Imre Kertész
"El escenario número uno del
holocausto, Auschwitz, se convirtió para todos los tiempos en el nombre
colectivo de los campos nazis, aunque funcionaran cientos de otros campos y
aunque sepamos que en el propio Auschwitz fueron recluidas y exterminadas
decenas de miles de personas no judías".
Biografía
El escritor húngaro Imre Kertész
obtuvo el Premio Nobel de Literatura el año 2002, otorgado a “una obra que
expone la experiencia frágil del individuo contra la arbitrariedad bárbara de
la historia”.
Nacido en el seno de una familia
judía de Budapest, el 9 de noviembre de 1929, sólo tenía 15 años cuando fue
deportado al campo de concentración de Auschwitz. A comienzos de 1945 fue
trasladado a Buchenwald, donde fue liberado, al final de la guerra. Con el
final de la Segunda Guerra Mundial tampoco le llegó la paz y la libertad:
Kertész sufrió la represión de la dictadura comunista húngara. En 1951, el
Partido Comunista absorbió el diario en el que trabajaba Kertész fue despedido.
A partir de ese momento trabajó haciendo traducciones, escribiendo musicales y
guiones radiofónicos. Su negativa a la autocensura le condenó al ostracismo,
por lo que la publicación de su primera novela, Sin destino, en 1975, pasó
completamente desapercibida.
Kertész es un escritor
comprometido, que ha centrado su obra en el Holocausto y la lucha contra la
dictadura, aunque se tratase de una producción que se mantuvo arrinconada hasta
la caída de las dictaduras comunistas y del Muro de Berlín. Pero es un autor
que se aleja de los sentimentalismos propios de otros escritores. La concesión
del Nobel de literatura supuso el empuje definitivo para la difusión de sus
trabajos.
Es uno de los grandes
intelectuales húngaros, un pensador crítico e independiente, superviviente del
horror nazi y estalinista, decidido a superar esas experiencias gracias a la
literatura y la razón. Habla del Holocausto desde una racionalidad
aparentemente fría, pero su rostro amable contradice la actitud racional de sus
textos.
El horror del Holocausto y la
persecución del nazismo han marcado el conjunto de su obra, desde su primera
novela, “Sin destino”, publicada en 1975, que de modo autobiográfico narra la
historia de una masa indiscriminada, “gente a la que no sólo se le arrebató la
vida, sino también perdió toda ambición, todo destino, la razón, el deseo.
Todo”. Esta novela se convirtió, posteriormente, en una trilogía, junto a
“Fracaso” (1988) y “Kaddish por un niño que nunca nació” (1992). Esta última
supone una plegaria por un niño nonato, que no asistirá por ello a la realidad
de un mundo generador de monstruosidades como los campos de concentración y
exterminio.
Actualmente, es un militante de
la independencia del hombre frente a los poderes políticos y afronta la batalla
individual frente a las banderas ideológicas.
Obra
Los ensayos de Kertész
constituyen una aproximación radical a la realidad europea del siglo XX, vivida
desde muy cerca. De esta forma, el autor contribuye al debate sobre uno de los
momentos más dramáticos de la historia contemporánea, como es el Holocausto.
Este siglo, que algunos vivieron como el de los grandes avances científicos y
revoluciones sociales, para Kertész fue el siglo de los totalitarismos, de los
campos de exterminio y de las dictaduras.
"(…) Quiero plantear la
pregunta de por qué Auschwitz ha llegado a ser lo que es en la conciencia
europea: un símbolo universal que lleva el sello de lo perdurable, que encierra
en su mero nombre todo el mundo de los campos de concentración nazis y la
conmoción del espíritu universal ante ellos, y cuyo escenario elevado a un
plano mítico debe conservarse para que puedan visitarlo los peregrinos. (…) En
primer lugar, el requisito básico de todo gran símbolo es la sencillez. En
Auschwitz, en ningún momento se mezclan lo bueno y lo malo. La narración sabe
–algo que por lo demás es cierto- que millones de personas inocentes fueron
transportadas a Auschwitz, engañadas allí de manera terrible y luego asesinadas
bestialmente. Esta imagen no se ve perturbada por ningún matiz extraño, de carácter,
por ejemplo, político: esta historia no se complica con menudencias tales como
que unos dirigentes nazis leales al partido, pero condenados aun siendo
inocentes desde el punto de vista del movimiento –exclusivamente del
movimiento-, hubieran estado encarcelados en Auschwitz, con lo cual el espíritu
de la narración debería luchar con una difícil ambivalencia. Auschwitz es, en
segundo lugar, una estructura totalmente desvelada y por eso mismo cerrada e
intocable. Esto vale tanto para la dimensión espacial como para la temporal.
(…) En cuanto al aspecto espacial, conocemos todos los rincones de esta
historia, desde el muro negro hasta los barracones familiares checos, desde el
Sonderkommando hasta la marca de los ventiladores que hacían funcionar los crematorios.
(…) Son conocidos sus detalles, su lógica, su horror y vergüenza éticos, la
inconmensurabilidad de los sufrimientos, su lección terrorífica que en cierta
medida ya nunca podrá ser expulsada del espíritu europeo de la narración. Todo
esto, sin embargo, no es suficiente para que un crimen se convierta en un
mazazo en la historia del espíritu, en una llaga viva, en un trauma que queda
en la memoria como quedan en el cuerpo las heridas de un accidente grave. (…)
Para ser así, la catástrofe ha tenido que interesar a ciertos órganos
vitales".
Un instante de silencio en el paredón. El Holocausto como cultura.
Este conjunto de ensayos de Kertész es una aproximación a la
realidad europea del siglo XX, vivida desde muy cerca. Al analizar el Holocausto,
el acontecimiento central de ese siglo, el autor se basa en su propia
experiencia, pero desde la perspectiva de décadas de reflexión, contribuyendo
de manera decisiva al debate sobre uno de los momentos más dramáticos de la
historia contemporánea. En este libro no sólo habla una voz que ha vivido esa
experiencia, sino una persona que la ha vivido dentro de un ámbito geográfico
que comparte su espacio cultural y espiritual. También reflexiona sobre los
acontecimientos de su país, Hungría, sobre el concepto de patria, sobre algunas
figuras de la literatura húngara, etc.
Sin destino
En esta novela, Kertész se centra en el año y medio de la vida de
un adolescente en diversos campos de concentración nazis, aunque no se trate de
un texto autobiográfico. Es un testimonio desapasionado. En su historia, nos
muestra la realidad de los campos de concentración y exterminio, en sus
aspectos más eficazmente perversos: los que confunden justicia y humillación,
la cotidianidad más inhumana con una forma extraña de felicidad. Se trata, por
encima de todo, de una gran obra literaria, una de las mejores novelas del
siglo XX, que deja una huella profunda e imperecedera en el lector, una marca
difícil de borrar.
De: Topografía de la Memoria
Pero
de repente me acordé de mi padre y le dije a Annamária que no podía ir porque
lo habían
destinado a trabajos obligatorios. Me respondió que había oído a su tío
comentar algo sobre ello.
Después
de permanecer un rato en silencio ella volvió a hablar: « ¿Qué tal mañana?».
«Mejor pasado -contesté yo, y luego añadí-: quizá.»
Cuando
llegué a casa, mi padre y mi madrastra estaban sentados a la mesa. Ella me
sirvió la comida y me preguntó si tenía hambre. Sin detenerme a pensar le
contesté que tenía muchísima hambre, y así era en verdad. Me llenó el plato, y
ella apenas se sirvió. Yo no me di cuenta, pero mi padre sí y le preguntó por
qué hacía eso. Ella repuso que en aquel momento su estómago era incapaz de
ingerir cualquier alimento. Entonces me di cuenta de mi comportamiento erróneo.
Mi padre manifestó que no estaba de acuerdo con ella. No debía abandonarse,
justo en ese momento cuando más iba a necesitar su fuerza y su firmeza. Mi
madrastra no respondió; cuando levanté la vista comprobé que estaba llorando.
Me sentí otra vez tan incómodo que clavé la mirada en mi plato. No obstante,
con el rabillo del ojo vi el gesto de mi padre, cogiéndola de la mano.
Permanecieron
un minuto en silencio. Levanté la vista y vi que continuaban cogidos de la
mano, mirándose fijamente como hombre y mujer. Eso nunca me ha gustado. Ya sé
que es algo muy natural, al fin y al cabo, pero a mí no me gusta y nunca he
sabido por qué.
Cuando
reanudaron la charla me sentí liberado. Volvieron a mencionar al señor Sütő, la
caja y el almacén. Mi padre parecía tranquilo al haber puesto todo «en buenas
manos». Mi madrastra se mostró de acuerdo con él aunque volvió a referirse
brevemente a una «garantía», para evitar que todo quedara en unas palabras de
confianza que quizás eran insuficientes. Mi padre se encogió de hombros, y le
respondió que en aquellos tiempos no sólo en los negocios ya no había garantías
sino tampoco en otros aspectos de la vida. Mi madrastra soltó un profundo
suspiro, con el que dio a entender que se había convencido; se disculpó por
haber mencionado el asunto y le pidió a mi padre que no hablara de esa forma.
Él dijo entonces que no sabía cómo se las arreglaría mi madrastra para resolver
ella sola los problemas que se le iban a plantear en tiempos tan difíciles como
aquellos.
Ella
respondió que no estaría sola, que contaría con mi ayuda. «Nosotros dos -dijo-
nos ocuparemos de todo hasta tu regreso. -Se volvió hacia mí, con la cabeza
ligeramente inclinada, y añadió-:
¿Verdad
que sí?» Estaba sonriente pero sus labios temblaban. Le dije que sí. Mi padre
me miró con ternura. Eso me conmovió y quise hacer algo por él; aparté mi plato
y, al instante, me preguntó si ya no quería comer más. Le respondí que no tenía
apetito y me pareció que eso le agradaba porque me acarició la cabeza. El
contacto físico me produjo un nudo en la garganta; no eran ganas de llorar sino
más bien una sensación de malestar. Hubiera preferido que mi padre ya no
estuviera allí. Era una sensación desagradable pero tan nítida que no podía
pensar en otra cosa. Cuando ya estaba a punto de echarme a llorar, llegaron los
invitados.
Mi
madrastra ya nos había advertido que vendrían sólo los familiares más próximos.
Al oír el timbre, mi padre hizo un gesto de resignación. «Quieren despedirse de
ti -explicó mi madrastra-, es natural.»
Eran
la hermana mayor de mi madrastra y su madre. Pronto llegaron también los padres
de mi padre, es decir mis abuelos. A mi abuela la acomodamos en un sofá, porque
apenas ve, ni siquiera con sus gruesas gafas, y tampoco oye bien. Sin embargo,
le gusta enterarse de todo y participar en los acontecimientos. Así pues, da
mucho trabajo, por una parte porque hay que repetírselo todo, gritándole al
oído y por otra porque hay que impedir hábilmente que intervenga demasiado y ocasione
problemas.
La
madre de mi madrastra llevaba un sombrero muy belicoso, en forma de cono, con
una
pluma
en el ala. Se lo quitó al llegar, y descubrió su hermosa cabellera blanca,
recogida con un pequeño lazo. Tiene una cara delgada y cetrina, ojos grandes y
oscuros; la piel de su cuello es tan fláccida que casi le cuelga. A mí me
recuerda a un perro de caza inteligente y astuto. Sacude continuamente la
cabeza con un ligero temblor. Fue ella quien cumplió con la tarea de prepararle
la mochila a mi padre ya que tiene mucha práctica en ese tipo de quehaceres. Se
dispuso inmediatamente a cumplir con la labor, siguiendo la lista que mi
madrastra le había entregado.
La
hermana de mi madrastra, en cambio, nos fue poco útil. Mucho mayor que mi
madrastra, no se parece a ella ni siquiera físicamente; cuesta creer que sean
hermanas. Ella es gordita y bajita y tiene una expresión constante de asombro
en el rostro. Habló sin parar y nos abrazó a todos, gimoteando. Me costó
quitarme de encima sus senos blandos que olían a polvos de tocador. Cuando se
sentó, la masa de carne de su cuerpo cayó sobre sus regordetes muslos. No puedo
olvidarme de mi abuelo. Se quedó de pie, junto al sofá donde estaba sentada su
mujer, escuchando sus quejas con un rostro paciente e impasible. Los primeros
lloriqueos de mi abuela fueron por mi padre, luego se
olvidó
de él y empezó a preocuparse por sus propios achaques. Le dolía la cabeza y se
quejaba de los zumbidos que sentía en los oídos a causa de su hipertensión. Mi
abuelo está tan acostumbrado que no le hace ni caso, pero no se movió de su
lado ni un instante. No le oí decir nada, pero allí estaba, de pie en el mismo
sitio siempre que lo miraba, en el mismo rincón que se hacía más y más oscuro
según iba avanzando la tarde. Al final la luz amarillenta y apagada sólo le
iluminaba un poco la frente descubierta y la nariz aguileña, mientras que sus
ojos y la parte inferior de su rostro se perdían en la sombra. Con los
movimientos rápidos de sus minúsculos ojos lo observaba todo, sin que él fuera
visto por los demás.
También
llegó una prima de mi madrastra junto con su marido, tío Vili, que lleva un
zapato con la suela más gruesa debido a un ligero defecto en una pierna. Ésta
es también la razón de su situación privilegiada: no puede ser enviado a
trabajos obligatorios. Tío Vili es calvo y su cara tiene forma de pera: más
ancha y redondeada arriba, y más estrecha en la barbilla. Sus opiniones son muy
respetadas en la familia, puesto que, antes de abrir un local de apuestas de
quinielas hípicas, trabajó como periodista. Enseguida se puso a comentar las
últimas noticias que había tenido de «fuentes de toda solvencia», y que según
él eran absolutamente ciertas. Se sentó en un sillón, extendió su pierna enferma
hacia delante y, mientras se frotaba las manos con un ruido seco, nos informó
que en breve se producirían «cambios fundamentales en nuestra situación»,
puesto que se habían iniciado negociaciones secretas sobre nosotros entre los alemanes
y los aliados, con intermediarios neutrales.
Los
alemanes, explicó el tío Vili, habían reconocido que su situación en los
frentes era
desesperada.
En su opinión, nosotros, los miembros de la comunidad judía de Budapest, les veníamos
de perlas para conseguir ventajas frente a los aliados, quienes seguramente
harían todo lo posible por nosotros. Aquí mencionó un «factor decisivo» que
había conocido en su época de periodista y al que se refirió como «la opinión
pública mundial», que, según él, estaba conmovida por lo que nos ocurría. No
cabía duda de que las negociaciones serían duras, prosiguió, y buena prueba de
ello era la dureza de las últimas medidas tomadas contra nosotros. Todo era
consecuencia natural de «una jugada en la cual nosotros seríamos utilizados
como simples peones en una gran maniobra internacional de chantaje». También
añadió que él sabía perfectamente lo que estaba pasando «entre bastidores», y
que sólo era «una fanfarronería espectacular» para alcanzar ventajas en la
negociación. Concluyó diciendo que debíamos tener un poco de paciencia, hasta
que «los acontecimientos llegaran a su desenlace».
Después
de su discurso, mi padre le preguntó si el desenlace podría producirse antes
del alba y si él debía considerar su citación «como una simple fanfarronería»
y, por lo tanto, no presentarse en el campo de trabajo.
«No,
claro que no», respondió tío Vili, un tanto desconcertado. Después siguió
diciendo que estaba seguro de que mi padre regresaría a casa muy pronto.
«Estamos llegando a la hora doce -dijo, frotándose las manos sin parar-. ¡Ojalá
hubiera hecho yo apuestas tan seguras antes! Ahora no sería un pobretón.»
Le
habría gustado seguir hablando, pero la madre de mi madrastra acababa de
terminar con la mochila de mi padre, y éste se levantó para pesarla.
Por
último llegó el hermano mayor de mi madrastra, el tío Lajos, quien ocupa un
lugar
importante
en la familia, aunque no podría decir bien por qué. Enseguida quiso hablar con
mi padre a solas. Observé que mi padre estaba nervioso y trataba de evitarlo
aunque sin ofenderlo. Entonces, inesperadamente se dirigió a mí para decirme
que quería «intercambiar unas palabras conmigo».
Me
arrastró a un rincón apartado del salón, junto a un armario, y se paró frente a
mí. Empezó diciéndome que, como yo sabía, mi padre se marcharía al día
siguiente. Le dije que estaba al corriente de todo. Entonces, quiso saber si
iba a echar de menos a mi padre. Su pregunta me enervó un poco. «Naturalmente
-contesté, y como me pareció una respuesta insuficiente, añadí-: lo echaré mucho
de menos.» El tío Lajos empezó a mover la cabeza, con una expresión muy triste.
Después,
me enteré de unas cuantas cosas interesantes y sorprendentes, como el hecho de
que una etapa de mi vida que él llamaba «los años felices y despreocupados de
la infancia» habían terminado para mí ese día tan aciago. Estaba convencido de
que yo no había considerado la cuestión de esa forma. Reconocí que tenía razón.
Sin embargo, continuó, sus palabras seguramente no me sorprendían. Le volví a
dar la razón. Entonces me aclaró que con la ausencia de mi padre mi madrastra
se quedaría sin apoyo; aunque la familia nos «echaría siempre una mano», de
ahora en adelante yo sería su principal apoyo. Por ese motivo yo tendría que
aprender antes de tiempo qué eran «la preocupación y la renuncia». A partir de
ahora, no viviríamos tan desahogadamente como antes, y eso no me lo quería
ocultar, puesto que hablaba conmigo «de adulto a adulto». «De ahora en adelante
-dijo-, tú también serás partícipe del destino común de los judíos.»
Me
explicó entonces que ese destino era «una persecución constante desde hacía
milenios, que los judíos teníamos que aceptar con paciencia y resignación»,
puesto que Dios nos lo había impuesto por los pecados que habíamos cometido en
tiempos pasados; así pues, sólo de Él podíamos esperar la gracia, mientras Él
esperaba que en esos momentos difíciles nosotros, «acorde con nuestras fuerzas
y capacidades», nos mantuviéramos firmes en el lugar que Él nos había designado.
En mi caso, por ejemplo, como pude enterarme por mi tío, tendría que desempeñar
en el futuro el papel de cabeza de familia. Me preguntó si sería lo bastante
fuerte para ese papel. Yo había comprendido perfectamente el hilo de sus
pensamientos en todo lo que había dicho sobre los judíos, su pecado y su Dios,
pero sus palabras me emocionaron. Así pues, respondí afirmativamente. Él
parecía contento. «Muy bien -dijo-, sabía que eras un muchacho inteligente, de sentimientos
profundos y gran sentido de la responsabilidad.» Tras añadir que eso le
consolaba en medio de tanta desgracia, me agarró la mandíbula con sus dedos
peludos y húmedos de sudor y levantó mi cara para decirme en tono tembloroso:
«Tu padre se está preparando para un largo viaje.
¿Has
rezado por él?». Ante su expresión tan grave me invadió un sentimiento de culpa
por haber descuidado algo relacionado con mi padre: no se me había ocurrido
rezar por él. Inmediatamente ese sentimiento empezó a pesarme y, deseando
cumplir con mi deber, le confesé que no lo había hecho. «Entonces, ven
conmigo», me indicó. Lo seguí hasta una habitación exterior que daba al patio.
Allí nos dispusimos a rezar, en medio de muebles destartalados, que no tenían
uso alguno. El tío Lajos se puso una gorrita de tela negra reluciente sobre la
calva. Yo tuve que ir al vestíbulo a buscar mi gorro. Después, sacó de un
bolsillo de su abrigo un librito de tapa negra con bordes rojos, y de otro
bolsillo, sus gafas. Comenzó a leer las oraciones, deteniéndose para que yo
repitiera todo lo que él decía. Al principio, lo hice bien, pero terminé por
cansarme; me molestaba no entender una palabra de lo que decíamos a Dios,
lógicamente en hebreo, idioma que yo desconozco. Para poder seguir sus
palabras, tenía que fijarme en los movimientos de su boca; eso es lo único que recuerdo
de aquellos momentos: sus labios carnosos, húmedos y movedizos y el sonido de
un idioma desconocido que yo mismo emitía. También recuerdo que, a través de la
ventana, por encima de los hombros del tío Lajos, vi a la hermana mayor que iba
deprisa por el pasillo, hacia su casa. Creo que entonces me equivoqué en el
texto. Al final, el tío Lajos parecía contento, y la expresión de su rostro me
hizo pensar que de verdad habíamos hecho algo por mi padre. Eso era preferible
al sentimiento pesado y apremiante que me había embargado hacía unos instantes.
Cuando
regresamos al salón, ya era de noche. Cerramos las ventanas cubiertas de papel
para que no se vieran las luces en caso de ataque aéreo: la noche azul y húmeda
de primavera había quedado fuera, y nosotros, allí encerrados. El ruido de las
conversaciones me cansaba y el humo de los cigarrillos me molestaba en los
ojos. Tuve que bostezar repetidas veces. La madre de mi madrastra puso la mesa.
Ella misma había traído la cena en un gran bolso. En cuanto llegaron, nos dijo
que había conseguido carne en el mercado negro. Mi padre le dio dinero de su
cartera de cuero.
Fragmento del Capítulo 1 de Sin Destino
Traducción de Judith Xantus
Fzarvas cedida por Plaza & Janés Editores, S. A.
Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal)
Travessera de Gracia, 47-49, 08021 Barcelona
www.circulo.es
9 de noviembre de 1929- Budapest |
Gracias a muchos supervivientes se expusieron los crímenes cometidos
desde 1933.
Gracias al esfuerzo de todos
ellos, hoy tenemos, además de las evidencias archivísticas detalladas, fuentes
orales, gráficas y escritas que nos pueden arrojar luz sobre lo sucedido en
aquellos lugares.
Zygmunt Bauman (Modernidad y Holocausto, 1998), señala que los
funcionarios nazis que eran contratados para llevar a cabo el exterminio, si
mostraban una animadversión demasiado marcada, eran despedidos, porque lo que
se buscaba eran buenos gestores, disciplinados y eficientes, que no odiaran al
objeto de su represión. No se buscaba el odio de esos funcionarios, sino la
gestión moderna de los elementos a eliminar.
Para muchos pensadores, como Adorno, la matanza de millones de seres
humanos constata que las condiciones a partir de las cuales era posible pensar
han sido completamente destruidas. No han sido sólo personas físicas las que
han sufrido el exterminio, sino también la idea misma de humanidad.
Auschwitz significa la destrucción
de la idea misma de humanidad. Por eso, después de ese acontecimiento la poesía
así como el mero pensamiento creativo son totalmente absurdos y vanos. Lo que
desapareció en los campos de concentración y exterminio es la idea de hombre
como la “medida de todas las cosas” y, en particular, de nuestro pensamiento,
porque “pensar” significa intentar comprender la relación entre el hombre y el
mundo.
“No podemos pensar más”
significaría que ya no podemos sentar el conjunto de reflexiones particulares
sobre la sólida creencia de la perfectibilidad del hombre: si la humanidad
(aquella que creíamos la más civilizada, técnica y moralmente) ha sido capaz de
perpetrar este crimen contra sí misma, cómo podemos creer que pueda servir de
referente del camino a seguir.
Por eso es necesario encontrar
otra vía y mostrar que es posible pensar con auténtico humanismo, a pesar de
Auschwitz, porque el horror de los campos no constituye una derrota para el
pensamiento crítico.
Una pregunta fundamental que debemos hacernos es ¿cómo pudo la
humanidad ser eliminada en Auschwitz?
De: Topografía de la Memoria
"No quiero que haya malentendidos. No estoy diciendo que
estos sistemas, como el comunismo o como el nazismo, estén codificados en los
genes. No es lo que quiero decir, pero lo cierto es que los sistemas existieron
y a raíz de aquello la gente los lleva consigo. Se ha desarrollado un patrón, y
ese patrón existe en las mentes de la gente. Puede ocurrir de nuevo porque ya
existe un modelo, un patrón. Antes de la [última] guerra, si a alguien se le
hubiese ocurrido decir: vamos a construir un campamento de exterminio de
judíos, la gente habría pensado de esa persona que era un enfermo mental. Antes
de la guerra, esas cosas no habrían sido posibles. Pero hoy sí, hoy puede ocurrir,
porque existe un precedente. Quiero usar la palabra escándalo para lo que
siento. Escándalo porque ocurrió en una cultura cristiana. Tanto el Holocausto
como el nazismo ocurrieron en una cultura cristiana cuyos valores se
colapsaron. El que los valores se hubieran colapsado, como bien predijo
Nietzsche hace tiempo, ¿es algo que ya viene predeterminado por la humanidad?
¿O tiene que ver con la incompatibilidad de los alemanes y los judíos?
Es un deber vivir después de Auschwitz, con todo lo que fue
Auschwitz, con lo que representa aún, con lo que representará.
"El arte tiene que descender al mal, tratar temas
negativos, para sacar luz"
Fragmentos de
Entrevista del 2007
© EDICIONES EL PAÍS,
S.L.