domingo, 21 de abril de 2013

Gaspar de la Noche


V.  El vendedor de tulipanes


El tulipán es entre las flores lo que el pavo real es entre los pájaros.
Aquél no tiene perfume, éste no tiene voz;
aquél se enorgullece de su vestido, éste de su cola.

     «El jardín de flores raras y curiosas».


Ningún ruido, a no ser el del roce de las hojas de vitela entre los dedos del doctor HuyIten, que no apartaba los ojos de su Biblia tapizada de góticas miniaturas sino para admirar el oro y la púrpura de dos peces cautivos entre las húmedas paredes de un bocal.

Los batientes de la puerta giraron: era un vendedor de flores que, con los brazos cargados de varias macetas de tulipanes, se excusó por interrumpir la lectura de tan sabio personaje. «¡Maestro le dijo, he aquí el tesoro de los tesoros, la maravilla de las maravillas, un bulbo como no florece más que uno al siglo en el serrallo del emperador de Constantinopla!»

«¡Un tulipán —exclamó el anciano enojado—, un tulipán, ese símbolo del orgullo y la lujuria que engendraron en la desdichada ciudad de Wittemberg la detestable herejía de Lutero y de Melanchton!.»

Maese HuyIten cerró el broche de su Biblia, colocó sus anteojos en el estuche y apartó la cortina de la ventana, dejando ver al sol una flor de pasión con su corona de espinas, su esponja, su látigo, sus clavos y las cinco llagas de Nuestro Señor.

El vendedor de tulipanes se inclinó respetuosamente y en silencio, desconcertado por una mirada inquisidora del duque de Alba, cuyo retrato, obra maestra de Holbein, colgaba de la pared.

De: Primer Libro: Escuela Flamenca
Fantasías de Gaspar de la Noche
Aloysius Bertrand

Aloysius Bertrand
20 de noviembre de 1807- 1841

Padre del Poema en Prosa, 
una forma del género lírico
aún no definida enteramente
por los teóricos.
Inspirador de los Pequeños Poemas en Prosa
de Charles Baudelaire.
osiazul.weebly.com/aloysius-bertrand




EL SPLEEN DE PARÍS o Pequeños Poemas en Prosa
Charles Baudelaire
Prólogo

A Arsène Houssaye

Mi querido amigo, le envío una obrita que no tiene ni pies ni cabeza porque aquí todo 
es pies y cabeza a la vez, alternativa y recíprocamente. Considere las admirables comodidades que ofrece a todos esta combinación, a usted, a mí y al lector.
Podemos cortar donde queremos, yo mi ensueño, usted el manuscrito y el lector 
su lectura, porque no supedito su esquiva voluntad al hilo interminable de una intriga 
superflua.
Sustraiga una vértebra y los dos trozos de esta tortuosa fantasía se unirán sin esfuerzo. Córtelo en muchos fragmentos y verá que cada cual puede existir separado. Con la esperanza de que algunos de estos pedazos sean lo bastante vívidos para gustarle y divertirlo, me atrevo a dedicarle la serpiente entera.

Tengo una pequeña confesión que hacerle. Hojeando por lo menos una vigésima 
vez el famoso Gaspard de la Nuit de Aloysius Bretrand (¿acaso un libro que conocemos usted yo y algunos amigos no tiene todo el derecho a ser llamado
famoso?) se me ocurrió intentar algo parecido y aplicar a la descripción de la vida moderna -mejor dicho, una vida moderna y más abstracta- el procedimiento que él aplicó a la pintura de la vida antigua, tan extrañamente pintoresca.

¿Quién no ha soñado el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin 
rima, tan flexible y contrastada que pudiera adaptarse a los movimientos líricos 
del alma, a las ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la conciencia? 
Esta obsesión nace de frecuentar las grandes ciudades, del entrecruzamiento de 
sus incontables relaciones. 
También usted, mi querido amigo, trató de traducir en canción el grito estridente 
del  vidriero y de expresar en prosa lírica sus desoladoras resonancias cuando atraviesan las altas brumas de la calle y llegan a las buhardillas. 
A decir verdad, temo que mi celo no me haya traído felicidad. 
Apenas iniciado el trabajo me di cuenta de que estaba muy lejos de mi misterioso 
y brillante modelo y que además hacía algo -si puede llamarse algo  a esto- singularmente diferente. Este accidente enorgullecería a cualquier otro, pero 
humilla profundamente a un espíritu para quien el más grande honor del poeta es cumplir exactamente con lo que había proyectado hacer.

 Su muy afectuoso C. B


www.musicroom.com




"...Hacia el frente, veíase la tapera hecha terrones..." - Eduardo Acevedo Díaz


V

Asomaba una aurora gris-cenicienta, pues el sol era impotente para romper la densa valla de nubes tormentosas, cuando una mujer salía arrastrándose sobre manos y rodillas del matorral vecino; y ya en su borde, que trepó con esfuerzo, se detenía sin duda a cobrar alientos, arrojando una mirada escudriñadora por aquellos sitios desolados.
Jinetes y cabalgaduras entre charcos de sangre, tercerolas, sables y morriones caídos acá y acullá, tacos todavía humeantes, lanzones mal encajados en el suelo blando de la hondonada con sus banderolas hechas flecos, algunos heridos revolviéndose en las hierbas, lívidos, exangües, sin alientos para alzar la voz; tal era el cuadro en el campo que ocupó el enemigo.
El capitán Heitor, yacía boca abajo junto a un abrojal ramoso.
Una bala certera disparada por Cata lo había derribado de los lomos en mitad del asalto, produciendo el tiro y la caída, la confusión y la derrota de sus tropas, que en la oscuridad se creyeron acometidas por la espalda.
Al huir aturdidos, presos de un terror súbito, descargaron los que pudieron sus grandes pistolas sobre las breñas, alcanzando a Cata un proyectil en medio del pecho.
De ahí le manaba un grueso hilo de sangre negra.
El capitán aún se movía. Por instantes se crispaba violento, alzándose sobre los codos, para volver a quedarse rígido. La bala le había atravesado el cuello, que tenía todo enrojecido y cubierto de cuajarones.
Revolcado con las ropas en desorden y las espuelas enredadas en la maleza, era el blanco del ojo bravío y siniestro de Cata, que a él se aproximaba en felino arrastre con un cuchillo de mango de asta en la diestra.
Hacia el frente, veíase la tapera hecha terrones; la zanja con el cicutal aplastado por el peso de los cuerpos muertos; y allá en el fondo, donde se marearon los caballos, un montón deforme en que sólo se descubrían cabezas, brazos y piernas de hombres y matalotes en lúgubre entrevero.
El llano estaba solitario. Dos o tres de los caballos que habían escapado a la matanza, mustios, con los ijares hundidos y los aperos revueltos, pugnaban por triscar los pastos a pesar del freno. Saliales junto a las coscojas un borbollón de espuma sanguinolenta.
Al otro flanco, se alzaba un monte de talas cubierto en su base de arbustos espinosos.
En su orilla, como atisbando la presa, con los hocicos al viento y las narices muy abiertas, ávidas de olfateo, medía docena de perros cimarrones iban y venían inquietos lanzando de vez en cuando sordos gruñidos.
Catalina, que había apurado su avance, llegó junto a Heitor, callada, jadeante, con la melena suelta como un marco sombrío a su faz bronceada: reincorporose sobre sus rodillas, dando un ronco resuello, y buscó con los dedos de su izquierda el cuello del oficial portugués, apartando e1 liquido coagulado de los labios de la herida.
Si hubiese visto aquellos ojos negros y fijos; aquella cabeza crinuda inclinada hacia él, aquella mano armada de cuchillo, y sentido aquella respiración entrecortada en cuyos hálitos silbaba el instinto como un reptil quemado a hierro, el brioso soldado hubiérase estremecido de pavura.
Al sentir la presión de aquellos dedos duros como garras, el capitán se sacudió, arrojando una especie de bramido que hubo de ser grito de cólera; pero ella, muda e implacable, introdujo allí el cuchillo, lo revolvió- con un gesto de espantosa saña, y luego cortó con todas sus fuerzas, sujetando bajo sus rodillas la mano de la víctima, que tentó alzarse convulsa.
-Al ñudo ha de ser! -rugió el dragón-hembra con ira reconcentrada.
Tejidos y venas abriéronse bajo el acerado filo hasta la tráquea, la cabeza se alzó besando dos veces el suelo, y de la ancha desgarradura saltó- en espeso chorro toda la sangre entre ronquidos.
Esa lluvia caliente y humeante batió el seno de Cata, corriendo hasta el suelo.
Soportola inmóvil, resollante, hoscosa, fiera; y al fin, cuando el fornido cuerpo del capitán cesó de sacudirse quedándose encogido, crispado, con las uñas clavadas en tierra, en tanto el rostro vuelto hacia arriba enseñaba con la boca abierta y los ojos saltados de las órbitas, el ceño iracundo de la última hora, ella se pasó el puño cerrado por el seno de arriba abajo con expresión de asco, hasta hacer salpicar los coágulos lejos, y exclamó con indecible rabia:
-¡Que la lamban los perros!
Luego se echó de bruces, y siguió arrastrándose hasta la tapera.
Entonces, los cimarrones coronaron la loma, dispersos, a paso de fiera, alargando cuanto podían sus pescuezos de erizados pelos como para aspirar mejor el fuerte vaho de los declives.

Fragmento de El Combate de la Tapera

Eduardo Acevedo Díaz
Antología del cuento uruguayo
Arturo S. Visca
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - 1968
De: EspacioLatino.com
Extraída de: www.flickr.com 


















Eduardo Acevedo Díaz
20 de noviembre de 1851
Iniciador de la novela histórica en Uruguay
Museo Virtual de Fotografía de San José

Caricatura del doctor Eduardo Acevedo Díaz, 
en Caras y Caretas,
www.flickr.com 

Basquadé, basquadé, inchalá - Levántate, levántate, hermano (3)


Civilización y Barbarie o a la memoria de un militar

¿Quién podría creer que año a año se iba a revivir una circunstancia tan antigua como necesaria en su momento?
¿Quién podría imaginar que después de sufrir la tortura, hasta la muerte, sería arrastrado desde la tumba, año a año, para ser testigo de una infamia, para ser maltratado, torturado en nombre y alma, hasta la vergüenza, por cumplir con el deber cívico, que como militar le corresponde a todo soldado?
¿Qué pecado puede haber cometido un hombre para cargar con toda la responsabilidad, por llevar a cabo una orden del gobierno, por cumplir con un pedido, sino exigencia, de una nación recién nacida que pretendía ser tal?
Porque Bernabé es símbolo de masacre, de exterminio, Bernabé es símbolo de barbarie. Y Bernabé debería ser símbolo de civilización, de cumplimiento del deber.
Una maldición recae sobre mi memoria, una maldición que duele una y otra vez en la carne, en las entrañas, pero más duele en la memoria.
Una maldición que me despierta cada 11 de abril, y se hace presente, cuando vuelve a vibrar el suelo ante el galope de los caballos, cuando se ensombrecen los campos, y el espacio se carga con los gritos de unos y otros, en la sangre derramada, en el llanto de las mujeres, en el terror de los niños.
Sí, y vuelve a desgarrar la única y verdadera carga, la traición.
La sociedad se llamó a silencio, se había cumplido con lo exigido. Nadie habló de la forma, y ahí está todo el dolor.
Una maldición que lleva dos nombres, Civilización y Barbarie, pero se reconoce solamente con uno: Bernabé.


Mauro Vaghi

Bernabé Rivera
www.uruguayeduca.edu.uy