viernes, 7 de septiembre de 2018

"Nunca pasa nada", otro cuento de Ana Virginia Gómez, nuestra querida hermana chilena.


Nunca pasa nada



Era una apacible tarde de diciembre. Había salido de la cárcel hacía pocos días.
Cada rincón conservaba algo del pasado. Se veía junto a su grupo de amigos sentados en la cafetería, en el banco de la plaza, frente al correo. Siempre diciendo lo mismo:
- En este pueblo nunca pasa nada.

Mientras caminaba, volvió a recordar esa noche.

Ni siquiera un golpe. Sólo un ruido en la calle, justo en la puerta de su casa. Salió. Más bien por curiosidad.
Al abrir y antes que le diera tiempo a otra cosa, abrió los brazos para recibir a Elena que literalmente cayó en ellos. Sin saber a ciencia cierta qué ocurría, la tomó en brazos y la llevó al diván de la cocina.  Fue recién unos minutos más tarde, cuando se dio cuenta de que ya estaba muerta. Yacía en sus brazos en un charco de sangre.
 -No puede ser- dijo, en un hilo de voz.
Luego ese hilo de voz fue creciendo, acorde al flujo de sangre que mojaba todo en derredor. Sintió que se sumergía en aquel rojo. La sacudió, le gritó, la besó y lloró como un niño, hasta que llamaron a su puerta.
Nunca supo por qué no se sorprendió al ver a los policías. Tampoco cuando uno de ellos le dijo:
-Juan, nos tienes que acompañar a la comisaría.
Como un autómata se puso la campera y los siguió. Frente a su casa, la ambulancia, la policía y muchos curiosos.

Camino a la comisaría, recordó. Ella le había dicho que lo mejor era un aborto, pero él lo rechazó de plano. Había estado hablando con su padre, que ya le había ofrecido dejarle su puesto en la tienda. Estaba cansado de trabajar, dijo.  Llevaba 30 años de ir y venir puntualmente de 9 a 12 y de 14 a 19. Con esa perspectiva y otros planes tenía todo bajo control.
Elena pareció estar de acuerdo. Hasta se mostró contenta. Si algo la había caracterizado era esa eterna, hermosa y amplia sonrisa por la que él hubiera matado. Habían seguido con sus vidas, encontrándose todas las tardes con el grupo de amigos junto a los que habían crecido. El pueblo era pequeño y todos se conocían. Tranquilo lugar, donde todos estaban de acuerdo. Nunca pasaba nada.
Al llegar a la comisaría le tomaron la declaración. El comisario, amigo de sus padres y como otro vecino más del pueblo, luego de escuchar su declaración lo miró inquisidor y le dijo:
 - ¿Te das cuenta en lo que estás metido? ¿Estás seguro de que no quieres declarar algo más?
Se recibieron varias llamadas denunciando ruidos que alarmaron a los vecinos. Una en especial. Alguien dijo que, en tal parte, habían cometido un crimen... Fue ahí que mandamos la patrulla. Ni siquiera sabíamos con qué nos íbamos a encontrar.
Todo había sido en ese tenor, dijeron, contaron, denunciaron.
Lo llevaron a la cárcel, pero en 48 horas lo trasladaron a la ciudad más cercana. Así fue cómo, aunque su familia era conocida y de buena posición económica, se movieron sigilosamente hilos de un poder que se desconocía.
Pronto vinieron a verlo: primero sus padres y luego sus amigos. De a uno, de a dos, no más.
Durante todos esos años, solo lo ayudaron a vivir los últimos recuerdos.
El último fin de semana había sido el cumpleaños de Maruja. Había cumplido 18 años y lo había celebrado con bombos y platillos. Ellos eran una de las parejas favoritas, sabían que se lucían en la pista. Elena era esbelta, y se desplazaba por el salón con la elegancia de una gacela. Eran la envidia de todos. Cuando bailaban rock, jugando con todas las piruetas que veían en las películas, hacían las delicias de los jóvenes y el escándalo de los mayores. Parecía mentira. Eso había ocurrido cuatro días antes de su muerte. Estaba seguro de que Elena había recurrido a un par de profesionales que tenían una clínica clandestina bastante popular.  Era uno de esos secretos a voces que había en el pueblo. Pero no entendería nunca por qué se lo había ocultado.  Tampoco cómo había llegado a su casa con semejante hemorragia, para morir en sus brazos.
Tenía tanto tiempo en la celda para pensar que le pareció recordar que, cuando abría la puerta, arrancaba un auto. O… ¿sería su imaginación?
Hubo gente que aseguró oír gritos y peleas. Otros dijeron haberla escuchado llorar. Nunca habría pensado que esa gente, siempre tan amistosa, se convertiría en el grupo de sus más ensañados acusadores. Mucho menos, la exuberante fantasía de la que hicieron alarde. Quizás por lo mismo: porque nunca pasaba nada.
Se dijo que él la había obligado a abortar, que lo había practicado él mismo, furioso, fuera de sí.
Se comentaron muchas cosas: que él la había matado, que era un asesino.
De todos modos, él supo de inmediato quiénes habían sido los culpables. Pero no entendería jamás por qué su padre, con tanta influencia, no había podido hacer nada ante la tipificación de “Asesinato con premeditación y alevosía”. ¡Sólo tenía 19 años!
Y así, pensando, en esa apacible tarde de diciembre tomó una decisión. Al otro día se iría del pueblo, para no volver.
La gente que lo encontraba en la calle, trataba de evitarlo. Lo saludaban como si tuvieran algo urgente que hacer. ¡Cómo si alguna vez, en ese pueblo, hubiera habido apuro por algo!

Volvió a casa de sus padres, con la resolución ya tomada. Quiso ir por última vez a lo que había sido su especie de piso de soltero. Su pequeña casita, donde vio morir a su amada.
-Todo está igual, hijo. – le había dicho la madre. Sólo yo fui, con Teresa, a limpiar.
Cuando Juan introdujo la llave en la cerradura, una triste sonrisa se dibujó en sus labios. Cuántos recuerdos en un simple acto. Todo parecía igual. Nada indicaba los trágicos acontecimientos ocurridos allí. Se sentó en el diván, en el mismo diván donde la había reclinado, casi sin vida. Lloró. Diez años había llorado, pero nunca como en aquel momento. Lloraba por su Elena, no por estar preso, no por no saber qué había pasado, sino por la mujer que había amado, su primer amor. Quizás, el último. ¡Cuánto tiempo llevaría sanar esas heridas!
El rostro anegado de lágrimas lo llevó a buscar en su entorno con qué secarse; en ese momento le llamó la atención algo atrapado debajo de una de las patas del diván. Un papel. Se agachó y más bien por inercia quiso sacarlo, pero al encontrar cierta resistencia, retiró el diván y el testarudo papel. En ese instante, en el ademán de arrojarlo a la chimenea, vio un membrete. Era un cheque. Ya, con curiosidad, comenzó a estirarlo; amarillento, desteñido, se leía claramente una cifra elevada, a la orden del doctor fulano de tal, firmado por su padre. Su mente quedó en blanco. Pero al vislumbrar la posible realidad, sintió furor. ¡Cómo pudo!
Al entrar a la casa de sus padres, tiró el cheque sobre la mesa. Ese papel amarillento tomó tal protagonismo que pareció ser quien pidiera explicación. El padre lo vio y se derrumbó. Siempre había pensado que el cheque, celosamente guardado, sería el documento incriminatorio de su complicidad. La culpa, el remordimiento, todos los sentimientos que no le habían dejado vivir durante todos esos años, afloraron en su semblante. Disminuido, envejecido, acusado por aquellas miradas inflexibles y el cheque que una vez firmara para solucionar un problema.
-Tan sólo quería lo mejor para mi hijo. ¿Era eso un pecado? - lloraba.
- Lo creyó mejor para los dos. Eran muy jóvenes. –agregó la madre.
Había hablado con el doctor y la comadrona y les extendió un cheque por una buena suma. Lo aceptaron, no sin antes advertirle que la chica corría riesgo.
No fue difícil convencer a Elena. Ella tenía miedo de su padre. Pero nunca supo que cuando la situación se complicó, tras ayudarla a vestir, la llevaron a la casa de Juan, y pusieron en sus manos ese cheque que los incriminaba. Elena lo agarró, bajó del auto con dificultad y, sin saber cómo, cayó en brazos de Juan. Desde ese diván, junto al último suspiro, dejaría caer el cheque. Mudo testigo de un mal negocio.


Ana Virginia Gómez
Taller Web de Narrativa