho galanterías al pasar estando solos. A Gloria le hubiera gustado darles con la ventana en la cara, pero, ¡ay! no tenía fuerzas para hacerlo, aquella chispa de deseo entrevista en los ojos de los hombres era todo cuanto poseía en su soledad. Demasiado poco
para su sed y su hambre. Pero, si les golpeaba con la ventana en la cara,
perdería hasta aquellas sonrisas, aquellas miradas cínicas, aquellas medrosas y fugitivas palabras. No había mujer casada en Ilhéus, ciudad don­de la mujer casada vivía en el interior de sus casas, cuidando del hogar, tan bien guardada e inaccesible como aquella manceba. El "coronel" Coriolano no era hombre con quien se podía jugar. Tanto miedo le tenían, que no se animaban siquie­ra a saludar a la pobre Gloria.         Sólo Josué era diferente. Veinte veces en cada tarde, su mirada se encendía al pasar bajo la ventana de Gloria, y apagábase, román­tica, ante el portón de Malvina. Gloria sabía de la pa­sión del profesor y también ella sentía antipatía hacia la joven estudiante, indiferente a tanto amor, moteján­dola de fastidiosa y tonta. Conocía la pasión de Josué pero, no por eso, dejaba de sonreírle con aquella misma sonrisa de invitación y de promesa, y sentía agradeci­miento hacia él que, jamás, ni cuando Malvina estaba en el portón, le daba vuelta el rostro. ¡Ah!, si él tuvie­ra un poco más de coraje y empujase, en medio de la noche, la puerta de calle que Gloria dejaba abierta, pues, ¿quién sabe? de repente ... Entonces ella lo haría olvidar a la muchacha orgullosa.
    Josué no se atrevía a empujar la maciza puerta de calle. Nadie se atrevía. Temían la lengua afilada de las solteronas, a la gente de la ciudad que hablaban mal de la vida ajena, miedo del escándalo, pero sobre todo, miedo del "coronel" Coriolano Ribeiro. Todos sabían la historia de Juca y Chiquita.
    Aquel día, Josué había venido bastante más tem­prano, a la hora de la siesta, cuando la plaza estaba desierta. La asistencia en el bar reducíase a algunos viajantes de comercio, al Doctor y al Capitán, que disputaban una partida de damas. Enoch, para festejar la oficialización del colegio, había dado la tarde libre a los alumnos. El profesor Josué andaba por la feria, asistiendo a la llegada de un numeroso grupo de "reti­rantes" al mercado de los esclavos, y después de demo­rarse un poco en la Papelería Modelo, tomaba ahora un trago en el bar, conversando con Nacib:
-Una cantidad de "retirantes". La sequía está co­menzando en el "sertáo".
    Nacib se interesó: -¿Mujeres, también?
El profesor quiso saber la razón de ese interés:
-¿Está tan necesitado de mujer?
-No bromee. Mi cocinera se fue, y estoy buscando otra. A veces, en medio de esos "retirantes" viene alguna ...
-Sí, había unas cuantas mujeres. Un horror esa gente, vestida con harapos, sucia, pareciendo apestados...
-Más tarde iré por allá, a ver si encuentro al­guna...
    Malvina no aparecía en el portón, Josué mostrábase impaciente.
    Nacib lo informó:
-La chica está en la Avenida de la playa. Pasaron hace poco, ella y unas compañeras . . .
    Josué pagó, y se puso de pie. Nacib quedó en la puerta del bar, mirándolo partir; debía ser bueno sen­tirse así, apasionado. Aún cuando la muchacha hiciera poco caso, más codiciada todavía. Día más, día menos, aquello terminaría en casamiento... Gloria aparecía en la ventana, los ojos de Nacib se entornaron, ávidos. Si un día el "coronel" llegara a dejarla, habría una corrida nunca vista en Ilhéus. Pero ni así quedaría algo para su buche, los ricos "coroneles" no lo permi­tirían...
Las bandejas de dulces y saladitos habían lle­gado ya, los clientes del aperitivo estarían contentos. Sólo que él, Nacib, no podría continuar pagando aquella fortuna a las hermanas Dos Reís. Cuando el movimiento decreciera, a la hora de la cena, iría al campamento de los "retirantes". ¿Quién sabe si no tendría suerte y podría conseguir una cocinera?.. .
     Súbitamente, la calma de la tarde fue alterada por gritos, murmullos de mucha gente hablando. El Capi­tán detuvo la jugada, con la pieza en la mano. Nacib dio un paso al frente, el clamor iba en aumento.
(...) 

Fragmento de: Gabriela, clavo y canela








"Piedra callada": nunca lo fue Marta Brunet

9 de agosto de 1897 - Chillán
Escritora.
Ejerció varios cargos diplomáticos en
distintos países latinoamericanos,
incluido el nuestro.
Incorporada a nuestra
Academia Nacional de Letras.

EL ESPEJO

  
Sobre la consola el espejo se adosa al muro con bollones de bronce labrado. Lo pusieron allí para que su fría lámina abriera profundidades recónditas al estrecho pasillo hacia el lado del ensueño. Del pasillo aprisionado en la penumbra que media entre la puerta de acceso al departamento y una cortina obscura, tras la cual se supone el comienzo de la intimidad. La luz no entra al abrirse la puerta porque el rellano es ciego, y a su vez las gentes no favorecen la imposible intrusión, apresuradas por irse más allá de la cortina, a esa gran habitación que finaliza con un muro de cristales, balconada florida sobre el aire de un parque.
Del cielo raso del pasillo pende una farola cuyos bronces hacen juego con los bollones del espejo. Permanece perdida en las tinieblas aún más densas del techo, pero solían encenderla "cuando había invitados". Y cómo se obstinaban en evidenciarse las luces en aquellas contadísimas ocasiones, fuera de lo común en ese hogar en que un hombre y una mujer regían pacífica y aisladamente su vida por horas inmutables, ya previsiblemente engranadas en sus correspondientes acontecimientos.
Alguna vez, encendida la luz al azar, el mármol de la consola, la bandeja de plata que allí espera imposibles tarjetas de visitantes y la superficie del espejo aparecen infinitamente desamparados en su respectiva soledad, perdidos en el desencuentro de aquella súbita iluminación, como despertados, no de un sueño, sino de un doloroso insomnio interior. Apagada la luz, la penumbra devuelve al pasillo su inexistencia, su condición de tránsito ajeno a lo familiar.
Un día que la mujer repasa lenta y prolija la suavidad de una gamuza sobre el espejo, repara en la mancha. Frota con mayor energía. Piensa en voz alta, como suele hacerlo:
--¡Vaya, por Dios! --demorándose en cada sílaba que tanto tiene de súplica como de anticipada resignación, alargándolas con la misma paciencia que pone en su gesto--. ¡Vaya, por Dios!
Porque aquello no es mancha sobre la faz del espejo, su rebeldía a la suave insistencia de la gamuza lo revela, sino algo más definitivo: falla del azogue, desvaída lepra amarillenta del tiempo que allí esparce sus implacables líquenes.
Enciende la lámpara para mejor observar el defecto. Una escandalosa luz de haces refractarios desnuda súbitamente sus dormidas espadas contra el blanco de las paredes, resbala por la piel fría de la consola por el peto reluciente de la bandeja, y al multiplicarse en el espejo, hace pestañear a la mujer que busca adueñarse de nuevo de su visión.
Es a sí misma a quien halla aprisionada por las estrías rojinegras entre opacidades neblinosas, entre diminutos percudidos que cubren al espejo como calofríos de su superficie. Se queda mirando, mirándose, mirándose, no a sí misma, sino mirándose en aquella extraña, mirando a esa mujer manchada, deshecha, deforme, borrosa como en un mal recuerdo, hundida en un pantano, sí, deforme con la boca abierta, con los ojos despavoridos con que afloran sobre las aguas los ahogados que han perdido entre el légamo del fondo su verdadera figura.
Permanece rígida en la contemplación. A su alrededor el aire se hiela en zonas que van adhiriéndose a su cuerpo hasta formarle un preciso revestimiento de calco. Y no es su propia forma la que el aire ciñe, sino la forma de la otra. Huecos inconfesables, huecos que sólo la muerte puede colmar median entre su ser y el molde que el aire finge en su torno. Sigue mirándose, pero escucha ahora en su interior el denso silencio de su sangre. Rodeada de frío, inmóvil. ¿Esa es ella? ¿Ella misma? ¿O una intrusa que hubiera osado penetrar por la puerta de acceso y aprovecha esa puerta de un rellano ciego para insinuarse en su destino? No puede habituarse a su rostro. Despacito, con una precaución que implica miedo a que los músculos no la obedezcan, hace un movimiento, corriéndose de costado. Otra cara, igualmente ajena a la suya, la mira desde este nuevo ángulo con idéntico pasmo, al que la ausencia de toda ironía torna insoportable.
Oye el eco de antiguas voces diciendo desvaídas frases. "¡Qué belleza!" Voces oídas ¿cuándo? Más allá del espejo, en una lejanía por la que transitaba su sangre niña como un alborotado torrente secreto. Sí. Allá en el pueblo fluvial de su infancia, en la época en que su delantal blanco revoloteaba por la avenida ribereña al volver de la escuela con el bolsón de los cuadernos apretado bajo el brazo. Sí. Entonces. La voz única de la madre, la plural e indiferenciada habla de las tías y el parloteo de las buenas vecinas desbordadas en los batones caseros, anchas de siestas y de benevolente indolencia. "¡Qué belleza!"
Y ella corría en busca del espejo para pedirle confirmación de esa belleza, que, de ser cierta, la empavorecía un poco. Y sólo hallaba unos ojos de azorado terciopelo negro y las gruesas trenzas obscuras y la boca y la nariz y todo su rostro moreno hecho de apretada leche y canela. Y continuaba contemplándose sin hallar belleza alguna, esa cosa terrible que entendía ella como belleza, y que debía abrasar el rostro que la soportara.
Sólo sabía que le gustaba estarse silenciosa, que le dieran obligaciones hogareñas, porque el trajín era una manera de hurtarse a la escuela y a las gentes, al quehacer tan de su gusto, tan insensible que se tornaba en un no hacer, en un ocio animado y feliz que a veces le dejaba sobre la palma de la mano abierta la levedad de una verde hoja, de un desamparado pétalo, de una vívida gota de agua.
Sabía eso y que el cuerpo incomodaba con una exuberancia que sentía ajena, tropezando con sus desacostumbrados pequeños pechos, con sus pesadas rebeldes creencias agobiadoras, descompasada con el juego aún torpe de sus caderas empeñadas en insinuar un idioma incomprensible. Sí. Todo eso era misterioso e inquietante. Descubrir algo ajeno aflorar de sí misma, como ciertas inflexiones de su propia voz de súbito asordada, reclamo de una vieja sabiduría que estaba allí, mucho antes de que ella naciera, que su sangre percibía al mismo tiempo que pintaba de rojo sus mejillas y encendía la frescura de ascua de su boca. "¡Qué belleza!" Belleza de niña, de muchachita, de joven, de mujer ya cabal. Belleza realzada por la transparencia con que era inadvertida, intacta por no haber sido goce de su propia dueña, ofrecida sin mácula para el asombro y la alegría de quienes la contemplaban.
Nadie sabe cómo --ella lo sabe menos que nadie-- un día un hombre se sitúa a su lado, tranquilo, naturalmente, sin sobresaltos, pero también sin dudas, como llega la siesta tras el frescor de la mañana. Y otro día ya ese hombre tiene el distintivo natural de marido, fructificación de aquella otra palabra: novio, que tampoco supo cómo ni cuándo tuvo su origen. Todo va sucediendo con esa serena fluencia no exenta de recóndita majestad de ciertos destinos, en los que cada estación encuentra la justa correspondencia de su clima. Es feliz. Tiene un marido. Tiene una casa. No tiene hijos, y como no los tiene, no los ambiciona. No hay dolor en esa ausencia. No hay ausencia siquiera. Es que su vida tenía que ser así: su afán está en el presente y el presente es inviolable: no puede ser sino como es. Lo vive intensamente, en profundidad, con la sabiduría especifica de su condición de mujer. Tiene un marido, tiene un hogar. A su hora sabe para qué sirve el cuerpo y cómo por la red de sus nervios puede fulgurar el instantáneo pez del placer, dejándose entrever en su deslumbramiento la lejanía de sus límites interiores.
¿Cómo habían pasado los años? Lo ignora. ¿Es que realmente habían pasado? Aquel lento deshojar de almanaques sucesivos, aquel arrancarlas hojas que levemente estrujadas por sus manos iban a parar al casto de los papeles, ¿tenía alguna relación íntima con ella? ¿No era algo desconectado con su ser, mecánico, desprovisto de toda eficacia frente a la persistencia de su identidad? Pero las horas que parecen volar dispersas arrastran tras de sí a los días, y de pronto se advierte que tantos días han formado un año. Y mientras ¡pasan tantas cosas! Nunca grandes cosas, eso no. Las grandes cosas siempre tienen algo desvergonzada en su evidencia. Pero los mínimos acontecimientos, como las lentas lloviznas, inadvertidamente calan hasta lo hondo. Y cosas pequeñas se suceden.
Ya no se vive en una pensión, sino en la buhardilla de una gran casa. Y después en un departamento. Y se compran muebles. Y se compran más muebles. Y se añaden algunas chucherías con las que antes ni se soñaba. Y hoy es un reloj de pulsera. Y mañana un abrigo de pieles.
Parsimoniosamente crece la cuenta de la caja de ahorros. Sí. Porque se prospera, y a un ascenso sigue otro. Y eso que no se advierte, es eso que de advertirse se llamaría felicidad. Cada hora entraña una obligación. Todo tiene en la casa el secreto ritmo de los vegetales, cuya savia circula sin latidos, lentísima, manteniendo el verdor del follaje y la tersura del fruto. Cuando se queda sola están los quehaceres, y cuando está el marido existe una atmósfera llena de cálidos puntitos luminosos en que la ternura resplandece mágicamente a través de la costumbre.
Sonríen. Conversan.
¿De qué hablan? De esas mil menudencias que no es necesario ni escuchar siquiera, de los mínimos detalles cotidianos, tanto de la oficina como de la casa, en monólogos que se interfieren sin llegar a unificarse en diálogo. Porque el secreto está en prescindir del sentido utilitario de las palabras, en usarlas tan sólo para oír y hacerse oír, como un contacto verbal.
Eso era antes. Hace ya tiempo el silencio insinuó su lenta marejada, cada una de cuyas olas fue ganando imperceptible pero irrevocablemente terreno, socavando la convivencia. ¿Qué han hablado hoy durante el almuerzo? Él ha dicho:
--Otra vez llegó tarde ese Gutiérrez. Ya no se puede más con él.
--Deberías dejarte de contemplaciones y decírselo al jefe.
--Es muy fácil aconsejar eso: pero cuando se piensa que tiene mujer y tantos hijos...
Ella ha callado ante el argumento repetidamente eficaz, porque eso se ha dicho esta mañana, como se dijo antes de ayer y la semana pasada. Infinitamente ese Gutiérrez incurrirá en su falta, como un tedioso fantasma al que no es posible arrancar de su destino; reiteradamente será perdonado en gracia a la mujer desvanecida detrás de la neblina del impreciso número de hijos. Lo han repetido tantas veces, con igual tono, con semejantes palabras, que ya no significa siquiera una defensa contra el silencio, sino una forma de callar en voz alta. Y así todo, aun de esos temas baladíes, hablan cada vez menos que antes, que ese "antes" lleno de acontecimientos tan infinitesimales que sólo pueden diferenciarse en que se produjeron en la pieza de la pensión, en la buhardilla de la gran casa o en este departamento. Como los tres consabidos escenarios de las comedias en tres actos que suelen ir a ver los domingos por la tarde. Pero lo que pasa en los tres escenarios de su propia vida es tan monótono que no podría hacerse una comedia con todo ello. No... Ni un drama tampoco.
Mueve la cabeza dentro de su molde de hielo, y los ojos que han estado mirándose y no viéndose se prenden de nuevo sorprendidos a la imagen que flota entre esas densas aceitosas aguas.
Allí hay una mujer desconocida que la observa. No, no es ella la que contempla a esa mujer desconocida, sino que es la desconocida quien la mira a ella, a la que ella cree que es. Una mujer gorda, con los ojos inexpresivos de betún sin lustre, de alquitrán, de cualquiera materia espesa y opaca. Debajo de cada uno de ellos hay una media moneda en una bolsita de piel muy fina, amarillenta, incontablemente rayada. Y la flaccidez de las mejillas rebasa sobre el cuello en doble comba, unificándose en la doble papada. Y los pechos otrora increíbles, derrumbados sobre el vientre. Caída, toda ella caída en un desmoronamiento informe, de grasa desparramada, de carne rebelde a toda arquitectura ocultando en sus densidades el esquema ideal de sus huesos, en cuya muerte aún persiste paradójicamente la finura de la muchachita.
--¡Vaya, por Dios! --repite, e insiste en frotar el espejo aunque tiene ya conciencia de la absoluta inutilidad de su gesto.
Algo levanta el eco de morosos diálogos pretéritos:
--Sería bueno que te compraras un vestido.
--Para lo que salgo...
--De todas maneras. Deberías cuidarte un poco más de tu apariencia.
Súbitamente desentraña ahora la expresión con que el marido se la quedó mirando, con mirada que no iba de los ojos de él hacia ella, sino hacia más adentro, buscando algo que no alcanzó a ver, porque debió atender las tostadas que se pasaban de punto en la cocina. Pero ahora comprende la falsedad de la palabra "apariencia" aplicada a una mujer. Que es mucho más que apariencia, que puede ser lo más dramático de su realidad. Ahora sabe que su marido estaba mirando a esa que está ahí, en el espejo, tratando de resucitar en ese esperpento a la que ella creía seguir siendo, la que suscitara las pretéritas voces de la admiración pueblerina: "¡Qué belleza!" La certidumbre de la vejez la penetra de pronto con su relente maligno, emanado de las detenidas aguas del espejo No siente ya que sea una desconocida quien la mira desde su fondo, sino que es ella, ella misma, súbitamente desposeída del encanto que no supo defender contra el tiempo; ella, a la que hay que comprar un vestido para disimular las deformidades, y también arrebolarle las fláccidas mejillas y teñirle piadosamente las canas. También, ¿por qué no?
Un gesto le enarca la boca y un insidioso escalofrío recorre su imagen. Se queda instantáneamente endurecida, cual si la alcanzara la solidificación del espejo, con la sensación de que no logrará jamás un movimiento. Algo tiembla en su interior y repercute dolorosamente en su corazón. A su ritmo asordado la sangre se precipita por el intrincado ramaje de sus arterias. Aprieta los dientes conteniendo la respiración, tensa cada fibra de su cuerpo. Luego, con brusquedad, aspira el aire, jadeante, y por un momento logra tranquilizar el corazón, devolviéndolo a su ser habitual. Mira reposadamente los ojos de su imagen que le devuelve con idéntica calma su mirada. Y es por allí, por esa mirada, por donde el miedo penetra en ella, colmando su pecho, extendiéndose tumultuoso, anegándola toda. Terrible miedo irrazonado, miedo puro, no sabe a qué, acaso a sí misma. Miedo puro inexorable. Girar de paisajes sumergidos, y en central remolino su cara, la de ella, la de la otra, enfrentadas en única soledad, con los ojos de ahogada aferrándose a ella, tironeando de ella hacia el fondo de pavorosas honduras.
Tiende los brazos con las manos abiertas buscando no ver su imagen, y tropieza con las manos de la otra, que adhieren a sus palmas buscando su apoyo para saltar fuera de las inmóviles aguas.
--¡No quiero! --grita--. ¡No quiero! --Las palabras rebotan sobre el cristal a la par que sus manos, ahora empuñadas en frenético trabajo de destrucción, en mágica impotencia para desvanecer un terrible conjuro.
Jadea, caen sus brazos derrumbados por el cansancio. Espera para recobrar el aliento. Agarra la bandeja de plata. Por un segundo la costumbre le devuelve el orgullo que el peso de su noble metal le proporciona. Pero eso es sólo un ramalazo del pasado. La empuña y golpea, golpea tensa, eficaz, trabados los dientes, empecinada, pega contra la lámina del espejo que fracasa en ángulos en dispersas luces desmoronadas, en filudo estrépito. E insiste en cada trozo, minuciosamente en cada astilla.
Muele aún, con mecánico brío, a la hora en que se abre la puerta, porque es la hora en que debe ser abierta, y da paso al estupor del marido.

BRUNET, Marta. El espejo. Otros cuentos. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.298-303. 


DOÑA TATO


Llegó prestigiada por treinta años de servicios en casa de unas viejecitas solteronas que acababan de morir con pocos días de diferencia. Sabía cocina y repostería. Exigía una pieza dormitorio para su uso particular y que le aceptaran un gato negro, gordiflón y taciturno. Ella se llamaba Tránsito; él, "Paquito". Porque siempre iban juntos, pareja estrafalaria: doña Tato, vieja, magra, la cara llena de arrugas hondas convergentes a la boca, el trasero saliente, los brazos muy largos y hábito del Carmen; "Paquito", desmadejado, bostezante, silencioso en sus escarpines blancos.
Lo trastornaron todo en casa. La vieja empezó por expulsar de la cocina a los otros gatos y a las otras sirvientas. La cocina era suya. Sólo a mí --con aires de condescendencia-- me dejaba entrar. Encerrada con llave se entendía con las sirvientas por el torno, y si alguna quería deslizarse adentro o insinuaba el propósito, la insultaba, mezclando a los dicterios tiradas de latines. Y como vomitando ese mejunje al par que aspeaba los largos brazos tenía algo de bruja, la creyeron en pacto con el demonio y, horrorizadas, la dejaron vivir a su placer.
Los gatos tardaron más en darse por vencidos. Llegaban oteando por el torno o la ventana, buscando piltrafas, ansiosos de rescoldo. Y hallaban un brazo y una escoba mucho más largos que lo previsto y que siempre, invariablemente, les caían en medio del lomo. Hasta que uno quedó descaderado no parecieron tomar en serio el peligro que era la vieja. Desde entonces se refugiaron en el repostero, junto al anafe y las otras sirvientas, en acercamiento de víctimas del mismo poder.
Al principio hubo muchas protestas. A cada rato llegaba alguna mujer en son de acuse, y hasta los gatos --en su idioma-- supongo que me darían quejas. Prometía amonestarla y hasta ponerla en la calle si no cambiaba de conducta. Pero cuando al anochecer venía doña Tato llena de majestad --seguida por "Paquito"-- a tomar órdenes para el día siguiente, mis propósitos se iban arrastrados por la marea de respeto rayano en terror que la vieja me producía.
Empezaba mi aprendizaje de ama de casa; la falta de conocimiento y de práctica me hacía indecisa, débil, temerosa. Doña Tato se daba perfecta cuenta de su superioridad. Fingiéndose humilde, empezaba siempre:
--Aquí estoy a las órdenes de su mercé.
--¿Cómo está, doña Tato?
--Muy bien, para servirle. ¿Qué haremos mañana?
Yo me ponía a pensar en minutas, buscando con verdadera ansia en mis recuerdos los nombres de todos los guisos que conocía, y siempre, siempre, encontraba sólo aquellos que comiera en la mañana o--alejándome un poco--en la noche anterior.
Doña Tato decía al descuido:
--"Paquito" está bien.
Mala iba la cosa... Cuando no se le preguntaba por el gato, se ponía de peor humor que el pésimo de costumbre.
--Haremos..., haremos... budín de coliflor y berenjenas rellenas con queso.
Y la miraba, feliz de mi hallazgo, porque tenía la perfecta seguridad de no haber comido coliflor hacía largos meses.
--¡Es el tiempo ahora! --y en semicírculo, de pared a pared, su mirada ponía al salón por testigo de mi imbecilidad.
Pero yo, realmente imbécil, insistía porfiada:
--Quiero budín de coliflor... Debe haber coliflor en conserva y berenjenas también.
La vieja saltaba furiosa:
--Tamién..., tamién... ¿Y qué más? ¿Un pajarito volando tamién? Estas iñoritas que no saben ónde están parás y se meten a disponer. Ora pro nobis... Tamién... Yo sabré lo que hago mañana. ¡No faltaba otra cosa! Cuando una ha servío treinta años en una casa no tiene pa' qué andar mendigando mandares. Per Christum Dominum nostrum. . . ¿Qué te parece, "Paquito"? Si no juera por mí te mataban de hambre. Nicolasa..., pa' tu casa. Amén.
Y se marchaba de estampía, seguida perezosamente por el gato, dejándome humillada, indignada y amedrentada. Hasta que opté por abandonar mis aires de dueña de casa y decirle que no viniera más a tomar órdenes, que dispusiera ella a su antojo. Comíamos admirablemente. En el servicio había orden. En las cuentas, economías. ¿Qué más pedir?
La doncella me contó cómo rezaba la vieja el rosario, los rosarios, porque el día entero se pasaba en eso. Trajinando, siempre en una actividad enfermiza por lo continua, doña Tato murmuraba las avemarías a media voz, y al terminar, en el amén, agregaba un número, de uno a diez, para contar las decenas sin necesidad de tener en las manos un rosario que le impidiera seguir en sus quehaceres. Y los misterios los señalaba en la repisa con cinco papas que iba sacando de un cajón.
Lo encontré tan cómico que fui a mirarla y a oírla por el torno disimuladamente. Y era cierto. Desgranaba porotos e iba diciendo:
--Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Ocho. Dios te salve, María... Amén. Nueve. Dios te salve... Santa María... Diez.
Y puso una papa negra junto a las otras dos que estaban en la repisa.
Pero otro día me trajeron una historia que no me agradó ni pizca. Al llegar del mercado, doña Tato colocaba en el mesón toda la carne, llamaba a "Paquito" y decía:
--Elija, mi lindo.
Y el gato oliscaba trozo a trozo hasta hallar uno a su gusto para comérselo.
Hice llamar a doña Tato. Con mucho miedo, pero mucho valor, le dije:
--No es posible que cuando usted llega del mercado haga que "Paquito" meta el hocico en toda la carne para elegir su pedazo. Eso es muy sucio, doña Tato.
--Sucio..., sucio... ¿Y qué más? Miserere nobis. ¿"Paquito" sucio? Ya quisiera su mercé tener la boca tan limpia como "Paquito". Ora pro nobis, sancta Dei Genitrix. "Paquito" no se pone porquerías de pinturas en la cara ni menos en el hocico. Vade retro. ..
¡Era el colmo! Fui yo quien salió de estampía para llegarme al escritorio de Pedro y decidirlo con muchos arrumacos a despedir él a la vieja insolente.
Fue. Llegó a la puerta de la cocina, tocó con los nudillos. Se abrió el torno, apareciendo la cara mal agestada.
--Doña Tato...--pudo decir.
--Si quiere alguna cosa--interrumpió-- ; pídasela a la Petronila. Aquí no moleste.
Y cerró de golpe el postigo.
Pedro volvió mohíno y me dijo que era yo la llamada a echar a la vieja; que él, abogado de veintitrés años, con mujer y casa --aunque sin clientela, esto lo agrego yo--, no podía descender a esas pequeñeces. Y que, además, otra vez posiblemente no lograría dominarse y pondría a la vieja en la calle a fuerza de puntapiés. Mentira. Le pasó lo que a todos: le tuvo miedo a doña Tato. Y así siguió ésta inexpugnable en la cocina.
Por ese entonces, Pedro trajo varias veces invitados a comer. La segunda vez, doña Tato llegó como un basilisco a decirme:
--¿Qué se han imaginado que voy a pasarme alimentando hambrientos ociosos? Agnus Dei, qui tollis peccata mundi. Ni lesa que fuera...
--Pero, doña Tato...
--Si viene gente a comer, me mando a cambiar al tiro.
Y yo, iluminada, le contesté suavemente:
--Mire, Tatito, le diré con franqueza que Pedro quiere traer todos los días un amigo a comer. Si no está conforme con esto, lo mejor será que se vaya..., que busque ocupación en otra casa.
Me miraba con los ojillos desconfiados agudos de malicia y al fin dijo, riendo marrullera:
--¡Je! Era pa' eso... Vade retro... No se incomode su mercé. No pienso irme, porque estoy muy a gusto y "Paquito" tamién. Deo gratias. Pero a esos ociosos .., ¡ya los espantaré!
Y los espantó, claro, porque siempre que teníamos invitados salaba o ahumaba la comida. Hubo a veces que improvisarlo todo con conservas.
Pensamos recurrir a la policía para echar a la vieja. Y tras mucha vacilación acabé por escribirle una carta muy atenta, con tres faltas de ortografía que corrigió Pedro, diciéndole que si no se retiraba para el 1º del mes siguiente, llamaríamos al carabinero para obligarla a irse.
Y llegó el 1º y pasó una semana y doña Tato no se iba. La hallé en el patio una tarde y le pregunté tímidamente:
--¿Cuándo se va, doña Tato?
--¿Usted cree que yo soy de las que duran un mes en cada casa? In nomine Patris et Filii et Spiritus Sanctis. Aquí estaré otros treinta años. Amén.
Entonces --acuciados por el miedo a soportar per omnia secula seculorum a la vieja--, Pedro tuvo una idea genial: le escribió a mi madre, invitándola a pasar unos días con nosotros. Y llegó mi madre con empaque de juez y ojos escrutadores.
No dijimos nada; pero a la segunda comida, ante los guisos desastrosamente quemados, peores que en la mañana, mi madre estalló en preguntas rápidas que Pedro y yo contestábamos, atropellándonos para narrar nuestras desdichas bajo la tiranía de doña Tato.
Ante nuestros ojos mi madre adquiría su gran aire de imperatrice. Se puso de pie y salió, diciéndonos:
--Van a ver ustedes...
Nos mirábamos aterrados. Mirábamos la puerta esperando ver surgir en su vano a doña Tato, persiguiendo a mi madre con el largo brazo y la larga escoba, al par que fulminaba denuestos y latines para nuestra total exterminación.
Se oían voces, gritos, portazos, chillidos, caer de loza, carreras: todo simultáneamente. Luego un gran silencio.
Angustiada, hecha un ovillo toda contra Pedro, dije temblando:
--Anda a ver... Con tal que no la haya matado...
Pero entraba mi madre con largo paso tranquilo y ojos duros de triunfadora.
--Ya se va. Mañana mandará a buscar sus cosas.
Nos mirábamos atónitos. ¿Doña Tato? Pero...
La vimos pasar por la puerta abierta al patio. Iba con el cuello extendido, como temiendo un peligro, ladeado el moño, arrebozada en un chalón que le ceñía el trasero grotescamente, con "Paquito" en brazos, somnoliento y friolero.
Pasaba..., se alejaba..., se iba...
Y sin saber por qué, me eché a llorar en la corbata de Pedro.


BRUNET, Marta. Doña Tato. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.61-65.


Escritora, también, de literatura infantil.
Te invitamos a leer:


LA FLOR DEL COBRE


Resulta que una vez había un matrimonio que vivía en un campito, cerca de un pueblo en el sur. Los dos eran viejos, reviejos. Y resulta que el marido era tan flojo que nunca había trabajado en cosa alguna, y en cuanto le hablaban de hacer algo, se quejaba a gritos de sus muchas enfermedades y se iba a la cama, diciendo que ya poco le iba faltando para entregar su ánima al Tatita Dios. Y resulta también que la pobre mujer, a pesar de sus años, tenía que seguir comidiéndose para ella sola mantener el hogar.
Con la terrible pereza del marido, a quien llamaban don Quejumbre-No-Hace-Nada, el campito estaba hecho una maraña de zarzas y la casa se caía a pesar de los puntales que le habían arrimado algunos vecinos misericordiosos. Pero esto no era impedimento para que don Quejumbre-No-Hace-Nada siguiera durmiendo o lamentándose de sus males. Y resulta que un día estaba doña María Soplillo --que así se llamaba la mujer--zurciendo los pantalones de don Quejumbre-No-Hace-Nada cuando sintió que éste llegaba muy contento del pueblo, donde había ido en busca de remedios para las muelas.
Apenas la divisó le dijo:
--Figúrese la suerte, vieja...
--Usté dirá. Aunque sería mejor que diera antes las güenas tardes... --Güenas tardes. Pero no interrumpa. Figúrese la suerte... A la primera güelta del camino me le encontré con una señora muy encachá, que me preguntó pa'ónde iba. Yo le contesté que pa'l pueblo a mercar medicinas pa'l dolor de muelas. Entonces ella me ice qu'es meica y que me puede dar un remedio no sólo pa' las muelas, sino que es pa' toititos los males conocíos. Y voy entonces yo y le pregunto: "¿Y qué remedio es ése, Misiá?" Y ella al tiro me contesta: "Es la Flor del Cobre". "No la conozco, ni nunca la había oído mentar", le respondí. Y ella va y me ice: "Aquí tiene la semilla, váyase para su campito y la siembra, y en cuanto florezca verá cómo se alivia de sus muchos achaques".
--¿Y qué le dio, vieja?
--Esta bolsita con semillas. Mire. Al tiro las voy a sembrar.
Entonces doña María Soplillo se puso en pie, muy contenta al ver a su marido tan dispuesto y alegre. Y le preguntó:
--¿Dónde las va'sembrar?
--Aquí, no más, en la huerta. Pero la Misiá me'ijo tamién que tenía que sembrarlas toas y en tierra limpia y bien barbechá. Por suerte que no son muchas las semillas.
Y don Quejumbre-No-Hace-Nada se fue en busca de la pala, el azadón y el rastrillo, que estaban por ahí, en un cuarto, todos llenos de telarañas y moho.
Por la tarde se pasó arreglando un retazo de tierra, sacando maleza, arrancando raíces, arando y rastrillando. Cuando llegó la puesta del sol estaba el retazo de huerta convertido en una lindeza de barbecho. Y don Quejumbre-No-Hace-Nada se fue a acostar completamente rendido, dispuesto a levantarse al alba para sembrar las semillas de la planta del cobre, cuya flor había de mejorarle la salud.
Pero resulta que a la mañana siguiente, cuando comenzó a esparcir la semilla --que estaba en una bolsita de cuero no más grande que una mano cerrada-, ésta no terminaba nunca, y aunque don Quejumbre-No-Hace-Nada lanzaba grandes puñados al surco, el contenido de la bolsa no menguaba. ¡Y ya no había dónde sembrar más!
--¿Qué haré? --le preguntó a doña María Soplillo.
--Usté sabrá --dijo la mujer modosamente--. Pero, según dijo usté ayer, la Misiá le recomendó que sembrara toititas las semillas.
--Así no más jué --dijo el viejo.
Y se puso a preparar otra porción de tierra más grande que la que barbechara la víspera.
Pero al día siguiente pasó exactamente lo mismo: la semilla no llevaba trazas de disminuir. Al gran holgazán de don Quejumbre-No-Hace-Nada le dieron ganas de no seguir en la empresa; pero, justamente, en ese momento, le dieron unas fuertes punzadas en las muelas, tan fuertes como no las había sentido nunca. Y esto lo hizo decidirse a barbechar un pedazo del potrerillo, en vista de que la huerta ya estaba toda sembrada y que las semillas parecía que no se hubieran empleado nunca.
Y al cabo de diez días de trabajos y de rezongos y de decir que no daba una palada más y de volver a dolerle las muelas y de volver entonces a trabajar, don Quejumbre-No-Hace-Nada se encontró de repente con todo su campito limpio, barbechado y sembrado, y que empezaban a brotar unas hojitas verdes y que había que regarlas, cuidando de que en loa camellones no fuera a salir de nuevo maleza, y que había, además, que vigilar los caracoles y los gorriones y que, por lo tanto, había que seguir levantándose al alba y trabajando el día entero.
Y resulta que a don Quejumbre-No-Hace-Nada se le había olvidado quejarse y ni una mala lipiria le daba. Y resulta también que cuando más crecían las plantas de la Flor del Cobre más parecían matas de maíz y al fin don Quejumbre-No-Hace-Nada tuvo que convencerse de que no había tal Flor del Cobre, sino unos choclos lindos que empezaron a comer hechos ricas humitas por mano de doña María Soplillo, cuando no eran cocidos y en unos pasteles con pino y todo. Y como los choclos cada vea cundían más, resolvieron cosecharlos y venderlos en el pueblo. Pero eran tantos, tantos, que dejaron una parte en la casa para hacer chuchoca y otro poco para darles a las aves, y el resto, en la carreta del compadre Juan Pablo Retamales, que se las prestara, lo llevaron al mercado, sacando por él un buen precio.
Entonces compraron ropa para el invierno, una olleta grande, una vaca y un burro, tres gallinas, un gallo y dos conejitos blancos con mancha rubias y ojos negros. Y una pala y un arado y un rastrillo. Y muchas cosas para comer.
Y aunque hicieron tanta compra, aún le quedaba a don Quejumbre-No-Hace-Nada plata amarrada en una punta del pañuelo de yerbas al volver a su campito.
Entonces le dijo a doña María Soplillo:
--Aquella Misiá que me dio la semilla, güen dar que me pitó...
-- Si no hubiera sío por ella, a estas horas seguiría siendo pobre y enfermo, güeno pa' na'. No sea mal agradecío --contestó la vieja. --¡Cierto no más es!
--Con razón le dijo la Misiá que se le quitarían toítos los males. Hace tiempo que no lo oigo quejarse e na. Y la Flor del Cobre sus güenos cobres y chauchas y pesotes que le ha dao...
--¿Y quén sería la Misiá?
--Pa mí qu'era la merma Mamita Virgen de los Cielos...
--Hasta que al fin di con quén era...
--Entonces le vamos a dar al tiro las gracias y le vamos a rezar un Ave María con harta devoción.
Y esta es la historia de "La Flor del Cobre",que volvió diligente y sano a un hombre.

  
BRUNET, Marta. La flor del cobre. Cuentos para Marisol. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 308-310.