lunes, 3 de febrero de 2014

¿Quién le teme al Ulysses de James Joyce?


2 de febrero de 1882- Dublín, Irlanda
























Dublineses y James Joyce

En cada uno de los quince cuentos reunidos bajo el título de Dublineses (Dubliners) su autor, James Joyce, nos muestra un fragmento de la vida de los dublineses, con la ciudad siempre de fondo, llegando a ser una protagonista más del libro. A partir de estas historias y de los personajes que las protagonizan, vemos cómo va quedando reflejada la sociedad de Dublín y también la Irlanda que conoció Joyce.

En estos cuentos, vemos una cierta unidad que no se limita sólo a que transcurran en la ciudad natal del autor, sino que podemos percibir dos hilos conductores más. Por un lado, se sigue un esquema de búsqueda-aventura-regreso del Ulises clásico, que volverá a poner en práctica en Ulises, su obra maestra. Por otro, vemos también el esquema de infancia-adolescencia-vida pública. Los primeros relatos están protagonizados por niños, luego por jóvenes, más tarde por adultos con presencia de ancianos y, finalmente, llegamos al relato que cierra el libro, Los muertos, que autores como Joaquim Mallafré han interpretado esto como el “momento de retorno como reconciliación” ateniéndose al primer hilo conductor del libro que he mencionado, puesto que el primer y en el último relato se habla de la muerte resaltando la influencia de los muertos en los vivos.

En 1906 trató de que le publicaran su libro de poesías Música de cámara pero dado que en el mercado era menos difícil publicar cuentos, lo intentó con los relatos que tenía de lo que sería Dublineses.

Después de algún intento fallido más de que le publicaran la obra, Dublineses se publicó por primera vez en 1914. Richard Ellmann, en su biografía de James Joyce, nos cuenta que en diciembre de 1912 Joyce mandó Dublineses a Martin Secker aconsejado por William Butler Yeats, poeta irlandés con el que tuvo una relación amistosa. El libro fue rechazado y en abril de 1913 Joyce lo envió a Elkin Mathews, quien también se lo rechazó.


Análisis sociocrítico de Dublineses

Cada relato nos muestra la situación de Irlanda de principios del siglo XX centrándose en aspectos distintos y desde una perspectiva diferente según el cuento. El modo en el que voy a realizar el análisis sociocrítico va a seleccionar un fragmento clave de cada cuento y voy a pasar a comentarlo poniéndolo en relación con el conjunto de la historia.

En esta historia vemos sobre todo ambición, ambición de una madre por conseguir un buen marido, entendiendo realmente “buen marido” como “marido rentable”. Para ello se sirve de los convencionalismos propios y de las prácticas habituales en la sociedad dublinesas de principios del siglo pasado. A ella no sólo que no le preocupa tanto la “deshonra” sobre su hija a consecuencia de las relaciones extramaritales que ha mantenido con uno de los huéspedes, sino que lo ve como una oportunidad maravillosa para conseguir un fin que le interesa. Es por ello por lo que propicia el encuentro entre los dos jóvenes, por lo que, enlazando con el comentario de Dos galanes, también veríamos en este cuento la presencia de otra forma de prostitución.
Como en toda sociedad tremendamente católica, las relaciones extramaritales nos estaban bien vistas, ni tampoco, por supuesto, permitidas. Eso lo sabe bien la protagonista de este cuento, la señora Mooney, cuyo nombre no podemos tomar por arbitrario. Cuando se daban este tipo situaciones en la Europa de la época, en las que un joven se acostaba con una chica soltera, en bastantes ocasiones violándola, la moral de la sociedad les obligaba a casarse con ellas, aunque, como se nos dice en el propio cuento, también se podía solventar dando una indemnización económica. Sin embargo, a la madre de Polly esto no le parece suficiente, considera que su hija, a la que tiene dominada, y ella obtendrán mayores beneficios con un enlace matrimonial.
Donde Joyce quiere poner el punto de atención en este relato no es en los meros hechos que realizan los tres personajes principales, sino en la moralidad de estos. También es una crítica a un tipo de personas hacia el que Joyce manifestó su desagrado, el de las mujeres “mandonas” que hacen cualquier cosa para perseguir sus fines, arquetipo que se vuelve a desarrollar en el cuento de Una madre.

Fragmentos extractados del completo estudio de
REBECA LUQUE CUESTA
Licenciada en Historia. Estudiante de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada.
Universidad Complutense de Madrid. Madrid. España.
spotglisten@gmail.com

De: Esdrújula- Revista de Filología




La pensión


La señora Mooney, hija de un carnicero, era lo que se dice una mujer resuelta; para arreglar sus cosas se bastaba y se sobraba sin dar un cuarto al pregonero. Casó con el dependiente principal de su padre y abrió una carnicería cerca de Spring Gardens. Pero no bien hubo muerto su suegro, el señor Mooney empezó a andar en malos pasos. Bebía, metía mano a la caja registradora del dinero y se entrampó hasta los ojos. De nada servía hacerle prometer enmienda: a los pocos días, infaliblemente, quebrantaba el solemne juramento. A fuerza de reñir con su mujer en presencia de los parroquianos y de comprar carne mala, terminó por arruinar el negocio. Una noche persiguió a su mujer con la cuchilla, y ella tuvo que dormir en casa de un vecino.

Desde entonces vivieron separados. La mujer acudió al cura y obtuvo una separación en regla con cargo de los hijos. No daba dinero al marido, ni alimento, ni morada; y así el hombre se vio obligado a entrar como oficial de justicia. Era un borrachín astroso, encorvado, de cara blanca y bigote blanco, y blancas cejas dibujadas sobre sus ojillos surcados de venas rojizas, ribeteados y tiernos; y se pasaba todo el santo día sentado en el cuarto del alguacil, en espera de que le encomendaran algún servicio. La señora Mooney, que se había llevado el dinero remanente tras la liquidación de la carnicería, instalando con ello una pensión en Hardwicke Street, era una mujer grande e imponente. Su casa albergaba una población flotante compuesta de turistas de Liverpool y de la isla de Man, y, de vez en cuando, artistas de vodevil. Su clientela con residencia fija se componía de empleados de oficinas y del comercio. La señora Mooney gobernaba la pensión con diplomacia y mano firme; sabía cuándo procedía dar crédito, actuar con severidad o hacer la vista gorda. Los residentes mozos, cuando hablaban de ella, la llamaban todos la Patrona.

Los jóvenes pupilos de la señora Mooney pagaban quince chelines semanales por la pensión completa (cerveza en las comidas aparte). Eran todos de los mismos gustos y ocupaciones, y por esta razón reinaba entre ellos franca camaradería. Discutían entre sí las probabilidades de sus caballos favoritos. Jack Mooney, el hijo de la Patrona, empleado con un agente comercial en Fleet Street, tenía reputación de ser un tipo difícil. Era aficionado a soltar obscenidades de cuartel, y por lo general llegaba a casa de madrugada. Cuando veía a sus amigos, siempre tenía alguna diablura que contarles, y siempre estaba seguro de hallarse sobre la pista de algo bueno: un caballo o una artista con posibilidades. También el boxeo se le daba de maravilla. Y las canciones cómicas. Las noches de los domingos solía haber reunión en la sala principal de la señora Mooney. Los artistas de vodevil participaban con gusto, y Sheridan tocaba valses y polkas e improvisaba acompañamientos. También solía cantar Polly Mooney, la hija de la señora. Cantaba:

Soy una... niña traviesa.
No tienen por qué fingir:
Ya saben que soy así.

Polly era una muchachita delgada, de diecinueve años; tenía el pelo rubio, delicado y suave, y una boca pequeña y rotunda. Sus ojos, grises con un tornasol verde, tenían el hábito de echar miraditas hacia arriba cuando hablaba con alguien, lo cual le daba el aspecto de una pequeña madonna perversa. La señora Mooney colocó en principio a su hija en la oficina de un tratante en granos, de mecanógrafa; mas como cierto oficial de justicia de pésima reputación diera en presentarse en el despacho un día sí y otro no rogando le permitieran hablar una palabra con su hija, la madre volvió a llevársela a casa y la puso a trabajar en las faenas domésticas. Como Polly era muy alegre y pizpireta, la intención era darle el gobierno de los pupilos jóvenes. Además, a los mozos les gusta sentir que ande una hembra moza no muy lejos. Polly, como es natural, flirteaba con los mancebos, pero la señora Mooney, juez perspicaz, sabía que los tales mancebos se lo tomaban sólo como pasatiempo: ninguno de ellos iba en serio. Así continuaron las cosas mucho tiempo, y la señora Mooney empezaba a pensar en mandar a Polly otra vez de mecanógrafa, cuando observó que entre su hija y uno de los jóvenes había algo. Vigiló a la pareja y no dijo esta boca es mía.

Polly sabía que la vigilaban; sin embargo, el persistente silencio de su madre no podía interpretarse erróneamente. No había existido complicidad manifiesta entre la madre y la hija, connivencia de ninguna clase; pero aunque los huéspedes empezaban a hablar del asunto, la señora Mooney continuaba sin intervenir. Polly empezó a volverse un poco rara en su comportamiento, y el joven, evidentemente, andaba desazonado. Por fin, cuando estimó que era el momento oportuno, la señora Mooney intervino. Contendió con los problemas morales como cuchilla con la carne; y en aquel caso concreto había tomado ya su decisión.

Era una luminosa mañana de principios de verano, prometedora de calor, mas con un soplo de brisa fresca. Todas las ventanas de la pensión estaban abiertas y las cortinas de encaje se inflaban suavemente hacia la calle bajo las vidrieras levantadas. Era domingo. El campanario de San Jorge repicaba sin cesar, y los fieles, solos o en grupos, cruzaban la pequeña glorieta que se extiende ante la iglesia, dejando ver de intento su propósito en el pío recogimiento con que iban no menos que en los libritos que llevaban en sus manos enguantadas. En la pensión habían terminado de desayunar, y aún estaban los platos en la mesa con amarillas rebañaduras de huevo, piltrafas y cortezas de tocino. La señora Mooney, sentada en el sillón de mimbre, vigilaba a la criada Mary que estaba retirando las cosas del desayuno. Le mandó recoger las cortezas y mendrugos de pan que servirían para hacer el budín del martes. Una vez despejada la mesa, recogidos los mendrugos, guardados bajo llave y candado el azúcar y la mantequilla, la dueña de la pensión se puso a reconstruir la entrevista que había tenido con Polly la noche de la víspera. Todo era, en efecto, como ella sospechaba: se había mostrado franca en sus preguntas, y Polly no lo había sido menos en sus respuestas. Las dos pasaron su apuro, desde luego. Ella por deseo de no recibir la noticia de una manera demasiado franca y desconsiderada, ni parecer que había hecho la vista gorda, y Polly no sólo porque las alusiones de ese género siempre se lo causaban, sino también porque no quería dar pie a la sospecha de que ella, en su sabia inocencia, había adivinado la intención oculta tras la tolerancia de su madre.

Cuando advirtió, en su ensimismamiento, que las campanas de San Jorge habían dejado de tocar, la señora Mooney echó una mirada instintiva al relojito dorado que había sobre la repisa de la chimenea. Pasaban diecisiete minutos de las once: tenía tiempo más que de sobra de solventar el asunto con el señor Doran y plantarse antes de las doce en la calle Marlborough. Estaba segura de su triunfo. Para empezar, tenía de su parte todo el peso de la opinión social: era una madre agraviada. Había permitido al seductor vivir bajo su techo, dando por supuesto que era hombre de honor, y él había abusado de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años, de modo que no podía alegarse como excusa la irreflexión de la juventud; tampoco podía ser disculpa la ignorancia, ya que era hombre con sobrado conocimiento del mundo. Sencillamente se había aprovechado de la juventud y la inexperiencia de Polly; eso era evidente. ¿Qué reparación estaría dispuesto a hacer? He aquí el problema.

En tales casos se debe siempre una reparación. Para el varón todo marcha sobre ruedas: puede largarse tan fresco, después de haberse holgado, como si no hubiera ocurrido nada, pero la chica tiene que pagar el precio. Algunas madres se avenían a componendas mediante sumas de dinero; había conocido casos. Pero ella no haría tal cosa. Para ella, por la pérdida de la honra de su hija sólo cabía una reparación: el matrimonio.

Repasó de nuevo todas sus cartas antes de enviar a Mary arriba, al cuarto del señor Doran, a decir que deseaba hablar con él. Estaba segura de su triunfo. Él era un joven serio, no un libertino ni un escandaloso como los otros. Si se hubiera tratado del señor Sheridan o del señor Meade o de Bantam Lyons, su tarea habría sido mucho más ardua. No creía ella que Doran arrostrase la divulgación del caso. Todos los huéspedes de la pensión sabían algo del asunto; algunos hasta habían inventado pormenores. Además, llevaba trece años empleado en la oficina de un comerciante en vinos, católico cien por cien, y la divulgación tal vez significara para él la pérdida del empleo. Mientras que si se avenía a razones, todo podría ser para bien. Sabía ella que el galán cobraba un buen sueldo, y por otra parte sospechaba que debía de tener un buen pico ahorrado.

¡Casi la media hora! Se levantó y se miró en el espejo de luna. La expresión resuelta de su rostro grande y rubicundo la satisfizo, y pensó en algunas madres conocidas suyas incapaces de quitarse a sus hijas de encima.

El señor Doran estaba en realidad muy nervioso aquel domingo por la mañana. Había intentado por dos veces afeitarse, pero tenía el pulso tan inseguro que se vio obligado a desistir. Una barba rojiza de tres días orlaba sus mandíbulas, y cada dos o tres minutos se le empañaban los lentes, de suerte que tenía que quitárselos y limpiarlos con el pañuelo. El recuerdo de su confesión de la pasada noche le causaba profunda congoja; el cura le había sonsacado hasta el último detalle ridículo del asunto, y al final había exagerado tanto su pecado que casi daba gracias que se le concediera un respiradero, una posibilidad de reparación. El daño estaba hecho. ¿Qué podría hacer él ahora sino casarse con la chica o huir de la ciudad? No iba a tener la desfachatez de negar su culpa. Era seguro que se hablaría del caso, y sin duda alguna llegaría a oídos de su patrón. Dublín es una ciudad tan pequeña..., todo el mundo está informado de los asuntos de los demás. En su excitada imaginación oyó al viejo señor Leonard que con su bronca voz ordenaba: «Que venga el señor Doran, por favor», y sólo de pensarlo le dio un vuelco tan grande el corazón que casi se le sale por la boca.

¡Todos sus largos años de servicio para nada! ¡Sus trabajos y afanes malogrados! De joven la había corrido en grande, por supuesto; había blasonado de librepensador y negado la existencia de Dios en las tabernas ante sus compañeros. Mas todo eso pertenecía al pasado; había concluido totalmente... o casi totalmente. Todavía compraba el Reynolds's Newspaper cada semana, pero cumplía con sus deberes religiosos y durante nueve décimas partes del año llevaba una vida metódica y ordenada. Tenía dinero suficiente para tomar estado; no se trataba de eso. Pero la familia miraría a la chica con menosprecio. Estaba primero la pésima reputación de su padre, y por si fuera poco, la pensión de su madre empezaba a adquirir cierta fama. Tenía sus barruntos de que le habían cazado. Imaginaba a sus amigos hablando del asunto y riéndose. Ella era un poquillo vulgar; a veces decía «haiga» y «hubieron». ¿Mas qué importaba la gramática si él la quería? No podía decidir si apreciarla o despreciarla por lo que había hecho. Naturalmente él lo había hecho también. Su instinto le impelía a permanecer libre, a no casarse. Una vez que uno se casa es el fin, le decía.

Estaba sentado al borde de la cama, en camisa y pantalones, inerme ante la fatalidad que lo abrumaba, cuando ella dio unos golpecitos en su puerta y entró en la habitación. La muchacha se lo dijo todo, que había confesado los hechos a su madre desde la A hasta la Z, y que su madre hablaría con él esa misma mañana. Rompió a llorar y le echó los brazos al cuello, diciendo:

-¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

Terminaría de una vez con su existencia, dijo.

Él la consoló débilmente, diciéndole que no llorara, que todo se arreglaría, que no había que temer. Sintió la agitación del pecho femenino contra su camisa.

No fue del todo culpa suya que el hecho sucediera. Recordaba, con la singular y paciente memoria del soltero, los primeros roces fortuitos de su vestido, su aliento, sus dedos, que habían sido como caricias para él. Luego, una noche, ya avanzada la hora, cuando se desvestía para acostarse, la joven dio unos tímidos golpecitos a su puerta. Quería encender su vela en la de él, pues una corriente de aire se la había apagado. Se había bañado esa noche, y llevaba un peinador suelto y abierto de franela estampada. Su blanco empeine relucía en la abertura de sus zapatillas de piel, y bajo su epidermis perfumada bullía cálida la sangre. También de sus manos y de sus muñecas, mientras encendía la vela, se desprendía un delicado aroma.

Cuando volvía tarde por las noches, era ella quien le calentaba la cena. Apenas si se daba cuenta de lo que comía, sintiéndola tan cerca, a solas y de noche, mientras todos dormían. ¡Y lo solícita que se mostraba! Si la noche era fría, o húmeda, o borrascosa, sin dudas habría allí un vasito de ponche preparado para él. Tal vez pudieran ser felices juntos...

Solían subir la escalera de puntillas, cada cual con una vela, y en el tercer rellano se daban muy a disgusto las buenas noches. Tomaron la costumbre de besarse. Recordaba bien sus ojos, el contacto de su mano, el delirio en que aquello terminó por precipitarlo...

Pero el delirio pasa. Se hizo eco ahora de la frase de ella: «¿Qué voy a hacer?» Su instinto de célibe le advertía que no se comprometiese. Pero el pecado allí estaba; su propio sentido del honor le decía que por tal pecado debía efectuarse una reparación.

Sentado así con ella en el borde de la cama, apareció Mary en la puerta y dijo que la patrona quería verlo en la sala. Se levantó para ponerse el chaleco y la chaqueta, más desamparado que nunca. Una vez vestido, se acercó a ella para consolarla. Todo se arreglaría, no había que temer. La dejó llorando en la cama y gimiendo débilmente: «¡Oh, Dios mío!»

Cuando bajaba por la escalera se le empañaron de tal forma los lentes que tuvo que quitárselos y limpiarlos. Hubiera querido salir por el tejado y volar lejos, a otro país donde jamás volviera a saber nada de aquel lío, y sin embargo una fuerza lo empujaba escalera abajo, peldaño por peldaño.

Las caras implacables de su patrón y de la señora parecían mirarlo inquisitivas, en su frustración y desconcierto. En el último tramo de escaleras se cruzó con Jack Mooney que subía de la despensa con dos botellas de cerveza amorosamente abrazadas. Se saludaron con frialdad, y los ojos del galán se detuvieron un par de segundos en una recia fisonomía de perro de presa y dos brazos cortos y vigorosos. Al llegar al pie de la escalera, echó una furtiva ojeada hacia arriba y vio a Jack mirándolo desde la puerta del recibimiento.

Entonces recordó la noche en que uno de los artistas de vodevil, cierto rubio londinense, hizo una alusión a Polly bastante desenfadada. La reunión casi terminó de mala manera debido a la violenta reacción de Jack. Todos se extremaron por aplacarle. El artista de vodevil, un poco más pálido que de costumbre, no hacía más que sonreír y repetir que no lo había dicho con mala intención. Pero Jack no hacía más que gritarle que si cualquier individuo intentaba llevar adelante tales devaneos con su hermana, por su alma que le iba a hacer tragarse las muelas, como lo estaban oyendo.

***

Polly continuó un rato sentada en el borde de la cama, llorando. Luego se enjugó los ojos y se acercó al espejo. Mojó la punta de la toalla en el jarro del lavabo y se refrescó los ojos con el agua fría. Se miró en el espejo de perfil y se ajustó una horquilla en el pelo por encima de la oreja. Luego volvió a la cama y se sentó a los pies. Miró un largo rato las almohadas, y esta contemplación suscitó en su ánimo secretos y dulces recuerdos. Apoyó la nuca en el frío barandal metálico de la cama y se abandonó a sus ensueños. Toda perturbación visible había desaparecido de su rostro.

Siguió esperando paciente, casi alegremente, sin sobresalto, dejando que sus recuerdos dieran paso poco a poco a esperanzas y visiones del futuro. Tan intrincadas eran estas esperanzas y visiones que ya no veía las almohadas blancas donde tenía fija la mirada ni recordaba que estaba esperando algo.

Por fin oyó a su madre que la llamaba. Se puso de pie automáticamente y corrió al pasamano de la escalera.

-¡Polly! ¡Polly!

-Aquí estoy, mamá.

-Baja, hija mía. El señor Doran quiere hablar contigo.

Entonces recordó lo que estaba esperando.


En Dublineses

De: CiudadSeVa.com



 FINAL DEL MONÓLOGO DE MOLLY BLOOM


me gustan las flores quisiera tener la casa entera nadando en rosas
Dios del cielo no hay nada como la naturaleza
las montañas salvajes luego el mar y las olas precipitándose
luego la hermosa campiña con campos de avena y trigo y todo género de cosas y todo el lindo ganado andando por allí que haría bien al corazón ver los ríos y los lagos y las flores y todo género de formas y olores y colores brotando hasta de las zanjas primaveras y violetas eso es la naturaleza para aquellos que dicen que no hay Dios no daría ni el blanco de una uña por toda su ciencia por qué no se ponen a crear algo le preguntaba muchas veces al ateos o como se llamen que vayan primero a lavarse sus miserias luego van pidiendo a gritos un sacerdote cuando se mueren y por qué por qué tienen miedo del infierno a causa de su mala conciencia ah sí les conozco bien quién fue la primera persona en el universo antes de que hubiera nadie el que lo hizo todo ah ellos no saben y yo tampoco así pues podrían lo mismo tratar de impedir que el sol saliera mañana el sol brilla por ti me dijo el día que estábamos tumbados entre los rododendros en el promontorio de Howth con el traje de mezclilla gris y su sombrero de paja el día que conseguí que se me declarara si primero le di un poco de la torta de semilla que tenía dentro de mi boca y era bisiesto como ahora sí hace dieciséis años Dios mío tras aquel largo beso yo casi perdí el aliento sí él decía que yo era una flor de la montaña sí eso somos flores todo el cuerpo de mujer sí esa fue la única verdad que dijo en su vida y el sol brilla hoy por ti sí por eso me gustó porque vi que comprendía o sentía como es una mujer y supe que yo podría hacer de él lo que quisiera y le di todo el placer que podía para llevarle a que me pidiera que dijese sí y yo primero no quería contestarle mirando sólo el mar y el cielo estaba pensando en tantas cosas que él no sabía de Mulvey y Mr. Stanhope y Hester y de Papá y del viejo capitan Groves y de los marinos que jugaban a pájaro al vuelo y a saltar del burro y a lavar platos como ellos lo llamaban en el malecón y el centinela frente a la casa del gobernador con esa cosa alrededor del casco blanco pobre diablo medio achicharrado y de las muchachas españolas riendo con sus mantones y sus altas peinetas y de los gritos por la mañana de los griegos judíos árabes y Dios sabe quienes más de todos los rincones de Europa y de la calle del duque y del mercado de aves todas cloqueando ante Larby Sharon y de los pobres burros resbalando medio dormidos y de los vagos tipos dormidos con su cara a la sombra de las gradas y de las grandes ruedas de los carros de bueyes del viejo castillo de hace miles de años sí y de todos aquellos hermosos moros todos de blanco y con turbante como reyes pidiéndole a una que se sentara en su tiendecita y de Ronda con las viejas ventanas de las posadas ojos mirando tras las rejas ocultos para que el enamorado bese los barrotes y de las tiendas de vinos entreabiertas por la noche y las castañueñas y de la noche que perdimos el barco de Algeciras el vigilante rondando sereno con su linterna y oh el mar el mar carmesí a veces como de fuego y las soberbias puestas de sol y las higueras de los jardínes de la Alameda si todas las raras callejuelas y las casas rosa y azul y amarillo y de las rosaledas y los jazmines y los geranios y cactus y de Gibraltar cuando niña y cuando flor de montaña sí cuando puse la rosa en mis cabellos como las muchachas andaluzas la llevan y debí llevar una roja sí, y cómo él me besaba al pie de la pared morisca y me pareció bien lo mismo de él que de otro y después le pedí con los ojos para poder volverle a pedir sí y él luego me pidió si quería decir sí mi flor de montaña y primero le rodeé con mis brazos y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis pechos todo perfume sí y su corazón latía como alocado y sí dije si quiero Sí

Ulises de James Joyce

De: criaturasimaginarias.wordpress.com




Tolstói lo consideraba, como a Chéjov, el mejor escritor joven de su tiempo. Pero resultó más conveniente olvidarlo...



Vsevolod Garshin
2 de febrero de 1855 -Ucrania


LA FLOR ROJA

“En memoria de Ivan Sergeievich.”
Turgueniev

I

– ¡En nombre de Su Majestad el emperador Pedro I, anuncio la inspección de este manicomio!
Estas  palabras fueron  pronunciadas  en  voz  alta, sonora y m e t á l i c a . El empleado de la casa de locos que anotaba a los enfermos en un libro grande y deteriorado, levantó la mirada de la mesa manchada de tinta,  con  la boca abierta  en una  sonrisa. Sin embargo, los dos jóvenes que venían acompañando al loco no reían. Apenas podían mantenerse en pie, después de los dos días con sus noches que llevaban en su compañía.
En la penúltima estación del ferrocarril en que viajaron, el enfermo había sufrido un agudo ataque. Habían tenido que sacar la camisa de fuerza y, gracias a la ayuda del gendarme y los guardias, se la pudieron poner. De esta forma le condujeron hasta el manicomio.
El aspecto del loco era terrible. Su traje había quedado hecho jirones durante el ataque. El saco de lienzo grueso dejaba al descubierto un amplio torso, sobre el cual tenía las manos cruzadas y metidas en anchas mangas que se cerraban con cordones atados fuertemente sobre la espalda. Sus Sus ojos dilatados e inyectados en sangre (no había dormido durante los últimos diez días) ardían con un brillo febril e inmóvil.
Un tic nervioso estremecía su labio inferior y los cabellos revueltos  le  caían  en  mechones desordenados  sobre  la  frente.
Caminaba por la oficina con pasos rápidos y pesados de un rincón a otro, mirando con ávido interés los viejos armarios repletos de papeles, las sillas forradas de hule. A veces, su mirada se detenía de modo fugaz sobre sus acompañantes.
– Llévenlo al compartimento de la derecha.
– Ya lo sé, ya lo sé. Ya estuve aquí con ustedes el año pasado, cuando inspeccionamos el hospital; por eso será difícil engañarme –dijo el enfermo. Se dirigió hacia la puerta. El guardián la abrió de par en par delante de él. Con el mismo paso rápido, pesado, decidido y la cabeza levantada en un gesto nervioso, salió de la oficina. Casi corriendo se dirigió a la derecha, a la sección de enfermos mentales.
Sus acompañantes a duras penas podían seguirle.
– Toca el timbre. Yo no puedo hacerlo porque  vosotros me atasteis las manos.
El portero abrió y ellos entraron.
El edificio era grande, amplio, como son normalmente los edificios municipales. Dos grandes salones; el uno comedor y el otro destinado a sala para los enfermos pacíficos. Un amplio corredor con una puerta acristalada daba al jardín en el que había parterres de flores; una veintena de habitaciones para los enfermos ocupaban la planta baja. También allí se hallaban dos estancias oscuras; una revestida de colchones y otra de tablas, a donde conducían a los enfermos rebeldes.
Hacia el final estaban los baños, en una sala grande y sombría.
El piso alto estaba ocupado por las mujeres.
Un agitado bullicio, sólo interrumpido por gemidos y voces, llegaba de arriba. El manicomio tenía capacidad de albergue para ochenta personas, pero como debía atender las necesidades de varios municipios de la región, se alojaban en él trescientos enfermos. En pequeños cuartos se colocaban cuatro o cinco camas.
Durante el invierno, cuando a los  enfermos  no les dejaban salir al jardín ni asomarse a las ventanas cubiertas de rejas firmemente aseguradas, el ambiente del manicomio se volvía insoportable, con un aire pesado y sofocante.
Al enfermo  recién  llegado  le condujeron a  una  dependencia donde se hallaban instalados los baños. Hasta para un hombre sano el efecto producido podía resultar deprimente. Mucho más aún en una mente enferma y agitada. El lugar era grande y abovedado, con el piso sucio y pegajoso. La luz penetraba por una única ventana situada en un rincón de la estancia. Sobre el piso ennegrecido por la mugre, podían verse dos bañeras de piedra, empotradas. Parecían dos pozos llenos de agua. Junto a la ventana, en el rincón, había una enorme estufa con una caldera y una red de caños y tuberías de cobre.
El ambiente era lúgubre, incitando al desvarío y agravado por la presencia de un loquero corpulento, que, con su rostro impasible y grave, y su perpetuo mutismo, aumentaba la tensión del lugar,  produciendo en la mente enferma un efecto devastador.  Cuando  le  condujeron  hasta  ese  lúgubre recinto  para  que tomara el baño reglamentario, según el sistema implantado por el director del hospital, con chorros de agua aplicados en la  nuca,  el  terror  y  la  rabia  se  apoderaron  del  enfermo. Terribles pensamientos invadieron su cerebro. “¿Qué es esto? ¿La inquisición? ¿Es acaso el lugar de torturas donde mis enemigos piensan acabar conmigo? ¿O quizá el propio infierno?” La idea de que debía tratarse de eso último arraigó en él y comenzó a destacarse en el laberinto de sus pensamientos. A  pesar  de su  desesperada  resistencia lograron desvestirlo. Con energías redobladas por su terrible enfermedad, se zafaba fácilmente de las manos de los loqueros que le sujetaban, derribándolos al suelo. Al fin, entre cuatro de ellos consiguieron dominarlo y cogiéndolo por los brazos y las piernas lo arrojaron en el agua tibia. Le pareció que hervía y por su mente atravesó la idea, vaga y cortocircuitada, de que lo estaban torturando con agua hirviente y un hierro puesto al rojo.
Casi ahogándose en el agua, agitando desesperadamente brazos y piernas, gritaba frases inexpresivas, maldecía y oraba, trabándosele las palabras. Gritó hasta quedar exhausto y por último, con lágrimas ardientes que descendían por sus mejillas, y sin la menor relación con  sus  anteriores  exclamaciones frenéticas, dijo:
– ¡Santo mártir Jorge! ¡En tus manos deposito mi cuerpo, pero no el espíritu!
A pesar de que se había calmado, los loqueros siguieron sujetándole. El baño tibio y la bolsa de hielo que después se le aplicó sobre la cabeza hicieron su efecto.  Y cuando en  estado casi inconsciente fue retirado de la bañera y colocado sobre un taburete para aplicarle la ventosa en la nuca, el resto de sus fuerzas y sus desordenados pensamientos estallaron por última vez:
–  ¿Por qué?  ¿Por  qué? –gritaba–.  Yo  no  quise  hacer mal  a nadie. ¿Por  qué matarme? ¡O-o-ooh!,  oh  Jesús!  ¡Oh, vosotros que habéis sufrido tanto, os lo suplico, liberadame, liberadme!
Al sentir sobre  su nuca el contacto ardiente, se estremeció, revolviéndose  como si  hubiera sufrido una calambre.  Los loqueros no conseguían dominarle y estaban indecisos.
– No hay nada que hacer –dijo el enfermero que estaba llevando a cabo la operación–. Hay que borrar...
Estas simples  palabras  causaron un efecto terrible en el e n f e r m o .
– ¡Borrar! ¿Borrar qué? ¿A quién van a borrar? ¿A mí? –pensó cerrando los ojos bajo el efecto de un terror mortal.
El enfermero, mientras tanto, había cogido por las dos extremidades una gruesa toalla, y apretándola con fuerza la pasó por su nuca, arrancando la  ventosa y con ella la piel de la parte superior dejando una marca roja e inflamada.
El dolor que le produjo esa operación, insoportable incluso para una persona sana, colmó la paciencia del enfermo. En un arranque desesperado se apartó de los cuidadores y rodó sobre el piso de piedra creyendo que lo habían decapitado. Quiso gritar y no pudo.
Como  estaba  sin  sentido  se  lo  llevaron  en  una  camilla.  Un sueño profundo, de muerte, se apoderó de él.


II

Cuando volvió en sí era de noche. Estaba rodeado de un silencio absoluto. Tan sólo se percibía, de la habitación vecina, la respiración de los enfermos. Desde lejos llegaba una voz monótona y rara de alguien que hablaba de sí mismo dentro del oscuro cuarto donde estaba encerrado; desde arriba, y como algo lejano, la voz enronquecida de una mujer cantaba una funesta canción.
Sentía en todos sus miembros una gran debilidad. El cuello le dolía atrozmente.
“¿Dónde estoy? ¿Qué  está sucediendo conmigo?” –se preguntaba mentalmente–. Y de pronto surgió la aguda y clara visión de que era el último mes de su vida, que estaba enfermo y que padecía.
Evocó toda una serie de pensamientos y hechos irracionales; se estremeció aterrado.
– A Dios gracias, todo eso terminó –murmuró quedando adormecido de nuevo.
La ventana abierta y enrejada con barrotes de hierro daba a un sendero rodeado de grandes edificios y una muralla de piedra.
Nadie pasaba por allí. El sendero estaba cubierto de cardos, de arbustos silvestres y lilas que en aquella época del año estaban en flor. Entre las ramas y frente a la misma ventana se veía el alto cerco. Y detrás de esa valla podían verse las copas de los árboles de un gran parque vecino, bañado por la luz de la luna.  A la derecha se alzaba el edificio del hospital. Las  ventanas, detrás de las rejas, aparecían iluminadas. A la izquierda, la blanca pared, más blanca aún por la luz de la luna, del cementerio. La luna penetraba también a través del enrejado –en la habitación del enfermo– y sus rayos caían sobre el piso iluminando parte de la cama y su pálido rostro con los ojos cerrados.
Viéndole dormido nada había de anormal en su aspecto. Sólo se desprendía, de su sueño profundo y pesado, que era un hombre enfermo. Por unos instantes había despertado como hombre sano, pero a la mañana siguiente se levantaría de nuevo como una pobre víctima de la terrible enfermedad.


III

– ¿Cómo se encuentra? –le preguntó el médico al día siguiente.
El enfermo acababa de despertarse y estaba aún tapado por las sábanas.
– Admirablemente –respondió levantándose de un salto; luego se calzó las  zapatillas  y le  tendió la mano al médico–.
Admirablemente, menos esto de aquí –y mostró su nuca–. No puedo volver la cabeza sin sentir un fuerte dolor. Pero no significa  nada; todo  está  bien,  si  uno  se  da  cuenta  de  eso,  si  lo entiende...
– ¿Sabe usted dónde se encuentra?
– Sí, doctor; en un manicomio. ¿y qué importa eso?
El médico le miraba fijamente a los ojos. Su bello y cuidado rostro, enmarcado por una barba de color rubio dorado y tranquilos ojos azul claro, miraban a través de lentes de montura de oro. Estaba inmóvil, impasible. Observaba.
– ¿Por qué me mira usted tan atentamente? No conseguirá jamás leer dentro de mi alma –dijo el enfermo–; pero yo, en cambio, leo claramente en la suya. ¿Por qué practica usted el mal? A mí eso me es indiferente, porque lo entiendo todo y estoy tranquilo. Pero, ¿para qué tantos sufrimientos? Al hombre que ha llegado a formarse una idea general de la vida, lo mismo le da el lugar en que viva o sienta. Hasta le es indiferente el vivir o no vivir. ¿No es cierto?
– Quizá –contestó el médico sentándose en una silla que había en un rincón de la pieza; de esa manera podía observar al enfermo que se desplazaba con pasos agitados de un lado a otro de la estancia, haciendo ruido con sus enormes pantuflas de anca de potro y dejando flotar su amplio batín de algodón con rayas rojas y grandes flores estampadas.
El ayudante del médico y un loquero permanecían en pie en el umbral.
– ¡La tengo, la tengo! ¡La idea ya está! –continuó el enfermo–.
Y cuando la sentí en mí, me noté cambiado, resurgido. Mis sentimientos se volvieron más sensibles, mi cerebro trabajó como nunca lo había hecho antes. Lo que apenas conseguía comprender tras complicadas deducciones y adivinaciones, hoy lo capto intuitivamente. En realidad, llegué a la misma conclusión que la filosofía. Yo vivo y siento que el tiempo y la distancia son cosas ficticias. Yo vivo en todos los siglos. Vivo sin el espacio en todas o en ninguna parte. Y por eso me resulta indiferente que me tengan ustedes encerrado aquí, que esté atado o que camine  libremente. Pude reconocer  que  en  esta  casa hay  otros como yo, pero para ellos tal situación es terrible. ¿Por qué no los dejan en libertad?
– Usted ha dicho –le interrumpió el médico– que vive fuera del tiempo y el espacio. Sin embargo no podrá negar que ambos nos hallamos en la misma habitación y que ahora –el médico extrajo el reloj de su bolsillo– son las diez horas treinta minutos del día 6 de mayo del año mil ochocientos. ¿Qué dice usted a eso?
– Nada. Me es indiferente dónde estar o dónde vivir. Siendo así, ¿no significa acaso que estoy siempre y en todas partes?
El médico sonrió.
– Es una lógica original –dijo levantándose–. Quizá tenga usted razón. Hasta luego. ¿Puedo ofrecerle un cigarro?
– Muchas gracias (hizo un alto en su movimiento, cogió el cigarro y con los dientes, nerviosamente, le quitó la punta).Esto ayuda a pensar –dijo el enfermo–.  Es  el mundo,  el microcosmos. De un lado están los ácidos, del otro los básicos. Así ocurre también con el equilibrio del mundo, en el que se neutralizan los contrastes. Adiós, doctor.
El médico salió. La mayoría de los enfermos le esperaban de pie, al lado de sus camas. No hay nadie que respete tanto a su jefe como respetan a los psiquiatras sus pacientes.
En cuanto al enfermo, una vez se hubo quedado solo, continuó caminando nerviosamente de un rincón al otro de la pieza. Le trajeron té en un tazón, que se bebió en dos sorbos sin ni siquiera sentarse; del mismo modo comió un trozo grande de pan blanco.
Luego salió de la habitación y durante varias horas, sin detenerse, se desplazó con pasos rápidos y pesados de un extremo al otro del edificio. El día era lluvioso y a los internados no les dejaban salir al jardín.
El practicante buscó al nuevo enfermo y le indicaron que se hallaba en el fondo del corredor. Allí estaba, apoyando el rostro en los cristales de la puerta que daba al jardín, mirando fijamente el parterre de flores. Su atención estaba absorbida por una flor de un rojo vivísimo, una de las variedades de la amapola.
El ayudante le tocó en el hombro.
– Venga a pesarse, por favor –le dijo.
Pero cuando el enfermo se volvió para mirarle, el ayudante del médico retrocedió espantado; tal era el odio y la furia salvaje que ardían en los ojos que le miraron. Sin embargo, al reconocer al practicante, la expresión de su rostro cambió inmediatamente y le siguió sumiso, sin pronunciar palabra, como bajo el efecto de un pensamiento profundo y trascendente.
Entraron en el consultorio del médico. El enfermo subió sobre la plataforma de la báscula. El practicante tomó el peso y anotó luego en un libro: sesenta kilogramos. Al día siguiente eran sólo cincuenta y ocho; al tercer día cincuenta y siete.
– Si continúa así no durará mucho –dijo el médico, y ordenó que se le alimentase lo mejor posible.
Pero a pesar de la buena alimentación y del apetito voraz del enfermo, el peso seguía disminuyendo. El enfermo adelgazaba cada día más y el practicante anotaba diariamente un peso menor. El paciente casi no dormía, pasándose días enteros en continuo movimiento.



IV

Tenía plena conciencia de que se hallaba en  una casa de locos. Hasta sabía que estaba enfermo. A veces, como en la primera noche, se despertaba en medio del silencio después de un día de movimiento  agotador y sentía que todos  sus miembros estaban doloridos; sentía un  peso terrible en  la cabeza, pero todos sus sentidos estaban despiertos. Tal vez fuera la falta de impresiones y la escasa luz en  medio del silencio nocturno; tal vez el pobre funcionamiento del cerebro en un hombre que acaba de despertarse. Lo cierto es que en tales momentos se daba cuenta cabal de su situación, comosi repentinamente se hubiera curado de su dolencia.
Y llegaba el día. Con los rayos luminosos que penetraban en el edificio,  las  impresiones  le  invadían  nuevamente;  el  cerebro enfermo no conseguía dominarlas; y otra vez era un loco. Su mente se confundía en una rara mezcla de pensamientos lógicos e ideas irracionales. Sabía perfectamente que estaba rodeado de enfermos, pero en cada uno de ellos veía a una persona que se escondía, que antes había conocido, o había leído, o había oído hablar de ella. En su opinión, el hospital estaba habitado por gentes de todas las épocas y todos los paises. Existían allí vivos y muertos. Famosos personajes y soldados que murieron en la última guerra y que luego habían resucitado. Se veía en un gran círculo encantado que contenía todas las fuerzas de la tierra, y con orgullosa exaltación se consideraba el centro de ese círculo.
Todos sus compañeros del manicomio estaban reunidos en ese lugar para cumplir un fin gigantesco, que vislumbraba vagamente y que consistía en el exterminio del mal en la tierra. Él desconocía  cómo  podría  llevarse  a  cabo tal  propósito;  sólo sabía que tenía las fuerzas suficientes para realizar la empresa. Leía en el pensamiento de las demás personas. Los objetos le contaban sus historias. Los frondosos olmos del jardín del manicomio le narraban leyendas del pasado. El propio edificio que  había sido construido hacía bastantes años, lo atribuía a  Pedro el Grande. Estaba convencido de que el zar había vivido en la época de la batalla de Poltava, y que, según él, lo había descifrado de las paredes de la casa, del estuco caído y de los restos de ladrillos que había en el jardín. Aseguraba que toda la historia de la casa y del jardín estaba escrita en ellos.
El pequeño edificio del cementerio llenaba su imaginación con el espectáculo de centenares de muertos agrupados desde hacía años. Miraba fijamente el pequeño ventanuco del sótano,  que daba al rincón  del jardín,  pensando distinguir en  el nervioso reflejo de luz que caía sobre el sucio y empañado vidrio, rasgos familiares que había hallado a través de su vida, observados en los retratos.
Llegaron  días  buenos  y despejados.  Los  enfermos  pasaban todo el tiempo al aire libre, en el parque. El jardín estaba florido. Las flores se encontraban plantadas en todos los rincones de tierra disponibles. El guardián hacía trabajar en esas tareas a los enfermos más o menos aptos. Pasaban el día limpiando y esparciendo  arena,  arrancando  las  malas  hierbas  que nacían entre las plantas y las flores, extrayendo para el consumo los pepinos, las sandías y los melones, irrigando la tierra que cuidaban y labraban.
Un lugar del jardín estaba ocupado por los cerezos. Al costado, los paseos estaban poblados de olmos. En el centro de uno de esos paseos, sobre un pequeño terraplén, se encontraba el parterre más hermosos del jardín. A su alrededor crecían flores de vivos colores y en la suave pendiente, se erguía, refulgiendo, una dalia gigante, exótica, de color amarillo salpicada de rojo. A esta planta que cubría el centro del jardín y se elevaba por encima del parterre, los enfermos le atribuían un significado misterioso.
Al nuevo enfermo también le pareció esta flor poco común, una especie de icono del edificio y del jardín.
A lo largo de los senderos los enfermos habían plantado flores. Eran de todos los tipos que suelen adornar los jardines rusos. Dalias blancas, altos rosales, petunias de vivos colores, plantas de tabaco con pequeñas flores rosadas, peperina, campanillas y amapolas. Cerca de la entrada del edificio principal, crecían tres plantas de amapola de una variedad especial, exótica. Eran más pequeñas que las comunes y se distinguían por el color excepcionalmente vivo de sus flores. Fueron las que impresionaron profundamente al enfermo cuando, en los primeros días de su internamiento en el hospital, las descubrió a través de la puerta acristalada.
Cuando bajó por vez primera al jardín, lo primero que hizo, aun sin haber terminado de descender  los  escalones, fue mirar estas flores de vivísimo color. Sólo había dos. Y habían crecido separadas de las demás en un sitio sin desbrozar, rodeadas de cardos y armuelles.
Los locos iban saliendo uno a uno por la puerta donde el enfermero les entregaba un gorro blanco, alto, de algodón y con una cruz roja en el centro. Esos gorros habían sido usados durante la guerra por los que pertenecían al cuerpo de sanidad y adquiridos por el hospital a precios de saldo.
El enfermo le atribuyó a esa cruz roja un significado especial y cabalístico. Se quitó el gorro, observó la cruz y luego las últimas amapolas, que tenían un color más vivo.
– Él está venciendo –dijo–, pero ya veremos...
Bajó de la galería. Echó una mirada en torno y, sin advertir la presencia  del  enfermero  que  estaba  detrás  de  él,  dio  unos pasos hacia el parterre y extendió la mano hacia la flor sin decidirse a arrancarla. Sintió como una oleada de fuego que atravesaba su brazo extendido; sensación que luego se comunicó por todo su cuerpo, como si una corriente poderosa y desconocida, partiendo de los carmíneos pétalos, hubiese penetrado en su organismo. Se aproximó más y tendió nuevamente su mano, pero  le pareció que  la flor  se defendía  exhalando un aliento venenoso y mortal. Se sintió mareado, pero realizando un último y desesperado esfuerzo, la cogió casi desde el tallo; en ese momento, una mano pesada  se  clavó  en  su hombro.  Era  el enfermero.
– Está prohibido arrancar las flores –dijo el viejo ucranio–. No suba tampoco al parterre. Aquí, entre ustedes, hay muchos enfermos; y si cada uno fuera a arrancar una flor, se llevarían todo el jardín –agregó con voz grave y a la vez convincente, sin soltar el hombro.
El enfermo le miró a la cara. Sin decir palabra se libró de su mano y, turbado, se encaminó por el sendero.
“¡Oh, infelices! –pensaba–. No ven, están cegados al extremo de no darse cuenta y lo defienden. Pero yo acabaré con él cueste lo que cueste. Si no es hoy será mañana;  vamos a medir nuestras fuerzas. Y si muriese en la lucha, qué más da.”
Caminó por el jardín hasta el anochecer, mezclándose con sus compañeros en desgracia y sosteniendo con ellos extrañas conversaciones en las que cada uno de sus interlocutores no escuchaba  otra cosa que  sus  propios y  frenéticos  pensamientos, compuestos de palabras misteriosas y delirantes.
De ese modo, caminando con uno y otro de los internados, el enfermo se convenció finalmente de que “todo estaba listo”, como se dijo a sí mismo. Pronto, muy pronto se derrumbarían las rejas de hierro y todos los recluidos saldrán volando por el mundo, mientras éste, estremecido, se arrancaría su capa exterior, vieja, y se mostraría con un aspecto nuevo y hermoso. Casi se había olvidado de la flor. Sin  embargo, al regresar del jardín y subir hasta la galería, vio dos rojos carboncillos entre tanto verdegay, y advirtió que estaba oscureciendo y caía el rocío. Fue entonces  cuando el enfermo, dejando pasar a los demás, se colocó detrás del enfermero esperando el momento oportuno.
Nadie se dio cuenta de ello cuando, saltando sobre el parterre, arrancó la flor y se la escondió en el pecho, debajo de la camisa. Y en el momento en que los pétalos humedecidos por el rocío rozaron su cuerpo, palideció con una sensación mortal y los ojos se le desorbitaron, estremecido de terror. Un sudor frío le inundó la frente.
En el hospital encendieron las luces. En espera de la comida, la mayoría  de  los  enfermos  se recostaba  en  sus  lechos,  con excepción de algunos que deambulaban inquietos por el corredor y las salas.  El enfermo, con su flor, estaba entre estos últimos. Caminaba con los brazos apretados –en forma de cruz– convulsivamente  contra  su  pecho. Parecía  como  si  quisiera aplastar,  deshacer  la  flor  escondida.  Al  cruzarse  con  los demás, evitaba cuidadosamente rozarlos con sus ropas.
– No se acerquen, no se acerquen... –les gritaba.
Sin embargo, en el hospital se prestaba poca atención a las exclamaciones de esa naturaleza. Él caminaba cada vez más rápido, alargando sus pasos; así continuó durante una y dos horas seguidas. Su obstinación era frenética.
– Te voy a cansar. Te voy a estrangular... –decía con voz grave y enronquecida.
A veces le rechinaban los dientes.
En  el  comedor  sirvieron  la  comida. Sobre  largas mesas  sin manteles pusieron varias fuentes de madera pintada y dorada. Los enfermos se sentaron en los bancos. Les sirvieron un trozo de pan negro a cada uno. Y con cucharas de madera ocho hombres se servían de una misma fuente. A los que seguían un régimen especial se les atendía aparte.
Nuestro enfermó engulló rápidamente la ración que le sirvió el enfermero de su habitación, pero no satisfecho con ella se dirigió al comedor.
– Permítame que me siente a la mesa –dijo al encargado.
– ¿Acaso no ha comido ya? –inquirió éste, colocando porciones suplementarias en la fuente.
– Estoy hambriento y necesito reponer fuerzas. Todo mi apoyo está en la comida. Usted sabe que yo apenas duermo.
– Coma, coma usted todo lo que quiera. Taras, alcáncele una cuchara y pan.
Se sentó ante la fuente de cebada y se comió un enorme plato.
– Bien, basta, basta –dijo al fin el encargado, cuando todos habían terminado de comer,  excepto nuestro enfermo, que seguía ante a la fuente manejando la cuchara con una mano y apretándose  el pecho con la otra–. Basta ya,  que  se va a i n d i g e s t a r .
–  ¡Ah,  si  supiera  cuánta  fuerza  necesito,  cuánta! –le  dijo  el enfermo, levantándose de la mesa y estrechando la mano del encargado–. Adiós, Nikolai Nikolaievich; adiós...
– ¿A dónde va...? –preguntó el encargado con una sonrisa.
– ¿Yo? No voy a ninguna parte. Me quedo; pero tal vez mañana no nos volvamos a ver. Le agradezco su bondad.
Estrechó de nuevo la mano del encargado. Su voz temblaba y las lágrimas acudían a sus ojos.
– Cálmese, cálmese –le decía el encargado–. ¿Por qué esos pensamientos  tan  sombríos?  Vaya a acostarse y duerma. Usted  necesita descansar  más.  Si durmiera bien,  pronto estaría curado.
El enfermo estaba llorando. El encargado ordenó a los enfermeros que retiraran los restos de la comida. Media hora después  todos  dormían en el edificio; todos menos uno.  Este yacía recostado en su camastro. Temblaba como si estuviera bajo los efectos de una fiebre palúdica, apretándose convulsivamente el pecho que, según creía, se estaba impregnando del terrible veneno mortal.

V

No pudo dormir en toda la noche. Había arrancado esa flor porque veía en ello una hazaña que se sentía obligado a realizar personalmente.
Desde que miró por vez primera a través de la puerta acristalada, los pétalos rojos habían atraído su atención, y desde entonces le pareció que sabía cuál era su misión en la tierra. Todo el mal de nuestro mundo estaba resumido en esa flor escarlata,  de color  tan  vivo.  Sabía que de  las amapolas  se extraía el opio. Y esa idea,  al crecer y desarrollarse, había adquirido formas espectrales.
Para el enfermo, esa flor había absorbido toda la sangre inocente derramada por el mundo, y de ahí que fuera tan roja. estaba imbuida de un ser misterioso, el antípoda de Dios, el Arimán que había adoptado un aspecto humilde e inofensivo. Era necesario arrancarla y destruirla. Pero eso no bastaba. Tenía que evitar que al expirar lograse derramar su ira por el mundo. Por eso la escondía en su pecho. Esperaba que por la mañana la flor hubiese perdido sus fuerzas. La maldad que contenía se volcaría sobre su pecho y su alma, y en esa contienda vencería o sería vencido. Si así fuera, él moriría como un noble paladín; el primer paladín de la Humanidad; moriría por ella. Nadie, antes que él, se había atrevido a arrancar el mal de raíz, en un solo impulso.
“Ellos no lo veían.  Yo sí. ¿Podía dejarla vivir? ¡No!  ¡Antes la muerte!”, pensaba.
Y yacía en su lecho, desvaneciéndose en una lucha pectoral, imaginaria pero agotadora.
Por la mañana, el ayudante del médico lo encontró casi muerto, pero al poco rato la agitación lo reanimó y se puso en pie de un  salto,  continuando  sus nerviosos desplazamientos por  el hospital, hablando con los enfermos y consigo mismo en voz alta, de un modo más desconcertante que nunca.
El médico, en vista de que su peso iba disminuyendo paulatinamente y que el enfermo se pasaba las noches sin dormir, ordenó inyectarle una fuerte dosis de morfina. Por fortuna, el enfermo no se opuso. Sus embrollados pensamientos coincidieron con  la  operación. Pronto  quedó  dormido. Cesó  su  agitación enloquecida y poco a poco la melodía altisonante que le acompañaba, siempre surgiendo del ritmo frenético de sus pasos, abandonó sus oídos. Quedó desvanecido y lo olvidó todo; hasta la segunda flor que se había propuesto arrancar.
No obstante, posteriormente, cumplió sus propósito y arrancó la segunda flor en presencia del viejo enfermero, quien no tuvo tiempo de impedírselo. Corrió tras él, pero el enfermo, exhalando un verdadero alarido de triunfo, penetró corriendo en el hospital, se dirigió rápidamente a su habitación y escondió la flor en el pecho.
– ¿Por qué arrancas las flores? –le gritó el enfermero, que corría en pos suyo.
Pero el enfermo se hallaba ya recostado en su cama con los brazos cruzados sobre el pecho, y comenzó a decir tal sarta de disparates que el enfermero sólo atinó a quitarle el gorro con la cruz roja, que no había devuelto durante su fuga, y se m a r c h ó .
La lucha se había entablado de nuevo. Sentía emanar desde la flor una especie de chorros o espirales en forma de reptiles, que representaban el mal. Lo enredaban, lo envolvían, lo apretaban; estrangulaban  sus miembros vertiendo dentro de su cuerpo el terrible veneno. Lloraba, rogando a Dios  e intercalando en sus plegarias las maldiciones que dedicaba a su enemigo.
Hacia la tarde, la flor se marchitó. El enfermo pisoteó sus pétalos ennegrecidos, recogió del suelo los restos y se dirigió al baño con ellos. Arrojó el deforme manojo dentro de la estufa con carbones ardientes y permaneció largo rato escuchando el crepitar de su enemigo, observando cómo poco a poco se convertía en un montón de cenizas blancas. Sopló sobre ellas, y todo desapareció.
Al día siguiente, el enfermo empeoró. Terriblemente pálido, con las mejillas hundidas y los ojos ardientes dentro de las órbitas, proseguía su frenética deambulación, trastabillando a ratos y hablando sin cesar.
– No me gustaría hacer uso de la fuerza –dijo el médico jefe a su ayudante–, pero hay que poner fin a eso. Hoy pesa cuarenta y cinco kilos. Si sigue así, morirá dentro de dos días.
Después de decir estas palabras, el jefe se quedó pensativo unos instantes.
– Ayer la morfina no produjo efecto alguno.
– ¿Morfina o cloral? –preguntó el ayudante con tono inseguro.
– Que lo aten. Sin embargo, no creo que consigamos salvarlo.


VI

Fue atado. Estaba en su cama, amarrado por la camisa de fuerza y con anchas franjas de lona contra los travesaños de hierro del lecho. No obstante, su agitación y sus convulsos movimientos no disminuyeron sino que, por el contrario, aumentaron.
En vano intentó durante muchas horas librarse de las ataduras que le sujetaban. Finalmente, después de un terrible esfuerzo, consiguió romper una de las ligaduras. El enfermo liberó sus piernas, y  deslizándose  debajo  de  las  demás  cuerdas  logró ponerse en pie, comenzando a caminar por la habitación con los brazos amarrados y enviando al aire salvajes e incomprensibles exclamaciones.
– ¡Quieto! –gritó el loquero, entrando en el cuarto–. Ha de ser el propio diablo quien te ayuda. ¡Grisko, Ivan, vengan; se libró de las ligaduras!
Los tres enfermeros se abalanzaron sobre él y empezó una lucha larga y extenuante para los loqueros, y mucho mayor aún para el enfermo, que gastaba en ella los últimos residuos de sus fuerzas. Finalmente consiguieron tenderlo sobre la cama y lo ataron más fuerte que antes.
– Ustedes no saben lo que hacen –les gritaba el enfermo, ahogándose–. ¡Morirán todos! He visto a la tercera, que estaba apenas abierta. Dejen que termine mi obra. ¡Hay que matarla, matarla, matarla!  Sólo así terminará todo. Todo estará salvado. Les enviaría a ustedes;  pero sólo yo puedo hacerlo, porque ustedes morirían sólo con tocarla...
– ¡Cállese, señor, cállese! –exclamó el enfermero que permanecía de guardia junto al lecho.
El enfermo calló de pronto. Había resuelto burlar a sus guardianes. Estuvo atado todo el día y la noche siguiente. Después de haberle traído la comida, el enfermero preparó su cama en el suelo y se acostó. Minutos más tarde dormía profundamente, y el enfermo comenzó su tarea.
Se dobló completamente, en un supremo esfuerzo por alcanzar uno de los barrotes de hierro de la cama, y tanteando con la
mano encerrada en la camisa, comenzó a frotar con violencia la manga  contra  el  barrote. Poco  después  el  grueso  lienzo había cedido y pudo sacar el dedo índice. Entonces todo se produjo con más rapidez. Con una habilidad imposible de concebir en una persona normal desató el nudo que aprisionaba sus brazos por la espalda, después los cordones de la camisa: acto seguido se puso a escuchar los ronquidos del enfermero, que dormía con un sueño pesado.
El enfermo se quitó la camisa con rapidez y saltó de la cama. Estaba libre. Probó la puerta. Estaba cerrada por dentro y la llave, probablemente, la tenía en su bolsillo el enfermero. No se atrevió a registrarle por temor a despertarlo; resolvió salir del cuarto por la ventana.
La noche era impenetrable, serena y templada.  La ventana estaba abierta, y se veían las estrellas titilando en el cielo. El enfermo las contemplaba, pudiendo distinguir las constelaciones conocidas y le pareció  que le miraban  con gesto comprensivo y solidario. Percibió infinitos rayos que ellas le enviaban, y su obsesionante decisión se vio reforzada. Era preciso torcer uno de los hierros de la reja y pasar por la estrecha abertura que se produciría entre los dos barrotes, meterse en el rincón que había oculto entre los matorrales, salvar de un salto la pared y luego... la suprema lucha. Después podía llegar la muerte.
El  enfermo trató de  doblar el hierro de la reja, pero no  cedía. Entonces, haciendo una soga con las mangas de la camisa de fuerza, la enganchó al barrote y se colgó de ella. Después de realizar  unos esfuerzos desesperados que casi  le  consumieron todas sus fuerzas, la punta de  lanza  cedió y  quedó abierto un angosto paso. Se metió en él tras retorcerse varias veces, arrancándose la piel de los hombros, los codos y las rodillas. Atravesó los arbustos y llegó a la pared. Dio un salto.
A su alrededor reinaba el mayor silencio. Del interior del edificio salía una tenue luz que iluminaba vagamente el suelo. No se veía a nadie en las ventanas. Nadie le observaba. El loquero que había montado la guardia junto a su lecho continuaba, probablemente, con un sueño de plomo. Las estrellas titilaban cariñosamente, penetrando con sus rayos hasta lo más hondo del corazón del enfermo.
– ¡Voy hacia vosotras! –murmuró mirando al cielo.
El primer intento de salvar la pared le falló. Con las uñas rotas y las manos y las rodillas sangrantes, comenzó a buscar un sitio más fácil de saltar. Allí donde la pared se unía con el cementerio, habían caído unos cuantos ladrillos. El  enfermo  aprovechó  los huecos, escaló el cerco y cogiéndose de las ramas del olmo que crecía en el otro lado, se deslizó lentamente por el tronco hasta pisar la tierra en el lado opuesto.
Luego echó a correr hacia el lugar conocido, junto a la galería. La flor asomaba su oscura y pequeña cabeza con los pétalos muy juntos y destacándose claramente entre el césped humedecido por el rocío.
– ¡Último!, último... –murmuró el enfermo–. Hoy será el día de la  victoria o de la muerte. Pero, para mí, eso es indiferente.
Esperad –dijo mientras dirigía una mirada al cielo–. Pronto me uniré con vosotros.
Arrancó la planta, la trituró pisoteándola y luego, apretándola con su mano, regresó por el mismo camino a la habitación. El enfermero dormía. El enfermo, arrastrándose con dificultad,
cayó desvanecido sobre el lecho.
A la mañana siguiente lo encontraron muerto. Su rostro estaba tranquilo y sereno. Sus rasgos aparecían demacrados; los labios delgados  y sus ojos, muy hundidos, reflejaban una honda felicidad.
Cuando le colocaron en la camilla trataron de abrirle la mano para extraerle la flor escarlata encerrada dentro del puño. Fue en vano: el trofeo le siguió a la tumba.


De: http://milcuentosrusos.blogspot.com



Hay dos maneras de leer La flor roja de Vsévolod Garshín

La primera consiste en abrir el libro y leerlo sin premisas que alteren nuestro juicio. El protagonista es un joven con una grave enfermedad mental que le hace ver la realidad desde una perspectiva muy alejada de lo que se considera normal.

Vayamos a la segunda interpretación. Conviene leer la biografía de los autores, pues siempre nos dará pistas a las que agarrarnos para una absoluta comprensión de su producción. En el caso que nos concierne comprobamos que Vsévolod Mijáilovich Garshín vivió los mismos años que Cristo. Provenía de una familia noble de tradición militar, lo que le obligó a enrolarse como voluntario, curiosa contradicción, en el conflicto que Rusia mantuvo con Turquía a lo largo de la década de los setenta del Ochocientos. Fue herido en una pierna y durante su convalecencia empezó a escribir. Su obra es escasa, poco más de veinte relatos y algunos artículos periodísticos que le merecieron encendidos elogios de monumentos como Turguéniev, quien lo consideraba su heredero.
Sin embargo la suerte fue muy esquiva con su persona. En 1880 dio muestras de inestabilidad mental y pasó lo que le quedaba de vida en varios centros mentales, suicidándose en San Petersburgo en 1888. Su experiencia directa fue la que inspiró La flor roja, donde la introspección psicológica anticipa rasgos habituales en los grandes narradores de las primeras décadas del Novecientos, con la diferencia que Garshín relata sin ambages su propio dolor de manera muy
intensa, tanto que Sara Morante, algo que no percibes sin informarte previamente, optó por ilustrar al protagonista con las facciones del autor, verdadero mártir de su propio cerebro.


Extractos de La Flor Roja Reseña
por Jordi Corominas 
En: Revista de Letras

De: Sara Morante

De: Juan Carlos Mestre

Otros relatos

Turguénev, por su parte, vio en él «todos los signos de un gran talento: 
temperamento artístico, un fino y acertado entendimiento 
de los rasgos característicos de la vida, tanto particulares como universales, 
sentido de la verdad y de la mesura, simplicidad y belleza en las formas y, 
como resultado de todo ello, una gran originalidad».

De: www.lalibreriadejavier.com