Fragmento del Capítulo 6 de la novela
(1925-1987) Es
autor de una obra breve, que basta para consagrarlo como uno de los más
importantes narradores uruguayos. Su obra, construida en torno a los personajes
y paisajes del Montevideo suburbano, es una recreación en clave poética, llena
de sugestión, amor y sarcasmo, de la vida y los conflictos de sus clases pobres
y medidas. Escritor ausente en los programas de literatura y otros espacios
oficiales. Publicado por Banda Oriental gracias a su editor Heber Raviolo y su
equipo.
(Contratapa del
diario El observador)
Era hombre de soledad, mate, copas y
fundamentalmente leer y escribir. Nadie lo desmiente
Es comprensible. Si en su devoción por el
ajedrez su padre le pone por nombre el apellido de Karl Ernst Adolf, Anderssen,
usted puede tranquilamente odiar al ajedrez el resto de su vida y sostener que
se llama Juan. De eso me enteré en la presentación de las obras completas de
(Juan) Anderssen Banchero, que en un esfuerzo por rescatar lo valioso ignorado
y también desleído de la literatura nacional, sacó Irrupciones Grupo Editor:
dos tomos con los cuentos completos y un tercero con sus dos novelas.
Un documental a medio terminar de Juan
Carlos Rodríguez Castro recoge testimonios de Galeano con Banchero acerándosele
con el aire de boxeador que fue y que a esa altura de su vida lo hacía parecer
un matón que iba a pegarle, pero iba a felicitarlo. Qué otro tipo de anécdota
podía aportar Galeano, ¿verdad?
En cambio, Alicia Migdal habló de que
Banchero era un tardío descubrimiento, y lo es. Banchero (1925-87) se dedicó a
escribir y al alcohol, subvencionado por un empleo público. Hugo Cores dice, en
el documental, que era hombre de soledad, mate, copas y fundamentalmente leer y
escribir. Nadie lo desmiente; Quique Estrázulas dice más, dice que pudo haber
sido parte del boom de la literatura latinoamericana: “no le hubiera gustado,
pero podría haberlo sido”. Milton Fornaro le reconoce una virtud sustancial:
que uno termina de leerlo y siente que falta completarlo. El lector es así
parte de su obra.
En la presentación donde se exhibieron esos
pocos minutos, se supo que su obra perduró porque su editor en vida era Heber
Raviolo, de Banda Oriental, y la cosa era así: leía su material y antes de
hacerle sus señalamientos, iba con el original a Copiplan, y en esa época sin
fotocopiadora, el texto era un plano. Precaución necesaria, pues ante la menor
crítica Banchero quemaría el cuento, o lo que fuera. El editor dejaba pasar un
tiempo y sacando a relucir su plano literario, le preguntaba si no era ya
momento de ocuparse del asunto. Presente cuando esto se contó, Raviolo dijo que
la historia era imperfecta pero fundamentalmente cierta.
Es así que sus obras completas, las que
superaron el fuego, suman 32 cuentos y dos novelas: Las orillas del mundo, que
con ésta va por su sexta edición desde una primera en 1980, y Los regresos, que
apareció como obra póstuma en 1989. Alicia Torres, que presentó estas obras
completas, recordó lo mucho que la había conmovido en su momento leerlo, y
recomendó leer ahora todo de corrido para recibir “el mazazo de sus historias y
su lenguaje”. Son, dijo, las de un hombre impiadoso que no transa en la forma
de hacer hablar sus personajes.
Muchos hablaron de la leyenda negra que se
tejió con motivo del autor, el Montevideo sórdido, la lluvia que todo lo
enloda, su carácter irascible. Pero será el tiempo transcurrido desde entonces:
yo encuentro en sus textos la delicadeza que fue mencionada por varios pero
también ternura. Y un lenguaje maravilloso, liviano, propio. Algo me hace
recordar a “Lloverá siempre”, de Carlos Denis Molina (que clama por reedición),
el autor que incitó a Juan Carlos Onetti a escribirle el único prólogo que hizo
en su vida, para su segunda edición. De Onetti también se habló, tal vez en el
esfuerzo de acercarle a Banchero. No es de dudar que Banchero tanto leyó a
Onetti pero la exégesis de sus textos y la taxidermia de sus figuras pertenece
a los críticos: para mí sólo es disfrutable leer a Banchero, y me escudo en mi
ignorancia también en materia literaria para hacer de su lectura una aventura
en la que procuro el mazazo prometido por Alicia Torres.
Creo que voy por buen camino. La leyenda
negra me parece cada vez más una forma de la ternura y de la vida misma, y
entiendo que nada esta desactualizado. Nos habla del hoy.
De: Anderssen Banchero.blogspot.com
Buenos Aires
Quedaba allí nomás, detrás del Cerro. De allí le traían al
padre el diario "Crítica" y, nada más que girando un botón, se podía
oír a Gardel y Corsini en radio Belgrano. Era un país de hombres tristes y
malos, que se pasaban tocando la guitarra y peleando con cuchillos, aunque el
tío Mingo, que trabajaba en el vapor de la carrera, le traía de allí latas de
dulce de leche "La Martona" y frascos de caramelos muchos más ricos y
grandes que los que don Abdón, el almacenero, le daba de yapa.
Debía parecerse al Prado, porque estaba lleno de glicinas,
malvones, madreselvas y rejas con jazmines que lloraban de celos. Nunca había
visto llorar a los jazmines del Prado, pero su perfume lo ponía triste porque
vivía en una calle sin quintas; en las veredas, los árboles tenían olor a polvo
y a lluvia y al humo de la usina y de los autos. Pensaba en Buenos Aires como
en el Prado y se ponía triste oyendo a Corsini y a Gardel, se ponía triste sin
saber por qué; porque una vecinita, la hija de la partera, se había ido para
allá con toda la familia.
Fue un verano, un verano en el que había un caballo que se
llamaba Cute Eyes y corría más ligero que todos los otros caballos. Corría más
ligero que los automóviles y los ferrocarriles.
Un verano en el que él ya sabía leer y se pasó buscando el
nombre de Buenos Aires encima de las cabezas de los motormen de los tranvías,
allí donde siempre decía Centro o Paso Molino o Parque Rodó; un verano en el
que le puso Cute Eyes al caballito del carro del verdulero que sacudía la
cabeza mansamente a la sombra de todos los árboles de la calle. Porque los
otros caballos, los de los carros de la cervecería, eran grandes como elefantes
y se debían comer a la gente.
Ese verano descubrió que el "Tit-Bits", el
"Tony" y el "Billiken" también eran de Buenos Aires y que
el nombre de la calle estaba mal escrito en la chapa clavada en la esquina, al
lado de la puerta del almacén de don Abdón, porque decía Gral. en vez de
General; después descubrió que todas las chapas de General Luna estaban mal
escritas. Se dio cuenta, también, de que el mundo estaba todo escrito. Él había
creído que las únicas letras para leer estaban en el libro de la escuela,
debajo del dibujo de un ojo y un ala de pájaro y muchos dibujos más, pero
comprendió que podía leer hasta en las paredes, aunque no hubiera nada
dibujado.
Los que venían a afeitarse a la peluquería del padre decían
que Cute Eyes vivía en Buenos Aires; pero todas las mañanas se disfrazaba con
unos arreos y unas anteojeras tachonadas de cobre y venía por la calle, bajo
las sombras de los árboles, entre las varas del carro de Gregorio, el
verdulero. Demoraba mucho en llegar, porque se paraba ante todas las puertas y
muchas mujeres iban a comprar al carro, mientras Cute Eyes mordía el pasto de
la vereda.
Él lo esperaba sentado en la puerta, mientras los gritos de
Gregorio se iban haciendo más y más distintos en el sol, hasta que al fin el
carro se paraba ante la peluquería. Mientras Gregorio llenaba de verduras, de
papas y de frutas una canasta de mimbre de la madre, él le hablaba a Cute Eyes,
que pateaba el suelo y sacudía la cola, los arreos y las anteojeras. Después,
Gregorio se lo llevaba despacito, tironeándolo de las riendas, porque era bueno
y nunca le pegaba al caballo para que corriera, aunque podía correr más ligero
que los ferrocarriles.
La calle terminaba en las vías, junto a la bahía, frente al
Cerro, detrás del cual estaba Buenos Aires. Pero los tranvías no podían llegar
a ella porque no podían andar por el agua. Nadie podía andar por el agua. Los
pescadores de caña, los pescadores de lisas, corvinas y pejerreyes, se pasaban
la vida pensando, en la orilla, al borde de los muelles, para aprender el
secreto de los pescados, pero sólo el vapor de la carrera podía ir.
Él no pudo creer que aquello fuera un barco, no tenía velas
y estaba lleno de gente, escaleras y chimeneas, como un edificio grandísimo.
Aquello no podía estar arriba del agua, estaba a la orilla del mar como toda la
ciudad. Dijo que no era un barco y que no podía caminar; el tío Mingo le mostró
por dónde iba a Buenos Aires, pasando entre las boyas, los extremos de las
escolleras y el Cerro, y le prometió llevarlo otro día para que viera que podía
caminar por arriba del agua. Había otros barcos, pero ninguno se movía como las
boyas y los botes en las olas, como las gaviotas y las banderitas en el cielo;
estaban tan quietos como todos los edificios de la ciudad y de la aduana.
Además, el tío Mingo no había visto a la vecinita, que era una botija rubia con
el delantal blanco y la moña azul de la escuela; dijo que podía haberla visto,
pero que Buenos Aires estaba lleno de botijas rubias con delantal y moña, aunque
les decía pibas en vez de botijas. En General Luna también había unas cuantas,
pero aquella se llamaba Clara y si el tío la hubiera visto tendría que haberla
reconocido.
Esa noche soñó que Buenos Aires era la esquina del almacén
donde estaba la chapa mal escrita en la pared pintada de rosado.
El tío Mingo vivía en el altillo de la casa. A veces llegaba
de la calle con un olor raro y le costaba subir la escalera; entonces él no
podía preguntarle nada. Los padres decían que el tío se portaba mal y que todos
los marineros eran iguales. Pero él iba a ser marinero cuando fuera grande. No
le gustaba ser peluquero, como el padre, que se pasaba tomando mate en la
vereda esperando a los clientes y nunca había ido a Buenos Aires aunque leía la
"Crítica" y escuchaba radio "Belgrano"; y los sábados,
cuando él no tenía que ir a la escuela, a la peluquería venían muchos clientes
y en vez de llevarlo a pasear lo hacía quedar para que le llevara las jugadas
de las carreras al salón de don Vicente.
Un día, a don Vicente se lo llevaron preso delante suyo; lo
sacaron a la calle a empujones con la corbata de moñita y el toscano, dándole
tiempo apenas para ponerse el rancho de paja. Uno de los que lo empujaba, que
no estaba vestido de policía, le preguntó a él qué había ido a hacer al salón.
Se asustó y se puso a llorar, pero igual se le ocurrió decir que había ido a
comprar una cajita de pomada para los zapatos y lo dejaron volver a la casa.
Cuando el tío Mingo lo llevó al hipódromo, aceptó pensando
que le iba a comprar helados por el camino, aunque se iba a pasar la tarde
encerrado entre cuatro paredes, entre el olor de los cigarros y gente que
discutía y gritaba más que Macón y el Cronista Popular, que gritaban en la
radio, como en la peluquería del padre y el salón de don Vicente. Se encontró
en un lugar inmenso, lleno de sol y colores, con caballitos como de seda
brillante que pasaban delante suyo haciendo con los cascos un redoble de sordos
tambores en el suelo. Le preguntó al tío si allí a la gente no la llevaban
presa por jugar a las carreras y el tío se rió.
Alguno de esos caballos debía ser Cute Eyes, pero el tío,
que lo había visto en Buenos Aires, le dijo que Cute Eyes corría mucho más
ligero que todos esos y él pensó que Buenos Aires era como aquel país de las
maravillas donde a la gente no la llevaban presa y los colores eran mucho más
colores que en la calle donde vivía.
Se pasaba los días sentado en el mármol del umbral de la
puerta de la peluquería, soñando con tranvías que pudieran andar por el agua,
porque nunca creyó que los barcos que había visto anduvieran. Cuando el vapor
de la carrera navegaba, el tío tenía que estar a bordo -le dijo- y no podía
llevarlo al puerto para que lo viera. Él podía quedarse en el muelle y, cuando
el barco se fuera, volver solo, caminando todo por la orilla del agua, pero el
padre no lo dejó; tampoco podía llevarlo al puerto, porque tenía que atender la
peluquería; él le dijo que era un peluquero y no le pegaron porque el tío lo
defendió, pero lo mandaron a la cama sin comer.
En la cama se puso a pensar que a la vecinita la habían
raptado los árabes, como en las historietas del "Tib-Bits", y que él
trabajaba en la Legión Extranjera y la rescataba; cuando se aburrió y dejó de
emocionarse con eso, imaginó que habían sido los indios y que él, montado en un
caballo más ligero que el de Tom Mix y que el mismísimo Cute Eyes, la salvaba
justo al borde del precipicio y después se casaba con ella.
Sentado en el mármol del umbral, veía en las mañanas
acercarse aquel opaco caballito de estopa, árbol a árbol, arrastrando el carro
con el olor de verano de los duraznos. Se quedaba un rato parado frente a la
peluquería, golpeando los adoquines con las herraduras, sacudiendo
pacientemente la cabeza y las cerdas de la cola; después, con el verdulero
parado en el estribo del pescante, el carro se iba y la calle quedaba sola bajo
la sombra de los árboles. Él se quedaba sentado allí, hasta que lo llamaban
para comer.
Los sábados seguía llevando las jugadas del padre al salón
de don Vicente. Había creído que a los presos no se les veía nunca más, como a
los muertos, pero don Vicente estaba otra vez detrás del mostrador con la misma
corbatita a lunares y el toscano; entonces se puso a esperar un vago milagro
que iba a suceder con el otoño, cuando en el carro del verdulero no hubiera
duraznos y las nubes y las lloviznas difuminaran las sombras de los árboles en
las veredas y los adoquines.
Ya habían empezado las clases en la escuela, cuando
descubrió que el viento desparramaba el vuelo de las gaviotas sobre los techos
de la ciudad y que en la azotea de la casa la ropa tendida flameaba como las
banderitas de los barcos, como las velas de los veleros.
Con una rueda de un monopatín que se le había roto, se puso
a timonear, rumbo a Buenos Aires.
Anderssen Banchero - Noviembre de 1979.
Triste de la calle cortada y otros cuentos
Lectores de Banda Oriental
De: EspacioLatino.com
"Era
domingo, un día luminoso porque en mi niñez
nunca llovió en ningún domingo,
ni
dejó de salir el sol"-
Anderssen Banchero