jueves, 13 de junio de 2013

¿Coincidencias?

Tendría nueve o diez años cuando terminé por desear la hora de la siesta, tan detestada en un principio.

Vivíamos en el Prado, frente al arroyo Miguelete, un predio baldío desbordado de yuyitos, flores, mariposas y pájaros: mi infinito jardín. Bajo la sombra fresca y azul de los paraísos que acariciaba la celosía de la ventana apenas entreabierta, fui feliz. Una felicidad sencilla, secreta, de a ratos hasta punzante, pero tan cálida que hasta hoy me abriga.


Al calor de las dos de la tarde, mientras las chicharras me avisaban que era ya tiempo, abría mi Heidi por centésima vez desde que me lo habían regalado y buscaba morosamente la parte que más me gustaba, aquella en que la luna asomaba por la ventana del desván donde dormía la niña en la cabaña de su abuelo... Entonces soñaba con los ojos bien abiertos; soñaba que, algún día, podría vivir en una casa donde pediría que me construyeran una ventana en el techo, sobre la cama, para que todas las luces del cielo se posaran en mis párpados... Quizás los estaba defendiendo de las imágenes oscuras, atroces, que la vida adulta nos va preparando a todos. No tuve que esperar demasiado.

 Pronto la casualidad quiso probar mi resistencia y me invadieron las escenas angustiadas del Diario de Ana Frank; sin duda estaba creciendo: llegué a leerlo tantas veces como a mi otro favorito; a leerlo, a llorarlo letra a letra y a prometerme mil acciones heroicas contra la injusticia, ésas que muy sincera pero cómodamente imaginamos bajo la sombra fresca de unos paraísos azulados por la primavera.


Hasta hoy no sabía que el doce de junio de cada año se conmemoran los nacimientos de Johanna Spyri y de Anita. Parecería que la casualidad se ha desnudado y es sólo pura causalidad. 


12 de junio de 1827 - Suiza



12 de junio de 1929




La página El Bibliófilo Enmascarado
es una muy interesante fuente de información.
¡Recomendada!

HEIDI (Fragmento)

Cerca del rincón en el que estaba la cama del abuelo había una escalera de mano apoyada contra la pared, que conducía al desván de la cabaña. Por ella subió Heidi ágilmente y descubrió arriba un montón de oloroso heno. Una pequeña ventana redonda permitía ver desde el desván todo el valle.
-¡Qué bien se está aquí! -exclamó gozosa la pequeña -Aquí quiero dormir, abuelito. ¡Sube y verás qué bonito es esto! -Ya lo conozco -contestó el Viejo.
-Ahora voy a hacerme la cama -volvió a decir la niña, corriendo de un lado para otro-, pero es preciso que subas y me traigas una sábana.
-¡Está bien, ahora voy! -respondió el abuelo, y en seguida se dirigió al armario.
Rebuscó en su interior durante un rato y por fin extrajo un gran trozo de tela basta. El lecho que Heidi se había preparado sobre el suelo del desván no desagradó al anciano.
-Muy bien, así me gusta -dijo el abuelo-; aquí traigo la sábana, pero antes de ponerla, espera un poco.
Y diciendo esto, cogió más heno y aumentó el espesor del lecho para que la niña no notara la dureza del suelo.
Su abuelo la ayudó a extender la sábana y una vez colocada, Heidi se detuvo pensativa ante su obra.
-Nos hemos olvidado una cosa, abuelito -dijo a poco.
-¿Qué es?
-La manta.
-Espera un momento -dijo el anciano, y descendió la escalera; se dirigió a su cama y volvió poco después con un gran saco de pesado lienzo.
Pronto quedó extendida la tela de saco sobre el lecho improvisado. Heidi quedó de nuevo contemplando la obra y por fin exclamó:
-La manta es muy bonita y la cama me gusta mucho, mucho. Quisiera que fuera de noche, para poder acostarme ya en ella.
-Creo que será mejor que vayamos a comer algo -respondió el abuelo-. ¿Qué te parece a ti?
En su afán de prepararse la cama, Heidi había olvidado todo lo demás. Pero al oír hablar de comida, advirtió de pronto que, en efecto, sentía hambre.
-Sí, sí, vámonos a comer algo.
El Viejo se dirigió al hogar, descolgó un caldero grande que estaba suspendido de la cadena sobre los rescoldos del hogar, lo reemplazó por uno más pequeño y se sentó sobre un taburetito para avivar el fuego. Pronto empezó a hervir el contenido del pequeño caldero; mientras tanto, el abuelo había cogido unas tenazas de hierro y sostenía sobre el fuego un gran trozo de queso, dándole vueltas con lentitud hasta que estuvo dorado. Heidi había seguido aquellos preparativos con mucha atención, tuvo una idea y se alejó del hogar y empezó a ir y venir del armario a la mesa. El  abuelo concluyó por fin su faena junto al hogar y se acercó a la mesa con un cazo en la mano y el queso asado en la otra sujeto al extremo de las tenazas. Cuando se aproximó a la mesa, la halló ya puesta; sobre ella reposaba un pan, dos platos hondos y dos cuchillos.
-Muy bien, pequeña; me gusta que sepas pensar un poco -dijo el anciano en tono de alabanza-, pero aún falta algo en la mesa.
Al reparar en el vapor delicioso que salía del cazo, Heidi comprendió lo que quería su abuelo y se dirigió rápidamente al armario. En él, sólo había un tazón, pero en el mismo estante había dos vasos; la pequeña regresó a la mesa y colocó allí la taza y un vaso.
-Muy bien, veo que sabes salir del paso, pero ¿dónde vas a sentarte?
El único asiento alto que había en la casita era el del abuelo. Heidi corrió como una flecha hacia el hogar, cogió el taburetito y lo colocó ante la mesa, sentándose en él.
-Ahora ya tienes asiento, es verdad, pero es muy bajo y apenas llegas a la mesa -dijo el anciano, añadiendo en seguida-: Espera un poco que voy a arreglarlo.
Se levantó, llenó la taza de leche y la puso sobre el taburete grande acercando a éste el taburetito, en el que mandó sentarse a la niña; de aquella forma el asiento mayor servía de mesa a Heidi. Después colocó en él un gran pedazo de pan y un trozo de queso dorado.
-Ahora come, hija mía -dijo y se sentó en una esquina de la mesa para comer él también.
Heidi no se hizo repetir dos veces la orden; asió la taza y bebió el contenido de un tirón.
-¿Te gusta esta leche? -preguntó el abuelo, satisfecho al ver con qué apetito había bebido la niña.
-Nunca la he bebido tan buena -contestó Heidi.
-Pues entonces quiero que bebas más -dijo el Viejo, y llenó la taza otra vez hasta el borde.
Heidi comía con gran apetito el pan, sobre el que había extendido el queso asado, tierno como la mantequilla.
Terminada la comida, el Viejo salió para limpiar y poner en orden el establo de las cabras. Heidi no le perdía de vista mientras hacía aquel trabajo. Después de poner en el suelo paja fresca para los animales, el abuelo se dirigió a un pequeño cuarto adosado en la parte posterior de la casa. Allí cogió madera, aserró tres trozos de igual tamaño y luego cortó una tabla redonda, en la que hizo tres agujeros, introdujo en ellos los trozos que antes había cortado y los sujetó con clavos.
-¿Sabes lo que estoy haciendo? -preguntó el abuelo.
-Un taburete para mí, porque es muy alto. ¡Y en qué poco tiempo lo has terminado! -exclamó la pequeña, que no salía de su asombro.
«Ella comprende lo que ve, tiene buenos ojos», se dijo el abuelo al dar la vuelta a la casa, armado de sus herramientas y de algunos trozos de madera, dando aquí y allá un martillazo, asegurando la puerta, reparando un desperfecto aquí y otro allá. Heidi le seguía paso a paso, sin quitarle el ojo de encima y encontrándolo todo muy divertido, tanto que llegó la noche sin que se hubiera dado cuenta del tiempo transcurrido.
De pronto sonó un agudo silbido. Heidi vio que su abuelo avanzaba hacia el sendero. Eran Pedro y sus cabras que bajaban, como todas las noches, de los prados de pasto. Heidi se colocó en medio del rebaño, dando gritos de alegría y acariciando una tras otra a sus amigas de la mañana. Dos lindas cabras, blanca la una y de color castaño la otra, avanzaron y fueron a lamer la mano del Viejo, que les ofreció un poco de sal. Luego Pedro desapareció con el resto del rebaño. Heidi acarició tiernamente a las dos cabritas y empezó a dar saltos a su alrededor llena de alegría. Después comenzó a hacer preguntas:
-¿Son nuestras estas cabritas, abuelito? ¿Duermen en el establo? ¿Las tendremos siempre aquí?
El abuelo apenas tenía tiempo de responder con un «sí» lacónico al torrente de preguntas de la pequeña.
Cuando las cabritas terminaron de lamer la sal, el Viejo dijo a Heidi:
-Ve a buscar tu tazón y tráete el pan.
Heidi obedeció y regresó al instante. El abuelo empezó a ordeñar la cabrita blanca y cuando tuvo el tazón lleno, cortó un trozo de pan y dijo:
-Esto es para ti; tómalo pronto y vete a dormir. Yo ahora voy a meter las cabras en el establo. Buenas noches, Heidi.
-Buenas noches, abuelito, y que descanses. ¿Cómo se llaman, abuelito? Dime sus nombres -exclamó la pequeña corriendo detrás del Viejo y de las cabras.
-Esta se llama Blanquita y aquélla Diana -replicó el abuelo.
-¡Adiós, Blanquita; adiós, Diana! -gritó Heidi con todas sus fuerzas mientras las cabras entraban en el establo.
Heidi se sentó después en el banco que había delante de la casa, para beber la leche y comer el pan. Apenas se metió en el lecho quedó profundamente dormida y tan bien como si se hubiera hallado en la cama de una princesa.
Un momento después, y antes de que anocheciera por completo, el Viejo se acostó también, porque se levantaba todas las mañanas a la salida del sol.
A media noche el Viejo se despertó murmurando para sí: «Seguramente tendrá miedo allí arriba», y trepó por la escalera para ver lo que hacía la pequeña.
La luna brillaba en el firmamento, y a veces su disco plateado quedaba oculto por grandes nubes que el viento arrastraba en loca carrera. De pronto la blanca claridad del astro de la noche penetró por la ventana del desván y proyectó sus rayos sobre el lecho en que descansaba la niña. Heidi dormía profunda y tranquilamente. Parecía que soñaba con cosas agradables, porque una expresión de feliz satisfacción resplandecía en su carita de ángel.
El abuelo contempló largo rato a la niña; luego la luna volvió a esconderse detrás de las nubes y, sin hacer ruido, el Viejo volvió a su lecho en la oscuridad

Johanna Spyri



Diario de Ana Frank

Sábado, 20 de junio de 1942

Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No sólo porque nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde ni a mí ni a ninguna otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más aún de desahogarme y sacarme de una vez unas cuantas espinas. «El papel es más paciente que los hombres.» Me acordé de esta frase uno de esos días medio melancólicos en que estaba sentada con la cabeza apoyada entre las manos, aburrida y desganada, sin saber si salir o quedarme en casa, y finalmente me puse a cavilar sin moverme de donde estaba. Sí, es cierto, el papel es paciente, pero como no tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas
duras llamado pomposamente «diario», a no ser que alguna vez en mi vida tenga un amigo o una amiga que se convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable es que a nadie le interese.
He llegado al punto donde nace toda esta idea de escribir un diario: no tengo ninguna amiga.
Para ser más clara tendré que añadir una explicación, porque nadie entenderá cómo una chica de trece años puede estar sola en el mundo. Es que tampoco es tan así: tengo unos padres muy buenos y una hermana de dieciséis, y tengo como treinta amigas en total, entre buenas y menos buenas. Tengo un montón de admiradores que tratan de que nuestras miradas se crucen o que, cuando no hay otra posibilidad, intentan mirarme durante la clase a través de un espejito roto. Tengo a mis parientes, a mis tías, que son muy buenas, y un buen hogar. Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma. Con las chicas que conozco lo único que puedo hacer es divertirme y pasarlo bien. Nunca hablamos de otras cosas que no sean las cotidianas, nunca llegamos a hablar de cosas íntimas.
Y ahí está justamente el quid de la cuestión. Tal vez la falta de confidencialidad sea culpa mía, el asunto es que las cosas son como son y lamentablemente no se pueden cambiar. De ahí este diario.
Para realzar todavía más en mi fantasía la idea de la amiga tan anhelada, no quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty.
¡Mi historia! (¡Cómo podría ser tan tonta de olvidármela!)
Como nadie entendería nada de lo que fuera a contarle a Kitty si lo hiciera así, sin ninguna introducción, tendré que relatar brevemente la historia de mi vida, por poco que me plazca hacerlo.
...

De: Librodot.com