Hace unos días perdí
mis lentes de visión cercana. “Dentro de casa”, pensé, ya que estaba casi
segura de haberlos usado luego que volví del centro. Al rato, al no
encontrarlos, la búsqueda se convirtió en tragedia.
Mi marido tiene fama de
“encuentra-cosas“y puso manos a la obra. Le oí mascullar entre dientes: “Que
aparezcan, sino qué hago con esta mujer sin poder leer”.
La atmósfera se iba
cargando. Yo había empezado a buscar en los lugares más
normales : arriba de
las mesas, debajo de los almohadones, arriba de las sillas, para luego
acordarme de mamá que decía que cuando las cosas no aparecen en los lugares
lógicos hay que buscarlas en los ilógicos; me puse en acción. No busqué debajo
del jabón de tocador, como dijo un gracioso alguna vez, pero sí entre los
cubiertos, en el cajón de la ropa interior, en los estantes de más arriba de
las bibliotecas y hasta en el horno de la cocina.
Llamé al óptico, no lo
encontré, y a los tres comercios en que había estado, nada. Mi angustia crecía
acordándome de que estos lentes eran los de repuesto, ya que los otros los había
perdido el año anterior en un viaje desde el Ateneo a casa.
De repente, una
exclamación victoriosa y aliviada de Jaime: “Aquí están“. Los vi paraditos, sobre la alfombra, pegados al sofá,
con un aire de inocencia que daba ganas de matarlos, no sé cómo no los pisamos.
A los dos nos volvió el
alma al cuerpo. No abrimos una botella de champagne porque no la teníamos, pero
estoy segura de que ambos reíamos tontamente.
Más tarde me puse a
pensar: ¿No será que el excelente hábito de leer se me ha convertido en una
especie de vicio? No son normales mis reacciones cuando pienso que no puedo
hacerlo, porque confieso que estuve a punto de llorar.
Entonces empecé a recordar
cómo y desde cuándo había empezado mi contacto con los libros.
Me recuerdo de niña,
antes de saber leer, paseándome con algún libro infantil abierto, recitando,
sin equivocarme ni en una coma, toda su lectura. Inocentemente pensaba que iba
convencer a los mayores de que ya leía. Ellos actuaban como si lo creyeran.
Después de un tiempo cuando sí supe leer, un velo espeso se corrió y pude
entrar en un mundo maravilloso.
Mis padres tenían una
buena biblioteca y nunca me prohibieron leer nada; me aconsejaban diciéndome: “Este
libro no lo vas a entender, dejalo para más adelante, ahora están estos otros
que te van a gustar.” Así pasé de los clásicos infantiles a algunos de
aventuras como Tom Sawyer y aventuras de Huck, y otros femeninos,
como Juvenilia, Mujercitas, Jane Eyre y algunos más. Luego vinieron Moby Dick y
varios tomos de las aventuras de Naricita de Monteiro Lobato que me
gratificaron hondamente. Los clásicos me llegaron mucho más adelante. ¡Y la
poesía ¡ Sufrí y amé con Darío, Nervo, Bécquer y Neruda. En mi adolescencia el
sufrir por amor era algo insoslayable. Y a pesar de mi corta edad apoyaba con
fervor a Manrique cuando dice que todo tiempo pasado fue mejor. “¿Te acordás?”
decíamos con dos o tres amigas; y los mayores retrucaban entre risas: “¿De qué
se van a acordar ustedes?”
Confieso que cuando
crecí tuve algunas desilusiones: El castillo de Saint Michele de Axel Munthe (lugar
que tuve la dicha de conocer en Anacrapi mucho después) me deslumbró a los
quince años; cuando lo releí a los treinta me desilusionó. “Moraleja -me dije-
no vuelvas a leer de adulta lo que te encantó en la adolescencia, es peligroso”.
Todo tiene su ciclo y me volvió a gustar en mi ineluctable madurez. Aquí
vinieron los imprescindibles: Flaubert, Dickens, Tolstoi, Malraux, Camus,
Faulkner, Sartre y tantos otros. Pero antes cuando había cursado Literatura en
el Secundario, descubrí el mundo maravilloso de Homero, Esquilo, el Siglo de Oro
español, Shakespeare, Cervantes, Ibsen y muchos más.
Cuenta Vargas Llosa que
de niño alargaba los cuentos porque no quería que terminaran; yo les cambiaba
el final si no me gustaban y muchas veces compartí con los protagonistas sus aventuras
fantásticas: me metí en un hueco en la tierra de la mano de Alicia, me adentré
en un bosque tras los pasos de Gretel y bailé hasta el alba con el príncipe sin
nombre de la Cenicienta; yo se
lo puse, se llamaba Gabriel.
Pasando los años, el
pre-boom y el boom latinoamericano: Carpentier, Rulfo, Onetti, Octavio Paz,
Fuentes, la maravillosa escritura de las primeras novelas de Vargas Llosa, yendo adelante y atrás en el tiempo y
mezclando conversaciones, y el monumental García Márquez que nos relata con
alegría y de forma colorida por más que los cuentos sean terribles temas de su
América fantástica y mestiza.
Mucho más acá en el
tiempo, hará cuatro o cinco años, escritores asiáticos, afganos, iraníes,
indios, nos descubren un mundo contradictorio pero exento de belleza, al que Occidente
ha catalogado con una sola palabra: atraso.
A pesar de todas estas lecturas tengo un debe muy grande con
escritores ineludibles: Platón, Proust, Conrad, Yeats, Mann, T.S.Elliot y
muchos más. Es entonces que me convierto en la niñita que se pasea oronda
recitando el texto de un libro, pensando que engaña a los mayores haciéndoles
creer que sabe mucho cuando en realidad sabe tan poco.
María Cristina
Fuentes / Grupo ALAS
Marzo de 2013