jueves, 7 de noviembre de 2013

"El otoño es una segunda primavera en que cada hoja es una flor. Una novela no es otra cosa que una filosofía puesta en imágenes"- Albert Camus


Albert Camus -
Argelia- 7 de noviembre de 1913
Filósofo, periodista, escritor



 EL EXTRANJERO- Fragmento del CAPÍTULO III

Al subir topé en la escalera oscura con el viejo Salamano, mi vecino de piso. Estaba con su perro. Hace ocho años que se los ve juntos. El podenco tiene una enfermedad en la piel, creo que sarna, que le hace perder casi todo el pelo y lo cubre de placas y costras oscuras. A fuerza de vivir con él, solos los dos en una pequeña habitación, el viejo Salamano ha concluido por parecérsele. Tiene costras rojizas en el rostro y pelo amarillo y escaso. A su vez el perro ha tomado del amo una especie de andar encorvado, con el hocico hacia adelante y el cuello tendido. Parecen de la misma raza y, sin embargo, se detestan. Dos veces por día, a once y a las seis, el viejo lleva el perro a pasear. Desde hace ocho años no han cambiado el itinerario. Puede vérseles a lo largo de la calle de Lyon, el perro tirando hombre hasta que el viejo Salamano tropieza. Entonces pega al perro y lo insulta. El perro se arrastra de terror y se deja arrastrar. Y el viejo debe tirar de él. Cuando el perro ha olvidado, aplasta de nuevo al amo y de nuevo el amo le pega y lo insulta. Entonces quedan los dos en la acera y se miran, el perro con terror, el hombre con odio. Así todos los días. Cuando el perro quiere orinar, el viejo no le da tiempo y tira; el podenco siembra tras sí un reguero de gotitas. Si por casualidad el perro lo hace en la habitación, entonces también le pega. Hace ocho años que ocurre lo mismo. Celeste dice siempre que «es una desgracia», pero, en el fondo, no se puede saber. Cuando lo encontré en la escalera, Salamano estaba insultando al perro. Le decía: «¡Cochino! ¡Carroña!», y el perro gemía. Dije: «Buenas tardes», pero el viejo continuó con los insultos. Entonces le pregunté qué le había hecho el perro. No me respondió. Decía solamente: «¡Cochino! ¡Carroña!» Me lo imaginaba, inclinado sobre el perro, arreglando alguna cosa en el collar. Hablé más alto. Entonces me respondió sin volverse, con una especie de rabia contenida: «Se queda siempre ahí.» Y se marchó tirando del animal, que se dejaba arrastrar sobre las cuatro patas y gemía.

En ese mismo momento entró el segundo vecino de piso. En el barrio se dice que vive de las mujeres. Sin embargo, cuando se le pregunta acerca de su oficio, es «guardalmacén». En general, es poco querido. Pero me habla a menudo y a veces entra un momento en mi habitación porque yo le escucho. Encuentro interesante lo que dice. Por otra parte, no tengo razón alguna para no hablarle. Se llama Raimundo Sintés. Es bastante pequeño, con hombros anchos y nariz de boxeador. Va siempre muy correctamente vestido. También él me ha dicho, hablando de Salamano: «¡Dígame si no es una desgracia!» Me preguntó si no me repugnaba y respondí que no.

Subimos y le iba a dejar, cuando me dijo: «Tengo en mi habitación morcilla y vino. ¿Quiere usted comer algo conmigo?...» Pensé que me evitaría cocinar y acepté. El también tiene una sola pieza, con una cocina sin ventana. Sobre la cama hay un ángel de estuco blanco y rosa, fotos de campeones y dos o tres clisés de mujeres desnudas. La habitación estaba sucia y la cama deshecha. Encendió primero la lámpara de petróleo; luego extrajo del bolsillo una venda bastante sucia y se envolvió la mano derecha. Le pregunté qué tenía. Me dijo que había tenido una trifulca con un sujeto que le buscaba camorra.

«Comprende usted, señor Meursault», me dijo, «no se trata de que yo sea malo; pero soy rápido. El otro me dijo: 'Baja del tranvía si eres hombre.' Yo le dije: '¡Vamos, quédate tranquilo!' Me dijo que yo no era hombre. Entonces bajé y le dije: 'Basta, es mejor; o te rompo la jeta.' Me contestó: '¿Con qué?' Entonces le pegué. Se cayó. Yo iba a levantarlo. Pero me tiró unos puntapiés desde el suelo. Entonces le di un rodillazo y dos taconazos. Tenía la cara llena de sangre. Le pregunté si tenía bastante. Me dijo: 'Sí.'» Durante todo este tiempo Sintés arreglaba el vendaje. Yo estaba sentado en la cama. Me dijo: «Usted ve que no lo busqué. El se metió conmigo.» Era verdad y lo reconocí. Entonces me declaró que precisamente quería pedirme un consejo con motivo de este asunto; que yo era un hombre que conocía la vida; que podía ayudarlo y que inmediatamente sería mi camarada. No dije nada y me preguntó otra vez si quería ser su camarada.

Dije que me era indiferente, y pareció quedar contento. Sacó una morcilla, la cocinó en la sartén, y colocó vasos, platos, cubiertos y dos botellas de vino. Todo en silencio. Luego nos instalamos. Mientras comíamos comenzó a contarme la historia. Al principio vacilaba un poco. «Conocí a una señora..., para decir verdad era mi amante...» El hombre con quien se había peleado era el hermano de esa mujer. Me dijo que la había mantenido. No contesté nada y sin embargo se apresuró a añadir que sabía lo que se decía en el barrio, pero que tenía su conciencia limpia y que era guardalmacén.

«Pero volviendo a mi historia», me dijo, «me di cuenta de que me engañaba». Le daba lo necesario para vivir. Pagaba el alquiler de la habitación y le daba veinte francos por día para el alimento. "Trescientos francos por la pieza, seiscientos francos por el alimento, un par de medias de vez en cuando, esto sumaba mil francos. Y la señora no trabajaba. Pero me decía que era poco, que no le alcanzaba con lo que le daba. Sin embargo, yo le decía: '¿Por qué no trabajas medio día? Me ayudarías para todas las cosas chicas. Este mes te he comprado un conjunto, te pago veinte francos por día, te pago el alquiler, y tú lo que haces es tomar café por las tardes con tus amigas. Tú les das el café y el azúcar. Yo te doy el dinero. Me he portado bien contigo y tú me correspondes mal.' Pero no trabajaba, decía que no le alcanzaba, y así me di cuenta de que había engaño.»

Me contó entonces que le había encontrado un billete de lotería en el bolso sin que ella pudiera explicarle cómo lo había comprado. Poco después encontró en casa de ella una papeleta del Monte de Piedad, prueba de que había empeñado dos pulseras. Hasta ahí él ignoraba la existencia de las pulseras. «Vi bien claro que me engañaba. Entonces la dejé. Pero antes le di una paliza. Y le canté las verdades. Le dije que todo lo que quería era divertirse. Usted comprende, señor Meursault, yo le dije: 'No ves que la gente está celosa de la felicidad que te doy. Más tarde te darás cuenta de la felicidad que tenías.'»

Le había pegado hasta hacerla sangrar. Antes no le pegaba. «La golpeaba pero con ternura, por así decir. Ella gritaba un poco. Yo cerraba las persianas y todo concluía como siempre. Pero ahora es serio. Y para mí no la he castigado bastante.»

Me explicó entonces que por eso necesitaba consejo. Se interrumpió para arreglar la mecha de la lámpara que carbonizaba. Yo continuaba escuchándole. Había bebido casi un litro de vino y me ardían las sienes. Como no me quedaban más cigarrillos fumaba los de Raimundo. Los últimos tranvías pasaban y llevaban consigo los ruidos ahora lejanos del barrio. Raimundo continuó. Le fastidiaba «sentir todavía deseos de hacer el coito con ella.» Pero quería castigarla. Primero había pensado llevarla a un hotel y llamar a los «costumbres» para provocar un escándalo y hacerla fichar como prostituta. Luego se había dirigido a los amigos que tenía en el ambiente. Pero no se les había ocurrido nada. Y para eso no valía la pena ser del ambiente, como me lo hacía notar Raimundo. Se lo había dicho, y ellos entonces le propusieron «marcarla.» Pero no era eso lo que él quería. Iba a reflexionar. Pero antes deseaba preguntarme algo. Por otra parte, antes de preguntármelo, quería saber qué opinaba de la historia, Respondí que no opinaba nada, pero que era interesante. Me preguntó si creía que le había engañado, y a mí me parecía, por cierto, que le había engañado. Me preguntó si encontraba que se la debía castigar y qué haría yo en su lugar. Le dije que era difícil saber, pero comprendí que quisiera castigarla. Bebí todavía un poco de vino. Encendió un cigarrillo y me descubrió su idea. Quería escribirle una carta «con patadas y al mismo tiempo cosas para hacerla arrepentir.» Después, cuando regresara, se acostaría con ella, y «justo en el momento de acabar» le escupiría en la cara y la echaría a la calle. Me pareció que, en efecto, de ese modo quedaría castigada. Pero Raimundo me dijo que no se sentía capaz de escribir la carta adecuada y que había pensado en mí para redactarla. Como no dijera nada, me preguntó si me molestaría hacerlo en seguida y respondí que no.

Bebió un vaso de vino y se levantó. Apartó los platos y la poca morcilla fría que habíamos dejado. Limpió cuidadosamente el hule de la mesa. Sacó de un cajón de la mesa de noche una hoja de papel cuadriculado, un sobre amarillo, un pequeño cortaplumas de madera roja y un tintero cuadrado, con tinta violeta. Cuando me dijo el nombre de la mujer vi que era mora. Hice la carta. La escribí un poco al azar, pero traté de contentar a Raimundo porque no tenía razón para no dejarlo contento. Luego leí la carta en alta voz. Me escuchó fumando y asintiendo con la cabeza, y me pidió que la releyera. Quedó enteramente contento. Me dijo: «Sabía que tú conocías la vida.» Al principio no advertí que me tuteaba. Sólo cuando me declaró: «Ahora eres un verdadero camarada, me llamó la atención. Repitió la frase, y dije: «Sí.» Me era indiferente ser su camarada y él realmente parecía desearlo. Cerró el sobre y terminamos el vino. Luego quedamos un momento fumando sin decir nada. Afuera todo estaba en calma y oímos deslizarse un auto que pasaba. Dije: «Es tarde.» Raimundo pensaba lo mismo. Hizo notar que el tiempo pasaba rápidamente, y, en cierto sentido, era verdad. Tenía sueño, pero me costaba levantarme. Debía de tener aspecto fatigado porque Raimundo me dijo que no había que dejarse abatir. En el primer momento no comprendí. Me explicó entonces que se había enterado de la muerte de mamá pero que era una cosa que debía de llegar un día u otro. Era lo que yo pensaba.

Me levanté. Raimundo me estrechó la mano con fuerza y me dijo que entre hombres siempre acaba uno por entenderse. Al salir de la pieza cerré la puerta y quedé un momento en el rellano, en la oscuridad. La casa estaba tranquila y de las profundidades de la caja de la escalera subía un soplo oscuro y húmedo. No oía más que los golpes de la sangre zumbándome en los oídos y quedé inmóvil. Pero en la habitación del viejo Salamano el perro gimió sordamente.




“Cuando estalla una guerra, las gentes se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”. Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar”.


Fragmento de La Peste




Esta obra es el eje filosófico de su postura,
producto de su análisis de la absurda condición humana.
"La comprensión de que la vida es absurda no puede ser un fin, sino un comienzo".


"Con la rebelión, nace la conciencia".


"Cada vez que un hombre en el mundo es encadenado, nosotros estamos encadenados a él. La libertad debe ser para todos o para nadie".


"El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia".


Antonio Skármeta nace en Antofagasta (Chile) el 7 de noviembre de 1940




La composición


El día de su cumpleaños a Pedro le regalaron una pelota. Pedro protestó porque quería una de cuero blanco con parches negros como las que pateaban los futbolistas profesionales. En cambio, esta de plástico le parecía demasiado ligera.
-Uno quiere meter un gol de cabecita y la pelota sale volando. Parece pájaro por lo liviana.

-Mejor –le dijo el papá-, así no te aturdes la cabeza.
Y le hizo un gesto con los dedos para que callara porque quería oír la radio. En el último mes, desde que las calles se llenaron de militares, Pedro había notado que todas las noches el papá se sentaba en su sillón preferido, levantaba la antena del aparato verde y oía con atención noticias que llegaban desde muy lejos. A veces venían amigos que se tendían en el suelo, fumaban como chimeneas y ponían las orejas cerca del receptor.
Pedro le preguntó a su mamá:
-¿Por qué siempre oyen esa radio llena de ruidos?
-Porque es interesante lo que dice.
-¿Qué dice?
-Cosas sobre nosotros, sobre nuestro país.
-¿Qué cosas?
-Cosas que pasan.
-¿Y por qué se oye tan mal?
-La voz viene de muy lejos.
Y Pedro se asomaba soñoliento a la ventana tratando de adivinar por cuál de los cerros lejanos se filtraría la voz de la radio.

En octubre, Pedro fue la estrella de los partidos de fútbol del barrio. Jugaba en una calle de grandes árboles y correr bajo su sombra era casi tan delicioso como nadar en el río en verano. Pedro sentía que las hojas susurrantes eran un estadio techado que lo ovacionaba cuando recibía un pase preciso de Daniel, el hijo del almacenero, se filtraba como Pelé entre los grandotes de la defensa y chuteaba directo al arco para meter el gol.
-¡Gol! –gritaba Pedro y corría a abrazar a todos los de su equipo que lo levantaban por los aires porque, a pesar de que Pedro ya tenía nueve años, era pequeño y liviano.
Por eso todos lo llamaban “chico”.
-¿Por qué eres tan chiquito? –le decían a veces para fastidiarlo.
-Porque mi papá es chiquito y mi mamá es chiquita.
-Y seguramente también tu abuelo y tu abuela porque eres requetechiquito.
-Soy bajo, pero inteligente y rápido; en cambio tú, lo único que tienes rápido es la lengua.

Un día, Pedro inició un veloz avance por el flanco izquierdo donde habría estado el banderín del córner si esa fuera una cancha de verdad y no la calle entierrada del barrio. Llegó frente a Daniel que estaba de arquero, simuló con la cintura que avanzaba, pisó el balón hasta dormirlo en sus pies, lo levantó sobre el cuerpo de Daniel que se había lanzado antes y suavemente lo hizo rodar entre las dos piedras que marcaban el arco.
-¡Gol! –gritó Pedro y corrió hacia el centro de la cancha esperando el abrazo de sus compañeros. Pero esta vez nadie se movió. Estaban todos clavados mirando hacia el almacén.
Algunas ventanas se abrieron. Se asomó gente con los ojos pendientes de la esquina. Otras puertas, sin embargo, se cerraron de golpe. Entonces Pedro vio que al padre de Daniel se lo llevaban dos hombres, arrastrándolo, mientras un piquete de soldados lo apuntaba con metralletas. Cuando Daniel quiso acercársele, uno de los hombres lo contuvo poniéndole la mano en el pecho.
-Tranquilo –le dijo.
Don Daniel miró a su hijo:
-Cuídame bien el negocio.
Cuando los hombres lo empujaban hacia el jeep, quiso llevarse una mano al bolsillo, y de inmediato un soldado levantó su metralleta:
-¡Cuidado!
Don Daniel dijo:
-Quería entregarle las llaves al niño.
Uno de los hombres le agarró el brazo:
-Yo lo hago.
Palpó los pantalones del detenido y allí donde se produjo un ruido metálico, introdujo la mano y sacó las llaves. Daniel las recogió en el aire. El jeep partió y las madres se precipitaron a la calle, agarraron a sus hijos del cuello y los metieron en sus casas. Pedro se quedó cerca de Daniel en medio de la polvareda que levantó el jeep al partir.
-¿Por qué se lo llevaron?
Daniel hundió las manos en los bolsillos y apretó las llaves.
-Mi papá está contra la dictadura.
Pedro ya había escuchado eso de “contra la dictadura”. Lo decía la radio por las noches, muchas veces. Pero no sabía muy bien qué quería decir.
-¿Qué significa eso?
Daniel miró la calle vacía y habló como en secreto.
-Que quieren que el país sea libre. Que se vayan los militares del gobierno.
-¿Y por eso se los llevan presos? –preguntó Pedro.
-Yo creo.
-¿Qué vas a hacer?
No sé.
Un vecino se acercó a Daniel y le pasó la mano por el pelo.
-Te ayudo a cerrar –le dijo.

Pedro se alejó pateando la pelota y como no había nadie en la calle con quien jugar, corrió hasta la otra esquina a esperar el autobús que traería a su padre de regreso del trabajo.
Cuando llegó, Pedro lo abrazó y el papá se inclinó para darle un beso.
-¿No ha vuelto aún tu mamá?
-No –dijo Pedro.
-¿Jugaste mucho?
-Un poco.
Sintió la mano de su papá que le tomaba la cabeza y la estrechaba con una caricia sobre la camisa.
-Vinieron unos soldados y se llevaron preso al papá de Daniel.
-Ya lo sé –dijo el padre.
-¿Cómo lo sabes?
-Me avisaron por teléfono.
-Daniel se quedó de dueño del almacén. A lo mejor ahora me regala caramelos –dijo Pedro.
-No creo.
-Se lo llevaron en un jeep como esos que salen en las películas.
El padre no dijo nada. Respiró hondo y se quedó mirando con tristeza la calle. A pesar de que era de día, solo la atravesaban los hombres que volvían lentos de sus trabajos.
-¿Tú crees que saldrá en la televisión? –preguntó Pedro.
-¿Qué? –preguntó el padre.
-Don Daniel.
-No.

Esa noche se sentaron los tres a cenar, y aunque nadie ordenó que se callara, Pedro no abrió la boca. Sus papás comían sin hablar. De pronto, la madre comenzó a llorar, sin ruido.
-¿Por qué está llorando mi mamá?
El papá se fijó primero en Pedro y luego en ella y no contestó. La mamá dijo:
-No estoy llorando.
-¿Alguien te hizo algo? –preguntó Pedro.
-No –dijo ella.
Terminaron de cenar en silencio y Pedro fue a ponerse su Pijama. Cuando volvió a la sala, sus papás estaban abrazados en el sillón con el oído muy cerca de la radio, que emitía sonidos extraños, más confusos ahora por el poco volumen. Casi adivinando que su papá se llevaría el dedo a la boca para que se callara, Pedro preguntó rápido:
-Papá, ¿tú estás en contra de la dictadura?
El hombre miró a su hijo, luego a su mujer, y en seguida ambos lo miraron a él. Después bajó y subió lentamente la cabeza, asintiendo.
-¿También te van a llevar preso?
-No –dijo el padre.
-¿Cómo lo sabes?
-Tú me traes buena suerte, chico –sonrió.
Pedro se apoyó en el marco de la puerta, feliz de que no lo mandaran a acostarse como otras veces. Prestó atención a la radio tratando de entender. Cuando la radio dijo: “la dictadura militar”, Pedro sintió que todas las cosas que andaban sueltas en su cabeza se juntaban como un rompecabezas.
-Papá –preguntó entonces-, ¿yo también estoy en contra de la dictadura?
El padre miró a su mujer como si la respuesta a esa pregunta estuviera escrita en los ojos de ella. La mamá se rascó la mejilla con una cara divertida y dijo:
-No se puede decir.
-¿Por qué no?
-Los niños no están en contra de nada. Los niños son simplemente niños. Los niños de tu edad tienen que ir a la escuela, estudiar mucho, jugar y ser cariñosos con sus padres.
Cada vez que a Pedro le decían estas frases largas, se quedaba en silencio. Pero esta vez, con los ojos fijos en la radio, respondió:
-Bueno, pero si el papá de Daniel está preso, Daniel no va a poder ir más a la escuela.
-Acuéstate, chico –dijo el papá.

Al día siguiente, Pedro se comió dos panes con mermelada, se lavó la cara y se fue corre que te vuela a la escuela para que no le anotaran un nuevo atraso. En el camino, descubrió una cometa azul enredada en las ramas de un árbol, pero por más que saltó y saltó no hubo caso.
Todavía no terminaba de sonar ding-dong la campana, cuando la maestra entró, muy tiesa, acompañada por un señor con uniforme militar, una medalla en el pecho, bigotes grises y unos anteojos más negros que mugre en la rodilla.
La maestra dijo:
-De pie, niños, y bien derechitos.
Los niños se levantaron. El militar sonreía con sus bigotes se cepillo de dientes bajo los lentes negros.
-Buenos días, amiguitos –dijo-. Yo soy el capitán Romo y vengo de parte del Gobierno, es decir, del general Perdomo, para invitar a todos los niños de todos los grados de esta escuela a escribir una composición. El que escriba la más linda de todas recibirá, de la propia mano del general Perdomo, una medalla de oro y una cinta como esta con los colores de la bandera. Y por supuesto, será en abanderado en el desfile de la Semana de la Patria.
Puso las manos tras la espalda, se abrió de piernas con un salto y enderezó el cuello levantando un poco la barbilla.
-¡Atención! ¡Sentarse!
Los muchachos obedecieron.
-Bien –dijo el militar-. Saquen sus cuadernos… ¿Listos los cuadernos? ¡Bien! Saquen lápiz… ¿Listos los lápices? ¡Anotar! Título de la composición: “Lo que hace mi familia por las noches”… ¿Comprendido? Es decir, lo que hacen ustedes y sus padres desde que llegan de la escuela y el trabajo. Los amigos que vienen. Lo que conversan. Lo que comentan cuando ven la televisión. Cualquier cosa que a ustedes se les ocurra libremente con toda libertad. ¿Ya? Uno, dos, tres: ¡comenzamos!
-¿Se puede borrar, señor? –preguntó un niño.
-Sí –dijo el capitán.
-¿Se puede hacer con bolígrafo?
-Sí, joven. ¡Cómo no!
-¿Se puede hacer en hojas cuadriculadas, señor?
-Perfectamente.
-¿Cuánto hay que escribir, señor?
-Dos o tres páginas.
-¿Dos o tres páginas? Protestaron los niños.
-Bueno –corrigió el militar-, que sean una o dos. ¡A trabajar!
Los niños se metieron el lápiz entre los dientes y comenzaron a mirar el techo a ver si por un agujero caía volando sobre ellos el pajarito de la inspiración.
Pedro estuvo mordiendo el lápiz, pero no le sacó ni una palabra. Se rascó el agujero de la nariz y pegó debajo del escritorio un moquito que le salió por casualidad. Juan, en el pupitre de al lado, estaba comiéndose las uñas, una por una.
-¿Te las comes? –preguntó Pedro.
-¿Qué? –dijo Juan.
-Las uñas.
-No. Me las corto con los dientes y después las escupo. ¡Así! ¿Ves?
El capitán se acercó por el pasillo y Pedro pudo ver cerca la dura hebilla dorada de su cinturón.
-¿Y ustedes, no trabajan?
-Sí, señor –dijo Juan, y a toda velocidad arrugó las cejas, sacó la lengua entre los dientes y puso una gran “A” para comenzar la composición. Cuando el capitán se fue hacia el pizarrón y se puso a hablar con la maestra, Pedro le espió la hoja a Juan y preguntó:
-¿Qué vas a poner?
-Cualquier cosa. ¿Y tú?
-No sé –dijo Pedro.
-¿Qué hicieron tus papás ayer? –preguntó Juan.
-Lo mismo de siempre. Llegaron, comieron, oyeron la radio y se acostaron.
-Igualito mi mamá.
-Mi mamá se puso a llorar de repente –dijo Pedro.
-Las mujeres se la pasan llorando.
-Yo trato de no llorar nunca. Hace como un año que no lloro.
-Y si te pego en el ojo y te lo pongo morado, ¿no lloras?
-¿Y por qué me vas a hacer eso si soy tu amigo?
-Bueno, es verdad.
Los dos se metieron los lápices en la boca y miraron el bombillo apagado y las sombras en las paredes y sintieron la cabeza hueca como una alcancía. Pedro se acercó a Juan y le susurró en la oreja:
-¿Tú estás en contra de la dictadura?
Juan vigiló la posición del capitán y se inclinó hacia Pedro:
-Claro, pendejo.
Pedro se apartó un poco y le guiñó un ojo, sonriendo. Luego, haciendo como que escribía, volvió a hablarle:
-Pero tú eres un niño…
-¿Y eso qué importa?
-Mi mamá me dijo que los niños… -comenzó a decir Pedro.
-Siempre dicen eso… A mi papá se lo llevaron preso al norte.
-Igual que al de Daniel.
-Ajá. Igualito.
Pedro miró la hoja en blanco y leyó lo que había escrito: “Lo que hace mi familia por las noches” Pedro Malbrán. Escuela Siria. Tercer Grado A.
-Juan, si me gano la medalla, la vendo para comprarme una pelota de fútbol tamaño cinco de cuero blanco con parches negros.
Pedro mojó la punta del lápiz con un poco de saliva, suspiró hondo y arrancó:
“Cuando mi papá vuelve del trabajo…”.

Pasó una semana, se cayó de puro viejo un árbol de la plaza, el camión de la basura estuvo cinco días sin pasar y las moscas tropezaban en los ojos de la gente, se casó Gustavo Martínez de la casa de enfrente y repartieron así unos pedazos de torta a los vecinos, volvió el jeep y se llevaron preso al profesor Manuel Pedraza, el cura no quiso decir misa el domingo, en el muro de la escuela apareció escrita la palabra “resistencia”. Daniel volvió a jugar al fútbol y metió un gol de chilena y otro de palomita, subieron de precio los helados y Matilde Schepp, cuando cumplió nueve años, le pidió a Pedro que le diera un beso en la boca.
-¡Estás loca! –le gritó Pedro.
Después que pasó una semana, pasó todavía otra, y un día volvió al aula el militar cargado de papeles, una bolsa de caramelos y un calendario con la foto de un general.
-Mis queridos amiguitos –les dijo-. Sus composiciones han estado muy lindas y nos han alegrado mucho a los militares y en nombre de mis colegas y del general Perdomo debo felicitarlos muy sinceramente. La medalla de oro no recayó en este curso, sino en otro, en algún otro. Pero para premiar sus simpáticos trabajitos, les daré a cada uno un caramelo, la composición con una notita y este calendario con la foto del prócer.

Pedro se comió el caramelo camino de su casa y esa noche, mientras cenaban, le contó al papá:
-En la escuela nos mandaron a hacer una composición.
-Mmm. ¿Sobre qué? –preguntó el papá comiendo la sopa.
-“Lo que hace mi familia por las noches”.
El papá dejó caer la cuchara sobre el plato y saltó una gota de sopa sobre el mantel. Miró a la mamá.
-¿Y tú que escribiste, hijo? –preguntó la mamá.
Pedro se levantó de la mesa y fue a buscar entre sus cuadernos.
-¿Quieren que se las lea? El capitán me felicitó.
Y les mostró donde el capitán había escrito con verde: “¡Bravo! ¡Te felicito!”
-El capitán… ¿qué capitán? –gritó el papá.
-El que nos mandó a hacer la composición.
Los papás se volvieron a mirar y Pedro empezó a leer:
-“Escuela Siria. Tercer Grado…”.
El papá lo interrumpió:
-Sí, está bien, pero lee directamente la composición, ¿quieres?
Y mientras los padres escuchaban con mucha atención, Pedro leyó:

“Cuando mi papá vuelve del trabajo, yo voy a esperarlo al autobús. A veces, mi mamá está en la casa y cuando llega mi papá le dice quiubo chico, cómo te fue hoy. Bien le dice mi papá y ati cómo te fue, aquí estamos le dice mi mamá. Entonces yo salgo a jugar fútbol y me gusta meter goles de cabecita. Después viene mi mamá y me dice ya Pedrito venga a comer y luego nos sentamos a la mesa y yo siempre me como todo menos la sopa que no me gusta. Después todas las noches mi papá y me mamá se sientan en el sillón y juegan ajedrez y yo termino la tarea. Y ellos siguen jugando ajedrez hasta que es la hora de irse a dormir. Y después, después no puedo contar porque me quedo dormido.
Firmado: Pedro Malbrán.
Nota: si me dan un premio por la composición ojalá sea una pelota de fútbol, pero no de plástico.

Pedro levantó la mirada y se dio cuenta de que sus padres estaban sonriendo.
-Bueno –dijo el papá-, habrá que comprar un ajedrez, por si las moscas.


De: fierrosmagicos.blogspot.com





“La composición”, de Skármeta

Libros para los más chicos

Por Sandra Comino
Radar Libros. Domingo, 06 de Agosto de 2006

La composición es un cuento que tiene una versión inicial para radio escrita a fines de los ’70, una primera publicación en Le Monde y se convirtió en libro en el año 2000, en Venezuela. Tiene –entre otras– una edición italiana y otra canadiense que mereció el Premio The Americas Award 2000. Su autor es Antonio Skármeta y aunque no diga con exactitud dónde transcurre geográficamente el cuento, sin duda está ubicado en Chile bajo la dictadura de Pinochet. La edición argentina (Sudamericana) es reciente y su ilustradora es María Delia Lozupone.

Si bien las imágenes no son extremadamente realistas, transmiten el comportamiento autoritario y refuerzan la dureza del momento. Las expresiones del protagonista, sobre todo de los demás niños que transitan la historia, emiten pena, asombro, la piel de los rostros –por sus facciones geométricas– como si fueran de madera y las miradas, junto con los planos y puntos de vista, incrementan la rigidez. Sin quitarle dramatismo al cuento, posibilita que un lector de menor edad arribe al libro, convirtiéndose esta característica en un rasgo positivo.

Pedro tiene nueve años y le encanta el fútbol. Juega en la calle con sus amigos hasta que un día hace un gol, pero nadie lo festeja. “... Pedro vio que al padre de Daniel se lo llevaban dos hombres arrastrándolo”. Daniel le cuenta a Pedro que su papá está en contra de la dictadura. Luego, una cena en silencio, el abatimiento de los adultos y el miedo de Pedro cuando le pregunta al padre si está en contra de la dictadura, también. De noche se oye la radio. Por el tipo de radio (el mueble), la ropa de los personajes, es evidente que se está en la década del ’70 y allí Pedro entonces podría ser un niño de cualquier país de Latinoamérica. Del aparato radial salen literalmente palabras, frases que envuelven el aire y no dicen cualquier cosa, a veces se escucha (lee) raro porque la voz es clandestina.

Pedro se cuestiona todo el tiempo lo que ocurre en su país, le pregunta a su padre: “¿Yo también estoy en contra de la dictadura?” Su preocupación se agranda cuando un día llega a la escuela un militar que convoca a escribir una composición y promete una medalla de oro para el ganador. ¿El tema de la composición? “Lo que hace mi familia por las noches”. Y el militar explica: “...lo que hacen ustedes y sus padres desde que llegan de la escuela y del trabajo. Los amigos que vienen. Lo que conversan. Lo que comentan cuando ven la televisión...” Transcurre una semana, los militares se llevan a un profesor y en la pared de la escuela alguien escribe “resistencia”. El momento de mayor tensión es cuando Pedro lee a sus padres la redacción que escribió.

El mundo que plantea Skármeta, lleno de miedo, pero donde se intenta vivir con normalidad, es un universo perfectamente captado por una infancia que el autor no subestima, muy por el contrario, la honra. Es la inteligencia de Pedro la que le permite elaborar aquello que escucha y por las palabras no dichas, o que omite en su producción, percibimos la comprensión que el niño tiene de aquello que ocurre a pesar de su corta edad.

Con este cuento queda claro que no hay temas que los chicos no puedan leer, sino que hay que ver cómo se cuenta aquello que se cuenta, porque está en la escritura, en la organización de la información y el trabajo del relato, lo que convierte un tema en literatura.



De: www.letras.s5.com: Página chilena al servicio de la cultura




Emilio Ballagas: “La poesía en mí no es un oficio ni un beneficio. Es una disciplina humilde, un hecho humano al que no puedo negarme, porque me llama con la más tierna de las voces, con una inconfundible voz suplicante e imperante a la vez. Como poeta no me siento en modo alguno un ser excepcional y privilegiado"

Poeta y ensayista cubano
Camagüey- 7 de noviembre de 1908

Canción sin tiempo

Yo pienso, luego existo
en mariposas, en silencio, en niñas,
en agua distraída que se asoma a la tarde.

Yo pienso, luego hago
amapolas y pájaros y raíces de cielo.
Con sólo abrir los ojos echo a volar el aire
y doy al cielo nubes con voluntad de islas.
Yo pienso, luego invento paisajes y ademanes
de muchachas que marchan mitad sombra y palomas
y otra mitad palomas
paso a paso de musgo al encuentro del alba.

Yo pienso, luego doy a esta estación de otoño
templos, árboles, puentes que surgen al nombrarlos.

Yo pienso, luego soy amogo de las rosas,
hermano de los sueños junto a los cuales oigo
que crecen tus pestañas.
¡Cómo el mar se desliza movido por sus algas
debajo de tus párpados
que se apoyan tan tristes en las nocturnas yermas de mis dedos!

Es que marcho sin prisa a morir a tus labios.
¡Oh! mi definitivo amor de un cuarto de hora;
es que voy a perderme a tu frente, a tus manos
en el cuerpo desnudo de historia y de saludos.
Es que llego a tu pecho, a tu vientre, a tus muslos
con violines de frío y voces de naranja,
con pianos de colores y presagio de peces.

Es que palpo la noche y que agito las manos
para apratarme un poco el enjambre de estrellas.
Es que no pienso nada, luego existo en tus brazos,
es que pienso y no existo y ni pienso ni existo.

Es que solo me encuentro si deshojo una rosa
y hago girar cantando la manzana más pura




Solo soy la sombra



Ya solo soy la sombra de tu ausencia,
una oscura mitad que se acostumbra;
dulce granada abierta en la penumbra,
madura a tu rigor. Sorda existencia.

Desmayado vivir, ciega obediencia
que la memoria de tu voz alumbra.
Pupila fiel; ojo que no vislumbra
su cielo. ¡Ángel caído a tu sentencia!

Desterrado de asombros y colores
beso mi cicatriz y la humedezco
en salobres cristales lloradores.

Me aclimato al olvido que padezco.
Ya los agudos garfios heridores
la inútil apagada carne ofrezco.


...Y mi canto


Se apagaron de pronto las campanas,
enmudecieron hoscos los balcones
y se espantó la luz en brusco vuelo.

Tendí con la mirada
luz sobre los caminos.
Y canté a pulmón vivo:
en cada nota iba un trozo de mí mismo.

Salpicando colores
sacudí en mil gorjeos
mi propio corazón…

…Y las puertas
se abrieron en triunfo,
hicieron eco todas las campanas,

y vino el pájaro de la alborada
a picotear estrellas en mi mano,
a posarse cantando en mi índice.


“Aprendí con las primaveras a dejarme podar para poder volver entera” - Cecilia Meireles

7 de noviembre de 1901- Río de Janeiro
Docente, periodista, escritora

Retrato


No tenía este rostro que tengo
tan calmo, tan triste, tan magro,
ni estos ojos tan vacíos,
ni el labio amargo.
No tenía estas manos sin fuerza,
tan paradas, tan frías, tan muertas.
no tenía este corazón
que ni se muestra.

Y no entiendo esta mudanza,
tan simple, tan cierta, tan fácil.
¿En qué espejo se perdió
mi rostro grácil?


Timidez


Me basta un pequeño gesto
hecho de lejos, muy leve,
para que vengas conmigo,
para que siempre te lleve.Sólo ese, yo no lo haré.
Una palabra caída
de las montañas de instantes
desmancha todos los mares,
une tierras muy distantes.

Palabra que no diré.

Para que tú me adivines
entre vientos taciturnos
apago mis pensamientos
visto ropajes nocturnos

Que amargamente inventé.

Y mientras no me descubres
van los mundos navegando
en aires ciertos del tiempo
hasta no se sabe cuándo…

Y un día me acabaré.



Canción


Puse un sueño en un navío,
y el navío sobre el mar;
abrí el mar con mis dos manos
y lo hice naufragar.
Tengo las manos mojadas
de azul y olas entreabiertas;
color fluye de mis dedos
tiñe arenas desïertas.

El viento vino de lejos,
la noche, curva de frío;
bajo el agua va muriendo
mi sueño, y en su navío…

Lloraré lo necesario
para hacer la mar crecer,
el navío se irá al fondo,
sueño, a desaparecer…

Luego ya, todo perfecto:
playa lisa, lisas aguas.
Ojos secos como piedras,
y mis dos manos quebradas.


De: http://www.letrasenlinea.cl


Carta


Yo, sí -¿Pero y la estrella de la tarde, que subía y descendía
de los cielos cansada y olvidada?
¿Y los pobres, que golpeaban las puertas, sin resultado, haciendo
vibrar la noche y el día con su puño seco?
¿Y los niños, que gritaban con el corazón aterrado?: "¿por qué
nadie nos responde?"
¿Y los caminos, y los caminos vacíos, con sus manos extendidas
inútilmente?
¿Y el santo inmóvil, que deja a las cosas continuar su rumbo?
¿Y las músicas encerradas en cajas, suspirando con las alas
recogidas?

¡Ah! ?Yo, sí ?porque ya lo lloré todo, y despedí mi cuerpo
usado y triste,
y mis lágrimas lo lavaron, y el silencio de la noche lo enjugó.
Pero los muertos, que enterrados soñaban con palomas ligeras
y flores claras,
y los que en medio del mar pensaban en el mensaje que la playa
desplegaría rápidamente hasta sus dedos...
Pero los que se adormecieron, de tan excesiva vigilia ?y que yo
no sé si despertarán...
y los que murieron de tanta espera... -y que no sé si fueron salvados.

Yo, sí. Pero todo esto, todos estos ojos puestos en ti, en lo alto
de la vida,
no sé si te mirarán como yo,
renacida y desprovista de venganzas,
el día que necesites el perdón.



Resurrección


No cantes, no cantes, porque vienen de lejos los náufragos,
vienen los presos, los tuertos, los monjes, los oradores,
los suicidas.
Vienen las puertas, de nuevo, y el frío de las piedras,
de las escalinatas,
y, con un ropaje negro, aquellas dos manos antiguas.
Y una vela de móvil llama humeante. Y los libros. Y
las escrituras.
No cantes, no. Porque era la música de tu
voz lo que se oía. Soy una muerta reciente, aún
con lágrimas.
Alguien escupió distraídamente sobre mis pestañas.
Por eso vi que ya era tarde.

Y dejé en mis pies quedarse el sol y andar las moscas.
Y de mis dientes se escurrió una lenta saliva.
No cantes, pues trencé mis cabellos, ahora,
y estoy ante el espejo, y sé bien que ando en fuga.


Sugestión


Sucede así ?cualquier cosa
serena, libre, fiel.
Flor que se cumple, sin pregunta.
Ola que se violenta, a causa de ejercicio indiferente.
Luna que envuelve igual a los novios abrazados y
a los soldados ya fríos.
También como este aire de la noche: susurrante de
silencios, lleno de nacimientos y
pétalos.
Igual a la piedra detenida, conservando su demorado destino.
Y la nube
leve y bella, viviendo de nunca llegar a ser.

La cigarra quema en su música, al camello que mastica
su larga soledad,
Al pájaro que busca el fin del mundo, al buey que va
con inocencia hacia el monte.
Sucede así, cualquier cosa serena, libre, fiel.
No como el resto de los hombres.


De: http://www.poemadeamor.org