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Albert Camus - Argelia- 7 de noviembre de 1913 Filósofo, periodista, escritor |

EL EXTRANJERO- Fragmento del CAPÍTULO III
Al subir topé en la escalera
oscura con el viejo Salamano, mi vecino de piso. Estaba con su perro. Hace ocho
años que se los ve juntos. El podenco tiene una enfermedad en la piel, creo que
sarna, que le hace perder casi todo el pelo y lo cubre de placas y costras
oscuras. A fuerza de vivir con él, solos los dos en una pequeña habitación, el
viejo Salamano ha concluido por parecérsele. Tiene costras rojizas en el rostro
y pelo amarillo y escaso. A su vez el perro ha tomado del amo una especie de
andar encorvado, con el hocico hacia adelante y el cuello tendido. Parecen de
la misma raza y, sin embargo, se detestan. Dos veces por día, a once y a las
seis, el viejo lleva el perro a pasear. Desde hace ocho años no han cambiado el
itinerario. Puede vérseles a lo largo de la calle de Lyon, el perro tirando
hombre hasta que el viejo Salamano tropieza. Entonces pega al perro y lo
insulta. El perro se arrastra de terror y se deja arrastrar. Y el viejo debe
tirar de él. Cuando el perro ha olvidado, aplasta de nuevo al amo y de nuevo el
amo le pega y lo insulta. Entonces quedan los dos en la acera y se miran, el
perro con terror, el hombre con odio. Así todos los días. Cuando el perro
quiere orinar, el viejo no le da tiempo y tira; el podenco siembra tras sí un
reguero de gotitas. Si por casualidad el perro lo hace en la habitación,
entonces también le pega. Hace ocho años que ocurre lo mismo. Celeste dice
siempre que «es una desgracia», pero, en el fondo, no se puede saber. Cuando lo
encontré en la escalera, Salamano estaba insultando al perro. Le decía:
«¡Cochino! ¡Carroña!», y el perro gemía. Dije: «Buenas tardes», pero el viejo
continuó con los insultos. Entonces le pregunté qué le había hecho el perro. No
me respondió. Decía solamente: «¡Cochino! ¡Carroña!» Me lo imaginaba, inclinado
sobre el perro, arreglando alguna cosa en el collar. Hablé más alto. Entonces
me respondió sin volverse, con una especie de rabia contenida: «Se queda
siempre ahí.» Y se marchó tirando del animal, que se dejaba arrastrar sobre las
cuatro patas y gemía.
En ese mismo momento entró el
segundo vecino de piso. En el barrio se dice que vive de las mujeres. Sin
embargo, cuando se le pregunta acerca de su oficio, es «guardalmacén». En
general, es poco querido. Pero me habla a menudo y a veces entra un momento en
mi habitación porque yo le escucho. Encuentro interesante lo que dice. Por otra
parte, no tengo razón alguna para no hablarle. Se llama Raimundo Sintés. Es
bastante pequeño, con hombros anchos y nariz de boxeador. Va siempre muy
correctamente vestido. También él me ha dicho, hablando de Salamano: «¡Dígame
si no es una desgracia!» Me preguntó si no me repugnaba y respondí que no.
Subimos y le iba a dejar, cuando
me dijo: «Tengo en mi habitación morcilla y vino. ¿Quiere usted comer algo
conmigo?...» Pensé que me evitaría cocinar y acepté. El también tiene una sola
pieza, con una cocina sin ventana. Sobre la cama hay un ángel de estuco blanco
y rosa, fotos de campeones y dos o tres clisés de mujeres desnudas. La
habitación estaba sucia y la cama deshecha. Encendió primero la lámpara de
petróleo; luego extrajo del bolsillo una venda bastante sucia y se envolvió la
mano derecha. Le pregunté qué tenía. Me dijo que había tenido una trifulca con
un sujeto que le buscaba camorra.
«Comprende usted, señor
Meursault», me dijo, «no se trata de que yo sea malo; pero soy rápido. El otro
me dijo: 'Baja del tranvía si eres hombre.' Yo le dije: '¡Vamos, quédate
tranquilo!' Me dijo que yo no era hombre. Entonces bajé y le dije: 'Basta, es
mejor; o te rompo la jeta.' Me contestó: '¿Con qué?' Entonces le pegué. Se
cayó. Yo iba a levantarlo. Pero me tiró unos puntapiés desde el suelo. Entonces
le di un rodillazo y dos taconazos. Tenía la cara llena de sangre. Le pregunté
si tenía bastante. Me dijo: 'Sí.'» Durante todo este tiempo Sintés arreglaba el
vendaje. Yo estaba sentado en la cama. Me dijo: «Usted ve que no lo busqué. El
se metió conmigo.» Era verdad y lo reconocí. Entonces me declaró que
precisamente quería pedirme un consejo con motivo de este asunto; que yo era un
hombre que conocía la vida; que podía ayudarlo y que inmediatamente sería mi
camarada. No dije nada y me preguntó otra vez si quería ser su camarada.
Dije que me era indiferente, y
pareció quedar contento. Sacó una morcilla, la cocinó en la sartén, y colocó
vasos, platos, cubiertos y dos botellas de vino. Todo en silencio. Luego nos
instalamos. Mientras comíamos comenzó a contarme la historia. Al principio
vacilaba un poco. «Conocí a una señora..., para decir verdad era mi amante...»
El hombre con quien se había peleado era el hermano de esa mujer. Me dijo que
la había mantenido. No contesté nada y sin embargo se apresuró a añadir que
sabía lo que se decía en el barrio, pero que tenía su conciencia limpia y que
era guardalmacén.
«Pero volviendo a mi historia»,
me dijo, «me di cuenta de que me engañaba». Le daba lo necesario para vivir.
Pagaba el alquiler de la habitación y le daba veinte francos por día para el
alimento. "Trescientos francos por la pieza, seiscientos francos por el
alimento, un par de medias de vez en cuando, esto sumaba mil francos. Y la
señora no trabajaba. Pero me decía que era poco, que no le alcanzaba con lo que
le daba. Sin embargo, yo le decía: '¿Por qué no trabajas medio día? Me
ayudarías para todas las cosas chicas. Este mes te he comprado un conjunto, te
pago veinte francos por día, te pago el alquiler, y tú lo que haces es tomar
café por las tardes con tus amigas. Tú les das el café y el azúcar. Yo te doy
el dinero. Me he portado bien contigo y tú me correspondes mal.' Pero no
trabajaba, decía que no le alcanzaba, y así me di cuenta de que había engaño.»
Me contó entonces que le había
encontrado un billete de lotería en el bolso sin que ella pudiera explicarle
cómo lo había comprado. Poco después encontró en casa de ella una papeleta del
Monte de Piedad, prueba de que había empeñado dos pulseras. Hasta ahí él
ignoraba la existencia de las pulseras. «Vi bien claro que me engañaba.
Entonces la dejé. Pero antes le di una paliza. Y le canté las verdades. Le dije
que todo lo que quería era divertirse. Usted comprende, señor Meursault, yo le
dije: 'No ves que la gente está celosa de la felicidad que te doy. Más tarde te
darás cuenta de la felicidad que tenías.'»
Le había pegado hasta hacerla
sangrar. Antes no le pegaba. «La golpeaba pero con ternura, por así decir. Ella
gritaba un poco. Yo cerraba las persianas y todo concluía como siempre. Pero
ahora es serio. Y para mí no la he castigado bastante.»
Me explicó entonces que por eso
necesitaba consejo. Se interrumpió para arreglar la mecha de la lámpara que
carbonizaba. Yo continuaba escuchándole. Había bebido casi un litro de vino y
me ardían las sienes. Como no me quedaban más cigarrillos fumaba los de
Raimundo. Los últimos tranvías pasaban y llevaban consigo los ruidos ahora
lejanos del barrio. Raimundo continuó. Le fastidiaba «sentir todavía deseos de
hacer el coito con ella.» Pero quería castigarla. Primero había pensado
llevarla a un hotel y llamar a los «costumbres» para provocar un escándalo y
hacerla fichar como prostituta. Luego se había dirigido a los amigos que tenía
en el ambiente. Pero no se les había ocurrido nada. Y para eso no valía la pena
ser del ambiente, como me lo hacía notar Raimundo. Se lo había dicho, y ellos
entonces le propusieron «marcarla.» Pero no era eso lo que él quería. Iba a
reflexionar. Pero antes deseaba preguntarme algo. Por otra parte, antes de
preguntármelo, quería saber qué opinaba de la historia, Respondí que no opinaba
nada, pero que era interesante. Me preguntó si creía que le había engañado, y a
mí me parecía, por cierto, que le había engañado. Me preguntó si encontraba que
se la debía castigar y qué haría yo en su lugar. Le dije que era difícil saber,
pero comprendí que quisiera castigarla. Bebí todavía un poco de vino. Encendió
un cigarrillo y me descubrió su idea. Quería escribirle una carta «con patadas
y al mismo tiempo cosas para hacerla arrepentir.» Después, cuando regresara, se
acostaría con ella, y «justo en el momento de acabar» le escupiría en la cara y
la echaría a la calle. Me pareció que, en efecto, de ese modo quedaría
castigada. Pero Raimundo me dijo que no se sentía capaz de escribir la carta
adecuada y que había pensado en mí para redactarla. Como no dijera nada, me
preguntó si me molestaría hacerlo en seguida y respondí que no.
Bebió un vaso de vino y se
levantó. Apartó los platos y la poca morcilla fría que habíamos dejado. Limpió
cuidadosamente el hule de la mesa. Sacó de un cajón de la mesa de noche una
hoja de papel cuadriculado, un sobre amarillo, un pequeño cortaplumas de madera
roja y un tintero cuadrado, con tinta violeta. Cuando me dijo el nombre de la
mujer vi que era mora. Hice la carta. La escribí un poco al azar, pero traté de
contentar a Raimundo porque no tenía razón para no dejarlo contento. Luego leí
la carta en alta voz. Me escuchó fumando y asintiendo con la cabeza, y me pidió
que la releyera. Quedó enteramente contento. Me dijo: «Sabía que tú conocías la
vida.» Al principio no advertí que me tuteaba. Sólo cuando me declaró: «Ahora
eres un verdadero camarada, me llamó la atención. Repitió la frase, y dije:
«Sí.» Me era indiferente ser su camarada y él realmente parecía desearlo. Cerró
el sobre y terminamos el vino. Luego quedamos un momento fumando sin decir
nada. Afuera todo estaba en calma y oímos deslizarse un auto que pasaba. Dije:
«Es tarde.» Raimundo pensaba lo mismo. Hizo notar que el tiempo pasaba
rápidamente, y, en cierto sentido, era verdad. Tenía sueño, pero me costaba
levantarme. Debía de tener aspecto fatigado porque Raimundo me dijo que no
había que dejarse abatir. En el primer momento no comprendí. Me explicó
entonces que se había enterado de la muerte de mamá pero que era una cosa que
debía de llegar un día u otro. Era lo que yo pensaba.
Me levanté. Raimundo me estrechó
la mano con fuerza y me dijo que entre hombres siempre acaba uno por
entenderse. Al salir de la pieza cerré la puerta y quedé un momento en el
rellano, en la oscuridad. La casa estaba tranquila y de las profundidades de la
caja de la escalera subía un soplo oscuro y húmedo. No oía más que los golpes
de la sangre zumbándome en los oídos y quedé inmóvil. Pero en la habitación del
viejo Salamano el perro gimió sordamente.
“Cuando estalla una
guerra, las gentes se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”. Y
sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que
dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no
pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como
todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no
creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo
tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que
pasar”.
Fragmento de La Peste
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Esta obra es el eje filosófico de su postura, producto de su análisis de la absurda condición humana. |
"La comprensión
de que la vida es absurda no puede ser un fin, sino un comienzo".
"Con la
rebelión, nace la conciencia".
"Cada vez que un hombre en el mundo es encadenado, nosotros
estamos encadenados a él. La libertad debe ser para todos o para nadie".
"El mal que existe en
el mundo proviene casi siempre de la ignorancia".
